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Cultura académica y literaria

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Créditos

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Paralela a las manifestaciones cortesanas y eclesiásticas discurre una tradición de corte criollo y popular. Se remonta, en realidad, a las primeras coplas de la conquista, que pudieron cantarse acompañadas por el sonido de la vihuela. En estrecha relación con los sucesos del momento, irán apareciendo canciones profanas y aun burlescas, a menudo entremezcladas con motivos sacros. La propia Rosa no fue ajena a tales aficiones. Sus biógrafos han insistido siempre en que el canto y el tañido de la vihuela fueron medios predilectos para traducir los amoríos místicos a un lenguaje comprensible por todos.

20. PORTADA DE DOCTRINA CRISTIANA Y CATECISMO. Antonio Ricardo. Lima, 1584. IV Centenario de la Imprenta en Lima. Instituto Italiano de Cultura, Lima.

Las fiestas con su repertorio formal y simbólico ponían en evidencia una cultura erudita, que se gestaba en el seno de las instituciones académicas. Miembros de ellas participaron en la elaboración de los programas iconográficos y certámenes literarios. No fueron ajenos a este quehacer los catedráticos de la Universidad limeña, cuyo origen fue el Estudio General establecido por los dominicos en 1551.

Pero fue gracias a la reforma impulsada por el virrey Francisco de Toledo que la Universidad de Lima, desde entonces denominada como de San Marcos, adquirió la fisonomía de una institución académica. Por entonces, la creación de cátedras y la dotación de rentas se contaron entre las principales reformas virreinales. Con el tiempo, la Universidad pasó a ser controlada por los criollos. Estos no sólo tenían una presencia significativa en las cátedras sino también en el rectorado.

San Marcos se convirtió en un centro de la conciencia criolla. Los futuros catedráticos se conocían en los colegios universitarios y allí se entrenaban en la vida académica y política a través de discusiones y coloquios. Una vez en la universidad se desarrollaba la solidaridad entre camaradas y coterráneos. Así, el claustro universitario se convertía no sólo en plataforma y escuela de burócratas, sino además en un espacio integrador de la élite criolla. En ella se establecía una trama de relaciones personales que facilitaban el acceso a la alta administración civil y eclesiástica. Por ello, no resulta extraño que la elección de una cátedra fuese capaz de movilizar a la sociedad de entonces51.

Por las aulas de San Marcos pasaron durante la época que nos ocupa los juristas Marcos Lucio, Jerónimo López Guarnido, Juan de Larrinaga Salazar, Francisco Carrasco del Saz, Francisco de León Garavito y Cipriano de Medina; el célebre canonista Feliciano de Vega; el latinista Marcelo Come; y los teólogos Pedro de Ortega Sotomayor y Juan Pérez de Menacho.

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También Lima contaba con el privilegio de poseer una imprenta. En 1582, si no antes, Antonio Ricardo, un impresor italiano procedente de México, instaló la primera prensa en el colegio jesuita de San Pablo y prestó su colaboración a las autoridades eclesiásticas para la publicación de un conjunto de textos religiosos trilingües destinados a apoyar la tarea de evangelización de los indios (Fig. 20). A Ricardo sucedieron Francisco del Canto y Pedro Merchán Calderón52.

Durante los años siguientes, salieron de las prensas limeñas, además de los textos conciliares antes aludidos, las Instituciones Grammaticae Latino Carmine Hispano de fray Juan Vega (1595), la Primera parte del Arauco Domado de Pedro de Oña (1596), el Symbolo cathólico indiano de fray Luis Jerónimo de Oré (1598), la Miscelánea Austral de Diego de Avalos y Figueroa (1602), la Curia Philipica de Juan de Hevia Bolaños (1603). Destacan en el período las obras linguísticas de autores jesuitas: el Arte y Vocabulario en la lengua general del Perú llamada quichua de Diego de Torres Rubio (1586) el Arte y gramática general de la lengua de Chile de Luis de Valdivia (1606), la Gramática de la lengua quechua de Diego González Holguín (1607), el Arte de la lengua aymara de Luis de Bertonio (1612). A estos habría que añadir otros textos de filosofía, derecho, homilética y literatura publicados entonces y que sería largo mencionar, pero que en conjunto reflejan el movimiento académico de la capital53.

Con la fundación de varios colegios mayores regentados por congregaciones religiosas, la vida intelectual se intensifica. A partir de la década de 1560 empezaron a fundarse, primero en Lima y luego en el resto del virreinato peruano, diversos establecimientos que tenían por finalidad impartir estudios de Artes, Teología y Filosofía. Entre los planteles de la capital destacó el Máximo de San Pablo. Fundado por los jesuitas en 1568 -esto es, el mismo año de su llegada al Perú-, se convirtió en un centro intelectual de primer orden. A San Pablo sucedieron nuevas fundaciones creadas a iniciativa de las órdenes religiosas con el propósito de servir de centros de formación de sus miembros: San Ildefonso (1608), San Buenaventura (1611). Más avanzado el siglo se fundaron Santo Tomás de Aquino (1645) y San Pedro Nolasco (1664). Al igual que en la Universidad, los criollos tenían una presencia significativa en las cátedras de dichas escuelas. Los colegios universitarios de San Martín (1582), a cargo de los jesuitas, y de San Felipe y San Marcos, así como el Seminario de Santo Toribio (1585), completaban el cuadro.

Ello determinó la existencia de un público lector, compuesto principalmente por estudiantes, miembros del clero y juristas. De ahí que algunos libreros peninsulares vinieran a establecerse en la capital para dedicarse al comercio de libros. Lima fue el centro más activo del mercado libresco en el virreinato peruano. Desde ella se distribuían tanto las obras procedentes de Europa como las salidas de las prensas locales a puntos tan apartados como Cusco, Arequipa, e incluso Chile: Consta que los más notables negociantes de libros activos entonces fueron Francisco Butrón, Juan Jiménez del Río, Francisco del Canto, Miguel Méndez, Juan de Sarriá, Andrés de Hornillos y Salvador López.

Durante los siglos XVI y XVII los libros no eran un objeto al alcance de públicos amplios, y menos aún en las lejanas colonias de América. Los potenciales

lectores del Perú colonial se hallaban entre aquella minoría instruida que con- • taba con recursos económicos. Las conclusiones planteadas por Henri-Jean Martin en su estudio del fenómeno de la lectura en la sociedad parisina del siglo XVII, resultan válidas para la realidad contemporánea del Perú. Según el investigador francés, "las únicas personas capaces de leer y escribir corrientemente eran en aquel entonces éstas cuyo oficio lo exigía".

Lima era, pues, -como lo ha hecho notar Lohmann-un centro cultural de primer orden donde confluyeron hombres de letras, juristas, teólogos, predicadores e historiadores de diversas partes del imperio 54. La literatura, en particular, experimentó un apogeo sin precedentes en la historia colonial. En un espacio temporal reducido coincidieron en la capital cultores del género épico: fray Diego de Hojeda, Pedro de Oña, Juan de Miramontes y Zuázola, Rodrigo de Carvajal y Robles. Al lado de ellos hubo poetas de la talla de Bernardino de Montoya, Hipólito Olivares y Butrón, y el célebre Diego Mexía de Femanxil, traductor de Ovidio. El cultivo de la poesía no fue ajeno a las máximas autoridades. Los virreyes Marqués de Montesclaros y Príncipe de Esquilache son recordados tanto por su obra gubernativa como por su producción literaria.

Otras disciplinas con exponentes de primera línea fueron la Teología, la Retórica y la Ascética. En todas ellas, una vez más, la primacía de los escritores de la Compañía de Jesús fue notoria. Allí están los nombres de los teólogos Juan Pérez de Menacho y Pedro de Oñate, a los que cabe agregar el del franciscano Jerónimo de Valera. Tratadistas de ascética y de retórica fueron Diego Alvarez de Paz y Pablo José de Arriaga, respectivamente, ambos jesuitas. En los albores del siglo XVII, estuvo en Lima el P.Alonso de Sandoval, autor de un célebre tratado sobre la misionología de la población esclava de origen africano.

En este elenco de celebridades intelectuales merecen mención aparte los juristas José Carrasco del Saz y Juan de Solórzano y Pereira. Este último fue oidor de la Audiencia de Lima entre 1610 y 1624, y autor de la Política Indiana, extenso y erudito tratado de derecho colonial.

La preocupación por los asuntos políticos, administrativos y económicos se hizo patente en la gestación de un género literario de origen peninsular pero que aquí también tuvo un singular desarrollo: los memoriales o arbitrios. Sus autores -conocidos como arbitristas-la mayoría de las veces plantearon proyectos ingeniosos pero de difícil ejecución o definitivamente irrealizables. Un exponente de ellos fue Francisco López de Caravantes, quien en las primeras décadas del XVII compuso la Noticia general del Perú, documentada y voluminosa obra cuya finalidad era la "restauración" del virreinato peruano

55.

En esta coyuntura de notable desarrollo de las letras, las órdenes religiosas emprenden ambiciosos proyectos historiográficos: la composición de sus respectivas historias, desde la primitiva época fundacional hasta el momento en que se escribieron. La historiografía conventual es erudita pero, sobre todo, ejemplarizadora. Se trata de rescatar del olvido los hechos del pasado, exaltar a los religiosos dignos de mención por sus virtudes y acciones. En suma, presentar modelos de virtud a los lectores. Por entonces, fray Antonio de la Calancha inicia la redacción de su monumental Crónica de la orden de San

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