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Ascetismo y renunciación

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Créditos

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12. CONVENTO DE SANTA CLARA Francisco González Gamarra. 1914. Grabado sobre papel. Colección Arq. Juan Günther, Lima.

13: FRAY' MARTIN DE PORRES Anónimo Siglo XVIII ? Grabado sobre papel. Museo de Osma, Lima. A la Encamación seguía en importancia el monasterio de las Trinitaiias. En 1603 se estableció el de las Descalzas de San José, con un grupo de monjas procedentes de la Concepción; y dos años más tarde surgió el de Santa Clara (Fig. 12).

En los monasterios grandes de Lima, la vida distaba de ser austera. Muchas monjas vivían rodeadas de criadas y esclavas, solían vestir sus mejores galas y joyas, y no respetaban la regla de clausura al recibir en los locutorios numerosas visitas de parientes y amigos. Las fiestas religiosas y civiles. eran motivo para la organización de representaciones escénicas, corridas de toros, banquetes, conciertos y fuegos artificiales. Varios arzobispos de Lima encontraron un gran desafío en la administración de los monasterios; pero sus ordenanzas, orientadas a imponer la disciplina, fueron sistemáticamente desobedecidas 34.

La población de Lima naturalmente mostraba interés por la vida conventual. Todos o casi todos tenían en uno de los varios con ven tos o monasterios un pariente, un amigo o un coterráneo. Ello explica, en parte, la emotividad y el apasionamiento que creaban las elecciones de priores o abadesas35.

Frente al clima de cierta relajación que existía en los grandes monasterios de frailes y de monjas, y huyendo de las pugnas que allí se generaban, un reducido pero significativo sector de la población religiosa se refugió en las recolecciones en busca de una observancia más estricta. A partir de 1592, con la fundación del convento franciscano de Nuestra Señora de los Angeles, comenzará a surgir en las zonas periféricas de la ciudad un conjunto de claustros dependientes de las órdenes así de frailes como de monjas. A este movimiento de renovación espiritual no fue ajena la Compañía de Jesús. A fines del siglo XVI destaca Antonio Ruiz de Montoya, autor del más importante texto de ascética El sílex del divino amor, quien desde Lima partió hacia las misiones del Paraguay.

De este ambiente de efervescencia religiosa saldrá una generación, contemporánea de Santa Rosa, que en vida fue reconocida por sus virtudes y caridad cristianas. Milagros, curaciones y todo tipo de maravillas les eran atribuidos por una población que tenía trato familiar con ellos. En efecto: desde fines del siglo XVI vivían en Lima Juan Macías y Martín de Parres (Fig. 13), ambos vinculados a la orden dominica, el franciscano Francisco Solano y el mercedario Pedro Urraca. A ~llos se sumaba la figura del arzobispo Toribio Alfonso de Mogrovejo, a quien el célebre Antonio de León Pinelo denominó "el limosnero" por sus legados caritativos.

14. SANTA ROSA DE LIMA Anónimo Siglo XVII. Oleo sobre tela, 41 x 31 cms. Monasterio de Santa Rosa de Santa María, Lima. Es probable que varios de estos personajes se hayan conocido entre sí. Según Vargas U garte, si bien no hay constancia que Martín de Parres y Rosa tuviesen amistad, tampoco resulta imposible: frecuentaban los mismos sitios y pertenecían ambos a la congregación dominica, aunque en diversas condiciones. Algo que intriga todavía a los historiadores es el hecho que en ese breve lapso coincidieran en la capital peruana tantas figuras con fama de santidad.

A pesar de su profunda religiosidad, resulta significativo que Rosa no ingresara a ninguno de los monasterios de la ciudad. Optó, en cambio, por una existencia entre el claustro y la sociedad: la de beata. Esta condición gozaba de prestigio entre la población colonial. Por lo general, era por sugerencia del confesor que mujeres devotas tomaban aquel estado que implicaba castidad y vestir hábitos talares. Adoptaban el recogimiento en la propia casa o instalándose en la de familiares y devotos (Fig. 14). Era una situación digna, antigua, que tenía como meta la perfección cristiana. Lo más llamativo de ser beata consistía en la libertad: no había muros que las aislasen y sus votos eran privados36. Pero solía suceder que, a veces, un grupo de ellas decidía vivir congregado en un recinto bajo la jurisdicción eclesiástica. Tales instituciones fueron, en muchos casos, el origen de monasterios. Desde el siglo XVI algunos religiosos -dominicos y, sobre todo, jesuitas-se erigieron en directores espirituales de beatas y de otras mujeres. Mediante la oración, el ayuno y la lectura meditada se propiciaba un proceso de purificación, de ascesis, paso previo para lograr un mayor acercamiento a la divinidad. Dada la similitud de tales prácticas con las realizadas por los grupos de alumbrados de la península, no tardaron en ser consideradas como sospechosas de heterodoxia y reprimidas por el Santo Oficio3r A pesar de la vigilancia inquisitorial, los cenáculos de beatas y mujeres devotas subsistieron y a inicios del siglo XVII existían varios bajo la tutela de algunos prominentes miembros de la Compañía de Jesús. Estos, eventu~lmente, requerían a algunas de sus hijas de confesión que pusiesen por escrito sus revelaciones o experiencias trascendentes, con la finalidad de examinarlas. Rosa, en su condición de beata, no fue ajena a las prácticas piadosas ascéticas, toda vez que cuatro de sus confesores -los jesuitas Juan Sebastián de Parra, Diego Martínez, Diego Alvarez de Paz y el dominico Pedro de Loayza, quien fue, además, su primer biógrafo-las promovían. Ayuno, oración, penitencia corporal y meditación fueron actividades cotidianas en la vida de la Santa. El escenario privilegiado de ellas fue la pequeña ermita, que -según cuenta la tradición-edificó Rosa con sus propias manos en la casa paterna. En ese espacio privado, lejos de las miradas, era posible escapar del mundo y aislarse para lograr una mejor_comunicación con Dios. La caridad y la asistencia a los enfermos también fueron ejercidas por Rosa, incluso en el mismo ámbito familiar. Sabemos, por otro lado, que la Santa cultivó la poesía religiosa y dejó un "libro manuescripto", cuyo contenido desconocemos. Probablemente este último debió ser redactado a instancias de alguno de sus directores espirituales. Pero tras su muerte cayó en poder del Santo Oficio de Lima y remitido a Espa-

ña, donde el Consejo de la Suprema Inquisición lo sometió a una severa "calificación" 38.

No pocas veces la religiosidad practicada por algunas mujeres encubría la búsqueda de soluciones y la satisfacción de necesidades ajenas a los propósitos declarados: el lucro, la codicia y la subsistencia 39. Entonces asomaba el disfraz de santidad. Ello explica la estrecha vigilancia y recelo con que solían observarlas el Santo Oficio, siempre atento a las heterodoxias doctrinales. El deseo de sustraerse de una sociedad interpretada como sensual y orgullosa, avara e inestable, en la que triunfaban el mal y la fuerza, y peligraba la salvación individual, llevó a algunos religiosos hacia la evangelización de territorios apartados. Allí, entre gentes consideradas no corrompidas, sería posible fundar una nueva cristiandad que regenerase a la existente. Utopía y religión -como lo han hecho notar Robert Ricard y Marcel Bataillon-se entremezclaron en más de un. proyecto misional desde las épocas tempranas de la colonización española en América. Los años que nos ocupan fueron testigos del renovado celo evangelizador de la Compañía de Jesús en Paraguay, región enclavada en el corazón de la América meridional. El origen de esos célebres establecimientos estuvo, en parte, asociado al interés de las autoridades locales de asegurar, mediante la creación de doctrinas, el dominio sobre zonas amenazadas por el avance de los bandeirantes portugueses. El experimento utópico de los jesuitas, que se ins-

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