José Alberto Velázquez Cierra los ojos, no respires
Novelas de Gavetas Franz Kafka
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José Alberto Velázquez (Las Tunas, 1978). Ha publicado los libros de poesía: Yo desierto (2006), En busca del cielo perdido (2006), La burbuja heroica (2012), Ghetto (2016) y La máquina de fallar (2017). En narrativa: Fracturas y extrañezas (cuento, 2012), Gestos brutales (cuento, 2015 y 2017) y la novela 36 navegan (2018). Vive en Las Tunas.
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José Alberto Velázquez Cierra los ojos, no respires Publicado por Fra, Šafaříkova 15, Praha 2, República Checa, www.fra.cz, en 2019, como su publicación Nro. 184 en la imprenta Akcent, Vimperk Primera edición © Éditions Fra, 2019 Text © José Alberto Velázquez, 2019 Author photo © Rafael Vilches Proenza, 2017 Cover photo c 2017 ISBN 9978-80-7521-087-6
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Índice 1. Puzzle 11 Logos 37 2. Behemot 125 3. Dunas 189
Desde: Yanelis Saavedra, mi esposa. Hasta: Émily y Juan José, mis hijos.
Encerrado en aquella casa, en aquel cuarto, en aquel cuerpo, en aquella cabeza, prisionero de una carne sorda y ciega. Clive Barker, Libros sangrientos
¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? Romanos 8:31
Primera parte
Puzzle
Desde la orilla opuesta de un río lo llamaban a voces. Dioses zarrapastrosos encorvados en sus harapos al otro lado de la tierra baldía. Cormac McCarty, La carretera
(Proemio prescindible en busca de La Muñeca Total, asunto deste libro)
1 Un pubis abundante femenino bajo la tela escasa. El morbo de los senos que bailotean bajo el sol feral. Dedos que sobre el mantel fingen ser ella acercándose y desapareciendo, la canción del mundo. Una estación en medio del bosque y el tipo que, no lo olviden, conecta la batería del carro al teléfono para delatar a quienes le han salvado la vida. Ella que se pierde y no va a aparecer, est mort, ya está dicho. Y hay que emborracharse un poco, cagarla un poco, ser digno de lástima, cuando lo único que no soporta una mujer es a un hombre digno de lástima. A un perro sí. O a cualquier otro animal. A OTRA MUJER . No a un hombre. Y todos los que vamos tras ella, los que pudimos ir tras ella, nos convertiremos en aire. Palabras. Esto es lo único que poseemos los comemierdas para alterar el Cosmos.
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2 Pasé dos años escribiéndola. Primero un nombre, un olor que sentí muy poco, sucio y limpio. Intentando corregir la realidad. Poner un alfabeto contra la terrible fractura en las costillas del Titanic. Puah. Sin dinero, sin atractivo físico, la demasiada estupidez de recuperarla en las ruinas circulares. Borges borracho de kitsch y alcohol noventa. Me leí todo Balzac, todo Joyce, todo Vonnegut y Kafka y Dostoyevski para escribir una mujer. ¿Cuánta grasa acumulé en el hígado y cuánta esperanza en esa otra víscera inútil, el cursi corazón que, lleno de tabaco, babea a popa? Pero las frases acumuladas se convirtieron en algo más. Y ella en el seminal baile de las máscaras, lejos de los buenos, los buenos son malos. Todo lo que conseguí fue un libro. Puah otra vez. Y sí, supongamos que ya ocurrió: que me arrastré para que lo publicaran. Que acepté formidables supresiones del texto y del decoro. Que vuelva, que vuelva el tiempo de amar, pensaba, borracho de kitsch y de Rimbaud y de alcohol de noventa. El título no es bueno. La idea es buena. Demasiados adjetivos. Lo que podemos pagarte es. Hasta que. No fue presentado oficialmente, supongamos. Le hicieron una cubierta desoladora que no odié como no se odia un hijo deforme. Era mi hijo y yo estaba satisfecho con él, 16
conmigo. Si hubiera descubierto la penicilina, entonces yo hubiera gastado mi soberbia. Pero no: había cometido una novela, creo que no mala, punto. Seguía pensando: ella leerá mi nombre, sabrá que yo, vendrá a mí. Sigamos suponiendo: a costa de privaciones compré, compraré, de lote en lote, cuatrocientos ejemplares. Es decir la mitad de la edición. Dije que acaso no fue o no será presentada oficialmente, y ahora añado: me da igual.
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3 (Alguien pregunta: ¿Y de qué va el famoso libro?) Seguro oyeron hablar de la escritura automática. Y el cubo de Rubick, que es tan importante ordenado como desordenado. ¿Y del espejo para cazar alondras, el libro de arena, el sistema decimal que, como todos sabemos, no es infinito? ¿El Ulises, Paralelo 42, En-Nadar-dospájaros, Rayuela, Los detectives salvajes? Miniatura tropical de todos ellos. Un tipo cualquiera, creo que enjuto, mestizo, uno del montón, como ustedes, no se me pongan bravos… y (cherchez la femme) una muchacha. No se deja ver. Las pocas veces que lo hace, las escasísimas oportunidades en que es visible para nosotros (Julián, Juan Carlos, yo, un perro, diez mujeres, mil locos que a su paso deja) provoca una especie de, ejem, amor insoportable, de sarnosa postración. Recuerden que estamos en el laboratorio del mundo. Un puente entre dos milenios fabricado con secreción latina. Como Helena, en la tragedia de Eurípides, «solo da en su lugar una viva imagen suya formada de aire, que creemos disfrutar».
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4 Ya quieren saber el nombre. Por ahora es Zeta. Repito, es inaprensible y se necesita inventarle un pasado. Yo le invento un pasado en el que se acuesta desnuda para que eyaculen dos, tres hombres sobre ella. Veo sus piernas separadas y alguien que bombea para que sufra deliciosamente. Estoy enfermo. Ella me enferma. No entiendo el modo de entregarse, de desear y no desear tanto a la vez, «lléname, lléname de leche», dice, y la obscenidad es el mejor poema, el único. Siempre es fácil encontrar varones atractivos y estúpidos (según ella, la relación es proporcional) que sean sus cómplices, sus donantes. Quiero creer que solo así se excita. Todo ese ardor (ella también es kitsch, Villaverde y Félix B. Caignet y las grandes guerras patrias) corriéndole por la piel debe renovar la piel. O pudrirla. Quizás solo lo hace porque puede hacerlo. Así como otros roban ropa interior de las tendederas o miran sin ser vistos. Cree haber empezado desde que era una niña y hacía que sus primos, todo un lugar común, se masturbaran mirándola (ella sin ropa y sin vello púbico a los nueve años, ellos que apenas producen una espuma escasa; ella a los doce y con un monte de Venus casi dorado, ellos con vergas de tamaño amenazante y cascadas de semen; ella de dieciocho, sin vello púbico, y unos pri19
mos apenas reconocibles, quizás aburridos porque desean algo más que ser simples donantes). Es buena la tibieza sobre su cuerpo, el olor como de vainilla, ciruelas maduras. Queda dos, tres minutos en silencio, los ojos cerrados, respira, recuerda el movimiento de los puños, los miembros apremiantes. Hace salir de su presencia a los voluntarios, gracias, nos vemos otra vez, se masturba con prisa, hasta lograr cinco o seis orgasmos y quedar exhausta sobre el colchón, la hierba, la arena. Rose, Rose, you are sick. Una noche de verano en la Facultad de Medicina recibe en su cama la visita de otra muchacha. Su nombre es Denisse y sabe usar las manos, la boca. Va de los pezones al cuello, hunde la lengua en el oído de la bella (y falsa) durmiente. Frota el clítoris con movimientos circulares muy rápidos o muy lentos, pero solo consigue en Zeta la mínima pasión del nerviosismo. Denisse, luego de continuar el juego un rato, se va. Pero repite la visita cada noche. Zeta, en su sueño fingido, se da vuelta para que la otra bese su espalda, investigue con su lengua y dedos, «diosa, diosa», gime Denisse y se contrae abrazando el cuerpo de Zeta. Con cada nueva contracción la cercanía y la humedad aumentan, y ambas lo comprenden. Un fin de semana, sin acuerdo previo, las dos se quedan en la Facultad. Conversan por primera vez, hablan de sí mismas en tercera persona, confiesan tener amigas con fantasías especiales. La amiga de Denisse se excita (enloquece) con las jóvenes que visten uniforme. Encontrará una 20
mujer semejante a ella, lo más parecida posible, para entregarse al máximo, ser su esclava, si la dejan. En cambio, cuando Zeta cuenta las preferencias de su amiga, virgen por demás, ve cómo Denisse tiembla y su rostro se oscurece. Esa misma noche va al encuentro de Zeta. Lo hace acompañada por tres bichos raros. Su blancura es impresionante y su sexo dudoso. La presencia de extraños no causa efecto en Zeta. Denisse lo comprende, susurra algunas frases, le acaricia el cabello, la besa en la boca. «Son Elfos», miente. Los Elfos, que parecen muchachas pero tienen vergas, juegan entre sí. Lo hacen con gracia y precisión. Sentada al borde de la cama, Denisse parece no tener apuro. Mira a sus amigos mientras toca el sexo de Zeta, cuyos ojos centellean. Después frota uno de sus finos pezones con el clítoris de la otra. Sus amigos se acercan más a la cama, seguro eyacularán sobre Zeta como en las mejores veladas. (Tiene otro cuerpo sobre el suyo, una lengua dentro de su boca. La cintura de Denisse se mueve a ritmo vertiginoso, el mismo con que los Elfos se aproximan al momento crítico). Zeta intenta respirar. El exceso de oxígeno parece ahogarla. Va a gritar, debe gritar, pero Denisse se pone a horcajadas sobre su cara, esa otra «boca» húmeda la asfixia, siente dedos que indagan entre sus muslos. Denisse baja, deja un surco de humedad en su pecho y vientre, acomoda otra vez el cuerpo contra ella, los Elfos entran en éxtasis, se hunden mutuamente un dedo, dos, tres dedos. El pubis de Zeta (hincha21
do, obsceno, borracho) es estremecido por una velocidad que ella creía imposible, tres chorros de semen le empiezan a caer en la cara, cabellos, piernas. Tres interminables chorros acompañan su orgasmo, que se interrumpe con un desvanecimiento, que sigue cuando los sollozos de Denisse (oh diosa, diosa) la reviven. De aquí en adelante sucede (continúa sucediendo) un número indefinido de lugares comunes. Se multiplican como espejos de frente. La repetición del ritual, con Elfos y Denisse incluidos, perfecciona al ritual. Adquiere lo que podría llamarse una mecánica sublime. Descubren que son observados cada noche. No les importa. Algo así no podía pasar desapercibido entre los otros, y añade un nuevo elemento. Las réplicas de menor intensidad en otras zonas del dormitorio o la escuela no demoran, y el mundo que Zeta conoce toma un olor y un color irracionales. Luego la Facultad de Medicina parece pequeña y –es una decisión que en ningún momento recuerda haber tomado– se desplaza a la ciudad, una ciudad no demasiado grande pero sí lo suficiente fértil para absorberla. Siguen los caminos trillados: un baile de disfraces (Siglo XXI ), donde Zeta es la sensación, porque aparece con máscara y frac, desnuda de la cintura hacia abajo. Una secuencia posterior donde ella oficia como dama de compañía de varios personajes cuyo poder, no así el bando al que pertenecen, es notorio. Nuevos bailes en los que nada ocurre y son filmados; que termi22
nan en orgía y son filmados; hombres que fingen disparar o disparan sobre otros y son filmados. Ardor en la vagina, ruptura con Denisse y los Elfos, casas en la playa, fogatas en la arena, sexo, steel bands cantando poemas a una luna que ella sospecha artificial. Apenas le importa no conocer los individuos que la acompañan o la vigilan. Ella cree ser un cometa cuyo fuego consume cada milímetro de tiempo en cada porción del espacio que su persona, ubicua y sucesiva, ocupa. Una noche se asquea de fumar y alguien le alcanza dos pastillas con toscos símbolos grabados a relieve. Sueña que monstruos la persiguen montados en automóviles con ruedas de agua; sueña que es alcanzada por los monstruos, los cuales se dedican a machihembrarla contra sus automóviles y ella grita atormentada y gustosa. Laberintos, horror al vacío, un miedo que la despierta. Las imágenes que le son reveladas a Zeta al abrir los ojos deben ser broma del sueño (las pastillas), el cual insiste en retenerla en esa otra realidad no menos cierta que la de los cuerpos despiertos, donde la materia es blanda y las personas son las de siempre aunque sean distintas. Tienen que ser pesadilla las paredes mugrientas, paredes que parecen tiras de lona o fibra vegetal, techo podrido que deja ver un cielo tan azul que duele, todo duele: el silencio firme, las telas de araña tiznadas, el perro sarnoso que saca sangre de sus orejas a pocos centíme23
tros del camastro donde ella, definitivamente, duerme. Un tufo oscuro precede al hombre. Es un tufo intenso, mezcla de cuero crudo y chivo endemoniado. Zeta piensa: ¿En el mundo del sueño existen los olores? A medida que el hombre se mueve sus emanaciones son más intensas, el perro vibra garra contra oreja en éxtasis orgásmico, una grasa reseca, venenosa, destila desde las paredes, ella–no podría soñar un dolor de cabeza más espantoso–no duerme. Lo primero es encontrarle un extremo visible al ovillo, desenredar la madeja de hechos (inevitablemente sexuales) que la han traído a esta madriguera asquerosa. Aprovechando que el hombre sigue sin mirarla (por la forma en que desarrolla sus movimientos contra una mesa o algo parecido, se ve que los hace para ella) se palpa el sexo buscando residuos de humedad pero no encuentra más que una saludable resequez. «Oiga, oiga», dice, y todo su cuerpo se estremece, «dónde estoy». El hombre se da vuelta y queda mirándola un interminable minuto. Su cara de ratón tiene un color verdoso, con ralas y raras áreas cubiertas de pelo. Habla y Zeta demora en entender las pocas palabras. Necesita tiempo para acomodar en el laberinto de su cerebro el significado de lo que acaba de escuchar. El primer impulso que siente es el de reír. «Estás en tu casa», ha dicho el hombre, y le da la espalda. Los hechos subsiguientes se desarrollan en este orden, o desorden: 24
Ella no reacciona y opta por quedarse dormida. Lo consigue hasta que el hambre puede más. Salta del camastro, no sabe la hora, toca sus bolsillos en busca del teléfono móvil, algún dinero, pastillas, cigarros, una navaja, pero sus bolsillos están vacíos. La mesa sobre la que el hombre trasegaba no es más que un burdo cajón repleto de ceniza y dos rocas tiznadas en su centro, en cuyo borde descansa, veamos, un pedazo de torta y un jarro al que el churre no deja ver las infinitas abolladuras consecuencias de la longevidad y el maltrato. En la memoria de Zeta perdura la representación de un Misterio religioso y una monstruosa galleta, que el hombre uniformado parte en dos diciendo que esta es la carne de alguna Persona, pues bien, esa mitad es idéntica a la que descansa sobre la ceniza, solo que la que ella tiene ante sí es áspera y fea, y no le inspira ninguna piedad, solo asco, y dentro del jarrito una sustancia turbia que huele a agua, porque el agua no es ni nunca ha sido inodora, ella lo sabe, entonces regresa al camastro, queda sentada en él, oscurece, amanece, el hombre y su olor regresan, silencio, al tercer día el hambre la vence y traga esa cosa tan reseca e insípida, la tierra se ha asentado en el fondo de la vasija y bebe, necesita orinar, sale al patio y el sol la golpea: está en otro mundo. De rodillas arroja cuanto ha comido y más. La letrina es un agujero inmundo cruzado por dos maderos donde se deben colocar los pies y agacharse. Ve siluetas descoloridas que apenas re25
paran en ella. Aunque hay espacio de sobra, muchas de las casas están apiñadas y Zeta sospecha, en su agonía, que esto se debe menos a motivos familiares que al deseo de colocar solo tres paredes contra una cuarta que ya existía, así hasta el infinito. Se ha orinado en el jean y transpira un sudor helado. Se orienta hasta el bohío, en cuya mesa-fogón encuentra otro pedazo de aquella hostia infame y el jarrito con agua. No intenta razonar, porque se encontraría cara a cara con un ataque de pánico que obligatoriamente generaría una violencia frente a la cual es vulnerable en un nivel máximo. Decide esperar. Movida por el aburrimiento organiza, en lo posible, la casa, y a la mañana siguiente advierte que a su magra ración le ha sido añadido un trozo de carne seca que devora al instante. Ya entiende: en esta orilla del infinito tiene que trabajar si desea ser alimentada, un axioma nuevo para ella, que nunca antes se interesó en un tema así de vulgar. Después los días la van ayudando a insertarse. Los demás no le hablan, desconfían, en especial las mujeres. En cambio, ella está obligada a insistir, y aprende a acarrear y encender la leña sobre la que se preparan los alimentos (casi siempre plátanos paupérrimos a los que hay que hervir con todo y cáscara, o alguna otra vianda), a secar la carne que debe rendir hasta lo inaudito, a ahorrar el agua, pues aunque a dos kilómetros de profundidad los pozos demuestran ser fértiles, el líquido que mana es de una toxicidad y gusto imposibles, y 26
solo es usada para labores de limpieza y ocasionalmente para dar de beber a los animales, los que más temprano que tarde terminan por enfermar y morir como consecuencia de este procedimiento. El agua para beber la traen los hombres de quién sabe dónde, en recipientes rústicos que montan sobre horquetas gigantes de árboles secos, que son haladas por bueyes, también secos y tristes. Zeta aprende a bañarse poco. Al principio le desagradan sus nuevos aromas, pero después se acostumbra. Es mejor no entrar en contacto con esa agua que deja una costra salobre sobre el cuerpo, imposible de suprimir. Lo que más le importuna es la falta de sexo. Ha adelgazado, los vellos del pubis y las axilas han crecido como nunca, se acuesta cansada y sueña toda la noche con Denisse, que se ha vuelto un hombre y con tres penes le golpea el sexo, las nalgas y la boca hasta hacerla llorar de placidez. Ya no se pregunta cómo estas personas pueden vivir de este modo. No tiene espejos al alcance, sin embargo está segura que se ha convertido en uno de ellos, y el hombre (nunca sabrá cómo se llama) también parece notarlo. Empieza a dormir con ella, compartiendo el angosto camastro. Ella es feliz. A estas alturas los efluvios que su compañero despide la excitan. Se desvela mientras él respira pesadamente a su lado. Él y sus amigos se levantan muy temprano y trabajan hasta el oscurecer. Aquí nunca llueve, por lo que están obligados a realizar proezas para que sembrados y animales prosperen. 27
Una madrugada el hombre habla en sueños, ella comprende que se refiere a ella, que quizás la ame, así que le abre el pantalón y comienza a acariciarle el miembro, lo guarda en su boca, se pone a horcajadas sobre él, que eyacula enseguida, sin darle tiempo a Zeta de alcanzarlo. Pero ella, de algún modo, ha quedado satisfecha. Cada amanecer repite el acto, y descubre que el hombre no poluciona antes de tiempo por una probable abstinencia, sino porque es su forma de reproducirse, una forma que nada tiene que ver con la discriminación, solo es así, y punto. Entonces ella aprende a excitarse temprano. Cuando va a él y se enhorqueta o es montada con la violencia que lo caracteriza, se deja ir en silencio, con las piernas bien separadas para no permitir que escape un átomo de energía. Algunos domingos un misionero joven y hermoso a quien nadie hace caso visita el lugar en su motocicleta. Lee salmos con corrección egocéntrica, gesticula en exceso y ella comprende (él la mira con ímpetu) que podría fabricarse una historia de amor con el joven. Incluso pudiera escapar con él, pero duda, termina por negarse ante cualquier fantasía. Aprende a remendar ropa, a lavar y secar los paños con que contiene sus fluidos mensuales, a ordeñar cabras, labores que jamás imaginó pudieran existir. Un par de veces al año la policía irrumpe con el objetivo de detener a un hombre que, enloquecido, mató su propio buey, caballo o esposa. Zeta teme que vengan por ella, que al28
guien proveniente de aquel mundo ancho y ajeno la busque. Ve partir los únicos autos visibles de vez en vez por esos contornos. No sabe si desea irse. El pasado es una mancha a la que siempre recurre menos. Un día cualquiera le corresponde perseguir un chivo malherido. La concurrencia del tajo infeliz y el terror del animal hacen que el sustento (intestinos, extremidades y cabeza incluidos) escape entre la maleza. Zeta sabe cómo seguir un rastro, pero se pierde. Nota que, por vez primera, está en lo alto de una montaña (volverá algún día). Construye montoncitos de roca, los cuales le dicen cada cierto número de horas que ya pasó por aquí. Entonces cierra los ojos y camina a ciegas arañándose el cuerpo y rompiéndose los pies. Cree encontrar el camino de regreso a casa, hasta que advierte que es un camino más de perdición. Soporta con facilidad el hambre y la sed. Conoce cómo encontrar frutas, que pese a ser solo una bolsa arrugada de semillas ácidas, renuevan sus ánimos. Cruza una carretera de noche, en algún momento el agua le llega al cuello, la rodea por todas partes y no sabe cómo llegó hasta allí. Cuando alcanza la orilla y sale, da de manos a boca con lo que parece el extrarradio de una gran ciudad. Tiene miedo. Sigue adelante. Su mano empuja una puerta al azar, casa de muñecas, tan limpia que le provoca algo parecido a la repugnancia. La pared del fondo es un gran cristal dividido en celdas dentro de las cuales se mueven peces de intolerable belleza. 29
Un viejo lagarto vertical, cuello tonalidad jamón, sonríe mientras le pregunta por qué no te sientas. Comen aceitunas, queso maloliente, frutas en conserva, arroz. Beben té insípido y luego el añoso reptil le muestra el baño a su «invitada». A pura intuición usa las cremas y jabones que parecen hervir delante de ella reclamando su atención. Cuando sale del baño, húmeda aún, es otra mujer y el viejo la ciñe sin más demora en el diminuto sofá. Zeta no escapa de dos orgasmos que la hacen dormir arrullada por el irritante olor de su pelo (gel de jazmín) y la impertinencia de un anfitrión que, durante horas, prolongó el tedio de un estéril cunnilingus. Al amanecer siguiente ya el viejo es su esclavo. Prepara tres comidas diarias para ella, a base de espaguetis hipocalóricos, frutas, huevos, mantequilla, queso y chocolate. Lee, en voz alta y vehemente, poemas de Rubén Darío. Ella cobra una violencia lasciva con la que su hospedador no puede lidiar. Zeta empuja su sexo contra cualquier parte del otro, contra la pared de vidrio que separa dos formas de vida, contra los ángulos que encuentra preciosos. Gime y le gusta su voz, empiezan a parecerle familiares los olores que la rodean, los que proceden del espacio exterior. Una pareja los visita cada domingo. Fingen ignorarla. Ella se recluye en el baño y deja que el agua la aísle todavía más de ese mundo tonto. Quiere ser semejante a los peces y rasurándose las axilas, el vientre y el bajo vientre, los muslos y las piernas, lo consigue. Es feliz y sale del baño chorreando. Los 30
visitantes la miran extasiados. El joven cae de rodillas y bebe el surtidor que fluye de su pubis. La mujer, histérica, lo golpea pero él insiste, pone la lengua en el hoyuelo que corona el pubis de Zeta. El viejo mira la escena. Nadie parece sorprendido cuando la mujer, transformándose, acerca su boca a la de la muchacha. Cuando la mujer hunde su pubis entre las nalgas del esposo y empieza a crisparse, Zeta nota que nunca antes ha visto una expresión tan hermosa, y se deja ir. La mañana del lunes la encuentra en la calle. El viejo le ha comprado ropa nueva, un celular, le da dinero y joyas con la condición de que regrese al atardecer, el martes, algún día. Ella ni siquiera miente. Una voz estúpida la lleva al centro de la ciudad a cambio de dólares o un gesto de la muchacha. Ya en la noche tiene amigos y amigas que descubren su nombre, la invitan a una fiesta en la mejor habitación del mejor hotel, la madrugada es intensa. A los dos meses vuelve a la ciudad de origen, donde nadie parece haber notado su ausencia, Miren, es Zeta, Cómo le va a mi gatita malvada. De aquí en adelante, por supuesto, sucede un número indefinido de lugares comunes, que se multiplican como espejos de frente. Se acuesta desnuda para que eyaculen dos, tres hombres sobre ella. Siempre es fácil encontrar varones apuestos y estúpidos: la relación de estas cualidades suele ser directamente proporcional.
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5 ¿Qué les parece? Hay, también, y aquí viene lo bueno, un habitante del bosque que decide invadir la ciudad. Comercia unos cerdos que posee o roba, se sube a un camión y ya está. Las primeras noches duerme en los sitios menos ortodoxos: un baño púbico (sic) donde los más fieros machos entran como tal y las más fascinantes ninfas son al salir. Un bosquecillo cerca de cierto Ranchón donde los masturbadores solitarios sacuden tanto las ramas en su actividad que apenas las dejan reponerse de su cansancio. En las calles mientras camina: su paso lento le permite adormecerse y a la vez escuchar graznidos que son reclamos, lo sabe, de prostitutas viejas con decenas de hijos en prisión, cánceres terminales y urgencia de compañía antes que de unas pocas monedas. Tomando el peor café de la historia pregunta al dependiente quién alquila un cuarto. Pues al cruzar la calle tres cuadras, doblas a la derecha y preguntas por Indira. Dudo que te adopte. Inténtalo. El hombre camina hasta allá, toc-toc-toc, quién es, busco alquilar cuarto. Ah bien. Usted parece serio. ¿Puede pagar quince al mes y un mes adelantado? El adelanto está aquí, lo otro ya veremos. Este es su cuarto. Indira está próxima a cumplir treinta años o veinte años, modelo de belleza clásica 32
griega sin exagerar. Necesito su identificación y hacer unas llamadas, si no hay inconveniente. La cama es grande, sábana a cuadros, mesa de noche con lamparilla ornamental. Cae rendido y cuando despierta es de noche. Necesita ir al baño. No sabe dónde pueda encontrarse el interruptor de la lámpara de techo que ojalá no sea ornamental. Sabe muchas cosas: está peor que en el bosque natal y el bosque de los masturbadores. Peor que en el baño donde fue testigo de La travestíada, donde al menos podía orinar a su antojo. Que si algo no faltaba en la Terminal era luz. Está a punto de tomar una decisión o de dormirse cuando tocan a la puerta. «Josué, Josué». Queda pensando cómo han podido saber su nombre hasta que recuerda su carné de identidad. Primero se hace la claridad y luego la mano que la ha engendrado, una mano preciosa que se aleja en cámara lenta del botón. Esto es solo por hoy, en serio: galletas de sal con mantequilla y café. «Primero pensé que si era un hombre el que alquilaba no podría utilizar mi baño. Pero no sé cómo te las arreglarías. Usa el baño de la casa. La forma y la delicadeza con que lo hagas las dejo a tu propia discreción. Allí está. Puedes leer, hasta que te lo aprendas, el capítulo veintiséis de Isaías. Buen provecho, buenas noches».
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6 Los próximos días apenas la verá. Él, con el poco de dinero que le queda, sale a comprar sándwiches baratos (lo de barato es un eufemismo), dulces, caramelos. Desde el bosque ha traído dos novelas desgastadas (¿Lolita? ¿El maestro y Margarita?), un cuchillo que tal vez perteneció a un antepasado muerto en combate, ropa interior, un pantalón y una camisa adicionales, incluso un reloj que da la hora exacta cada doce horas. Solo ha olvidado el cepillo de dientes, y después de jornadas limpiando las encías con el pañuelo, el borde de la camisa, los dedos, estas se inflaman y empiezan a sangrar. Cada mañana, luego de verificar, en un proceso que tarda horas, que está solo, entra al baño. Hace de todo, excepto cepillarse los dientes. Josué deduce que si sus encías continúan así, todo se irá al carajo. Desde ningún punto de vista le parece halagadora la idea de ingresar en un hospital víctima de gingivitis o como se llame. Imagina la fiebre, el mal olor, se frota las encías con los calzoncillos mojados. Por desgracia en el baño hay un solo cepillo: el de Indira. Josué comprueba que es usado porque aparece húmedo bajo la capucha protectora de plástico. Día y noche relee, toma notas, lucha contra la horrorosa acidez que le producen los panes. 34
Por las madrugadas se desvela pensando en que necesita hacer dinero, comprar libros –Borges, Rulfo, Cortázar. Además, La guerra del fin del mundo, Las viñas de la ira, El camino del tabaco– un cepillo de dientes, comida caliente, jabón, cimetidinas, y que después de esas adquisiciones el saldo mínimo sean quince dólares. Una mañana cualquiera encuentra un letrero donde se solicitan modelos para esculturas de barro. Se presenta en el lugar y es admitido en el acto. El desembolso: quince dólares al mes, así que nada de lecturas o cepillos. El dependiente de la cafetería a veces le regala un poco de brebaje, conversan de lo bien que está Indira, de una relación que tiene en el otro extremo de la ciudad, el dependiente sospecha que es un hombre casado o una pareja lesbiana (el término que usa es otro), de cualquier manera esa persona le ha puesto casa o un cuarto donde Indira pasa la mayor parte del tiempo. Ah, dice Josué. Encuentra una librería de viejo. El vendedor permite leer los libros hasta la mitad. Así lee medio Conversación en la catedral, medio Orlando, medio Trópico de cáncer. ¿Te gusta Miller el malo?, pregunta el vendedor, a lo que Josué no sabe qué responder. En la Academia de Escultura hay estantes con títulos que no le dicen mucho. Solo roba una selección de textos firmados por Eugenio Barba, dramaturgo. Al tercer día le exigen que se desnude completamente. Quiere negarse pero el plazo del segundo mes se acerca siempre más y se da cuenta que al 35
quitarse la ropa ninguna de las hermosas chicas que modelan barro a su alrededor se burla. Escribe como un demente. Resiste la acidez. Decide usar el cepillo de Indira. Lleva semanas sin verla, sin ir a casa, así que se arriesga y disciplina sus mucosas hasta que dejan de sangrar, luego lava el cepillo, lo seca hasta donde es posible y siente la puerta de la calle abrirse. ¿Indira lo descubrirá? Tal vez no. Ahora está preocupado. Entra a su habitación, se pone la ropa, y queda esperando. (Y todo está bien hasta que empiezas a morirte por un coño que no has probado, quieres beberlo, acariciarlo, hartarte de él, emborracharte de él. Y eso era Indira: el Coño Adorable, el Ídolo Total, una cosmogonía desde la que brotaba el mundo veinticinco horas por día, Génesis y Apocalipsis en ese hermoso y limpio y diabólico bulto entre sus piernas).
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7 A la mañana siguiente Indira toca, Mira, tampoco te acostumbres, un plato de galletas con embutidos y un vaso de yogurt. Mientras come ella lo mira. Luego se va y siente la puerta del baño cerrarse. Cuando la vuelve a ver es otra. ¿Se habrá dado cuenta? Esta duda comienza a mortificarlo, al punto que decide buscar otro sitio donde vivir. Pregunta a los profesores de la Academia, muchos de los cuales son de pueblos lejanos y se han hecho sus amigos después de enterarse que escribe. Sí: en la periferia alquilan cuartos a buen precio, con permiso para colocar una hornilla y entrar mujeres los fines de semana. Diez dólares al mes. No se despedirá. Aunque el plazo no ha expirado ese amanecer pone sobre la mesa el dinero y la llave que Indira le dejara. No desea marcharse. Recuerda la mirada de ella, el tono de su voz en las últimas breves conversaciones. ¿Dejarle una nota? No. Sabe que si empieza a escribir una carta terminaría siendo una desesperada y vomitiva confesión de amor. Solo huye, un amigo le presta dinero, compra el cepillo de dientes y una extraña edición de En busca del tiempo perdido (que nunca leerá completa) en dos tomos. El barrio al que se muda es oscuro, la gente parece agobiada por la grosería, el alcohol. Pero, una vez que intuyen no es policía, lo acogen 37
de inmediato. Casi nunca le reclaman el alquiler. No obstante, él paga con regularidad. Se impone al bullicio. Logra terminar su novela y decide hacérselo saber a Indira. En la cafetería cercana habla con el dependiente quien le informa que Indira se ha mudado. ¿Adónde? No sabe. Supone que al lugar donde antes pasaba la mayor parte del tiempo. Que antes de irse le preguntó varias veces por el paradero suyo. ¿Mío? pregunta Josué. Sí, mi hermano, preguntó por ti, responde el dependiente con una certeza que se parece demasiado al dolor.
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Logos (Proyecto de corpus de la Muñeca Total)
1.
La sangre en el agua
Amanezco cosido a una silla que nunca antes vi y que tampoco puedo ver ahora. Solo deducirla. Delante de mí hay un televisor y cables que desaparecen dentro de una caja negra. Se trata de un aparato para electroshocks. O van a leer mis pensamientos. O se trata, simplemente, de un televisor y un aparato de video. La memoria vuelve a mi cerebro húmedo de medicamentos que no he tomado. Debo correr, perderme, ser aire en el aire. Vuelvo a despertar en donde mismo. El tiempo loco ha pasado hacia delante o hacia atrás. Vomito sobre mi pecho o debería decir sobre la tela verde y arrugada que cubre mi pecho. Quiero pensar Dios mío sálvame pero no me enseñaron a creer en Dios. O me enseñaron a no creer en Dios. Dios es el opio de los pueblos a los que se les promete el Cielo porque no tendrán la tierra. Qué más da o qué más diera. La televisión y el sexo y la lotería clandestina y la mala música y rascarse entre los dedos de los pies son el opio de los pueblos y no pasa nada. Todo es opio (sin opio). Todo. La memoria vuelve a mi cerebro húmedo de fármacos y no recuerdo nada. Pedazos de cuerpos, palabras dichas al revés, un nombre que debe ser el mío. Acabo de nacer. Tengo cuarentiocho años. Mentiré. Los falsos recuerdos son el opio de los psicópatas. El vómito apesta a vísceras, a sole41
dad, a pomitos de penicilina vacíos con que rellenan los cadáveres en la morgue. El que tiene mi nombre vuelve de las oficinas adonde ha ido a inscribirse para un viaje de estudios. Eso dicen. En casa lo esperan su madrastra y su padre emputecidos por la lujuria y el alcohol respectivamente. No tiene hermanos, amigos, novia, trabajo. Pensaba alistarse para una guerra, pero al parecer la guerra está por recogerse. Un remolino de jóvenes cadáveres y acero. Una implosión de dolor. Sin él. No tiene dinero ni sueño. Mucha hambre sí. La calle es una serpiente asquerosa mojada donde el neón brilla igual que esputos y en la que no se ven ni perros ni putas, así de malo está el clima. Escucha ruidos, perros que aúllan, traqueteo de máquinas de escribir. Mirar por las ventanas, provocarse una autolástima digna de Andersen y su «vejiga» traficante de fósforos que jamás paga los impuestos. Es, hasta donde resulta posible, una fiesta familiar. Rara porque llueve y están en el patio y a nadie le preocupa. Hablan y beben y se besan como si tal cosa. Los despojos de un cerdo giran sobre brasas que no se extinguen pese al aguacero. Ve antiguos compinches de escuela. Dos hombres que, ahora se da cuenta, son o fueron amantes de la primera esposa de su padre, en breve felizmente muerta. Los excompañeros de clase lo ignoran y, claro está, los partenaires de su mamá y el grueso de los invitados, algunos invisibles por la lluvia o por las locaciones que se han 42
buscado para masturbarse mutuamente también lo ignoran. Decide permanecer allí porque se trata de un recuerdo falso o de un sueño que inventa alguien atado a una silla, alguien que acaba de nacer con cuarentiocho años cumplidos. Una mujer lo mira, desaparece, vuelve a aparecer con dos vasos, se le acerca. Él reconoce que ha visto a esa mujer antes, nada fuera de lo común en una ciudad tan pequeña que antes resultó un municipio más pequeño aún. Ella se da cuenta y sonríe mientras le tiende uno de los vasos. «Se te hizo tarde, chico». ¿Tarde para qué? El trago entra a su cuerpo como una bendición y recién comprende que la lluvia puede ser supuesta, el montaje de un grupo de excéntricos que falsifican además relámpagos sin truenos, una brisa que sopla desde cuatro lugares a la vez, euforia doblemente temporal. «Para traer la leche». Y claro, el énfasis jodedor nacional con la palabra o la frase específica, desde la punta de lápiz (si le gusta gorda y no muy larga, o muy larga aunque sea fina) hasta la compra de viandas, azúcar («échamela toda adentro»), etc, que hacen de lo cotidiano una barahúnda de tensión sexual que solo puede resolverse convirtiendo la metáfora en literalidad, la alusión en polución. Se quedaron en silencio o hablaron tonterías hasta que los múltiples rones fueron ese Ron Platónico, el cual puede cambiar de nombre pero no de esencia, Havana Club, Pinilla, Vodka, Pincha Ojos, Caguín, secos y duros comba43
tiendo el frío debajo de la piel, Reina con short de mezclilla azul: todo pubis, todo senos, unos senos todo pezones. «Ven, come algo». Profusas hebras de carne y ensalada, ¿una cerveza?, no, gracias, de la cocina no regresar al patio, subir escaleras, ver mujeres desnudas te enferma pero no verlas te enferma mucho más, la miscelánea de frío y ron las transforma de un modo inenarrable. «Nunca has sido de muchas palabras, chico. Mejor imposible». Y lo de siempre: besos, nerviosismo (por parte de él); fellatio que busca robustecer la erección y provoca el efecto contrario, el pronóstico arcaico de los bordes de un pene que apenas rozan las paredes de una vagina, sin embargo qué bien qué dulce y qué fuerte y qué dulce otra vez es hundirse así en alguien, la exactitud con la que ese alguien se mueve en respuesta a tus movimientos, un ritual ensayado por siglos y siglos, los senos que de pronto empiezan a bailotear absurdamente y se burlan de la promesa que él hiciera de no eyacular hasta pasados veinticinco minutos, diez, cinco, uno, uno. Ella ríe. Ha tenido DOS orgasmos. Jamás en su larga vida vio tanto semen junto de una sola vez en una sola persona, salieran de allí antes que su hermana viera lo que le hicieron a la sábana, chico. Por cierto hace rato que no la veo a ella ni a mi esposo, dónde se habrán metido, je je. En el patio bebieron más. Hay como una luz azul y escucha discusiones contraponiéndose al tempo detenido. La experiencia sexual lo ha dejado más bien triste. Tranquilo, pero vacío. Las dis44
cusiones suben de tono. Alguien dice que se acerca la hora o que ya es hora y habla por un teléfono móvil inmenso. Emerge una camioneta color rojo vino y todos suben sin callarse. La lluvia los persigue solo a ellos, como a Jim Carrey en El show de Truman, filme que probablemente aún no exista. El país que recorren es desconocido para él. Meandros de manchas erizadas, ascensos y descensos, pájaros que atraviesan la nada y se metamorfosean bruscamente al encontrarse con la luz. Al hombre (padre y madrastra ya no querrán que vuelva, nunca han querido) le duelen los muslos y los músculos del vientre. Quizás sean los baches, quizás consecuencia de las acometidas contra el formidable vientre de Reina. «¡Corten los alambres!», grita alguno. Si lo hacen, evitarán una vuelta de dos kilómetros. La botella que es todas las botellas circula con ímpetu de vértigo. Se atascan, ríen, buscan ramas y piedras que ponen bajo las llantas, el hombre es besado por una boca que no es la de Reina y, sin asco, le queda la duda si no se trataría de otro hombre. Está borracho y Reina lo llama desde la oscuridad. «Deja que se vayan esos comemierdas. Ahorita los alcanzamos». Por la forma de su voz, sabe que está de espaldas, que se ha bajado el short y que sus rodillas y manos están hundidas en el fango. Su pene ha crecido. No se trata de la tirantez obvia. Simplemente es más grande por una selección natural de última hora. Aunque la lluvia podría fungir como lubricante, ayudarlo a acceder a esa parte de Rei45
na, no hace falta. Cada milímetro de su cuerpo ofrece esplendidez, interminables formas de entrada, ondulación, desplazamiento. Ya no le preocupa ver cada nuevo giro surrealista como un gesto común. Reina. Los relámpagos multiplican el volumen de su grupa. El misterio de la mujer, siempre perfecta, de una perfección creciente, odiosa, ante la que poco o nada puede hacerse. Él se demora mucho más y esta demora la enloquece. Grita obscenidades, empuja hacia atrás, estruja sus senos con el fango, llora. «Pídeme lo que quieras, chico», dice. «Pídeme y venderé hasta mis riñones». Se trata de un embalse y seis caballos. Hay más personas que hablan muy despacio, como si no les importara nada o les importara demasiado una sola cosa. Nadie se da cuenta o a nadie le preocupa que Reina, ya limpia por el aguacero que no cesa, lleve la ropa aún doblada bajo el brazo. Lo común es la desnudez, piensa el hombre. Lo normal es que no resulte difícil encontrar al otro o a la otra y que se tenga con qué pagar el precio inevitable, ya sea un acto de heroísmo, veinte dólares, un par de cervezas. Antes de la carrera, los jinetes (que a él se le antojan enormes y por lo tanto inmensamente densos, inoperantes como jockeys y que además no traen fustas sino cuchillos) llevan los caballos a la orilla. ¿Podrán tener sed con esta humedad? Varios focos se encienden y él advierte una cantidad de autos que la noche mantenía inexistentes. Bajo la luz la griega beldad 46
de Reina le hiere los ojos. Algunas muchachas van de un lado a otro buscando cobertura para sus teléfonos celulares o solo haciéndose ver, haciendo ver que tienen teléfonos celulares. Luego se da cuenta, por los apuntes que ejecutan, que manejan apuestas de peces gordos, los cuales se mantienen fuera de set. «Manejan las apuestas y chupan los penes de los gordos, está claro». Todas las bestias son del mismo tamaño y color (dorado oscuro). Sin embargo, nadie, excepto él, las confunde. «Mil dólares a Delfín Rojo» «¿A ochocientos contra Keiki?» «Jugó». Así una y otra vez hasta que alguien, una boca bajo un sombrero de tela fosforescente, dice: Es hora de cerrar, y los jockeys, absurdo, deciden bañar sus caballos antes de la carrera, metiéndolos en el agua. El del sombrero fosforescente inicia el conteo, cinco, cuatro, tres, pero los caballos siguen en el agua, y él mira a Reina, empieza a desesperarse. Reina, muy tranquila, se toca un pezón y sonríe. No existe en el mundo un cuadro más explícito de terror que el terror en los ojos de un caballo. Aunque él no los verá hasta el regreso (la «carrera» consiste en ir a un punto donde espera el árbitro y volver) la imagen lo afectará de tal modo que es como si siempre hubiera ido con él, como si lograra transformar su pasado. Pronto irán solamente, y solamente verá sus cabezas y las cabezas de los jockeys. Quiere concentrarse. El banquete de Reina y su orgasmo anal no le permiten relajarse. Las botellas (¿de dónde salen tantas? ¿Por qué siempre es Pinilla si antes 47
había otras?) no dejan de circular. Hace horas que está mareado, que ve manchas púrpuras (aunque a decir verdad no podría decir exactamente cuál es ese color), que está resignado a cualquier destino, esa palabra estéril, polvorienta. «Cuando menos te lo esperes se forma la de los machetazos y tú coges dos». Se ve desangrándose bajo la lluvia inmortal. Pensando en lo que fue su vida hasta ese momento y que no está mal un cierre así, heroico, y cuán diferente habría sido tenerlo bajo el cielo de África o bajo el trozo de cielo que le toca en este país o cómo será en Europa si finalmente se decide o lo aceptan. Después que el hombre del sombrero luminoso se quita el sombrero luminoso (señal de arrancada) uno de los caballos retrocede y acaricia el aire con las patas delanteras. Las muchachas parecen narradoras deportivas. Bocas pegadas a los teléfonos que son como walkies talkies se mueven a velocidad de éxtasis y a él no le extrañaría que un chorro de semen brotara de los teléfonos. Ya Keiki y su jinete se han desprendido cuando el Delfín Rojo arranca. Con relativa desenvoltura (parecen danzar, no avanzar) Delfín da alcance a Keiki y una ola de gritos es acallada por el del sombrero fosforescente. Todavía el que tiene mi nombre no sabe que el juez de la otra orilla, al cruzar primero en su canoa, ha dejado una línea de petróleo sobre la superficie. Que Reina, dentro de un momento, le dirá «Es un caballo, no una gente». Que tiene hambre y frío. 48
El que tiene mi nombre, es decir, yo, yo, yo: Vuelvo a sentir hambre y mucho frío. El ron me da asco. Veo palabras. La realidad es idéntica a su significado: ARRIBA / EN EL CIELO / PUEDE HABER MUCHAS LUCES CUADRADAS Y MÍNIMAS / SEMEJANTES A EDIFICIOS Y EDIFICIOS ACOSTADOS BOCABAJO/ EN SUS APARTAMENTOS (SI ES QUE LO SON) HAY PERSONAS QUE A PESAR DE LA DISTANCIA TE MIRAN / HAN OLVIDADO O NO HAN QUERIDO APAGAR LAS LUCES Y TE MIRAN / TAMBIÉN A LOS CABALLOS QUE HUELEN O VEN Y SIGUEN LA RAYA DE PETRÓLEO/ LLEGAN A LA OTRA ORILLA LOCOS POR FUNDIRSE CON LA TIERRA/ PERO SUS JINETES/ QUE HAN FLOTADO A LA PAR CUIDÁNDOSE DE NO RECIBIR COCES FATALES / NO BIEN LAS PATAS DELANTERAS PRETENDEN ASIR LO SÓLIDO / HALAN LA RIENDA Y RETORNAN AL AGUA/ LOS ANIMALES ESTÁN CANSADOS / MUY CANSADOS Y DEBEN RECORRER UNA TRAYECTORIA QUE EL AGOTAMIENTO VUELVE MUCHO MÁS LARGA/ TÚ JAMÁS IMAGINASTE OÍSTE DE UNA «CARRERA» ASÍ/ EN LA OSCURIDAD VES EL ESPANTO EN LOS OJOS DE LAS BESTIAS / LOS QUE MIRAN DESDE SUS VENTANAS DEBEN PENSAR QUE SOIS ESTÚPIDOS / RESPONDERLE QUE ESTA ES UNA DE LAS COSAS MENOS ESTÚPIDAS QUE SE HACEN DE ESTE LADO DEL CIELO/ VENGAN Y VEAN SI NO/ SE HUNDEN DEL TODO
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Y VUELVEN A SURGIR/ GIMEN Y RESOPLAN/ LOS JINETES GRITAN VAMOS COJONES/ VAMOS PENCO DE PINGA/ LA VELOCIDAD ES DE UN MILÍMETRO POR DOLOR / UN CENTÍMETRO POR HORROR / UN METRO POR MUERTE/ ASÍ AVANZAN/ CERCA DE LA ÚLTIMA MITAD LOS HOMBRES SACAN LARGOS CUCHILLOS/ LES HACEN CORTES A UN LADO DEL CUELLO/ SOLO POR UN LADO/ LOS CABALLOS SIENTEN DESANGRARSE/ EL EXCESIVO DIÓXIDO DE CARBONO SE LIBERA EN EL AGUA / DEJAN DE GEMIR Y RESOPLAR/ SE CONCENTRAN EN LA ORILLA/ SU INSTINTO LES SUGIERE QUE ALLÍ ESTARÁN A SALVO/ AHORA SÍ QUE AVANZAN/ AVANZAN/ AVANZAN/ ESTÁS NERVIOSO Y LA GENTE QUE ECHA UN VISTAZO DESDE LAS VENTANITAS ABURRIDOS/ NO ENTIENDES POR QUÉ JUSTO AHORA TE ACUERDAS DE TU MADRE/ VOLVISTE ANTES DE TIEMPO A CASA / DESDE FUERA SE ESCUCHABAN LOS JADEOS Y LOS SOLLOZOS/ NO HABÍAN TENIDO TIEMPO SIQUIERA DE ENTRAR AL CUARTO/ ALLÍ ESTABAN LOS TRES EN EL PISO DE LA SALA / ELLOS MUY JÓVENES Y TU MADRE HERMOSA / PRIMERA VEZ QUE LA VEÍAS DESNUDA/ PARTES DEL ANO Y LA VAGINA SALIÉNDOSE HALADOS POR LOS PENES/ LA ATACABAN CON VIOLENCIA/ LE TORCÍAN LOS SENOS Y LE HUNDÍAN MANOS EN LA BOCA/ LE APRETABAN EL CUELLO Y ELLA AULLABA UNA Y OTRA VEZ QUE ME VENGO QUE ME VENGO COÑO/ VAYA
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MODO DE DESCUBRIR QUE TU MADRE ES UNA MUJER/ QUÉ MANÍA POSCATÓLICA DE LA MATERNIDAD ETCÉTERA HACIÉNDOSE AÑICOS/ TU PENE GOTEA Y SIENTES ODIO/ TE ODIAS PORQUE TE GUSTA VER LA CARA DE TU MADRE Y LA HUMEDAD QUE LE CORRE POR LOS MUSLOS Y SUS GRITOS/ UN CUERPO DE VENTAJA HA TOMADO KEIKI / MIRAS AL CIELO Y LOS HABITANTES DE LOS APARTAMENTITOS ENCIENDEN Y APAGAN LAS LUCES PARA QUE LO SEPAS/ EL JINETE DE DELFÍN LO ABANDONA Y SALE A NADAR / LAS CHICAS DE LOS CELULARES INFORMAN / EL HOMBRE DEL SOMBRERO FOSFORESCENTE CUBRE SU CABEZA/ KEIKI LOGRA SALIR A TIERRA Y SE DESPLOMA / MUERTO/ COROS DE VOCES COMO LAS QUE SE ESCUCHAN EN CIERTOS LUGARES CUANDO EL VIENTO TRAE LA LLUVIA ABUCHEAN DESDE EL CIELO/ LAS LUCES SE APAGAN Y OTROS DOS JINETES SE ACERCAN A OTROS DOS CABALLOS/ PERO ANTES
el que hizo el corte demasiado profundo es golpeado a coro, no intenta defenderse, lo mandan a verter gasolina sobre un tronco monumental, a que lo encienda, a que desuelle los cuartos traseros de su antigua montura. Antes de terminar todos arrancan filetes de una carne visualmente encantadora, la atraviesan con ramas, vierten ron sobre ella, alguien dice Tengo ketchup en el maletero y recibe la ovación unánime por respuesta. El fuego es azul, verde, anaranjado. Los trozos de carne, luego de en51
cenderse y extinguirse como antorchas, desprenden un olor… inefable. Desde ese momento son otros. El espectáculo: un animal a medias que parece, que tal vez esté vivo, un árbol ardiente que irradia luz sobre siluetas de muchachas cuya sombra y actitud se confunden con la de los hombres, un hombre asustado que habla al oído de una mujer mayor, ella, con la boca llena se vira y asombrada o indignada le dice: –Qué pasa, papito. Es un caballo. No una gente. Y le tiende un pedazo que él mastica. Acostumbrado a la lluvia, no podría decir si aún llueve. El sabor de la carne (quemada, cruda, perfecta) no le devuelve sensaciones ni lo transporta a otras épocas. Muerde, mastica, traga. Es carne, solo carne. Y lluvia, sexo, alcohol, caballos. Vida. Horas después, al alejarse un poco en busca de un sitio discreto para vomitar, escucha algo parecido a la agonía de un ahogado. Camina un poco más y ve a Reina arrodillada frente a un hombre. «Traga, traga», dice el hombre y él traga su propio vómito para no delatarse. Regresa solo y a pie. Al día siguiente, sin despedirse del padre ni visitar la tumba de la madre se hospeda en el albergue donde los provincianos de la isla esperan su turno de volar a tierra firme. –Te voy a poner una película. A ver qué pasa. Si no te gusta me lo dices. No tengas miedo. La voz de la doctora Idalmis es trémula, miedosa. Está sentada tres cuartos frente a mí, tres 52
cuartos de espaldas al televisor. Acciona el control remoto y el mundo empieza a retorcerse y caer como un boeing suicida. Garden Love present, se quita la bata de doctora y la pone en el respaldo de la silla, Garden Love, al principio no entiendo, la compañía y el film tienen el mismo nombre, dibujos animados, vaya, una deliciosa adolescente manga desnuda, es decir ojos de luna llena, senos puntiagudos y cintura de avispa, ancas de cebra y pubis espléndido, todo multicolormente japonés, la doctora escribe y yo no tengo manos para ocultar mi erección. La chica duerme. Por sus contoneos, suspiros, agitación, debe tener una pesadilla (o un sueño erótico). El realismo del sexo de la muchacha, de los pliegues de las axilas, de su colocación en el mundo, es de una verosimilitud superior a la realidad. Llueve. Afuera, aquí, no en la película. Lo sé por los relámpagos y los truenos y el olor y el sonido de la lluvia que sin embargo puede ser un camión cisterna al reventarse contra un árbol. La chica gime y la doctora resbala en la silla con un ángulo entre las piernas peligrosamente dilatado. No deja de mirarme, de escribir. La voz que le han puesto a la muchacha es de una candidez morbosa. Susurra como copas rompiéndose que al romperse derramaran su contenido sobre mi pantalón, una mancha que crece, una página en que la doctora no deja de escribir. La cama del film también se moja. Hay un close up, gotas con chispas de luz idénticas a las que resplandecen en los ojazos de luna, un 53
goteo que pronto adquiere la velocidad de una clepsidra esquizofrénica, la chica abre las piernas y se toca. Después viene lo demás y tengo que cerrar los ojos. Los gemidos, sin transición, se convierten en aullidos lastimeros. Abro los ojos. Eyaculo. El resto de la película pierde interés. Un flashback nos informa que se trata de una historia futurista. Un equipo viaja en busca de planetas habitables. Son tres adultos, cinco adolescentes y once bebés. Pese a todas las combinaciones matemáticas, diferentes contingencias provocan el hecho de que cuando la supercomputadora detecta el mundo que buscan, solo quedan cuatro muchachas, una de las cuales es la que inicia la narración con su venida increíble. Después, las cuatro caminan por la nave sin atreverse a descender. Van vestidas solo con blúmeres pequeñitos que son una ofensa visual. Ya que estamos, uno espera que se enreden en un cuadro de lujo, lenguas finas como dagas en orquídeos sexos infrarrojos y torrentes de relente y ronroneos. Pero no. Discuten en japonés y se separan. Tres se van juntas de seguro a jugar un sicalíptico ajedrez de tres reinas. La habitación huele a cloro y ciruelas maduras. La doctora escribe con los muslos muy separados. Me mira con esa forma que tienen de mirar las mujeres. Lo hacen de lado, casi de espaldas, pero ven más que uno de frente, mucho más. Esto que hace debe ser una terapia de choque o también está enferma y simplemente me tortura para después, caliente, contárselo a su 54
novia o novio. El infeliz que eyacula sin tocarse frente a muñequitos porno. Psiquiatra psiquiátrica, pornomierda, lugar común. Hoy dibujos animados, mañana una bañera llena de sangre, pasado con agua hirviendo y después con agua helada, con sapos, cabezas de muñecas, peluches degollados, vidrios, electricidad, ella desnuda. Ahora un demonio la persigue, pene vertical de setenta centímetros punta de flecha, un demonio manga. La alcanza, abofetea, besa, araña, estruja, penetra. Ella se defiende con un énfasis que más tiene de invitación que de repugnancia. Más gemidos como copas rotas. ¿Por qué cada violación (caso que lo sea, así pensamos los hombres) posee su dosis de ambigüedad, véase disfrute por parte de la víctima que, de ser cierta la tesis masculina, no sería ambigüedad? La picha del fauno es una gran cobra que arbitrariamente se h u n d e en la chica. Ella solloza que da gusto y la segunda erección viene en camino, el lapicero de Idalmis humea, escribe apoyada sobre su bajo vientre, ¿un hilillo de saliva cuelga de su comisura izquierda, su seno izquierdo es notablemente mayor que el derecho, qué falta para que termine esta tortura que si me ha hecho eyacular una vez y amenaza con hacerme eyacular de nuevo no es tortura? –Hoy es veinticuatro de diciembre –dice, y me entrega un envoltorio (¿una soga?) contrahecho, rarísimo. Se queda un rato cerca de mí, como si fuera a besarme, a decir algo más. Luego se marcha. 55
2.
Densidad en el vacío
Supongo que ahora me llamo Julián y que no volveré a hacerlo. Soy Yo Mismo hasta el punto en que alguien invisible puede serlo. Para qué gastar un nombre en mí. Ellas no me ven, luego existo. Sobre una colina de algodón pienso que coso sus pieles. La piel sobre el algodón. Un hilo de sangre o de esperma en una aguja de miedo. El alma y los gemidos de Várvra. Los pechos y la enfermedad de Reina. Hacen falta partes de La Otra, La Que Huye, La Que No Existe, para completar la muñeca absoluta. Partes que no están en La Foto, ni en ESO . ESO : la Red. Internoséquécosa. Ayer nos la pasábamos hablando de mambises y tierra, hoy de bufandas a cuadros y celulares, que son como walkies talkies, y el hombre que no los tenga no fornica. Yo no tengo. Las partes que de ella faltan solo están en ella. Escribir AMOR en el idioma de los celulares y las bufandas a cuadros. Seiscientos sesenta y seis. Llegará el día en que coman a través de ellos, se desnuden para ellos, al señor teléfono móvil servirás, y solo a él adorarás. La abominación desoladora. Encontrarla, encontrarla. En un mundo donde resulta imposible estar seguro de algo, estoy seguro de algo: atravesaré estos muros. La encontraré. Si corro a la velocidad del cáncer, de la suciedad, de la mentira, será posible. (Diego me ha informado lo que es ESO: un cable que 56
recorre el mundo. Un cable lleno de fotos y canciones y mierda. Tú enganchas tu cable a ESO y se ve todo como en un televisor). El saco de basura que es mi cuerpo se fundirá o disipará en moléculas o átomos. He leído algo así en mi juventud. ¿El cerebro de Brocca, de Carl Sagan? Leer: malgastar el tiempo. Lo supe demasiado tarde. Si corro a la velocidad de la guerra, de los divorcios, de la iniciación sexual en las chicas, mi carne, mi cuerpo, mis ideas, pasarán, como un virus, como ESA COSA , a través del cemento y las piedras y las alambradas, aire en el aire. Ella. –Lo que se ve ahí no tiene nombre –dijo Diego con la saliva corriéndole por las comisuras, y yo pensé en sexos brutales y caritas de paloma, mientras él pensaba en lo mismo diferente. Nunca he mordido una mujer. Abrir la boca hasta donde sea posible y llenarme de mujer la boca y morderla suavemente donde una mujer es más mujer. Y la foto vino de ese cable, los milicianos de allá me lo dijeron. Fue mirarla y saber que tendría problemas. Estreñimientos o todo lo contrario. Hambre y acidez. Interminables masturbaciones con el pene apenas erecto por falta de referentes. El país extraño precedido del país extraño. Las pesadillas gatunas. Y nada era suficiente. Al montón de estiércol que era mi vida (Reina, Várvra) le estaban echando unas paletadas adicionales. Sin sal ni azúcar. Sin misericordia. Enamorarse de una mujer que probablemente no exista y a la que de existir no le importarías un rábano. 57
Si los guardias de acá (siempre hay guardias) o los enfermeros o la doctora Idalmis o no sé quién me vieran (no podrán: iré a más de cien mil por segundo), si ellos notaran una sombra que huye y los entristece, si abrieran fuego a esa sombra, el plomo apenas alteraría mi naturaleza, en el remoto caso que un plomo a diez kilómetros por segundo me alcanzase. Antes, mirar, muy adentro, entre las piernas de Idalmis. Es la que tengo más a mano. Golpearla en la nuca y coser su hermoso y oscuro pellejo sobre el algodón. Hay bocas que ves y ya las ves con la forma de un pene dibujada en su rictus. Y tienes que golpear su nuca para que su rictus tome la forma de tu pene, del mío: Te llamo esta noche. Volver a un punto en el que Várvra no ha muerto ni yo he salido de la fiesta bajo la lluvia para volar a Europa. Que el Doctor (Diego) no sea homosexualísimo, y la imagen de esa otra mujer empalada por dos hombres a la vez, de los cuales ninguno es mi padre, se borre para siempre y que la realidad no sea palabras, el móvil al que usted llama está apagado o fuera de servicio. Ni palabras o fotografías o esculturas o tatuajes o estúpidas fábulas. Aunque todo o casi todo es o son estúpidas fábulas. A bailar con el son de las estúpidas fábulas. Dale mambo, amor.
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3.
Ella entre los árboles (de la realidad)
(Los hombres, indiferentes, aguardan el fin de la discusión. Agachados, entre las piernas oscuras, las oscuras mochas expectantes. Fuman atendiendo con una especie de autismo el humo que sale de los cigarros caseros, o ven, en sus dedos, membranas irreales que arrancan con algún diente no menos irreal. Aparte de las palabras y los gestos, la discusión es compuesta por dos personas. La figura masculina repta desde la más suplicante humildad hasta el ademán violento. Ella solo mueve las manos extendidas hacia abajo, como si sacudiera en cámara lenta una sábana de aire. El camino es un fangueral a cuyos lados se levantan casas de color blanco con techos de hojas de palmeras. No se ven perros o niños, como resultaría habitual en estos paisajes. Él hurga en sus bolsillos y dos o tres hombres se ponen de pie, los otros miran a través del humo con más hastío que esperanza de acción. Pero él saca un recorte de papel, quiere leerlo, está demasiado nervioso. Manotea como si no le importaran las mochas ni nada, solo ella, hacerle entender, cómo es posible que no entienda. Si fuera necesario ilustrar, ante un grupo de adolescentes que no dominan el idioma, la desolación, la inutilidad de sus efectos, aquellas dos figuras serían el ejemplo cabal, la sinécdoque absoluta. Ella quiere volverse, desaparecer 59
en la blancura de su casita con techo de palmera, pero él no cede. Hay un momento en que ella le pone la mano sobre el hombro y él cae de rodillas. Llora. Aquí es donde la muchacha finge dudar. Muy poco. Antes que él se recupere, da la espalda y se va. Esa es la señal que esperan los hombres. Sin odio ni apuro, avanzan. El otro, ya de pie, los espera con algo parecido a una sonrisa).
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4.
Acero roto
De ahora en adelante llamadme como queráis. Ellos le decían Comité de Libertad Condicional. Gordos de caras rojas repletos de vodka. Quién sabe lo que exponía mi traductor a los honorables magistrados. Mis papeles quizás se habrían perdido en el laberíntico y surrealista caos de la la burocracia del «ploretariado». A los perros gordos repletos de vodka les resultaría sospechosa mi relación con Várvra. Y mis abogados y los fiscales eran miembros del mismo Konsomol. Y no creo que esté mal sacarle los ojos y prenderle fuego a unos tipos que te persiguen con su auto, te llaman negro, negro (soy blanco, pero aunque lo fuera), y al final, cuando chocan, borrachos, contra un poste de electricidad, pues ya los tienes servidos, no encuentras más que un destornillador, el auto se incendia y no sacarlos de allí equivale a haberlos quemado. Y lo peor es que el país en que ocurrieron esas desgracias ya no existe. Me enteré hace poco después de veinte años. Yo estaba en mi celda que está en un patio interior dentro de seis patios más y once pasillos y finalmente una dacha en cuyo parque hay un sótano con ventana al cielo que es, era, mi casita. Allí me encerraron. Pensé que la situación se resolvería pronto (en seis o siete años a lo sumo). No fue así. Me alimentaban con pan, chorizo, queso, cerveza, y a veces leche dulce y 61
pepinos. Me trajeron abundante literatura pero yo jamás pude ni quise aprender ese idioma imposible, y utilizaba los libros para otros asuntos. Una vez a la semana (el sol da perfectamente en mi casita), sin siquiera esposarme, casi sin interés, me sacaban a dar un paseo corto para que estirara los huesos. Los mismos guardias, informados por la prensa de mi caso (en el que no carecimos de traductores) seguían llamándome negro en su idioma pero ya no me importaba. Cuando se llevaron a todos los demás presos para sus catorce repúblicas o lo que quedaba de ellas, y tres cuartas partes de los guardias quedaron sin empleo antes de engrosar las filas de la Russkaya Mafiya, pasé quince días sin comer. Por suerte en mi casita nunca falta el agua y si no sale por la tubería (siempre sale) se filtra desde el techo. Las voces me decían escribe y yo les respondía ni muerto. Dibujaba gatos o embrollos que pretendían serlo en las paredes y en cada espacio en blanco de los libros y me hartaba una y otra vez de agua sin lamentarme porque me hubieran olvidado. Alguien se acordó de mí o me encontró por casualidad. Trajeron sopa, un traductor y páginas de mi país bajadas de no sé qué invento, con fotos de chicas desnudas para que me masturbara, supongo. En breve, con las excrecencias jurídicas que pudieran conseguir en aquel desapando (sic del traductor) improvisarían un séptimo Comité. No me preocupara. Dijera lo que dijera me repatriarían. El asunto era encontrar pilotos y com62
bustible y aviones que volaran a cualquier lugar del mundo. Empecé a temer lo inevitable: que me sacaran de mi hábitat, que con un leve movimiento traspasaran mi paisaje para trasponerme a otro, con qué derecho, eh. Si el país en que yo (no, o sí:) había matado unos hombres que de todas formas iban a morirse, había dejado de ser, el país al que ellos querían llevarme tampoco era. Por lo menos yo no lo recordaba. ¿Habría gatos? El séptimo Comité de Libertad Condicional fue una farsa. Aquí está su pasaporte. Aquí está la secretaria del subjefe de despacho del segundo vicecónsul. Tiene quince días para cruzar nuestras fronteras, desaparecer, hacerse viento. De lo contrario, etc. No me permitieron regresar a mi casita. Allí quedaron los libros, la cuchara. Por un extraño azar, empacaron la ropa que ya no me servía y las hojas impresas con chicas desnudas de mi nueva (vieja) patria. Eran fotos furtivas o falsamente furtivas. Las tomaban en baños de hoteles o de universidades, en lagos o piscinas privadas. Solo una, una sola no era rubia en un mundo en que todas las mujeres lo son o sueñan con serlo. Hasta las gordas y las negras deliran con la idea. Solo una me hizo olvidar la comedia de los gatos. Las primeras noches dormía en el ropero de un hotelito aeroportuario y el viaje de vuelta lo hice en el baño del avión, en el baño de otro avión y en el baño de otro. Y en la aduana, después de aterrizar, golpeé a un hombre. Se agachó. Iba a lamer mi culo, como 63
un perro hace a otro perro. Le hundí la nuez de Adán de una patada y rompí los mosaicos con su cabeza, todo tan rápido que pude verlo antes que pasara, pude verme haciéndolo. Me empezó a doler la cabeza también y desperté amarrado. Me volví a dormir y volví a despertar amarrado. Sin poder dibujar en las paredes, perfectamente blancas. Sin poder mirar entre las piernas de la muchacha de la foto, ni entre las de Idalmis, que aún no existe. Sin poder zafarme de las palabras que salen audiblemente de mi cabeza y bailotean hasta que me vuelvo a dormir y vuelvo a despertar amarrado. Ya no me importan los gatos ni las mujeres ni mi madre empalada. Nunca me importaron, a decir verdad. Así no puedo correr. Las oraciones que pienso y la materia que compone a la realidad y los recuerdos y la náusea flotan a mi alrededor. En cuanto me suelten (ya lo harán) conseguiré trescientos mil kilómetros por segundo y mi cuerpo, una caja llena de trastos inservibles y fotos decapitadas, será como el aire. O tal vez deba quedarme tranquilo. Eso quieren los padres, los maestros, los jefes. Quédate tranquilo y muérete. Hasta que las sogas se pudran y yo salga y encuentre a Reina y (Várvra ha muerto. ¿Várvra ha muerto?) y a la muchacha desnuda de la fotografía. No sé su nombre ni el mío, pero la encontraré. O quizás sí recuerdo su nombre y el mío. ¿Indira? ¿Julián? 64
5.
Para que reines junto a mí
Yo era mayor que ella. Por lo menos veinte años. Pero una mujer de treintiséis o treintinueve años no está nada mal ¿eh? Más si tiene los pómulos firmes, así, el vientre algo abultado, muy poco, pero liso y en equilibrio con la totalidad del cuerpo. Como yo. Las nalgas amenazan con caer, esto las hacen más densas, más aleatorias: las curvas de un corazón inverso que se abre, que espera recibir algo, que finalmente lo recibe, ay. El pubis, sin nada qué perder, acumula una grasa que lo hermosea, lo desenmascara. Los senos se aflojan, se vuelven más descarados. Ya no son para lactar. Y unos senos que no sean para alimentar a un niño ¿para qué son, a ver? Una mujer de cuarenta años empieza a negociar sus óvulos por la ganancia del deseo simple. El sexo ya no es urgencia reproductiva, necesidad de la especie. No hay que despedir olores fuertes para que el macho Alfa te distinga entre la multitud y te fecunde. Una mujer de cuarentiuno o cuarentidos años siempre está disponible para el sexo sin que el sexo la obsesione. No siente curiosidad, solo desdén por las deudas sexuales pendientes contraídas en la adolescencia, ese fastidio, o durante ese otro fastidio obligado, el matrimonio. Pagar las deudas y pagarlas bien. Yo la cargaba en mis piernas. Desnudas las dos, los pezones en una simetría increíble, rozándo65
se, erizándose, electricidad, elettricità, eletricidade. Es fácil imaginar el resto. Besos de lengua larguísimos. Caricias exactas. Manos que recogen el pelo de la otra y lo acomodan detrás de las orejas. Siempre que terminábamos ella empezaba a llorar y yo siempre creía que se trataba de una argucia post-orgásmica para conseguir un premio. Una muchacha tan bella que llore después de haberse dejado inducir dos o tres orgasmos, o que te los ha provocado solo con el roce de los pezones, con el remoto ademán (tal vez imaginado) de sus nalgas y el centro de sus nalgas en tu clítoris, se sabe dueña de una mujer que ya ha cumplido los cuarenticinco aunque también sea muy hermosa. Pero no. Lloraba porque veía personas muertas hace tiempo. No las conocía a todas. Le hablaban de temas desconocidos y ella, al verificarlos, enloquecía de exactitud y miedo. En mi casa menguaron las visiones pero igual seguía teniéndolas. ¿Yo sería una de ellas? No, mi reina, era mi invariable respuesta seguida de un beso largo y hondo. Por ejemplo, ella sabía que yo nunca antes me había acostado con mujeres. Que mi único esposo y mi única hermana eran amantes (ambos se le aparecieron juntos una vez). ¿Y cómo fue que murieron, a ver?, preguntaba yo y ella rápido que no, que eso si no lo sabía. Era una gran cocinera. A eso de la medianoche nos daba hambre y, con uno de sus ridículamente pequeños blúmeres, entraba a la cocina. Pan frito, ensalada fría (sin aceitunas, que odiaba), frutas. A mí me gustaba quedarme desnuda, a 66
ratos subía una pierna, disfrutaba esa impudicia del que nunca antes me creí capaz, ya era tiempo. Me sentía un poco dueña y señora, Embúteme, le decía, así no, linda, menos, menos aún, y miraba su blúmer a punto de reventar, y quería verla orinándose por encima del insuficiente triángulo de tela roja o negra o rosada o azul pero nunca se lo dije, nunca se lo pedí, algo raro en una mujer de mi edad que no desea contraer nuevas deudas. Luego nos metíamos en el baño. Yo la bañaba sin excitarme y nos íbamos a dormir, o a fingir que dormíamos. Yo desvelada (de amor) y ella con miedo quizás, quizás con un poco de inercia erótica que refutaba masturbándose mientras yo, desde la oscuridad, repetía sus movimientos. A lo mejor (quiero creerlo) me veía sin detener su mano, confundiéndome con un fantasma, un sueño, un recuerdo, moviendo la mano más deprisa. A mi edad también hay cosas malas: desapareció sin dejar huella hasta el día de hoy. A veces creo verla dibujada en las paredes. Primero es una sombra que gotea y huele y me excita. Se va formando a relieve: la cantidad de su sexo, furioso y delicado, un sexo del que una podría enamorarse y morir por él si lo vieras en la playa o en la ciudad o en el sol, él solo, un sexo arrogante, dulce, borracho, divino y diabólico. Sus pechos (me voy a morir, todos nos vamos a morir, me estoy muriendo), distintos y mejores en cada posición de sus mil posiciones. Debí amarrarla, vender mis riñones para comprarle un 67
oso de peluche del tamaño de la luna o comprarme un pene; debí clavarla en la pared –pero lo hice, lo hice). Cabeza de niña y de mujer y de muchacho, cara de niña y de mujer y de muchacho, muslos de miedo, nalgas que me arrancan los párpados, «¡Te odio!», quiero gritar cuando camina por el cuarto, sin tocarme, sin mirar hacia donde mi cuerpo de cincuenta años, sin edad, perfecto dicen todos, la vejez me ha condenado a ser joven siempre, hacia donde mi cuerpo se convierte en una mancha húmeda, en una humedad sucia, muy sucia. El amor, si no es impuro, aburre. El dinero, si no es sucio, vale menos. Y no hablo de la piel y el agua, sino de algo bajo la piel, en los huesos, en ese chorro que salía de entre mis piernas cuando Indira me tocaba. Dice Búscame, estoy por ahí, y desaparece y mis manos están soldadas a la mitad de mi cuerpo. Soldadas.
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6.
Una lección de escatología
Abre la Biblia a mi lado y lee. Son una Biblia vieja y un tren viejo que nos desplaza por un mundo no menos viejo. Antes estuvo comiendo un pan infame que se desmoronaba al menor contacto. Comía con un apetito intenso y tierno, como si se tratara del mejor de los ázimos. A las dos horas ya discutimos en términos amistosos sobre la posible o probable existencia de Dios, las manipulaciones que han sufrido los favores que Él ha dado a las personas (el sexo, el ocio, la inteligencia, la individualidad resultado de los tres primeros) y no sé cómo caímos en el levita que trocea a su concubina muerta y hace repartir por toda la nación pedazos de la difunta para provocar una guerra. –Malditos violadores, maldito cobarde. Mira a todos lados como si alguien la persiguiera. Su cabello, por sí solo, es un salmo y una apología y una predicción. Cuando anochece y la oscuridad cubre los ojos de todos (pero no los míos) quiere besarme. Es tan hermosa que lastima. Por supuesto, aparto la cara. –Soy Indira. Me bajo en la próxima –dice ofuscada, dudosa, húmeda. –Soy el Arcángel Miguel. Sigo hasta el final –le respondo tranquilo, sobrio, absolviéndola al instante.
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7.
Signos
«Marché con Indira a la montaña». La frase (falsa) vino como un súbito dolor que a su vez fuera una abrupta demostración de conciencia. Es decir, que de pronto había un orden dentro de mi cabeza, que empezaba con una oración que definía a una muchacha y a un accidente geográfico. No más tonadas obsesivas ordenándome hacer esto y lo otro. No más confusión en cuanto al lugar en que estoy ni a recuerdos inventados apiñándose inútilmente. Subir con Indira a la montaña. Zaratustra al revés. Al revés completamente. En la ventanilla, Indira, de sombrero andrógino y sonrisa promiscua, compelía virilidad. Orlando por aquí. Diadorín por allá. Paralelos extraliterarios a saco. Desciende precedida por olores a óxido, orina y bolsas, ya antiguas, repletas de ropa sucia, con un cuerpo que no cabría en sus pocos años. ¿Se puede amar a una desconocida que desciende de un tren agobiada por el peso de su belleza y su equipaje? Acaso todos la confundieron con una de esas princesillas bisexuales que, de tiempo en tiempo, se aproximan a las áreas verdes en busca de guajiritas púberes y bien dotadas, o campesinos hermosos en plena doncellez. ¿Vendría Indira en busca de comemierdas? Lo bueno es que puedo ganarme unos dólares convertibles en comida. Se come caliente y la nube de los ojos se aclara, uno se 70
alegra, duermes bien. Comida fresca, en forma, que no dispare los ácidos de tu estómago. Entonces le dije «Yo te llevaré a la montaña». Ella, como si nada, volvió a preguntar, y yo más alto, más claro dije –avergonzándome de mi voz que no recordaba tan gangosa y ridícula: –Yo te llevaré a donde quieras ir. Desde el último escalón Indira vacilante, el tren a punto de retroceder. Cuando empieza a alejarse me da sus mochilas y besa el aire con un «Vamos» y viene a tierra –dicha grande. Mirándome a los ojos empañados terminó su descenso para ascender, junto a mí, a la montaña. Así la conduzco por los tenues yerbazales del verano que a propósito mantienen oculto el múltiple colorido que tantos remiendos han dado a mis zapatos. Esto no me avergonzaba hasta ahora, creo. Nadie se preocupa mucho por mis zapatos–ni por mí. Quizás le pregunté si iba a llegar antes al pueblo; comprar algo para la travesía; invitarme a uno de esos horribles panes que vuelven mi estómago un hervidero, un surtidor venenoso que asciende por el esófago devorando lo que encuentra a su paso como las hormigas de un cuento sudamericano. En el pueblo los panes siempre son de ayer o más y se desmoronan cuando uno se los va a comer. Generalmente vienen o van acompañados de una pasta asquerosa, hecha de idénticos panes diluidos en puré de tomate (fermentado), especias rancias y SAL . Lo que ellos llaman refresco instantáneo es un líquido amarillento 71
con sabor a nada y ninguna azúcar. En el pueblo no abundan las frutas. Todos los sábados vienen unos camiones con letreros que dicen APOYO A LA CIUDAD y cargan las pocas cajas de naranjas, guayabas y mangos, si es temporada. También huevos, famélicos racimos de plátanos, quesos, cerdos y alguna muchacha. Por eso el quiosco del pueblo es tan importante. Pero Indira no aceptó la invitación que le hice. Anda con un apresuramiento sospechoso. Yo voy detrás de ella cargando la cruz de su equipaje que huele a hierro frío, a perfume viejo. Aunque es un peso que puedo tolerar en la llanura, el ascenso tendrá la última palabra. Pero cuál ascenso. Solo mis muñecas dislocadas y ensambladas al azar sufren un poco. Golpeé con tanta fuerza que mis muñecas hicieron crack y vi al hombre caer con el pecho hundido. Fragor. Ladrido de perros. Todavía estoy mareado y cada vez me parece despertar en un potrero, voy a defenderme pero mis adoloridas manos están llenas de un equipaje extraño. Ahora la palabra que tengo en la cabeza es Signo. Signo signo signo signo signo signo signo signo signo signo signo signo signo signo signo signo signo signo signo signo. Me da vergüenza con la muchacha pero deberé cobrarle bien. Unos cinco dólares. Y si tuviera que esperarla y volver, cinco más. Por suerte, no tengo el signo de dinero en la frente. Signo signo signo. El signo de Indira es la montaña, que deberá salirnos al encuentro si es verdad que aquí vamos. Hay un momento en que la veo, de aquí a diez o quince 72
años, siendo apuñalada en una calleja tétrica de Jerusalén. Por ahora, maniobrando entre los yerbazales, no existe más futuro que el próximo paso. Creo que no me afectan mucho sus asombrosas nalgas que constantemente su corto vestido deja ver, levantado por el viento. Su vestido levantado por el viento es de flores azules y sus nalgas son apenas rosadas y lisas y yo tropiezo evitando una erección que me robaría las últimas fuerzas de la última comida. Las nalgas de Indira me lastran como la fiebre a un niño solo a medianoche. Y va a llover. Y ella no demuestra sentir nostalgia por los tejados del pueblo, aunque el cielo se pone por nanosegundos cada vez más oscuro, temible y oscuro. Y rayos como arbustos resecos cuartean el cielo y no truena. Y yo temo sugerirle que volvamos al pueblo. Sigue caminando, llovizna, los nubarrones se esfuman. Parecemos una secuencia de cámara rápida llevada a cámara lenta. Las gotas manifestándose. El tiempo detenido. Un romántico deseo me acicatea: escapar con los bolsos y cambiarlos por azúcar, ¡oh azúcar!, y omeprazol. Creo escuchar un chillido de pájaros temerosos que rompe el fotograma y la lluvia cae sobre el yerbazal e Indira llora y ríe como en un poema olvidado. Llora porque el aguacero hace una cascada oscura sobre sus hombros y mientras cae el tinte descubro que no era doble y rubiamente hermosa. Ríe porque la hierba, aplastada por la lluvia, deja ver mis zapatos como un chispazo multicolor de mariposas. Y ella los mira por primera vez, y se dobla de la risa. 73
8.
La ninfa y el guardabosque
Várvra y yo en la fábrica de tractores. El río pálido y los peces amarillos, aunque nunca los vi (al río, a los peces). Cuando más, un olor que debería ser el del fango hecho de hojas rojas y sangre, todo es sangre. En algún momento escuché, sin dudas fue Ciego, o Sancti Spíritus, o Camagüey, en algún momento escuché que las prostitutas prohibidas apartaban el petróleo de la superficie del río para lavarse después de la jornada. «¿Y cuando el río está congelado?» «Cuando el río está congelado –prosiguió Ciego, Sancti Spíritus o quienquiera que fuese– rompen el hielo con pequeñas rocas allí donde puede romperse, pequeñas rocas que dejan ocultas en la orilla y con las que de vez en cuando aplastan la cabeza de algún estudiante rumano o becario búlgaro o refugiado de Hungría que intenta equivocarse con ellas, es decir no pagarles, es decir querer montarlas por detrás, hacerlas comer sus propias heces mientras eyaculan en su cara. ¿Te imaginas esos bollos fosforescentes al entrar en contacto con el agua FRÍA ?» Las putas, según, eran croatas, turcas, albanesas. Había otras a las que así, de lejos y entre los arbustos, era imposible adivinarles la nacionalidad. Susurraban en sus lenguajes y a un hombre que le sobra un lenguaje no necesita (ni merece) aprender otro. Por tal razón yo trabajaba allí, en la fábrica de tractores. Solo, 74
rodeado de extraños. Mis compañeros armaban motores diésel de día y, por la noche, estudiaban en el Politécnico Forestal. Los sábados y domingos que no fuesen rojos iban, en grupo, a las tiendas de motocicletas. A mí me asignaron al salón de piezas defectuosas mientras llegaba mi vuelo de retorno a casa. El trabajo consistía en llenar pequeños vagones con cigüeñales inservibles. Várvra (la simpatía y su inteligencia fuera de serie obraron desde el principio una insólita manera de comunicarnos), escribía versos. «De amor y odio». Y no le interesaba escribir otros versos que no fueran de amor o de odio. Lo había dicho a voz en cuello. Además, el asunto de la soga y el cuchillo. Su padre y las cuatro modernizaciones. Cargaba cigüeñales a mi lado. No era rubia ni pecosa. Parecía asiática. Sus ojos azules como su pelo. Eso sí, caderas breves, muslos finos, senos apenas visibles, puro pezón. Los primeros días no nos dirigimos la palabra. Solo nos mirábamos cuando resultaba imprescindible alguna ayuda de mi parte. Era orgullosa. Al auxiliarla parecía aborrecerme y su indiferencia se volvía peor a partir de entonces. Siempre traía los alimentos con ella, nada del comedor donde la comida era por números, dame un 125, lo que te toca es un 115. Los que trabajábamos conforme a nuestra clasificación («responsabilidad correctiva») debíamos pagar la mitad de la comida y cobrar medio salario. Ella sacaba una especie de albóndigas de pescado, muy picantes y erizadas de hierbas, y té. 75
Si mis ojos se iban tras su almuerzo, en vez de esconderse o refunfuñar, exageraba el deleite de una manera casi erótica. La recuerdo obligándome a bajar la mano por la pechera de su overall, abriendo las piernas para que me apoderara de su sexo, para que descubriera con mis dedos el calor de su alma. «Perro, perro», me decía abriendo más las piernas. Aparte de su idioma natal, si quería, hablaba un poco de chino (mandarín), ruso, español e inglés. Esa tarde la temperatura había cambiado de golpe y los cigüeñales pesaban más que de costumbre. Nuestros dedos y uñas se pusieron morados. No se veía a nadie más en el almacén, ni siquiera el chechenio rechoncho y delator que activaba los gruesos cables de acero enganchados a los vagones. Várvra se lastimó una uña y sangraba. Intenté solidarizarme tocando levemente su hombro y me atacó. Chillaba como una loca. Aunque le dolían las manos quería abofetearme, arañarme la cara. Lo más que pudo fue escupir, abrazarme, desabotonar la pechera ridículamente corta de su overall. Recuerdo su respiración en tanto yo hacía, una respiración angustiosa y brutal, a tono con la furia que le abría las piernas, dos dedos, tres dedos, hasta que se quedó tranquila unos segundos y agarró mi mano para que la sacara con delicadeza. Al día siguiente éramos dos extraños otra vez, excepto porque compartió conmigo su comida. No es que me fuera mal con el asunto de las acelgas o el rábano, el bacalao y las coles hervidas que nos daban siem76
pre, pero como es sabido, uno llega a cansarse de lo habitual, aunque sea bueno. Ese era el menú más rentable. Tras los inmensos mostradores del comedor había cuanto pudiera imaginarse (la broma común y grave: hasta carne de chinos de no sé cuál guerra en la que desaparecieron muchísimos sin dejar huella, ja, ja). Arenques, arroz, manzanas, mantequilla, zanahorias, vegetales importados, cerdo, vaca, en fin. Mis compañeros tampoco se alimentaban demasiado bien. Recibían sus rublos sin descuento, pero ahorraban hasta el último centavo para comprar motocicletas. Para los vanguardias rojos habría rebajas. El espíritu de emulación era insoportable. Yo solo esperaba mi avión a casa, donde probablemente me sancionarían por indisciplinado. ¿Qué actitud era esa? ¿No aceptaba aprender el idioma de una república hermana que por demás se encargaría de garantizarme una educación y una forma de vida adecuada a los nuevos tiempos? En efecto. Nuestro asesor político me visitaba a menudo: ¿Sigues con lo mismo? Te vas a arrepentir, mira a tus amigos qué bien están. ¿Tú sabes los esfuerzos que ha hecho el país? ¡No seas estúpido! ¡Hazlo por la moto al menos! Es cierto que siempre fui un poco o demasiado estúpido, y eso me hacía ser quien era. A veces ni yo mismo tomaba las decisiones: estaban ahí, de pronto, y ya no había vuelta atrás. No me gusta esa ropa o esa música o ese programa de televisión –o esa persona. Sin saber por qué y sin posibilidad de negociaciones. Cuántas veces quise 77
moderar un criterio y era peor entonces. Así que me dejé ser. Ahora, antes de desatarme las manos y atravesar las paredes y buscar a esa muchacha de la foto, buscarla donde quiera que esté (creo que nunca antes, creo que jamás, cómo es posible, ella, ella, sí), sospecho que muchos de aquellos cigüeñales, si no todos, eran perfectos. ¿Se podrían equivocar tantas y tantas veces? O quizás eran los mismos girando una y otra vez para tenernos ocupados, una especie de educación a través del trabajo, a través del castigo. Debíamos fundirnos a la colectividad como la aleación con la que se fabricaban los tractores. Si teníamos defectos, es decir, si éramos especiales, pues de nuevo a la fundición, al molde, al terminado. Hasta que no quedaran diferencias con el otro millón, billón, trillón de cigüeñales. Eso se comprende a los cuarenta años, no a los veinte, ni a los veintitrés. Várvra fingió ignorarme pero trajo una ración doble. A la hora del almuerzo hizo dos montoncitos y estuvo dudando cuál escoger. Luego se sentó cerca del que le quedaba más próximo, del más pequeño. No hacía falta hablar. Todavía no.
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9.
Fotogramas
Várvra vive en un apartamento pequeñísimo en un ángulo cualquiera de la ciudad. Lo comparte con otras seis familias de diversas repúblicas. Él no tiene permiso para visitarla, pero salvo su renuencia o su dificultad en aprender otro idioma, es bastante disciplinado, algo que lo hace confiable para el asesor político. Así que en la tarde (las tardes siempre son oscuras) duplican su cuota de cigüeñales y se van, separados. Caminan varios kilómetros, ella delante, él veinte metros detrás, hasta la mansión de Várvra: un baño dentro de un pequeñísimo apartamento dentro de un país interminable. Los accesorios fueron arrancados, y solo quedan huellas: aquí estuvo el lavabo; aquí el inodoro; aquí la ducha. Y aquí la cama de juguete (bajo la cual ella esconde, más que guarda, sus libros), la hornilla de petróleo (hay una cocina común para todos, la cola y las disputas en mil idiomas: el desayuno se empieza a hacer sobre las dos de la mañana y la comida concluye a medianoche), una palangana, ropa, trastes. Ella fuma. «¿Te molesta?», parece preguntarle. Responde que no, no le importa. Lo que sí le disgusta es que ella cuente los cigarros una y otra vez, son siete, o mejor dicho seis, seis y medio porque luego de fumar un poco, lo apaga, «¿Te molesta?», parece que vuelve a preguntar y él ya no dice nada. Tiene deseos de orinar. Si este era el baño, cuál 79
será ahora. Imagina a los (silenciosos) habitantes de esa ciudadela de pocos metros cuadrados orinando en termos y colocando su mierda en bolsas. Nunca creyó posible extrañar una letrina, agujeros coronados por una caseta con un cómodo cajón de madera o cemento para sentarse e imaginar cosas o leer o masturbarse, de manera que «hacer su necesidad» se convirtiera en la necesidad secundaria, más bien una necedad. Várvra pone el té a hacer (hervir agua), lo toma de la mano y salen al pasillo. Primero a la salita del apartamento donde en la noche se tenderán colchonetas y adultos harán el amor entre niños que fingen dormir o duermen a fuerza de costumbre, luego al pasillo real, bajan a la primera planta (su mansión está en la tercera), tocan en otro apartamento, les abren. El olor lo golpea fuerte. Aquí está el baño de la mitad norte del edificio. Aquí solo pueden entrar los que viven de ese lado. Por supuesto, hay cola. Un televisor en blanco y negro muestra una mujer gorda y cacareante. Los espectadores, incluso Várvra que no ha visto mucho, ríen a carcajadas. El baño no tiene puerta. Solo una cortina ancha, peluda, con hilos de muchos colores que él no sabría definir. Como si el azul fuera rojo y el rojo amarillo. La mujer gorda de la televisión hace piruetas espectaculares, increíbles dado su peso. Mientras está cabeza abajo su vestido cae y deja ver unos calzones que serán verde oscuros, militares diría él, y más que ridículos, patéticos. Risas incómodas. El show 80
tendría verdadero sentido, piensa, si la gorda llevara ropa interior pequeña –o ninguna. Es, pese a su obesidad, muy atractiva. Un busto arrogante, caderas meramente sexuales, carita de púber. Los rostros más lindos que vio en su patria (una patria de rostros lindos, nadie lo dude) descansaban sobre hombros gruesos. Está seguro que la grasa es una consecuencia y no una causa: al sobrepeso se llega por la lujuria, no viceversa. Lujuria al comer, al reír, al amar. Ambición por las hamburguesas y la malta con leche condensada. Rico. Resbalar por la vida sin preocupación, un pedo, ¡prrrp!, al carajo las dificultades. Ambición por los orgasmos. Una hamburguesa más, un orgasmo más. Visto de esa forma, no concibe un teorema más coherente de la Felicidad. Entre verse bien, pasándola mal, y pasarla bien, viéndose mal (lo que la moda pasajera determina que es mal): ¿qué escoges? Si se compara a las presentadoras de programas televisivos, a las top model y bailarinas, a las cantantes que ingieren larvas de tenias y pasan con una hoja de lechuga y un vaso de agua cada veinticuatro horas y, las más valientes una manzana al mes y un huevo (la yema de un huevo) al año, que corren a vomitar, las gordas deberían ser envidiadas. Son unas triunfadoras totales. Porque al final mueren. Las modelos también mueren dejando atrás un fuego de esquizofrenia y torturas y estupidez, las pobres. La gorda de la televisión tiene la cabeza en su sitio, les ha llegado el turno. Várvra franquea la entrada, él 81
primero. El baño es exactamente igual a la habitación de Várvra, pero ahí están los accesorios. La taza tiene manchas viejas y el lavamanos está flojo. Un cubo descansa bajo la ducha, de la que cae un chorro invisible de tan fino. Si orina, tendrá que esperar a que el cubo se llene para cambiar el agua del inodoro. Demora unos segundos y sale. «¿Ya?», pregunta Várvra. «Ya», miente. Caminan sobre las piernas de los espectadores, quienes no se molestan en mirarlos. Están concentrados en su show. La mujer gorda monta, de revés, con el frente hacia las grupas, un grotesco caballo de madera. El caballo de madera está obviamente inmóvil y ella debe fingir el galope. Como si hiciera el amor. A él no lo fastidian: esa gorda se está viniendo en la vida real. Basta con verle el temblor de la cintura y la expresión del rostro. Qué horrible. En lugar de subir, Várvra lo guía hasta la puerta del edificio. Salen a un pequeño jardín, caminan entre arbustos y montones de basura, ella le señala un punto y hace como que se desabrocha una portañuela imaginaria. «Orina, tonto», le dice. Y él orina. De vuelta al pequeño mundo de Várvra (a última hora apareció un portero que insistió en que le mostrara sus documentos: un viejo manco y con el abrigo sucio lleno de medallas) se sintió mejor. Tenía hambre pero el té estuvo enseguida. Várvra sirvió en una bandeja trozos de zanahoria y dos cebollas enteras, y en el centro puso una lata de sardinas abierta. Sacó un buen pedazo de pan, fresco y blanco, que él 82
había perdido el hábito de ver siquiera. Después de comer se asearon con un paño húmedo y hicieron el amor (pensaré más adelante en ello). Al terminar, mediante oraciones completas, frases que él ahora recuerda como dichas pero que solo fueron la caída de una mano o graciosas muecas de su feminidad, hablaron de libros. Ella le mostró sus obras completas: varios cuadernos escolares forrados con hojas de revistas en las que invariablemente aparecían muchachas luciendo vestidos andróginos y bastos. En español sus poemas sonarían distintos, señaló, así que escucha. (Bueyes a los que le faltaban los ojos, abetos en cuyas cortezas los pájaros hacían la guerra y no el amor, mujeres gimiendo en la mitad de la noche, insatisfechas, abrasadas de asco y deseo, montones de textos quemándose sobre la acera, una chica enamorada de un viejo, una chica enamorada de otra chica o de dos chicas, un guardia forestal que abusa, una mano que duele y demora en retirarse), así Várvra le tradujo sus poemas la noche siguiente o esa misma noche, o una noche cualquiera, antes de morir atropellada.
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10.
La gran montaña
No es una isla, es un CONTINENTE . Australia cuando menos, si Australia ascendiera desde las orillas hasta convertirse en una Gran Montaña, anchísima (como no le es dado imaginar ni concebir, aunque la esté viendo), soberbia en su altura. La situación, no puede ser de otra manera, posee un lenguaje a base de metáforas, inverosímiles como casi todas las metáforas. Pero a la realidad le importan un cojón las verosimilitudes, pensará años después. Se llama Reina. Es profesora de Geografía. Él cada tarde le lleva leche a su casa. No es un trabajo. Solo un favor de estudiante que aprovecha para gozar con el cuerpo odioso de la profesora, todo senos, todo nalgas, todo pubis, empeorados por una cara asquerosamente linda, por qué no se muere. Está en casa de la profesora desde las seis de la tarde hasta bien entrada la noche. Ve televisión, acepta las bromas de su rival, el esposo de Reina, e ignora al hijo de ambos, un chico débil que él supone irreversiblemente gay (luego se hará doctor y un heterosexual temible). A veces acepta comer, a veces no. De regreso a casa, se masturba. Cuando se acuesta, vuelve a masturbarse. Y al amanecer, mientras se viste o antes de vestirse para ir a la escuela, se masturba. No alcanza a visualizar el cuerpo de la profesora en su plenitud, pero da igual. Imagina que su pene es 84
enorme (no lo es), que ella abre las piernas, que él eyacula (eyacula). Reina está próxima a cumplir los treinta años y su anatomía, en el siglo próximo, será considerada obesa. En el XX todavía está bien, muy bien, demasiado bien. En el XXI todas las mujeres y algunos hombres se rasurarán la zona franca. En este, Reina es una de las pocas, si no la única, que lo hace. Una pionera. En todos los tiempos, fingirse dormida será un recurso muy relacionado al erotismo. Para que las posean sin sentimiento de culpa. O porque una mujer dormida es como una mujer que camina tarde y sola en una calle desierta, una invitación al deseo per se, donde las circunstancias, no las personas, configuran el acto. Una tarde en que Niñogay y Esposonegro no estaban, él entró, puso la botella de leche en la nevera y dos galletas de la nevera en sus bolsillos. Tomó agua fría que ni siquiera le gustaba pero un lujo en aquel entonces, y vio a Reina desnuda sobre la cama, presumiblemente muerta (viva o no, carecía de importancia: desnuda). Más tarde, previo a su orgía cotidiana, Reina y Esposonegro reirán a su costa hasta hacerse pis, ignorando los dos un hecho preciso: ella, al momento de la «broma», está muy excitada. Uno se ama a sí mismo a través de los otros. Por lo tanto, el esposo hoy no necesitará retorcer pezones ni frotar clítoris con glande, ni sugerirle que piense (y diga) nombres de hombres o de mujeres a la vez que el músculo avanza carne adentro. Ella piensa en él, no en Esposonegro. Él (yo) se masturba. La imagen 85
de Reina, más descomunal por la presión que ejerce sobre la cama, el volumen de sus formas distendido casi hasta la alucinación, lo acompañarán siempre, definirán su vida como no lo hará siquiera la muerte de su madre (que morirá en breve) o un viaje a otro país (que será más tarde). La respiración de Reina es ligera. Lo descubre minutos (milenios) después, sin valor para irse o para quedarse. La luz está encendida, sin embargo le cuesta ver. Los nervios fabrican manchas. Mitológicas figuras sin lógica aparente bailan al compás de una melodía ESTÚPIDA e infantiloide, sarcoma de los Ochenta, una canción fuera de revoluciones (elniñorobotledijoalaabuelaqueledieracuerdasparairalaescuela). Ahora está seguro: ella se habría dejado. El performance fue un experimento cínico, una apuesta en la que la profesora aceptaba perder o ganar, ser penetrada o no por su alumno invisible, atractivo como una foca adolescente. La escena era un fin en sí misma. Pero, insiste, ella hubiera ido hasta el final. Pero algo así, para él, no era viable de ninguna forma. Se limitó a mirar. Su pene, non erectus, goteaba. ¿Qué podría hacer su pene, aún erecto, contra aquella carne revelada y rebelada, aquel centro que jamás imaginó tan GRANDE , tan liso, tan inhumano, oh Dios? Las tetas (absurdo llamarlas de otro modo) levemente caídas por su propio peso. Las axilas del mismo color que el pubis, con las marcas de las depilaciones sistemáticas. Solo verá un cuerpo así o mejor el próximo si86
glo, en unas fotos regaladas por sus carceleros. Para romper la inercia hay que caminar más rápido que el deseo, y tampoco puede. Lo intenta, lo intenta. Huye. Jamás vuelve.
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11.
Cuando escuches el trueno
Distinto al de Reina, el cuerpo de Várvra no posee el más mínimo sobresalto. Los senos apenas se distinguen de las costillas. Muslos y piernas de casi el mismo grosor, la misma delgadez. Caricias, humedad. Voy a penetrarla y no me lo permite. Lleva mi mano hasta allí, un dedo, dos, tres. Gime. Cierro los ojos. Dejo de pensar en Reina. –Si no pones de tu parte, ni Dios te salva de una goma. La voz se convierte en una enfermera de bordes recortados a mano. De su barbilla cuelgan verrugas, bolsas de aflicción y mal aliento bajo los ojos. La acompañan un hombre calvo vestido de verde-hospital, y un policía que debe ser hijo suyo, de ella. En la camilla de aceroníquel con ruedas hay un plato de sopa y un panecillo infame. No quiero sentir desprecio. En cambio, mis articulaciones se mueven solas. El hombre enseña una jeringa y el policía intenta amedrentarme con la mirada –no lleva pistola. Reina quería acostarse con él. Ahora lo sabe. Más que una broma o un juego, ve la escena como una metáfora más dentro de aquel entramado de metáforas (la leche, el sexo-montaña en una profesora de geografía, el nombre de la profesora). 88
–Debes irte –la voz de Várvra o los gestos y la voz de Várvra, no sus ojos, quizás avergonzados o fatigados mostrándole el camino de vuelta, el comienzo de un camino que sería diferente por la oscuridad o las luces verdes que de tramo en tramo iba a encontrar, un paisaje inolvidable y enfermizo, una basura. Al lado de la sopa ve algo así como un «espéculo» y un pedazo de manguera con un embudo. Reina, incómoda o para imprimir certeza a su histrionismo, varía de posición, contrae una rodilla, el formidable sexo se separa: dos labios verticales con cierto gluten que los hace abrirse por partes, irse despegando con morosidad, igual que si se rasgaran por primera vez. Lo que vio no es explicable. Los dispositivos de la flor, donde los dispositivos y la flor son uno pero a la vez las partes estás muy bien delimitadas sin que ningún lenguaje pueda definir esas partes –ni el todo. Entonces se sintió muy triste y escapó de Reina, se levantó de la cama microscópica de Várvra, dejó sus articulaciones tranquilas y, sin palabras, prometí a la enfermera que tragaría la sopa. Hasta el último átomo. La milicia lo trató ciertamente mal. Le exigieron su pasaporte (Várvra, muy asustada y agresiva tradujo para él). Pidieron la documentación de Várvra, pasaron a la habitación de esta última donde miraron sin tocar, y por último, le indicaron que debía acompañarlos a la sede de la milicia. Le recriminaron, a Várvra, alguna cosa que él nunca supo. 89
La sopa, fría, grasienta, insípida, le sentó bien. El pan (lo único que él deseaba desear) quedó sobre la bandeja, junto a los nada apetecibles accesorios para alimentar enfermos desganados. La enfermera procedió a asearlo, bajándole el pijama hasta las rodillas. Antes le colocó una especie de orinal plano bajo las nalgas y lo miró a los ojos. ¿Fue esa misma noche, cuando aún el portero manco por el que él sintió demasiada lástima, una compasión verdaderamente insoportable, como de ver un niño muerto, cuando aún el portero, digo, no había buscado durante cuadras y cuadras un teléfono y marcado un número, soy un buen ciudadano, soy portero del Edificio Zhúkov 407, Avenida de Octubre, aquí pasa algo raro, aquí hay un negro sospechoso (y él no era negro, si lo fuera, qué), que Várvra le leyó aquel poema, el primero que a él le interesara, que le hiciera ver el mundo de una manera distinta –qué cursi pero qué cierto–, un poema de Ana Ajmátova tal vez? Cuando escuches el trueno me recordarás Y tal vez pienses que amaba la tormenta… El rayado del cielo se verá fuertemente carmesí Y el corazón, como entonces, estará en el fuego. Esto sucederá un día en Moscú Cuando abandone la ciudad para siempre Y me precipite hacia el puerto deseado Dejando entre ustedes apenas mi sombra. 90
Várvra fue acusada de prostitución, detenida esa noche o la siguiente, liberada horas más tarde. Le entregaron un ticket con un número para que en un plazo de quince días pasara a recoger sus manuscritos y libros (amén de Ajmátova: Block, Pasternak, Eliot, Éluard, Jeanette Deletang-Tardiff). Al cruzar una calle desierta fue atropellada por un coche sin luces, y murió antes de llegar al hospital–pasó tres horas sobre el asfalto antes que otro Lada o Moskvitch o Volga, o un miserable Polki pasara por la calle. –Tengo una hija ¿sabes? Bueno, algo así –le había dicho Várvra antes o después de hacer el amor de aquella forma extraña, que con el paso de los años a él le parecería normal, incluso demasiado normal, pero que esa noche lo dejó desconcertado y feliz. – ¿Y dónde está? –No sé. –Eres una vergüenza, una papa podrida. Las palabras del asesor político le llegaban sin énfasis. Parecía haber dicho o pensado lo mismo muchas veces. –No sé cómo, pero esta misma semana te vas. Como si es en barco. ¿Quieres pasar el resto de tu vida sembrando yuca o haciendo algo peor? Pues felicidades. Várvra no volvió a la fábrica de tractores (estaba muerta). El asesor político, con leves intervalos, lo vigilaba todo el tiempo. Los cigüeñales pesaban el doble. Pensó muchas cosas: encontrarla y cruzar la frontera (qué ingenuo). Apren91
der ruso o rumano o polaco o checo o alemán y sumarse a sus amigos que no lo eran, ni sus nombres sabía, eran Holguín, Tunas, Ciego, Camagüey. Los domingos que no fueran rojos irían a «voltear» sus motocicletas, ¿Ves?, aquella es la mía, me está esperando, ya falta poco. Escribiría un libro sobre un personaje supersónico. Escribiría poemas sobre una muchacha misteriosa, es decir invisible, y respondería con poemas a una mujer desnuda y rasurada, que está teniendo un orgasmo solo con saber que un adolescente pusilánime la observa, y quiere agarrarse el sexo con ambas manos y gemir, aullar, quejarse, qué rico, me estoy viniendo rico, mientras que la otra, la real, la muerta, no sabe por qué, solo acepta sus dedos. Pensó en el suicidio, en el alcohol, en la comida, en religiones, venganzas, animales, prostíbulos. (Sus compañeros saben dónde existe uno, real, no esa pudrición del río donde van las urracas de a kópec la hora; uno ultra secreto y carísimo. Las mejores son las árabes. Las chinas no están nada mal. Las tailandesas, digan lo que digan, hagan lo que hagan, no sirven. Hay una española que está buenísima pero es sucia. ¿Hay cubanas? No, no hay cubanas. Eso es lo malo). Pensó en hacerse mendigo una vez estuviera de regreso en la patria, pero el inconveniente del churre le hizo cambiar de idea. Nada apesta más que un ser humano. Pensó en aventarle un cigüeñal en la cabeza al asesor político, en degollar al portero manco, en pedir un 126 en el comedor (papa, chorizos, coles agrias, cerveza) 92
y no un 129, no sabe si obligatorio pero era lo que siempre comían él y su equipo (arroz, bacalao, pan negro, puré de rábanos). Pero sobre todo pensó en encontrar a Várvra, verla una vez más, decirle que siguiera con su escritura de amor y odio y que resistiera, que no habría de faltar mucho, que su hija la estaría esperando. La enfermera termina de asearme. Los hombres que la acompañan se ven decepcionados. No era mucho pedir un poco de acción y yo se la negué. Yo, un asesino profesional, psicópata terrible hijo de la gran puta, con las manos amarradas, je je. –A la tarde vendrá el Doctor –dijo la mujer, y eso fue todo. –Usted me va a perdonar, Doctor –empezó a decir el policía. Pero el Doctor repitió, con una fuerza que a mí me pareció innecesaria: –Déjenme solo con el paciente. Se veía que era homosexual, muy homosexual. Lo imaginé besándome, haciendo cosas peores (mejores) conmigo, que solo me contorsionaba y aumentaba así su placer. En muy referidas ocasiones, el 129 incluía papas, pero estas tenían manchas rojas como de óxido y sabían a fango. Antes que el Doctor llegara dormí. Estaba cansado y para escapar necesitaría fuerzas. La habitación no era demasiado grande. Con muy poca trayectoria debería alcanzar mis trescientos mil kilómetros por segundo, acaso menos, y traspasar la pared, las cercas, el odio de las personas. Durante el sue93
ño recordé otro poema de los que me leyó y tradujo Várvra. Unos van por un sendero recto, Otros caminan en círculo, Añoran el regreso a la casa paterna Y esperan a la amiga de otros tiempos. Mi camino, en cambio, no es ni recto, ni curvo, Llevo conmigo el infortunio, Voy hacia nunca, hacia ninguna parte, Como un tren sobre el abismo. –Ajmátova –dijo el médico–. Una de mis favoritas. Llevaba horas mirándome dormir. Yo había repetido el poema palabra por palabra o al menos un par de frases reconocibles. Y tal vez fuera cierto que aquella autora era de sus favoritas. Mi generación, hasta donde sé, creció sin versos. Por lo menos no de este tipo. La poesía que recuerdo es de gente (hombres) que va a la guerra y muere en la guerra y antes de morir dice un nombre que no es el de sus hijos o el de su esposa y uno de inmediato sentía el mismo deseo. De escribir, de matar o de morir. «La alondra murió. Estuvo horas tirada sobre la carretera. La atropellaron unos borrachos seguramente. Hoy en día todo el mundo anda borracho, será que no comen», tradujo Camagüey, disculpándose con sus ojos por lo que traducía. Me tomó varios minutos asumir que la alondra era Várvra, que las lágrimas del portero 94
manco, quien también parecía ebrio, eran reales; que si el mundo y la realidad eran este gran pedazo de mierda yo se lo dejaba a los otros, buen provecho, adiós. –Debiste haber buscado una manera de canalizar tu rabia y tu dolor. Hacer catarsis. Como ahora. Le pregunto si puedo caminar por el cuarto. «Por supuesto». No más despedir al policía y al muñecón verde, él mismo soltó mis amarras. Tres metros desde la pared del fondo hasta la pared frontal. El espacio condiciona la materia. Seguiré siendo materia hasta que disponga de mayor espacio. La velocidad es todo. Dios quiere no existir. Dios es omnipotente. Fin de la cita. Los miércoles por la tarde el asesor político debía reunirse con los jefes de la fábrica y otros. Camagüey, el mejor alumno de la clase y uno de los obreros ejemplares de la fábrica, era el encargado de velar por mí. De chivatearme. –No me voy a arriesgar. Ya soy aspirante al Partido. Sin contar la moto. –Cuatro mil. –Pero voy contigo. Sino, no. Yo no podía eyacular sobre su dulce lengua sobre tantas sílabas y consonantes dichas esa noche que eran más que eso ella me apremiaba con susurros vibraciones que subían por mí a través de mí apretaba mis nalgas tirándome a fondo hacia ella que evitaba arquear aunque mi glande removiera su garganta desnuda de rodillas sobre el piso la humedad corriéndole desde la entrepierna mañana trabajaríamos juntos 95
mañana fingiríamos no habernos escapado no haber hecho el amor pondría los dos montoncitos de comida esperando que yo me acercara a alguno de ellos el más grande mañana estaría muerta el portero sollozando Camagüey que no entiende nada seré maestra como mi padre comunista como mi padre valiente como mi padre eran demasiadas imágenes dentro de mi cabeza y dijo o quiso decir entiendo no te preocupes y abrazó la cama y empinó su trasero con las piernas tan abiertas que parecía malvada y yo me hundí en ella y ella chilló como no lo había hecho nunca sin importarle que los vecinos de aquel ilógico hormiguero la escucharan quise retroceder pero negó violentamente sigue sigue y yo seguí pronto la resistencia de sus tejidos fue menor ella se movía arriba abajo empujaba hacia atrás rasgaba el colchón y yo intenté morirme explotar el semen detenido en un punto inexacto la ansiedad insoportable justo cuando arañé su espalda halé su cabello y vi los chorros que (intermitentes, juguetones) salían de su sexo y escuché la forma animal en que brotaba ese otro poema que era su plenitud. –Las cosas han cambiado. Hay malas noticias. Malas de verdad. De pronto el asesor dejaba de ser la «bola de sarna», el «comecandela», apodos ingenuos de una época ingenua en que todos éramos niños excepto los niños, para convertirse en el oráculo, el profeta, el juez. –Esto no es oficial todavía: tenemos que irnos para Cuba. Roberto (Camagüey), Francisco 96
(Sancti Spíritus), Víctor (Ciego), vengan conmigo. Ya no era solo yo el que tendría que regresar, sino el grupo. Habría que estar «acuartelados» (esa fue la palabra), ignorar cualquier provocación, tener paciencia. Sobre todo, insistía, bajo ningún concepto abandonáramos el albergue. – ¿Y las motos? –Ya no habrá motos. ¡Patria o muerte! –Esta historia nunca se la hago a nadie. Mucho menos a mis pacientes (pero me doy cuenta que tú no estás enfermo, no más que todos nosotros). O es posible que sea un recurso que utilizo, que se la narro a todos y a todos les digo lo que te acabo de decir, que te doy ese privilegio para que confíes en mí y enredarte. Cree lo que quieras. Y me cuenta su historia. Y no la escucho. (Várvra: ahora siento pánico al pensar cómo seguramente golpearon a tu padre que de pronto ha olvidado el dialecto insólito en que por voluntad propia ha ido a vivir con su esposa y su pequeña hija y lo aturden con expresiones de odio y sables de bambú demasiado gruesos y él no puede pedir misericordia explicarse siquiera son tan complejas las conductas humanas y los procesos generados por esa complejidad son más arduos aún verdaderos laberintos que se resuelven con la desaparición de sus huéspedes caminantes o estáticos Pienso en ti comiendo asquerosas bolas de arroz dos veces 97
al día o acaso una vez al día tus padres negándose a probar bocado para cederte su ración durmiendo en el suelo lleno de pulgas o de piojos en un paisaje absurdo donde los árboles parecen secos y las personas cantan como pájaros y no se aman Pienso en el hastío de tres años (ya has cumplido seis Várvra querida) que lleva a las personas (¿son personas?) a entender mal una palabra una actitud un gesto de tu padre no hay convicciones o certezas ni siquiera dudas solo aburrimiento e histeria y sables de bambú los dientes de tu padre saltan un ojo le cuelga él no puede hablar todavía frente al tribunal del pueblo nunca sabrá que lo acusan de perro traidor de espía ruso nunca sabrá que su muerte no provoca conflictos diplomáticos se ve ante el paredón o de espaldas al paredón que es una casa de fango pisoteado con UN hombre que no puede ocultar su regocijo apuntándole al pecho y ya no ve nada más la esposa y la hija casi mueren de hambre comiendo arroz con cáscara flores raíces incomestibles La dificultad mayor es encontrar un veneno para ella y su hija carece de valor para colgarse y dejar a su hija sola carece de valor para estrangular a su pequeña no puede darse el patético lujo de derrumbarse unos pocos niños roban alimentos de sus casas donde tampoco hay suficiente son amigos de su hija así sobreviven hasta el nuevo cambio en que los representantes del distrito que hicieron justicia se vuelven criminales comunes Serguéi Palach es un mártir de la causa comunista internacional y tú recuerdas la 98
ENORME bolsa de dinero con que indemnizan a tu madre la entrega de los pasaportes que siempre estuvieron retenidos por el estado la invitación a quedarse en una tierra regada con la noble sangre de tu padre bla bla y otros que ahora florecería con la mejor de las primaveras y cupones de mantequilla carne de cerdo arroz aceite salsa y queso de soya jabón tela azúcar El viaje de regreso sí que lo recuerdas lo hacen junto a la mujer y la hija de un misionero protestante belga miles y miles de kilómetros desde la aldea al municipio desde el municipio a la provincia desde una provincia a la otra así hasta la capital ¿cómo regresaría ese muchacho que las acompañó que no quiso aceptar dinero para su retorno y al que nunca viste comer o beber durante el viaje infinito de qué madera labrada por la pesadumbre están fabricadas estas personas que apenas poseen un cuerpo una mirada limpia una abnegación irracional? Ya desde el aeropuerto empiezas a olvidar cosas hacen escala en cuatro países más antes de llegar al tuyo a medida que la distancia se acorta tu madre parece más triste y cuando una voz en tu idioma natal un idioma que se te ocurre ajeno dice bienvenidos a su país rompe a llorar como una niña y tú la verdadera niña debes consolarla robas un libro de Pushkin traducido al mandarín pero las primeras cosas que escribes las escribes en tu idioma aprendes a masturbarte muy temprano solo te acaricias durante horas mientras relees y cuando el momento de esplendor llega no interrumpe nada sigues con tu re-
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lectura infinita tienes once o doce años y una vecina mayor que tú viene a mostrarte sus dibujos y a leerte sus poemas lo hacen en la cama siempre terminan masturbándose mutuamente ella besa muy bien demora su lengua húmeda y dulce en tu boca y mueve la mano en ráfagas seguidas de períodos lentos como para morirse a veces te monta y una electricidad te sacude pero después de cuatro o cinco orgasmos juntas acaban por aburrirse y volver a los dibujos o los poemas entre carcajadas tanques soldados presas las dos solas nueve días. Después un guardabosque la viola. Un rito de asco, resequez, dificultad. Rusia los invade en defensa del presidente que peligra ser depuesto por un golpe de estado. Por alguna razón detienen a su madre y Várvra vive un tiempo en casa de la vecina donde la madre de esta la obliga a estar con su esposo y ella los ve estar. Escapa, crece en barrios miserables, se alista, a cambio de identidad, en un programa de Jóvenes Productores de Patata, obtiene, por oposición, una beca en el extranjero, allí es sancionada por escribir poemas de amor y odio, purga sus culpas en una fábrica de tractores, se enamora o casi, nunca se sabrá, de un extranjero loco y es atropellada por un auto o por mil autos. –No estás loco. Escribo que no estás loco y te fusilan. Tienes que estar aquí un buen tiempo. –… –No estamos en muy buenas condiciones. Pero, arreglados a pobres, como decían mis padres, qué quieres comer. 100
Lo que sea. Chícharos con arroz blanco o sopa de huesos o moros y cristianos y bistec o plátanos hervidos y bistec o arroz blanco y picadillo de soya o arroz blanco y panza molida o croquetas de pescado o un par de hamburguesas si el pan está fresco y no se desmorona entre las manos, un pan de arena y acidez, aunque las hamburguesas huelan mal por congelación deficiente o porque la carne ya estaba medio podrida, algo que no dejaba de ocurrir en cualquier parte de sus universos conocidos según él imaginaba o creía recordar. –Pues bien: panza molida, arroz y plátanos. Y alguna ensalada, si hay. Ayer o mañana, antes de la bandeja de aluminio no muy provista o sobre la bandeja vacía, el psiquiatra me entregó unas hojas de papel craft y un lápiz, «para que escribas o dibujes, no te los vayas a comer». Dibujé una rueda de gatos y al centro una mujer que no era (ni ya nunca lo será) Várvra. Era la muchacha de la foto, necesito mis cosas, le dije al Doctor, quien al otro día o el día antes me hizo entrega de todo lo que poseo en este mundo. «Es increíble que el mundo sea tan pequeño. Estoy sorprendido y tú también lo estarás. No te apures». La cabeza de la muchacha desnuda de la foto que traje desde mi otro país marcado con un círculo del que salía una flecha como un signo de masculinidad o feminidad, se entiende. Al extremo de la flecha, un nombre entre signos de admiración: «¡Indira!» A los nueve días me cansé del menú y pedí cualquier cosa menos 101
huevos. Entonces empezaron con la sopa de arroz, el arroz amarillo y las costillas de res o el hígado de res. De postre, crema de cereal, granulosa y buena. En la última hoja me dibujé bajo un aguacero torrencial. Todos los aguaceros deberían ser torrenciales. Lo demás, simple llovizna para no ir al trabajo o a la escuela. Los gatos y yo corríamos en una ciudad sin edificaciones, sin postes de electricidad, sin tráfico, pero era una ciudad. En un pórtico invisible, resguardándose de la lluvia, Reina aguarda por mí, desnuda. Es una mujer a la que la edad ha redondeado más aún sus formas. El vientre combado no sin un feroz atractivo. La notable línea que separa el territorio menos importante de su cuerpo (corazón, cabeza) del Paraíso (sexo, ano). Hace frío y el frío realza la perfección de las mujeres perfectas. A los gatos no les importa mojarse ni a mí tampoco. Sus senos caen con un desparpajo que invita a la eyaculación. Aquí no hay la dureza adolescente, donde todo es preciso, exacto, decorativo. Las interminables horas-coito, los embates de otras materias sobre su materia la han configurado. La superficie del pubis plana. Su trasero listo para la batalla (llegan a sentir orgasmos por esa vía sin necesidad de estimulación en el clítoris). El declive de los senos hace que los pezones se mantengan cercanos a la boca del o la amante, si es que no aletean como en la más apasionada imaginación de Sileno borracho. Aquí no hay los cambios de humor, el neurótico narcisismo, las horas, meses, años que lleva 102
convencer a la joven de algo que ella misma desea, y cuando finalmente acepta, se arrepiente, vuelta al comienzo, y esa misma noche o tarde es clavada por un chofer cualquiera, eyaculador precoz, contra una pared anodina de la universidad o el barrio suburbano. Reina es un banquete de carne y grasa y leche y miel para un hombre hambriento y cuando eyacula (¿cuánto tiempo desde la última vez?) el ojo que miraba a través del visillo de la puerta se va. Era, sin lugar a dudas, un ojo femenino Un ojo idéntico al que desde la fotografía lo observa, severo, porque ha pensado en otra mujer teniéndola a ella entre las manos. Con la funda de la almohada limpio el gran charco de semen gris, lavo la funda de la almohada que de todas formas sigue sucia y me acuesto. Los ojos de Indira son idénticos al ojo que me vio diluviando sobre Reina antes de penetrarla, mientras los gatos, tranquilamente, esperaban por mí bajo la lluvia en una ciudad sin casas ni postes eléctricos, pero que indiscutiblemente era una ciudad. Las noches son aquí viscosas. Escupo mi doble ración de medicamentos en el sanitario. Esta celda o suite o cubículo debería ser más pequeña o más grande. Hay sonidos extraños y tramposos. Gallos que en alguna parte cantan como hienas o locos que aúllan agobiados por la resaca del parkisonil. (A mí solo me dan cloropromacina con amitriptilina, cantidad suficiente para dejar catatónico y radiante a un rinoceronte). ¿Qué se puede hacer, en caso que 103
se pueda hacer, en un hospital de noche? Única respuesta: sexo. Habían pasado no sé cuántas horas y yo me había olvidado de mí pero sin pegar los ojos una sola vez y empezaba a lamentar no haberme tomado las pastillas cuando comprendí que este era el primer pensamiento consciente después de no sabía cuántas horas. Los sonidos no estaban o yo terminé por acostumbrarme a ellos. Miré el visillo de la puerta. Las luces apagadas afuera no me dejaban ver. Y con las luces siempre encendidas en mi cuarto o mi celda yo sería visible, lo estaba siendo. Un animal de laboratorio. Un animal enfermo que no ha tomado sus pastillas. Peligroso. Los locos drogados no se asean por la mañana. Debería saberlo. Tampoco se asean los locos que no se han o no los han drogado. No sin la asistencia de los enfermeros con los ojos rojos. Y eso, también, debería saberlo. Hace tres días que no viene el Doctor o dentro de tres días comprenderé que quien me visita es una doctora morena de pelo lacio y boca grande, una araña probablemente ninfómana y altanera que usará un perfume cuya base me recuerda al melón. –Fin de año, ¿entiendes? Tendremos que hacer algo, ¿no crees? El Doctor es mi amigo –He conseguido un cerdo. No muy grande. Lo cambié por una cantidad ingente de alcohol de noventa. Un cerdo. Lo asarían aquí, en el patio. Él mismo invitaría a las familias más pobres de la zo104
na. Donde comen veinte comen ciento veinte. Falta, eso sí, la leña. Hay que buscarla al bosque. Seguro a los locos no les molestará dar un paseo por el marabuzal y recoger madera. «Pero hay un pero. Imagínate a los pacientes juntos y la nostalgia y el poder visual del fuego en los pacientes. Un aquelarre. Y eso si no llueve. ¿Qué piensas de esto? ¿Puedes salir?» –¿Dónde está el Doctor? –pregunté setenta y dos horas después a la araña ninfómana en cuya cabellera (preciosa) aún se veían las huellas del peine de acero tórrido. –Tienes que portarte bien. Pero no demasiado bien. O más o menos, vaya. Es que tenemos una residente. La doctora muñequita de porcelana negra que como todas muere por ser blanca Idalmis. No sé, creo que es «segurosa» y que la mandaron para vigilarme. O para vigilarte. De todas formas la vas a ver, está buenísima. Estrategias de gay de armario que se sale de su personaje. –Buenos días primero. El Doctor sufrió un accidente. Mi nombre es Idalmis y estoy al frente del hospital. Hace tres días. Esta es la tercera vez que me preguntas lo mismo. Claro que no importa. ¿Cómo te sientes? ¿La comida es buena, mi amor? (Esa tarde la frialdad es enfermiza, todos fuman, de sus bocas salen dobles columnas de vapor y humo. Hay duelo nacional: doce pescadores se han ahogado, probablemente alguna maniobra del enemigo, probablemente iban a 105
fugarse del país y se averió su lancha. Várvra me lee poemas en ruso. Los libros llevan cubiertas con títulos de Mecánica popular, Biografía de un Konsomol, Ingeniería minera. Para llegar a la costa hay que tomar dos imposibles ómnibus, el metro, y un ómnibus más. Nuestro permiso de traslado incluye cinco kilómetros, y la costa está a ciento cincuenta. –Vamos. Várvra cierra los libros y sale a caminar sin que le afecten mi miedo o mi obstinación. Los milicianos que por doquier se cruzan con nosotros la ignoran y se quedan mirándome. Un par de veces están a punto de pedirme identificación, los acompañe al recinto. El viaje es inmensamente breve con ella dormida en mi regazo. De lejos vemos la multitud, las proas y cañones de la guardia fronteriza y sus mástiles con dos banderas, cerca del agua un cordón de uniformados con pastores alemanes cuyos uniformes y pelambres tienen, en la distancia, el mismo color. Nos acercamos. Várvra ciñe los libros contra el pecho, contra el frío o el posible temor. Ve algo, suelta los libros, me abraza y empieza a llorar. Al regreso no quiere ir directo a casa. A pesar de la oscuridad el paisaje es exactamente el mismo. En el albergue ya estarán pasando la segunda lista. Tenemos hambre. Entramos a una cervecería barata. No hay cerveza. Várvra ordena arenques (alevines de), pepinos y vino amargo (en ese entonces yo hubiera deseado huevos fritos, dos, tres, la yema blanda, plátanos maduros ibídem, habichuelas 106
coloradas y arroz blanco: la comida de mi padre). Me preocupa el dinero. Várvra asumió los gastos del viaje ida y vuelta, lo que tengo no alcanza ni para los pepinos, ella está tan jodida como yo, no es justo –y en breve será atropellada, pero no lo sé. En sus ojos ya no hay lágrimas sino carteles (Ver 12: Carrera de conjuradas) que de pronto son sacados de entre los abrigos, la multitud junto a la costa lleva abrigos y debajo de ellos carteles que sacan a la luz, caligrafías rojas y mal hechas, gritos, ametralladoras abren fuego contra el aire, supongo, perros libres de sus correas colgando de mangas de chaquetas civiles, «ferris» guardafronteras de los que brotan chorros de agua y descienden soldados con camillas, una camilla, diez, doce, los ojos de Várvra no están demasiado cerca así que no puede ver bien, los arbustos tras los que se esconden están demasiado lejos, ven a los ahogados, el viento o la violencia aumenta el oleaje y todo se vuelve más difícil, vuelan nailons negros, cadáveres quedan al descubierto, hombres, bebés abrazados a sus madres, o madres aferradas a sus bebés. «Oh Dios, estos son nuestros pescadores. Regresemos»). El ojo, que es estrictamente idéntico al de la foto, está mirándome desde el visillo. Debo conseguir mis kilómetros por segundos o someterme, someterme. El televisor se ha quedado junto a mí. Várvra, puta políglota de río: descansa en paz. 107
12.
Carrera de conjuradas
Esa otra vez fue distinto e igual, una dualidad sublime. Es decir, que eran solo mujeres. Que las mujeres eran jóvenes y sexualmente intensas. Algunas casi niñas. Que iban desnudas, desnudas en plena calle y en pleno invierno, desnudas y no lo supimos hasta después, sus despampanantes cuerpos enrollados con papel cartón en los cuales se repetía el mismo alfabeto cirílico y raro de veras que jamás quise o pude aprender. Y ese día los milicianos, más tranquilos y sin pastores alemanes, perecían dudar, parecían temer. El asesor político fue llamado de urgencia al teléfono. El sicofante checheno desapareció como bolsa de cereal en épocas de racionamiento (todas las épocas). Várvra y yo soñábamos con la avenida. Todo era silencio y nieve, el olor de que algo está ocurriendo, sabes, algo que te supera y supera a cada uno de los conjurados, de las conjuradas. –¿Por qué tiemblas? –supongo que le pregunté a Várvra. Apenas podía moverse, avanzar. Los de la fábrica de tractores habían hecho un cordón y no dejaban que nadie entrara o saliera. La mayoría de los que formaban el cordón, con el apuro, aún traían consigo llaves stillson, enormes y espeluznantes como las de cierto video musical en el que persiguen al tipo a través de la historieta, y él huye, y se encuentra con la amada, y continúan huyendo. 108
Pero toda la gesta estaba en la avenida. Aún sobre los hombros de quienes bloqueaban la puerta la visión era espectacular. Figuras pequeñas y bien formadas que a cada tranco menudo consumen un poco de los quinientos no, de los cuatrocientos noventa y nueve metros que las separan de este punto de observación en el que Várvra y yo, con las manos suyas en las mías, o viceversa, las vemos avanzar y a los milicianos retroceder. ¿De qué forma Várvra dijo movámonos, busquemos el aire impuro del exterior? Lo cierto es que segundos después recorríamos meandros de aquella city into city que era la fábrica, corredores herrumbrosos precedidos por pasillos grasientos en los que no resbalar era imposible, descenso a sótanos en los que vi a algunos de mis compañeros de rodillas frente a otro de mis compañeros, ascensión a áticos en los que vi dos mujeres acostadas una encima de la otra abrazando sus piernas. Por fin llegamos a una falsa azotea sobre la que descansaban dos monstruosos (este es el país de Lo Monstruoso) tanques con agua hirviendo, para qué, no sé. Y allí nos ocultamos, aunque no hacía falta. O quizás sí (este era el país de los ojos por doquier o El Gran Ojo Insomne). Pese al calor rico que se desprendía de los tanques, el temblor de Várvra no menguaba. Pensé en abrazarla y en sus chillidos si lo hiciera. Pensé en darle de fumar para que calmara sus nervios, pero no había. Pensé en abofetearla y sentí una lástima inmensa. 109
Desde nuestro observatorio vemos cómo milicianos se acercan a la puerta de la fábrica e intercambian frases y cigarrillos (tal vez órdenes y armas) con los obreros. Ríen, vuelven a sus posiciones. –Aquí es, probablemente, donde descubres que estás enamorado de ella. –No sé. Hasta entonces yo creía que estaba enamorado de Reina. Mi modelo de mujer amable era otro. Pasaba por esa que vi atravesada por dos tipos, por la reina de mi niñez y la otra, la de la lluvia y los caballos. Várvra era muy distinta. Tenía manchas en la piel. Su pelo era quebradizo y aunque la boca le olía bien, el olor de su respiración no siempre era agradable. Sin embargo parecía merecer cada milímetro de vacío que ocupaba en el puerco mundo. Era ella o nada. Si no estuviera muerta. En fin. –¿Y esta? –dice Diego señalando el círculo en la cabeza sobre el que ha escrito un nombre, y prefiero seguir hablándole de la nieve seca, los metros que ahora deben ser muy pocos, ellas siguen en silencio con sus cuerpos a punto de estallar dentro de sus vestidos de papel, hay momentos en que la PERFECCIÓN no es asunto de líneas o volumen, ellas estaban allí y costaba creerlas de tan absolutas, yo tenía una erección insoportable, y descubrí que también Várvra (y ellas, los milicianos, los obreros a la puerta de la fábrica) tendrían que estar excitados. –Lo peor es que tuve orgasmos. Mientras me golpeaba y me hundía sus dedos y su pene rijo110
so por todas partes, no dejaba de tenerlos –me dijo con su idioma autista meses o días u horas antes de morir atropellada. No creo en el tiempo ni en el espacio. Siguieron adelante, un paso y luego otro, pero ya no avanzaban. A veces la realidad impone sus propios códigos, y nosotros nos atrevemos a llamarlos absurdos porque arremeten sin piedad contra aquellos que nos enseñaron los abuelitos, los maestros a destajo, la gente del libro. Así este papel se moja y no se rompe. Así esta nieve no moja. Así Várvra se toca porque piensa que no me doy cuenta. Así ellas caminan y la distancia que las relaciona con los milicianos no disminuye. –Aquí falta algo –otra vez Diego, gesticulando con fuerza, olvida su personaje. –No entiendo, qué podría faltar –le digo. –Sí, claro que entiendes. –Qué importancia podría tener que ella… –Para ti sí, para ella sí. –…que ella me hubiera dicho: «Nos moríamos de hambre. Todo ocurrió muy rápido. Cuerpos colgados en los árboles, cuerpos crucificados, niños que se quemaban las pupilas para mendigar. La Deep China, como decían los misioneros británicos, quienes también murieron. Por mi madre pagaban realmente poco. Por la niña ofrecían algo más, un rostro aborigen pero con ojos azules, pelo tan largo y fino como su cuerpo. Y había que sobrevivir en aquel infierno de adolescentes armados con estacas y viejas enloquecidas que se arrojaban con felicidad a las 111
hogueras. Fuimos a ver al médico. El médico nos preguntó si estábamos seguros. Mi madre respondió que sí. Recuerdo el color de la soga con que me amarraron entre las piernas y el cuchillo curvo. El brebaje que me dieron para el dolor y el médico preguntando otra vez si estábamos seguros y sí, el chorro de sangre, la cánula de plata, la interminable agonía en espera de que la herida fuera cicatriz, de que mi pobre río no se secara, mi madre pidiéndome perdón llorando de alegría cuando pude orinar sin la cánula, ya estábamos salvadas». En la avenida, las mujeres comenzaron a avanzar de nuevo. Los milicianos y los de la fábrica intercambiaron sus últimos cigarrillos y frases. Es increíble cómo se huele el peligro. Es un olor real, que viene de fuera y no una iniciativa del cerebro. Várvra había dejado de temblar, de tocarse. ¿Sonreía? Entonces ocurrió el primero de los prodigios. Por el horizonte comenzamos a ver un puñadito de insectos acercándose a la escena. Probablemente solo eran visibles para Várvra y para mí. De todas maneras prefiguraba un Apocalipsis. En pocos segundos los insectos se transformaron en siete MiG 23 en vuelo rasante. Una distorsión de la realidad y tanto las mujeres (hubo un síntoma de pánico) como los guardias (permanecieron firmes) lo comprendieron. Ahora, con su proverbial destreza, ametrallarían a las chicas y asunto concluido, plomo contra terciopelo. Los MiG 23, al acercarse, disminuyeron de golpe la velocidad, levantaron los morros, y el humo empezó a salir 112
de sus cañones. Un momento mágico. La batalla de las naciones. Gog, Magog, la bestia que sale del mar, los dos olivos siendo decapitados, la vuelta al tiempo de la fantasía y la sangre. Agarré a Várvra por la cintura en el último instante, cuando era una brizna de hierba a punto de abrazar la Nada y romperse contra la avenida. Cuando los aviones, de golpe otra vez, recuperaron su magnífica velocidad, y (este es el segundo prodigio) el humo que vomitaban no era de tribulación, el humo comenzó a alargarse en el cielo, eran colores, uno por cada avión. Creo que todos aplaudieron. Hasta nosotros, entre los tanques de agua hirviente. –No jodas, chico. Eso es un poema. –El arco iris después del diluvio –susurró Várvra–; el Nuevo Mundo, peor o mejor, pero nuevo. Igual que el pasto que sale cuando la estepa se ha quemado. –Me parece recordar algo de eso, chico. Sin pormenores, sin pormenores. Fue un año tremendísimo. Un parte aguas. Una cagazón de siete pares. –Aquí los guardias dudaron más, y las chicas, envalentonadas, se les encimaron. Al principio, tranquilidad. Ellas les pegaban en el rostro a los tipos y ellos gritaban con las manos pegadas al cuerpo. Nunca vi, ni en los libros, tanta valentía. Hasta que los milicianos quisieron detenerlas, arrancarles los carteles que llevaban sobre el cuerpo y quién sabe qué dirían esos carteles. Tercer prodigio: la desnudez de cientos de muchachas en la avenida. Sus cuerpos blancos y 113
sus figuras amplias haciendo retroceder el vacío. Las manchas leves y oscuras de sus pubis. Oh Dios. Otra metáfora, como la de Reina. Como la de mi madre entre dos hombres y el caballo de madera o los caballos de miedo que nadan a toda prisa porque saben que el agua hará que se desangren más rápido. Como otras que no quiero mencionarle, doctor. Es imposible vivir en un mundo así. Un mundo de cabezas que no pertenecen a sus organismos, cabezas cortadas, cabezas con una órbita y una flecha y un nombre. Para qué los nombres, los libros. Ninguna de ellas lo tenía, y allí estaban. Más reales que el Cielo en un país sin Cielo. Y los proletarios en espera de la orden para sumarse de forma voluntaria, usted sabe. Y Várvra con un brillo en los ojos que nunca antes vi ni veré después, porque morirá atropellada y yo no me mantuve acuartelado como dispuso el instructor político y me llevaron a mi casita. Ella sí comprendió: el arco iris que sale de aviones caza y la desnudez frente a los uniformes. Cuando escuches el trueno, ¿se da cuenta? Tercer y último prodigio: los guardias, para defenderse, manotean. Muchachas que caen diez veces menos rápido de lo que demoran en levantarse para recibir la otra vacilante bofeteada de cien kilogramos. Y el epílogo: hombres del taller que irrumpen en la avenida. Várvra pestañando de sueño. La frialdad yéndose, ¡pum!, y con ella el oxígeno: el clímax total, pero a través, como siempre, de una pantomima, una pantomima heroica: los milicianos, en cámara lenta, 114
amagaban con sus bastones; los obreros, con sus llaves stillson, gesticulaban frente a los milicianos, es decir, que todo el tiempo imaginé lo obvio, sin embargo, allí estaban, protegiendo a las chicas desnudas. –Esto no es oficial todavía: tenemos que irnos para Cuba. Roberto, Francisco, Víctor, vengan conmigo. Ya no era solo yo el que tendría que regresar. Estaríamos «acuartelados», ignorando cualquier provocación. Sobre todo, insistía, bajo ningún concepto abandonáramos el albergue. –¿Y las motos? –Ya no habrá motos. ¡Patria o muerte, cojones! –… –¡Patria o muerte, dije! –¡Venceremos!
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13.
El pabellón del vacío
Solo cuando veíamos lo que veíamos, sabíamos que lo buscábamos. Julian Barnes, Metrolandia
Hasta ahora no supe que me encontraba en el pasillo de los homicidas. Lo ignoro, pero hay hombres. Hay hombres que cuando. Hay hombres que tienen hijos y cuando las mujeres de esos hombres con otros se acuestan pues lo toman a mal y allá va eso. Véase que atan a los niños sobre el sofá y les dicen la clase de madre que tienen. Y que por su culpa van a morir. Ellos están muy asustados y no entienden. Lo que su padre bebe no es lo mismo que lo que su padre les vierte encima. Huele igual, eso sí. Y hoy padre tiene ojos diferentes, alguien le prestó esos ojos a padre. Enciende un fósforo y todavía lo queremos mucho. Y hermanos que golpean a sus hermanos, Te pusiste mi camisa otra vez, ladrillo contra pecho, vence ladrillo. Los que cortaron las manos al padrastro golpeador de madre y esperaron a que se desangrara. Lo ignoro, pero Diego es mal visto por sus diagnósticos. Desde que manda sobre las paredes del pabellón del vacío hay otra pared (preparen, apunten) con menos plúmbeos rasguños, el que lea entienda. Y la abuela envenenadora. Y el que estupró y sepultó al sobrino respirante, y Diego nada pudo hacer, preparen, apunten. 116
Quiere decir que después de todo es cierto que he matado a alguien o a algunos. Aunque diga Diego que no. Está iluminado pero oscuro, con esa forma que tienen ciertas luces de empegotar las sombras sin destruirlas. Mojo el dedo con saliva y dibujo en la pared. Un triángulo, una línea, otra línea, ya está. Esto que ves aquí es un cuchillo. Y en lo que está clavado es un cuerpo. El mío. Yo debería ser pensador de boleros o letrista de canciones urbanas. Un hombre al que una mujer (infame) introduce con delicadeza su hoja de acero en el esternón –y escapa. Invisible / la muchacha. Invisible / el cuchillo. Luego escapa / por el trillo. Solo está su foto / y mi corazón / roto. Qué bien. Esa porquería de palabras austriacas donde un nene al que su vecino tocó sensualmente (es decir, dedos adentro) quiere ver símbolos en cada sueño, palabra, dibujo. Padres que te abandonaron si las rayas no están «alegres». Imagínenlo: rayas alegres. Más abuso sexual si las rayas están furiosas. Pene pequeño si las rayas parecen una verga monumental. Si el papá de la mujer es un borracho, ella acabará casada con un borracho peor. Si es violento, un tipo que la golpee más. Y los hombres buscamos un sustituto a nuestras madres porque siempre hemos querido acostarnos con ellas, tener sexo con ellas. Madre dominante, chico gay. Padre dominante, chico gay. Qué fácil. Qué asco. Tal vez, en lugar de correr debo patear la puerta. Una puerta para locos no se hace con pino apolillado. Hace miedo y tengo frío. No soy 117
virgen, nunca he sido virgen. También se puede conseguir gran velocidad mediante la lentitud. Renuncias a tu cuerpo y LA TIERRA hace lo demás. Inténtenlo. Lo estoy intentando. Lo consigo. Una foto a miles de kilómetros de lejanía tiene más fuerza que una moto a cientos de kilómetros de velocidad. Mis antiguos camaradas no sabrán esto. Agarro el picaporte para el clásico descojonamiento a base de hombro y presión de extremidades inferiores. Grrrrr, maúlla el gato muerto: la puerta estaba abierta. Qué abuso de confianza o falta de recursos hacen esto. Una silueta huye a través del pasillo. Voy a correr. Resbalo. Caigo. Rodarás / por la pendiente / hasta el abismo. El piso / milagrosamente / limpio. Hacia un lado u otro se escuchan murmullos ensordecedores o carcajadas inaudibles, todo en versión de terror. Sudo una frialdad que supera la frialdad externa del mundo. Cuando era niño, cuando tenía fiebre, cuando aquella mujer después que mi padre apagaba la luz venía cada noche a cuidarme, cuando cruzaba los brazos, cuando se parecía a Leidy (siempre se parecía a Leidy), que es mi prima y es puta y ahora vive, si vive, en Matanzas. Me levanto. El piso empieza a moverse debajo de mí en dirección a donde la silueta que escapó se hizo menos nítida y me asecha o acecha desde el invisible tronco de una ceiba o una seiba. En todos los fenómenos paranormales hay una ceiba y un párvulo difunto. Las paredes que forman el pasillo / están sembradas de 118
puertas / con visillos. ¿Dónde se habrá escondido Indira? Cerca de la madrugada mi fiebre y la mujer se iban, mi madre llegaba, y yo podía dormir. Mal aliento, dolor en los ojos, deseos de orinar y no poder hacerlo por estar el cuarto lleno de sapos ENORMES con sus dorsos repulsivos cubiertos por arco iris dulces. No existen colores más hermosos que los de un sapo adulto y bien formado, nos referimos a un sapo de seis libras, onzas más, onzas menos. Y cómo suenan, Dios mío. Es una maravilla. En la primera habitación no veo nada. Es decir, a nadie. Una cama-cruz con correas, el cubo de vomitar, un coco con los pelos erizados y dentadura irregular, tropicalísima (chapucera) versión de Jack-o’-lantern, cuya lengua es una croqueta aplastada y cruda que simulará una bandera y palabras que deben ser Bienvenidos compañeros visitantes extranjeros con invitaciones a conocer nuestras playas, que están en talla compañeros, de pinga, compañeros, lo máximo. Para saber si una señora está ida, con mirarle el pelo basta. Si lo lleva peinado, hay salvación. Del cuello que sostiene el coco hacia abajo hay un cuerpo nada desdeñable y desnudo. Interesante el tema de la mujer crucificada. La Mesías ausente en el pabellón de los asesinos. Si miras bien puedes darte cuenta que en la cabeza no hay carne, que esta es la mujer (¿no oíste hablar de ella? Yo sí) que comió la carne de su cara. En la otra puerta hay una mujer-bonsái, con esa perfección milímetro por milímetro que 119
solo alcanzan las mujeres bonsái. Erizada. Loca. Bella. Adiós. Ea: aquí hay uno «quemado de tanto leer». Los Quemados de tanto leer son una leyenda rural. Siempre hombres, siempre esquizofrénicos, siempre lectores. En el mundo ancho y ajeno no faltarán esquizos que lean a Pérez Galdós y Blasco Ibáñez y José María de Pereda, nunca en exceso, y el asombro que causa un libro entre los que no leen (me incluyo) generará el mito. Cada estupidez nostradamesca que digan será causa de admiración. La fruta que viene con las golondrinas entre el septentrión y nube de medallas salvará el barco de la noche amarilla contra un cielo de nieve y un fuego de agua. Guao. Me quedó demasiado bien. Y el docto de ocasión susurrará en tu oído que el quemado era profesor, escritor, ¡se quemó de tanto leer! Y mete un inglés volao. Y tuvo una novia de lo más bonita. De La Habana, sí. Doctora, sí. Incluso sus familiares olvidarán que a puras penas superó el cuarto grado, obsequio a la maestra incluido. Y claro, en esta otra habitación está… la vieja de las muñecas. Siempre sabes que va a terminar así una niña que no juega con sus muñecas aunque tenga cientos de ellas. Las trata como a seres humanos (indefectiblemente mejor que a los seres humanos), y tanto las quiere que pone sobre sus cabezas un cartucho de nailon, para 120
que las moscas no caguen el mofletudo rostro de Katia, Irina, Daisy. No toleran a las barbies. (Yo tampoco). Aunque reconocen que las barbies están ricas (yo también). Las viejas de las muñecas jamás se casan, aún cuando son jóvenes. Se peinan con una especie de trenzas de nombre y aspecto horribles, tirabuzones, y usan batas cortas de encaje y se chupan el dedo a escondidas (como un cobarde), y se masturban a escondidas (cada tarde), y un día descubren que tienen cincuenta años y lloran a escondidas (su pecho arde). Son católicas, porque creen que serlo confiere distinción. Y porque ciertas imágenes de la liturgia les recuerdan a las muñecas enfundadas. Su congelamiento comenzó, de ser cierta la porquería, después de la primera (y única) clavada, a manos (o a pene) del padre, padrastro, tío, o el viejo amigo de la familia, serio, católico, soltero, tan bondadoso que siempre que los visitaba con su guayabera pulcra con seis lapiceros y un tabaco y su dentadura postiza amarillenta traía de regalo para la niña: una muñeca. La sombra que huyó en la oscuridad respira en la oscuridad varios metros delante de mi propia oscuridad. Temo a esa sombra y debo alcanzarla. Pero antes. Algunas puertas que oteé no merecen ser mencionadas. Tópicos: baba, dientes botados, imposibilidad de hacer silencio o de hablar, ojeras, mandíbulas caídas, masturbaciones interminables, ODIO , fanatismo (religioso, político, de gallos-y-caballos, de esa noche me dieron 121
el número clarito y no le puse ni un peso, de esa noche en Kifandongo la misión era, el capitán se acostó sobre la granada, y dijo muero por, bum). Eran una camilla metálica y un esqueleto sin piel. Donde debían ir los intestinos y las vísceras, estaban los intestinos y las vísceras, todo palpitante, vivo. La cosa alzó su calavera e intentó guiñarme un ojo. Encima de los huesos (rojos y a la vez blancos) corrían largas lombrices que resultaron ser las venas que se perdían en el tórax. Los pulmones se movían arrítmicamente o se quedaban quietos. Y con la palma de la mano hacia el techo, movió sus falanges hacia él o ella, estilo Bruce Lee amenazante, invitándome a que fuera. Claro que fui. Pero en dirección contraria. Hasta el otro visillo. Debía encontrar a la muchacha de la foto / yo que volví sin moto. Más cuartos vacíos. ¿Dónde estará el aliento alcoholnoventizado de los cuidadores? Dos lunas como dos soles refulgen en algún punto del espacio: yo las veo; corro. Qué curiosamente disponible está el espacio que me rodea, el frío que sopla en mi nuca. Dos cosas he descubierto, y aún una tercera me ha sido dada conocer. No estoy en forma. No hace falta. Esa mujer que cuelga de la cuerda desnuda (la mujer, la cuerda) es la Doctora Idalmis. Si yo tuviera un cuchillo el hedor del helor en mi testuz me importaría menos. Como si la sombra que huyó ahora estuviera detrás mío, acechando o asechando este cuerpo fofo, esta hu122
manidad premuerta. Tenía sogas que bordeaban sus senos y su pubis, empujándolos hacia el frente como el puchero en la boca de un niño gigante malcriado. Un día sabré que el lentísimo y morboso movimiento es el del Orgasmo Total, ella viniéndose perpetuamente hasta que alguien venga a descolgarla, y no seré yo. Eso ocurre en las habitaciones vacías de manicomios por la noche. Psiquiatras psiquiátricas, tópico, idéntico al de psiquiatras (haciendo el amor con) cuerdas. Imposible que estos huesos mohosos alcancen siquiera la velocidad del sonido. Para llegar a Reina bajo la lluvia de un año que termina. Para saltar a la muchacha de la foto desde el brutal cuerpo de Reina. Y dejar en el camino la sombra que huye, el ojo que mira desde el visillo, a mi amigo Diego y a la Doctora Idalmis que destila sobre el piso su dulce relente. Sin querer retroceder, lo hago. Imagina que tienes servido un pedazo de carne así. Y te vas sin tocarlo. Guardarlo en tu memoria para hacerte pajas en el futuro mediato e inmediato, homo porcus. De eso va todo. La esposa de mi padre, frígida, que en las madrugadas se transfigura y el impresionante rumor que arroja hace retemblar la casa. Mi madre y aquel asunto con los dos tipos. Reina en la fiesta de los caballos, Reina que cómoda y felizmente podría HACER EL AMOR con un caballo, el arcaico pronóstico de los bordes de un pene que a esta vez sí rozan las 123
paredes de una vagina que llora de gratitud mientras su dueña, sin poder evitarlo, vocifera consignas patrióticas a las que el animal responde como puede. Nadie más y todos: tú y yo, la sombra que empiezo, que vuelvo a perseguir a la velocidad del hastío. Vendaval sin rumbo / cuando te hayas ido. Quisiera abrazar las cucarachas que hay en las paredes, hasta que entiendo que no hay cucarachas en las paredes, y que mi impróspera velocidad prospera. Ahora soy un shetland cojo perseguido por una jauría de wargos. Si la sombra se deja ver, es una sombra de cintura estrecha, nalgas árabes, ojos de luna. Podría abrazar esa sombra y. Podría quitarme los zapatos para correr más rápido (por un momento reparo en ellos y que hace veinte años o más que son míos y que no renunciaré a ellos por nada del mundo). Podría suspenderme en el vacío para que la rotación de la tierra haga el resto y dar de manos a boca con la sombra que huye y la sucia carne de mi reina Reina. Y los rostros que he visto detrás de las puertas se suman a la persecución. Y Diego, mudo por una vez, corre. Idalmis, penetrada por las sogas, corre. Mi madre, ibídem por dos tipos, ibídem. Mi madrastra y mi padre (es de madrugada) sin desacoplarse. El asesor político y Camagüey y Sancti Spíritus, muertos de risa, sobre UNA Jawa de Checoslovaquia, país que ni siquiera existe. El interior de la materia y sus volúmenes absurdos, el vacío dentro del vacío, 124
un manicomio pequeño que es un laberinto de gelatina. Mis zapatos (siempre me quedaron chicos). El traje verde con olor a vómito. La gelatina se contrae y el viento golpea mi cara. En el patio. La luz de la noche. Es ella. El ojo era su ojo. La diosa que no deja de correr y el humano que se agacha y toma una piedra. La diosa que sube sobre el muro (lleva faldas) y el humano que levanta su mano. La diosa que mira un momento, solo un momento, y ahora sí, es la piedra la que alcanza la velocidad del verso, la velocidad de la sangre, la velocidad de una patria por construirse. Entonces comprendo que todo era falso. Que debo regresar a mi cubículo o a la fiesta donde queman el cadáver de un cerdo, un semejante. La sombra nunca existió, aunque el sordo sonido sí, crack, la triste queja sí, la simulación de algo / alguien que se derrumba y suena del otro lado, del otro lado del muro, del muro que existe para que el laberinto exista para que yo exista y corra, ahora sí, o para que no existamos como la sombra que en la oscuridad, latiendo y ardiendo, se desangra. Corro.
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Segunda parte
Behemot (Túneles)
1.
Cita a ciegas
Está loco. Grito y mis gritos nadie o casi nadie los escucha. Revoloteamos a su alrededor en busca de libertad, de una salida. Él, sea lo que sea, nos ataca. Sus contornos irregulares crecen y se esfuman. Es un árbol muerto al que la ventolera hace creer (y nos hace creer) que vive, en tanto nos destroza con sus ramas, con sus brazos sin vida. Entramos aquí por equivocación. Nada es igual que antes pero de una forma en que realmente tiene valor pensarlo, decirlo, gritarlo. Aunque nadie te escuche: nada es igual que antes. Ahora es un error tras otro, un destripamiento tras otro. Hemos aprendido a comer lo que ni el menos estricto de nosotros pensó comer jamás. Las circunstancias y las mareas y el calor nocturno y los depredadores. A veces el Sur es el Norte y antes del amanecer buscamos nuestro refugio y un tropel de gritos y violencia nos espanta, nos diezma. Estábamos descaminados, no era nuestro refugio, huir en dirección contraria, ojalá resulte la dirección correcta. Nuestros chillidos rebotan más lentos en la Nada. A ratos no vuelven los ecos y nos toca volar dos veces ciegos, doblemente tristes, desamparados sin medida. No cupimos en la Casa Flotante Monstruosa del Fanático Número Uno. La lluvia y la inmunda emanación del mundo viejo ya podrido nos cerraron los ojos. Esa fue nuestra parte en 129
la fiesta. No queremos venganza, solo movernos de un lado al otro, encontrar un agujero en la pared que nos saque de la pesadilla. La pesadilla es un árbol muerto que la ventolera estremece y agita sus gajos para degollar murciélagos, degollarlos a todos, no me jodan. Y poner mis labios contra el chorro oscuro que salga de la garganta de esas sabandijas que a mi alrededor revolotean, de dónde habrán salido. (Eso, y que alguien me espera del otro lado. Su figura se acerca más. La siento crecer desde hace meses, a medida que Rebeca se hacía más simple. Sangre, miedo, alegría). Pensé despertar. No estaba dormido. Los mamíferos voladores (finalmente un poco de sentido común) vienen a mí para darme de beber. Algo crece afuera. Seguir moviendo el cuchillo. Meses afilando el cuchillo de mesa, el concreto áspero de la pared, el insomnio, no hagas tanto ruido, déjame dormir. Puta. El cansancio no existe, las palabras no existen. Las cucarachas y la guerra tampoco existen. ¿Puede ser correcto un mundo que surge o resurge a partir de un aguacero, de la pedrada fatal del hermano al hermano, de una luz que está antes que la luz misma? Dios decide equivocarse. Su error es método. Cuando no hay nada qué hacer ni adónde ir, lo que se haga y adonde se vaya es bueno. Zaz. Así, no me asusto si los murciélagos son Rebeca. Sábana a cuadros, desnuda, los senos, el vientre, la garganta un indivisible coágulo. 130
Quizás la sangre está en mis ojos y la humedad que la envuelve, ahora mismo, es otra. Cuando no hay nada qué hacer lo que se haga es bueno. Sea lo que sea eso que crece del otro lado de la pared me asusta mucho. Mover el cuchillo es mi respuesta. Aquí estaré hasta que recupere el control. Recuerdo haber regresado de algún lugar. Tengo hambre. Pregunto si hay algo de comer y los murciélagos se me enciman sin otro aviso. Yo intento defenderme. Tarde lo supe, trataban de hacer como los cuervos y Elías, esas cosas. Algo raspaba la puerta, algo contra lo que nada vale un cuchillo. ¿Sería un demonio, un cerdo, un arbusto? Era raro. El videojuego recomenzó, esta vez arañas grandes como grúas pequeñas, puercas gordas arañas como gordos sexos voraces de puercas mujeres gordas abriéndose para engullirte, es decir para engullirme. Seguí combatiendo hasta el amanecer. Olvidado del hambre y de una mujer que un día pudo llamarse Rebeca y que ahora, si no me equivoco, es un coágulo desnudo sobre la sábana a cuadros.
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2.
El rastro
Con la quijada de un asno (un montón, dos montones) con la quijada de un asno maté a mil hombres. Hoy, más repuesto, fui a predicarle a las gaviotas. Estuve horas limpiando la casa, arreglándolo todo, escuchando detrás de la puerta: nada. El mundo, con sus bolsos de saco (vacíos) y sus ojeras (llenas) caminando de prisa sin mirarme. En el Vertedero quise repartir tratados. Jesús es el camino, la verdad y la vida. Arrepentíos o pereceréis. Un buzo, ebrio, dijo que yo le estorbaba, que todos somos iguales, que me fuera para otro país (mencionó al país). Quiso atravesarme con su pincho. Lo golpeé dos, tres veces. La estaca (¿de dónde habrá salido?) se movía sola en mi mano, era increíble. Avancé hasta las gaviotas. Viéndome, coro de carcajadas. Las mujeres quisieron apedrearme a distancia. Les devolví el gesto con mejor suerte. Creo que entre ellas había niños o ratas que han aprendido a caminar erguidas. Parece que una piedra o un trozo de cerámica alcanzó mi mano. Faltaba el dedo meñique (se fue a paseo / sin permiso de anular), sin dolor, con mucha sangre. Cerca de las gaviotas vi un caballo muerto. Quise llorar y no pude. Terminé pateando con rabia su vientre hinchado. Cuando abrí el Antiguo Testamento ya no tenía ganas y sí dolor en el estómago y la cabeza hirviendo 132
por un sol cochino. Pero me salió el pasaje donde una mujer espanta las aves para que no picoteen los párpados de sus hijos ahorcados. Las frases brotaban de mí a una velocidad insólita hasta que me di cuenta que no eran palabras, sino graznidos, cacareos, cantos con el olor de barcos pútridos y marineros que se acoplan en los camarotes y cuando están en tierra se olvidan que lo han hecho. Algunas gaviotas echaron a volar. El resto se dividió en dos bandos, tranquilas cuanto les era posible, es decir no mucho. Nunca mencioné a San Francisco ni al lobo. Ese es nuestro error. Siempre partir de un hombre y un lobo y un tiempo que no existen y probablemente jamás hayan existido. «¡Crá! ¡Crá!», decía mi boca y la respuesta eran abucheos de las agnósticas y el silencio o el entusiasmo de las convertidas. «De aquí podré sacar algunas pentecostales. El resto, bautistas conservadoras, pura ceniza apagada», pensé. Las agnósticas me pidieron un milagro y caí en la trampa. «¡Crá! ¡Crá!» (¿Veis ese caballo muerto? ¡Volverá a la vida!, prometí). Ellas conocían el cuento futurista del Juicio Final, donde todos resucitaremos. No deseaban esperar tanto: ahora o nunca. El grupo de las incrédulas prosperó con algunas pentecostales renegadas. Le ordené al caballo que se pusiera en pie («¡LEVANTATE Y ANDA, COÑO !»). Las gaviotas, sin otro aviso, aletearon en mi cara tras mis ojos tristes, para comerlos de una vez.
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3.
El ojo negro, el ojo azul
El teléfono es un pedazo de carne. La víspera, una miríada de buzos olvidaba sus fronteras personales para unirse en mi contra. Fragmentos de cañería oxidada, machetones, perros hipócritas. Los niños y las mujeres armados, otra vez, con piedras. ¿Acaso piensan que no puedo pedir más de doce legiones de ángeles? La mierda de gaviotas ardía en mis ojos, las maldije en su idioma repulsivo y seguí corriendo, seguí corriendo. Un carnet de identidad, sobra de carteristas o indolencia de su dueño, estaba en mi mano. Un rectángulo azul con ribetes magenta. Las palabras humanas regresaron así, pum, nubes, cielo azul, caobas, montañas de escombros, vidrios detodosloscolores, polvo de amianto. De las potestades del aire arpías y de las potestades de la tierra manchas humanoides aproximándose, «¡Es un inspector, es un inspector, cógelo, Toqui!». Juan Carlos Hernández Brown sin dejar de correr. Mayo del 78 moviéndome entre los cardos santos de flores amarillas rellenas de granos como de mostaza. Un ojo negro, el otro ojo azul. Tóraxs pisoteados de muñecas con linfagioma de churre que, en los recién nacidos, de color rojo, los analfabetos llaman eclipses («en un cli», sic). Desagradables mandíbulas sobresalientes en la foto. Un camino de cemento hasta la garita de los trabajadores, una embajada en la cual asilarme. 134
Por suerte no tenía candado. Las gaviotas y las manchas humanoides entonan una rumba en honor a Darwin, machetes repiqueteando contra los tubos, el coro aéreo grazna invocaciones al panteón yoruba estrictamente semejantes a las de la música salsa, el rayo que no cesa. En la garita vi un saco de cal y lo traje a casa. Un milagro que estuviéramos allí, en la garita, el saco y yo. Acepté el milagro. Rebeca estaría en la universidad con su novio. A lo mejor se ha escapado con él, buen proveedor, felicidades. Llevaba tres días sin comer. Por lo menos. Una buena porción de carne roja al alcance de la mano era la más efectiva de las tentaciones. Yo no haría como los vegetarianos. Los vegetarianos se esconden para comer sus buenos filetes. Y jactarse después que no se alimentan de cadáveres, que no contribuyen a la desaparición de las especies, que no hay nada mejor que un plato de lentejas con pepinos. Yo comería esa carne si no encontrara algo más. Buscaría en la casa, a sabiendas del resultado de la búsqueda. Mis vecinos, sarta de comejenes, ni pensarlo. Me odian pero yo no los dio. Yo no odio a nadie. Ni siquiera a la cosa que desde hace días o noches o meses aumenta o disminuye de tamaño en la oscuridad mientras aguarda por mí. Tampoco a Rebeca, un mal recuerdo, amiga de un jefecillo de la universidad, quien le regala, casi a diario, paquetes de arroz, botellas de aceite, obscenas rodajas de jamonada, esa porquería de lechoncillos muertos y harina de sorgo. (Alumnos inquietos realizaron la filma135
ción, probablemente desde un celular, las carcajadas retenidas sacuden la imagen que va enfocándose. Pilas de fardos. Tanques azules y sucios. Una manta tendida en el suelo y una mujer blanca, demasiado blanca, con el pelo casi rojo, con una rodilla y las palmas de la mano sobre la manta, la otra rodilla levantada por acción del hombre que le empuja hasta la mitad su miembro –un miembro enorme, debería escribir. Close up al rostro de la mujer: concentración, cuarenta y tantos años, bastante atractiva (aunque su cuerpo está mucho mejor), algún innegable goce que no supera al fastidio. El sátiro babea y empalma a fondo y la mujer se queja, baja la pierna y él empalma más. Se escucha una frase sucia que no repetiré aquí textualmente (ella le pide al hombre que no permita que algo quede afuera o se vierta adentro) y el hombre ignora y no ignora su reclamo. Lo vi por azar en un NetCafé. Solo me costó un dólar y entrar a uno de los mil sitios que estaban disponibles, AnonymousNoAnonymous. Allí estaba a mi esposa gimiendo con un australopitecus a la zaga. Yo, sin que me temblara la mano, bebía mi café, la Cibermoza tocaba con sus uñas falsas (despreciable gesto omnicaracterístico de cada mujer que posee garras de acrílico) el cristal de mi casilla. Sonrisa cómplice: lo sabía todo –pero no sabía nada. Excepto las estériles imágenes en el monitor, y que mis quince minutos llegaban a su fin. No tuve ningún tipo de aprensión. Yo sabía que, además de ella, la de las uñas postizas, en algún lugar una o más 136
personas estaban viendo las mismas imágenes, y me estaban viendo. Igual el hambre me obligó a revisar la casa. En mi ausencia o en mi sueño o en mi lucha alguien la había vaciado. Quizás desde hace mucho estábamos en cero, sin plata por demás, excepto el pedazo de carne sobre la estúpida mesa de caoba que nos obsequiaron nuestros vecinos en mejores épocas. Quiere decir que Rebeca no ha vuelto. Que aún es esa imagen, ese patético lugar común: mujer fornica por víveres. (Pudiera creer que es solo por víveres si no hablara dormida). Rebeca debe ser la única que se masturba cuando duerme, la mano que estruja con brutalidad la orquídea. El sexo de Rebeca es asombroso, labios mayores pequeños, ¡apenas tiene pubis!, junto a los cuales resbalan dos dulces pétalos enormes y soñados que se abren como un cuaderno perfectamente simétrico. El orgasmo real. No despierta. No duermo. Algunas moscas sobrevuelan la casa. Intento leer para olvidar el hambre y lo demás. Se desnudó de sus vestidos de viudez, se bañó toda, se ungió con perfumes exquisitos, se compuso la cabellera poniéndose una cinta, y se vistió los vestidos que vestía cuando era feliz, en vida de su marido Manasés. Se calzó las sandalias, se puso los collares, brazaletes y anillos, sus pendientes y todas sus joyas, y realzó su hermosura cuanto pudo, con ánimo de seducir los ojos de todos los hombres que la viesen. Avanzó, después, hasta la columna del lecho que estaba junto a la cabeza de Holofernes, tomó de allí su 137
cimitarra, y acercándose al camastro, agarró la cabeza del suscripto por los cabellos y dijo: «¡Dame fortaleza, Dios de Israel, en este momento!» Y, con todas sus fuerzas, le descargó dos golpes sobre el cuello y le cortó la cholla. Desnuda baila delante de mí y el indecoroso volumen de sus partes íntimas que ahora no lo son contrasta con la finura de su cuello, la pequeñez de su cara, la cabeza sangrante que cuelga de su mano de niña enferma. Holofernes, excitado y ebrio, ignora lo que ha sucedido. Piensa que se trata de un juego judío, estas hebreas, quién lo duda, se las traen con sus mañas, y estira la lengua hasta el simpático hoyuelo que corona la hendidura vertical de Judith, la que se deja hacer, la muy escrófula. Las comidas que más desprecio, las que estructuran los peores ultrajes de mal proveedor que le hago padecer a Rebeca, son las que vienen a tentarme. En su orden: sopa de arroz con (solo) especias. Arroz «amarillo». Harina de maíz con leche (esa baba). Arroz blanco y huevos fritos, la muerte blanca y amarilla. Moros y cristianos solos en el campo de batalla, sin las carnicerías que protagonizaron y han seguido protagonizando ambas facciones a través de los siglos. Imaginé pescado descompuesto y se me hizo la boca un lago. Imaginé puñados de manteca cuajada. Dulces en un almíbar tan dulce que hiriera la garganta. Imaginé casabe con nata de leche y pura sal. Recordé o releí este pasaje: «Cuando alguien ofrecía un sacrificio, llegaba un criado del sacerdote con un tenedor 138
en la mano, y mientras la carne estaba cocinándose metía el tenedor en la olla, en el caldero o en la cazuela, y todo lo que sacaba era para el sacerdote. Además, antes que quemaran la grasa en el altar llegaba el criado y decía: Dame carne para asarle al sacerdote, porque no te va a aceptar la carne ya cocida, sino cruda». (Una mano, la sombra de una mano escribe en la pared ODIO . Yo susurro amor. La mano escribe entonces MIERDA y respondo luz. La mano labra en el concreto BASTA y yo pienso en otra cosa. En mi hambre. En que me sangran las encías y seguro deslumbré a la Cibermoza de las uñas plásticas con mi sonrisa roja. En que podría eyacular ahora mismo si Rebeca estuviera de cuerpo presente, nunca antes la expresión valió tanto. En el miedo a que volvieran los volátiles espléndidos sin vista y las arañas viscosas y cerdas en celo o cerdas recién paridas continuaran su banquete de bebés, su banquete de comer bebés recién nacidos). El pedazo de carne empezó a sonar. Hambre. La palabra más fea en lenguaje humano, hunger, faim, dèsir ardent, fame, brama, ardente, desiderio. Traición es un vocablo sólido, la punta de una lanza que entra bajo tu omóplato izquierdo. Por algunas de mis Biblias (Thomson temática, de Jerusalén anotada) puedo obtener cuarenta dólares o más. Me opongo. Es preferible que los murciélagos vuelvan –aunque sospecho que no lo harán. Tengo otros libros. Paradiso, que nunca leí. Cecilia Valdés, que sí he leído. 139
Cien años de soledad, que no. La vorágine, que sí. La Divina Comedia, no. Las grandes expectativas, sí. Se pueden vender en la ciudad a precio de chatarra (para que los revendan a precio de oro). Para llegar a ella necesito dinero. Siempre / se necesita / dinero / para llegar / a ella. Después estuve sobre el colchón. La carne, en mi estómago, había dejado de tentarme, de sonar. Satisfecho. Antes, fui a ver en el espejo si mis encías sangraban aún. Grité, creo. Desagradables mandíbulas sobresalientes. El futuro cadáver Juan Carlos Hernández Brown, nacido en mayo del setenta y ocho, me miraba desde el espejo con un ojo negro y otro ojo azul.
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4.
Noticias
Hoy no me he sentido bien. Detrás de la puerta, descubrí un montón de periódicos. Han seguido llegando fieles, exactos, incomestibles. Claro que no tengo hambre. Mucha sed, sí. Algunos pomos plásticos tenían agua. Hay que conseguirla con los vecinos. De eso se encarga Rebeca, quien no ha roto relaciones con las carcomas. Rebeca la Santa. Oírla hablando por teléfono: una voz de niña de seis años. Según he podido comprobar, las mujeres tienen una voz extra para hablar por teléfono. Hasta ríen distinto. No tengo agua. Moscas. Intento contarlas y llego hasta veintiocho. Aunque cuente dos veces la misma, es igual. Pasan de veintiocho, lo sé. Probablemente haya doscientas o trescientas. O mil. Hacen sus eses en el aire y sus heces sobre el colchón. Sobre la bombilla de sesenta watts, única en el mundo. Sobre la esquina del librero donde descansan los libros, cinco o seis, que no admiten negocio. Algunas intentan descender sobre mi cuerpo y las humillo con el más ferviente de los aplausos y luego sus tripas van a parar al forro del colchón, cerca de sus cagadas invisibles por ahora. Por raro que parezca tengo frío y antes de cubrirme con los periódicos les echo un vistazo. Noticias de la semana: Siguen los naufragios. Balsa con destino a Rusia vuelve a hundirse. 141
36 ahogados. Algunos menores. Bandera a media asta. Crece el azote de adolescentes apuñaladores de mendigos. Afirman padres de los detenidos que se trata de buenos muchachos, vean sus notas, sus cargos en el colectivo. Vida probable en Omega 999, a un billón de años luz, distancia en aumento. Se explica que el universo está en expansión, que descendemos del mono, etc. Atentado contra April Zendaya, bisnieta de mexicanos, presidenta de USA . Un individuo le arroja bananas. Antes que el Servicio de Seguridad reaccione la propia mandataria neutraliza al agresor. La foto muestra dos ojos despavoridos ensartados en la estilográfica de Miss April. Cuarta nominación al Nobel de la Paz por este gesto que reivindica etc.
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5.
Chatarra
Mis compañeros (y compañeras) bocarriba son costillares góticos y manos pintadas por Dalí y mandíbulas por Modigliani o Gattorno de gente goyesca despedazada por el alcohol, con el inevitable barniz ceniza en el nacimiento del pelo, los dedos tocando la guitarra invisible del maestro Parkinson y la cara, sucia como pies de pescador, del plomo que la leche o las hojas de calabaza no logran neutralizar en los brebajes derivados del alcohol de tienda que a diario toman, los únicos asequibles, pero tampoco baratos (el alcohol de la bodega, a trasmano, diez pesos la botella de setecientos mililitros. Luego se pide o roba la leche, un limón, un trapo, a bebeeeeer). Semanas sin alimentarse aturdiéndose unos a otros con sus títulos universitarios, sus publicaciones, su participación en guerras, lo importantes que fueron y que pueden volver a ser si lo desearan, no quieren, aquí se está mejor, aquí, en la casa sin puertas (las han vendido), sentados en la tierra (vendieron las sillas, los mosaicos), sin nadie que moleste (cliché inevitable: la esposa se fue con un chofer, un buen hombre, un hijo de puta). Cada cierto tiempo se revienta una úlcera o se necrosa gran parte del hígado o se laceran las tripas y hay que abrirlos en canal y ahí aprovechamos a tomar sopita, a descansar un poco, hasta que no resistimos más el síndrome 143
de abstinencia (las seños se niegan a darnos un poquitico así de ese sabroso desinfectante en que mojan algodones para torturarnos), psiquiatras pajizos nos trabajan para que lloremos y les prometamos sumarnos a la campaña antivectorial anti aedes aegypti, ¡nos darán uniforme!, ¡manejaremos una mochila de propulsión a chorro!, ¡nos darán limonada los amables residentes de la ciudad y barrios aledaños!, y alguna muchacha, ¡nadie sabe!. Alejarnos de la mala vida, la adolescencia retardada cuya manifestación primordial es la rebeldía sin causa, ¿a quién le hacemos daño? A nosotros mismos. Y a nuestra madrecita que teje una media en la ventana, el plato de arroz y huevos fritos sobre la mesa, esperando a la luz de la vela que el hijo regrese. (Ya murió esa bruja manipuladora). Se lo prometemos, doctor. Se van felices comemierdas ignorando que mentimos y que esa sobriedad que él promete ya fue nuestro pan (demonium) y que es peor que la peor de las borracheras, peor que tres kilómetros de informes y mil millas de consejillos; peor que golpear a tu hija porque llora; peor que el arroz con huevos fritos y que el tabaco verde; peor que empujar al niño de tres años que se subió al escaparate obsesionado con la tableta electrónica –cayó primero empujada por la torpeza del niño, qué fue eso, ah so maricón vejigo asqueroso, la rompiste, coge lo tuyo. Peor que el alcohol de madera, ese fantasma querido. Las mujeres son peores. Nunca se callan. Nunca dejan de mencionar miembros masculinos 144
grandes y dolorosos, rico papi, ellas sí saben qué hacer con una estaca de verdad y no estas tortilleritas de hoy, uñas postizas, perfumitos, que no singan y cuando lo hacen es por dinero. «Esa es la madre de Chatarra», me dice el de al lado, como si yo estuviera despierto y el tal Chatarra fuera una estrella del pop. «Le da pabellón al hijo». Algunos no pueden hablar. Parecen hidras con tubos saliéndole de la boca, la nariz, el vientre. O le han practicado traqueotomías y dudan si podrán ahorcarse o no, el aire va hasta sus pulmones por el agujero en donde una vez (ayer) estuvo la nuez de Adán o el talón de Aquiles o las trompas de Eustaquio. Quedarán colgados en la guásima hasta que su cuerpo encartonado se disuelva en el aire, cuestión de siglos. Otros gritan que vieron una cucaracha y la enfermera (oh Dios) se apresura a explicarle cómo proceden los delirios posalcohólicos. Habla dulcemente mirándolo a los ojos rascándose un pezón abriendo una caja niquelada hundiendo la aguja de la jeringa en el suero, empuja, entiendes mi amor, y sin cambiar la vista revienta la cucaracha imaginaria y sin saberlo ejecuta un paso de baile, un movimiento extractor de semen, un giro delicado que provoca hoyuelos en sus muslos descubiertos por unas medias que simulan redes en las que quedara inmóvil la más jugosa de las sirenas: ella. Yo estoy dormido. Un sueño que me permite verlo y oírlo todo. El blúmer de la enfermera es a rayas, muy elástico, hace sobresalir los muslos 145
y las nalgas y ciñe un sexo que presupongo adorable y muy visitado. Este tipo de ropa interior tan «interactivo» debe mantener excitadas a sus dueñas. La enfermera sabe que estoy dormido. Fustiga con el índice la manguera de mi suero, estudia mi cuerpo (un cuerpo hermoso de cuarentidós años) y se va. Resbala sicalíptica por el pasillo. Sin detenerse le grita a alguien: Voy un momentico a Quemados. Sé a lo que va. Tengo una erección. Estoy en un hospital. Los borrachos sobrios discuten sobre el diferendo La escasez nacional de leche / y la clara de huevo o borra de café para colar alcohol. Las borrachas piden una pinga a gritos, una más bien enorme, como la calzada de Jesús del Monte. «Un cangre de yuca». En un buró metálico a mi cabecera resplandece la Biblia. Más abajo, menos resplandecientes, más escandalosos, semejantes a no sé qué cosa, cuelgan los periódicos del día. Enfoco el más azul y competente de mis ojos y leo antes de rendirme: Se puso en medio del camino. Segura, elegante, seductora, ochentista del XX . Pero estábamos en el XXI . Ni el licenciado Julio, ni el Ingeniero Juan (es decir, nosotros) íbamos a parar nuestros caballos por una vieja fea, equivocada y ridícula, un personaje de «Sol de batey». Entonces pasó lo que pasó. Y cuando llegamos al río, lavamos las herraduras de nuestros hermosos caballos. 146
6.
Amanecer en el trópico
Llevo horas pensando en el blúmer a rayas de la enfermera. No hay misterio que supere al de la belleza femenina. A diario se ve un montón de mujeres frente a las cuales Helena de Troya, Marilyn Monroe y Michelle Pfeifer joven se deprimirían. Y por diez dólares puedes disponer de ellas una hora. O por cinco libras de arroz y un litro de aceite y un trozo de mortadela puede ser tu amante. El asunto es tener los dólares o la mortadela. O si no, morir o bailar con la más fea, que también las hay. Las feas son mejores pero nadie quiere las mejores. Uno no tiene sexo con un valor abstracto como la fidelidad y su cara de pescado. A mi insomnio lo ayuda el insomnio de mis compañeros, que sin emborracharse no podrían ni podrán dormir. Ella volvió de Quemados, los ojos encendidos, el broche mal puesto. La mitad de estos pacientes irá al manicomio y la otra mitad al cementerio. Si demoran mucho aquí empezarán a ver escolopendras de dos metros que caminan verticales, y conversarán con sus hermanitos muertos en un tono donde el nivel de realidad es indiscutible. A algunos no se les cerrarán las heridas, no regenerarán sus hígados, las bacterias que llevan dentro desde hace mucho se harán fuertes y los mandarán a paseo. Yo ni lo uno ni lo otro. En quince días a lo sumo tendré mi Biblia bajo el brazo, me divor147
ciaré legalmente de Rebeca, seré un agente libre al servicio del Cielo. En Latinoamérica el concepto de fracasado es distinto al de Norteamérica. Se puede tener un mal trabajo o no tener trabajo; tu esposa puede abandonarte; puedes incluso morir y a nadie se le ocurre pensar que eres un perdedor. Los árboles nacen donde se les da, y yo he visto árboles muertos que siguen en el mismo punto hace cuarenta años, más, y todo gira en torno a ellos. Y he visto árboles vivos trasplantados a sitios mejores, y morir. Nota mental: Dios funciona de manera distinta en Las Tunas y en Nueva York; en Tegucigalpa y en cualquiera de lo que una vez fueron las Trece Colonias y hoy son los cincuentiún estados, qué se le va a hacer. De un extremo de la sala me llegan las risitas cómplices de la enfermera. Seguro narra su reciente aventura, la enorme picha del joven residente venciendo la resistencia del rayado blúmer, los tres orgasmos que tuvo así no más. Y a propósito (hablando con la otra enfermera): ¿Te has fijado en el cuerpo del paciente de la cama seis, ese mismo, el que se tragó el teléfono? Qué desperdicio. Carcajadas. Una ola de mosquitos penetra por las persianas: está amaneciendo.
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7.
Las horas muertas
Dormí durante la inspección de los médicos, el cambio de guardia, el desayuno. Ahora está a cargo una enfermera de edad y bigotes indefinibles, de acuerdo a su carácter, antigua trabajadora de penales o gastronomía. Pido un vaso de agua y Bigotes pregunta dónde está mi acompañante. Eso quisiera saber yo. O tal vez ya no me importe. Solo necesito un vaso de agua. En lugar de eso, la enfermera que comparte el turno junto a Bigotes (también es oscura y vieja como la cicatriz de un machetazo en juventud), amplía la frecuencia de gotas, olvida las pompas de aire en el líquido, remueve la aguja en mi vena para que duela o para comprobar si está bien conectada. Hay una cama vacía. No logro recordar los rasgos de su antiguo ocupante. Por la hora en que se fue, el tipo no se iba al manicomio. Madre Chatarra discute con Bigotes por la calidad y cantidad del pan y la leche en el desayuno (Tópico: «que lo hacen así para robárselos convertido en sancocho»), y Bigotes replica que no está en un hotel, que esto es gratis, a lo que Madre Chatarra refuta Prefiero que me cobren, a ver si ibas a encontrar trabajo. ¿Y la mamá invasiva de Juan Carlos Hernández Brown (cierra la muralla) dónde se encuentra? ¿Y el hermano (abre la muralla)? Quién sabe. Antes que Cicatriz se marche, puente de plata, le pido me alcance la 149
Biblia, mi invencible Reina Valera, revisión del 60. (Curioso: cada fragmento que elijo al azar lo sé de memoria. Sin embargo, cuando cierro la Biblia y trato de recordar no paso de la primera palabra. Ocurre lo mismo con las canciones que cantamos mientras las oímos, pero que olvidamos no más se acaban o se va la electricidad). Definitivamente, Bigotes ha trabajado en gastronomía. Van a ser las doce y aún no me trae el vaso de agua. Algunos de mis compañeros han intentado escaparse y ahora esperan un transporte que los llevará al manicomio. Cicatriz me alcanza unos periódicos y leo: «Soy una mujer muy seria. Aunque me pase no uno ni dos…, aunque me pase diez años lejos de mi marido puedo comportarme como si estuviera aquí. Es verdad que se extraña y de vez en cuando hay que despejar o si no te vuelves loca. Pero hasta ahí. ¿Cómo fue? Los muchachos organizaron una actividad. Recuerdo que era sábado. Picaron un cake, asaron carne, había mucha cerveza, mucha. Nadie se propasó. Con la cerveza sí. A todos se nos fue la mano, estábamos como en familia, cuando uno está lejos es así. Me da pena decirlo pero me emborraché. Bailé, me reí, no pensé en nada. Nunca antes me había pasado, que yo recuerde. Algunas de mis amigas se empezaron a relajar, sin caer en nada malo y decidí irme. No se lo dije a nadie para no aguar la fiesta, total, no era tan lejos ni tan tarde. Él, muy respetuoso, se ofreció. Creo que me dormí en el carro porque 150
cuando llegamos ya no me podía ni levantar. Así que fue conmigo hasta el cuarto, me dejó en la cama y se fue. Pero enseguida volvió y se me tiró encima, besándome el cuello, tocándome duro por todas partes. Intentó quitarme la ropa interior. Yo apenas podía defenderme. Aún así hice lo que pude. Después no sé lo que pasó, usted sabe. Seguía encima de mí y parece que por los tragos se demoró muchísimo. En esos países es así: en cualquier rincón… detrás de cualquier puerta sale una gente con su celular que te filma y después sube el video a las redes sociales. Mi esposo vio el video y me hizo regresar enseguida. Estaba enfurecido y avergonzado. Al final entendió. No es difícil darse cuenta que lo que hago es quejarme, protegerme, y que si al final no me defiendo más es porque estoy muy cansada. Que los gemidos eran de dolor y no de otra cosa, usted sabe a lo que me refiero».
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8.
Las manos de Nadia
Otra noche miserable, repleta de sed, insomnio, pedos y diálogos disparatados de mis vecinos. La súplica una y otra vez por el vaso de agua que jamás llegó, el amanecer huyendo igual que un niño asustado, un pomo de suero tras otro, la distracción en que se convertían y convierten cada una de mis oraciones a lo Alto. Finalmente Bigotes me explicó lo de mi estómago. Hay que ver cómo trabajan los antibióticos, es una herida muy grande además de varias lesiones, la peritonitis no me llevó de milagro, el suero me rehidrata lo suficiente, con este algodón mójese los labios y tenga paciencia, en tres días podré tomar agua y quién sabe hasta sopa, dónde están mi madre o mi mujer, en casos así se requiere un acompañante, etc. Lo peor que tienen mis colegas de cuarto, peor incluso que la abstención alcohólica, es que no pueden fumar ni moverse a los balcones, fumaderos clásicos donde familiares, pacientes y médicos se envenenan a placer. Bigotes repite que no son niños, que aguanten, que ella no le va a recoger las tripas del piso cuando los puntos se les vayan, que se mueran si quieren, que se desangren, pero no en su turno. –Es tan mala que no aceptó trabajar en otro país. Dijo que enfermos es lo que sobran en este hospital, para qué ir más lejos. A nadie le gustó que hablara así. Allá ella. 152
Cambio de turno. El agua es dulce y huele a agua de colonia. Las manos de Nadia también son dulces aunque no las he probado. Hoy trae blúmer naranja, y cuando la vi entrar por el pasillo me descompuse y lloré como un estúpido. Madre Chatarra y los demás aplaudieron. Bigotes se dio cuenta de todo y bajo su máscara de odio pude ver el dolor. Cicatriz no se dio cuenta de nada y también aplaudió, la pobre, la boba. –Lo que no te mata, te cura. Pero nada más un vasito, papi. También fue a geriatría y trajo una silla de ruedas. De uno en uno todos han ido a fumar al balcón, sacando cigarrillos de Dios sabe dónde, o pidiéndolos y punto, la solidaridad en los hospitales es de leyenda, solo superable por la de las funerarias.
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9.
La vuelta al bosque
En este bosquecillo se está realmente bien. Hay árboles sin frutas cubiertos de polvo. Nidos que deben ser nidos de ratas. Montones de basura. Escaparme (otra vez, y siempre), encontrar un carro con la llave puesta, recorrer la ciudad y las afueras de la ciudad hasta que el combustible se agotara o la policía me detuviera (no me detuvo), quedarme varado a pocos metros de un bosque desconocido, sentir que todo es igual, que estoy empezando (otra vez y siempre) fueron la misma cosa. Por suerte, en el maletero había bolsas de pan y botellas de agua. Falso. Es un Pontiac o un Chevrolet o un Cadillac destartalado y con motor de petróleo, un buen carro aún. Por suerte, el cambio de velocidades no estaba en un costado del timón. Por suerte no atropellé a nadie y la Biblia y un montón de periódicos están conmigo. En el asiento de atrás hay mucha sangre y dos botellas de vodka sin abrir. ¿Podré encontrarla? ¿En qué parte de la ciudad o del país o del mundo se esconde, si es que se esconde? Lo mejor será ir a por agua. El carro está bien oculto entre la hierba de Guinea. Eso: lavarme las manos que por alguna razón están embarradas de sangre. Claro que pueden ser los sueros intravenosos, 154
la velocidad con que me los arranqué mientras Madre Chatarra hacía lo suyo. Traer las cosas del carro, abrir un cerco bajo los espinos, tender periódicos, vaciar el vodka sobre la tierra, buscar agua. El viento trae o aleja un ladrido de perros y un canto de gallos, solo que no sé de qué punto cardinal provienen. Caminaré hacia cualquier lado tanto como sea posible antes de extraviarme, luego hacia otro punto, así hasta que dé con algo, una pista, una revelación. Moisés en la montaña, Jonás bajo el ricino, Juan Carlos en el marabuzal. En tres días saldré de aquí. En tres días sabré dónde estoy y dónde está ella. Espinos secos a modo de puerta, no sea que los perros me hagan la visita. Agua.
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10.
Sangre
No hay pájaros y el frío que hace es de muerte. El sol ha salido por el norte. De las ramas gotea una tinta asquerosa, sangre menstrual, más menos. Me lavé las manos con vodka (lo probé: es horrible: fuego bajando por la garganta: fin de la sed, del hambre, del dolor: ahora entiendo muchas cosas que antes no entendía: no he vertido el vodka). Ayer anduve por lo menos diez kilómetros. Encontré un viejo ramal de ferrocarril cortado en seco, una escena paranormal. La debilidad me hizo volver a tiempo. Seguro los pájaros han emigrado a la ciudad, donde hay más insectos y agua. De sobra. Si es que hubo pájaros alguna vez. Antes o después estuve pensando en Nadia, la enfermera. Parecía un sueño, quizás estaba dormido, pero no era un sueño. Eran palabras sin imágenes. Palabras: vulva, cabeza. La cabeza metida en la vulva. Las paredes de la vagina llenas de amables tentáculos pequeños que me acarician los labios y la nariz. No. No es la película dentro de la película de Almodóvar. Tengo mi cabeza dentro de Nadia tamaño natural (mi cabeza, su vagina). Ella llora y a mí me falta el aire. Era de noche y mis vecinos, milagrosamente sedados, dormían. «Eres la Sulamita», me atreví a decirle cuando salí a la superficie en busca de oxígeno, y no entendió. Hablé de sus nalgas, de sus pechos. «Miel y leche hay debajo de tu lengua». 156
«¿Leche?». Carcajadas. Yo quería llorar. Mi carne saliendo del pijama sin cierre: vengámonos. «No, querido: te infectarías». No sé qué asunto es ese del orgasmo infeccioso. Responderle que todo saldrá bien. Ella insiste: los puntos, con el esfuerzo final, pueden soltarse. Una terrible complicación: sangre, bacterias, muerte. «Bueno, a dormir», me dice. Pero no se mueve. Vacila. «Si me voy tendré que amarrarte las manos. Y amarrármelas». Se desabotona completamente la bata y se quita el blúmer anaranjado, lo guarda en un bolsillo. Arrastra alguna cosa que hace un ruido pequeño e infernal. Sube en el aire, mira mi mástil que posee en la oscuridad el mismo brillo anaranjado de su blúmer, mira la futura cicatriz, máximo acceso, desde la pelvis hasta el tórax, pasa (el acto es de una sicalipsis grotesca) un muslo fugaz sobre mi cara, está muy húmeda y caliente, no huele a orina, no huele a nada (: sal, moluscos, esas aburridas y puntuales comparaciones). Mientras cabalga sin cuidarse de mi herida volvemos al principio y mi cabeza desaparece en su odiosa perfección. Mi pene, antes erecto, se eclipsa. Aunque no puedo hablar, sisea ordenándome silencio y llora cada vez más alto y quién sabe si algo así ocurrió. O si algo así ocurrió: el tipo que entra. Es una caricatura temblorosa. Lleva un pulóver del Real Madrid muy sucio, un pantalón deportivo, barba. En la distancia veo su boca grande llena de dientes sucios. 157
La mugre de sus dientes debe tener la misma edad que su barba. Y el sucio pulóver del Real Madrid y su estúpido pantalón con rayas laterales no logran ocultar el machete. Un poco antes fue la visita de los muchachos. Tres. Nada inusual en los hospitales y las funerarias. Chicos de pronto obsesionados con la subcultura evangélica. Una tribu más dentro de las zonzas tribus de vampiros y hombres lobos y quiméricos asexuados inimaginables en un país sin altos índices de industrialización (y urbanidad), que pasan por feroces y se desmayan al escuchar la explosión de un tubo de escape o cuando una araña cae en su (cuidadísimo) cabello manga (y mongo). Los de la tribu evangélica reparten tratados Tu mejor amigo. No quieren volver atrás, las drogas, el sexo vacío, la violencia, y lo repiten tanto que. Yo también lo he repetido tanto que. Todo común, excepto la muchacha. Pensé: esto se trata de un error. Los murciélagos revoloteando en torno a mí y las gaviotas desobedientes y Rebeca desaparecida y el monstruo creciendo en la oscuridad detrás de la pared ya no estaban detrás de la pared sino frente a mí diciendo Soy Indira, Jesús te ama. El hombre del Real Madrid aulló ¡¡¡NADIA !!! y, por supuesto, sacó el machete. Indira se sentó en mi cama, seguí cuanto pude el nacimiento de sus muslos y la separación de sus muslos y aquello entre sus muslos que vencía la presión de la falda y empecé a llorar. 158
El grito estremecedor de Nadia. Mis compañeros de cubículo levantando la cabeza, último movimiento antes del estupor, los tratados que no hace mucho, antes de irse, les entregaran los amigos de Indira, quien también se ha ido, quemándose entre sus dedos. Madre Chatarra resbalando muy lentamente desde el colchón, el tipo ¡¡¡NADIA, TE LO DIJE, COÑO !!!, un frasco de vidrio que se rompe, una figura muy pequeña que se interpone entre Nadia y el barbudo, «Qué pinga te pasa», «Quítese, señora», «No me quito ni pinga, suelta ese machete y no te compliques la vida», el brutal empujón que hace de Madre Chatarra primero un artículo muy liviano en el aire y después un reptil en cámara rápida arrastrándose por el piso, aferrándose a la pierna del hombre, rasgándole el pantalón con el vidrio, «Maricón, maricón», voces que vienen desde afuera, «¿Dónde es?», «¡En la E-4!», cuatro reclutas que entran corriendo, Nadia se ha hecho pis encima, un doctor obeso aferra el machete por el filo, los reclutas disponen del hombre, las manos ensangrentadas del doctor quieren reanimar a Madre Chatarra al parecer en vano, la confusión es surrealista y yo escapo entre la multitud que, pese a los esfuerzos de los reclutas y un policía que ha llegado, arranca jirones de piel y de un pulóver sucio con la enseña del Real Madrid.
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11.
La tierra baldía
La soledad es dulce. La soledad, sin Indira, es obligatoria. La soledad es un invento, más alevoso que el de la compañía. Ni muerto se está solo. Ni acompañado se está acompañado. Ese fue el fragmento que perdimos, la parte de nosotros que se quedó en el Edén. Así creemos encontrarlo en cada cosa. Un televisor, un perro, un libro. Y nunca lo encontramos en nada. Por eso di vueltas y vueltas por calles desconocidas en un carro desconocido detrás de una persona que no conozco, Indira. Por eso me fugué del hospital sobre un surco de sangre y llegué a este bosque, especie de basurero surrealista, uno de los menos felices sueños de Dios, acompañado por un charco de sangre y una lluvia de sangre y el recuerdo de Indira. El hambre y la sed le han hecho bien a mi herida. No me duele tanto, pero la garganta me empieza a quemar. Es un fuego que solo apago con el fuego del vodka. El gallo no ha dejado su trova. En muy contadas ocasiones el perro lo acompaña, le responde. Veintiséis años sin llover (lluvia, no esta savia sanguinolenta, esta viscosa transpiración) es mucho tiempo. ¿En realidad hace veintiséis años que no llueve? Sí, seguro. ¿Y por qué los árboles y nosotros existimos aún? Ah no sé. Si no llueve mañana, ca160
minaré cinco kilómetros en dirección contraria. Debo salir de aquí, devolverme cuanto antes a la ciudad, donde sí llueve, encontrar a Indira. Ahora descubro cuán poco me importa Rebeca. Los dúos comenzados en el Edén tuvieron un mal precedente, maldición contra maldición, pura mierda. Claro: tampoco tendría derecho a ser mejor. Eso también es una mentira, que algo sea mejor no más porque sea desigual. El amor: puah. El desamor: puah. El gallo que canta y el perro que le responde y mi sed y el vodka: puah, puah, puah. En la estación del ferrocarril (destilaba brea y un pertinaz olor a hierro y a un tiempo perdido para siempre) encontré un teléfono de manivela en perfectas condiciones. Es raro encontrar cosas que hayan podido ser robadas. Muy raro. Lástima que las pilas no sirvieran. De todas formas, cuando puse el auricular en mi oreja, creí escuchar voces, aullidos, cánticos de aves de corral. Hubiera podido quedarme allí, pero el olor a brea y la sed eran demasiado fuertes. El perpetrador del brutal hecho, Eduardo Saúl Arias, de 23 años, fue detenido horas después por efectivos de la policía local de Porto Azul.
Los periódicos, es sabido, no sirven para luchar contra el frío. He puesto algunos a manera de techo. Cómodamente leo. …única sobreviviente, Clara, 16 años, sobrina del criminal, asegura que este siempre estuvo enamorado de ella, aunque jamás ejerciera presión de ningún tipo. «Lo peor que hacía era espiarme en el baño pero a decir verdad
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nunca me molestó demasiado», afirmó la entrevistada a esta fuente. La doctora Idalmis Benítez, especialista en psiquiatría, asegura que Eduardo Saúl posee un cuadro clínico de esquizofrenia múltiple, agravada por el hecho de una brusca suspensión del tratamiento medicamentoso. Esto dio al traste con un estado de enajenación y diversas alucinaciones que lo llevaron a cometer el acto sangriento. Los tribunales descartan la opción de someterlo a juicio. De más está describir la consternación que embarga a la ciudadanía, abrumada por la magnitud de los hechos.
La sangre sigue goteando desde los árboles sobre los periódicos. Es una mancha que no deja de crecer. EDUARDO, EL CARNICERO DE PORTO AZUL En horas de la madrugada de ayer, en las cercanías del Fuerte de Porto Azul, los vecinos despertaron…
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12.
Versus
Al revés. Contrario. Versus. La antípoda (del Norte, de mis cuarenta años, de Rebeca y el Monstruo que ojalá no me siga hasta aquí, hasta mí). Dejarse caer por la pendiente. Que la meta sea el fondo, no la cima. Hacer que funcione. Debe funcionar ¿no? Sucumbir a la interpretación de las sirenas, a la interpretación del gallo, a la interpretación del perro. Los libros y la urbe y las horas muertas y la acidez y el sexo que DE TODAS FORMAS hay que pagarlo, JAMÁS es gratis. Darse vuelta. Dar la espalda. Navegar hacia el Oeste necesario es. Adiós a las armas, adiós a las almas, adiós a ambas. Lo que digo: si lo que buscas no está donde buscas, búscalo en otro lugar. Demasiado fácil para que alguien lo entienda. Sed (vodka). Retraerse. Traicionar. Maldecir la profecía, matar a tu padre, casarte con tu madre, arrancarte los ojos. Sed (vodka). ¿Por qué tanto miedo y odio (es decir, anhelo), tanto énfasis con el alcohol? El primer milagro del Maestro. ¿Cuál fue el primer milagro del Maestro en las bodas de Caná de Galilea? En el libro de los Jueces leemos: «La vid les dijo que no, pues para ser rey de los árboles tendría que dejar de dar su vino, el cual sirve para alegrar tanto a los hombres como a Dios». Talmente. Sic. Dixit est. Y ya que no sé a dónde voy, no puedo considerarme perdido. 163
[Hasta aquí, piensa Juan Carlos, si a cada una de estas escenas se le coloca un fondo de risas grabadas, será un show humorístico. La más verosímil película o situación de horror, con risas grabadas, se convierte en un fragmento de comedia, hagan el experimento]. Mi trayectoria es dictada por los escasos espacios libres que deja el marabú. Esto es la tierra baldía, el llano en llamas, la abominación desoladora de la que habló el profeta Daniel –el que lea, entienda. No es fácil creer que un mundo, dígase un lenguaje así, exista. La televisión nos ha inventado una realidad en la que todo es supermarkets y edificios y avenidas y hoteles. La literatura apesta a ciudad y a ilusoria marginalia urbanoide. La mitad de los libros que conozco empollan a La Habana y Nueva York y París como huevos predestinados al sucess. Neón y sexo. Rock y satanismo light. Tatuajes y superficialidad en abundancia. El bosque me utiliza como signo, soy una letra de su odio y su asco, se entiende. Y dentro de esta otra mancha verde y sucia y meticulosamente indudable hay manchas más pequeñas y peripatéticas que llamaremos gente. Un tinglado caricaturesco y marionetas imbéciles que no dan para un cuento, una telenovela, un corto de ficción. Entonces es falso que los espinos se entierren…, se encarnen en mis brazos y rompan mi pantalón. Y que haya casitas de paredes y techos de palmeras y personas que defecan en agujeros cavados muy cerca de los pozos y perros que 164
rascan sus orejas a pocos centímetros de la mesa donde los dueños felices mastican con sus pocos dientes pocos plátanos nuevos mal hervidos y acaso una tortilla y nada más, acaso algo más. Mentira son también esas matas de yuca o maíz profundamente enfermas que a ratos clarean en los cada vez más habituales claros de este poema que es posible porque es imposible.
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13.
Gisela
La idea hubiera sido encontrar agua y una provisión estable de frutas o pescado y quedarme solo, sin más lecturas que mi manoseada Biblia y el puñado de periódicos, sin más miedo que el ser encontrado por los monstruos de la ciudad. Pero las escasas parcelas de yuca y maíz seguían una especie de ruta que no decidí aceptar y que acepté de igual modo. Y el pertinaz himno del gallo y la tímida réplica del perro eran menos débiles siempre. Y ya el lenguaje del bosque, su odio y asco estaban en mí y no habría vuelta atrás. Y vi las primeras casitas de palmera con agujeros cavados muy cerca de los pozos de agua. Y los niños fueron los primeros en descubrirme y ya sin fuerzas me desmayé. Y en mi desvanecimiento creí ver niños horribles, con labios leporinos o visualidad estrábica. O dulces niños con síndrome de Down o con las piernas y los brazos muy finos y las manos, los pies, los dientes y la cabeza muy grandes. O niños perfectos como ángeles y una seriedad enorme. Y cuando desperté lo hice en un catre incomodísimo del que me sobraba la tercera parte del cuerpo, ante una mujer que ventilaba mi rostro con un sombrero precolombino.
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14.
Casitas
Catorce o quince casitas no más altas que un hombre de estatura promedio se alinean a un solo lado de esa franja de polvo que con demasiada generosidad los lugareños llaman camino y que viene de ninguna parte y va hacia ninguna parte, caído del cielo. La mujer se llama Gisela y le ha pedido al hombre (un hombre que apareció de la nada, caído del cielo) que no se vaya, que espere unos días más hasta que sus huesos se pongan duros y sus labios se curen y las demás heridas del cuerpo terminen de cerrarse. Juan Carlos no responde y ella es feliz. La primera comida que Juan Carlos recuerda es una sopa de arroz, probablemente mala pero con el hambre le supo a ambrosía. El agua, dura hasta el mareo, puro mineral, puro sedimento impuro de cobalto y salitre, antecedente inmediato de rocas en los riñones y la vejiga, pudo al fin calmarle la sed, aunque nunca, en sus días allí, vio demasiada agua, eran muchos años sin llover y el fondo de los pozos amenazaba con tragarse el alma de la gente. Pero el agua y la sopa le devolvieron la sobriedad. Milagrosamente, su herida es un inconstante dolor que irá olvidando minuto a minuto hasta la curación total. En algún momento se sintió tentado a revolver su memoria, en qué sitio estaba el recuerdo de las últimas borracheras, que jamás fueron de vodka sino de brebajes 167
peores adquiridos a precio de oro. Sin embargo, decidió concentrarse en el presente, en un tiempo superior a Rebeca y a sus interminables horas vacías desgañitándose en nombre de una Fe hermosa y exclusivista, muchachas abriendo las piernas en la primera fila, señoras que deseaban hablar con él al final del servicio, Rebeca exigiéndole un orgasmo más y un orgasmo más, así hasta la madrugada, el cuerpo de Rebeca de un color único, de un bronceado intenso y natural, sus pechos largos igual que su rostro, labios menores y clítoris sobresalientes del resto de la anatomía, y un culo oscuro, ine fablemente dulce y dispuesto siempre que Juan Carlos deseara desafiar a la naturaleza y extraviarse mar adentro. Indira era tan diferente. Llevaba al menos veintidós años sin ver tanta belleza de una sola vez, tanta perfección junta, para qué decirlo de otro modo. ¿Por qué, luego de comprender que ellos, el trío que repartía tratados en el hospital, pensaban o fingían pensar de igual modo respecto a la fe, ella, en lugar de irse le tomó la mano y fue acercando su boca hasta besarle la frente? Qué afectación tan melodramática le había hecho enamorarse de ella, o no, desde antes había caído, aún sin haberla visto ya la amaba, y esa fue la sensación que tuvo al verla y, por supuesto, Indira también incluía un lenguaje para pensarla y eso estaba haciendo ahora mientras otra mujer, una mujer más (si es que todas las mujeres y todos los lenguajes no son los mismos), se arrodilla frente a él y comienza a desnudarlo. 168
15.
Babilonias
La segunda comida en la floresta fue arroz y pescado. Sin sabores añadidos, como no sean los del cuerpo y el alma de la mujer. Sosteniendo el plato en la mesa que eran sus manos ayudándose / acariciándose. Le supo bien y sintió que de inmediato aquella ración, magra por demás (no vio otro plato, quiere decir que Gisela) se fundía con su carne, se transubstanciaban, sin que la digestión u otra grosera maniobra colaborase. Entonces cualquier cena puede ser una Santa Cena. Entonces estamos equivocados desde el principio. ¿Cómo creer en una… religión que se define en la etapa más oscura de la historia humana, donde en la misma agua discursiva se mojan dioses con cabezas de chivo, leyendas vikingas y un carpintero crucificado? El silencio seguía obligándolo a pensar en lo que a él se le antojaba su mejor trofeo. No podía sentirse orgulloso pero, si alguna vez estuvo cerca de la perfección, fue esta: sus dos décadas perdidas. Él, durante veinte años, siendo no más que un monigote electrónico y un software averiado frente a un público sórdido que muere de la risa forzada. El modo en que las cosas empezaron a (no) ocurrir sin que él hiciera nada para decidirlas. O dejaron de ocurrir por un error de percepción suyo –siempre que se tratara de un error era la persona la culpable y no los mecanismos babilónicos, La Gran Vulva 169
detrás de todo. Y ahora, aquí, en el bosque, el recomienzo de ese ciclo roto, la continuidad de algo que se vio interrumpido cuando él empezaba a perder los dieciocho años y Ciudad Uno era un simple municipio con nombre aborigen que no amenazaba con desaparecer en La Ciudad, confundirse con ella (el municipio se mantuvo ileso: fue La Ciudad quien se desbordó, pornográfica y monstruosa: lo que empezaba siendo periferia, territorio de cocheros y basurales ilícitos, se convertía en reparto vistoso, con sus calles asfaltadas y alucinógenas luces de luces de alógeno). Es decir, el sexo. Es decir, el alcohol (¿Dios le había dicho que no bebiera más justo cuando comenzaba a hacerlo y era bueno?) Es decir, Gisela. Trabajos de amor perdidos. El tiempo recobrado. El progreso del peregrino. El punto de ruptura más preciso que puede recordar antes de hundirse en la mar de mierda puede ser, puede ser:
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El Carnaval
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16.
El mundo es ancho y ajeno
La música (múltiple y una) lo acompaña de regreso a su cubil. Vegeta, junto a tres familias, en lo que ahora es conventillo y fue una vez Posta Médica. En ella se dirimían o no la secuela dejada por sempiternos machetazos a la mujer adúltera, las pedradas homofóbicas, las úlceras abiertas de tanto alcohol, y otros males menores como la apendicitis y el chikungunya. De todas maneras el pueblo creció. La Posta Médica debió ser suplantada por el in(de)terminado Nuevo Hospital (Le URSS est mort, vive le URSS), y él, de pronto, tuvo donde vivir, lejos del lagrimoso y presidiario concepto madre, y del brother perfecto que, para empeorar las cosas (el asco que no cesa), ha empezado a ser un perfecto policía, los sermones legales, etcétera. Su cuarto: barras de acero reventadas en el techo realsocialista. Incómodas mesetas estomatológicas indestructibles pese a sus cuarteados azulejos. Tornillos que sobresalen del piso de mosaicos. Manchas de sangre u óxido. Un olor a saliva que vence el paso de los meses. Es martes. El jueves comienza el carnaval, esa inmundicia envidiable. Pero desde hace quince días hay ruido, luminiscencias borrachas, orinadores públicos. Perros y locos que han olfateado las sobras a distancia y bajado a montón. Gendarmes que se quitan la gorra antes de beber alguna cosa que amablemente les brin172
dan, en jarros de aluminio, los lambiscones de siempre. Ha tenido que emprender un incómodo rodeo. Su calle (treinta y tres, tiñosa), repleta de vendedores y pipas de cerveza y putas, es intransitable aún a las dos de la madrugada. No tiene sueño. Camina despacio. Finge perderse en esta zona casi virgen para él. Jardines polvorientos, portales con mecedoras de metal, baches en el asfalto viejo. En el festival de sombras que es su cabeza, ve o imagina contornos saliendo de los patios, contornos que sin pausa vuelven a hundirse en la penumbra de otros patios. Juan Carlos piensa: son imágenes distintas a la que vio hace algunas noches: seis mujeres, por excentricidad, cansancio o fanatismo, se concertaron para morir juntas y encendidas. Él las vio morir. (Prosigue la enumeración de estos días: madres que envenenan a sus hijos. Niñas que se ahorcan por no tener zapatos (aún la apoteosis babilónica del meretricio no se afinca). Ballenas o peces por miríadas se rompen contra la orilla. Grupos humanitarios salvan a algunos, los devuelven al mar solo para que se lancen otra vez contra la orilla, con fuerza mayor a la inicial, esta vez irreversible. Pájaros que sin el menor aviso llueven sobre las carreteras convirtiéndose, de golpe, en simples borrones de plasma, sebo y oscuras hebras. Círculos geográficos enteros donde una buena mañana los caballos, sin previo concilio, se abalanzan sobre sus dueños y los destruyen a mordiscos, tragan su carne. 173
Semanas en las que, durante las noches, salen dos lunas –que en realidad son la misma–y a ese fenómeno los científicos o la prensa (¿dónde terminan unos y empieza los otros?) han dado en llamarle… norrecuerdacómo. Eso, sin contar las últimas victorias de Palestina sobre Israel, verdaderas masacres que, de este lado, pocos lamentan, la verdad sea dicha). Tal vez mañana, o cuando se termine el carnaval, o cuando la URSS se recupere (nos han dicho que nada detendrá, que es imposible, un error que ha de corregirse en breve) visite a su madre and company. Tal vez. Por lo pronto, sigue caminando. Lo hace hasta que tropieza con uno de los contornos. La música se apaga. Está sentado sobre la tierra y tiene mucho sueño. La sombra lo ha golpeado en la cara antes de lanzar un chiflido y salir a correr con dos piernas que son doce piernas. Juan Carlos escupe un coágulo de miedo, perdón, de sangre. Cuando la música retorna, reemprende el camino con los dientes flojos. Todo está bien. Siempre el miedo de encontrar su «casa» invadida por okupas. De tener que dormir en otro lugar o convertirse en el trasnochado hijo pródigo. Honestamente, el motivo fundamental por el que escapara de lo que hasta entonces fue su existencia nada tiene que ver con la familia. Es él y su posmoderna necesidad de sexo. Tiene dieciocho años y no puede resistir un segundo más sin eyacular dentro de la tibia carne de una chica. Percibe una violencia den174
tro de la cual no es posible que alguien se enamore de ti si no hay dólares de por medio. Él no posee, y acaso nunca llegue a poseer, dólares. La mujer que busca no está obligada a ser una beldad ni mucho menos. Con que huela bien y «funcione» en la cama es suficiente. Cada noche arma un puzzle, sacando del vacío rostros que no existen, conjuntos de cabelleras, senos, pubis, nalgas y muslos que lo enferman. Llega a masturbarse hasta seis veces en una jornada. No es suficiente. Todo lo contrario. Peor todavía cuando el cromañón sin dientes y sempiternamente alcoholizado que es su vecino de consulta, clava esa niña que se deshace en quejas y demandas y jadeos, puerca. Ni los adefesios se fijan en él. El lugar común de que es un «hombre atractivo» ya lo aburre. Ha llegado a visitar un pueblo salvaje y cercano (Omaja) donde los feos feos o con taras incorregibles consiguen relaciones gratis y blenorragias a plazo fijo. Nada. No sabe qué hacer y no puede seguir esperando. Por eso saldrá al carnaval. A liarse, ojalá, con alguna cueruza borracha y vulnerable, o una de esas mujeres mayores que, hartas del matrimonio, se sueltan una vez al año con diabólica intensidad, sin que les importen los hijos, la vergüenza, el confort acumulado. Debe encontrar a alguien, quien sea, ah. Pero necesita dinero. –Hola. Soy Juan Carlos. ¿Quieres tomarte una cerveza? ¿Comer lechón asado? No imagina un mejor comienzo (no imagina 175
otro). Y para comprar cerveza o lechón asado necesita capital. Entre Marx y una mujer desnuda, bromea para sí. Si no lo consigue (y no va a conseguirlo) saldrá de todas maneras. No tiene nada que perder, excepto su nauseabunda virginidad, el demonio se la lleve. Entra sigilosamente. El susurro de las ratas dentro de no mucho tiempo habrá de convertirse en carcajadas cínicas, el NO QUIERO femenino que Juan Carlos, para su desgracia, aún no sabe que es el SÍ QUIERO total. Esa noche se va a la cama con el labio superior hinchado y una sofocante tristeza que no lo dejará dormir. Por si fuera poco, ya llega la hora en que la vecina interpreta un aria intitulada La edad del consentimiento, con ímpetu nunca antes escuchado por él. ¿Será un preludio de alegría y libido, porque mañana empezarán «los carnavales», y el mundo es un espectáculo hermoso, donde falta Marx y sobran las mujeres desnudas?
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17.
Grandes esperanzas
Hace frío. Un (a)leve triángulo de tela cubre la línea meridional de sus pubis. Los pezones van adornados, más que ocultos, por ilegítimos pétalos de rosa. Un usufructo y fruto del falso invierno que espera y necesita ser mordido antes de pudrirse, la soledad del amor. Ea, que están DESNUDAS. Se contorsionan con agresividad. El tamaño de sus caderas, multiplicado por mil, amenaza con sobrepasar el de las grandes alas de mariposa (alambre y gasa) que cuelgan de sus hombros. Los ojos de Juan Carlos se embotan. Igual les ocurre a los carnívoros cuando persiguen una manada de cebras, y las rayas se confunden con las rayas y las rayas con el polvo único y final. Quiere aprehender para siempre esas imágenes que reúnen tanta perfección desenfrenada, tanta (inútil) posibilidad de amar. Primero recorren las calles sobre las carrozas (que son carretas agrícolas engalanadas para la ocasión –hojas de cocotero y matas de plátano burro arrancadas de cuajo– remolcadas por tractores y tractoristas ebrios). Luego se bajan y se confunden con la multitud. Son las Reinas del Carnaval, las Flores del Invierno, los Ángeles Municipales. Pueden tener lo que deseen: desde una lata de cerveza (a granel jamás), hasta la bisutería más cara. Hombres y mujeres las miran con igual deseo. El veneno de la neurosis lo embiste por olea177
das. Siente una angustia colosal, cochina. Continuas historias en las que él y cualquiera de las mariposas sexuales son los protagonistas lo trasponen a un nivel de realidad extraño, casi palpable. «Este dolor es egoísmo», piensa. Que algo o alguien que posea unos atributos excepcionales no pertenezca a quien posee los recursos (espirituales, ejem) para percibirlos. No debió venir. Se ve en casa, leyendo, intentando leer contra un background frenético de música y carcajadas, un par de libros que le vinieran bien. Los miserables y Grandes esperanzas parecen escritos ayer por un Hugo y un Dickens de mañana. Sabe que es imposible. Moriría como un perro rabioso. Él es un anodino Pip Valjean que se desplomará de la Nada a la Nada sin el literario interludio de la buena suerte. El hombre al otro lado de la calle es Yolexis. Desde que eran pequeños y él apareció, hijastro de un pariente, no lo ve. Crecieron como primos aunque no lo son. Raro que esas doscientas libras de músculo bajo una cabeza mínima como una pelota de béisbol hayan salido de una oscura y obstinada anatomía como la del Yolexis niño. Pero es él, sin duda. Una buena noticia, un rostro reconocible. Juan Carlos lleva recorrido un kilómetro junto a la carroza y está exhausto. Igual forcejea con la multitud que grita excitada por la cerveza y el morbo erótico. Hay un cambio en la música. Fuegos artificiales prematuros revientan por un descuido de los operarios. El tractor se encabrita, la muchedumbre no cede. Empuja, es empujado, golpea 178
con las rodillas a un niño cuyos ojos, envilecidos por el show, reflejan de pronto las ruedas frontales del tractor que se aproximan a su cuerpo. Nadie repara en la escena excepto Juan Carlos. Con un esfuerzo final se abalanza sobre el niño y lo proyecta hacia el público como un ropaje vacío. El lance, finalmente, llama la atención de la gente que empieza a gritar cuando intenta ponerse de pie y no puede. Algo ha mordido su pie y amenaza con tragárselo. «¡Frena, frena cojones!», se escucha. Está rodeado de mariposas. No sucumbe al socorrido pastiche de que ha muerto y se encuentra en el Paraíso (bien podría serlo). En medio de la turbación y la ausencia de dolor comprende que algunas lloriquean. Dos manos lo agarran por las axilas. «¡Que den marcha atrás!». Parece un cuento de Pablo de la Torriente Brau, pero su pie no es de madera, y cuando le quitan el zapato (sin salvación posible) el pie es un miserable grumo que deja ver partes del hueso. Las manos que lo sostienen son las de Yolexis. «Calmao, tiburón, calmao». La exhibición de un herido heroico rodeado de ninfas desnudas y a la sombra de un gigante sobrepasa las cotas de verosimilitud. La muchedumbre enloquece. Es una secuencia de El perfume. Lentamente la carroza se disuelve rumbo al hospital nuevo y Juan Carlos es feliz. Yolexis ríe. Las mariposas le gritan al conductor que se apure, que si está comiendo mierda. Solo una, a la que el viento o la agitación arrebataran los pétalos de sus maravillosos pezones, le acaricia el rostro y no deja de llorar. 179
18.
El sueño de los héroes
Se llamaba Andrea (un nombre italiano y masculino, pensó Juan Carlos) y estuvo con él hasta el final de la noche. No padeció fracturas. Le pusieron dieciséis puntos hasta convertir en un mapa los desgarrones en el pie. Y desde ese momento fue el héroe del carnaval. Al menos una vez, cada uno de los cien altavoces que enloquecían al pueblo mencionó su nombre y narró las particularidades del accidente y la hazaña, sin apuntar que él mismo resultó ser el causante de ambos. La cercanía de Andrea, a quien la odiosa Florence Nightingale de turno alcanzó una bata verde, se vistiera, no le daba pudor, ese era un lugar público, le restaba intensidad al sufrimiento físico. –¿Dónde vives? Quiere responder que en los edificios. Si lo hace, el dibujo de su madre estará con él el resto de la jornada, hasta arrastrarlo hacia ella de un modo irreversible. –Claro que si no te duele mucho y quieres damos una vuelta. Para que te vean. Yolexis de acuerdo. Debían conversar, emborracharse como Dios mandaba. Buscó un coche de caballos y los tres salieron juntos del hospital. (Cada vez todo se parecía más a una novela de Bioy Casares, buena para recordar, triste para leer por las ráfagas del mismo lunfardo que echara a perder no pocas páginas de Bor180
ges, pensó). Yolexis sacó de la manga ropa de mujer para Andrea, que tuvo que devolver la bata. Short azul y blusa anaranjada. «Parezco una cotorra», rió Andrea, consciente de lo bien que lucía. Cuando consiguen llegar al parque ya es difícil sostener más latas de cerveza, bolsas con lechón asado y pan, pizzas, pescado frito, dulces, palomitas de maíz. Los padres del niño le regalaron un reloj nuevo. De uno en uno, surgieron de las tinieblas personajes que Yolexis presentó como hermanos suyos. No lo dejaron solo con ella ni un minuto. A cuentagotas intercambian trozos de vida, programas de televisión o libros favoritos. Ninguno de los dos tiene pareja, ambos les temen a los sapos, va a ser un largo carnaval. –Imposible no verse más. Juan Carlos pensó que se trataba de una despedida, pero ella se quedó mientras Yolexis agotaba un repertorio de anécdotas y peripecias que rompían con la muerte de la madre y terminaban con la fuga del servicio militar, su retorno al pueblo y el grandilocuente hallazgo del primo favorito, Qué te pasó en la boca, me dieron un piñazo anoche, ¿Anoche, en tal lugar? Oigan esto, muchachos. Carcajadas. Horas después, el efecto de los calmantes va menguando. Con cada hora transcurrida, la música, que es la misma en los cien altavoces pero con cien tempos diferentes, irreconciliables, da la impresión de ser más alta. Juan Carlos, que no ha 181
bebido aún (que no ha bebido nunca), empieza a hacerlo. Ella parece horrorizada. –Tengo que irme. Nos vemos hoy. Al principio no entiende. Luego se da cuenta que hace mucho no es ayer. La ve alejarse, crecer en sus nervios, volar. Aunque sus pies no se separan de la tierra y lleve las alas de mariposa plegadas bajo el brazo, vuela.
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19.
Memorias del subsuelo
El túnel es una antigua (y por suerte no estrenada) gestión de defensa antiaérea. Durante años sirvió únicamente como teatro de operaciones a delincuentes sexuales, parejas ilícitas en todas sus combinaciones, escondrijo de carteristas y voyeurs. Cavada al azar o perdidos los planos, la inmensa red de galerías gobernaba sin lógica de ninguna índole el subsuelo en esa parte del mundo. El año de La Gran Zafra recompensada con el Gran Carnaval, las autoridades locales decidieron, para sorpresa de todos, crear un área nueva e insólita para que el pueblo disfrutara: el túnel. La televisión retransmitía por infinitésima vez La bella y la bestia, y la gente, apasionada, fingía no recordar la serie para fingirse Catherine y Vincent. Los principales corredores fueron iluminados; se dispusieron áreas a modo de cabarets y reservados, subdiscotecas de la juventud, hasta baños, muchísimos, y una sala de protocolo para visitantes ilustres. Por supuesto que la idea básica era vencer en la Emulación Nacional de Carnavales, tal como estuvo a punto de ocurrir (nuevamente, el premio recayó en la capital). En pozos y respiraderos alternos se colocaron aparatos de ventilación y extractores para que el aire circulara y el carbono desapareciera en la atmósfera iluminada por las luces de la fiesta. El sol no 183
demoraba mucho cuando siete jóvenes, uno de ellos cargado en hombros, y completamente borrachos todos, iniciaron su viaje al centro de la tierra. Allí, donde siempre era de noche.
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20.
Ruta de gloria
¿De qué hablaron la segunda vez? De libros. Pero antes la vio de lejos, transformada por los paisajes que la sostenían, tan distintos e idénticos al de aquella noche en el parque, noche que ahora parecía tan lejana, inverosímil, ella a su lado, el dolor en el pie, los primeros tragos, Yolexis y sus amigos cubriendo, para mal, el ya de por sí escaso vacío alrededor. En la carroza también le pareció distinta, distante, como si algo le hubiera hecho perder el ritmo. Él intentó asirse a la idea de su propia virginidad, la que no tendría arreglo quién sabe hasta cuándo. No pensar en Andrea, la Venus alada que lloró sobre su herida, nada más. Solo que era difícil. Estaba dentro de un pantano dulce y pegajoso, repleto de frases desgastadas que eran las únicas que lo mantenían sujeto a la realidad. Dimitir de esas palabras hubiera significado desaparecer, y él, de pronto, no soportaba desaparecer. Por eso la persiguió o intentó perseguirla, Yolexis y consorcio auxiliándolo, su popularidad heroica disminuyendo pero no lo suficiente. «Esto va mejor de lo que yo esperaba, tiburón». Jarras de cerveza y raciones de comida en cajas desechables, el túnel. «No salgamos más de esta cueva asquerosa, ni aunque se derrumbe».
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21.
La prisionera
Le hubiera preguntado quién era el tipo de la moto que le tironeó los cabellos y la abofeteó y obligó a arrodillarse (él quiso ir, no lo dejaron: ella sonreía avergonzada). O por qué una de las mariposas se pegaba siempre a sus nalgas (las de Andrea) durante las rutinas. Por qué, en un par de ocasiones, desapareció horrorizada en el túnel cuando lo vio acercarse. Pero no. Volvieron a los pueriles cuéntametuvida, ella no iba más a las carrozas y aceptó beber. Mejor empezar por algo civil, algo que no incluyera semen o senos o bocas y uñas despellejando almohadas en medio de las acometidas. «Empieza tú y no hables de mujeres», bromeó ella. Justo ahí se daba cuenta de que no sería tan fácil ubicar con frases el lugar dominante que tenían en su vida las frases. Cómo su discurso, no bien empezado, ya era débil y simple. Biblioteca, lecturas al azar, buenos libros comprados a precios onerosamente bajos. Fin. Ella, por su parte, había leído un poco. Stephen King, Tolkien, Geraldine Brooks. Cierto amigo suyo, enfermero de un barco mercante, le prestaba libros. «Bueno, en realidad éramos más que amigos. Pero él viajaba mucho y era novio del capitán. Un rollo». Después de la segunda cerveza todo fue más sencillo. Estaban sentados cerca de un pozo de ventilación. A ratos veían el relumbre de los fuegos artificiales y escuchaban el bulli186
cio de la multitud en el espacio exterior sobreponiéndose al infierno musical. –Soy virgen. Era lo peor que había escuchado jamás y dicho por él mismo (aunque las palabras no son lo terrible, lo verdaderamente terrible o vacío o monótono es lo que describen, en caso de que lo consigan), y aquella oración y aquellos dieciocho años, patéticos hasta la náusea, salían de su cuerpo como un chorro de vómito. Ella, por suerte, se quedó callada. Pensó preguntarle si la habían violado alguna vez, con cuántas chicas se acostó. Andrea, fingiendo indignación, le respondería Qué preguntas son esas, niño. No y sí. La mitad de las veces o el setenta por ciento de las veces que una mujer tiene sexo es violación. Y el cien por cien de las veces que se tiene sexo es con una misma, así que no importa quién es el otro o quiénes son las otras. –Soy virgen –repitió Juan Carlos, y ella, a su vez, repitió su silencio.
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22.
La princesa y el dragón
Perderse en la telaraña de pasadizos. «Como en una novela de Mark Twain, pipo».
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23.
La vida de las abejas
–Miren quién viene. –Apriétame el cuello. Más. Más. Más. –¿Dónde tú estaba, man? –Oh. Está duro. Qué rico. –¿Qué te pasa? ¿Vas a vomitar? –Todavía no. Espérate. Piensa en otra cosa. Yo te aviso. Así, ah. –Si te siente mal subimo. Allá fuera está la puta que hace ola. –Ah, ah, ah. –Dinero hay. –Aprendes rápido. ¿Quieres así? –¿Y esa ropa qué hace ahí? –Suave. Suave al principio. Ahhh. –Vamo entonce. –Dámela ya todita, papi, dámela toda. –Ocho cervezas. Digo, siete. –¿Ya?
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24.
Viaje al final de la noche
Horas después, mientras Yolexis combate contra sus amigos, Juan Carlos recuerda que esa misma noche cumple diecinueve años. Los hombres caen, recogen los cuchillos, se levantan, la policía demora. «¡Vete, tiburón, cojones, vete!». Mientras se mueve nadie lo reconoce, nadie le brinda un trago. Le parece ver a Andrea que huye en la parte trasera de una motocicleta pero las calles están cerradas al tránsito y hacia donde él mira ni siquiera hay calles. Camina sin definir un rumbo, sin reconocer el paisaje, perdido en serio, sin fingir que lo está. Va a sus veinte años perdidos o ganados, con Dios y sin alcohol y demasiada conciencia de sí mismo. La madre y el hermano lo reciben con una felicidad que a él se le antoja excesiva. Por todo el camino de vuelta ha dejado un reguero de sangre.
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Tercera parte
Dunas (Principalías delusorias ante la definitiva y ya irreversible ausencia de La Muñeca Total)
Esa mujer pregunta si ya desea almorzar y él responde que sí. Sabe lo que es: sopa de pescado y agua. Nadie hace preguntas y él viene de un mundo en donde sobran las preguntas y las respuestas falsas. Así que puede resistir un poco más. Darle tiempo al tiempo para que este devuelva el nacimiento del sol a su punto convenido (el Este) y los puntos del tajo en su barriga sanen. La mujer (Gisela) tiene una hermosa mirada triste. Está muy flaca y no es joven, pero aún sus caderas ejercen una leve presión sobre la ropa que viste. La tercera noche hacen el amor. La ceremonia es sencilla. Ella apaga la luz y va hasta el camastro donde él intenta acomodarse. Le baja sabiamente el pantalón y se coloca encima de él. Poco a poco el pene se afirma y Gisela, sin demostrar placer, aumenta la velocidad de sus balanceos hasta que él eyacula. Eso es todo. Ella desaparece en la oscuridad y él se queda dormido. Desde esa vez hicieron el amor todas las noches hasta que Juan Carlos lo encontró francamente bueno. Libros sí no vio por ninguna parte. Ni en la casa ni en las de los vecinos, cuando estos empezaron a disputarse su presencia para invitarlo a comer arroz con pescado, algún dulce muy rústico o café amargo. No es el primer extraño que pasa una temporada con ellos. Casi siempre son hombres prófugos 193
de algo o alguien. Pero una vez, no hace mucho, una muchacha, una diosa, mejor no hablaban de eso. El sábado por la tarde, los niños le devolvieron el vodka restante, la Biblia y los periódicos que la humedad no había arruinado. El domingo en la mañana leyó fragmentos del Evangelio a unas viejas ciegas y de seguro sordas. También estaban los niños y Gisela. Esa noche le llevaron pescado seco, dos palomas vivas, yucas y aguardiente. Se tomó un caldo que le supo a gloria e hizo el amor como no recordaba haberlo hecho antes. (Viéndola así, de cerca, recordó una vez más aquel viejo chiste que no llegaba a serlo: cómo se decía ama de casa en japonés, Kansada Detodo: las manos, en proporción, mucho más flacas y marchitas que el cuerpo flaco y marchito; los senos flojos de areola AMPLIA y negra y la actitud de inevitable sometimiento a la felicidad del otro, de los otros, y en el hueso de esa felicidad roer un miserable pedazo de músculo para ella, un adarme de cartílago para seguir viviendo, cansada de todo, cansada de nada). Los hombres, aunque hablaban poco, por lo menos con él, pronto se hicieron sus amigos. No le cuestionaban su encierro, su falta de acción en un medio que obligaba a moverse, a luchar. Es el predicador, el que sabe hablar –donde nadie más sabe– y punto. Sin conocerlas, respetaban estructuras creadas desde siempre. Cada tarde, al llegar de sus liliputienses parcelas, pasaban tiempo con él, bebiendo y escuchándolo. Juan Carlos a veces esperaba en silencio para 194
que ellos hablaran. Brevísimas menciones a un animal al que dispararon y se negó a morir durante kilómetros y kilómetros. La muchacha que vivió entre ellos un año o algo así. Era una bruja. Apareció y desapareció. Olía de una manera que. Su cara. Sus tetas. Cambiar de historia: el artefacto de hacer aguardiente que estuvo a punto de reventar por una impureza en el fermento. El bicho indefinible carbonizado en la línea eléctrica, cerca del tejar viejo, de donde roban corriente con alambres de púas, alambres de neumáticos, alambres insólitos a lo largo de tres mil metros. El rebaño de chivitos peludos y apestosos que tienen lejos de allí, semiabandonados, que entran de noche a beber en las represas vigiladas por alcahuetes. Después se callan como sintiéndose culpables y Juan Carlos debe rellenar el vacío. Descubre su falta de discurso, el paréntesis que es su vida: humo, figuras holográficas, sombras en la pared. Su madre y su hermano. Rebeca. Dios. Los monstruos que hasta aquí no lo han perseguido. Leviatán, Behemoth, el Golem. Por eso vuelve a los valientes de David, al agua que este derrama sin atreverse a beberla por la forma apenas heroica y suicida con que sus hombres la consiguen (Segundo libro de Samuel, capítulo 23). «Igual que hacen sus chivitos». Ríen. Hacen muecas al probar el vodka. El que ellos preparan es mejor. A todos les falta algún diente, a otros un dedo, un ojo, un pedazo de oreja. Cuando les pregunta por qué viven allí, tan lejos de la escuela de los niños y de los hospitales y de las 195
tiendas, responden que lo normal es vivir aquí, que si no escuchaba el silencio tan grande. Entonces vuelve a interrogarlos: ¿y el ferrocarril? ¿Nunca vieron esa estación en tan buen estado, con tanto qué robar? No sabían nada de nada. Incluso evitan alejarse en esa dirección. ¿La madera o los raíles o el alambre de las líneas telefónicas acaso no eran un tesoro en esta situación? ¿Cuál situación? Estamos bien. Lo único que nos faltaba para estar completos era un loco y ya lo tenemos. Carcajadas. Por las noches, luego de hacer el amor con Gisela, se levanta a leer la Biblia. Descubrió que con el efecto de los tragos los textos adquieren una dimensión totalmente otra, como si el alcohol le insuflara ese caos lógico, esa actitud irracional del trance que precede a las revelaciones. A veces no quería levantarse pero lo hacía igual. Como saber que uno tiene las uñas perfectamente cortadas y vuelve sobre ellas hasta que sangran. O pensar en Indira, en cerrar el ciclo que ni siquiera había empezado con las insípidas referencias a un tema muerto o casi muerto (la salvación del alma), el hospital, su llegada con los otros muchachos, el beso en la frente que se junta a la escena de Nadia y su amante, del amante y Madre Chatarra, la fuga del hospital, el carro, las vueltas y su arribo al bosque. Walden, de Thoreau, en el siglo XXI . Aquí no hay endriagos que acechen tras la puerta. O ha perdido la capacidad de vislumbrarlos. Si no los intuye, no existen. Kraken, Medusa, Cthulhu, Andrea, Rebeca, Nadia, Indira. (Cómo za196
farse si no hay de qué zafarse. El negocio es seguir tranquilo en ese territorio ciego en el que se vive antes de nacer, mucho antes. Job lo sabía. Todo y nada es el Síndrome de Job. Siempre eres usado por poderes a los que no les importas más que como combustible. Ahí está mi siervo Job, que es íntegro. Pues yo te digo que no. Y yo que sí. Y yo que no. Pongámoslo a prueba. Perdió sus posesiones, sus hijos, su fama. Hay dos o tres maniobras, toneladas de frases, Job vence, se le dan más burras, hijos, gloria. ¿Y los primeros hijos que murieron por un match cósmico de dados? Cómo zafarse, si no hay de qué zafarse. Si los hilos que te mueven no existen, cómo romperlos, carajo). Mira a Behemot, criatura mía, como tú. Y ese Behemoth siempre le ha perseguido de mil maneras, transformándose en mil cuerpos, perfeccionándose hasta el beso en la frente, peor que el beso oscuro de los Templarios, Baphomet. Tal vez nada importe nada. Ni siquiera que su actual amante tenga otros amantes. Lo descubrió, sin querer, una mañana cualquiera, hoy. Tenía «marcas» (sugilaciones) a lo largo de la espalda y en la grupa, señales inequívocas de una intensa jornada de ardor sexual heterodoxo. (Y qué, ¿acaso no era amor o no la pasaba bien o al menos no conseguía alimentos o agua para hacerlo feliz a él, Juan Carlos, un advenedizo? Debió haber pensado así cuando vio a Rebeca en el vídeo–si es que en verdad era ella. ¿No es venerable compartir lo que se posee, no tiene mejor sabor algo cuando se comparte? 197
Arroz. Mortadela. Una mujer hermosa dispuesta a acostarse con él o a seguir con él, más fresca y renovada, semejante al paladar dormido que renace a mitad del banquete si lo limpias con un grosero pedazo de pan. Un grupo de personas a los que hablarles sobre el Buen Jesús. Una vida excepcional junto a Rebeca hasta que el monstruo empezó a crecer tras la puerta. Behemoth el Monstruo, que reencarna en hipopótamo, elefante, princesa. Ahora también es feliz. En el bosque. No echarlo a perder). Al día siguiente, cuando recibe un paquete de libros desencuadernados y sucios, decide no leerlos. Si está en el bosque y bebe alcohol y tiene sexo con alguien de quien solo sabe el nombre, debe conservar el sentido de dirección contraria. Hasta el final. «Aquí llegamos, aquí no veníamos». «Para llegar a ser lo que no eres…», no puede completar la frase, pese a su memoria, odiosamente invicta. Le dice a los niños que así está bien, por favor, no le traigan nada más del vertedero, gracias. Pasa los días persiguiendo emisoras imposibles en el viejo radio, orgullo local. O duerme y sueña que no tiene sueños. Así podría estar siempre. Charlas alcohólicas vespertinas con los hombres del pueblo a los que no les importa sea veintitrés de diciembre, veinticuatro de diciembre, veinticinco de diciembre. Por momentos, Juan Carlos cree ver vibraciones en los árboles, sombras que avanzan y retroceden amenazantes. Vienen por él, está seguro. El asunto es no dejarse alcanzar. No abrir los libros. (La tarde 198
en que cedió a la tentación –nada menos que Proust, La fugitiva, frases editoriales y maduras y asqueadas al estilo de «Mentimos para proteger nuestro placer, o nuestro honor cuando la divulgación del placer resulta contraria a él. Mentimos toda la vida, incluso, sobre todo, y quizá únicamente, a los que nos aman», esa noche volvió a sentir arañazos en la puerta y casi esperó escuchar en la radio noticias de Rebeca, «Mujer encontrada muerta en período avanzado de descomposición. Se cree que su esposo, Juan Carlos Hernández Brown, sin paradero conocido…» Sospechó que siempre, sin saberlo, estuvo a la espera de esos informes. Por eso hurgaba en los periódicos del hospital y por eso escucha la radio mientras bebe y aspira el humo de los demás, que fuman quién sabe qué. (Volver sobre lo mismo: nunca ha apostado un penique a sus cualidades como lector. Desde pequeño ha leído a destajo y su biblioteca ideal se ha formado sola. Una biblioteca básica y esnobista, cómoda, sin el más mínimo riesgo aunque con demasiados odios y errores. No encuentra esa gloria que urbi et orbi, por ejemplo, se le atribuye a Shakespeare, Hemingway, García Márquez. Claro que la culpa debe ser suya, de él, por eso se cuida de no decirlo en público. Los ha leído, no le gustan, punto. ¿Cuál es el pecado? Recuerda al profesor que casi lo golpea en una heladería cuando le expuso su criterio sobre Paradiso contrapuesto a Cecilia Valdés. Y hay otros: Ámici, Fournier, Yourcenar, particularmente Yourcenar y sus 199
Memorias de Adriano, cuya mareadora cita («Mis probabilidades de acabar por obra de una puñalada en el corazón o una caída de caballo van disminuyendo cada vez más; la peste parece improbable; se diría que la lepra o el cáncer han quedado definitivamente atrás») encuentra en todas partes. El tiro de gracia, de esta misma autora, no está mal, sin embargo. Pero hasta ahí. Proust le hastía y Lovecraft le confunde y Kafka lo vuelve receloso. Para no hablar de sus connacionales. Definitivamente: es un mal lector. Prefiere a Dickens, Hugo, Balzac, Twain, Faulkner, Virginia Wolf y Homero. Eurípides, Goethe, Bulgákov, Joyce, Bradbury, Cortázar, Scott Fitzgerald. Eso leyó, eso vale). Gisela, antes de apagar la luz, se quita la ropa. En Ciudad Uno «llueve» todas las noches. Es una lluvia ácida que mancha de negro las paredes y enferma, sin matar, los árboles, cuyos frutos, pura radiación, a veces matan, sin enfermar, a quienes los consumen. Ciudad Uno se divide en cuatro distritos fundamentales: La Parte de los Médicos, La Granja Urbana, La Parte de los Deportistas, y Los Mercados. Son formas de nombrar, que poco o nada tienen que ver con sus características reales. En un extremo de La Granja Urbana se encuentra el hospital psiquiátrico, llamado comúnmente «el manicomio». Ese es un término inexistente desde hace mucho en nuestros diccionarios. Con el crecimiento demográfico también aumentaron, 200
obviamente, las tasas de suicidios, transgresiones de la ley, accidentes de tránsito, abortos, matrimonios igualitarios, divorcios heterosexuales, pacientes con «trastornos de la personalidad afectiva», según el eufemismo en boga. Nada fuera de lo común. Ni mejor ni peor que otros países o ciudades. La valla del hospital linda, a sus espaldas, con un paisaje boscoso que sirve de frontera a tres provincias y en donde comienza, como un tajo violento, el territorio de exclusión lluviosa. Diciembre es el mes más cruel: engendra neurosis. Cada fin de año, aumentan el consumo de psicotrópicos y los ingresos de pacientes deprimidos o alucinados. Antiguos alcohólicos sobrios (sic) son derrotados por la sed. Amantes que no pueden pasarla sin sus parejas en definitiva fuga pierden la serenidad y enloquecen. Fanáticos religiosos queman la dinámica determinada por sus dioses (no existir o no dejarse ver) y juran ser ellos mismos la encarnación final. El calendario maya, el zodíaco, la obsesión con gallos finos, palomas mensajeras, crucigramas, peces de colores, perros, política de uno u otro extremo, celulares, la fiebre del oro, la ideología galopante, el adulterio y la lotería también aportan su cupo. El bosque (no es más que una falsa llanura poblada de marabú –Dichrostachys cinerea– y de una especie que todos llaman «guinga o guinda» –Pithecellobium dulce–) sirve de emplazamiento a pequeñas comunidades de seres hu201
manos, que por huir de la justicia, no adaptarse a la vida moderna o simplemente carecer de otra posibilidad, proliferan entre la maleza. Uno puede despertar en uno de estos caseríos y pensar todavía soy Juan Carlos; todavía tengo miedo y la imagen de Rebeca se confunde con la de Andrea, la Mariposa, que se refunde hasta convertirse en Indira. Inmediatamente Gisela se aparece con los niños. Comienza el tiroteo. Después Juan Carlos recordará o no el reporte radial. El NetCafé y los excompañeros de Indira (¿por qué se habrán separado de ella? o, más bien ¿cómo es posible que Indira estuviera con ellos alguna vez?) por un lado, y el hombre que se adentra en la oscuridad llevando una carga de ácido, plomo y baquelita por el otro. Su regreso con olor a brea, en el que es perseguido por endriagos que desean comerle la cara y su único ojo sano, el miedo otra vez, el miedo siempre, desde ya, desde antes y hasta el fin de sus días, maldito, contagioso Proust. ¿Por qué no tenía hijos? ¿Por qué recibió un puñetazo que le cambió de color el ojo izquierdo? ¿Por qué aborrecía ver a su madre y a su hermano? ¿Por qué entró a la iglesia después del carnaval y ocho años después Rebeca y él cayeron en las perennes emboscadas que fabrican los pastores para sus congregantes casade202
ros? ¿Ríndanse, salgan de uno en uno, las mujeres y los niños primero, están rodeados, no compliquen más las cosas? Se hace esas preguntas en la cama. No debe faltar mucho para que amanezca. Recuerda la pesadilla. Le quedan dolorosos arañazos en todo el cuerpo y en la cara, arañazos que destilan sobre la sábana, la ropa hecha jirones a tono con el paisaje total en el que vive hace un millón de años. En el NetCafé descargar libros es gratis, pero hay que pagar un dólar por el café, un café cada quince minutos, mínimo. Cualquier cosa que fuera la carga del hombre adentrándose en la oscuridad pesaba un mundo. No tenía asideros. Las uñas se enterraban en la carne por la presión y las manos ocupadas en sostener el peso no podían apartar la oscuridad llena de espinas. Los jóvenes (dos, de sexo masculino, entre los dieciocho y veinticinco años, según el reporte radial) se parapetaron a la entrada tras vastos casilleros de playwood. En la oscuridad, vio perfiles estáticos y vertiginosos que esperaban su miedo para lanzarse sobre él. Podían ser perros o ratas gigantescas pero no lo supo porque iba dormido. Siempre que come demasiada carne y bebe demasiado ron le ocurre. Enseguida se echó de ver que los muchachos eran fanáticos religiosos o algo así. Iban armados No deseaban lastimar a nadie. Cuando les 203
preguntaron Qué quieren, respondieron Morirnos, eso es lo que queremos. En el NetCafé y en la aldea del bosque, la misma voz del mismo teniente viejo y con los dientes superiores casi de forma horizontal por una vestíbuloversión congénita, suplican resolver esto hablando, no hay que complicar las cosas más de lo que están. En los dos lugares son los sitiados quienes abren fuego. Los muchachos, con revólveres calibre veintidós. Los hombres de la maleza, con escopetas artesanales. La policía no responde. Teme romper la costosa cristalería del NetCafé y herir a mujeres y niños que no han salido de las casitas. En el intervalo entre el primer cartucho y el segundo (baquetear con un largo alambre de acero para sacar la cápsula de carabina que ellos mismos han rellenado con pólvora de estraperlo, un primer sellado con cartón, perdigones de plomo derretido que salta en mil glóbulos al derramarse sobre la miel, tuercas troceadas, etc, último sellado con más cartón, el fulminante hecho de fósforos y «lija» y alcohol noventa) Gisela deja solo a Juan Carlos. Vuelve al poco rato con los niños. Juan Carlos ve en los ojos de Gisela hombres de rodillas que acomodan escasas municiones y esperan que sus hijos estén a salvo para disparar de nuevo, los muchachos de la ciudad se lo toman con calma, el teniente le dice a sus hombres Ustedes saben cómo es esto, el que mate a uno se jode, si no les conviene este trabajo pues se me retiran ahora mismo, pero no maten a 204
nadie. Y si se dejan matar por estos locos bien comemierdas son. El hombre que se adentra en la oscuridad suelta la carga, se mueve de un lado a otro, demora un tiempo, habla. Vuelve y está sentado, aún con sueño. Gisela: Estos son todos los niños. ¿Y las mujeres? ¿Y tú? Nosotras nos quedamos, no hemos hecho nada. Y si hicimos algo debemos pagar. El mismo teniente, desarmado, en la ciudad va hasta muy cerca de la barricada a echar un párrafo con los jóvenes, ¡No se acerque, tío!, lo conminan, pero él se acerca igual. En la aldea, insiste: Eh, amigos, que no es para tanto, seguro que es la primera vez que lo hacen. La Revolución no deja a nadie desamparado. Y un rocío de metralla levanta polvo delante de su cuerpo expuesto a medias. Juan Carlos avanza delante de los niños, sabe que lo esposarán y que una enfermera se hará cargo de los pequeños. Se mueve entre los camiones hasta que llega al grupo de guardias. Estira las manos, en vez de esposas recibe un sobre amarillo. ¿No van a salir las mujeres? No. Lléveselos de aquí, mire, espere detrás de aquel árbol (justo donde las hierbas de Guinea marchitas disimulan su carro, el asiento lleno de sangre). Voy, amigos, no tiren, insiste el teniente viejo en la ciudad y el bosque, y otros fogonazos se escuchan, y más polvo o fragmentos de asfalto le cubren el uniforme. –¡¿En qué quedamos?! –preguntó Luis Augus205
to Rojas, muy viejo para ser teniente, muy feo o desafortunado o alcohólico para ascender, muy inteligente para no dirigir el pequeño Comando de Emergencias al que siempre le tocaba lo peor. Los chicos del NetCafé contestaron que se entregarían si buscaban a su compañera, pero nadie sabía dónde estaba su compañera o si era real. Los del bosque siguieron taciturnos ante la pregunta del teniente. –A mi señal. Sin sangre –dice Luis Augusto. Y da la señal. Y los perros esperan en vano que la sangre llegue al suelo para lamerla. Bajo la herida ponen un cubo. Es un toro joven probablemente escapado de algún matadero clandestino, una bendición del cielo por el simbolismo de diciembre, en una hora es descuartizado, las costillas y los huesos de las patas divididos en trozos manejables, las tripas vaciadas, la cabeza, sin lengua, traspuesta lejos de allí para los perros, flacos, llenos de cicatrices y sarna, queriendo confundirse con el polvo avanzan hacia los policías, pum, pum, los proyectiles de plástico los hacen retroceder entre alaridos. Mientras algunas mujeres cocinan carne en la maleza, los amigos de Indira mueven la barricada y echan a andar en el peor estilo Hollywood, brazos rectos al frente, sus revólveres rasgando el silencio, para caer con muslos líquidos por los impactos, apuntarse uno al otro (el suicidio es la peor y más valiente de las blasfemias ¿no?), descubrir 206
que en sus armas casi de juguete no quedan balas, y desmayarse, expresó el reporte radial. El sargento encargado de cuidar los vehículos les lleva pan con queso en una caja de zapatos y yogurt en bolsas. Acepta el sobre amarillo que le tiende Juan Carlos (trescientos pesos) por un poco de petróleo que él mismo vierte en el tanque de la máquina, y el encargo de vigilar los niños. Adentro, en las casitas, están Gisela, las demás mujeres, sus amigos, la Biblia. Pero ya él no tiene nada que hacer en esta parte del mundo. Ha comenzado a ser normal y debe seguir otra dirección contraria. Está harto de ser quién es y de todo. En el camino se cruza con un buldózer, cuyo conductor, impaciente, le pregunta animadamente si ya los guardias terminaron. Para llegar a lo que no eres debes andar rumbos que no existen. ¿Era así? Cree que no. Ve un trillo de cabras y lo sigue. Tira la llave del carro. Casi la destroza accionando el encendido pero no respondió. Estaba muerto, sin electricidad. Algo o alguien debió haberle robado la batería. Los niños se ofrecieron a empujar. ¿Quiere que empujemos, tío? Piensa en Gisela y tiene una erección. Ayer por la mañana se quedó desnudo para que ella le lavara la ropa. En la cama, releyó el salmo 119 hasta dormirse otra vez. Despertó siendo tocado por Gisela. En realidad se trataba de un masaje ajeno (eso creyó al principio) de toda connotación sexual, si es que hay algún masaje así de simple. 207
Las manos de Gisela resbalaban por el aceite (¿de coco?), deteniéndose en puntos exactos, dolorosos, pequeñas intensidades telegráficas, círculos a la izquierda, ascensos leves, dilatados descensos, alejando la tensión hacia los calcañares, hacia las uñas de los pies que luego cortaría con un cuchillo. Por lo pronto no mostró haberse despertado. Ella, en silencio, se demora en la mitad de su cuerpo. Acaricia, abre, cierra las nalgas, empuja fuerte, la humedad, lentamente, sale del pene de Juan Carlos. Ella, la sabiduría que es ella, parece comprenderlo y toca el lugar prohibido, solo lo toca mientras la mano libre continúa aquí y allá, el toro joven escapado del matadero está por llegar afuera y quedarse inmóvil frente a las casitas, le hundirán un cuchillo igual que ahora Gisela hunde un valioso milímetro de carne en la carne de Juan Carlos, quien intenta no contraerse para no delatar que está despierto. El dedo se hunde más, aquí llegamos, aquí no veníamos, seguir la dulce senda equivocada que también creó un adolescente Dios. Gisela se desnuda. Es fácil. Solo evadir la eterna bata incolora y el blúmer demasiado moderno. En este país hasta las viejas usan blúmeres escandalosos, pensará en su presente, mientras serpea por un trillo de cabras y hormigas. Se tiende sobre él. Su cuerpo es tibio, huele a persona, no a químicos. El bulto del sexo entre sus nalgas, los pies de Gisela que separan sus pies. Se mueve con la brutal pericia de un varón, cada vez que el triángulo de Gisela toca su prisma él se estre208
mece, ella rezonga como un animal impotente, una bestia masculina que en la creación o la evolución ha perdido lo que más necesita, lo único que necesita. Llegan al orgasmo juntos. El chorro de semen que sale de Juan Carlos profetiza el chorro de sangre que saldrá del toro joven. Gisela se separa y él, aunque ha gemido, prosigue en la ficción de un sueño imposible. Minutos después escucha sollozos en la cocina. Se yergue asustado. De espaldas a Juan Carlos y de pie, Gisela se masturba. Él no se arrastra más por el trillo de cabras. Va a volver, tiene que volver. El brusco cese del tiroteo que escuchó sin darse cuenta lo persuade. Las hormigas, hambrientas por la sequía, empiezan a comer de sus arañazos. Siente arrancar un buldózer. Están los que tienen que estar: los gemelos incestuosos Dixán y Yaneisy. Tony el Caníbal, que espera ser repatriado desde su patria. Algunos borrachitos de pabellón posquirúrgico. Una hermosa reina madura que de tan madura no se puede comer. Tres enfermeros con verdugones oscuros sobre su piel oscura. Un hombre gordo y blando como una bolsa de agua. Los demás ignoran la escena hipnotizados por la danza circular del cerdo (un ejemplar de tamaño más bien discreto) sobre los rescoldos.
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Falta mucho para las doce de la noche en el manicomio y las doce del mediodía en el marabuzal. Se deja estar. «¡Si rompieses los cielos, y descendieras, y a tu presencia se escurriesen los montes, como fuego abrasador de fundiciones!» Bah. Solo puede medir el tiempo mediante las pústulas que revientan sus labios con una frecuencia extraordinariamente periódica. Morir. Nadie cree en su propia muerte. Nadie. Lo que más le estorba son sus ganas de orinar y la reticencia a orinarse encima. De no ser por esto se sentiría bien. Perfecto. A toda máquina. Si deja que las moscas (azules y electrónicas) se posen en sus llagas habrá gusanos y más moscas y más llagas y más gusanos. Pensar en la madre, ahora que ha llegado el fin, se le antoja un tópico aburrido, una asquerosa tautología. ¿Dónde estará su padre, magnífico abandonador de hijos, insuperable criador de hijastros? Un día soy niño, al siguiente o al otro tengo cuarenta años, estoy metido en los rollos de Rebeca y en una esperanza que empieza con el amor y termina siendo odiosa (dícese de la que odia) y un cuchillo que noche a noche afila en la pared. Y un ojo de menos y un dedo menos y de cara al sol. «Me levantó, pues, el Espíritu, y me tomó; y fui en amargura, en la indignación de mi espíritu, pero la mano de Jehová era fuerte sobre mí. Y vine a los cautivos en TelAbib, que moraban junto al río Quebar, y me senté donde ellos estaban sentados, y allí permanecí siete días atónito entre ellos». Puah. Y los cautivos se mueven, una harapienta proce210
sión medieval que moja el polvo del camino con sus babas y sudor. Falta algo, aquí falta algo. De pronto se da cuenta: las risas grabadas. Un coro de ángeles con acné que se pusieran pesados y empezaran a reír. Juan Carlos en el sendero de chivos. Ja ja ja. Hormigas alimentándose de tus desgarraduras. Ja ja ja. Moscas ponen huevos en tus labios. Ja ja ja. Gisela. Ja. El toro joven y la felicidad de los amigos y la policía apareciendo milagrosamente. Ja ja ja. Los niños muerden las esquinas de las bolsas de yogurt para abrirlas y sus ojos tristes miran hacia las casas, papi, mami, ja ja ja. Los hombres del camino, ja ja. «Dios me ha hecho reír, y cualquiera que lo oyere, se reirá conmigo». Claro que sí. (Sara. Un hijo a los noventa años. Jajá. Jajá. Jajá). Levántate / Lo hago. Sal fuera / Salgo. Sigue a esa gente / La sigo. Los hombres se agachan o se adentran en el bosque para recoger un pedazo de madera, y al hacerlo dejan caer el triple de la que recogen, ja. Luego huyen hasta el grupo aplastados por su mediocre soledad o despavoridos por alguna visión, ja ja ja. O se disputan un tronco, es mío, no, es mío, yo lo vi primero, etcétera, que no podrían cargar ni cien como ellos, como nosotros. Captan de un golpe la risa de Juan Carlos y se miran maliciosamente, hacen muecas, han olvidado cómo se hace, se disputan el tronco una vez más a falta de algo mejor, Si no lo sueltas se lo digo a Diego, Si se lo dices a Diego se 211
lo digo a Dago, pausa, y se ahogan de la risa, convulsionan, lágrimas, Ay cojones cojones, se revuelcan y se tiran polvo en el cuerpo, Se lo digo… a Dago…, ja ja ja ja já. Por fin se ha escrito el capítulo que le faltaba al Apocalipsis. Todo está en orden. Juan Carlos también recoge leña y ríe. Cada cosa, por trivial o estúpida que sea, provoca la carcajada unánime. (La más verosímil película o situación de horror, con risas grabadas, será un fragmento de comedia). El que por su amargura parece estar al mando exhorta: «Eh, ustedes, sigan comiendo basura que nos va a coger la noche», y la carcajada coral convierte la advertencia en el mejor de los chistes. Al final recogen cuanta leña le es posible recoger (poca) y vuelven. Caminan una hora. Juan Carlos conoce el tejar viejo de donde sus últimos vecinos robaban electricidad, pero no ve alambres ni postes por ningún lado. Vertederos. Osamentas blanqueadas por las estaciones. Retazos de tela en ramas de marabú y de aromas. Perros ahorcados cuyo aspecto solemne y ridículo los obligan a desternillarse. Un muro perimetral sobre el que arrojan la carga, sobre el que saltan y se caen y quedan colgando de cabeza, Juan Carlos cae de pie en tierra, dicha grande, varias personas deambulan o están en posición de firmes mientras que otros se ven hipnotizados por la danza circular de un cerdo (tamaño más bien discreto) sobre los rescoldos. Uno de ellos agita una penca de palma con la intención de ahuyentar murciélagos que tal vez 212
no existan pero que si existen intentarán comerse el lechoncillo y pasando cerca de Juan Carlos gritarán inaudiblemente «¡Está loco, está loco!», y él no tendrá cuchillo para degollarlos y beber su sangre. La noche es miedo, oscuridad, susurros. Un hombre («¿Esa es la leña que trajeron? Está bien, está bien…») vestido de blanco atraviesa el espacio que separa el edificio (amorfo y verde, así ve Juan Carlos al edificio en el que vivirá los próximos y acaso mejores años de su vida, sin libros, sin su manoseada Biblia, sin saber qué pasó con Rebeca, solo con su risa y no es poco) del patio. Lleva muletas y un pie enyesado. No mira a las personas que por momentos dejan de reír y abren sus monólogos mientras el cerdo gira y gira y el falso tiempo acaba y da lugar a un novísimo y no menos falso tiempo. –Dónde está la doctora Idalmis. –Y los Yanki parriba de nosotro y nosostro parriba dellos y entonce dimo la vuelta por unos matojito que había, cuando nos dimo cuenta no había donde esconderse y teníamo el agua a la rodilla, el capitán etaba echando sangre pero no se daba cuenta, al poco rato cayó muerto y los Yanki tiraban con unos morteros chiquiticos que hacían una bulla del carajo y no los veíamo a ello pero ello si nos veían, el sargento estaba cagao y yo también pero dije ahora o nunca, ahora pinga y fue entonce que… 213
–…le dije si te atreves a salir por esa puerta pa irte con la descará esa yo te juro que me voy a meter candela y le voy a meter candela a tus hijos pa que te jodas y se fue y… –A los periodistas no les dije Demualdo se montó conmigo en la balsa. Los periodistas no vieron la balsa y nunca sabrán que yo quería a Demualdo para todo el camino. Un Demualdo que se trocee en las raciones adecuadas rinde por noventa millas. Eso tampoco se lo dije a Demualdo que no hizo preguntas. Miró los bidones de agua y petróleo. No vio galletas ni caramelos ni conservas y no preguntó nada. Solo agua y mi pequeña axe. Un lienzo para cubrirnos, una brújula, cartas de navegación. Cien metros de cuerda fina para atar muñones. Le di con el ojo de mi pequeña axe. Tal vez se me fue la mano. La idea era conservarlo como los piratas conservaban a las tortugas durante sus travesías. Carne fresca. Lo aproveché igual. Me entretuve arrojando tripas a los peces. El motor (uno sublime de seis pistones) se fastidió a medio camino. Yo rociaba la carne podrida con agua de mar y me hidrataba y el oleaje hacía lo suyo. Los guardas me encontraron ya próximo a la frontera y confundieron mi rumbo y casi se mueren con los huesos mondos (y lirondos) de Demualdo. Me trajeron aquí sin hacer demasiadas preguntas. –Dicen que murieron de frío pero mi hermano y yo sabemos que murieron degolladas por sus 214
maridos cuando las balas se acabaron y de afuera no querían tirar «Ya está bueno, salgan y vamos a hablar» decía el jefe pero los otros ni les respondían y las mujeres no quisieron irse y ellos antes de hacérselo a sí mismos se lo hicieron a sus mujeres los guardias horrorizados respetuosamente pusieron los cadáveres en el camión «Me da lo mismo ya lo que tú y ese cacharro hagan» le respondió el jefe al chofer del buldózer Dicen que no fue así sino que a los hombres se les acabaron las balas y el jefe mandó «Ahora carajo» doce policías entraron y se formó la buena «Sin sangre, sin sangre» repetía al jefe pero ya algunos de los suyos sangraban pudieron esposarlos a todos los niños (labios leporinos, alguno con síndrome de Down, otro con estrabismo, otro con las piernas y los brazos como alambres y manos, pies, dientes y cabeza enormes; niños perfectos como ángeles y una seriedad excesiva) salieron de su escondite tras el árbol y lloraban las mujeres se echaron alcohol encima pero no encontraron fósforos y fatigados sangrantes fueron conducidos todos al camión «Si mueves ese cacharro un milímetro má / si mueves ese cacharro un milímetro más» dijo el jefe dientú con la makarov en la mano y la polvareda dejada por el camión y el jeep se tragó al buldózer que los seguía hambriento de destrucción como a regañadientes y las madres abrazaron a sus hijos y… –Imagínense las luces. El cielo iluminado por las luces del Gran Carnaval. El olor de la comi215
da mezclándose con el olor de los perfumes. El aroma de los sexos limpios anhelantes con el tufo de los chivos que tiran de pequeños carretones tiesos de muchachos. Imaginen esas hembras mayores de treinticinco años despojadas del recato habitual que tan mal les luce. La música estremecedora. Los canapés repletos de joyería barata pero inmensamente cara. Los canapés llenos de zapatos de mujer. Imaginen las carrozas con las muchachas más lindas del país, pies pequeños, piernas torneadas, muslos redondos, caderas rotundas, cintura estrechísima, senos arrogantes, cuellos medianos, barbilla infantil, caras que duelen. Imaginen que no solo en el cielo y en la tierra sino que debajo de la tierra el Gran Carnaval eclosiona. Las colas interminables para entrar a El Túnel. Allí la cerveza es mejor y la música adecuada y hay platos de jamón, queso y croquetas y es más fácil poner la mano en el cuerpo de tu amante o de cualquier persona y nadie protesta, ninguno permite que el gesto se desvanezca sin antes responderle. Imaginen que yo estoy allí con Andrea, Yolexis, los ventiladores rugen, los camareros vuelan, es una versión notablemente mejorada del inframundo, un infierno semanal con lo mejor de sí y del Paraíso y sin lo malo de los dos. Andrea me pregunta qué hago en mi tiempo libre y le digo que leer, Qué lees, Un libro, uno solo, se llama Orlando y junto con la Ilíada es el mejor libro del mundo. ¿Me lo prestas? Claro que sí. ¿Y tú, qué haces? Me gusta mucho esto y lo otro, aquello y lo demás, el 216
basket me enferma, ¿Te enteraste?, hace unos días Michael Jordan anunció que va a jugar pelota, ese monstruo, Eres lindo, Juan Carlos, tengo deseos de orinar, ¿me acompañas? –Dice mi hermana que lo que dice el loco nuevo es mentira. Que ese año no fue el de la Gran Zafra y sí el de la Opción Cero. Que en los establecimientos comerciales lo único que se vendía era infusión de yerbajos y no con demasiada azúcar, que la robaban. Que las iglesias y las casas de cultura de todo el país se vieron atiborradas de aficionados. Que hubo creyentes y poetas como nunca. Que después, cuando mejoró «la cosa», menguaron los creyentes pero los poetas no. Que las arañas abandonaron los hogares en masa porque el tizne de candil inutilizaba sus telas. Que los zapatos se hacían con tela de uniforme escolar y recámara de tractor, «chupameaos», dice. A la única playa que se podía ir era La Jíbara, sacad la cuenta por el nombre, un largo litoral de dienteperro, el agua más salada del mundo como caldo de medusas reventadas kilómetros y kilómetros a media pierna, matorrales indefinibles repletos de mojones humanos, mosquitos y jejenes, personas deprimidas obligándose a la felicidad, esforzándose al máximo, qué bien la estamos pasando, eh chicos, grandes vasijas de agua con azúcar y almuerzos de bolas de arroz con huevos hervidos, el tren irregular que a veces se va a las cinco o a las seis pero cuando se va antes de tiempo deja a un montón de gente a las que 217
no les importa demasiado quedarse, el tren volverá mañana y en los hogares tampoco hay corriente, también hay mosquitos, si todo el mar fuera así pudiéramos irnos a pie, por aquí iba el tonto personaje de Onelio Jorge Cardoso a México a buscar tomates, Dixán, Yaneisy, no se alejen mucho, es difícil ahogarse en La Jíbara, aunque se quiera es casi imposible porque el agua quema las mucosas y tus reflejos te devuelven a la atmósfera, los adultos follan en el follaje, los mosquitos hacen el amor, las medusas se funden y confunden y hacen el amor, qué hambre tengo, yo también, queda un poco de agua con azúcar y mañana les pediremos prestadas bolas de arroz a los que vengan, es muy fácil robar una cazuela, seguro tiene carne, no jodas, y desaparecer. Que aunque tres cuartas partes de la tierra cultivable no estaban cultivadas, aprendimos a sembrar los patios y a disponer en los techos tanques y neumáticos cortados, mitades que repletábamos con mierda de ganado seca, aserrín viejo, grava. (Y en Holguín una madre preparó chocolate con estricnina y lo bebió junto a sus hijos. Y aquí mismo, en la ciudad, que aún no era ciudad, otra arrojó los suyos al pozo y después se lanzó ella. Y una mujer linda podía conseguirse por una libra de arroz y una mujer más linda se podía obtener a cambio de un jabón y una mujer PERFECTA se lograba con una pierna de carnero o un pomo de champú). Y, por una vez, la mayoría de nosotros estuvimos cerca de ser iguales porque todavía estábamos obsesionados con ser igua218
les, y eso por qué, a ver. Y nos lavábamos el pelo con unos jabones oscuros veteados de verde olivo que se cometían en los centrales azucareros con grasa derivada del proceso industrial y sosa cáustica que si te caía en los ojos ya tú sabes, después suavizar con naranja agria (¡qué agrias!) y así las cosas. Y hubo empleados de morgue que hicieron su agosto con manteca al menudeo. Y pizzerías cuya fundamental materia prima eran los condones. Y traficantes de pan con bistec de colchas de trapear asesinadas. Y hubo pavo de altura (aura tiñosa), conejo de tejado (gato), cordero de portal (perro). Y beri-beri y tabletas amarillas contra el beriberi. Y hubo Al combate corred bayameses, y Si entran, quedan. Y hubo madres que resistieron hasta el final sin emputecerse y padres que no se alcoholizaron. Y hermanos que no tuvieron sexo con sus hermanas, supongo. Y policías e inspectores que no fueron hipnotizados con el péndulo de los sobornos. Y jefes incorruptibles. Y programas de televisión inteligentes. Y suculentos hipopótamos robados de los zoológicos (lo peliagudo fue encontrar una forma de matarlo: hubo que dispararle tres veces al animal y una al custodio). Y el cierre romántico, es decir, fatal, de un tiempo que da luz a otro por medio de una metáfora espantosa: veintiuna voluntades en pugna contra la asfixia final en un contenedor cerrado de oriente a occidente, en el que iban, ya muertos, nuestros padres. Eso dice mi hermana. 219
Diciembre es el mes más cruel. Engendra machetazos. Es difícil encontrar una ambulancia o un Cuerpo de Guardia con localidades disponibles. –Llaman de Holguín. Están a tope. Preguntan si nos pueden mandar unos casitos de arma blanca. –Dile que prueben con Santiago. Esto parece la batalla de Mal Tiempo. El personal desfavorecido por la tómbola o que ha entrado en arreglo$ con sus colegas, entre sutura y sutura, aprovecha para bajar un poco de Havana Club, comer chicharrones, sacarse fotos. Las operadoras de la Central de Ambulancias repiten una y otra vez Entendemos, salgan en lo que puedan, vayan adelantando, qué le vamos a hacer, el bloqueo genocida de nuestros vecinos del norte, oh, lo lamentamos, pero el parque está vacío, llamen a la policía, a los bomberos, la carretera central no está lejos, priorizamos emergencia uno, que estén vivos, sí, Genaro, alcánzame otro chicharrón, cómo que no quedan, encontraron una muchacha cerca del psiquiátrico, ¿una pedrada?, ¿viva?, anjá, déjate de chistes, ¿no tienes una cervecita por ahí?, Central de Ambulancias, buenas noches. Las nubes se desplazan hacia el este. Esta es la primera noche en veinte años sin una llovizna siquiera. Exiguas gotas de grasa empiezan a salir del lechoncillo, a gotear sobre las brasas, a 220
oler. Los pocos invitados cuerdos a los que el Doctor logró persuadir con el argumento de la comida y un cóctel preparado por él mismo a base de alcohol y sirope misterioso, se esconden en un extremo del patio. El Doctor conversa con ellos, oculta con su cuerpo la perspectiva de un loco nuevo al que nadie hace ya mucho caso, seguro una adquisición de última hora tramitada por Idalmis. El Doctor mira al cielo y se frota las manos y bebe largamente de un vaso azul enorme en cuyo fondo se lee Inv373 Hosp siqia. Uno de los enfermeros le informa que la leña no alcanzará, que la jutía esa va a quedar cruda, qué hacemos. De los invitados alguien se ofrece, En mi casa hay carbón, no lo dije antes porque no sabía, No hace falta, ya inventaremos algo. Todo iba sobre ruedas. La idea (el disparate) de celebrar el fin de año fue suya. Raúl y Fabián estaban en la cocina, ocupados con el arroz congrís y las yucas. Los demás asistentes supervisaban a los violentos y catatónicos. El Doctor Diego quería ver a La Muchacha. Y darle la sorpresa a Julián, se lo había prometido. Aunque los jefes prohibieran cualquier propaganda religiosa en el hospital, él siempre se las arreglaba para franquearle el paso. La última vez que hablaron, le explicó sobre sus planes de preparar una fiesta. ¿Vendrías? Por supuesto, dijo ella. Y él sabe que, como las ambulancias, puede llegar en cualquier momento, y que como las ambulancias puede no llegar nunca. Conversa con los invitados y beben del vaso azul mientras el back221
ground de los monólogos se eleva a un cielo cada vez más limpio, próximo, imposible. –Los pacientes han dispuesto una pequeña gala cultural. Canta: Josué Peña. «Estoy loco por ti». «Tú me vuelves loco» y «Locura de amor». Actúa: Pedro Molinet, «Hannibal Lecter: el regreso»: performance humorístico. Aplausos: los que no tengan las manos amarradas. Previsiones: sprays de cloroformo. Y bastones voltaicos. Pero guárdenme el secreto. –Los de afuera no están mejor que nosotros. Los de afuera no existen. El mundo es aquí, ahora. Nadie me mira. Pongo la mano en cualquier parte. Quiero recordar palabras. Las palabras no vienen a mí. No están disponibles. Alguien las usa, alguien abusa de ellas, es inevitable, inmundo, que la realidad sean esos ridículos garabatitos, que hasta que alguien o algunos no terminen con ellas yo no pueda empezar con ellas. Y cuando esa palabra (posiblemente más de una, demasiadas, es inevitable, inmundo, un montón de _ _ _ _ _ _ , un océano de desechos, una luz que existía en Génesis antes que los astros) venga o vengan a mí faltará la siguiente y perderé la que ya tenía, siempre ocurre. Las más comunes son _ _ _ _ _ _ , _ _ _ _ , _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ , _ _ _ _ _ _ , _ _ _ _ _ _ _ _ , entre muchísimas otras (si regresan las palabras, se impone rellenar los espacios, o rellénenlos _ _ _ _ _ _ _ mismos). Pienso en Dios, en Rebeca, en el Gran Carnaval, luego existo. Cuando alguien 222
lo recuerde o hable de él, de ellas, estaré muerto. Pienso en Indira y al momento se me olvida su nombre y desaparece mi brazo izquierdo, Indira, soy yo otra vez. Recuerdo a esa señora y al hijo de esa señora, su felicidad, cuando yo regresé a casa esa noche, Andrea querida, cojeando. El Doctor dice Atiendan para acá y el lechón gira sobre el fuego apagado. Tenemos un sencillo acto cultural. Bla bla bla. Retórica. ¿Por qué no dijo Llegó la hora, a joder con estos locos que se lucirán pa ustedes, cójanlo que es gratis? No. Sencillo acto cultural. «Para cerrar con broche de oro…» Cerrar con broche de oro. Con botón de esmegma. Con. Todas las cosas por el Verbo fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. El Doctor está borracho. Su voz de falsete corta la grasa de las otras voces y llega a mí. Calla y me devuelve el nombre de Indira, que ha estado repitiendo una y otra vez a sus invitados, cuyas caras también desaparecen a menudo tras el vaso azul. Tengo que esforzarme para que mi discurso no se acabe nunca. Si me callo desaparezco, así de simple. Este lugar es el cerebro de Dios, un archivo se suplanta con otro, si me callo desaparezco. El de las muletas vuelve a decir Indira y yo espero que termine para decir que el de las muletas ha vuelto a decir Indira, sorpresa, voluntaria, le lava el culo a las viejas, demencia senil, hace mucho que no viene, oyeron hablar del tiroteo, eran amigos suyos, ellos tampoco saben dónde está, de quién se 223
esconde, es linda, linda, linda. Desde aquí pienso en Rebeca. Soy la neurona de Dios encargada de pensar en Rebeca y en Andrea y en Gisela y en mí para que sigamos existiendo, para que el lechón baile, para que los aplausos se escuchen, para que el sencillo acto cultural no acabe y así los otros me roben las palabras, la existencia. Todo lo visible tiene un fin y de pronto, quién lo diría, no me provoca ser un animal eterno, uno que corretee entre dunas de nubes o pastizales de vapor, infinitamente, infinitamente. El parloteo del de las muletas se traga una parte de mí, sigue comiéndome. Me recuesto al muro porque nadie emplea el pronombre «me» ni la primera persona en singular de «recostarse» ni la contracción «al» ni el sustantivo «muro». Ahora los demás ríen y yo no puedo hacerlo. Ahora una sombra crece en el pasillo, viene hacia donde estoy, yo la veo desde mi precario equilibrio. Funcionamos en cámara lenta para que la agonía resulte más exacta. Si «lloviera» como cada noche desde hace veinte años todos saldrían corriendo pero las nubes se han desplazado muy al Este y terminan los aplausos y yo (qué estúpida neurosis imaginar que existe algo como un «yo» y que a la vez sea lo único que tenemos mientras dura) desapareceré. Pienso: Gisela, Andrea, Rebeca, la sombra crece en el pasillo, pero no logro verlas. Hay frases que determinan un color, una anatomía, y esas frases no están disponibles y parece que estoy sentado sobre la tierra. Pienso en Yolexis. Pienso en los hombres afei224
tándose con una navaja colectiva, un hilo de acero ya, el perfil de la pantera que se disipa, ellos no conocen la costumbre (más antigua que su navaja Pantera) de acicalarse antes de la batalla. Pienso. Soy la mitad de mí. Soy. La sombra que corre hacia mí en el pasillo crece. –Dice mi hermana que: en cada provincia, menos en La Habana, los carnavales fueron suspendidos. Todo el mundo se sintió como la mierda pero qué se le iba a hacer. Era la Opción Cero, qué rico. En aquellos días estaban pasando cosas que después serían normales o que creeríamos haberlas soñado pero que entonces nos parecían insólitas y terribles de ver y de oír. De la noche a la mañana, literalmente, desaparecieron: toneladas de relojes Poljot y Slava; aquellos abriguitos estúpidos con costuras en forma de equis y más equis sobre los forros; las cerbatanas con seis dardos adhesivos; las latas de leche en polvo con la madre y el bebé en un perfil dichoso a sobremanera; calderos y refrigeradores. Frazadas peludas. Etcétera. Que no hubo piezas de repuesto para resucitar los teclados Roland ni modo de renovar las trompetas oxidadas de saliva y sereno, ni para las guitarras alambres o cordeles de pescar. Que tampoco había fondos para solventar el trabajo de los músicos. Que por iniciativa personal los jefes del entonces pueblo, más tarde ciudad, consiguieron alguna cerveza (muy poca y calientísima, la gente simulaba emborracharse como esos adolescentes que fuman oré225
gano que les han pasado por marihuana, la sangre corrió en las colas y llegó al río y al mar que es el vivir que es el mal vivir), además de unos grupitos acústicos del tres al cuatro. Ciertas personas fueron autorizadas a vender caldosa de pescado, casabe con lechón, pizzas de raíces y tubérculos, guarapo (entonces no constaba la costumbre de raspar las cañas antes de molerlas y niños a los que aún sus padres no llevaban a conocer el hielo porque no había). Cuatro cueruzas con el cuerpo lleno de cicatrices encaramadas en una carreta remenearon el culo flaco ante la burla general. Las cajas de cigarros valían veinte pesos o más cuando las encontrabas. Y las botellas de alcohol noventa rebajado con agua o el aguardiente de excrementos humanos (dicen), cuarenta pesos. Dice mi hermana que cómo es posible que el mejor baloncestista de la historia se haya convertido en pelotero, a quién se le ocurre, que el tractor con las cueruzas (a una la encontraron muerta en uno de esos refugios interminables e interminados en los que nadie se mete ni para huir de la policía o traicionar al cónyuge, Francisca siempre engaña, porque como se sabe la tierra en este lado del país no tiene consistencia) se quedó sin petróleo a media calle. Eso fue todo. A los músicos les pagaron con ovejas. La ropa interior era de pulóveres reciclados. La difunta se llamaba Andresa o algo así. Gran Carnaval. Ese loco debe estar loco. Pero mi hermana y yo no estamos locos. Deja que se ponga más oscura la noche. Deja. 226
Un tipo a toda máquina por el pasillo. Tres enfermeros detrás de él. Párate, Julián, párate. Ella, perdida entre los pasillos, no encuentra la habitación donde la espera su novia en una bondadosa posición de bondage. Los enfermeros corren y me muevo cada vez más rápido, no podrán tenerme, amor. Ella se mueve, de su ombligo gotea miel y leche, el apagón la confunde y no desea ser vista por nadie más que por su novia. Y detrás de cada puerta puede haber (hay, ella lo sabe) una especie de monstruo. Al fin consigo llegar al patio, voy a ti, Indira. Los enfermeros muy atrás. «¡Aire, aire!», vocifera. (Nadie les hace caso, solo yo, que siempre miro para después contarles cómo sucedieron las cosas, muchachos). Entonces el miedo surge de una puerta y la persigue. Falta poco para el muro perimetral pero la cosa, el sujeto, avanza. Inclina la cabeza y avanza. Si ella no se hubiera asustado. Pero se asustó. Si el hombre se hubiera detenido o no hubiera arrojado la piedra. Pero no se detuvo y arrojó la piedra. Crack. Lo va a conseguir, pensé. Con esa velocidad, si salta, podrá superar el muro y perderse en el mundo que no es ancho ni tampoco ajeno. Ella salió al patio y también, como el hombre, como tantos y tantos de nosotros, continuó hasta el muro. El muro reventó la cabeza del corredor 227
y la piedra reventó la cabeza de la muchacha. Dos cuerpos tendidos en la hierba y trozos de cerebro y coágulos de sangre sobre la hierba en dos tiempos distintos, cercanos. El policía casual y el Doctor con muletas nerviosos ante los cuerpos. ¿Está muerta, muerto, Oficial, Doctor?, preguntan los curiosos. No sé, no sé, respondieron a dúo con minutos de diferencia. La ambulancia no aparece en ninguno de los casos. El formidable mecanismo de la apatía comienza a trabajar. Los carros circulan. El cerdo gira. Solo una mujer muy bronceada que sale de entre los curiosos y un loco nuevo al que le falta un dedo meñique se aproximan a las figuras tendidas, se agachan, ponen sus manos sobre las cabezas rotas. El mundo está de fiesta, hoy es el día sin muerte, el día en que la muerte no nos intimida. Cierran los ojos, repiten la misma frase: («¡Levántate y anda!»). No los abren aún para ver qué ocurre. No les importa llamarse Rebeca o Juan Carlos, Zeta o Josué, estar en el manicomio o cerca de él. Solo esperan el milagro que debe ocurrir, que va a ocurrir, está ocurriendo. Para que algo tenga sentido de una buena vez. Y, claro está: para que la fiesta continúe, muchachos.
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Novelas de Gavetas Franz Kafka 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12
Orlando Freire Santana, La sangre de la libertad Orlando Luis Pardo Lazo, Boring Home Ernesto Santana, El Carnaval y los Muertos Ahmel Echevarría, Días de Entrenamiento Frank Correa, Larga es la noche Ángel Santiesteban Prats, El verano en que Dios dormía Abel Arcos, 9550: Una posible interpretación del azul Julio Jiménez, Un mundo tan blanco Abel Fernández-Larrea, Shlemiel Aventuras y desventuras del señor Mostaza Nonardo Perea, Los amores ejemplares Martha Acosta Alvarez, La periferia José Alberto Velázquez, Cierra los ojos, no respires
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Cover photo c 2017
Con un lenguaje lúdico, íntimo y a veces alucinado, José Alberto Velázquez hace un recorrido por el Dasein sexual tunero, ese que a veces está tan lejos de la Habana como de Moscú, aunque intervenga y goce en ambos lugares. Espacios que no solo son narrados desde una mezcla de escritura y experiencia (ojo: en esta novela la escritura es un personaje más), sino desde una particular monstruosidad. Esa que hace que los personajes se desplacen dentro de una suerte de telaraña agónica y, a la vez, se comporten como si no hubiera mañana. Esa que convierte a todo el libro en un territorio de bocas, secreciones y hospitales.