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El robo perfecto
No es la primera vez que sustraigo material audiovisual. No hay razones para sentir nervios. Nadie se dará cuenta. Es sencillo. Me llevo trabajo a la casa. Entonces por qué las manos me sudan. Por qué la cara caliente. Por qué este temblor. Relájate, pienso. Actúa con naturalidad. Eso es.
Entro a la base de datos. Aquí está la transmisión de ayer. Lo mejor será descargar todo el archivo. Descargo el video. Es larguísimo el video. Veinticuatro horas ininterrumpidas. En algún momento tendré que recortarlo. Pero no en el trabajo. Sería sospechoso. Son las cinco de la tarde. Guardo el material en el bolso. Se acaba el horario laboral. Hasta mañana, digo. El jefe me retiene. Un momento, dice. Por qué tanto apuro.
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Sus ojos suenan pip como un lector de códigos de barras. Mis dedos sostienen con fuerza el bolso. Dentro del bolso el video usurpado pide socorro. A gritos lo pide y solo yo lo escucho. Cállate, pienso.
Venga a mi despacho, por favor. El jefe nunca dice por favor. Las palabras oxidadas caen estrepitosamente contra el suelo. Estamos frente a la puerta de salida. Afuera aún es de día. Una luz al final del túnel. El jefe se aleja de la puerta. Yo le sigo los pasos. Entramos a su oficina. Es un lugar limpio y bien iluminado. Hay tanta luz que podría creerse el centro mismo de la ciudad. Tome asiento, dice. Deje su bolso en aquella silla, dice. Póngase cómoda.
La silla es amplia y suave. La mesa es inmensa y brillante. Todo es blanco. Yo soy el punto más oscuro del local. El jefe también es brillante. Su piel está hecha de bombillas. Las mismas bombillas que forman las paredes de la oficina.
Sus dientes son diminutas bombillas. El jefe combina con el decorado de la habitación. Nunca sabré si el jefe se parece a la oficina o la oficina se parece al jefe. Es un negocio de familia. Su padre también tenía pequeñas luces por todas partes. Y las paredes siempre han sido las mismas desde que existe el negocio del software. O desde que existe su estirpe que a fin de cuentas tal vez sean la misma cosa. Una oficina a imagen y semejanza del jefe o viceversa. El jefe es un endémico. Este hombre nunca vivió debajo de una roca. En su hombro derecho no existe la cicatriz del hierro caliente. Su esposa también está hecha de pequeñas esferas de luz. Sus hijos son gigantescas esferas de luz. Este hombre podría quemarme con los ojos. Este hombre podría aplastarme con la punta del zapato. Este hombre tiene el poder. Y yo estoy metida en la silla de la oficina. Y yo me hago pequeña dentro de la silla. Y mis piernas no llegan al suelo. Y mi voz es un susurro. Soy más y más pequeña. Los objetos son más y más grandes. El jefe me sostiene con la punta del dedo índice y pulgar.
Me levanta. Me deposita en la superficie pulida de su gigantesca mesa de escritorio. Parece un espejo la mesa. Cierro muy bien las piernas porque traigo una saya. Desde el bolso, la voz del video se burla de mí. Soy una pulga sobre la superficie de la mesa.
El jefe hala una gaveta. Se escucha un ruido apenas perceptible. El jefe extrae una lupa inmensa. Desde arriba me observa. Desde abajo miro el gran ojo ampliado por el cristal. Me informaron que anoche saliste en las noticias, dice. No se lo esperaba. Quién lo iba a decir. Una simple programadora. Algo suena pip como un lector de códigos de barras. Pero este es un sonido amplificado. Ensordecedor. Tal vez se deba a la acústica de la oficina. Es un lugar hermético. Nada de lo que suceda aquí debe salir afuera. Podría gritar. Afuera nadie escuchará, ni siquiera el guardia de la puerta. Tenemos una escritora con nosotros. El jefe está confundido. De golpe siente que está cerca de una celebridad.
Pero algo no concuerda. Una celebridad no luce como yo. No lleva mis ropas. Ni mi cabello. Ni mis ojos. Las celebridades tienen canales de seguimiento
VIP. En este país un escritor nunca será una celebridad. Pero de algún modo el jefe recuerda que alguna vez hubo un tiempo distinto. Y sospecha. Y pregunta. Él no sabía que tengo un libro publicado. Casi nadie lo sabe. Una escribe un libro y no pasa nada. Antes creía que escribir un libro era algo extraordinario. Una pensaba en los periodistas, llegando en tropel. Pensaba en una sala llena de lectores, setecientos lectores queriendo escuchar lo que tenía que decir. Una había visto demasiados capítulos de la serie
Californication. Una había leído demasiadas novelas donde los escritores eran personas de éxito. Una se creía que podía cambiar el mundo mediante la palabra escrita. Una era demasiado joven. O demasiado imbécil. Por así decirlo.
El jefe quiere uno de mis libros. Un ejemplar firmado que luego no va a leer. No importa que yo le cuente que no me quedan ejemplares. El jefe quiere sentirse privilegiado. Le digo que puede adquirirlo online en Amazon y Lantia. Pero el jefe no está dispuesto a gastar su dinero en mí, por muy bajo que sea el precio. El jefe no entiende o no quiere entender las cosas más elementales. Y sospecha. Y pregunta. Cuánto pagan por un premio literario. Cuánto por cada edición. Por cada libro. Le sorprende la cifra. Es muy poco, dice. No vale la pena, dice. Por qué lo haces, dice. Esa es una buena pregunta. Por qué lo hago.
El jefe quiere saber si escribo en horario laboral. Le respondo que no. Ni aunque quisiera podría hacerlo. Necesito cierto estado mental. Acá me es imposible. El ojo se acerca aún más. Un estado mental, repite. Puedo sentir el aliento del jefe. Un vapor caliente que me arde sobre la cicatriz del hierro caliente.
No quiero que haya problemas en el trabajo por culpa de ese hobby. Por qué lo dice. No quiero que luego venga a pedirme permiso para ausentarse. Descuide. No quisiera tener que despedirla. Trago en seco. Soy la única entrada fija de dinero que tenemos mi marido y yo.
Cómo va con el trabajo, pregunta. Ya casi termino todas las tareas de la semana. Te llevas trabajo a la casa, pregunta. Recuerdo que el video usurpado está en mi bolso. Dudo. Afirmo.
Salimos de la oficina. Caminamos por el pasillo. La salida está al final del túnel. El sol alumbra con menos intensidad. Pronto se hará de noche. Puedo llevarla a su casa si me hiciera camino. Es demasiado lejos. La puedo adelantar. No hace falta. La parada del ómnibus es muy cerca.
En la puerta, el jefe me cachea el cuerpo frente al guardia de seguridad. Todo en orden, dicen.
Bajamos las escaleras. Yo bajo con cierta dificultad. El bolso pesa demasiado. Aún no me recupero del todo. Aún no alcanzo mi estatura habitual. Miro al reloj. A las siete sale el ómnibus. Aún me quedan algunos minutos. Hasta mañana, digo. Dentro del bolso el video usurpado grita cada vez con menos fuerza. Aprieto el bolso. Tengo ganas de salir corriendo. Sospecharían. Una persona que corre por la calle siempre es sospechosa. Relájate, pienso. Ya casi llego.