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III
III
Soy un fantasma, lo sé, no puedo hallar una definición más exacta.
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Fui el niño que miraba con ansias de abarcarlo todo, siempre solo, corriendo por los pasillos de aquella casa colonial de puntal alto, en la que por algunas décadas ellos vivieron felices: mis padres, fueron los primeros en hacerme sentir un ser etéreo.
La mayor parte de mi niñez anduve escondido dentro de armarios donde aprendí a construir un mundo de fantasía, repleto de soldados de plomo. A escondidas jugaba entre almohadones y sábanas almidonadas, muchas veces me quedaba allí dormido hasta el siguiente amanecer, después reaparecía y era como si nada, para mis padres yo, supuestamente, había estado allí junto a ellos a la hora del almuerzo o la comida.
Cuando algún que otro fin de semana, los tíos traían de visita a mis dos primos, nunca los dejaban en paz, no les permitían acercarse al agua que se desbordaba en el pozo del patio trasero, ni romper huevos para hacer merengues, ni jugar a las bolas o al trompo, porque podríamos quebrar algún adorno, siempre trataban a los objetos decorativos como si fuesen cosas demasiado importantes. La tía Lidia con su cuello de jirafa se paraba frente a ellos y tomándolos de la mano les propinaba unas nalgaditas, mascu-
llando en voz baja: «no deben jugar en el patio porque es peligroso y hay mucho fango; ni robar las uvas del vecino, eso es un delito; ni esconderse bajo los muebles; ni tocarse unos a otros; tampoco pueden gritar ni correr todo el tiempo.»
En cambio para mí nunca hubo nalgadas ni regaños. Y todo gracias a ser un fantasma al que todo le era permitido. Por eso mis primos sentían envidia, y desde los asientos me miraban con tristeza; a mí sus expresiones solo me provocaban risa, una risa que por momentos hacía que se me entrecortara la respiración, y no se trataba de sus caras, sino de verlos allí como si hubiesen sido cementados por los fondillos, moviendo los pies, haciendo círculos en el aire con aquellos ridículos zapatos con hebillas plateadas.
Con los años fui creciendo y aprendí a pensar, supe discernir entre el bien y el mal, y sobre todo me conmovió saber que una parte de lo que comía se convertía en sangre, que mi cuerpo contenía: arterias y huesos, y que todo lo que se movía a mi alrededor llevaba el extraño nombre de realidad.
Por esa razón no quedé exento de dolor cuando supe que a mi padre, al que siempre admiré y quise a pesar de saberlo tan distante, irremediablemente lo devoraba un cáncer. Por un período de tres meses resistió postrado. Día tras día vi cómo su organismo iba debilitándose. Fue un hombre fuerte y en corto tiempo de-
jó de serlo. Aunque se empeñaba en hacernos creer que aún conservaba algo de energía; en las madrugadas lo veía levantarse para ir al baño. Nunca dejamos de vigilarlo, en múltiples ocasiones quise brindarle mi ayuda, pero siempre se negó a recibirla diciendo: «déjame solo.»
Cada vez sus brazos se hacían más finos y resecos, los ojos perdían el brillo natural para terminar sepultados entre la frente y los pómulos. Dejó de levantarse por sí mismo, solo daba algunos pasitos junto a mi madre. Con los días, su barriga adquirió la dureza del diamante, los vómitos se hicieron más asiduos, y la sed y la desesperación se fueron tragando de un sorbo todos esos años tan felices. Ya en el tercer mes, una noche exclamó mi nombre, tal vez alucinaba, «acércate» y me arrodillé a su lado, al parecer para él ese día yo dejaba de ser un fantasma, por primera vez besó mis mejillas; intuí que tenía algo que decirme y le hice la pregunta, entonces su lengua se enredó de tal manera que no pude entender lo que luchaba por explicar. Noté que en solo segundos la piel le cambió de tono, y se quedó frío como animal disecado. Fue entonces cuando la realidad se convirtió en una palabra vacía.
Esa noche lloré sin detenerme, quise retener sus manos en mi cara y sentí miedo al pensar que después de muerto, él pudiese aparecerse en cualquier sitio, porque no se sentía complacido al marcharse así, sin decir lo que no había podido decirme en vida. Pero fue mi madre quien comenzó a presenciarlo.
Lo mismo lo encontraba sentado cómodamente en la poltrona que llevaba labrado su nombre bajo la enorme cabeza de un león africano, o lo veía sembrando hortalizas en el jardín.
Cada una de las noches lo escuchaba trastear en los utensilios domésticos, preparándose un café o desgranando cabezas de ajo. Muchas veces lo sentí caminar arrastrando los pies hasta el baño, silbando una canción cualquiera.
Muy a pesar de haberle jurado que después de muerto nunca abandonaríamos la casa, mi madre no se sintió capaz de resistir el miedo, en poco tiempo comenzó a padecer de insomnio, se alimentaba mal, por lo que su estómago se hizo débil e intolerante. En unos cuantos meses ya era una mujer enferma y llena de temores.
Cuando preguntó qué podíamos hacer en una circunstancia como aquella, me sorprendí un poco porque era la primera vez que me tomaba en cuenta, le comenté que lo mejor era pedir dos casas por una, para perdernos de allí e irnos bien lejos.
Transcurrido todo un año, cada cual tomó por rumbos diferentes. Alejarse de mí no le causó efecto alguno, solo experimentó una agradable alegría al poder marcharse de la casa, que según ella, aún olía a medicamentos. Yo simplemente me fui.
Sin embargo la situación no trajo cambios relevantes, porque mi pobre madre continuó padeciendo de insomnio, adicta a los narcóticos y
perseguida por el recuerdo de un hombre muerto. Solo me visitaba de vez en cuando. Y yo, seguí siendo el fantasma solitario de siempre.
El abandono solo me ayudó a buscarle un sitio a mis ideas, a transformarme en alguien más razonable, creí y estaba convencido de que lo más importante era reabrirle un trecho a la imaginación, para darle un rotundo vuelco a la vida y comenzar a crear. Lo hice sin detenerme, bajo el pulso de mi mano, di forma y matiz a narraciones nada felices. Con miles de palabras cubrí hojas donde mediaban conflictos o situaciones poco idílicas y nada alentadoras, las preñaba de violencia, sin poder escapar muchas veces de lo común. Me distancié de esa felicidad que todos aguardan impacientes, echaba a un lado todo lo que apestaba a esnobismo. Poco o nada me interesé en hacerme la idea de que en un posible futuro mis publicaciones serían sustanciosas y bien pagadas. A toda costa quería hacerle saber a una parte del mundo que yo existía. Dar de comer al ego para sustentarme a base de reconocimientos, solo quería eso, desconociendo si era o no algo correcto.
Sabía que la mejor manera para insertarme en el mundo literario era enviando material a concursos, así lo hice y a partir de ese momento me convertí en una persona impaciente y neurótica. Durante largos y tortuosos meses esperé llamadas telefónicas, telegramas; cada vez que sonaba el timbre del teléfono corría a levantar el auricular, pero nada, nunca escuché una voz en tono misterioso, que supuse debía anunciar:
«buenas, usted ha obtenido un premio literario por lo tanto debe estar presente tal día, a tal hora, en tal lugar.» Y quedé aplastado por la espera. Pensé que mi estilo los hacía sentir insatisfechos, que no les interesaba por insípido, decadente o tremendista.
Hasta que un día cualquiera, Diana llegó para ofrecerme su cariño junto al cuerpo. Con sus palabras y besos supo rehacer para mí otra vida, una vida muy diferente a la que había edificado en mis sueños. Pronto me hizo saber que era una notable estudiante de filología, y que su mayor frustración se basaba en que por alguna razón desconocida le era imposible redactar con fluidez alguna historia. Desde chica, en sus sueños deseó ser otra cosa y no una simple bibliotecaria de escuela donde día tras día, en las mañanas tenía que lidiar con niños comunes; mostrencos que no hallaban algo especial en la literatura. Para nada se interesó en la medicina ni la política, nunca le prestó atención a los que se empeñaban en formularle la pregunta de siempre, mirándole a los ojos con sus caras de adultos: serias, gordas, estúpidas: «¿Qué quiere ser la niña cuando crezca?». «Qué comemierdas, voy a ser puta, quiero ser bien puta», pensaría riéndose y lanzando saliva hacia todas partes. No le importaba la docencia, muchísimo menos se convertiría en una frígida y apetecible azafata, o en una ingeniera robotizada, ella solo anhelaba ser como Virginia Wolf, Tomas Mann, Borges, Neruda, Rulfo, poder comenzar una historia como lo hizo Sartre en La infancia de
un jefe: «Estoy adorable con mi vestidito de ángel». Ser Catherine Mansfield, Saramago, cada uno de los heterónimos de Pessoa. Ser Carpentier, Lezama, y en última instancia, hasta hubiese acariciado la idea de encarnar a Corín Tellado o Agatha Christie. No toleraba la literatura policial porque ya tenía conocimiento de los ardides y fórmulas que con frecuencia empleaban los escritores del género. Confesó haber llorado mucho intentando llenar una cuartilla; en ocho o diez horas solo conseguía hilvanar situaciones poco atractivas, carentes de valor e hilaridad.
Sospechaba que algo en el interior de su cerebro la hacía bloquearse por completo, haciéndola una persona totalmente inútil frente a la hoja.
Un instante feliz e inolvidable en mi vida lo tuve cuando una noche miré fijo a sus ojos y vi como resplandecían al elogiar aquellos cuentos.
Como una conocedora, durante meses se dedicó la corregirme la ortografía, hacía hincapié en lo necesario de una excelente construcción y armonía, me impartió clases de lógica y orden sintáctico, de metáforas y monólogo interior, no excluyó la naturalidad y el estilo, los vasos comunicantes, la caja china, ni la aguja en el pajar. En más de una ocasión no perdió la oportunidad de acudir a Voltaire recitándome la conocida frase de que una palabra mal colocada es capaz de estropear el más bello pensamiento. También recurría a Stendhal al decir que el hombre poco claro no puede hacerse
ilusiones: o se engaña a sí mismo, o trata de engañar a los demás.
Y de nada me sirvió creer que en algún momento podría llegar a ser un triunfador, y es que todas las ilusiones se posaban en mis manos y terminaban escurriéndose como agua. Llegué a presentir que una sombra arrolladora, venida del más allá, quizá mi propio padre, creyendo estar haciendo un bien, solo conseguía lo contrario interponiéndose en mi destino, y a base de empujones me tironeaba hacia ese lugar llamado Fatalidad.
Luché contra la insatisfacción y la entropía, contra los malos pensamientos; esos que te hacen desear cosas horribles hacia tus semejantes, luché contra la impaciencia y las ganas de cercenarme las venas, contra la frustración, el miedo y la poca suerte.
No me encontraba bien cuando tomé aquella decisión que meses después creí deliberada, yo mismo había propiciado tal descalabro. Quizás en mi mente disminuyó el riego sanguíneo y por eso me quedé en blanco, cuando le propuse a ella que tomara mi lugar. Y accedió, lo hizo para en poco tiempo darse a conocer como una triunfadora de vanguardia: «Diamela Pared, la nueva promesa de la literatura cubana», mientras yo, solo funcionaba como un eslabón atado a sus pies, sin dejar de ser nunca un fantasma.