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De sueños e ilusiones
De sueños e ilusiones
El reloj despierta a las cinco de la madrugada y el cuerpo de Víctor se resiste a dar el sí de inmediato. Ahora su mente se concentra en el pequeño espacio, bien sabe que la alarma ha disminuido de tanto sonar, y que él ya está bien despierto, desde ese momento todo comienza a formar parte de la realidad. Respira profundo y maldice haber sido interrumpido en el mejor episodio del sueño; un sueño que de tan real lo hizo erotizarse al presenciar a Ron Shkedi despojándose de las ropas, convidándolo a darse un baño de vapor donde habían cientos de shkedis multiplicados, todos bien desnudos tocándose unos a otros, jadeantes, pronunciando frases en español que no solo eran estimulantes al oído, palabras que de inmediato se revistieron de desilusiones y quedaron varadas en el camino de vuelta.
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Exhala, inhala, hasta sentir que tanto oxígeno es suficiente, aún tendido, primero separa de la colchoneta cabeza y torso, sin despegar ni un solo momento los párpados echa a un costado la sábana, se incorpora, da un pequeño giro que parece quedar congelado en la pereza, saca los pies al vacío y cuando apoya sus plantas siente la humedad en el piso.
Camina a tientas por la oscuridad del cuarto, ahora solo las manos escudriñan, se desplazan por las paredes descascaradas por falta de pin-
tura, hasta llegar al encendedor para accionarlo y escuchar el clip. Abre los ojos en vano porque aún todo conserva la oscuridad de un sueño, con la diferencia de que situaciones similares a esta no cambian con tanta facilidad. NO HAY LUZ, y ni siquiera puede predecirse para cuándo volverá, lo peor es que aún todo está en penumbras y no tiene fósforos ni velas disponibles, ni siquiera un trozo de algodón para colocar encima de un platito y rociarle un poco de aceite de bacalao. «Manda cojones.» Entreabre un poco más la ventana de la habitación y la cocina para dejar entrar el escaso destello de una luna que ya amenaza con extinguirse, y que en verdad no sirve de mucho. Se dirige al baño, lleva un recipiente con agua y se lava los dientes, después se manosea la cara y sus dedos descubren la aspereza de los cañones atravesándole la piel, detesta no poder rasurarse en las mañanas. ¿Qué se dirá de él en el trabajo, y si en el camino se encuentra a algún conocido o alguien que valga la pena para invitarlo a casa a escuchar algo de música, o cualquier otra tontería? Resignado, se sienta sobre la fuente y puja para de una sola vez liberar toda la mierda que almacenaba dentro de sus tripas.
Se lava con la misma agua que dejó en el fondo del jarrito y la siente demasiado fría, inconscientemente huele la yema de los dedos y se cerciora de que no le quedó limpio del todo, pero no le da importancia, decide terminar la acción con una toalla porque regresar a la cocina con esa oscuridad sería demasiado tedioso,
además de tener bien claro que nadie le olería el culo en la mañana.
Se viste de prisa, apenas sabe si escoger entre las botas o las sandalias: tin marín de dos pingüé cúcala mácara títere fue. Alcanza las sandalias, vuelve a respirar hondo y ya algo más acostumbrado a sentirse lechuza va a la cocina e introduce una de sus manos en el interior del viandero y coge una guayaba que el día anterior había visto semioculta entre jabas de nylon. La toma como si se tratase de un trofeo, se la acerca a la nariz, la acaricia con las manos y casi se humedece por el roce prolongado, poco antes de llevársela a la boca para deleitarse dándole el mordisco, da dos pasos a su izquierda, abre la tapa metálica de un tanque con agua y allí mismo la sumerge.
Sumido en lo que creyó un necesario lavatorio, se concentró en ver lo que semanas atrás había presenciado: manadas de ratas retozando por patios y techos ajenos, burlándose de gatos y de los míseros trocitos de queso colocados en trampas inservibles.
Ya limpia, la frota en la camisa, como si más que una simple guayaba se tratase de alguna fruta exótica.
Quizás sea una manzana de corteza muy verde, sí, porque ahora la ausencia de luz se presta para hacerle creer que en la mano poco visible, más allá de una simple guayaba pueda sostener cualquier otra cosa mucho más deseable.
Mientras come se dirige a la ventana de la cocina y de un tirón la cierra. No duda que
puedan estar expiándolo, desde que vive solo cree que alguien entrenado en el oficio de paparazzi se dedica a controlar y husmear su intimidad.
Termina la fruta y con gusto se relame los dedos. Ahora no encuentra una explicación para lo que sucede, no tiene idea de por qué toda la piel se le eriza y enfría. Comienza a presentir que no está solo. Siente miedo, ese temor que ya se había prometido mil veces no dejar crecer como un simple parásito dentro de sí; pero llega sin que pueda evitarlo, las raíces se condensan bajo los pies y se enredan en las piernas; sigilosas se deslizan entre los muslos, suben hasta el torso y continúan en asenso esparciéndose hasta que los retoños estallan en la boca de donde salen como disparos gritos y gemidos difusos.
Es entonces cuando el miedo toma forma, se engrandece y no es a causa de la oscuridad, sino más bien de algo que se gesta en el cerebro y es a consecuencia de los recuerdos que como buril escarban, merodean en la memoria y lo conducen a esas dos semanas atrás, o para ser más exacto, a la madrugada en la que con un beso en la mejilla fue a despedir a Ron Shkedi en las aceras y lo imaginó alejándose, montado en un taxi que se fue en línea recta sin retroceso.
Su intuición lo llevó a creer que de haberse ido todo sucedería como en algunas novelas del corazón, albergó la idea de que Shkedi volviese arrepentido para decirle que lo necesitaba, que
ya no podría vivir sin verlo, de ser preciso se mudaría a la Habana, no le importaría acomodarse en una casa pequeña rodeada de vecinos que dedicaban toda su vida a la crianza de cerdos, mucho menos a ese mal olor entrando por las ventanas al amanecer, ni a los elevados precios del mercado, ni al transporte, el calor excesivo o la gente jodiendo a toda hora, bien que podía sacrificarse en dejar sus videojuegos, sus reality show preferidos, el canal porno y la conexión diaria en internet.
PENSANDOLO MEJOR, regresaría con una jugosa propuesta: sacarlo del país, llevárselo a Tel Aviv a respirar otros olores. Allí rentarían un lindo apartamento que es lo que se estila, enseguida que llegasen se pondrían a trabajar como esclavos para ganar mucho dinero, con unos cuantos miles de shekels comprarían nuevos muebles y para estar a gusto, pintarían el dormitorio de rosa pálido que es el color que le gusta, y las demás habitaciones irían de aqua o marfil, le daría a escoger porque por todos los medios tratará de ser amable. Contratarían a un decorador A, bien pájaro, para que les ayudase a decorar la casa al estilo más mariconazo.
En su corta estancia, a la fuerza le enseñaría algunas frases en árabe y hebreo, le mostraría algo de su cultura y poco a poco lo haría transformarse en una persona totalmente diferente, para entonces ya ni siquiera se llamaría Víctor sino Esther, pagaría enormes cifras para ofrecerle lecciones de yoga, cábala y tantrismo.
Le presentaría a un montón de amigos, todos
rígidos, flacundengos enfundados como momias egipcias.
Los viernes irían a algún sitio especial, lo haría caminar por el mercado Nahalat Binyamin y su calle Sheinkin; allí, después de haber andado varios kilómetros se sentarían cómodamente para disfrutar de un buen café escuchando algo de música, y comprarían objetos que solo servirían para el recuerdo.
Él, acercándose a su oído le recitaría un poema de Bailik, «es el padre de la poesía hebrea», dirá con los labios bien cerca sin sacarle la lengua de allí dentro, y tomados de la mano se irían a la torre de David, donde muy entusiasmado le mostrará una parte de la historia de Jerusalén y aprovecharía para obsequiarle un anillo.
En la noche darían un paseo por la avenida costera, para terminar entrando en alguno de los tantos restaurantes que se especializan en preparar comida para herbívoros.
Después de algunos meses, sintiéndose seguro y muy enamorado, se decidirá de una vez a llevarlo a conocer a su familia para formalizar la unión y concertar la fecha de matrimonio hasta que la muerte los separe. A la perfección le enseñaría a decir en inglés, porque es el idioma que prefieren sus padres: «buenas» «disculpen» «no tengo hambre» «amo a su hijo» «tengo trabajo» «somos felices» «queremos casarnos» «me encantan los niños» «quisiéramos adoptar» «odio a los palestinos» «gracias».
Y aunque hasta el momento toda la familia desconoce sus preferencias sexuales, no les mo-
lestaría su elección, tratándose de un país libre de censura, mucho menos les causaría molestia, saber que su hijo se acuesta con un hombre; un hombre de treinta y dos años y comunista.
Nada del otro mundo, a fin de cuentas, Ron Shkedi con sus veinticinco años, ya era todo un gentleman.
II
Aquí los amaneceres tienen olor a salitre, desde muy temprano los muchachos se adueñan de la calle que está bordeada de gandules, y casi desnudos bajan descalzos a la costa, algunos llevan cámaras infladas, boyas, hilo de pesca, arpones y anzuelos. Van dispuestos a cazar cualquier cosa que aparezca. Desde el balcón los veo alejarse, caminan con destreza por el diente de perro que les ha curtido las plantas. Ansiosos llegan y se sumergen en ese mar frío que por muchas horas redescubrirá los cuerpos de cada mañana y los hará suyos enteramente.
Nunca sé cuánto tardaré en dejar de mirarlos. Ya se ha convertido en un acto cotidiano, una costumbre de antaño, como si se tratase de algo nuevo para mí. Demoro horas queriendo saber qué buscan en realidad y, me pregunto, si hay algo que los incite a seguir buscando, quizá para sobrevivir. Pero luego doy la espalda a todo y prefiero sentarme, cuando veo que al fin ya Diamela Pared ha tomado su cartera y siento ese olor a perfume casero hecho de plantas aromáticas.
Sentarme solo, aunque desde ya hace algunos meses escribir se me hace cada vez más agotador, en muchas ocasiones he intentado ocupar la mente en otros asuntos, pero todo artificio ha sido en vano cuando estoy frente un par de hojas que como gárgolas gritan mi nombre.
En esta mesa me he tragado noche tras noche, madrugada tras madrugada, como un viejo pescador, y no buscando el mejor pez sino la palabra precisa. Pensando en historias entrampadas en las que debo saber cómo maniobrar y decir para no creer que dentro de mí todo esta deshecho, porque sé que sin escribir ya lo soy: un muerto bien muerto, que encima de este cuadrado con cuatro patas apoya codos y manos; estas manos que para muchos otros no serán las mías, como tampoco lo serán cada una de mis letras. Nadie tendrá el gusto de detenerse, ni harán una breve escala para preguntarse o indagar algo referente a mis desvelos o a la manera en que ideo sórdidamente una trama, o elimino sin compasión a algún personaje.
Existen momentos en mi vida en los que desearía que todo lo que acontece a mi alrededor formase parte de alguna historia absurda donde los personajes, todos, incrédulos y engañados, aparecen en cualquier lugar imaginario, sin saber cómo han llegado ni hacia dónde se dirigen, personajes afectados por conflictos insignificantes a los que nunca les hallarán solución.
Yo descrito como personaje. Inmerso en situaciones que no sufren cambio alguno, peripecias que se entrecruzan unas con otras y que por más que se releen nunca tendrán un revés, porque siempre será la misma cosa. Nuestra vida manipulada por alguien que pasa horas, semanas y meses completos, ideando, trazándonos un camino a seguir y que termina siendo un iceberg.
Ese sería un lugar donde no se necesitan alimentos para sobrevivir, allí no se desearía el mal, no se duerme ni se despierta, sencillamente no eres. No existirán las preocupaciones, ni los ahora, el por qué, el después o un mañana, mucho menos el «no» y los arrepentimientos, y lo mejor de todo, es que no tendré el gusto de conocerla a ella que ahora se despide dándome un beso en la mejilla, y como si nada me dice a media voz: «te quiero mucho», y yo fríamente sin mover un solo músculo de la cara le repito la misma frase como todos los días. Ya sé que está preocupada, se lo noto en su forma de mirar, más bien está confundida, sabe que algo anda fuera de lo normal con respecto a mí. Pero sé que finge no sospecharlo e intenta no prestarle mucho interés al asunto. Y se marcha dejando en el aire ese olor que me asquea. Pero no se lleva consigo mis pensamientos, ni toda la falsedad que nos une desde hace nueve años.
Puede ser que mi cerebro no cumpla sus funciones como ha de ser, y esté loco; completamente trastornado para continuar inmerso en este juego que desde hace mucho ha dejado de serlo. Porque sin darnos cuenta nos fuimos adentrando más y más en el interior de un largo túnel, en el que en su entrada al principio destellaba una luz limpia que nos iluminaba por completo, allí creímos descubrir la felicidad, y caminamos sin detenernos hasta que de momento todo a nuestro alrededor se hizo oscuro y por más que lo intentamos nunca encontra-
mos el final del túnel, y ahora resulta trabajoso volver al inicio porque a mitad de camino la cuerda que lanzamos se nos fue de las manos y se partió. Pero tengo la certeza de que no es del todo imposible volver a atarla para ponerle fin a todo de una sola vez.
Porque ya no quisiera darle nada más de lo que escribo, deseo terminar con ese estúpido nombre de Diamela Pared, aplastarla como se hace con algo insignificante, dejar de nutrirla con mis letras, hacerla una mujer infeliz con tan solo decirle: «No voy a escribir más, me he cansado de todo, nada de lo que escriba a partir de hoy valdrá la pena.»
Entonces, va a dejar de ser la figurita del momento para convertirse en una sombra famélica y llorosa, será echada a un lado por todos aquellos antiguos adoradores que la admiraban gracias a esos cuentos impecables. No sabrá qué decir cuando le pregunten por esa novela de la que tanto había dicho hablado en los últimos encuentros literarios. «¿Y qué título tendrá esa novela?» Con cara de idiota subirá los hombros casi hasta la altura de las orejas y responderá que la ha dejado a medias, reposando en una gaveta, porque no cree tener bien clara la historia, y que ella aún es muy joven para venir a andarse con novelones donde todo es complicado, porque tiene que lidiar con demasiados personajes, y es difícil ahondar en la psicología de cada uno de ellos, e inventará cualquier excusa, entre la que no descarto un accidente en bicicleta. Se las ingeniará para perderse unas
cuantas semanas y reaparecer cuando menos se la esperen con la cabeza vendada hasta la base del cuello, dejando al descubierto solo una parte de la cara, los hará creer que sufre de amnesia temporal pues fingirá haber olvidado nombres de escritores célebres, y algunos que aún están vivos los dará por muertos, ofreciendo una extensa secuencia de desmayos que sucederán uno tras otro, junto a gritos de «¡Ahí está sentada la Loynaz, está sentada junto a Cortázar!» Para muchos comenzará a ser: la pobrecita Diamela Pared, la que pudo haber tenido un futuro brillante de no haber sido por…
Ya no debería darle nada más de lo que escribo, ni tener que escucharle disertar sin conciencia alguna sobre el estilo, la técnica y los sitios comunes. ¿Por qué motivo tiene que imponerme reglas en lo que hago, para que más reglas de las que existen?
La mandaría a la mismísima mierda, y a todos los que de alguna forma imponen reglas en mi escritura, siempre les he dicho que tengo todo el derecho de hacer las cosas como me plazcan, porque soy quien elabora y perfecciona, el que muere de agotamiento y hambre sobre las páginas, el que piensa y se desgasta en vano. ¡Eres una cínica!
Pero bien sé que es mi culpa, mi madre todo el tiempo tuvo la razón, me lo dijo en su última visita: «no vuelvo más a esta casa hasta que te deshagas de esa puta que nunca te ha querido, porque te usa.»
Pero yo pienso y me preocupo más por mi hija que por mi madre. Me importa más Lesbia porque es algo realmente mío, y todas las mañanas cuando va a mi cama y me despierta poco antes de irse a la escuela, para mirarme con esos ojazos que no pueden ocultar tanta inocencia, y me dice: «yo te quiero mucho papito, ¿tú nunca nos vas a dejar?» «No, claro que nunca te voy a dejar mi niña, a donde quiera te llevaré conmigo.»
Es en esa parte de la película cuando ella se aprieta contra mí y me besa. Comprendo lo doloroso que sería causarle algún daño porque al causárselo a ella sé que repercutiría en mí. Ese dolor que he experimentado cuando la he visto acercárseme molesta para hacer preguntas o decir casi a punto de golpearme: «¡No le grites así a mamá que ella es buena!».
Lesbia está creciendo y es lógico que haga ciertas preguntas: ¿Por qué mamá duerme sola? ¿Por qué mamá tiene esa herida en la cara, o está llorando? ¿Y por qué mamá dice que ya no te quiere? ¿Por qué mamá cuando grita lo tira todo al piso? ¿Y por qué no me llevas al parque, papá?
En el parque es donde prefiere estar, casi siempre nos pasamos las tardes juntos jugando bajo la sombra de los almendros. Lesbia nunca quiere regresar a casa, quiere quedarse a dormir allí porque hay mucho silencio y le encantan las almendras, su olor característico, pero no tanto la carnosidad que cubre la semilla porque es un poco amarga y le mancha los ves-
tidos, prefiere que se las escache con una piedra para sacarles el corazoncito y comérselo, porque es lo que más le gusta.