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La Familia Nimiedad 20

ricano que había sido adquirido por sus dueños originales en la época del gobierno de Carlos Prío Socarrás.

Tío Alberto era el rubio de la familia, y salió tan negrero que jamás le conocí ninguna mujer algo más clara que mulata. Así tuvo varias morenas, hasta que decidió instalarse definitivamente con Candelaria en Monte y Águila, donde falleció.

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A la espera de la noticia, en total sobresalto, el cuerpo soporta. De pronto tenemos la sensación de ir perdiendo los miembros (recuerdos de una novela sobre la guerra), de ir perdiendo la boca, el habla; cuerpos, una integración. Lo más difícil es acostumbrarse a soportar cambios bruscos, entre alturas y descensos, crearte tu propia línea del horizonte, que tu mente no se deje provocar por lo que existe por encima, o por debajo de ella; hay que entrar desnudo en los sueños, aceptar que somos parte de la noche, saber que tu padre sostiene un cigarro, que guarda un secreto que podría destrozar definitivamente tu nuca, y todas las ilusiones de tu pequeña hija. Lo más grave acontece cuando me percato de que soy el sitio de la noche ocupado por mi padre. Mi hija insiste en que la deje visitar la noche una y otra vez. Soñó que allí estaba su abuelo, le digo que me abrace y trate de escuchar.

Las ruinas de Monte y Águila contienen un canto a la demolición espontánea, las ratas, el orine, un hueco que se revela en pobre testimonio de los seres que convivieron con dicho espacio. Allí estuvo el tío Alberto por más de treinta años haciéndole el amor a Candelaria, y huyéndole a la yunta de bueyes que sus hermanos sufrían en cada jornada transcurrida en la finca del Palmar de Viñas. Y quién le iba a decir que

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ricardo alberto pérez

gracias a un gordo que él no podría leer ni por equivocación, y mucho menos entender, pasaría con agrado a formar parte de los códigos nacionales. Los días ocho de cada mes, Candelaria se levantaba temprano y se iba a cumplir con la virgen de Regla.

Quisiera entrar por ese hueco, entrar con otros cuerpos, salpicar de esperma las paredes húmedas, mezclarme a los olores de ese pedazo de destrucción parte de nuestra identidad. Desatado, listo para que lleguen Violeta, Cristina, Carol, Verónica, que es en sí, otro hueco mayor; fabricar una ruta tras Verónica, colocar las vigas, reconstruir el submarino que compartimos en una taberna de Curitiba, sumergirnos en el volumen de cerveza y debajo del pequeño recipiente de coñac volver a desaparecer.

Dentro del coñac cabe todo, enormes frascos de vidrio en cuyos fondos descansan insectos, pequeños animales marinos, reptiles, frutas, semillas, arácnidos, buena parte de la naturaleza muerta macerada por deseo de los seres nocturnos que van a dejar un poco de su excitación en ese bar de un barrio judío.

Ella fue ingresada una mañana de septiembre, llevaba entre los brazos la muñeca gris… la fractura de la moralidad, aquello que calificamos como lastre, un centro frío hacia el estómago que invade y nos perturba. Provenía de la tierra, de esa densidad que lo copa todo, y provoca una colonización del reino de los gestos, un proceder artesanal, un modo de interpretar la realidad que termina enriqueciendo el sabor de los alimentos.

Con un poco de esfuerzo aun puedo recordar, sufrir el polvillo que se desprendía de los sacos de arroz. Pesa esa usura, me limita con intermitencia.

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