ar ácnidos
ricano que había sido adquirido por sus dueños originales en la época del gobierno de Carlos Prío Socarrás. Tío Alberto era el rubio de la familia, y salió tan negrero que jamás le conocí ninguna mujer algo más clara que mulata. Así tuvo varias morenas, hasta que decidió instalarse definitivamente con Candelaria en Monte y Águila, donde falleció. A la espera de la noticia, en total sobresalto, el cuerpo soporta. De pronto tenemos la sensación de ir perdiendo los miembros (recuerdos de una novela sobre la guerra), de ir perdiendo la boca, el habla; cuerpos, una integración. Lo más difícil es acostumbrarse a soportar cambios bruscos, entre alturas y descensos, crearte tu propia línea del horizonte, que tu mente no se deje provocar por lo que existe por encima, o por debajo de ella; hay que entrar desnudo en los sueños, aceptar que somos parte de la noche, saber que tu padre sostiene un cigarro, que guarda un secreto que podría destrozar definitivamente tu nuca, y todas las ilusiones de tu pequeña hija. Lo más grave acontece cuando me percato de que soy el sitio de la noche ocupado por mi padre. Mi hija insiste en que la deje visitar la noche una y otra vez. Soñó que allí estaba su abuelo, le digo que me abrace y trate de escuchar. Las ruinas de Monte y Águila contienen un canto a la demolición espontánea, las ratas, el orine, un hueco que se revela en pobre testimonio de los seres que convivieron con dicho espacio. Allí estuvo el tío Alberto por más de treinta años haciéndole el amor a Candelaria, y huyéndole a la yunta de bueyes que sus hermanos sufrían en cada jornada transcurrida en la finca del Palmar de Viñas. Y quién le iba a decir que
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