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VELร ZQUEZ EN EL MUSEO DEL PRADO Mรณdulo 4. Grandes decoraciones palaciegas


CONTENIDO Grandes decoraciones palaciegas ........................................................................................................ 3 El Casón del Buen Retiro .................................................................................................................... 3 Bóveda con la Alegoría del Toisón o Apoteosis de la Monarquía Española .................................. 5 Salón de Reinos ................................................................................................................................... 8 La recuperación de Bahía de Todos los Santos ............................................................................. 11 Las lanzas o La rendición de Breda .................................................................................................. 15 Torre de la parada.............................................................................................................................. 17 Felipe III, a caballo ....................................................................................................................... 19 Felipe IV, a caballo ....................................................................................................................... 21 El príncipe Baltasar Carlos, a caballo ........................................................................................... 23 Esopo y Menipo ............................................................................................................................ 25 El príncipe Baltasar Carlos, cazador ............................................................................................. 27

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GRANDES DECORACIONES PALACIEGAS De regreso en Madrid a principios de 1631, Velázquez volvió a su principal oficio de pintor de retratos, entrando en un periodo de grande y variada producción. Dirigió o participó, por otra parte, en los dos grandes proyectos del momento y del reino: la decoración del nuevo palacio del Buen Retiro en las afueras de Madrid, y el pabellón que usaba el rey cuando iba de caza, la Torre de la Parada. Pronto adornaban suntuosamente el Salón de Reinos (terminado en 1635), sala principal del primero de estos palacios, sus cinco retratos ecuestres reales, más "Las lanzas o la rendición de Breda" (Prado), su contribución a la serie de triunfos militares. La tela grande de San Antonio Abad y San Pablo, primer ermitaño (h. 1633, Prado), destinada al altar de una de las ermitas de los jardines del Retiro, demuestra el talento del pintor para el paisaje, y es obra notable en su línea destacando entre los muchos ejemplos del género traí¬dos de Italia para decorar el palacio. Para la Torre de la Parada, Velázquez pintó retratos del rey, su hermano y su hijo, vestidos de cazadores, con fondos de paisaje, lo mismo que los retratos ecuestres del Buen Retiro y la Tela Real o Cacería de jabalíes en Hoyo de Manzanares (h. 1635-1637, National Gallery, Londres). Pintó también para la misma Torre las ¬figuras de "Esopo", "Menipo" y "El dios Marte" (todas en el Prado), temas apropiados al sitio y no ajenos a las escenas mitológicas encargadas a Rubens y a su escuela en Amberes. Por esta época, Velázquez pintó también sus retratos de bufones y enanos, de los cuales sobresalían las cuatro figuras sentadas, por su matizada caracterización y la diversidad de sus posturas, adaptadas a sus deformados cuerpos. Con igual sensibilidad creó un aire festivo adecuado para "La Coronación de la Virgen" (h. 1641-1642, Prado), destinada para el oratorio de la reina en el Alcázar: vívida traducción de una composición de Rubens al idioma propio de Velázquez. Parecido por la riqueza de su colorido, aunque con más ecos de Van Dyck que de ¬Rubens, es el vistoso retrato de "Felipe IV en Fraga" (1643, Frick Collection, Nueva York), realizado para celebrar una de las más recientes victorias del ejército. A partir de entonces no volvería a retratar al rey durante más de nueve años.

EL CASÓN DEL BUEN RETIRO La biblioteca del Museo abre al público sus puertas por primera vez. Su nueva ubicación, en el Casón del Buen Retiro, ha posibilitado la instalación de su sala de lectura en el gran salón Luca Giordano, coronado por la bóveda decorada por el artista napolitano y donde se exhiben otras obras suyas. Además, la sala de lectura ha ampliado su capacidad por lo que permitirá atender a un mayor volumen de usuarios, prioritariamente investigadores.

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Sala de lectura en el salón Luca Giordano.

El Museo Nacional del Prado posee una biblioteca de investigación, cuyo contenido está relacionado con sus colecciones. Sus características la convierten en un importante instrumento de trabajo, tanto para el personal que trabaja en el Centro, como para los historiadores del arte en general. La biblioteca del Museo está especializada en libros de arte, sobre todo en pintura española, italiana, flamenca, holandesa, francesa, británica y alemana desde la Edad Media hasta el siglo XIX. También es importante el fondo de dibujo e iconografía, la colección de catálogos de exposiciones y las publicaciones dedicadas a escultura y artes decorativas. En los últimos años y con la compra de las Bibliotecas Cervelló y Madrazo se ha creado un importante fondo antiguo especializado en artes plásticas. Las publicaciones actuales suman un total de unas 60.000 monografías y alrededor de 700 títulos de revistas, de las cuales unas 200 están vivas. En la actualidad se hallan informatizadas casi todas las publicaciones, labor que fue empezada en el año 1987. Los lectores tienen acceso directo a la información, utilizando los terminales instalados en la sala de lectura, y a una pequeña biblioteca de referencia.

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BÓVEDA CON LA ALEGORÍA DEL TOISÓN O APOTEOSIS DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA Giordano, Luca Hacia 1697. Pintura al fresco, Pintura al seco (falso fresco o a la cal) sobre revestimiento mural, 1400 x 2100 cm.

Bóveda del antiguo Salón de Embajadores del palacio del Buen Retiro, realizado junto al antiguo Cuarto Real de San Jerónimo y mandado levantar por orden del Conde Duque, como residencia real, lugar de esparcimiento y de recepción pública y oficial de los monarcas. Dentro de este conjunto, en la parte oriental, se levantó un pequeño edificio, encargado después de la inauguración del Palacio del Buen Retiro (1632) a Alonso Carbonel, aunque el remate final de las obras parece que se realizó en 1692 (Palomino). Los restos que actualmente se conservan corresponden al Casón del Buen Retiro, donde se ubica la Biblioteca del Museo Nacional del Prado. Su primitiva estructura ha sido sucesivamente alterada, de modo que solamente se ha respetado del primitivo edificio el techo pintado por Luca Giordano, si bien restaurado en varias ocasiones y transformadas o perdidas algunas de sus partes. La decoración de la bóveda representa la apoteosis de la monarquía española. Giordano desarrolla una compleja iconografía repleta de símbolos, personajes históricos, mitológicos o alegóricos, todos ellos relacionados con la monarquía hispánica, que mostraba así su antigüedad, potencia militar y preeminencia entre las casas reales europeas. En el testero oriental se sitúa la escena más celebrada y que da nombre al conjunto: la entrega del vellocino al duque de Borgoña, Felipe el

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Bueno, de manos de Hércules, remontándose así al origen mítico de la Orden del Toisón de Oro tradicionalmente asociada a los monarcas españoles. Con ello Giordano se permitió la licencia de sustituir al adúltero Jasón por Hércules. Detrás aparece la proa del Argos, la nave que permitió a los argonautas, con Jasón a la cabeza, conquistar el mítico vellocino de oro, premio con el que esperaba recuperar su reino. Detrás, el mar, representado por Neptuno, Anfitrite y unas ninfas. En los extremos de la bóveda aparecen otros asuntos protagonizados por Hércules: a la izquierda, la Gigantomaquia y, a la derecha, su lucha con Anteo. La reiterada presencia de Hércules lo convierte en el indiscutible protagonista de la decoración, sin duda por su carácter virtuoso, que vence allí donde el resto habían fracasado, aspectos ambos que justifican su tradicional vinculación con la Monarquía española. El grupo de Hércules entregando a Felipe el Bueno el vellocino para que lo coloque en el collar de la orden se completa en su parte superior con el elegantísimo escudo de los territorios sometidos a la Casa de Austria: los reinos de Castilla y León, Aragón, Sicilia y Granada y, más abajo, Austria, Borgoña (antigua y moderna), Brabante, Flandes y Tirol. Todos ellos cobijados por la corona real, que acoge al sol en su interior. A ambos lados aparecen ninfas portando la diadema -signo de la Realeza- y el olivo -la Paz-. Continúa la bóveda celeste, en la que aparecen claramente las constelaciones de Géminis, Argos, Tauro, Leo, Draco, etc. A continuación, Giordano dispuso el Parnaso con los dioses del Olimpo presididos por Júpiter, sobre el que vuela el águila con la que habitualmente se asocia. En el extremo opuesto de la bóveda situó la representación alegórica de España a través de una figura femenina que porta en su mano derecha los cuatro cetros de sus reinos, sobre la que Giordano dispuso una serie de figuras que aluden a sus virtudes. A sus pies, a la derecha, pueblos de diverso origen y religión que se someten mansamente a la autoridad. La herejía -dragón-, el Furor Bélico, el Poder Temporal -león con cetro-, así como los reinos sometidos -armiños y coronas- y las riquezas ganadas en las campañas militares -monedas, joyas y objetos de oro y plata-, completan el significado del conjunto. A la derecha de España se encuentra un niño que despliega una cartela en la que puede leerse OMNIBUS UNUS, sentencia latina que puede traducirse como Uno para todos. En las esquinas de la bóveda aparecen las Cuatro Edades de la Humanidad: la Edad de Oro, la Edad de Plata, la Edad de Bronce y la Edad de Hierro, en cuya representación Giordano siguió muy de cerca el relato de las Metamorfosis de Ovidio (43 a. C.-17 d. C.) y las imágenes creadas por Cesare Ripa (1560-1645) en su Iconología. La primera de ellas, junto a la Gigantomaquia, corresponde al periodo ideal de la humanidad, sin guerras ni enfermedades, en una permanente primavera que producía trigo sin necesidad de sembrarlo. La figura principal del grupo encarna a la propia Edad de Oro, mujer cubierta con un manto dorado y cobijada por una encina, el árbol de Júpiter, que vuelve su rostro hacia el escudo de la Monarquía española. A la izquierda se sitúa Céfiro, el viento del este, suave y benéfico, que precede a un cortejo de figuras que refuerzan su significado: un amorcillo con un molinete, un águila y una mujer que coloca unas alas a un segundo niño. Sobre ellos aparece Flora portando un cuerno que contiene los frutos de este benéfico periodo, precediendo a otras ninfas con espigas y frutos. La Edad de Plata está presentada por otra matrona con un manto de ese color, que porta en sus manos espigas y un arado, puesto que los frutos ya no brotan espontáneamente. A la derecha, las cuatro estaciones señalan la llegada de un clima menos benigno y, sobre ellas, el Tiempo, -una de las figuras más castigadas del conjunto-, que rige el ciclo de las estaciones. Junto a los pueblos sometidos por España aparece la Edad de Bronce, de índole más

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violenta y más proclive al uso de las salvajes armas, pero sin llegar a la depravación (Metamorfosis, I, 125-27). Fiel a la propuesta de Ripa, nos muestra a una mujer cubierta con un manto color malaquita, yelmo con fauces de león y una lanza en las manos. A la derecha, Giordano representó un grupo de muy difícil identificación presidido por la imponente Minerva, una de las figuras más soberbias de todo el conjunto, que aparece en la bóveda por segunda vez, después de su decisivo combate contra los gigantes. Representa esta diosa la forma más positiva de entender la guerra, protectora de importantes personajes del ciclo argonáutico, como Jasón o el propio Hércules, y encarnación de la prudencia y la sabiduría. La acompañan en un plano inferior las dos aves con las que habitualmente se asocia: la corneja, por su capacidad de adivinar el futuro, y la lechuza, por su habilidad para ver en la oscuridad, que le permite ver lo que otros ignoran. Detrás aparece la amenazante figura de Marte, la otra cara de la moneda, representación del carácter destructivo de la guerra, al que acompañan el Terror -con cabeza de león y látigo- y la Ira -con antorcha, espada y yelmo que arroja llamaradas de fuego-. Delante del grupo, niños y jóvenes aladas portan armas en dirección a la Edad de Bronce, puesto que esta Edad ya conoce la guerra. Y, finalmente, la Edad de Hierro, la más destructiva y temible, aparece representada por una figura de aspecto herrumbroso con casco en forma de cabeza de lobo y que porta en sus manos guadaña y escudo con la representación del Fraude, personaje de aspecto humano y cola de serpiente. A la izquierda, y sin que aparezca clara la relación entre ambos, el carro de Cibeles, que habitualmente representa la Tierra y, como también ocurre con Minerva -situada justo enfrente-, se tenía por protectora de las ciudades, que coronan su cabeza. Otros atributos que se asocian a este personaje son la llave, el carro tirado por leones, el cetro y el orbe, portados por un niño que precede el cortejo, así como el personaje barbado con casco y lanza, sacerdote de la diosa. Debajo de todo ello, Giordano situó una balaustrada a la altura de los lunetos, en cuyos vértices dispuso parejas de filósofos en grisallas y, en la base de la bóveda, las nueve musas -con la desaparecida Erato-, en cuya representación siguió muy de cerca las recomendaciones de Ripa. A todas ellas acompañó, como corresponde, Apolo, el cual fue inexplicablemente sustituido en fecha incierta por el libidinoso fauno que ahora existe. Como diosas de las artes y las ciencias, y junto con las parejas de filósofos que coronan los lunetos, sostienen la historia del mundo, que se narra en la bóveda y adornan a la Monarquía española. La balaustrada constituye un hábil recurso retórico utilizado por Giordano para diferenciar el mundo alegórico-mitológico del real, que aparece representado por pequeñas figuras que se asoman para contemplar, asombradas, el prodigio que aparece ante sus ojos (Texto extractado de Úbeda de los Cobos, A.: Luca Giordano y el Casón del Buen Retiro, Museo Nacional del Prado, 2008, pp. 99-108).

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SALÓN DE REINOS El Salón de Reinos fue el gran salón de ceremonias y fiestas del Buen Retiro, el palacio que el condeduque de Olivares mandó construir como casa de recreo para Felipe IV a las afueras de Madrid, junto a la iglesia de San Jerónimo el Real, en la década de 1630. Su complejo programa decorativo, que evocaba el pasado, el presente y el futuro de la Casa de Austria y celebraba los triunfos del reinado, era una afirmación resonante del poder de la monarquía española. Hay que clasificarlo, con la Banqueting House de Whitehall y la Galerie des Glaces de Versalles, entre las máximas representaciones plásticas del poder y la gloria principescos en la Europa del siglo XVII. A pesar de su importancia real y simbólica como punto focal del complejo palacial, el Salón de Reinos parece haber sido una idea tardía en la evolución del Buen Retiro. El propósito original se limitaba a remodelar y acrecentar con una modesta ampliación los aposentos reales conocidos como Cuarto Real de San Jerónimo, en un primer momento para la jura del heredero del trono, el príncipe Baltasar Carlos, nacido en 1629. Las obras comenzaron en 1630 a escala modesta; pero cuando el rey y el conde-duque se percataron de las posibilidades del lugar creció su entusiasmo, y en 1632 el nombramiento de Alonso Carbonell como arquitecto abrió una fase de expansión que abarcaría no solo un gran programa de paisajismo, sino también la construcción de una impresionante plaza principal o plaza de fiestas, con torres empizarradas en las cuatro esquinas. Tres lados del conjunto estarían formados por amplias estancias destinadas a acomodar a los invitados a los espectáculos de la corte, y en el centro del ala norte se situaría el palco real o salón grande, que más tarde sería conocido como Salón de Reinos. A medida que avanzaba la edificación, lo que en un principio iba a ser una modesta casa de recreo se transformó en un palacio en toda regla. Ello a su vez suscitó la necesidad de hacer del salón grande un salón de ceremonias digno del rey de España. El salón, un recinto alargado de 34,6 metros de largo por 10 de ancho y 8 de alto, ofrecía posibilidades que no se desa-provecharon. Un balcón de hierro corría alrededor de la estancia, para que desde él los cortesanos pudieran contemplar los espectáculos que se ofrecían abajo. Veinte ventanas daban la luz necesaria para iluminar las pinturas y muebles que pronto se habían de instalar. Artistas y decoradores trabajaron con ahínco durante 1634, y en abril de 1635 terminaban las obras. El nuevo palacio quedaba así provisto de un espléndido salón que podría utilizarse tanto para festejos como para las grandes ocasiones de estado. En los años venideros serviría de marco para dar saraos, escenificar comedias de tramoya y recibir a visitantes ilustres, y en 1638 acogió la apertura solemne de una nueva reunión de las Cortes de Castilla. No se conserva, desgraciadamente, ningún testimonio visual del aspecto que ofrecía el salón en el siglo XVII, pero sí relaciones contemporáneas e inventarios que permiten reconstruirlo. Estaba pintado de blanco, con arabescos dorados en las paredes y el techo. En la bóveda, más arriba de las ventanas, se pintaron los escudos de los veinticuatro reinos de la monarquía española que le dieron nombre. El pavimento era de ochavos de terracota y azulejo vidriado, y había consolas de jaspe entre las diez ventanas grandes de abajo y flanqueando las dos puertas de los testeros oriental y occidental. Junto a cada una de las doce consolas se alzaba un león de plata rampante con las armas de Aragón. Bajo el balcón que circundaba la estancia se colgaron las veintisiete pinturas encargadas ex profeso: doce grandes cuadros de batallas de diferentes artistas entre las ventanas de abajo, diez escenas de la vida de Hércules pintadas por Zurbarán sobre las

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ventanas, y en los testeros cinco retratos ecuestres del pincel de Velázquez con las figuras de Felipe III y Felipe IV, sus respectivas esposas y el príncipe Baltasar Carlos, hijo y heredero de Felipe IV. Esas tres series de pinturas, unidas a la decoración del techo con los escudos de los reinos de la monarquía española, componían un programa visual coherente, evidentemente trazado con deliberación. Entre los anónimos autores de ese programa seguramente estarían Francisco de Rioja, bibliotecario del conde-duque; Giovanni Battista Crescenzi, marqués de la Torre y superintendente de las obras reales; Juan Bautista Maíno, que era profesor de dibujo del rey, y Diego Velázquez. Pero el responsable principal sería, sin duda, el propio conde-duque de Olivares, asistido por su incondicional Jerónimo de Villanueva, protonotario de Aragón. El objetivo del programa era hacer una serie de declaraciones sobre la monarquía española, la Casa de Austria y las hazañas de Felipe IV y su gobierno, para los contemporáneos y para la posteridad. Los escudos de los reinos distribuidos en la bóveda sugerían la extensión mundial de la monarquía, a la vez que apuntaban al proyecto de Olivares de una «unión de armas» que estableciera una colaboración militar más estrecha entre los distintos reinos. Las diez escenas de la vida de Hércules pintadas por Zurbarán (ahora todas en el Prado) presentaban las luchas y la inmortalización final del supuesto fundador de la dinastía, y eran emblemas del triunfo de la virtud sobre la discordia. En este sentido aleccionaban al joven príncipe Baltasar Carlos, cuya posición central en el retrato ecuestre velazqueño colocado sobre la puerta del lado este, frente a los retratos de sus abuelos y flanqueado por los de sus regios progenitores, expresaba vivamente la continuidad de la dinastía y de sus logros y aspiraciones. Los doce grandes cuadros de batallas, que dominaban la estancia, ofrecían un testimonio espectacular de las victorias ganadas por España durante el reinado de Felipe IV, «Felipe el Grande». El retrato en el que Velázquez le mostraba a caballo como comandante supremo de los ejércitos españoles fue la pintura invariablemente destacada por los poetas coetáneos, que al ensalzar el Retiro quisieron sobre todo cantar las alabanzas del monarca, tan perfectamente captado en esa imagen. El rey aparecía en el salón rodeado por sus generales victoriosos, retratados en los cuadros de batallas que -cubrían las paredes. Los triunfos se escalonaban a lo largo de todo el -reinado, casi hasta la fecha de encargo de las pinturas, y la manera de presentarlos se ajustaba en gran medida a una pauta común. Con una sola excepción parcial -La recuperación de Bahía de Todos los Santos, de Juan Bautista Maíno-, carecían de contenido alegórico y situaban al general victorioso sobre un fondo que plasmaba, con mayor o menor realismo, el campo de batalla o el momento de la rendición del enemigo. Los artistas convocados fueron ocho, todos activos en Madrid o al servicio de la corte excepto Zurbarán. El progreso en la realización de las obras encargadas se puede medir por los pagos efectuados, desde abril de 1634 hasta el verano de 1635, cuando se abonaron las últimas cantidades a uno o dos artistas, Velázquez entre ellos. De las victorias escogidas, dos databan de 1622, poco después de la ascensión de Felipe IV al trono: la rendición de Juliers a Ambrosio Spínola (Jusepe Leonardo) y la victoria de Fleurus que consiguió don Gonzalo Fernández de Córdoba (Vicente Carducho). Otras cinco se obtuvieron en 1625, annus mirabilis de las armas españolas: la recuperación de Bahía de Brasil por una fuerza expedicionaria hispano-portuguesa acaudillada contra los holandeses por Fadrique de Toledo (Maíno); la rendición de Breda a Ambrosio Spínola (Velázquez); el socorro de Génova por el segundo marqués de Santa Cruz (Antonio de Pereda); la defensa de Cádiz frente a los ingleses por Fernando Girón contra una tentativa de invasión inglesa (Zurbarán), y la recuperación de San Juan

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de Puerto Rico por el gobernador de la isla, Juan de Haro (Eugenio Cajés). Félix Castello representó una victoria menor y efímera conseguida en 1629 por Fadrique de Toledo, la recuperación de la isla de San Cristóbal, en las Antillas, de manos de aventureros franceses e ingleses. Las cuatro pinturas restantes mostraban una sucesión de triunfos alcanzados en 1633, tres de ellos en Alemania por el duque de Feria: Socorro de la plaza de Constanza y Expugnación de Rheinfelden, obras ambas de Vicente Carducho, y Toma de Brisach, de Jusepe Leonardo. La única pintura de las doce que no ha llegado hasta nosotros es la que hizo Eugenio Cajés de La expulsión de los holandeses de la isla de San Martín. Dos pinturas descuellan sobre el resto en lo que, por lo demás, es una serie de cuadros de batallas bien hechos pero convencionales. La rendición de Breda, de Velázquez, y La recuperación de Bahía de Todos los Santos, de Maíno, son grandes obras de arte por derecho propio, y van mucho más allá de la representación tradicional de una victoria militar. Encierran un mensaje de clemencia y magnanimidad por parte del vencedor, y evocan no solo los triunfos, sino también las tristezas y miserias de la guerra. Maíno en particular, al colocar en el primer término a una mujer que atiende a un soldado herido en lugar de mostrar la propia batalla, rompe con el patrón del resto. Su pintura es también la que transmite de manera más explícita el mensaje de la serie y del Salón de Reinos en su totalidad. Al fondo del cuadro a la derecha, don Fadrique de Toledo presenta a los soldados holandeses vencidos y arrodillados un tapiz donde se ve al joven Feli-pe IV coronado de laurel por Minerva y el conde-duque. El mensaje no puede estar más claro. Guiado por los sabios consejos de su fiel privado el conde-duque, un monarca victorioso ha aplastado -y seguirá aplastando- a sus enemigos bajo sus pies. A los dos o tres años de inaugurado el Salón de Reinos ese mensaje estaba siendo desmentido por los acontecimientos. En el mismo momento en que se acababa el Salón, España y Francia se embarcaron en una guerra larga y agotadora de la que Francia saldría finalmente victoriosa. Entre tanto, los holandeses volvieron al Brasil, y Breda y Brisach se perdieron. Y en 1643 el principal arquitecto del programa, el conde-duque de Olivares, fue apartado del poder, roto en pedazos su sueño de restituir a España en sus antiguas glorias. Pero el Salón de Reinos perduró largo tiempo como testigo de un momento épico en la historia de la España de los Austrias, aunque los nombres de los generales y sus victorias se perdieran en el olvido para las generaciones posteriores y las pinturas mudaran de sitio. Durante la Guerra de la Independencia el palacio del Buen Retiro fue destruido en su mayor parte, pero el Salón de Reinos quedó en pie, mudo recordatorio de una edad lejana. Las pinturas que en otro tiempo decoraron sus paredes pasaron al Museo del Prado, donde se han conservado hasta el día de hoy, mientras el propio Salón se convertía en Museo del Ejército. Ahora, a comienzos del siglo XXI, aprobados los planes de ampliación del Museo del Prado y el traslado del Museo del Ejército a otro emplazamiento, queda por fin abierto el camino para poder devolver al Salón de Reinos algo semejante a su aspecto original. Si estos planes se llevan a cabo, el Salón recuperará el lugar que le corresponde, al lado de la Banqueting House de Whitehall y la Galerie des Glaces de Versalles, como monumento supremo a las ambiciones de los príncipes y los estadistas del siglo XVII y ejemplo señalado de la capacidad del arte para sobrevivir a la manifestación efímera del poder.

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LA RECUPERACIÓN DE BAHÍA DE TODOS LOS SANTOS Maíno, Fray Juan Bautista 1634 - 1635. Óleo sobre lienzo, 309 x 381 cm.

La pintura fue encargada a Juan Bautista Maíno hacia finales de 1634, y estaba todavía pintándola el 24 de marzo de 1635, fecha en que se le pagaron a cuenta los primeros 18.600 maravedíes en virtud de la libranza ordenada por el protonotario del Consejo de Aragón, don Jerónimo de Villanueva. Maíno la terminó y entregó el 16 de junio, cuando recibió los doscientos ducados en que fue estimada, procedentes del dinero de gastos secretos del rey Felipe IV. El lienzo fue destinado a decorar el Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro, sumándose a otros once que se encomendaron a diversos pintores para conmemorar la serie de victorias terrestres y navales que sonrieron a los ejércitos de la Monarquía Hispana durante el primer periodo de la Guerra de los Treinta Años (1621-30).

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Parece que la decisión de adornar el Salón de Reinos con pinturas de batallas que manifestaran el poderío de la monarquía española recayó en el conde-duque de Olivares, quien precisamente en 1634 había manifestado en una reunión del Consejo de Estado la preocupación que lo embargaba por lo descuidada que estaba la historia de España. Posiblemente las doce victorias que debían pintarse fueron determinadas por los asesores del valido en temas históricos, como su bibliotecario Francisco de Rioja (1583-1659), quien consta que intervino en el programa decorativo de una de las ermitas de los Jardines del Buen Retiro. La recuperación de la ciudad de San Salvador, en la bahía de Todos los Santos, de manos de los holandeses, fue uno de los hechos de armas más gloriosos acaecidos en el venturoso año de 1625, en el que también fue rendida la ciudad de Breda, socorrida la de Génova del asedio francés y la de Cádiz del inglés. Maíno no quiso atenerse por entero a los esquemas tradicionales que regían la composición de las pinturas de asunto bélico, y por consiguiente, no desarrolló, como era habitual en los grabados existentes sobre la reconquista de la ciudad, un panorama de las batallas naval y terrestre habidas contra los neerlandeses. En ello se apartó de lo que hicieron la mayor parte de los colegas que efectuaron pinturas para el Salón de Reinos, como Vicente Carducho (ca. 1575-1638), Eugenio Cajés (1574-1634) o Jusepe Leonardo (1601-1652) quienes en buena medida se inspiraron para el conjunto o para algunos detalles de sus cuadros en estampas bélicas de Antonio Tempesta (1555-1630). En lo único en que se equiparó con ellos fue en la exaltación épica del héroe vencedor en la conquista de San Salvador de Bahía, don Fadrique Álvarez de Toledo, pero con el que quiso que compartieran gloria el rey Felipe IV y don Gaspar de Guzmán, que sólo aparecen retratados en el cuadro de Maíno. En razón de lo dicho, el pintor dominico no parece que tuviera como fuente de información estampas para fijar la topografía exacta de la ciudad de Bahía, como tampoco crónicas históricas que relataran el curso de la batalla. En cambio, es absolutamente seguro que tuvo presente el texto de la comedia de Lope de Vega El Brasil restituido, que fue firmado por el insigne comediógrafo el 29 de octubre de 1625, tres días después de concedida la licencia para su representación y puesta en escena, que finalmente tuvo lugar en el Alcázar de los Austrias. La pintura del artista dominico no ofrece un escenario exacto de los hechos, sino en gran parte inventado. El punto de vista seleccionado parece ser de sur a norte, teniendo como fondo la isla de Itaparique y como lugar de la acción las colinas de Brotas. De esta suerte se ve como amplio fondo la bahía de Todos los Santos, por la que se acercan al puerto los buques de la flota hispano-portuguesa combinada. La ciudad de San Salvador está oculta por una roca vertical delante de la cual se halla colocado el dosel que cobija el tapiz con los retratos de Felipe IV y el conde-duque de Olivares. El conjunto produce la sensación de que nos encontramos ante un decorado de teatro. A la derecha se ubican los soldados de la guarnición holandesa que solicitan el perdón de Felipe IV, cuyo retrato les es mostrado por don Fadrique de Toledo, subido sobre una tarima alfombrada. Cerrando la composición está, acentuando el parecido con un decorado teatral, la marina que actúa en el cuadro como telón de fondo

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del escenario. Maíno ha utilizado una luz más amortiguada y difusa que en otras obras, que dulcifica los contrastes de las luces y sombras, un tipo de iluminación más uniforme que Tormo atribuyó a la influencia de Velázquez. En el primer plano, a la izquierda se percibe un grupo de doce personas cuyo centro de atención es el soldado herido en el pecho, un arcabucero por más señas, como se deduce por algún detalle del macuto depositado junto a él en el suelo. Es atendido solícitamente por una mujer que le restaña la sangre con un paño, mientras un paisano le sostiene la cabeza con sus manos. Otra mujer muy joven, sentada de perfil sobre un saliente rocoso, contempla compasiva al herido, teniendo a un niño pequeño en su regazo, al tiempo que otros tres niños detrás de ella, los hermanos del menor, lloran y se abrazan apenados formando un delicioso grupo, lleno de delicadeza. Desde luego la mujer con el niño en los brazos, cuya nuca es una línea de pura belleza, refleja el influjo de pinturas de Orazio Gentileschi (1563-1639) que Maíno pudo ver en su viaje a Italia, por ejemplo, la figura de La Virgen entregando al Niño Jesús a santa Francesca Romana. En la mitad derecha del lienzo el almirante en jefe de la conquista de la ciudad de Bahía, don Fadrique Álvarez de Toledo, aparece otorgando el perdón a la guarnición de los holandeses vencidos, que lo solicitan arrodillados delante de él levantando sus manos. Don Fadrique, de pie, vistiendo calzas verdes con bordados de hilo de oro y jubón del mismo color que atraviesa, terciada en bandolera, la banda carmesí de general, empuña con la mano izquierda el bastón de mando y el sombrero del que se ha destocado ante el retrato del rey Felipe IV, mientras que con la otra muestra a los rendidos holandeses. En las relaciones históricas de la recuperación de Bahía no aparece semejante episodio por lo que Maíno se inventó la escena, calcada de la comedia de Lope de Vega, cual si se tratara una ecfrasis reconstructiva de ella. Para Maíno, los genuinos protagonistas de esta zona del cuadro son Felipe IV y don Gaspar de Guzmán, que aparecen retratados en el tapiz a espaldas de don Fadrique. El rey porque es el que, por boca de éste, otorga el perdón a los vencidos; el conde-duque porque fue quien, conforme a su política de la Unión de Armas, dispuso, diseñó y preparó con enorme celeridad y eficacia las fuerzas navales y terrestres combinadas de España y Portugal que hicieron posible la reconquista de Bahía. El pintor expresó esta idea en el tapiz mediante la coronación de Felipe IV como rey victorioso por Minerva, diosa pagana de la guerra, y también por el conde-duque de Olivares, quien empuña con la mano derecha juntamente la espada de la justicia y el olivo de la paz. Tanto Felipe IV como Olivares están hollando con sus pies una serie de alegorías que son clave para entender el mensaje político que subyace en el cuadro. El monarca se halla pisoteando con el pie derecho a un hombre semidesnudo que muerde rabiosamente el trozo de una cruz, mientras que con sus manos crispadas agarra los fragmentos que ha despedazado. Evidentemente ese hombre simboliza la Herejía y, por consiguiente, Felipe IV es representado como vencedor de la herejía por haber arrancado la ciudad de Bahía de manos de los calvinistas holandeses.

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Debajo de la figura de don Gaspar de Guzmán hay un personaje, de tez pálida y cabellos en remolino y cubierto de cintura para abajo con un manto amarillo, que echa espumarajos por la boca y tiene las manos atadas a la espalda. Se trata de la alegoría del Furor, tal como la describe específicamente Cesare Ripa (1560-1645) en su conocido y difundido trabajo. Pero si el Furor tiene las manos atadas, como en este caso, quiere expresar que puede ser dominado por la razón. Maíno utilizó este símbolo para significar que el Furor, que incita a la venganza con los vencidos en la guerra, puede ser superado por la clemencia dictada no sólo por la razón sino por la conveniencia política. Finalmente, la tercera alegoría es la del Fraude o Hipocresía que Olivares aparta de sí con el pie izquierdo. Ripa la describe como una mujer de doble faz, tal como figura en el cuadro, la cual tiene las manos cambiadas y, mientras con una enarbola un ramo, con la otra empuña una daga. El tapiz con los retratos de Felipe IV y Olivares se encuentra protegido por un dosel encima del cual el pintor situó, de manera difícilmente visible, un óvalo, sostenido por angelitos, donde campea una inscripción, que es otra de esas claves que el pintor sembró por el lienzo para que el espectador descifrara su mensaje. Reza la inscripción SED DEXTERA TUA, un fragmento tomado del Salmo 43, 4 de la Vulgata que dice completo: Neque enim gladio suo occupaverunt terram, nec brachium eorum salvavit eos, sed dextera tua et brachium tuum, Domine, quoniam salvavit eos. Aquí aparece el providencialismo, una de las constantes de la monarquía española, es decir, la especial protección divina que Dios la dispensaba en la lucha empeñada por mantener la fe católica en sus dominios (Texto extractado de Rodríguez G. de Ceballos, A. en: Juan Bautista Maíno: 1581-1649, Museo Nacional del Prado, 2009, pp. 180-192).

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LAS LANZAS O LA RENDICIÓN DE BREDA Hacia 1635. Óleo sobre lienzo, 307 x 367 cm. Velázquez, Diego Rodríguez De Silva Y

El 5 de junio de 1625 Justino de Nassau, gobernador holandés de Breda, entregó las llaves de la ciudad a Ambrosio Spínola, general genovés al mando de los tercios de Flandes. La ciudad tenía una extraordinaria importancia estratégica, y fue uno de los lugares más disputados en la larga pugna que mantuvo la monarquía hispánica con las Provincias Unidas del Norte. Su toma tras un largo asedio se consideró un acontecimiento militar de primer orden, y como tal dio lugar a una copiosa producción escrita y figurativa, que tuvo por objeto enaltecer a los vencedores. No es de extrañar que cuando se decidió la decoración del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro con una serie de pinturas de victorias obtenidas durante el reinado de Felipe IV se incluyera ésta que fue probablemente la más sonada, y que para representarla se recurriera a Velázquez, para entonces el pintor más prestigioso de la corte. Como en su retrato ecuestre de Felipe IV (P01178), el artista declara orgullosamente su

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autoría y la singularidad de su estilo mediante la hoja de papel en blanco que aparece en el extremo inferior derecho del cuadro. Las dimensiones del cuadro, la importancia del acontecimiento que describe y la significación del lugar al que estaba destinado invitan a que el pintor se esmerase y diera prueba de sus extraordinarias facultades. También lo propiciaba el contexto competitivo que se creó en el Salón de Reinos, donde concurrían los artistas más destacados de la corte. Velázquez respondió al reto creando una obra maestra, en la que da prueba no sólo de sus extraordinarias dotes descriptivas o de su dominio de la perspectiva aérea sino también de su habilidad para la narración y de su capacidad para poner todos los elementos de un cuadro al servicio de un contenido concreto. Como han señalado numerosos estudiosos, no estamos ante un cuadro bélico al uso, en el que se recrea la victoria y se fomenta una visión panegírica. No hay generales triunfantes y ejércitos humillados. El pintor no soslaya la realidad bélica, y nos presenta un fondo humeante que nos habla de destrucción, guerra y muerte. Pero concentra nuestra atención en un primer plano en el que el general vencedor recibe, casi afectuosamente, la llave del enemigo vencido, en un gesto que es casi más anuncio del principio de la paz que del final de una guerra. Toda la composición tiene como objetivo subrayar ese gesto, y tanto el grupo de soldados holandeses (a la izquierda) como el de los españoles no hace sino enmarcar, acompañar y cobijar ese motivo principal, dirigiendo nuestra atención hacia él. Los dos generales componen una imagen de extraordinaria eficacia comunicativa, de la que los historiadores han señalado fuentes y antecedentes muy variados, pertenecientes tanto a la cultura simbólica profana (los emblemas de Alciato) como a la iconografía cristiana. La interpretación que hace Velázquez del hecho de armas contaba con precedentes muy precisos. Tanto Hermann Hugo en su tratado histórico Obsidio bredana como Pedro Calderón en una comedia afrontan el tema desde perspectivas parecidas, insistiendo en la magnanimidad del general Spínola y de su ejército, que en vez de ensañarse con los vencidos los trataron como dignos rivales. De hecho en el drama El sitio de Breda de Calderón, de 1625, se describe el mismo acto que representa el cuadro, y en términos muy parecidos, como un acontecimiento casi amistoso. Pero ese contenido no responde sólo a un capricho del pintor o de quien decidió la decoración pictórica del salón, pues está directamente relacionado con la imagen que la monarquía quería proyectar de sí misma como una institución justa, que respetaba las leyes de la guerra y que, llegado el caso, era capaz de tratar con clemencia y magnanimidad al vencido. De hecho, un contenido parecido se transmite en La recuperación de Bahía de Maíno (P885). La genialidad de Velázquez estriba en haber encontrado la fórmula ideal para transmitir ese contenido; y lo ha hecho prescindiendo de cualquier retórica, y utilizando los medios más sencillos y, por tanto, más eficaces: el simple gesto de los dos generales encierra en sí mismo una teoría del Estado y una visión de la historia. De manera genérica, puede fecharse entre 1634-1635, pues se sabe que la decoración del Salón de Reinos se inició en 1634 y estaba acabada en la primavera de 1635 (Texto extractado de Portús, J. en: El Palacio del Rey Planeta. Felipe IV y el Buen Retiro, Museo Nacional del Prado, 2005, pp. 132-133).

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TORRE DE LA PARADA Uno de los denominados «sitios reales», es decir, residencias que los monarcas españoles tenían diseminadas por todo el país, se diferenciaba de los demás en que no se trataba ni de un palacio urbano ni de una villa suburbana o una fundación religiosa con una -zona habilitada para el servicio civil, sino que era un pabellón de caza preparado para alojar al rey y su -séquito. Estaba ubicado en los montes de El Pardo, a las afueras de Madrid, y cerca del palacio del mismo nombre. Actualmente apenas se conservan restos. Su origen data de 1547-1549, cuando el arquitecto Luis de Vega construyó un edificio de marcada verticalidad y realizado en mampuesto y ladrillo por encargo de Felipe II, que todavía era príncipe. Se coronaba con un chapitel, estructura arquitectónica que se haría típica de la arquitectura filipina en España. En los años treinta del siglo XVII, Felipe IV emprendió una importante transformación arquitectónica y decorativa del edificio, que se llevó a cabo en poco tiempo y lo convirtió en uno de los lugares de la corte española con mayor coherencia decorativa y artística. La intervención constructiva corrió a cargo del arquitecto real Juan Gómez de Mora, que rodeó los dos primeros cuerpos de la Torre con una edificación, para la que también mezcló el ladrillo y la mampostería. En septiembre de 1636 acabó esta parte. En ese tiempo, el rey encargó a algunos de los pintores más importantes relacionados con la corte española un gran número de pinturas, que por su cantidad, por su coherencia temática y por la extraordinaria calidad de algunas de ellas, convierten a ese lugar en uno de los puntos de referencia para la historia de la pintura flamenca y española de esa época. Aunque no falta documentación contemporánea sobre el tema, la principal fuente con que se cuenta para conocer la composición pictórica de la Torre es el inventario que se hizo en 1700, con motivo de la muerte de Carlos II. En él se describen un total de ciento setenta y seis pinturas, realizadas en su inmensa mayoría por autores flamencos y españoles. Muchas de ellas se agrupaban en varias series, cuyos temas se relacionan con el carácter al mismo tiempo campestre, cinegético y cortesano del lugar. Había, así, un gran ciclo de historias mitológicas, numerosos cuadros con representaciones de animales, varios retratos de miembros de la familia real, escenas de cacerías, y un grupo importante de obras religiosas que adornaban el oratorio. Ese despliegue temático era parecido al que en los tratados artísticos de la época se consideraba apropiado para las construcciones de recreo. El oratorio estaba formado por veintiséis pinturas que se han supuesto realizadas por Vicente Carducho, un pintor desde hacía mucho tiempo vinculado a Felipe IV, y que murió en 1638, poco después de acabada su colaboración para la Torre. El inventario cita seis historias de la vida de la Virgen, Adán, Eva, una Concepción, diez ángeles con atributos marianos y otros cinco cuadros sobre la Virgen que estaban embutidos en el techo. El conjunto más importante de obras, y con el que se suele identificar más comúnmente el edificio, es el formado por cincuenta y dos cuadros con escenas mitológicas, en general de buen tamaño, que le fueron encargadas a Rubens, quien por aquel entonces era el pintor más prestigioso de Europa. En noviembre de 1636 ya estaba trabajando en el proyecto, para el cual se valió de la colaboración no solo de su prolífico taller sino también de otros pintores flamencos notables. En noviembre de 1638 consta un segundo pago por sus servicios, y a mediados del año siguiente todas las pinturas estaban ya entregadas y colocadas. El maestro se reservó la ejecución de todos los bocetos; es decir, la «invención» del ciclo, en cuya tarea dio pruebas de una extraordinaria capacidad imaginativa y una gran potencia narrativa. Actualmente esos bocetos se

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hayan desperdigados en colecciones por todo el mundo, y el Prado posee media docena. Son obras rápidas y, al mismo tiempo, hechas con una gran seguridad, lo que da fe del asombroso dominio de la narración plástica que había alcanzado Rubens. Éste, además, realizó personalmente varios de los cuadros definitivos, los cuales (como el resto de los que han pervivido) se conservan en el Museo. Se trata de El rapto de Deidamia, o lapitas y centauros; El rapto de Proserpina; El banquete de Tereo; Orfeo y Eurídice; El nacimiento de la Vía Láctea; Mercurio y Argos; La fortuna; Vulcano forjando los rayos de Júpiter; Mercurio; Saturno devorando a un hijo; El rapto de Ganimedes; Heráclito, el filósofo que llora; Sileno, o un fauno, y Demócrito, el filósofo que ríe. Son todas ellas pinturas de alta calidad, y algunas se cuentan entre las más importantes de ese momento de la carrera del pintor. El resto de los cuadros fue realizado por artistas como Cornelis de Vos, Jacob Peeter Gowy, Erasmus Quellinus, Jacob Jordaens, Peeter Symons, Jan Cossiers o Theodoor van Thulden. Las escenas describen por lo general relatos que aparecen en las Metamorfosis de Ovidio. Se -desconoce quién decidió los temas de los cuadros, y tampoco se ha podido encontrar entre ellos un hilo conductor que no sea su común pertenencia al repertorio mitológico. Y como el primer inventario es de una fecha ya relativamente tardía, como 1700, no sabemos si describe el orden -original de las escenas. En cualquier caso, se trata de un conjunto formidable de narraciones a través de las cuales el espectador no solo entraba en contacto con episodios de la fábula antigua, sino que se enfrentaba también a una extraordinaria variedad de acciones, emociones y significados. Desde el punto de vista de la riqueza y diversidad de su contenido, la serie apenas encuentra parangón en la pintura europea de su tiempo. En las mismas salas en las que se exponían los cuadros mitológicos también se desperdigaba un nutrido grupo de pinturas de animales, cuyo contenido era muy adecuado al uso que tenía el edificio. Eran cincuenta y tres cuadros realizados por Frans Snyders y Paul de Vos. En este caso, no se basaban en bocetos de Rubens, aunque éste parece ser que se encargó de supervisar todo el proyecto. Tenían una función fundamentalmente decorativa, y muchas de ellas se disponían como sobrepuertas o sobreventanas. También íntimamente relacionadas con el destino del lugar, había seis pinturas de Snayers que representan cacerías de Felipe IV o de su hermano el cardenal-infante (Prado). Además de los bocetos para la serie mitológica y de algunos de sus cuadros, Rubens colaboró en la Torre mediante el envío de Heráclito, el filósofo que llora y Demócrito, el filósofo que ríe, que se supone formaban, junto con Esopo y Menipo, de Velázquez, un grupo de cuatro filósofos antiguos. Precisamente del pintor sevillano se citan otras pinturas en la Torre en el inventario de 1700. Allí estaban los retratos como cazadores de Felipe IV, cazador, El cardenal-infante don Fernando de Austria y El príncipe don Baltasar Carlos, cazador; El dios Marte, que se hallaba junto a Esopo y Menipo -(todos del Prado); cuatro retratos de «diferentes sujetos y enanos», y la llamada Tela real (National Gallery, Londres). Todo el conjunto se completaba con diecisiete vistas de sitios -reales. La decoración de la Torre de la Parada constituye, junto con la construcción y amueblamiento del palacio del Buen Retiro, el principal testigo de la importantísima actividad -artística que generó Felipe IV en los años treinta del siglo XVII, que fue el momento en el que llegó a su punto más álgido la cultura cortesana en España. Asombra pensar en la cantidad, variedad e intensidad de historias que albergó ese edificio relativamente modesto, así como en la altísima calidad de muchas de esas obras.

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FELIPE III, A CABALLO Hacia 1635. Óleo sobre lienzo, 300 x 212 cm.

Esta obra formaba parte de la decoración pictórica del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, decoración que consistía en la superposición de varios discursos de distinta naturaleza (territorial, mítica, bélica, etc.). Uno de estos era de carácter genealógico, y estaba formado por cinco retratos que representaban al monarca reinante, Felipe IV (P01178), su mujer (P01179), sus padres (esta obra y el P01177) y su hijo (P01180), con los que se subrayaban los conceptos de monarquía hereditaria y de continuidad dinástica. Estaban destinados a decorar los lados menores del salón, y a lo largo de su historia han sufrido numerosos avatares, entre otros la ampliación de su superficie pictórica, con añadidos que han sido retirados recientemente. Todos ellos eran retratos ecuestres, lo que se justifica no sólo porque era una tipología que propiciaba la creación de cuadros de tamaño adecuado a las proporciones del salón, sino también por las múltiples connotaciones asociadas a este género que

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tradicionalmente se había venido considerando idóneo para representar la idea del poder. Esa relación se hacía especialmente estrecha cuando el caballo estaba en corveta, es decir, apoyado exclusivamente sobre sus patas traseras, tal y como aparece en este retrato de Felipe III y en el de su hijo. Era una postura que se asociaba estrechamente con la idea de dominio, y en un contexto político simbolizaba al gobernante que era capaz de controlar sus propias pasiones y a su pueblo, tal y como se detalla, por ejemplo, en difundidos libros de emblemas. En el retrato aparecen otras insignias de poder. El modelo viste armadura, y tanto la banda roja que cruza su pecho como la bengala que sostiene con la mano derecha dan fe de su condición de jefe superior de los ejércitos. El Tosión de Oro atestigua su alto linaje. El caballo está ricamente engalanado y se recorta sobre un fondo costero. Se ha especulado con la posibilidad de que la población que aparece en el último plano sea Lisboa, ciudad en la que el monarca, que era también rey de Portugal, entró triunfalmente en 1619. Para componer esta obra, su autor no partió de cero, pues se basó en conocidos repertorios de estampas, como la serie de los Doce emperadores romanos de Johannes Stradanus. Esta pintura, como varias de sus compañeras, plantea importantes problemas de autoría y de fecha. Su factura es muy dispar, y así, mientras que existen zonas en las que la escritura pictórica es muy minuciosa y detallada, en otras resulta mucho más suelta y vivaz. Entre las primeras, por ejemplo, el rostro y el tronco del rey; y entre las segundas, casi todo el caballo, especialmente su cabeza y su pecho, que revelan la mano de Velázquez. A lo largo del tiempo se han barajado distintos nombres como posibles autores de este cuadro, y se han planteado diferentes hipótesis sobre su origen, pero ninguno de los datos y propuestas son seguros. Probablemente este retrato, el de Margarita de Austria y el de Isabel de Borbón son anteriores a la construcción del Salón de Reinos, y en su estado actual son el resultado de una adaptación que hizo Velázquez con vistas a su nueva ubicación. Entre los artistas que se han citado como responsables de las zonas de ejecución más rígida figuran Vicente Carducho, Bartolomé González, Eugenio Cajés o Juan de la Corte (Texto extractado de Portús, J. en: El Palacio del Rey Planeta. Felipe IV y el Buen Retiro, Museo Nacional del Prado, 2005, p. 112).

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FELIPE IV, A CABALLO Hacia 1635. Óleo sobre lienzo, 303 x 317 cm.

Este es el único de los retratos ecuestres realizados para el Salón de Reinos que contiene una declaración de autoría. En su ángulo inferior izquierdo se despliega una hoja de papel. Se trata de un recurso habitual en la historia de la pintura para la alojar la firma del pintor. Sin embargo, en contra de lo que cabría esperar, se encuentra en blanco. El pintor de la obra está afirmando al observador que la originalidad de su estilo y la calidad de su técnica hacen innecesaria la firma. Es un método que utilizaría Velázquez en otras ocasiones, como en La rendición de Breda (P01172) o el retrato ecuestre de Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares (P01181), y que en el contexto de una serie con orígenes y autorías tan complejos como la de estos retratos ecuestres adquiere una significación

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especial, por cuanto el artista, en este caso, se hace responsable del cuadro entero. Se trata, sin duda, de la obra más importante del conjunto y una de las piezas maestras en la historia de su género. Es una imagen en la que se subrayan las responsabilidades militares del monarca, coincidiendo con el discurso de carácter eminentemente bélico que dominaba en el Salón de Reinos. Felipe IV aparece, al igual que su padre (P01176), montando un caballo en corveta y llevando bengala, banda y armadura, con lo que compone una imagen llena de autoridad y firmeza. Existen, sin embargo, sutiles diferencias respecto al retrato paterno, aparte de las muy notables que se refieren a la calidad pictórica. El entorno ha cambiado: no es el fondo marítimo de Felipe III o el ajardinado de Margarita de Austria (P01177), sino que se trata de un paisaje abierto, con mucho horizonte y varias ondulaciones. Recuerda mucho el piedemonte entre Madrid y el Guadarrama, en especial la zona cercana a la sierra del Hoyo, con sus dehesas y sotos. Se trata de un entorno familiar a Velázquez, parecido al que aparece en el retrato de Baltasar Carlos (P1180) -aunque en este caso con referencias topográficas mucho más explícitas- y en algunos retratos de bufones y de cazadores como el de Felipe IV, cazador (P01184). También difiere la figura del grupo principal. Felipe III y su montura están representados en escorzo, lo que aporta dinamismo y aparatosidad a la composición. Felipe IV se encuentra en riguroso perfil. Esa perspectiva, o el hecho de que el monarca en vez de mirar al observador (como hace su padre) dirija su vista al frente, crean un clímax en el que se mezcla la serenidad con la majestad. Frente a lo que era frecuente en el género del retrato ecuestre, donde los recursos iconográficos y compositivos se aunaban para crear imágenes en las que el mando se manifestaba a través de la violencia, el movimiento y la energía, Velázquez describe el poder precisamente a través del sosiego. Para encontrar las raíces de esta imagen hay que acudir al retrato de Carlos V en la Batalla de Mühlberg, de Tiziano (P00410), que era una de las pinturas más apreciadas de las Colecciones Reales. Las semejanzas entre ambos cuadros son múltiples, y afectan tanto a la composición como al contenido. En los dos, un árbol, que recorre toda la altura del lienzo, enmarca por la izquierda las figuras plantadas ante un paisaje abierto y de amplio horizonte que permite que el cielo tenga un destacado papel. Igualmente, en ambos se impone una presencia a la vez tranquila y majestuosa del protagonista, que sabe refrenar los impulsos de su montura. Dada su condición de monarca reinante, se trataba del retrato de mayor empeño y significación dentro del conjunto; y su contenido enlaza sutilmente con dos de los cuadros de batallas más importantes. Tanto a través de La recuperación de Bahía de Todos los Santos (P00885) como de La rendición de Breda (P01172) se arroja una imagen muy precisa de la monarquía hispánica como una institución fuerte, que ejerce su poder de una manera a la vez justa y magnánima. Un poder, una justicia y una magnanimidad que se adecuan perfectamente a la imagen que Velázquez nos ofrece aquí de Felipe IV. Como ocurre con el resto de la serie, las hipótesis que se han barajado acerca de la fecha del cuadro y las circunstancias de su ejecución son muchas, siendo una de las seis pinturas destinadas al Salón de Reinos por las que Velázquez recibió diversos pagos entre agosto de 1634 y junio de 1635 (Texto extractado de Portús, J. en: El Palacio del Rey Planeta. Felipe IV y el Buen Retiro, Museo Nacional del Prado, 2005, p. 116).

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EL PRÍNCIPE BALTASAR CARLOS, A CABALLO Hacia 1635. Óleo sobre lienzo, 211,5 x 177 cm.

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Este retrato estaba destinado a ser colocado entre los retratos ecuestres de sus padres (P01178, P01179), encima de una puerta en uno de los lados menores del Salón de Reinos. Dentro de ese contexto, la obra hace referencia a la continuidad dinástica garantizada por el príncipe heredero. Esa ubicación explica algunas de las características formales e iconográficas de la pintura. El niño, que había nacido en 1629 y por entonces tendría unos seis años, se representa de una manera muy similar a la de su padre y su abuelo (P01176); es decir, montando un caballo en corveta y ostentando varias insignias militares, como la banda, la bengala y una pequeña espada, El atuendo subraya así la idea de continuidad, haciendo referencia a las futuras responsabilidades militares del príncipe. La altura a la que se presume que iba ser colocado el cuadro justifica las peculiaridades de la perspectiva, que se advierten sobre todo en el tronco del animal. Como en otros retratos de la serie, el entorno en el que se representa al príncipe traduce directamente una experiencia de su autor, y describe lugares cercanos a la corte. En este caso, Baltasar Carlos se sitúa en algún paraje del extremo septentrional de los montes del Pardo, y los accidentes geográficos del fondo son fácilmente identificables. A la izquierda aparece la sierra del Hoyo, y a la derecha, tras el cerro que protege Manzanares el Real por el sur, un fragmento de la sierra del Guadarrama, con la Maliciosa y Cabeza de Hierro como puntos más destacados. El verde tierno de la vegetación y la línea blanca que corona las cumbres sitúan la escena en los inicios de la primavera. A diferencia de otros retratos del Salón de Reinos, el estilo de éste es completamente homogéneo y revela que se trata de una obra por entero autógrafa de Velázquez, quien a través de ella demuestra tanto sus dotes como retratista como su maestría sin igual para el paisaje, en cuya descripción se mezcla un amor por el natural, un manejo de la perspectiva aérea, una economía de medios y una capacidad de síntesis extraordinarios. Su manera de percibir y plasmar el paisaje es enteramente original, y nada hay en la pintura europea de la época que pueda señalarse como fuente. El paisaje no actúa como mero fondo o acompañamiento del cuadro, pues más que en cualquier otro retrato de la serie condiciona mucho el efecto general del mismo. Velázquez lo ha construido como dos grandes campos de color, evitando un detallismo prolijo que distraiga. En la parte inferior, verdes y marrones sugieren las suaves colinas herbáceas de la cuenca alta del Manzanares, mientras que en la superior se desarrolla un amplio cielo que aporta una gran luminosidad al lienzo. En medio, las referencias tan concretas a los accidentes montañosos separan ambos ámbitos, ordenan toda la topografía y sirven para otorgar una realidad geográfica a ese escenario. La amplitud del horizonte y el notable desarrollo de un cielo intensamente azul otorgan a este cuadro un aspecto distinto al de sus compañeros. Lo mismo ocurre con la indumentaria del jinete y el adorno del caballo, donde abundan los brillos dorados; desde los cabellos del niño hasta el correaje del animal, pasando por la silla, las mangas o los flecos de la banda. Con todo ello, el joven príncipe se halla envuelto en la claridad y en la luz, y conduce de manera resuelta su pequeño caballo hacia el futuro (Texto extractado de Portús, J. en: El Palacio del Rey Planeta. Felipe IV y el Buen Retiro, Museo Nacional del Prado, 2005, p. 120).

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ESOPO Y MENIPO Hacia 1638. Óleo sobre lienzo, 179 x 94 cm.

Hacia 1638. Óleo sobre lienzo, 179 x 94 cm. Esopo y Menipo aparecen citados por vez primera en el inventario que se hizo en 1701-1703 de la Torre de la Parada, que albergaba un extenso ciclo de pintura mitológica realizado por Rubens y sus ayudantes, y algunos retratos de Velázquez que representan bufones y miembros de la familia real vestidos de cazadores, etc. Se citan Demócrito y Heráclito, pintados por Rubens, cuya altura es muy parecida a la de los cuadros de Velázquez, aunque su anchura es algo inferior. Probablemente estaban interrelacionados y se pintarían en época parecida, en torno a 1638. Es muy interesante la comparación con los filósofos de Rubens para entender la personalidad de Velázquez. Los personajes

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de aquél, espléndidos, se hallan vestidos a la antigua y están sentados ante un paisaje rocoso, un ámbito que frecuentemente se utiliza para la descripción pictórica de ermitaños y penitentes. Tienen los pies desnudos, y uno ríe y el otro llora. Su contextura corporal es absolutamente rubensiana, es decir, robusta y musculada, y sus gestos se adecúan a unos códigos de expresión sólidamente establecidos. Velázquez planta a los suyos en un escenario interior, sus vestidos y zapatos son los que llevaría cualquier mendigo de cualquier ciudad española y se advierte una voluntad de aproximación realista a los rostros. Están situados en el espacio de la misma manera que muchos de sus retratos, y, aunque abundan los objetos que posibilitan una lectura simbólica, el pintor juega con los límites entre retrato y ficción. Como ocurre con muchas otras obras velazqueñas, son muchos y dispares los intentos que se han hecho por identificar su significado en el contexto de la Torre de la Parada. Algunos de ellos son aparentemente obvios, como el de la relación entre Esopo y la abundancia de fábulas de animales en el edificio. Ambas eran figuras conocidas por el público culto español, y la asociación entre filosofía y pobreza se había convertido en un tópico figurativo en la Europa barroca, relacionable con la gran fortuna que alcanzó entonces el pensamiento estoico. Esopo, que aparece con un libro (se supone que de sus fábulas) en la mano, se rodea de objetos que aluden a diversas circunstancias vitales. Sus pobres vestiduras son referencia a su origen esclavo y a su vida humilde. El balde de agua sería alusión a una contestación muy ingeniosa que dio al filósofo Xanthus, su dueño, que como recompensa le otorgó la libertad. El equipaje que tiene a su derecha aludiría a su muerte violenta: cuando, estando en Delfos, se mostró muy crítico con la inflada reputación de la ciudad, los habitantes para vengarse escondieron una copa entre su equipaje, lo acusaron de robo y lo arrojaron desde unas peñas. Al igual que Rubens, planteó su pareja de filósofos como un contraste entre la risa y el llanto, pero probablemente Velázquez en los suyos buscó otro tipo de contraste, ayudándose también de la expresión corporal, lo que es índice de hasta qué punto se planteó sus obras en función (o respuesta) de las del flamenco. Esopo, que ejemplifica al filósofo de espíritu libre, que no está sujeto por ataduras materiales, está plantado ante nosotros y nos mira de frente, de manera abierta. A Menipo, en cambio, lo vemos de perfil, protegido por su capa, y mirándonos casi de soslayo, como si el pintor hubiera tratado de transmitir a través de su gesto la avaricia que tópicamente le caracterizaba. La franqueza y la libertad de Esopo tienen un equivalente en la risa de Demócrito, mientras que el retraimiento y la avaricia de Menipo se corresponden con el recogimiento y el llanto de Heráclito (Texto extractado de Portús, J. en: Fábulas de Velázquez. Mitología e Historia Sagrada en el Siglo de Oro, Museo Nacional del Prado, 2007, p. 327).

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EL PRÍNCIPE BALTASAR CARLOS, CAZADOR 1635 - 1636. Óleo sobre lienzo, 191 x 103 cm. La inscripción de la parte inferior izquierda sirve para fechar este retrato entre los meses de octubre de 1635 y 1636, una época en la que Velázquez, después de su primera experiencia italiana y su concienzudo y permanente estudio de las Colecciones Reales, había alcanzado ya una plena madurez artística. El protagonista de la obra es el joven príncipe Baltasar Carlos, hijo de Felipe IV e Isabel de Borbón, que había nacido en octubre de 1629 y en quien estaban depositadas todas las esperanzas de sucesión dinástica. Su carácter activo y su despierta inteligencia prometían el desarrollo de unas buenas cualidades para gobernar, pero esperanzas y promesas se truncaron con su muerte en octubre de 1646. Aunque puede sorprender ver a un niño de tan corta edad vestido de cazador, lo cierto es que, según testimonios contemporáneos, la caza se contó entre las primeras asignaturas de su programa educativo, como correspondía a su estirpe real, y desde muy niño contó con un equipo apropiado, del que formaba parte el arcabuz que sostiene con la mano derecha, que había sido un regalo del virrey de Navarra a Felipe IV cuando todavía era un niño. Esta pintura, además de soberbio testimonio de la originalidad de Velázquez en el campo del retrato, es un ejemplo del interés que desarrolló en esos años por otro género pictórico: el paisaje, que aquí sirve como entorno y fondo de la figura, está realizado con la frescura y libertad tan admiradas siempre en el pintor, y se halla inspirado en una experiencia real, por cuanto el árbol es una de las viejas encinas que pueblan el monte de El Pardo, y las montañas del fondo evocan a cualquier madrileño el Guadarrama azul. Se trata de uno de los cuadros de su autor en el que se hace más vívida la sensación de aire libre. El cuadro ha llegado hasta nosotros recortado en el lateral derecho, como demuestran viejas copias en las que aparece un perro más (Texto extractado de Portús, J.: Velázquez. Guía, Museo del Prado, 1999, p. 144).

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