Cultura de la relación con la tierra francisco javier cervigon ruckauer

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Retos medioambientales en un mundo cambiante

7 Ser humano y medio ambiente natural. Reflexiones en torno a la cultura de la relación con la tierra

UNIDAD 7 Ser humano y medio ambiente natural. Reflexiones en torno a la cultura de la relación con la tierra MEDIO AMBIENTE NATURAL E IMPACTO AMBIENTAL Hasta el momento este curso ha mostrado cómo las ciencias ambientales han alimentado el auge del conocimiento y de la sensibilidad ambiental en las sociedades desarrolladas. Se quiere ahora ofrecer unas reflexiones culturales, a caballo entre estas ciencias y otras modalidades del saber. Se van a explorar algunas razones que sugieren que la cuestión ambiental es un reto humano ético y cultural de primer orden para cualquier persona. Se quiere alimentar la convicción de que, al restar importancia a lo ambiental, se erosiona también el alma de lo humano. Así, el medio ambiente debería ser también cuestión central para las ciencias que cultivan el espíritu y la convivencia humana. Este cometido se va a procurar alcanzar a lo largo de 3 apartados. En el primero, se da por supuesto que el medio ambiente está muy lejos de ser considerado con la atención que merece, y se examinan dos de las posibles causas que lo explican. El segundo apartado reflexiona sobre la relación entre cultura y naturaleza, y entre medio ambiente y sociedad, a través del fenómeno del impacto ambiental. El tercer apartado se ocupa de cómo el medio ambiente puede inspirar una conducta humana más plena.

1: EL MEDIO AMBIENTE EN LA SOCIEDAD CONTEMPORÁNEA Entre las causas que impiden que se considere el medio ambiente natural con la importancia que merece, se va a detener la atención en dos: (1) el modo de vida urbano, y (2) los excesos del racionalismo y del materialismo, en la práctica. 1.1.-­‐ El modo de vida urbano Vivimos la mayor parte del tiempo en ciudades, o con un estilo de vida urbano. Tenemos menos contacto con la naturaleza, con su riqueza, con su lenguaje, del que tendríamos en entornos menos artificiales. Por ejemplo, no vemos en el día a día los embalses que hay que construir para asegurar el abastecimiento de agua, ni las centrales nucleares o de ciclo combinado que aseguran nuestro alumbrado. No vemos el destino de nuestros productos desechados, ni la procedencia de tantos bienes de consumo, o alimentos, con sus efectos ambientales y sociales ligados. No nos gustan las canteras en el paisaje, pero vivimos en casas construidas con el material que extraemos de ellas. Universidad de Navarra

Jordi Puig i Baguer


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Esta separación de lo natural que nos abastece, propia de lo urbano, impide ver gran parte de la conexión entre el medio ambiente y nuestra vida, y facilita que olvidemos nuestra dependencia de lo natural en la alimentación, el transporte, el hogar o el empleo. Así, tendemos a no ver los problemas ambientales cuando no son algo grave, llamativo y cercano. Por esta razón, es común que causemos daño ambiental con nuestra vida cotidiana, sin darnos cuenta, sin quererlo, pues nadie en su sano juicio busca causar daño de un modo directo. A lo ambiental se le atribuye una importancia creciente, sí. Pero todavía secundaria, y mucho menor que la que le corresponde, tanto en la cultura como en la conducta, si es que pueden separarse. Rachel Carson, en la 2ª mitad del siglo XX, destaca entre quienes contribuyeron a impulsar la re-­‐conexión con la naturaleza. A ella se atribuye nada menos que el despertar de la importancia social y política del medio ambiente a partir de los años 60. Ha pasado medio siglo desde ese amanecer de la conciencia ambiental contemporánea. Pero queda mucho por hacer, porque una vez distanciados de la relación directa con la tierra, no es fácil recuperar la consciencia de nuestro pertenecer a ella. Se requeriría, por resumirlo, que la cultura integrara de nuevo, en todos los instantes con relevancia ambiental de cada vida, el conocimiento y el respeto de los valores que nunca deberían haber sido expulsados, paso a paso, del vivirdiario. Es significativo que Carson profundizara en las raíces culturales, o incluso espirituales de la naturaleza. Coincide en esto con Félix Rodríguez de la Fuente, y con otros gigantes del medio ambiente, antes y después que ella. Le atraía el misterio de la vida, que subyace a nuestra relación material con la tierra incluso en sus expresiones más simples. En “El sentido del asombro” escribe, por ejemplo: “Aquellos que moran, tanto científicos como profanos, entre las bellezas y misterios de la tierra, nunca están solos o hastiados de la vida. Cualesquiera que sean las contrariedades o preocupaciones de sus vidas, sus pensamientos pueden encontrar el camino que lleve a la alegría interior y a un renovado entusiasmo por vivir. Aquellos que contemplan la belleza de la tierra encuentran reservas de fuerza que durarán hasta que la vida termine” Aldo Leopold, acaso el ambientalista americano más influyente en el siglo XX junto con Carson, escribe muy en sintonía con ella, en su obra “A Sand County Alamanac”, al que me referiré como su Anuario: “Quien no posee una granja se enfrenta a dos peligros espirituales. El de suponer, en primer lugar, que el desayuno procede de la tienda de comestibles, y en segundo, que el calor procede de la calefacción” A la profundidad cultural y espiritual del medio ambiente se irá volviendo en adelante. De ella depende que recupere su lugar propio en nuestra sociedad. Y de Universidad de Navarra

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esta recuperación, a su vez, se derivan consecuencias de primer orden humano y humanístico. Pasamos ya a la otra posible causa de nuestro “olvido” ambiental, que cierra esta primera parte. 1.2.-­‐ Los excesos racionalistas y materialistas Para encontrar una explicación más profunda de nuestra distancia respecto al medio ambiente, quizás haya que fijarse en los excesos materialistas y racionalistas de nuestra cultura. Por su causa, con frecuencia vemos en la naturaleza poco más que un material y –por si eso fuera poco– nuestro: algo a libre disposición. Si fuera cierto que la naturaleza es un material con el que nos une una simple relación de propiedad de mercado habría que aplaudir que la cultura no dé más importancia al medio ambiente, sino a otros temas, más “serios”. Pero es posible que ocurra justo lo contrario, y que si la reflexión sobre el medio ambiente no va más allá de la materialidad que interesa a la propiedad o al uso, al bienestar, perdamos un alimento indispensable de la sabiduría humana para la construcción de la cultura humana. Aldo Leopold menciona lo siguiente en el prólogo de su Anuario: “Que la tierra produce una cosecha cultural es un hecho conocido desde hace tiempo, pero que es olvidado con frecuencia últimamente.” Una frase incisiva tanto para científicos ambientales como para cultivadores de las ciencias sociales y humanidades. Acaso porque la inserción del hombre en su tierra, en su cosmos no está debidamente presente en cómo nos entendemos. En nuestro espacio cultural, no se ofrece hoy a la naturaleza un alcance serio, propio de lo que pertenece al núcleo de lo humano. Miramos con una atención pobre al material que forma lo que llamamos “cosmos”, “ecología”, “entorno”, “medio ambiente”, o “vida”. Pero lo humano se da con el cuerpo, que comparte materia con el mundo natural, aunque lo trascienda. Y sin embargo, a pesar del contundente “dato” de la unión entre materia y espíritu que llamamos ser humano, hasta la universidad va perdiendo el gozo por la naturaleza. Las ciencias y técnicas no abren con naturalidad y rigor su mundo empírico al pensamiento, la cultura, el espíritu, a las cuestiones universales y permanentes sobre el hombre, su dignidad y su destino. Las artes o las letras no se acaban de creer que las ciencias ambientales aporten riquezas humanamente relevantes, aspectos serios de la cultura y el espíritu. He aquí, para nuestra vergüenza, la fragmentación del saber universitario, y de la cultura, ante el medio ambiente. ¿No tendremos una idea demasiado abstracta de lo que es el ser humano, si no lo consideramos integrado en la naturaleza, en su tierra, en su cosmos? Y si lo reducimos a la materia, ¿encontraremos suficiente base para defender la dignidad universal humana? En sentido contrario, ¿es posible respetar lo natural si no lo integramos en el ámbito de los valores humanos? La unidad entre medio ambiente, cultura y espíritu parece olvidada hasta por las Universidad de Navarra

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religiones, al menos en Occidente. ¿Quién reza hoy con la Creación? Creyentes y no creyentes parecen igual de desarmados ante el lenguaje de lo natural. Su valor y mensaje se pierden entre el ruido del consumo, que marca, en Occidente, el ritmo de nuestra relación con la tierra. Tendemos a vivir y valorar más como “humano” lo que tenemos, elaboramos o producimos, fijando las reglas de su uso a voluntad. Nos cuesta, en cambio, ver la realidad natural como es y respetarla simplemente porque “es”, no sólo por “sernos útil”. El ser de lo natural, no tanto la utilidad, se nos escapa demasiado del urbanismo, la lectura o la escritura, el arte o la ingeniería, la industria o la filosofía… el trabajo o descanso, la conducta: la vida. El ser de la naturaleza está demasiado callado en el día a día. Parece que no sabemos integrar, escuchar y cantar con su profundidad la riqueza natural. No es fácil, teniendo en cuenta el recorrido histórico y cultural de los últimos siglos y de las últimas décadas, cuyo camino “des-­‐naturalizador” incide en cómo valoramos hoy los problemas ambientales. Sin embargo, la evidencia creciente de lo que hoy llamamos “impacto”, ha ido despertando el debate sobre la importancia humana de lo ambiental. Y en torno a este fenómeno gira la segunda parte de esta intervención.

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2: LAS DOS CARAS DEL DESARROLLO

2.1.-­‐ Un poco de Historia A partir de la Revolución Industrial el territorio va plasmando una fractura sombría entre el hombre y la tierra: el daño ambiental. El auge de las ciencias experimentales fue impulsando, de forma paralela, a la técnica. Se extendió una progresiva especialización del saber y de sus aplicaciones, que resultó de enorme eficacia fabricadora. Pero se descuidó el esfuerzo unificador de los saberes especializados, que hoy parece tan arduo, un intento incluso vano. Se ha olvidado la unidad de la tierra, del cosmos, a los que además pertenecemos. En consecuencia, las ciencias no han sabido evitar las visiones reduccionistas del mundo, teóricas y prácticas, que se dan cuando cada saber especializado intenta dar una respuesta a qué es el mundo, más desde su óptica particular que desde el encuentro con los otros saberes. Se empobrece así la cultura, por la ausencia en ella de referencia a la tierra. La eficacia de las ciencias y las técnicas particulares aceleró la transformación de la tierra, con más aplausos que abucheos. Había buenos motivos para proceder así, por supuesto. Se avanzaba en el control de fuerzas naturales antaño temidas (la naturaleza ciertamente es una fuerza a temer…). Se veía también la extensión del bienestar a más personas, un aspecto principal de nuestra sociedad. La visión de la naturaleza principalmente como fuerza a dominar o fuente de materias primas con las que enriquecernos fue tomando cuerpo. Y se manifestó, de forma drástica, en la veloz transformación y alteración del paisaje norteamericano en los dos últimos siglos, que provocó la vívida percepción de estar siendodilapidado. Como reacción a los impactos negativos, aparecieron distintas oleadas ambientales que se han ido extendiendo por el mundo. La sociedad alimentada por la Revolución Industrial fue abriendo los ojos al precio entero del bienestar y la seguridad que goza. Los valores naturales, entre otros, que figuraban poco en las cuentas, empezaron a interpelar de nuevo la conciencia ciudadana. Conforme avanzaba el bienestar, tal y como nos lo hemos procurado históricamente, se ven nuevos matices del llamado desarrollo. El dominio de la naturaleza fue mostrando caras negativas, inesperadas a veces, que invitaban a preguntarse qué se estaba perdiendo por la vía escogida de la seguridad y el bienestar. Va quedando más claro que cuanto más alejamos de nosotros la naturaleza, más y más vamos echándola en falta y la buscamos Pero ¿cuál es el alcance de lo que “no va” en este fenómeno? Desde el principio se atisban, junto con lo ambiental, vertientes culturales y sociales. De esta cuestión, precisamente, pasamos a ocuparnos a continuación.

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2.2.-­‐ La escisión entre naturaleza y cultura. A nuestro conocimiento y uso parcial y fragmentado del mundo, la realidad natural responde elocuentemente, dirigiéndose al todo, natural y social, del que forma parte. Aunque nos cuesta entender el lenguaje de la naturaleza, nos vemos obligados a entender el lenguaje del impacto ambiental. El efecto de nuestro modo de vivir (desde la deforestación a la pobreza, concentradas en países, regiones, ciudades, o barrios…) es percibido como un mal que no se ha causado sin nosotros. Si no lo vimos ni vemos venir desde su origen cultural, sí en cambio reaccionamos cuando la seguridad, la riqueza y el bienestar son amenazados por el mismo “desarrollo” que los generó. El daño ambiental subraya que la diferencia entre la naturaleza y nuestra cultura va convirtiéndose en una escisión que se agrava hasta afectar a la sociedad: no son sólo el ser humano y la naturaleza los que se alejan, sino los seres humanos entre sí, a través de lo natural. No parece correcto que cerremos los ojos de la cultura a la naturaleza hasta dañar, precisamente, lo humano. El medio natural posibilita, aunque no nos demos cuenta, todo lo específicamente propio de la mujer y del hombre. Desde la alimentación y la vivienda, la sanidad o la enseñanza, hasta que podamos crear la riqueza cultural que nos conforta del dolor y nos regala la belleza del arte. Y sin embargo, la actividad humana daña con frecuencia al medio que la posibilita. En este clima surgen preguntas propias de una crisis cultural en nuestra relación con la naturaleza: la tierra, lo material, ¿tiene un valor en sí, a respetar, más allá del que le otorga su utilidad para el ser humano, o el acuerdo sobre su valor? ¿Podemos pasar la factura (de la seguridad, la riqueza, el bienestar…) al medio ambiente, en bien de la humanidad… o de una parte o momento histórico de ella? ¿Podemos definir el bien de la humanidad prescindiendo del bien de la naturaleza? En la cuestión ambiental, ¿nos estamos jugando sólo la subsistencia humana global a largo plazo (que no es poco…) o también que vivamos con humanidad, con respeto, el presente? En otras palabras: ser humano, ¿nos exige un modo de tratar lo natural distinto al que nos permitimos? ¿Es humano y justo atender sólo al logro del confort y la salud a corto plazo, para los presentes, y en ámbitos territoriales restringidos (de hogar, barrio, ciudad, país o comunidad internacional)? Las sociedades desarrolladas ¿van camino de expandir su bienestar o más bien de mantener su situación de privilegio, a cualquiera de las escalas antes mencionadas? ¿Consiguen un nivel que se puede generalizar, o bien lo logran segregándose de un mundo pobre, incluso hasta llegar a causarlo? Esta última cuestión puede ser particularmente inquietante, incluso dolorosa, y nos introduce al siguiente tema.

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2.3. El alcance social del impacto que llamamos “ambiental”

Incluso dejando de lado enfoques ambientalistas basta un mínimo de sentido de justicia social para comprender que un nivel de consumo que no se pueda generalizar a todo el mundo es sospechoso de ser radicalmente inhumano. Y mucho más si además daña irreversiblemente no sólo a la tierra, sino la posibilidad misma de vivir de ella. La cuestión ambiental no puede separarse de la falta de justicia social en la distribución de los bienes de la tierra. Los problemas sociales y ambientales comparten un origen, visto desde las ópticas complementarias de la justicia y la naturaleza. Además del aprovechamiento desigual de los recursos, los impactos negativos también se distribuyen desigualmente. ¿En qué condiciones trabajan las personas que elaboraron la ropa que vestimos, los bienes que consumimos? ¿Cómo quedan los territorios y sociedades de los países que nos abastecen a través del comercio internacional? ¿Cómo responder al dilema moral del gasto, intrínseco al consumismo, en un mundo donde la pobreza se expresa con una dimensión globalizada? Es más, ¿puede dejarnos tranquilos el tipo de “bienestar” que disfrutamos, tan asociado a un consumo desigual? Por inquietantes que resulten estas afirmaciones y preguntas, no plantearlas sería cerrar los ojos a la realidad. Muchas veces el impacto ambiental y el social van de la mano de un modo claro y patente, en la misma dirección. Con independencia de las responsabilidades penales que se deduzcan, existe un litigio ambiental y social entre la principal petrolera del mundo y un puñado de ecuatorianos que se declaran criminalmente pisoteados. Pero la unión entre los problemas ambientales y sociales no es siempre tan fácil de ver. Porque en la mayor parte de los casos los problemas se hacen uno o el mismo sólo cuando se va a sus raíces. Si, por el contrario, nos quedamos en las manifestaciones, vemos con frecuencia lo contrario y aparente: que los valores ambientales entran en conflicto con los sociales. Por ejemplo: ¿Qué debe prevalecer la preservación del medio, o la apertura de una cantera en un espacio natural protegido que asegurará unos puestos de trabajo? Cada vez que surge un dilema, una elección entre lo natural y lo social, deberíamos examinar las causas de su enfrentamiento. Los problemas que surgen de la relación entre naturaleza y cultura no suelen reducirse a sus manifestaciones más visibles. Por eso, además de buscar “en superficie” en cada caso la solución más justa, lo más prudente es ir a la raíz también, e intentar combatir desde allí las causas culturales de los síntomas que observamos, pues indican que algo, probablemente serio, no funciona. Lo social y lo ambiental reclaman un compromiso proporcional a las tragedias de desigualdad que observamos día a día. Y no sólo en las fronteras que separan países ricos y pobres, sino en cada acto, incluidas las decisiones y usos ambientales, la compra o el consumo, que alimenta las diferencias entre esas fronteras. Que los Universidad de Navarra

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impactos ambientales se den junto a la falta de justicia en la distribución de los bienes de la tierra debería hacernos pensar un poco más acerca de la importancia de lo ambiental. Porque muy posiblemente el daño a la tierra expresa el daño que nos causamos en sociedad, acaso transferido –tierra mediante– al futuro o a otros países, regiones, barrios, hogares… que se quedan en la pobreza o indigencia (relativa… o absoluta). Ante la seriedad de este desafío socio-­‐ambiental, el propio medio ambiente bien puede aportarnos perspectivas de interés de las que vamos a ocuparnos, en el tercer apartado.

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3: LA RIQUEZA HUMANA DE LA NATURALEZA 3.1.-­‐ Una buena noticia

En la ceguera cultural contemporánea, la naturaleza nos sigue saliendo más al rescate que a embestirnos. Nos tiende la mano, por así decirlo. La buena noticia es, de anticipo, que el medio ambiente natural puede enseñarnos mucho de en qué consiste ser humanos. Ese mundo al que tratamos tantas veces como si fuera un mero material (y a través del cual nos maltratamos…) tiene propuestas que alcanzan las raíces culturales de los problemas que acabamos de mencionar. Con nuestro alejamiento de la naturaleza, se extiende el vacío de sentido, significado o re-­‐ construcción natural en nuestras vidas. De forma paralela, con el interrogante acerca del sentido de la vida y lo humano, aumenta su búsqueda a través de lo natural. No es de extrañar: lo natural presenta un lenguaje propio que alcanza significados vedados a otros lenguajes, hasta espirituales. Josep Maria Mallarach ha escrito que “En una sociedad cada vez más harta de mentira y falsedad, la Naturaleza ofrece un lenguaje auténtico, verídico, duradero, universal, y por lo tanto irrefutable. Por más que la intentemos engañar, la Naturaleza nos dice siempre la verdad. Y por más que les duela aceptarlo a los tecnócratas, ella tiene y tendrá siempre la última palabra.” De lo natural podemos extraer lenguajes comunes, como el de las ciencias ambientales. Pero además lo material, por poco humano que parezca a los ojos de nuestra cultura, ofrece un lenguaje que captan muchos seres humanos sin necesidad de dedicarse a esas ciencias. Un lenguaje que acaso necesitemos todos, en mayor o menor medida, para nuestra construcción humana. La naturaleza guarda, para todos, lenguajes privados, hablados a cada viviente que quiera o pueda escucharlos. De ese lenguaje se alimentan las culturas que saben que pertenecemos ¡tanto! a la tierra, que la siguen llamando Madre. ¿Cabe más don y mensaje que el recibido de la madre? La naturaleza nos invita a recuperar, en su seno, lo que se ha perdido con nuestro particular desarrollo: la “cosecha cultural” y espiritual que nos espera en el medio ambiente. Una cosecha que tanto nos cuesta obtener en la actualidad pero que algunas culturas ven y obtienen más fácilmente. No es de extrañar que Félix Rodríguez de la Fuente buscara aprender a obtenerla entre los indígenas de la selva de Venezuela, o conviviendo con bosquimanos. Pese a actuar como actuamos, pese a dañarla y distanciarnos, conservamos siempre la capacidad de mirar a la naturaleza profundamente, interrogándola, hablando con ella, escuchando. Buscando no sólo sus contenidos científicos genéricos sino también sus palabras no habladas personales sobre el misterio unificador de la vida y su existencia, sobre las razones de su valor, y sobre el sentido cosmológico de cada vida particular. 3.2.-­‐ De la mirada a la ética Universidad de Navarra

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Pasamos ahora a subrayar la necesidad de revisar la conducta ambiental porque, por desgracia, esta sociedad de la apariencia mima mucho su discurso, pero no parece tan dispuesta a revisar su conducta. Escogemos la comodidad: conservar lo que disfrutamos, desde la izquierda, el centro o la derecha. Y así, tomando una idea que oí por primera vez a Ángel Ramos, maestro de la Escuela de Montes de Madrid, hablamos mucho del medio ambiente no porque le demos importancia, sino porque se la damos a hablar de él. Preferimos hablar a cambiar, y evitamos el compromiso ambiental reduciendo las exigencias de la naturaleza, para que no nos obligue. Nos hacemos los distraídos. Así, queda planteado un desafío, dirigido a cada disciplina u ocupación cultivadas por el ser humano: “¿Por qué es importante el medio ambiente en cada profesión y vida, y hasta qué punto y cómo puede y debe inspirarlas?” La reflexión ambiental nos invita a repensar con profundidad cada disciplina, cada ocupación, buscando el compromiso. Pues el compromiso es el rasgo propio del vivir humano. Por esbozar una respuesta desde la óptica de la Belleza, que pueda servirnos de falsilla, se podría sugerir que ojalá, creyentes o no, estuviéramos a la altura de aquel maestro judío que enseñaba, hace dos mil años, que ni el rey más rico en toda la historia de Israel pudo vestirse con la hermosura de un lirio campestre. ¿Será esta frase tan bonita como superflua? ¿Anecdótica? ¿Se limita a mostrar la fina sensibilidad de un tal Jesús de Nazaret? ¿O acaso apunta a una profundidad de mirada para lo natural que hemos perdido de entre nuestras costumbres, que está lejos de nuestra “cultura”, sociedad, religión o vida? ¿No acabaría esa mirada sencilla, tan llena de contento pausado y profundo en lo cotidiano, con toda desigualdad y derroche? La buena noticia es que esa profundidad, si acaso desatendida, sigue a nuestro alcance: en cada ser natural, nosotros incluidos. Nos enfrentamos al reto de recuperar, cada uno, la capacidad de ver en la hierba, que hoy crece y mañana se echa al fuego, (incluso) la infinitud de un Creador –para los creyentes– que viste cada lirio con más belleza que la que alcanzó Salomón con todo su poder y riqueza. La sensibilidad ambiental, en el sentido más amplio posible (la suma de los esfuerzos para integrar el respeto ambiental en todas las disciplinas y quehaceres humanos), ofrece una oportunidad extraordinaria para entender y practicar qué es el ser humano y en qué consiste comportarse como tal. Tanto desde los lenguajes académicos, profesionales o personales del medio natural y la voluntad de respetarlo, como desde el compromiso por mejorar las relaciones entre los pueblos y su tierra, a la que tantos amamos –además– como Creación.

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CONCLUSIONES Cuando en nuestras opciones, en nuestra conducta, no nos adaptamos a lo natural y sustraemos valor al medio, dañándolo, nos restamos valor junto con él. Y sufrimos entonces las consecuencias que hemos provocado. Aunque nos cueste ver el alcance de la dimensión ambiental de nuestra vida y de nuestras elecciones, la conducta en lo referido al medio ambiente no deja de construirnos… o de destruirnos. Lo hace siendo nosotros más o menos conscientes de lo que ocurre y sus causas, de forma tanto personal como colectiva, y en dimensiones materiales y espirituales, en el ser humano y en su paisaje. La conducta ambiental que escojamos nos afecta en la totalidad de nuestro ser humano y su expresión. Aunque nos dé igual el cómo nos relacionemos individual y socialmente con el medio ambiente natural, no da igual. Porque somos también naturaleza: no hay que olvidarlo. Acaso debamos, por tanto, reaprender actitudes ambientales que parecen olvidadas, más o menos relegadas en la práctica o en la cultura popular contemporáneas. Se trataría de empezar por comprender, aprendiendo a mirar profundamente, para así alimentar al fin conductas acertadas. Del profesor Fernando Echarri he sacado la idea de concluir este escrito de manera que “proponga” alguna orientación teórica y práctica a quien la busque. Me he inspirado en sus propuestas para la educación ambiental para esbozar las que siguen: 1) Frente a la cultura del comprar, tener, poseer o consumir, frente a la

cultura del valorarnos en nuestros productos… Aprovechar las oportunidades de vivir los valores ambientales que no entran en el mercado, que se nos ofrecen gratuitamente. Invirtamos nuestro tiempo en disfrutar lo natural dado, viviéndolo sin que medie un consumo comercial. De esa inversión no sólo extraeremos ahorro, o libertad frente a la esclavitud consumista: lo natural nos enriquece y sana, de suyo. 2) Frente a la cultura de la superficialidad…

Esforzarnos en meditar nuestra radical pertenencia al medio natural y social, nuestro modo y nivel de consumo privado y público, y sus inseparables repercusiones ambientales y sociales. Y en dejar que la vida nos dicte cambios de conducta al respecto: los que vayamos viendo necesarios. 3) Frente a la escisión entre naturaleza y cultura…

Sepamos ver que las cuestiones ambientales y sociales, además de estar inseparablemente unidas entre sí, interpelan a nuestra conciencia conjuntamente. Si las vemos o batallamos por separado –incluso oponiéndolas– o sólo en teoría, sin Universidad de Navarra

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compromisos, no hacemos más que colaborar con la raíz del problema que las causa,… o agravarla. Desentenderse de la cuestión ambiental y social implica formar parte agravante del problema.

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