MOOC: Retos medioambientales en un mundo cambiante – Introducción
INTRODUCCIONES A LOS TEMAS DEL MOOC “RETOS MEDIOAMBIENTALES EN UN MUNDO CAMBIANTE” 1. La Unidad del Ecosistema De entre los ocho planetas y asteroides en que hemos aterrizado o los cerca de 30 que hemos fotografiado1, por no decir los miles detectados pero no vistos2, la Tierra sigue siendo el único en el que hemos encontrado vida. Todos los demás son demasiado fríos o calientes, muy grandes o muy pequeños, sin atmósfera o con una atmósfera venenosa, sin roca o sin agua, con radiación u otras características incompatibles con la vida. Sin embargo, la Tierra era así: hostil a la vida. Ya no lo es. Paradójicamente, y en palabras del profesor Ramón Margalef, fue justo la vida lo que acabó por hacernos el planeta confortable3. Sin muchas otras formas de vida que nos han precedido y que nos acompañan, sin las plantas que vemos en el paisaje, no tendríamos ni oxígeno para respirar ni nada que comer. Sin la vida que vemos alrededor, nosotros, los humanos, tampoco estaríamos aquí. Poco a poco los primitivos organismos que surgieron en los océanos fueron haciéndose cada vez más eficaces, y a lo largo de la evolución llegó un momento en que una reacción química de la que obtenían energía produjo un residuo, el oxígeno, que terminó por acumularse en la atmósfera. Ese oxígeno permitió el surgimiento de la vida animal y su evolución, que desembocó en el Hombre. El que hoy puede usted leer esto es prueba de que nuestro planeta es adecuado para nosotros, y es, en consecuencia, adecuado para la vida que nos precede y nos acompaña desde hace bastante tiempo. Esta es nuestra Tierra.
A.H. Ariño 2011 3
Si el planeta es azul, es porque es verde . Errebelu, Navarra, 2011
Arturo H. Ariño
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Al conjunto natural que nos rodea, donde vivimos y de lo que vivimos, le llamamos el “medio ambiente”. Constituye nuestra casa, y es lógico que queramos conservarla en condiciones de habitabilidad, puesto que de momento no tenemos otra a la que ir: no podemos salir del planeta y, si pudiéramos, como hemos hecho sólo seis veces y por breves horas cada vez, no encontraríamos otro compatible con la vida. Las doce personas que han puesto hasta ahora su pie en la luna tuvieron que volver, aunque también tuvieron el privilegio de ver la Tierra desde el espacio. ¿Qué vieron? Diez años después de que Neil Armstrong pisara por primera vez la luna, y al cabo de siete desde nuestra última visita, el profesor Paul Colinvaux escribió: “La tierra es un objeto suspendido en el espacio, una bola de roca cuya corteza sólida flota sobre un núcleo fundido, […] rodeada de una atmósfera muy tenue, una curiosa mezcla de los gases oxígeno y nitrógeno que no aparece en ningún otro planeta del sistema solar. Hay pequeñas y vitales trazas de dióxido de carbono y vapor de agua mezcladas con el oxígeno y el nitrógeno. Este objeto rocoso se ve inundado de luz y calor procedentes de nuestro sol, un torrente de energía de invariable ferocidad que se abate sobre él. “Si observáramos la tierra desde el espacio, todo parecería silencioso e inmóvil. […] Los únicos signos de movimiento son los lentos desplazamientos de las nubes [...] y el cambio del color verde al ocre y posteriormente al blanco en las latitudes elevadas al dar paso el verano al otoño y posteriormente al invierno. “Pero si nos lanzamos espacio abajo, hasta las cercanías de esta corteza rocosa, penetrando la delgada capa exterior de la atmósfera, todo se vuelve ruido y excitación tras la eterna quietud y el silencio del espacio. No sólo están el sonido de viento y de las aguas, sino que una extraordinaria colección de criaturas vivientes murmura y se mueve sobre la faz de la tierra. Estos seres vivos […] comparten la superficie de la tierra y los vastos espacios tridimensionales de los océanos. Subsisten codo con codo en algún tipo de acuerdo, viviendo y dejando vivir, siempre adecuados a la clase de vida que deben llevar, a menudo presentes en agrupaciones abigarradamente diversas. “Las personas que estudian el funcionamiento de estas formaciones reciben el nombre de ecólogos.”4 Es pues la Ecología la ciencia que intenta explicar los componentes y mecanismos que, a través de la vida, hacen que el medio ambiente sea adecuado para la propia vida. La Ecología y las Ciencias Ambientales son disciplinas distintas, pero sin la Ecología es imposible entender el medio ambiente, que es lo que estudian aquéllas. Este medio ambiente tiene una base y un origen físicos (la tierra, los océanos, la atmósfera) pero ha sido construido, y está siendo continuamente modificado y cambiado, por los propios organismos que vivimos en él: las plantas, los animales, los microorganismos, y por supuesto nosotros, que además podemos emplear la técnica para cambiar
Arturo H. Ariño
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(voluntaria o involuntariamente) el ambiente. La Ecología, que significa “la ciencia de la casa”5, se ocupa de explicarnos qué hay detrás del medio ambiente. Así, el medio ambiente es el medio en el que vivimos y que contiene lo que necesitamos para vivir. En ese medio están los animales y las plantas o con los que convivimos, o a los que nos comemos, o que conviven entre sí o se comen entre sí. Y también ocurren en ese medio las relaciones intrincadas que se establecen entre todas esas especies de animales y plantas. Todo eso, es decir, el medio físico, el ambiente, el paisaje, las especies que hay allí, y las relaciones entre unos y otros, forma parte de lo que los ecólogos llamamos el ecosistema. El ecosistema es un poco más difícil de percibir que el medio. Podemos ver fácilmente el terreno, un río o un bosque; pero dentro de ellos hay interrelaciones entre sus componentes que son algo más abstractas. Estas interacciones, aunque menos conocidas o menos visibles, son también parte integrante del ecosistema. Nosotros somos parte del ecosistema porque los humanos tenemos relación con el resto de organismos: usamos algunos, consumimos otros, dependemos de otros y afectamos a la mayoría. Además, el ecosistema no existe en el vacío sino en un medio. El ecosistema necesita aire, agua, y energía, y genera residuos, disipa energía, mueve materiales. Nosotros somos una de las especies clave del ecosistema: una especie muy importante no sólo porque seamos nosotros, sino porque somos capaces de cambiarlo con nuestra actividad. Y a su vez, el ecosistema, con su funcionamiento, puede cambiar el propio medio.
Modelo básico de “caja blanca” del ecosistema: entradas, salidas, y flujos internos.
Arturo H. Ariño
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Lo que nosotros percibimos del ecosistema a gran escala es principalmente un paisaje, que es en cierto modo un medio que incluye el terreno, el aire y el agua. Este paisaje ha sido creado por la actividad del ecosistema que lo soporta; y aunque veamos el medio antes que el ecosistema, eso no significa que no percibamos el ecosistema: lo que percibimos (y lo que nos afecta) son los efectos del ecosistema en ese medio o ese paisaje. A su vez, estos efectos (que configuran el medio) nos afectan directamente a nosotros. Por ejemplo, sin un ecosistema que regenere la atmósfera, el oxígeno, que es un gas bastante reactivo, tiene a reaccionar con las rocas y termina por desaparecer. El nivel que tiene en la atmósfera se debe a la regeneración continua que efectúan las plantas y el plancton. Una de las formas que tendríamos de detectar la posible presencia de vida similar a la nuestra en otros planetas, si pudiéramos verlos lo suficientemente de cerca, sería buscar la “firma” espectral del oxígeno, junto con el ozono y el vapor de agua, en la atmósfera6: aunque puede estar en cantidades modestas por procesos fisicoquímicos7, por lo general es cuando hay vida vegetal (fotosíntesis) cuando puede mantenerse a largo plazo una cantidad importante de oxígeno en la atmósfera. Y si contaminamos la atmósfera, otros organismos del ecosistema, o nosotros mismos, sufrimos las consecuencias porque el medio se degrada. El medio es común a todo el ecosistema. El medio no es de uso exclusivamente humano. No tenemos el poder de crear un medio sin un ecosistema. Pero sí tenemos el poder de alterar el medio y que se altere el ecosistema, y de alterar el ecosistema y que se altere el medio. Es un poder tremendo, y requiere tremenda responsabilidad.
A.H. Ariño 2015
La capacidad humana de alterar el ecosistema es grande, y por tanto también su responsabilidad. El incendio en la Sierra de Gata, Cáceres, verano de 2015
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Decía Colinvaux que “La Ecología no es la ciencia que estudia la contaminación, ni tampoco es una ciencia ambiental. Está aún más lejos de ser la ciencia de la catástrofe. Existe, no obstante, una abrumadora cantidad de escritos que afirman que la ecología es, precisamente, todo esto.”4 En realidad, no hay contradicción alguna. Los humanos nos enfrentamos a grandes retos que afectan al medio ambiente. Estos retos exigen conocer cómo funcionan los ecosistemas, porque los ecosistemas son consecuencia del medio a la vez que creadores del medio. En la medida en que comprendamos el funcionamiento de los ecosistemas y su relación con el medio ambiente, podremos quizás vislumbrar lo que nos depara el futuro. La Ecología puede ayudar a entender la naturaleza de los grandes retos ambientales y, posiblemente, proponer caminos para hallar las soluciones. 2. La humanidad en el ecosistema En el mes de marzo de 2014 fue noticia que en París los vehículos con matrícula par o impar no podían circular en días alternos. La razón fue que el aire sobre París se había convertido en una especie de boina de contaminación. Esa contaminación la produjeron las micropartículas que salían de los tubos de escape, especialmente de los que tienen motor diésel, que son más de un 60% en París y en cualquier ciudad de España. Son peligrosas en pequeñas cantidades: basta con esparcir más o menos 30 gramos en el volumen de un estadio de fútbol para que los humanos notemos efectos nocivos.8
El efecto invernadero: La mayor parte de la energía del sol entra fácilmente, pero al salir queda retenida otra parte. Sin esta retención la Tierra estaría cubierta de hielo. Arturo H. Ariño
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Por ingeniosos que seamos, al final no podemos escapar del ecosistema porque vivimos de otras especies, y lo que hacemos con el medio siempre termina por afectar a otras especies. Incluso a nosotros mismos. En el caso de París, es una afección directa. Pero puede ser también una afección indirecta, a veces con la misma causa. Por ejemplo, en el caso de las partículas parisinas, o de otros sitios: si en su composición incluyen azufre y acaban moviéndose a la parte alta de la atmósfera, pueden enfriar el planeta porque reflejan la luz solar. Aunque su efecto no es tan grande como el del dióxido de carbono, el famoso CO2, que hace justo lo contrario: calentar la atmósfera, por el mecanismo conocido como efecto invernadero: la energía del sol entra fácilmente a través de la atmósfera en forma de luz solar, para la que es transparente, pero cuando la Tierra la devuelve al espacio exterior para equilibrar su temperatura lo hace con una longitud de onda más larga (el infrarrojo), para la que estos gases la hacen opaca. Así el calor se queda bloqueado por estos gases de invernadero, que actúan como el cristal de un invernadero atrapando el calor. Por término medio, cuando cada coche que vemos por la calle ha recorrido cinco kilómetros (un trayecto urbano bastante común), ha producido un kilo de dióxido de carbono que vierte a la atmósfera. Sin efecto invernadero, nuestro planeta sería casi como la Luna: o sea, muy frío (especialmente por la noche), con una temperatura media muy por debajo del punto de congelación9. Y al revés: Con mucho efecto invernadero, podría en cambio ser tórrido e irrespirable, como Venus. La Tierra ha pasado por ciclos en los que el efecto invernadero y otros factores han variado mucho, y también ha variado a la vez su temperatura. Esto ocurrió cuando no había coches diésel, ni de gasolina.
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Este es posiblemente uno de los retos ambientales que tenemos delante: Admitir que los humanos somos una especie más en el planeta, y además, una especie reactiva. Es decir: nosotros reaccionamos con el medio, igual que otras especies—pero como veremos, nosotros lo hacemos con mucha más intensidad porque podemos usar energía adicional, lo que multiplica nuestro efecto. Todas las especies animales respiran. Por tanto, nosotros también contribuimos al dióxido de carbono de la atmósfera: cada vez que respiramos. Cada uno vierte a la atmósfera más de un kilo de CO2 cada día: lo mismo que un coche que recorre cinco kilómetros. Por lo tanto, sólo por el hecho de usar el coche cinco minutos, cada uno de nosotros duplica su efecto sobre el medio. Ahora podemos añadir la luz con que iluminamos nuestras casas o la calefacción que gastamos. Cada uno de nosotros cuenta por cinco, por diez, o por veinte. El producto de nuestra actividad siempre acaba notándose en el medio mucho más intensamente porque podemos usar energía. Aunque las demás especies también respiran (incluso las plantas lo hacen, aunque netamente producen más oxígeno del que consumen), y algunas, como las bacterias descomponedoras, lo hacen intensamente, nosotros somos activos tanto biológica (como los demás organismos) como técnicamente. Hubo muchas otras especies antes que nosotros y estas especies también cambiaron el medio. Por ejemplo, durante mucho tiempo la atmósfera apenas tuvo oxígeno. Si no hubiera sido por unas pequeñas bacterias azules que inventaron la fotosíntesis --que es básicamente usar la energía del sol para romper la molécula de agua y quedarse con los protones para formar materia orgánica-- apenas habría oxígeno, porque el oxígeno La temperatura media de la Tierra cambia cíclicamente a lo largo del tiempo, y es generalmente más fría que ahora—pero ahora es más cálida de lo que debería. Datos deducidos de los isótopos de oxígeno 22
atrapados en capas de hielo bajo la estación Vostok, Antártida .
reacciona con casi todo y forma óxidos y por tanto desaparece fácilmente de la atmósfera. Pero estas bacterias se encontraron con un residuo que era el oxígeno del agua, que tenían que liberar. Las plantas heredaron esta capacidad. Arturo H. Ariño
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La reacción básica de la fotosíntesis: Una molécula de glucosa se forma con 6 de agua y dióxido de carbono y 48 fotones, desprendiendo 6 moléculas de oxígeno.
En resumen, el oxígeno les sobraba y lo vertían al medio: primero al agua de cuya molécula lo habían sacado, y de allí pasaba a la atmósfera. Si lo pensamos bien, todos nosotros, los humanos, estamos viviendo gracias a una cascada de reacciones generadas por otras especies que incluye los desechos respiratorios de las plantas, igual que las plantas viven de nuestros desechos respiratorios. No sabemos quién ganará a largo plazo. Pero sí sabemos que a nosotros nos conviene que las plantas sigan fotosintetizando y produciendo un residuo que, a lo largo de la cadena de la vida, nos resulta vital. Otros ejemplos de cascadas en las que somos la especie reactiva están en el agua. Los océanos, los ríos y los lagos son masas de agua que empleamos para beber, para obtener pesca… o para verter residuos. A lo largo del tiempo hemos ido comprendiendo mejor qué ocurre en el seno de las masas de agua, pero con frecuencia, cada poco tiempo, un nuevo descubrimiento nos obliga a cambiar la idea que teníamos. Algunos fenómenos ni siquiera los comprendemos. Sólo hace un par de décadas que los oceanógrafos se dieron cuenta de que el clima del planeta estaría regulado por una enorme corriente salina que discurre por todo el Atlántico, hundiéndose en el estrecho de Dinamarca10. En los registros paleoclimáticos se ha visto que las alteraciones de esta corriente suceden al tiempo que los grandes cambios climáticos. Pero aún no sabemos si fue antes el huevo o la gallina: si la corriente se interrumpió porque hubo cambios en el clima, o si los cambios en el clima interrumpieron la corriente. Lo que sí sabemos es que los dos mecanismos se alimentan entre sí, y que las consecuencias de estos cambios climáticos fueron espectaculares. El hielo llegaba casi hasta aquí en los períodos glaciares. Y en períodos cálidos, había bosques en la donde hoy sólo hay hielo en Groenlandia, y un clima tórrido, insoportable para los humanos. ¿Podría volver a ocurrir lo mismo?11
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El agua nos da muchos ejemplos de cómo funcionan estas cadenas de causas y efectos que son causas para otros efectos. Nos ha ocurrido muchas veces que hemos tenido que cambiar de idea cada vez que un nuevo descubrimiento nos altera la percepción que teníamos. Por ejemplo, durante tiempo, hemos creído que los océanos eran capaces de absorber el exceso de dióxido de carbono que hemos vertido a la atmósfera al quemar carbón, petróleo y gas para obtener energía. Pero cuando hubo suficientes medidas del pH del océano, se observó que aunque efectivamente el mar lo absorbe, paga un precio: hacerse más ácido12. Los químicos saben que eso causa que las conchas de los animales marinos se disuelvan. La pega está en que eran precisamente esas conchas las que se llevaban el exceso de carbono al fondo marino, cuando mueren los animales, donde acaban transformadas en piedra caliza. Si no se forman bien las conchas, no se retira el CO2, el océano se satura, y deja de absorberlo. Pero la cadena no acaba aquí. Si hay mucho CO2 en el océano, también puede crecer el plancton, que lo usa para fotosintetizar, como las plantas. Esto podría parecer una solución: El mar reaccionaría generando más plancton. En realidad no ocurre así. Hace poco se confirmó una hipótesis de los años 80 que sostenía que para que eso pasara, hacía falta que también hubiera otra cosa en el océano: hierro13. Porque el plancton lo necesita para que funcione una enzima necesaria para poder capturar otro componente indispensable: el nitrógeno, que a su vez está en la atmósfera. Así que tenemos una cadena en la que hemos pasado del CO2 a la acidez, de allí a las conchas marinas, luego al plancton, al hierro y al nitrógeno, y todos esos eslabones están conectados unos con otros.
A.H. Ariño 1988
El carbonato de las conchas sedimentado en los océanos termina bloqueado en roca caliza. Estratos calizos del Circo de Ordesa, Huesca, 1988
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¿Qué ocurre si el medio cambia? Hay especies que viven mejor en un medio, y otras en otro. Nuestro problema es saber qué especies serán las mejor adaptadas al medio una vez que lo hemos alterado. Y, especialmente, qué cambios causarán *esas* especies en el medio. Cambio que a nosotros nos tocará también soportar. El problema es que el medio es uno, el mismo. Y como las especies están en el mismo medio, si una lo cambia, otra reacciona, lo que produce otro cambio, lo que induce otra reacción; y así sucesivamente. Ahora está claro nuestro reto ambiental desde el punto de vista de la ecología, que consiste en entender cómo son esas cadenas de efectos, que no siempre conocemos. Es más, de muchas cadenas sólo somos conscientes de pequeñas partes desconectadas. A todo esto tenemos que sumarle la evolución, que hace que aparezcan formas biológicas que no podemos pronosticar. Y nosotros somos una parte de esa cadena de efectos. Es decir: Estamos viviendo un “gran experimento”, que consiste en modificar el medio y ver qué pasa con los organismos que hay dentro. Pero con un pequeño detalle: Nosotros somos uno de esos organismos del experimento. Estamos dentro y no podemos salir, así que si el experimento no “sale bien”, tenemos un problema: inevitablemente sufriremos los efectos de lo que ocurra, como las demás especies. La ecología intenta comprender cómo es ese experimento, y predecir los resultados de las alteraciones que inicia nuestra especie, la especie reactiva: una especie que utiliza cantidades cada vez mayores de energía para modelar cada vez más su propio medio ambiente. Y no olvidemos que la energía ni se crea ni se destruye sino que está contada. Siempre tiene que ir a parar a algún sitio: al medio ambiente, al aire, o al agua. En palabras de Commoner: Todo está conectado con todo, todo tiene que acabar en algún sitio… y el almuerzo nunca es gratis.14 En resumen, las cadenas de reacciones, las interacciones en el ecosistema, son complejas, y una causa puede tener como consecuencia efectos varias jugadas más adelante en la partida de ajedrez. Una partida que se juega, en buena parte, en el agua.
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3. Los sistemas complejos El medio ambiente que percibimos es el resultado de muchas acciones y muchas interacciones. En ecología, una interacción entre dos componentes es algo que de alguna forma podemos medir. Un árbol comienza siendo una semilla y crece, según la especie, hasta más de tres o cuatro órdenes de magnitud a un ritmo que se puede medir a partir de la altura que tiene cada año. También sabemos que la masa de un árbol (que habrá aumentado desde la semilla en seis o siete órdenes de magnitud), su madera y su celulosa y sus hojas y sus células, provienen del carbono que capturó del aire durante la fotosíntesis, del nitrógeno y el fósforo que recogió del suelo, del agua de la que sacó los protones y del sol de donde obtuvo la energía para combinar todo eso. Por ejemplo, un roble nacido de una bellota de un par de gramos puede alcanzar al cabo de 200 años una altura de 25 metros y un peso de 15 toneladas. El árbol ha interaccionado con la atmósfera, porque ha retirado dióxido de carbono y le ha devuelto oxígeno. Ha interaccionado con el agua y con los fotones de la luz, y con los nutrientes del suelo. Podemos poner sus hojas en una cámara experimental que nos mide cuánto oxígeno produce y cuánto CO2 absorbe por unidad de tiempo, y A.I.Pérez de Zabalza, 1983 cuánta masa ha acumulado en ese mismo tiempo; de ahí, Un roble ha obtenido su masa principalmente del dióxido de podemos deducir una relación carbono de la atmósfera y del agua del suelo. Elzaburu, que nos dice que lo que ha Navarra, 1983 ganado el árbol debería ser igual a lo que ha perdido la atmósfera. Pero si tomamos esas medidas enseguida descubrimos que lo que ha entrado por las hojas es mucho más que lo que se ha quedado netamente en el árbol, en forma de masa. Por tanto, la ecuación sólo vale si se añade otro término: las pérdidas, lo que ha gastado el árbol durante su crecimiento. Parte de lo que absorbe lo devuelve a la atmósfera. A este término le llamamos respiración, y poder medirlo nos permite tener una ecuación que relaciona lo que crece el árbol con lo que gasta.
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Además, el árbol produce frutos y semillas, a una velocidad determinada, que no se quedan en el árbol sino que pueden caer al suelo o ser comidos por los animales. Aquí tenemos otra interacción: los frutos y semillas del árbol están alimentando, y haciendo crecer, a otros animales. Podemos escribir otra ecuación que nos relaciona cuánto pierde el árbol y cuánto gana el pájaro que se come las semillas. Nuevamente, en la ecuación habrá que incluir lo que pierde el pájaro al respirar. Así tendríamos un sistema de dos ecuaciones, con dos incógnitas que representan los gastos. Pero no se nos deben escapar algunos pequeños detalles. Por un lado, lo que ha perdido el árbol sólo puede ser una parte de lo que ha producido. Si este árbol ha producido este año mil semillas en total, los pájaros no pueden haber comido dos mil. Podemos decir que la cantidad de semillas que comen los pájaros depende de la cantidad de semillas que haya producido el árbol. Por otro lado, la cantidad de pájaros determina la velocidad a la que se consumen las semillas. Dos pájaros comen el doble que uno. Por lo tanto, hay que decir que la velocidad a la que se consumen las semillas, o la tasa de consumo, es una función de la cantidad de pájaros que haya y de la velocidad a la que come cada pájaro. Y no acaba aquí la cosa. Si el árbol produce muchas semillas, los pájaros pueden verlas y comerlas con más facilidad; y si hay pocas, les costará más encontrarlas y quizás las coman a menos velocidad. Así que este sistema tiene enlaces, o dependencias, entre las ecuaciones que describen el sistema. Las ecuaciones nos permiten calcular el crecimiento, el gasto, la biomasa que va a tener el árbol, etcétera. A esto, en Ecología, le llamamos un modelo.
Modelo simple de transferencia de carbono a un herbívoro endotermo: P = producción; I = ingesta; E = excreta fecal; R = respiración. α es la fracción de la producción vegetal que consume el herbívoro.
Este modelo que hemos visto es extremadamente simple. Tan simple, que resulta irreal porque cada uno de sus componentes tiene a su vez relación con otros muchos no representados (por ejemplo, los competidores de las aves, sus depredadores, u otros herbívoros diferentes), y su cantidad, o la velocidad a la que cambia, se puede expresar en función de esas interacciones. Y podemos extender el modelo lo que queramos.
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Por ejemplo, ese CO2 que el árbol consume y que saca de la atmósfera hace que el contenido de dióxido de la atmósfera baje. Cuánto baje el CO2 en la atmósfera dependerá de la cantidad de árboles que haya, multiplicada por la velocidad a la que lo absorba cada árbol, menos la cantidad de CO2 que se devuelva por los organismos que respiran, que a su vez depende de cuántos haya y a qué velocidad respiren. Así que tenemos que añadir más coeficientes a las ecuaciones, y más ecuaciones al modelo, y seguir con otros componentes como el nitrógeno. Al final lo que obtenemos es un sistema llamado complejo, en el que es cada vez más difícil poder predecir cómo cambia el sistema. Difícil, pero no imposible, porque podemos intentar simplificarlo, quitar de las ecuaciones los términos que sean pequeños y concentrarnos en los términos grandes, pero al hacerlo tendremos que asumir un error que será tanto mayor cuantas más variables nos dejemos fuera. Si ahora le damos la vuelta al razonamiento, tenemos que cuantas más variables podamos poner en el modelo, tanto mejor podremos predecir cómo cambia: Cómo crece el árbol y qué efecto tiene ese crecimiento en el resto del ecosistema. Por ejemplo, a qué velocidad serán capaces los árboles de absorber el exceso de CO 2 de la atmósfera. Los físicos llaman a estos modelos sistemas complejos, no sólo porque sean caóticos (se estudian mediante la teoría del caos) sino porque al estar todos sus componentes interconectados, cualquier pequeña alteración en la relación entre unos y otros puede propagarse como una cascada por todo el modelo y cambiar los resultados.15
Un modelo más explícito, dividido en componentes tróficos.
Lo que nos ocurre continuamente es que cada vez que conseguimos elaborar un modelo, no estamos seguros de haber metido en él todas las ecuaciones. Y cada vez que metemos una ecuación nueva, o una interacción nueva, en el modelo, cambia el resultado. Al estudiar el medio ambiente, con mucha frecuencia hemos visto que un
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nuevo descubrimiento, que podemos traducir en una nueva ecuación, nos obliga a cambiar lo que pensábamos acerca de cómo se modificaba el ambiente. Quizás uno de los casos más evidentes de cómo hemos ido teniendo que cambiar de idea con nuevos datos se vea en el caso de la atmósfera, que es producida y utilizada por los organismos y que los humanos estamos cambiando. Hemos alternado entre pronosticar la llegada de una nueva glaciación, un calentamiento global, un aumento drástico en fenómenos extremos. Al final, sabemos con seguridad dos cosas: que algo va a cambiar, y que no tenemos suficientemente claro qué y cómo va a cambiar. 4. ¿El equilibrio de la naturaleza? Cuando disfrutamos de un agradable paseo por un bosque, nos gustaría que continuase así indefinidamente. Ya que está bien, no lo alteramos. Sin embargo, ningún árbol del bosque es ahora igual que lo será el año próximo. ¿Tenemos que evitar que crezcan para que su aspecto sea perfecto? La naturaleza está en continuo cambio: unas veces en una dirección, otras en otro, casi siempre girando en círculos pero nunca repitiéndose exactamente igual. Se da la curiosa paradoja de que todo ecosistema, para que se mantenga inmutable, tiene que absorber cantidades crecientes de energía para contrarrestar los cambios naturales que se producen en él. Un ecosistema no se está quieto. Las plantas crecen y se mueren, los animales migran y cambian sus áreas de distribución, aparecen unas especies y desaparecen otras. Cuando en un bosque se cae un árbol al suelo, el hueco que crea es enseguida aprovechado por plantas colonizadoras, que andando el tiempo se verán a su vez desplazadas por otras que llegan más tarde, o por retoños de los demás árboles del bosque. Este mecanismo se conoce como sucesión, y está en todas partes. Toda la naturaleza es dinámica y además de ciclos, experimenta evolución. Si en lugar de por un bosque paseamos por un parque, el césped que vemos es el resultado de acciones para evitar que por sí mismo derive a otra cosa. Algunos dirían maleza, otros dirían un ecosistema natural. Tendríamos que decir que si lo dejáramos solo, sin cortes y sin cuidados, iría a una etapa sucesional. Primero otras plantas herbáceas anuales o bisanuales, luego algunos arbustos, y más tarde árboles. A su vez, qué árboles aparecieran primero podría condicionar qué otros árboles podrían venir después: dependería de la sombra que hicieran, de la competencia entre ellos, o de cómo dejaran el suelo. En Navarra, por ejemplo, cuando paseamos por un hayedo pensamos en un entorno natural. Pensamos menos en que estamos paseando por una colonia de una especie que al expandirse eliminó a otras que estaban antes, como los castaños. Y que estos castaños, a su vez, desplazaron a otras especies más secas como pinos, cuando el clima se enfrió. Y que los pinos, mucho antes, echaron fuera a los helechos que dominaban el territorio. Así, pues, ¿cuáles son las especies “naturales” de un ecosistema?
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Es un concepto que necesariamente es temporal, y que paradójicamente está reñido con nuestro deseo de conservar algo a lo que damos un valor ecológico o paisajístico o simplemente que nos gusta y nos parece natural: Sólo se puede conseguir que un ecosistema no se mueva a base de mover lo que hay en él. El medio ambiente también está en constante cambio, porque el medio ambiente no es sino el resultado de la acción del ecosistema. Si queremos que esté quieto, tenemos que parar la naturaleza. ¿Nos interesa parar la naturaleza? Claro que esto no significa que debamos aceptar todo cambio. Porque muchos de los cambios que vemos en el medio ambiente son cambios que tienen una causa concreta, y no necesariamente es una causa natural. Asumamos que todo cambio tiene una causa y que nosotros podemos controlar algunas de esas causas. Por A.H. Ariño 2011 ejemplo, llevamos ya casi un Un gran árbol que va a caer, como la secuoya gigante de la siglo reduciendo los derecha, es una oportunidad para una nueva sucesión. patógenos en el ambiente: los Mariposa Grove, California, 2011. organismos que nos causarían daño a los humanos. No parece que sea una mala idea, al menos desde el punto de vista de los humanos. También llevamos casi medio siglo protegiendo a las ballenas, lo que es una excelente idea desde el punto de vista de las ballenas o una buena parte de los humanos aunque no tan buena desde el punto de vista del krill, los peces o incluso otra buena parte de los humanos que comen pescado. La siguiente pregunta por tanto es: ¿Qué cambios son aceptables? ¿Qué causas de cambio, por el contrario, habría que controlar? Hoy se presta mucha atención en los círculos científicos a un fenómeno que se da en el medio pero que hasta fechas muy recientes no ha empezado a trascender a la opinión Arturo H. Ariño
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pública: los efectos de las especies invasoras, las que salen de su medio natural e invaden otro donde pueden comenzar a alterar los ecosistemas y, por lo tanto, el medio ambiente. Aún se requiere mucha investigación, pero lo que se empieza a ver parece ser la punta de un enorme iceberg, que no se reduce sólo al mosquito tigre o al mejillón cebra.16 5. La frontera de los datos Las hormigas están por todas partes. Sin duda, son animales que han tenido un enorme éxito adaptativo a lo largo de la evolución. Nosotros tenemos la imagen mental de la hormiga trabajadora acumulando semillas y hojas para pasar el invierno, aunque en realidad, en los ecosistemas las hormigas cumplen otra función importantísima aunque menos conocida porque, más o menos, se comen el 90% de los cadáveres de los animales que mueren, que son muchos. Sobre todo, eliminan los cadáveres de los insectos muertos. Conocemos casi diez mil especies de hormigas, y se calcula que todas ellas en el mundo suman ahora mismo unos diez mil billones de individuos.17 Por término medio cada una pesa de uno a cinco miligramos. Así que todas ellas juntas pesan más o menos lo mismo que toda la humanidad: más de trescientos millones de toneladas. Las personas que las estudian se llaman mirmecólogos, y en todo el mundo no habrá más de mil mirmecólogos. Otro grupo de animales, los pájaros, tiene aproximadamente las mismas especies: algo menos de diez mil, aunque todos ellos juntos no pesan ni la décima parte de lo que pesan las hormigas. Podríamos decir sin equivocarnos mucho que en los ecosistemas, las hormigas tienen diez veces más efecto que los pájaros. Sería lógico pensar que deberíamos estudiarlas con cierto detalle, o al menos que deberíamos prestarles tanta atención como a los pájaros. Cuando los científicos estudian un animal o una planta, con frecuencia anotan sus observaciones y una de las formas de anotación es lo que se llama un registro primario de biodiversidad, es decir, una combinación de qué especie se ha visto, dónde se ha visto y cuándo se ha visto, y este registro primario, que también puede incluir otras cosas como como quién ha hecho la observación o cuántos ejemplares había, se combina con muchos otros en grandes bases de datos que todo el mundo puede consultar. Por ejemplo, en la Infraestructura Global de Información sobre Biodiversidad, o GBIF, donde podemos ver una fotografía de lo que sabemos de las especies. Esto se hace, naturalmente, también con otras especies, no sólo con pájaros. Estos datos son la base de lo que sabemos sobre la variedad de la vida en el planeta, y son fundamentales para conocer la distribución de las plantas y de los animales, y cómo cambia esta distribución con el tiempo: por ejemplo, si las especies se desplazan hacia los polos como consecuencia del cambio climático, o si se expanden o migran o aumentan o disminuyen. En resumen, los datos primarios de biodiversidad nos permiten saber cómo está y cómo cambia el ecosistema. Para comprender el medio ambiente, y sobre todo cómo se ve alterado al cabo del tiempo o por efecto de la actividad humana o por efecto de los ciclos naturales, necesitamos observar estas grandes masas de datos de distribución. Además, como Arturo H. Ariño
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hay organismos que, como hemos visto en el caso de las hormigas, resultan de mucho efecto en los ecosistemas y por tanto en el medio, cabe esperar que sean organismos que tengamos bien estudiados. Pero, sorprendentemente, esto no es exactamente así. Nos encontramos con un curioso fenómeno. Para dos grupos con la misma variedad, hormigas y pájaros, donde la importancia de las hormigas en términos de efecto sobre el ecosistema es al menos diez veces mayor que la de los pájaros, la cantidad de datos conocidos sobre pájaros multiplica a la cantidad de datos recogidos sobre hormigas. Por ejemplo, revisemos la información que existe en todo el mundo sobre datos de hormigas y de pájaros. En los tres primeros tres años de este siglo, los cerca de mil especialistas en hormigas del mundo habían escrito casi dos mil artículos científicos sobre hormigas. En cambio, en el mismo período de tiempo se habían escrito unos veinte mil artículos sobre pájaros. Y es que en lugar de unos 1000 entomólogos especialistas en hormigas, hay cerca de diez mil ornitólogos. No nos puede sorprender, entonces, que sean los pájaros los animales más estudiados y más observados; y menos si caemos en la cuenta de que además de los científicos que se dedican a la ornitología, hay más de un millón de personas aficionadas a la observación de aves que pueden estar generando datos primarios de biodiversidad.
Los 338 millones de datos sobre pájaros que se han recogido en el mundo a lo largo de la historia y 23 se comparten digitalmente. La intensidad de rojos es proporcional al número de citas.
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Esto puede explicar no sólo que se hayan escrito diez artículos sobre pájaros por cada artículo sobre hormigas, sino que, además, por cada dato referente a hormigas haya más de cien datos de aves: A principios del año 2016, el mundo dispone de algo más de trescientos millones de datos primarios sobre pájaros, pero sólo tenemos poco más de un millón y medio de datos de hormigas. La información que tenemos es bastante poco homogénea: sabemos bastante de algunos grupos de organismos que nos gustan, o nos parecen interesantes o atractivos o más fáciles de estudiar, pero sabemos muy poco, demasiado poco, de otros grupos de organismos que, paradójicamente, son sumamente importantes para el medio ambiente, porque lo cambian, lo modifican, lo condicionan.
Los datos disponibles sobre hormigas. Mismas especies, menos registros.
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Y no sólo tenemos desigualdades taxonómicas, sino que la cantidad de información que tenemos no está bien repartida. Trescientos millones de datos de aves pueden parecer muchos, pero si los repartimos sobre el globo terrestre es fácil ver que la mayor parte de estos datos están concentrados en unos pocos sitios, especialmente en ciertos países. Lo mismo ocurre con las hormigas. Además, la mayor parte de estos datos han sido recogidos en tiempos recientes; y para poder observar cambios, necesitamos series largas de datos. Esta irregularidad en los datos de biodiversidad es un reto que necesitamos solventar, y que sólo puede resolverse con más investigación, o desenterrando datos que se
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encuentran almacenados en museos y centros de investigación 18, en cuadernos de campo, en colecciones, o incluso en viejos diskettes de ordenador. Es una tarea titánica, pero sin embargo es necesaria porque nuestro conocimiento del medio, en último término, está limitado por la cantidad y calidad de los datos de que disponemos, y por la necesidad de combinarlos para hacerlos disponibles a todos 19. Esta es la frontera de los datos. La frontera de los datos es crítica para entender la biodiversidad del planeta, y contribuir a vencerla es una tarea a la que se dedican los mil mirmecólogos, los diez mil ornitólogos y los quince mil especialistas en mamíferos o en peces y así hasta más de doscientos mil investigadores en biodiversidad en todo el mundo, que generan los datos que luego organizan y analizan un pequeño grupo de unos trescientos que desarrolla el campo de la bioinformática.
Los datos accesibles digitalmente de los grandes grupos de organismos. No sabemos lo mismo para 24 todos los grupos de organismos, y no es proporcional al número de especies de cada grupo.
6. El medio ambiente al servicio de la ecosfera Resulta ya difícil encontrar a quien crea que puede vivir aislado del ambiente. Podemos tal vez cerrar las ventanas interponer una barrera entre nuestro pequeño micromundo y el medio, pero no podemos evitar depender de ese medio ambiente. La
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conciencia ambiental es cada vez mayor, porque vamos percibiendo, a nuestra escala, el efecto que tenemos en el medio ambiente. El paisaje que observamos habitualmente es artificial, es urbano, ha sido modificado por el hombre para hacerlo conveniente a nosotros mismos de la misma forma que antes de que hubiera personas, otros organismos modificaron el ambiente por su mera existencia y como resultado de su actividad. Sin embargo, aún no parece que tengamos la suficiente conciencia de que el mundo en el que vivimos tiene una superficie finita, y que no podemos aún salir de él. La cantidad de energía que llega al planeta procedente del sol está perfectamente bien definida, y es de unos 1200 vatios por metro cuadrado cuando el sol está en el cénit. Ese es nuestro último límite, y es un límite absoluto. A medio plazo, con el resto de fuentes de energía gastadas, hasta allí podríamos llegar. Por el momento no hay ningún otro sitio de donde rascar. Y toda nuestra actividad, la producción de alimentos, el control del clima, la gestión de los residuos, requiere una energía que está en último término limitada a esta cifra. La producción de todos los ecosistemas está también limitada por esta disponibilidad de energía. Sólo que hay muchos otros limitantes para nuestra actividad, como por ejemplo la disponibilidad de agua dulce.
La capacidad de producción del planeta depende del lugar, y está regulada en último término por la 25 cantidad de energía disponible y por los factores ambientales, sintetizados en un conocido modelo.
El mundo tiene ante sí un conjunto de retos ambientales, algunos de los cuales son formidables. Pero el mundo está poblado por personas, y el efecto, el impacto de las personas sobre los ecosistemas, sobre la biosfera, obedece a una ecuación muy
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sencilla: energía de todo tipo consumida por cada persona, multiplicada por el número de personas. Las personas representamos en el planeta 350 millones de toneladas de biomasa. Las bacterias pesan al menos tres veces más, y su efecto en el ecosistema ha sido muy superior al de la humanidad. Pero las bacterias no pueden usar otra energía que la química, que la contenida en la materia orgánica o la que obtienen de compuestos inorgánicos. Somos los humanos los que, proporcionalmente, manejamos más energía y además, en un porcentaje importante, la desviamos de la que iría al resto del ecosistema. Por ejemplo, al alterar la superficie de la tierra, cuando reemplazamos un bosque o una selva por un terreno de cultivo. Durante años, los ecólogos han venido observando de qué forma la naturaleza proporciona a la humanidad un sinfín de servicios que hemos aprovechado. De la naturaleza hemos extraído alimentos, medicinas, materias primas. Es también la naturaleza, los ecosistemas, los que nos suministran el oxígeno necesario para respirar, y es en la naturaleza donde nuestros desechos se reciclan, y la materia orgánica es procesada por las bacterias y por los organismos del agua y del suelo de forma que los nutrientes vuelven a estar aprovechables. La naturaleza proporciona a la humanidad servicios, que Robert Costanza y otros cuantificaron hace algunos años de una forma simple20: ¿cuánto estaríamos dispuestos a pagar por ellos, si no nos lo proporcionaran? La respuesta estaba en el orden del trillón de dólares. E incluso ésa es una respuesta irrelevante, porque ¿cuánto pagaríamos por disponer de oxígeno, si la alternativa es no tenerlo y por tanto asfixiarnos? La respuesta objetiva es que los servicios de los ecosistemas, tienen como precio la totalidad de nuestra riqueza. Incluso si creáramos únicamente ecosistemas artificiales, como los cultivos, sólo podrían mantenerse invirtiendo cantidades siempre crecientes de energía, porque solo así pueden mantenerse estables los ecosistemas artificiales; y la cantidad de energía disponible, como sabemos, tiene un límite. Así las cosas, parece claro por qué se ha venido desarrollando una conciencia ambiental, y sobre todo una conciencia que nos lleva a proteger la naturaleza aunque sólo fuera desde un punto de vista puramente egoísta: sin ecosistemas, no hay servicios ni de regeneración de la atmósfera, ni de reciclado de nutrientes, ni de materias primas. Sin la naturaleza y sus ecosistemas, sin otros seres vivos, no cabe la vida. Pero el mantenimiento de los ecosistemas no es simplemente la conservación, o en un paso adicional lo que el profesor Jordana llamaba la gestión de la naturaleza 21. El mantenimiento y la gestión de los ecosistemas no acontecen por sí mismos cuando en medio está la humanidad que es la especie reactiva en el medio ambiente. Todas las personas están en el medio y viven en el medio, y por tanto no es posible eludir esa responsabilidad. La conciencia ambiental no es algo que pueda exigirse a quienes viven en otra parte del planeta. Es algo que debe salir de cada persona en el curso de su actividad normal, y debe salir de cada grupo, de cada empresa, de cada comunidad. Sin conciencia ambiental, la ciencia ambiental es fútil.
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