Es difícil escoger sólo tres o cuatro de las obras maestras de Velázquez, de las pintadas antes de su primer viaje a Italia. Escojo "Vieja friendo huevos" y "El aguador de Sevilla", dos obras maestras de su etapa sevillana, que pinta con 19 y 21 años respectivamente, y "Don Luis de Góngora y Argote" y "El infante don Carlos" de su etapa madrileña, que pinta con 23 y 29 años. Sin remedio hay que dejar fuera de la selección obras tan rotundas como "La venerable madre Jerónima de la Fuente", el prodigioso retrato "Francisco Pacheco", la "Inmaculada Concepción", y los varios retratos del Rey Felipe IV, por citar sólo unos cuantos. En su etapa sevillana, Velázquez está influenciado por el tenebrismo de Caravaggio, aunque sus cuadros siempre tienen un sello propio. En el más antiguo de esta lista, el fondo es aún oscuro, y la luz ilumina fuertemente los primeros planos de la escena; los objetos están colocados en el cuadro "en fila", de tal forma que todos se vean completamente. Da la sensación de que la escena ha sido colocada por el maestro para pintarla, no está reflejando una escena con la que se ha encontrado, sino que ha puesto a las dos figuras a posar y ha colocado los objetos a su alrededor. El jovencísimo Diego retrata los cacharros con la seriedad y la profundidad con que retrata a las personas. El cuadro está resuelto en pardos y tierras, con los toques de luz en los blancos del plato y de los huevos, así como en las ropas de las dos figuras, que parecen estar ajenas entre sí, a pesar de estar participando en la misma escena. Todo el cuadro, tanto objetos como figuras están resueltos con mucha rotundidad de modelado.
En el aguador de Sevilla, los personajes siguen estando un tanto ajenos unos de otros. A pesar de que se sigue viendo que los personajes están posando, el aguador tiene una gran prestancia. Ya hay menos objetos que en el cuadro anterior, pero son también de una gran rotundidad. Velázquez ha puesto tanto empeño en retratar el cántaro de primer término, como en las figuras. Ha reproducido fielmente todos los accidentes de su superficie y unas pocas gotas de agua escurren por el barro. Reposando sobre éste está también la mano izquierda del aguador, en un escorzo perfectamente resuelto. Las cabezas del aguador y del muchacho están resueltas con contrastes fuerte entre las luces y las sombras, y aunque son de un gran realismo, me da la impresión de que Velázquez está haciendo un cuadro, una composición, no está retratando un personaje, como ocurre con la Monja o con el retrato de Góngora, así como en los retratos en la corte, donde alcanza, en cualquiera de ellos alturas, o mejor dicho honduras, impresionantes. La gama de color es también en pardos etapa sevillana.
y tierras.
Este cuadro puede ser la culminación de su
Don Luis de Góngora y Argote, es ya un cuadro de su etapa madrileña, lo realiza en su primer viaje a la capital del Reino, y obtuvo un gran éxito con él. El cuadro está exento de artificios, es un retrato, pero el pintor coloca al retratado solo en el lienzo, ya no necesita poner objetos que le acompañen, no hay nada más que la figura y el fondo, nada más. Góngora está de tres cuartos, casi de frente, quedando la mayor parte de la cabeza iluminada por la luz que le llega por su lado derecho y un poco desde arriba, dejando la parte izquierda en la sombra, pero siempre, estos tonos de sombra, de una trasparencia notable. El retrato es de una gran austeridad, pero de una profundidad psicológica increíble. No sólo la epidermis del poeta está en el cuadro, el alma misma, toda su esencia queda reflejada en esta maravilla, con esa mirada entre cansada e inteligente. Un detalle curioso es la forma en que el artista ha ido modelando, construyendo, la cabeza con planos de diferentes tonos, descomponiendo planos mayores en otros más pequeños, como si estuviera anticipando lo que mucho después sería el cubismo. El estudio tonal de este cuadro es prodigioso, con infinidad de matices, pero yendo de lo más oscuro a lo más claro sin vacilaciones y con total seguridad. Hay que recordar que don Diego tiene 23 años cuando pinta este prodigio. Hablar de que no era un buen pintor antes de su primer viaje a Italia, me parece muy aventurado. Pintar con esta economía de medios, con esta diversidad de matices, y al mismo tiempo con esta hondura de sentimiento, sólo es propio de los genios, pero hacerlo con 23 años sólo estuvo al alcance del más grande, Diego Velázquez.
"El infante don Carlos" es un retrato de cuerpo entero, pintado ya cuando el maestro a obtenido la plaza de pintor de la corte. El hermano del Rey está colocado de pie en una habitación y sólo una sombra en diagonal, por detrás de la parte derecha de la figura y una diferencia de tonos detrás de la parte izquierda, dan esa sensación de espacio. La figura está exenta, no se apoya en ninguna silla o mesa y el retrato es elegante; el infante sostiene un sombrero con una enguantada mano izquierda y con la derecha sostiene un colgante guante. Colgando del cuello lleva el Toisón de Oro. A pesar de la simplicidad de la pose, el cuadro no puede ser más elegante. A diferencia de los cuadros de su etapa sevillana, la composición es simple, casi frontal, y el modelo está retratado por fuera y por dentro. Impresiona la capacidad del artista para profundizar en lo que ve y en la psicología de lo que
retrata. Hace no sólo retratos epidérmicos sino también radiografías del alma humana. Tiene Velázquez una capacidad inaudita para profundizar en el alma de quien retrata, y eso es así desde muy joven, desde mucho antes de ninguno de los dos viajes a Italia, como atestiguan sus retratos de la primera etapa, como el de la venerable madre Jerónima de la Fuente, que es un tratado de psicología de una profundidad inusitada en alguien que contaba sólo con 21 años cuando lo pinta. Asombra la capacidad del pintor para diferenciar tonos y matices; los ropajes están resueltos en una enorme gama de grises y negros. Las encarnaciones de la cabeza y de la mano derecha se destacan sobre el oscuro del fondo y sobre el oscuro del ropaje. La luz viene, como en los otros tres cuadros anteriores, desde arriba y de la derecha del retratado. El cuadro está lleno de aire y de espacio, a lo que contribuye también la vaporosa sombra que proyecta el infante sobre el suelo. A lo largo de su vida Velázquez irá desarrollando esa portentosa manera de pintar a base de manchas de color con las que construye sus cuadros, y esa facilidad de pincelada y de justeza de dibujo que lo declaran como un maestro sin parangón, buscando y plasmando soluciones distintas para resolver cada problema que enfrenta, incluso dentro de un mismo cuadro, con ese inagotable bagaje de recursos; y aunque en esta primera etapa no haya desarrollado aún toda su técnica, su capacidad de reflejar la realidad ahondando en el sentimiento y el interior de lo que pinta, lo convierten en un pintor, en un artista, sin parangón.