LO QUE QUIEREN QUE SEAS CRÓNICA SOBRE EL BORDA NICOLÁS CANTERO GERMAN
Nicolรกs Cantero German Lo que quieren que seas. Crรณnica sobre el Borda Foto de tapa: Josef Koudelka. Frey Chinelli ediciones. Colecciรณn del ya, 5. Marzo, 2020.
Lo que quieren que seas
Paso el acceso junto a la garita de los guardias. Son dos, los miro, pero ellos no a mí. Atravieso el estacionamiento y me detengo en la entrada, donde hay tres mujeres hablando. Están bien vestidas, con ropa de salir, no parecen enfermeras, sino más bien psicólogas o psiquiatras. Pienso si entrar al edificio o ir por el costado, hacia el parque. Decido entrar. Paso junto a ellas pero no me miran. Ingreso al hall, no veo a nadie. La ventanilla de la administración está cerrada. Me sumerjo en el pasillo principal y llego a una parte donde el camino se divide en dos, miro hacia ambos lados. Los pasillos son interminables y están vacíos. Siento que soy el único allí. Del lado izquierdo, a unos veinte metros, un hombre bajito y jorobado que parece ser un paciente, está hablando con una mujer en la puerta de una oficina, como pidiéndole algo. Voy hacia allí. La mujer le dice: “Bueno, bueno, ahora me fijo, pero esperá acá”, y le cierra la puerta en la cara, dejando en claro que él es un paciente y ella no. Me acerco a él y le pregunto por el Frente de Artistas. “Tenes que ir allá atrás del tanque, ¿ves el tanque?”, dice casi sonriendo, y señala a través de una ventana. Le doy las gracias y sigo por 5
el extenso pasillo. Me cruzo con dos enfermeros, los miro directo a la cara, pero ellos no me ven. Empiezo a pensar que soy invisible. Más tarde, uno de los internos me lo confirmará: “Acá todos somos invisibles”.
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Un frío tratamiento El Hospital Interdisciplinario Psicoasistencial José Tiburcio Borda es un hospital psiquiátrico en un predio de catorce hectáreas, con parque y calles internas, que incluso tienen nombre. Parece un barrio de monoblocks. El hospital está dividido en Servicios, veinticuatro en total, cada uno con sus propias características: en uno se encuentran los tuberculosos, en otro los enfermos de HIV, en otro los que sufren de epilepsia; incluso hay un servicio-cárcel, para los que entran con alguna causa judicial, en este momento en desuso. Camino por el parque hasta que me siento en un cantero al sol. La tarde es muy agradable. Un hombre se me acerca y me pregunta con timidez si tengo un cigarrillo. Le convido uno y se sienta a mi lado. Se llama Gustavo, tiene la boca abierta y la mandíbula algo caída. Su mirada aparentemente indefensa trasluce un dejo de fortaleza. No sé cómo empezar la charla.
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Le comento que el día está lindo y enseguida empezamos a hablar como si fuéramos conocidos. Cruza los pies por los tobillos y balancea las piernas frenéticamente. Antes de que el cigarrillo se le acabe, lo rompe desde la unión y escupe el filtro. Le saca las últimas pitadas a la colilla. Tiene los dedos amarillos por la nicotina, ―luego notaría que los dedos manchados son una característica en casi todos los pacientes―. A nuestras espaldas aparece un joven. Nos saluda. Se llama Walter, trae un gorrito de lana azul y amarillo de Boca Juniors y una campera de corderoy marrón que le queda grande. Tiene la mirada triste. Antes de que le pregunte algo, ya me empieza a hablar de su vida. Está en el Servicio 11, dice que sufre ataques de epilepsia y que todos los días lo despiertan a las seis de la mañana para bañarlo con agua fría. Muestra su disgusto ante este hecho. “No sé por qué lo hacen, dicen que es parte del tratamiento, tengo ataques de crisis a veces, pero no me gusta lo que nos hacen”. Walter tiene treinta y cinco años de edad, es de Villa Soldati y hace tres años que se encuentra internado en el Borda; me 8
cuenta que trabaja en un taller mecánico que funciona dentro del hospital. Me pregunta si soy abogado. Me rio y le digo que no. Dice que quiere hacerles un juicio a sus hermanos. Le pregunto por su familia: solo su madre lo visita una o dos veces por mes. Me comenta que sus hermanos trabajan en Transporte de Caudales, y que lo odian, que está ahí por culpa de ellos. “No me quieren por mis crisis, uno me quiso matar con un cuchillo” me cuenta. En un momento se va, dice que lo espere que ahora vuelve. Gustavo que estaba sentado a mi lado ya no está. Lo veo a la distancia, caminando hacia el parque. Walter vuelve con un señor mayor y alto, que camina con el cuerpo inclinado hacia adelante, como si alguien tirara de su cabeza ―este andar es similar en varios de los internos―. Walter trae en su mano un vaso que hace de mate. Me hace señas de que los acompañe. Me sumo a ellos. Me pregunta si soy evangelista. Sonrío y niego con la cabeza.
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Mascotas en el Borda Caminamos unos metros hasta un rincón, hay tres hombres hablando en ronda, dos están en un cantero, y uno, el más anciano, en silla de ruedas. Walter me presenta y me siento sobre un rollo gigante de PVC. “Lo trajeron para arreglar una pérdida de agua, pero hace meses que está acá”, dice uno de los hombres. Otro le pregunta a Walter si pudo calentar el agua. Le contesta que sí. “A veces podemos calentar el agua, sino, igual, lo tomamos frío”, me comenta uno. Como tereré, digo. “Si, después hacemos cola para entrar al baño”. Nos reímos. Hablamos de cualquier cosa, como si estuviéramos sentados en una esquina. Uno de los hombres es Luis, tiene 60 años, pero parece mucho más joven, de 40 y pico, 50. Su rostro tiene rasgos afilados y, a pesar de la edad, conserva todo su cabello. Sus ojos son color sepia y su mirada es chispeante. Es una rara excepción entre los internos, ya que la mayoría aparentan
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más edad de la que tienen. Me cuenta que es escritor y que tiene un segmento radial en La Colifata. Les pregunto por las actividades del Frente de Artistas y el hombre de la silla de ruedas me dice que no va a ninguna, pero que le gustaría ir porque hay muchas mujeres. Luis menciona que lo único que desea es que no construyan el Centro Cívico, ya que eso llevaría a la privatización del hospital. Seguimos hablando, la ronda de mate continúa. Uno de los muchachos, un joven de no más de 30 años, me interpela: “¿Vos qué venís a buscar acá, historias, palabras, imágenes?”. Con algo de timidez le contesto que soy periodista y que vengo a conocer el lugar, que quería escribir algo. Ninguno parece sorprendido por mi respuesta, sin embargo, de a poco, comienzan a contarme más cosas. Uno de los hombres habla del abandono. Dice que si no fuera por los voluntarios, el lugar se caería a pedazos. Cuando la tarde cae, el trino de las aves se hace más intenso, todos lo notamos sin decir nada y hacemos silencio.
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Uno dice que los pájaros son su verdadera compañía, como si fueran sus mascotas. Son un poco más de las 6 de la tarde y la ronda comienza a desarmarse. Para algunos es hora de la cena, para otros, hora de su medicamento.
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Una puerta no tan abierta Me quedo a solas con Luis hablando. Es oriundo de General Rodríguez y hace tres años que está internado en el Borda. Fue derivado allí después de pasar veinte años por diferentes hospicios en la provincia de Buenos Aires. Diecisiete de ellos en el Hospital Dr. Domingo Cabred, más conocido como “Open Door”, en la localidad del mismo nombre, en el partido de Luján. Este hospital cobró relevancia durante la década de 1990 por las innumerables denuncias de casos de pacientes que desaparecieron estando allí internados. Según Luis, es el lugar más cruel y sórdido en el que estuvo. Dice que el primer psiquiatra que lo trató ahí le arruinó la vida. “Acá, el Borda, es un lujo al lado del Open Door”, expresa. “Allá vi mucha muerte, mucha muerte, demasiada…” repite con los ojos vidriosos, evocando, en algún recodo de su mente, episodios vividos en aquel lugar. “Allá, durante años tomé Trapax y Haloperidol, que me licuaron el bocho, ahora
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solo tomo Risperidona, tres veces al día. Con eso callo las voces en mi cabeza”, me cuenta. Antes de que oscurezca del todo, Luis me lleva a conocer algunos lugares: el Centro Cultural, la radio La Colifata, el Elefante Rosado ―una extraordinaria escultura que se erige entre los árboles―. También nos detenemos a contemplar “La Pirámide de la impunidad”, un monumento construido con hierros que quedaron del taller que el Gobierno de la Ciudad tiró abajo en 2013.
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Cosa de locos El 26 de abril del año 2013, trabajadores de prensa, pacientes, médicos y voluntarios se concentraron alrededor del Taller Protegido N° 19 para evitar que lo demolieran en son de construir un Centro Cívico. Una medida que el Gobierno de la Ciudad había tomado. Se dio aquel día un operativo de represión por parte de la policía Metropolitana. Al final lo tiraron abajo. Pero aún no construyeron nada. Solo quedó la base del piso del taller. Luis habla del Centro Cívico esbozando muecas de rechazo y, a propósito, le señalo un grafiti en una pared: “Desmacrilizar el borda, no a la privatización de lo público”. Con un poco de amargura y disgusto hace un gesto como abarcando todo y me dice “esto en cinco años va a desaparecer”. Se refiere al Frente de Artistas, al Centro Cultural, a la radio, a los talleres, y a todo, todo. Le digo que ojalá eso no pase. Saca un paquete de cigarrillos Red Point y encendiendo uno me dice “ojalá”. En el parque ya no queda nadie. Pienso que el temor que sentí al principio se evaporó con el primer intercambio de 15
palabras que tuve. Algunas de esas palabras quedan resonando en mí como el eco de un taladro neumático, y me pregunto si todos no estaremos inmersos en una locura insensata que disfrazamos llamándola “vida”; como bien me dijo Luis: “La locura es esta vida de locos. La locura es tener que soportar la indiferencia, la intolerancia o el desprecio solo por no ser lo que quieren que seas”. Septiembre, 2015.
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