FUCSIA
opinión
vértigo (¿quién quiere vivir con vértigo?) no queda más que una imagen para abrazar el día de mi muerte y el recuerdo de un amor que era —era— capaz de matarnos de felicidad. Es decir, he contado todo eso porque hace rato que los angelitos regordetes no se asoman a nuestra ventana ni los pajarillos nos cantan canciones de Michael Bublé. Nos queremos, sí, mucho, sí, pero hace tiempo que podemos estar un día sin arrancarnos la ropa o besarnos como si fuera el fin del mundo. Una vez escuché que las pasiones muy fuertes duran poco, porque si duraran más no podríamos soportarlas, y supongo que
ilustración: ©ivO/13.
E
l día que me casé mi corazón estallaba. Era un sentimiento tan fuerte que me hacía perder el sentido de la realidad. Dicen que brillaba, que parecía que me hubiese bebido el sol. Gracias al milagro del amor era otra vez santa, otra vez adolescente: “Volver a los 17 después de vivir un siglo…”, como cantaba Violeta Parra. No estaba feliz, no, estaba poseída por la felicidad, enamorada hasta los huesos, como una loca. La imagen de P. disfrazado de novio de torta, mirándome con esa mezcla de ternura y nervios, es la última que quiero ver antes de morir. Mi paraíso personal sería el de ese día, con ese idolatrarnos tan gigantesco, repetido hasta el fin de los tiempos. El día que me casé lloré riéndome a carcajadas. En las fotos salgo, salimos, con una cara de bobos vergonzosa y todavía recuerdo agradecer en silencio una y otra vez que ese hombre, ese maravilloso y guapísimo hombre, se estuviera casando conmigo. Ese día nos amábamos furiosamente, como aman los sin miedo. Nos amábamos con inocencia y lujuria, con felicidad de cachorros, con la ciega convicción de que nos amaríamos así hasta la muerte y “si los muertos aman después de muertos amarnos más”. Ese día éramos reyes y dioses y dijimos “sí, quiero” con la boca llena de eternidad. Pido disculpas por este exabrupto poético y espero que no se hayan muerto todos de empalagamiento. Tal vez estas cosas no haya que decirlas en público para que la gente no nos imagine más cursis que muñequitos de Lladró (soy una bruja cínica, recuérdenlo), pero si me he atrevido a abrir en público mi baúl romántico, es porque desde mi boda han pasado casi ocho años y, bueno, ya de ese
es verdad, aunque también es verdad que el recuerdo de la pasión es como esa fogata que queda de un gran incendio: el mismo fuego con diferentes intensidades. Cuando se acaba el desorden mental del enamoramiento queda el amor, sí, pero también la convivencia y es larguísima y muchas veces cansona y para soportarla hay que tener un verdadero arsenal de recuerdos apasionados y miles de razones por las que te enamoraste de esa persona. El amor es ciego, el matrimonio ve demasiado. De verdad, hay momentos peleones en los que dices: “Te odio, pero eres el amor de mi vida; te voy a dar veneno, pero quiero envejecer a tu lado”. O sea, lo detestas un rato, pero lo amas todo el tiempo. Hay gente que dice que el amor, cual plantita trepadora, va creciendo con la convivencia y que, si al principio no es tan sólido, ya se fortificará. Que el roce hace el cariño, dicen. A mí eso me parece imposible, ¡pero si es todo lo contrario! La convivencia lo que hace es bajarnos de la nube, aterrizarnos de cara al suelo lleno de polvo (y no precisamente “polvo enamorado”) y busca convertirnos en esos matrimonios llenos de rifirrafes de las caricaturas. Por mi experiencia, la única manera de no permitir que gane la perra cotidianidad es al calor de esa fogata que quedó de nuestro loco incendio amoroso y erótico, “la llama doble”, como la nombró Octavio Paz. Corríjanme si me equivoco, pero no creo que, si alguien no se casa por amor, un Cupido con la hora ecuatoriana vendrá tardíamente a encenderle las chispitas en los ojos y a hacerle “volver a los 17 después de vivir un siglo”. O tal vez yo soy demasiado cursi. Sepan perdonarme. =
17
Si está a punto de pasar por el altar, pregúntese “¿es esta persona el amor de mi vida?”. Si la respuesta es “no podría asegurarlo”, tal vez sería mejor replantearse la boda: no diga que no se lo advertimos. Por María Fernanda Ampuero
foto: ©Edu León.
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