Sólo hay una puerta, no una respuesta: apuntes sobre el alumno, el profesor y el maestro

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SÓLO HAY UNA PUERTA, NO UNA RESPUESTA APUNTES SOBRE EL ALUMNO, EL PROFESOR Y EL MAESTRO

LUIS MARTÍNEZ SANTA-MARÍA



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SÓLO HAY UNA PUERTA, NO UNA RESPUESTA APUNTES SOBRE EL ALUMNO, EL PROFESOR Y EL MAESTRO

EL ALUMNO

Sólo en la escuela de arquitectura, nunca después, se produce este hecho extraordinario: allí es donde la confianza del alumno sale a encontrarse con la confidencia del profesor. Allí, antes que la inteligibilidad de los conceptos, aparece la confianza en una persona; mucho antes que cualquier señal de conocimiento surge un signo sobre la amabilidad de las relaciones humanas. También los cachorros de una leona, al seguir los avisos de su madre sin comprenderla, salvan su vida. En los primeros momentos de un aprendizaje, todo ocurre muy rápido, no hay tiempo para argumentar ni para convencer. Hay que dejarse llevar por el relámpago cognoscitivo de la confianza. La confianza debería empezar por la confianza del profesor en sí mismo. Cuántas veces hemos visto a profesores que quieren parecer más seguros de lo que realmente son y que tienen miedo a dudar en público. Qué bueno sería, qué aconsejable, que un profesor no encontrase siempre la respuesta a la pregunta de un alumno o la solución a un problema. El ejemplo ofrecido por algunos arquitectos admirables, que dedicaron toda su vida a buscar la respuesta, una respuesta tan variable como llena de intensidad a una pregunta, nos lo confirma. Pensando en ellos tendríamos que desconfiar de los profesores –o de algunos alumnos- que siempre quieren tener una respuesta inmediata para todo. Si el profesor no sabe qué responder, el alumno, en vez de sentirse engreído o decepcionado por el silencio de su profesor, debería esperar y confiar. La confianza educa. El conocimiento y el aprecio son inseparables. La simpatía sobre la que se sustenta la confianza penetra más hondo que cualquier pensamiento.

Una de las primeras lecciones relacionada con la confianza debería consistir en convencer al alumno de que el error no es un adversario. El arquitecto en el que creemos, que se equivoca al proyectar, no odia el error ni tacha lo que dibuja. Al contrario, quiere dejar el error ahí, ante él, para poder seguir mirándolo cariñosamente a fin de superarlo. El sabe que dentro del error se encuentra un fragmento de la solución y sospecha que lo que hoy está equivocado, mañana, tal vez, podría no estarlo. Ese error debe ser contemplado a distancia, con respeto, porque puede vivir una metamorfosis sorprendente. En un camino que quiere progresar hasta alcanzar lo desconocido cómo no contar con una buena colección de errores. El error es un ensayo, es el mismo proyecto en marcha, en plena energía, no es un rival ni un retroceso. El alumno debería sentirse siempre impulsado a verificar que proyectar no sólo es encontrar soluciones fantásticas, sino excluir errores fantásticos. Debería reconocer en el error a un motor del conocimiento. Pero el alumno, en algunas ocasiones no tiene demasiada confianza en sí mismo y vive la posibilidad del error como una amenaza. Duda, está inseguro, está lleno de incerteza, tiembla… El profesor tendría que decirle: ¿y qué? Los mejores alumnos siempre han temblado. Para Gaston Bachelard un valor que no tiembla es un valor que no existe. El temblor es lo mejor del hombre escribe Gide citando a Goethe. Y el joven Fernando Távora anota en su diario: para mim, a vida é uma coisa carregada de dúvidas, de incertezas… Y confiesa años después: tenho uma grande dificuldade em ter certezas absolutas, percebe? Cuatro grandes autores, Bachelard, Gide, Goethe y Távora salen aquí en defensa de una inexperiencia que duda de sí misma y que se estremece.


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El profesor en el que nos gustaría creer tendría que ser el defensor del error y el temblor. Debería ser el abogado defensor de esa fuerza pura, insubordinada, a la que se conoce con el nombre de falta de seguridad. Una vez, un alumno le mostró un proyecto al maestro español Alejandro de la Sota: -Ya lo tengo claro, Don Alejandro. Y la respuesta de Don Alejandro no se hizo esperar: -Pues oscurézcalo un poco. El profesor tendría también que enseñar, antes que a conocer y amar la arquitectura, a amar y conocer la vida. Tendría que explicar cómo acercarse a un árbol, cómo entrar en este patio rehundido, cómo sentir que llega el otoño, qué significa un hombre en una puerta. Tendría que ser como los profesores de los primeros cursos de la facultad de medicina, que, según parece, no comienzan sus clases por las enfermedades y las patologías, sino por el cuerpo, por la salud del cuerpo, por su inverosímil complejidad y belleza. Como los estudiantes de medicina, los estudiantes de arquitectura, animados por un profesor excelente, deberían partir desde la vida, observándola con curiosidad, con ironía y con admiración. La mirada del alumno nunca descansa, siente que las ciudades, la naturaleza, el mundo y, por supuesto, todos los hombres y las mujeres, son un acontecimiento. El estudiante comienza a sentir todas las posibilidades que caben en una mirada pensativa y en estado de alerta. Está de acuerdo con Le Corbusier cuando decía: he nacido para ver. Comprende que la percepción es más creativa que la propia creación y comprueba, cada vez que intenta trazar una línea, cómo la imaginación, antes que la facultad de imaginar imágenes, es la facultad de transformar las imágenes ofrecidas por la mirada. Al proyectar, el alumno visita lugares, al estudiar los proyectos de otros arquitectos también se convierte en un visitante. Descubre que el arquitecto es un visitante incansable que va de casa en casa, de parque en parque, de plaza en plaza y de ciudad en ciudad. Es todo un aventurero sedentario. Entra en las terrazas, en los salones, en las buhardillas, en los dormitorios, abre y cierra las puertas y las ventanas, registra todos los armarios...

Es un huésped del mundo. Derrida dice que escribir es habitar. Yo quiero rectificarle: para mí, proyectar es habitar. El estudiante de arquitectura no está quieto, ha sido movilizado, crece. La escuela de arquitectura debe presentarse ante él como un camino ascendente, como un lugar parecido a esa escuela de pintura soñada por Matisse que tenía tres plantas: en la primera planta los alumnos aprenderían a dibujar ante el modelo. En la segunda planta, los alumnos ya no tendrían modelo pero podrían bajar a verlo si necesitasen realizar alguna comprobación. En la tercera planta estaría prohibido a los alumnos bajar a ver el modelo. En esta escuela ascendente el camino del aprendizaje se muestra como un lento internamiento en un espacio personal y de emancipación, supone la entrada en un proceso de aislamiento mágico.


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ESCUELA DE ARQUITECTURA DE SÃO PAULO. VILANOVA E ARTIGAS. (FOTO: RAÚL GARCÉS, S/D)

Escuela de arquitectura en Sao Paulo, de Vilanova e Artigas. Se presienten actividades indefinidas, jerarquías extrañas, una unión. ¿Dónde están los profesores y los maestros? La respuesta es rápida: los profesores y los maestros están diluidos en los estudiantes. A través de esos estudiantes, una nueva generación, una regeneración que se establece de forma continua e imparable en las escuelas de arquitectura, toma el mando. Lo hace con un aire de fiesta y al mismo tiempo de orgullosa concentración. La escala del lugar, la rampa gigante, las desconocidas ventanas, la belleza del techo con su ilimitación, se refieren a un edificio donde ocurre algo excepcional, que asciende y que se expande. Lo importante no es la clase, el aula, sino el impulso o la energía que nacen en este centro de observación. Miren bien a todos esos jóvenes sentados en el suelo.

Esto no es una huelga en una fábrica ni es un lugar de trabajo colectivo. Al contrario, da la impresión de que allí no se trabaja mucho. Y es verdad: ¡tal vez en ninguna escuela de arquitectura se trabaje mucho! Pero allí se crea un deseo insustituible.


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EL PROFESOR

Qué improbable resulta poder trasmitir, con palabras, lo que algunas obras significan. A veces parece que sólo la fealdad, por ser un resultado menos complejo, puede describirse de forma alfabética. En clase, al profesor le resulta siempre más fácil explicar por qué algo es feo o está mal a por qué algo es bonito y está bien. Siempre se dedica más tiempo a la crítica que a la alabanza, a la corrección del error que al elogio. Es como si la belleza no pudiese explicarse, como si el esplendor de la belleza fuese agramatical y nos dejase sin palabras. Enseñar la arquitectura no es fácil. ¿De qué habla entonces el profesor de arquitectura? No habla de las ideas, que es propio de los filósofos. No habla de la historia, que es propio de los historiadores. No habla de las formas, que es propio de los artistas plásticos. Habla de las ideas y de la historia y de las formas, todo unido, que es propio del arquitecto. Es algo que me recuerda a Fernando Távora en su clase de historia de la arquitectura, que se convierte, gracias a su personalidad, en la clase de historias de arquitectura. Me imagino que en esas clases -a las que me hubiera gustado asistir- entrarían los lugares, las personas, los tiempos, lo significante y lo insignificante, todo entretejido, porque de eso trata la arquitectura: de esas ordinarias y extraordinarias historias humanas. La arquitectura se enseña con dificultad. El otro día, paseando por un parque de Madrid, vi a un niño muy pequeño escondido detrás del tronco de un árbol. Del otro lado del árbol, sus padres gritaban: Martín, ¿dónde estará Martín?, fingiendo que no sabían dónde estaba escondido su hijo. Para Martín eso era un juego, una experiencia maravillosa, porque podía poner juntos el poder de su presencia y el poder de su desaparición. La actividad artística es también un doble movimiento de ocultación y des-ocultación, de encubrimiento y de descubrimiento. Mostramos la casa, ocultamos la casa. El cuadro de Las Meninas de Velázquez es un retrato de la infanta Margarita de Austria y de sus sirvientes, pero también implica una ocultación de la idea de retrato. Velázquez pinta una atmósfera, un techo, una puerta al fondo con un personaje y una luz, incluso se pinta

sí mismo. Enseñar la arquitectura no es fácil porque se enseña simultáneamente a exponer y a esconder. Se presenta una solución y se presenta un equívoco. Pero el profesor de proyectos no sólo debe intentar enseñar a proyectar. El sabe que a proyectar no se aprende solo proyectando. Debe ser también el profesor del estudio de los proyectos. Debe enseñar a los alumnos a estudiar los proyectos de otros arquitectos y demostrarles que el estudio de los proyectos es tan personal, tan creativo, como proyectar. Una prueba de ello es que tal vez -tal vez, no sé- puede realizarse un proyecto entre dos, pero estudiar, se estudia solo. La experiencia del estudio, la aventura del estudio, es incompartible. A través del estudio, el alumno comprobará que un arquitecto, él mismo que ya quiere empezar a serlo, no puede dejar de ser un crítico de arquitectura. Comprenderá que proyectar es establecerse como teórico y como crítico, es comparar sin descanso. En mi país se dice que las comparaciones son odiosas. Pero para nosotros las comparaciones no son odiosas, sino maravillosas; son señales de reunión y de apertura. Una ciudad, Oporto, Madrid, donde por fin podemos vivir todos juntos comparándonos permanentemente, es maravillosa. Tengo también que decir que al profesor lo produce una escuela, que no se nace profesor. El profesor esta hecho de alumnos y de otros profesores. Incluso me atrevería a decir que el propio edificio donde se imparten las clases, el aula, la ciudad que queda al fondo, todos han influido en el profesor que uno tiene delante. En esa ciudad, en esa universidad, en ese edificio, se encuentra, cuando eres alumno, un profesor único, un profesor al que podríamos llamar, sin exagerar, el profesor de tu vida. Debes intentar encontrar a ese profesor. Te lo aconsejo. Tal vez no sea el mejor arquitecto. Tal vez no sea el más famoso ni el que vence en las asambleas de profesores de tu escuela. Pero te ofrece, a ti, una llave que abre la cámara del tesoro. Te enseñará que el trabajo del arquitecto supone un encuentro con un espacio de gran libertad y, simultáneamente, con un compromiso personal muy exigen-


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te, con una ética. Porque es indudable que un artista crea una ética antes que crear una obra. No hay que equivocarse: la ética pertenece al artista y la estética al arte. Por eso tu profesor también es, quiera él o no, un profesor de ética. Es un extraño profesor de ética. Sí, de coherencia, de correspondencias, de principios, de lealtades, de obstinaciones, hasta de fobias y repugnancias. Pero no hay que confundir esa ética, que nace de una pasión y de una libertad, con las normas, las reglas o las instrucciones que pretenden presentar un conjunto de manuales para clasificar y calificar. Quiero decir que el profesor en el que estoy pensando, ese extraño profesor de ética, no puede ser severo. Tal vez los profesores de matemáticas o de física pueden acogerse a la severidad y a la lógica. Pero el profesor de arquitectura no encuentra amparo en su propia asignatura para ser severo y lógico. Más bien al contrario: el contenido de su asignatura le aconseja ser tierno, suave, flexible, ilógico, temerario, porque sabe que la arquitectura, como decía Le Corbusier, es todo aquello que está más allá del cálculo. Valoramos a los mejores profesores por lo que nos han dado, pero tal vez deberíamos valorarlos, aun más, por aquello de lo que nos han apartado. ¡Oh profesor de haber tanto ignorado!, dice Cesar Vallejo refiriéndose al árbol. Pero es una bella expresión que también podríamos aplicar a un buen profesor. ¡Oh profesor, de haber tanto ignorado! ¡Oh profesor, muchas gracias, muito obrigado, porque no me has hecho aprender esa tontería, porque no me has hecho dibujar esa novedad novedosa, porque me has apartado de esa moda, de esa absurda y enredada telaraña…!


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CENTRO DEPORTIVO EN OTANIEMI. ALVAR AALTO. (FOTO: HEIKKI HAVAS. 1952)

Esta fotografía es de una obra de Alvar Aalto, un pabellón de deportes en Otaniemi, cerca de Helsinki. Comprueben la importancia que la estructura y la luz, como si fuesen monedas de oro venidas del más allá, toman en este lugar, para presentarse finalmente ante estos dos deportistas. Ante ellos, el peso y la luz, convertidos en presencias innumerables, parecen estar señalando la altura del acontecimiento, expresando que la acción humana, el encuentro entre las personas, la presencia física, el aprendizaje y el entrenamiento, merecen ser reverenciados. Cuando Alvar Aalto diseño la escuela de ingeniería, un conocido edificio muy cercano a este, evitó en su interior la presencia de los pilares. Solo aparecen en un extremo de este gran edificio, en la escuela de arquitectura. Tal vez Aalto quería que los alumnos se rozasen con los pilares, que chocasen con ellos, que, a través de la interposición del pilar, se preguntasen sobre la importancia del techo, ese lugar inhabitable, pesado y luminoso, origen de la arquitectura.

Que se preguntasen cómo el pilar, ese objeto enigmático, a la vez útil y adorno, mezcla de energía y de materia, podría estar haciendo posible la transferencia entre dos planos paralelos que sólo se cortan en el infinito. ¿Quería Aalto que los alumnos de ingeniería, que no tenían pilares en sus pasillos, tuviesen envidia de los alumnos de arquitectura? Me gustaría contestar que sí porque me gustaría pensar que la arquitectura también sabe sonreír entre los labios. Pero no sé. Lo que sí sé, es que en la escuela de Otaniemi, cada día, los estudiantes de arquitectura sienten silenciosamente la visibilidad del pilar y la significación del pilar. Es una lección intravenosa.


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EL MAESTRO

Se comprende la admiración que los maestros de la arquitectura tuvieron por sus profesores. Khan por Paul Cret, Le Corbusier por Le Plattinier, Saénz de Oíza por Torres Balbás, Utzon por Kay Fisker, Asplund por Ragnar Östberg, Távora por Carlos Ramos. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que todos los maestros han sido grandes alumnos, es decir, han reconocido la existencia de un gran profesor. El profesor enseña los caminos y el maestro las metas. El profesor alumbra con su linterna y el maestro deslumbra, incluso ciega. Ante el maestro, el profesor adquiere una nueva potencialidad: se sitúa como intermediario. Si el maestro descubre, el profesor da a conocer, pone al alcance el descubrimiento del maestro. A veces, ese dar a conocer es más importante que descubrir. Como cuenta Miguel de Unamuno, Colón descubre América, pero es Américo Vespucio quien la da a conocer y, por tanto, quien pasa a la historia. Creo que la labor más importante del maestro no es contribuir a la formación de nuevos maestros. Picasso debe continuamente huir de lo que ha conseguido, debe seguir buscando y encontrando, levantando nuevas distancias entre él y sí mismo, o entre él y los otros. Debe andar por el filo de la navaja. No es, me parece, una línea pedagógica segura para ofrecer a los estudiantes en sus comienzos. Un maestro produce un círculo de alumnos, de seguidores, de profesores, de colegas, de falsos apóstoles. Es un bello círculo cuyo centro no está ocupado por el maestro, sino por lo inalcanzable y lo inexplicable: la arquitectura. Si pensamos en los imitadores de Aalto, de Mies, de Wright, es un fracaso. La imitación sólo debería perseguir acercarse a ese centro del círculo que el maestro crea y donde él no está. El placer y la gloria, el dolor y el cansancio, le pertenecen sólo a él. Es un sueño de cercanía pero también de lejanía. Es una invitación excluyente. Es un sabroso veneno. Es imposible, inútil, intentar imitarle. El mismo, si hubiese vivido en nuestra época o incluso si se pareciese algo a nosotros, habría hecho algo distinto.

Los maestros pertenecen a su tierra, pero sus obras no. Pablo Picasso no pertenece a Málaga ni a España. Y Fernando Pessoa no pertenece a Lisboa ni a Portugal. Pertenecen al mundo, aunque nunca habrían sido nada sin Málaga o sin Lisboa. Creo que un maestro es el alquimista que transforma un pueblo en un mundo. Y me gustaría aquí usar la palabra pueblo con toda su fuerza penetrante, genésica, ruda, porque seguramente toda belleza es nativa y tiene raíces. Tal vez a eso se refería José Saramago cuando en una entrevista en la televisión española decía: … en la ciudad no tenía nada, nada, nada… ¡en el campo lo tenía todo, todo, todo…! O Fernando Távora: É uma coisa que me anda permanen­ temente no ser. Esse sentido de lugar, vá lá, esse sentido de rural. O Miguel Torga: Você vem aqui para se inspirar? – Me pregunta una periodista en el pueblo en el que me encuentro. - Não, venho para receber ordens. -De quem?Dos meus antepassados. O Fernando Távora, uma vez más: A casa de Ofir? prova um amor sem limites por todas as manifestações da arquitectura espontânea do meu país, um amor que vem de muito longe. Confieso que me encantan las monografías de los maestros porque ofrecen los resultados de lo que significa una vida dedicada a la arquitectura y porque en ellas puedo ver cómo sus rostros, sus cabezas, sus manos, las cuencas de sus ojos, se van haciendo cada vez más hermosas mientras envejecen. Mientras envejecen, algunas veces, aparecen obras de una juventud desarmante, como Fallingwater de Wright realizada con 72 años o como Ronchamp de Le Corbusier, terminada con 68 años. Tales monografías demuestran que la arquitectura, vivida con esa intensidad, supone un salvoconducto contra el envejecimiento. Porque esa arquitectura exige crítica, inconformismo, originalidad, libertad, arrogancia incluso. La inmediata simpatía que surge entre los jóvenes y los viejos maestros demuestra estas cualidades desafiantes. Quiero decir también que la cercanía física del maestro es algo importante, es una experiencia inolvidable para quienes la hemos podido vivir. Y es que el aprendizaje no es virtual: es presencia física, es necesario personarse, ocupar juntos una habitación, crear un silencio, una


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tensión, una risa, un aplauso, alrededor de una mesa, junto a una ventana, en una hora única. Mucho después, todavía llega a nuestro recuerdo cómo el maestro, en aquel cuarto, producía a su alrededor un espacio de dulce inteligencia. Cuando yo era un joven estudiante me gustaba, en clase, ponerme detrás de Francisco Javier Saénz de Oíza para ver a su mano derecha dibujar. Era un momento único seguir esa impulsión mediante la cual los pensamientos pasaban a convertirse en líneas, finas o gruesas, rectas o temblorosas, puntos, rayas… Cómo su nervio, su temperamento, su estado de ánimo, todo su cuerpo, se establecían en esa mano y cómo desde esa mano, como si la mano fuese un manantial del que saliese agua fresca, brotaba el dibujo, la aproximación palpitante a la arquitectura. A Oíza le gustaba mucho citar una clasificación de los poetas que había escrito el poeta Erza Pound. Decía: “Hace poco leía la clasificación de los poetas de Erza Pound. El establecía seis niveles. El primero es el de los inventores de la poesía, decía que esos no son nada porque ¿Quién inventa la Iliada? ¿Homero? pero ¿quién es Homero sin sus precursores? ya que los inventores vienen a ser la tradición o el pueblo. La segunda categoría la forman los maestros que son capaces de aportar algo. La tercera son arquitectos como Mario Botta, es decir, los diluidores, los que disuelven la fuerza de los maestros que a su vez habían tomado la corriente de los inventores. Los cuartos son el común de todos los escritores, los quintos son las belles lettres (los esteticistas) y ¿sabéis cuales eran los últimos, que era por lo que me interesaba a mí la clasificación de Erza Pound? –Aquí Oíza se exaltaba- Los últimos son los lanzadores de modas. Los que parece que son los más revolucionarios, los que efectivamente están en la punta de la ola, resulta que ocupan el último lugar en la lista de los poetas…” Creo que a Fernando Távora le hubiera gustado esta clasificación que sitúa, en primer lugar, y antes que nada, a la tradición y al pueblo. La definición de maestro que viene a continuación, en segundo lugar, es muy sencilla: maestro es el que aporta algo, es decir: el que

trae un presente, el que crea un presente y no lo refleja, el que hace que el presente sea profundo. Para mí es indudable que Fernando Távora se encuentra ahí, en esa posición, justo detrás del torrente formado por el pueblo, la tradición y la historia. Y que se encuentra, así mismo, en las antípodas de los lanzadores de modas, un dato también importante en el que querría detenerme porque no todos los maestros de su misma generación -como James Stirling, Aldo Van Eyck o Francisco Javier Saénz de Oíza- pudieron evitar ser seducidos por una canción de verano.


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PLANTA DE LA BIBLIOTECA LAURENCIANA. MIGUEL ANGEL

Me gustaría terminar con la planta de la biblioteca Laurenciana, esta obra realizada por Miguel Ángel, en Florencia, en el convento de san Lorenzo. La obra tiene tres partes, la primera es esa escalera que parece materializar una celebración, la entrada en un espacio mágico, en una cámara excepcional que se separa del mundo de lo predecible y de lo mensurable. A pesar de ser tan grande, de que casi no cabe en la habitación donde se encuentra, la escalera tiene el tamaño de un hombre, tiene tu tamaño potencial. Sí, me parece que está dividida en tres tramos para que, a pesar de su apreciable desmesura, hable de tú a tú a quien decida internarse en ese remolino de fuerzas ascendentes. Y si me permiten prolongar un poco más la interpretación de la figura de esta escalera, diría que, como si se tratase de una imagen del camino del conocimiento, no todos los tramos son iguales ni conducen directamente a la puerta de entrada superior. La escalera, por supuesto, es mucho más ancha que la puerta a la que conduce. Luego, cuando se llega arriba, uno descubre un panorama de asientos y de pupitres. Allí se encuentra un pequeño ejército de hombres, todos mirando en la misma dirección, hacia delante. Un conjunto numeroso, no de rostros, sino de algo aun mas indecible, de nucas y espaldas, quietas, concentradas, aplicadas en el objeto de su estudio, apremiándote a ti, que acabas de llegar, a que pases a formar parte de ese grupo vigilante. Como este lugar es una biblioteca podríamos decir que aquí, en esta habitación con forma de dardo, dirigida hacia delante, en esta aula magna del conocimiento, se encuentran congregados los alumnos, los profesores y los maestros en una feliz intersección. A esta sala podría llegar un joven estudiante de arquitectura llamado Fernando Távora en busca de un libro de Spengler o de Ortega y Gasset. También podría llegar un estudiante de arquitectura de cualquier lugar del mundo, del lugar más apartado del mundo, para preguntar por un libro de un tal Fernando Távora, un arquitecto que creía en lo rural. Todo podría ocurrir. Hasta yo mismo podría entrar para pedir un libro de un poeta portugués, Luís de Camões, Os Lusíadas,

en una traducción al español. Me sentaría en uno de esos pupitres, abriría el volumen, y en algún lugar del texto podría leer despacio los siguientes versos: ¡Qué grandes escrituras nos dejaron! ¡Qué abundancia de signos y de estrellas, Qué extrañezas, qué grandes cualidades! Y todo sin mentir, puras verdades.

Al leer las palabras extrañezas y estrellas, escritas a continuación de las palabras signos y grandes cualidades, me volvería a acordar de Martín, ese niño madrileño que se escondía detrás de un árbol y que así vivía dos existencias. Las extrañezas y las estrellas se unen en estos versos, como acontece también en el arte de la arquitectura, a valores reconocibles: a signos y cualidades. Es lo que le pasaba a Martín, que se asombraba al experimentar la reunificación del encubrimiento y el descubrimiento, de las estrellas y las extrañezas con los signos y las cualidades, sintiéndose inmerso así en una realidad fantástica. Pero fíjense también en el aviso que aparece en el último verso: Y todo sin mentir, puras verdades. Camões nos advierte sobre la pureza que resulta exigible al poeta cuando, jugando seriamente, como le corresponde, intenta acercar, y apartar, el mundo a sus semejantes. No sinceridad, sino pureza. Y también: no una única verdad, eso nunca, sino verdades. Puras verdades.


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SALA DE LECTURA DE LA BIBLIOTECA LAURENCIANA. MIGUEL ANGEL.

Les pido por último que observen esta fotografía de la sala de lectura de la biblioteca Laurenciana. Hay un camino que se forma entre las masas de la izquierda y de la derecha. Un camino muy ancho que avanza hacia una puerta que se encuentra al final : un camino al que sostienen las dos filas de pupitres y el silencio unánime de los alumnos, los profesores y los maestros que ocupan juntos este lugar de meditación. ¿Qué hay detrás de esa puerta? Lo ignoramos. ¿Adónde lleva ese camino? No sabemos nada. Y sin embargo ese final está ahí, marcando un rumbo, delante de cada una de las personas reunidas en esta biblioteca. En realidad, si nos pudiéra-

LUIS MARTÍNEZ SANTA-MARÍA OPORTO, 10 DE JUNIO DE 2015

mos acercar ahora a Florencia, al claustro del convento de san Lorenzo, veríamos que no hay nada importante detrás de la puerta. Lo importante está en la puerta. Tal vez la puerta es un deseo, nuestro deseo. Pero no podemos saber nada más. ¿Qué es ese deseo? ¿A qué dará origen? Ni siquiera Miguel Ángel, uno de los más grandes artistas de todos los tiempos, puede desvelarlo. Sólo hay una puerta y no una respuesta. Aquí la propia arquitectura, la que tantas veces contestó de forma prodigiosa a las necesidades y deseos humanos, renuncia a decir dónde ella misma podría llegar.




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LUIS MARTINEZ SANTA-MARIA CURRICULUM

Luis Martínez Santa-María, Madrid 1960, es Doctor Arquitecto por la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de MADRID, donde su Tesis Doctoral obtuvo el Premio Extraordinario de la UPM (2000). Es profesor de Proyectos Arquitectónicos en esta misma universidad desde 1990 y Acreditado como Catedrático de Universidad desde 2014. Obtuvo la Beca de la Academia de Roma en 2012. Sus obras han recibido numerosos premios, entre ellos el Premio de Arquitectura, Urbanismo y Obra Pública del Ayuntamiento de Madrid (1991), el Premio Manuel De Oraa y Arcocha (1997), el Premio ASCER de Interiorismo (2005), el Premio Hispalyt de Arquitectura de Ladrillo (2007) y el Premio Plata en los Fritz Höger Preis für Backstein-Architektur (2014). Ha sido también Primer Premio en los Concursos: Sede Central de Larios en Málaga (1988), Biblioteca Universitaria de Tafira, Las Palmas (1988), Viviendas en Ventaberri, San Sebastián (1993), Plaza de la Constitución en Cubas de la Sagra, Madrid (1995), EUROPAN IV (1996), Rehabilitación de La Casa de los Coroneles en La Oliva, Fuerteventura (1996), Remodelación del Entorno de la Catedral de Palencia (1998), Ordenación del Casco Antiguo de Collado-Villalba, Madrid (2000), Ordenación de las Eras del Alcázar en Ubeda, Jaén (2001), 36 VPP en Ciudad Pegaso, Madrid (2002), Ordenación del Área de San Vicente, Baeza. Jaén (2004), Ampliación del Museo Provincial de Teruel (2007), Premio Habitat en Puerto de Santa María, Cádiz (2008), Torre de Viviendas en Toledo (2009), Gran Vía Posible, Madrid (2010) y Ampliación del Museo de Esculturas de Leganés, Madrid (2011). Ha escrito El árbol, el camino, el estanque ante la casa (2004), Intersecciones (2005), El libro de los cuartos (2011) y Principios (2012). Es director de la colección de libros LA CIMBRA, de la Fundación Caja de Arquitectos y Miembro de la Comisión de Patrimonio de la Ciudad de Madrid.

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LUIS MARTÍNEZ SANTA-MARÍA

OPORTO, 10 DE JUNIO DE 2015


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