Todavia 17 | Ciudades II

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Me encierro en mi pequeño mundo de la imaginación, donde yo creo al mundo como cuando era niño. Creo firmemente que la verdad vive dentro de este cuarto de mi niñez. Y es la verdad lo que está en el tapete ahora como nunca antes! TADEUSZ KANTOR Las lecciones de Milán 12

BETO DE VOLDER Sin título, 2005 acrílico sobre mdf imantado sobre chapa esmaltada, 120 x 120 cm (izq.) Sin título, 2003 acrílico sobre papel, 28 x 22 cm (der.)


Nuestro norte es el Sur

NÚMERO 17 / AGOSTO / 2007

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Dirección General

Rodolfo González Dirección Ejecutiva

Omar Bagnoli Dirección Editorial

Liliana Cattáneo Jefatura de Redacción

Guillermo Fernández Florencia Badaracco Edición

Florencia Badaracco Betina Carbonari Guillermo Fernández María Isabel Menéndez Vilma Paura Constanza Sanz Palacios Dirección y Edición de Arte

Juan Lo Bianco Diseño Gráfico

Paola Pavanello [ELB] Corrección y Redacción

Florencia Verlatsky Víctor Kotler Colaboran en este número

Miguel A. Bartolomé, Ruben George Oliven, Pablo Vila, Alejandro Grimson, Gabriel Kessler, Ricardo Greene, Jorge Monteleone, Arturo Carrera, Renato Palumbo Dória, Sergio Pujol, Norma V. Iglesias Prieto Artistas invitados

Karin Godnic, Beto De Volder, Claudio Gallina, Carlos Furman, Silvia Gurfein, Andrea Moccio, Fabián Attila, Félix E. Rodríguez, Juan Travnik, Juan Ranieri, Miguel Rep

w w w. re v i s t a t o d a v i a . c o m . a r

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Discontinuidades en América Latina por MIGUEL A. BARTOLOMÉ Una reflexión sobre los límites políticos y simbólicos en la región.

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Las fronteras internas del Brasil por RUBEN GEORGE OLIVEN Los regionalismos ante la integración nacional brasileña.

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Identidad en los bordes: México-Estados Unidos por PABLO VILA La compleja realidad de una zona en la que conviven prejuicios e influencias.

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Unidad y diversidad en la Argentina

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por ALEJANDRO GRIMSON

Traducción

Ada Solari

Cómo incorpora una nación sus diferencias sociales y culturales.

Agradecimientos

Editorial El Ateneo Galería de Attila Galería de Godnic Impresión y Encuadernación

NF Producciones

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Fronteras desdibujadas. Delito, trabajo y ley

Tapa

Karin Godnic

por GABRIEL KESSLER

Miedo a la oscuridad, 2006 Díptico. Acrílico sobre tela 210 x 230 cm

Los jóvenes y los cambiantes límites entre lo legal y lo ilegal.

Copyright © Todos los derechos reservados. Registro de Propiedad Intelectual Nº 539137 ISSN 1666-5864 Una publicación de

Av. Leandro N. Alem 1067 piso 9 C1001AAF Buenos Aires, Argentina tel: 4510-5730 / 5781 e-mail: todavia@osde.com.ar

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Modernidades de Santiago: la ciudad como

Karin Godnic en TodaVíA Agradecemos muy especialmente la participación de la artista plástica argentina Karin Godnic.

una máquina de tensiones por RICARDO GREENE Una gran ciudad reflejada en breves relatos.

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La inocencia es el niño por JORGE MONTELEONE El mundo de la infancia en la poética de Arturo Carrera.

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Krabbe Poesía inédita de Arturo Carrera.

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Atravesando paredes: el arte de Ernesto Bonato por RENATO PALUMBO DÓRIA La audacia de un artista que enriqueció la tradición del grabado.

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El folklore, entre las provincias y el mundo por SERGIO A. PUJOL El resurgimiento de un género que dialoga con la música de hoy.

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Frontera a cuadro por NORMA V. IGLESIAS PRIETO 28 38 43 46 51 56 61

Representaciones y autorrepresentaciones de la frontera México-Estados Unidos en el cine.

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Max Cachimba El humor a través de pequeñas anécdotas.

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OPINIÓN L I T E R AT U R A LECTURAS ARTES PLÁSTICAS MÚSICA CINE H I S T O R I E TA

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Ciudad utópica en los comienzos, ciudad agónica del pragmatismo actual, México DF se caracteriza por la desmesura en todos los órdenes. Ninguna armonía es posible donde reinan los extremos: lo nuevo se va acomodando a lo viejo de maneras imprevisibles, hasta que del caos surge una especie de orden, siempre inestable.

CIUDAD DE MÉXICO: LA DIFAMACIÓN DE LA PESADILLA por CARLOS MONSIVÁIS e n s a y i s t a y n a r r a d o r m e x i c a n o

n el principio era el Centro, y la nación mexicana estaba desordenada y casi vacía, y la presencia del Centro en la ciudad de México obligó a la creación de los alrededores (que se llamaron Provincia) y de los sitios lejanos, que requirieron de la compra del espacio a otros planetas o regiones, y todos supieron que el Centro lo era, no en virtud de su ubicación, sino por probar desde el inicio el axioma imperial: lo central no depende de la existencia de lo secundario, lo central no requiere de alrededores. Allí están los testimonios, las versiones, las recreaciones.

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KARIN GODNIC

Zócalo, 2006 Acrílico sobre tela, 140 x 140 cm

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Desde su génesis, o desde el apocalipsis que casi la inaugura el día de la caída de la Gran Tenochtitlán, el 13 de agosto de 1521, la ciudad de México ha dispuesto de cantores y de profetas aciagos, de prologuistas de sus virtudes y de transcriptores de sus bríos agónicos. Mucho antes de La región más transparente (1958) de Carlos Fuentes, cronistas y narradores localizan en la ciudad al cuerpo formidable, distinto por entero a la suma mecánica de escenarios, situaciones y existencias, y cada uno a su modo, cada uno incorporando en alguna medida lo dicho por el anterior, instalan un determinismo ni teológico ni económico, simplemente urbano: es la traza la que forja a la sociedad, es la desmesura de la ciudad capital la responsable de la psicología diferente o, si se quiere, del ánimo enlazado de quienes, desde el siglo XVI, se consideran habitando la desmesura. El cazador cazado: la condición de ciudad utópica (de aztecas, españoles, criollos, mestizos) desemboca en el pragmatismo de la ciudad agónica gracias al determinismo. El centralismo –de que tanto se acusa a la capital– es también su atractivo irresistible. Así, y por ejemplo, ¿cómo no preferir el único ámbito donde son posibles las variantes legítimas de la diversión, para ya no hablar de las variantes inconvenientes? Divertirse pese a la censura eclesiástica, el racismo, la represión de clase, las plagas, la incertidumbre, la violencia, los demonios del desempleo, el hacinamiento. Divertirse con el sentimiento de culpa a raya, en las buenas y en las malas, en las reyertas y en las bodas, en los velorios y en los festejos de los poderosos. Divertirse porque el relajo (el relajamiento) y el reventón (la fiesta sin sosiego) le son consubstanciales a la ciudad que a golpes demográficos deshace todos los controles, y en la que, por ejemplo, en el mismísimo y fúnebre siglo XVII, tienen lugar los

primeros raves (la vivencia de la autoridad como desarreglo de los sentidos) en ocasión de la llegada de los nuevos virreyes y los obispos. La multiplicación de los panes, los peces y los parientes ¿Qué propone una ciudad? ¿Cuáles son sus misterios, sus escondrijos, sus paraísos subterráneos? ¿Y cuáles los dispositivos para el deleite a bajo precio? Si a toda ciudad la caracteriza el juego entre ofrecimientos y negaciones (entre aperturas y cerrazones), a la capital de la República Mexicana, con sus catorce o quince millones de habitantes que el Valle del Anáhuac eleva hasta veintidós o veinticuatro, la distingue el cúmulo de ofertas y de dificultades para su aprovechamiento. Así, la ciudad de México es un comedero omnipresente, es el bebedero interminable, es la danza del subempleo alrededor de los semáforos, es el frotadero de almas en el vagón del Metro (los cuerpos ya no cupieron), es el depósito histórico de olores y sinsabores, es la primera comunión meses antes de la boda de los padres del niño, es el anhelo de un cuarto propio, es la unidad nacional en torno a la telenovela de moda, es el santiguarse de los taxistas al paso de los templos, es la incursión jubilosa y amedrentada en la vida nocturna, es la demanda de la tipicidad que aún sobrevive, es el alud de franquicias que subrayan la falsa y asombrosa semejanza con cualquier ciudad norteamericana. Todo lo anterior se multiplica en América Latina, y corresponde a lo que, con fines de ubicación fatalista, aún se llama “Tercer Mundo”. Lo singular, lo que en el caso de la ciudad de México desafía las previsiones, es la sensación de multitud al acecho (dentro de uno mismo incluso), que transforma las predicciones ominosas en

La ciudad de México es un comedero omnipresente, es el bebedero interminable, es la danza del subempleo alrededor de los semáforos, es el frotadero de almas en el vagón del Metro. 6 TodaVíA


tar en donde sea, de la escasez abrumadora de recursos, todavía hay lugar para lo inesperado, para la buena fortuna de la mirada errante.

paisajes inevitables. A la velocidad de la luz no se observa bien lo dispuesto a la intimidad, y a la velocidad de la explosión demográfica menos. Todavía, y pese a las quejas sobre la pérdida de la identidad, la ciudad de México retiene su método excepcional para integrar y subrayar diferencias y semejanzas. Admítase para empezar que la unidad posible proviene de la lejanía de la regimentación. ¿Qué orden se concibe para una ciudad de cinco millones de automóviles, niveles altísimos de contaminación, destrucción minuciosa de los ecosistemas, demanda urgente de tres o cuatro millones de viviendas? ¿Qué orden reconocen los casi seis millones de personas que a diario transporta el Metro, los cientos de miles de desempleados, las legiones de la economía subterránea? Si todo se mide por millones, el individualismo verdadero es la aguja en el pajar. Si el Distrito Federal jamás alcanzará la armonía, es mejor dejarle su control al azar, o como quiera llamárseles a las disciplinas imprevistas de los conjuntos. Las más de las veces, el orden en la ciudad de México es el resultado de la imposibilidad de que se advierta el desorden. La megalópolis es proteica a la fuerza, pero en lo disparatado de su desarrollo arquitectónico, en la fealdad de las construcciones autogestionarias, en los kilómetros y kilómetros que se recorren sin tropezar con estímulos visuales, se halla el gran elemento en común: la belleza (recordada o idealizada) que se desprende de la ausencia de propósitos estéticos. Y si gran parte del carácter homogéneo de la ciudad se deriva de la resignación, de la prisa por habi-

¿Por qué llegan, por qué no se van? Desde 1920, o la fecha que les convenga a los inicios de la estabilidad, el vértigo de la ciudad de México no ha sido en beneficio de la convivencia, sino del aprovechamiento financiero y comercial, y de la elevación de la sobrevivencia a los altares. La industria, sin vigilancia alguna ni respeto por los ecosistemas, crece con prisa salvaje y las oleadas de inmigrantes se acomodan donde pueden. Y a esta desmesura la subsidia el resto del país, que se priva de muchísimo mientras se prodigan las obras públicas de la capital: agua, pavimentación, energía eléctrica, transporte. Y, llover sobre mojado, este crecimiento intensifica aún más el abandono de las zonas rurales. Los años pasan y las causas del éxodo de las regiones son las mismas: el desastre de la reforma agraria, la monotonía sin salidas, el caciquismo, la miseria que devora raíces, el alcoholismo, las vendettas familiares, los pleitos mortales de los medios reducidos. En la capital, las colonias populares se multiplican, los empresarios exigen concesiones y ventajas, el Estado, ansioso del desarrollo que es sinónimo de la estabilidad, no pone obstáculos, y la ciudad se expande sin término. ¿Y qué caso tienen las medidas preventivas? La capital es el sitio para los ambiciosos, los desesperados, los ansiosos de libertad para sus costumbres heterodoxas o sus experimentos artísticos. En el país aún se vive una cultura represiva, la del tradicionalismo que espía al vecino y acecha en su propia recámara. En la capital, por lo menos, lo que hagan los vecinos no importa porque los vecinos son demasiados, cambian su domicilio con frecuencia, y no es fácil retener sus facciones, ya no se diga su comportamiento. La libertad, dígase lo que se diga, viene en gran parte del peso de la demografía.

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En la fiesta y en el crecimiento salvaje se conoce a los amigos y los obituarios Noticias de julio de 2007: el agotamiento de los mantos freáticos, se intensifican las grandes fugas en el sistema de aprovisionamiento del agua, los delitos prosiguen con su cortejo de miedos y peticiones de mano dura, conseguir empleo es ya una variante de la búsqueda del Santo Grial, los embotellamientos o atascos son ya parte de la vida sentimental y educativa de los cientos de miles o millones de automovilistas... Por doquier, signos de lo más temible: la Ciudad de México ya tocó su techo histórico, no puede ir más allá, el Ángel de la Muerte se convierte en el Ángel del Desempleo, el que consiga un departamento barato, que contrate a un especialista en milagros para que nunca le falte el agua... Coro de lugares comunes que se consideran “vivencias” -Es la ciudad más grande del mundo. -Esta ciudad ya tocó su techo histórico. -Aquí ni siquiera dan ganas de rezar. Ni el Señor distingue entre tanta gente. -Soñé que iba solo en un vagón de Metro, y nadie empujaba, ni me vendían nada, ni contaban estupideces. Desperté angustiadísimo de la pesadilla. -La ciudad crece en dirección opuesta a la autoestima de sus habitantes.

-Dos horas en ir del trabajo a mi casa y no fue el peor embotellamiento que me ha tocado. Con razón ya perdimos el hábito de la prisa. -Hay tanta gente que ya se acabaron los rostros familiares. Identificación a manera de pórtico En los veinte años, para poner una fecha, las transformaciones de la Ciudad de México han sido tantas y tan extraordinarias que muchas incluso pasan inadvertidas. Así, con y sin paradojas, proceden las costumbres en épocas sin movilidad social. Sitiada por las novedades, la ciudad adopta ritmos distintos de libertades, de aperturas, de madurez crítica, por eso, adelantándose a la lentitud y la torpeza de los gobiernos y los partidos políticos, obliga a los cambios a través de la persistencia. ¿Es acaso posible fijar el vértigo? El que se proponga fijar con precisión las transformaciones, irá siempre a la zaga. Esto parecería inexacto si, por ejemplo, se observa el discurso de la sexología, la franqueza antes inconcebible en el cine, el teatro, y las publicaciones, las novedades en televisión (Cable), etcétera. Sin embargo, todavía lo que se vive es distinto al modo en que se le valora en público. En tanto armazón declarativo, la sociedad va detrás de su propio desarrollo, y esto explica en las encuestas a la mayoría que se declara “virtuosa a la antigua” y a los que se ofenden por “la falta de respeto a la tradición”, sin reconocer lo obvio: si se observa la suma de sus acciones, la Ciudad de México es ya post-tradicional. No en todo, sí en muchísimo.*

*Por sociedad post-tradicional entiendo la que no ajusta sus procedimientos cotidianos a lo que se espera en obediencia a su trayectoria, sino a lo que determinan las exigencias duales, las de la modernidad crítica y las de la sobrevivencia.

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BOGOTÁ: ENTRE EL CAOS Y LA CREACIÓN p o r J . M A R T Í N - B A R B E R O p r o f e s o r / i n v e s t i g a d o r, Facultad de Comunicación y Lenguaje de la Universidad Javeriana, Colombia

El proyecto Formar Ciudad ha tornado visible Bogotá para sus habitantes mediante estrategias comunicativas callejeras que propician el respeto a las normas, la participación y la creatividad en el uso del espacio público. TodaVíA 9


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o hay mejor manera de comenzar algo que ponerlo en historia o, mejor aún, en historias. La narración inaugural de Bogotá se titula El carnero y la escribió Juan Rodríguez Freyle en 1638: “Cuéntase en ella su descubrimiento, algunas guerras civiles, sus costumbres y gentes, y de qué procedió este tan celebrado nombre de El Dorado”. Con gran irreverencia, frente a las ostentosas genealogías y las heráldicas llenas de mentiras, se narra allí la vida mundana de sus habitantes y las vidas de algunos hechiceros, incluidos ciertos milagros eróticos. Los intérpretes discuten el significado de su título, pues carnero significa tanto aquel animal de cuernos retorcidos en el que la tradición precristiana vio un símbolo de lujuria y fertilidad, y la cristiana, al demonio, como el estuche o baúl de cuero donde se guardaban los papeles viejos. Pero todos coinciden en que en ese escrito Bogotá tiene su clásico al construir una trama que mezcla la crónica con la invención literaria: “pues ante el patético espectáculo aldeano, el cronista escapa de él burlándose, satirizando, entremezclando a su mirada mordaz hechos históricos y sucesos gozosos”, como acertadamente comenta su actual cronista Hugo Chaparro. Los cronistas que siguieron a Rodríguez Freyle, de Cordobez Moure a José Asunción Silva o Carrasquilla y Vargas Vila, hicieron lo mismo: escribir para escapar del tedio o de la ausencia de oportunidades. Esto ha seguido pasando hasta nuestros días: de Osorio Lizarazo a Moreno-Durán, el afán testimonial se enfrenta al caos transformando la crónica en ficción. De ahí que no

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pueda entenderse a Bogotá sin “sus historias”, como si la ciudad fuera más palabra e imagen que edificios, semáforos y almacenes. En Sin remedio, su autor –Antonio Caballero– se burla, a comienzos de los ochenta, de una ciudad lluviosa, horrible y riesgosa, pero Bogotá no es un afuera –ese gris que algunos días rompe una luz incomparable y que la lluvia interrumpe incansablemente a las cuatro de la tarde– sino el adentro de las casas y las personas, por eso el protagonista hace versos y versos con los que conjura a la ciudad sin remedio. Mirando desde otro ángulo, ya en los noventa, Laura Restrepo, en Dulce compañía, nos cuenta la aparición de un ángel autista en un barrio popular del Sur de Bogotá, del que se enamora una periodista que, en su búsqueda, atraviesa una ciudad mojada y sucia, fragmentada, peligrosa y desquiciada, pero cuya recompensa es el descubrimiento de un amor loco y de una voz que, desde los saberes marginados, ilumina místicamente las desgarraduras de la ciudad. Hoy Bogotá tiene además otras escrituras, que ya no pertenecen a voces de exiliados o migrantes sino a las de sus nómadas urbanos, que se movilizan entre el adentro y el afuera de la ciudad montados en las canciones y los sonidos de los grupos de rock o rap, de las pandillas y los “parches” de los barrios de invasión, vehículos de una conciencia dura de la descomposición de la ciudad, de la presencia cotidiana de la violencia en las calles, de la sinsalida laboral, de la exasperación y lo macabro. En la estridencia sonora del heavy metal y en el concierto barrial de rap, los juglares de hoy hacen la crónica de una


Y bien, pues con Antanas

ciudad en la que se hibridan las estéticas de lo desechable con las frágiles utopías que surgen de la desazón moral y el vértigo audiovisual.

Mockus la ciudad comenzó a hacerse visible mediante una serie de estrategias comunicativas callejeras que sacaron a sus habitantes del “túnel” por el que la atravesaban provocándoles mirar y ver.

KARIN GODNIC

Avenida II, 2004 Acrílico sobre tela, 95 x 170 cm

Y pasando de los relatos a los análisis, encontramos que a mediados de los noventa Bogotá era una ciudad con una población próxima a los siete millones, que en los últimos veinte años había vivido un proceso galopante de disminución de sus habitantes autóctonos y una acelerada heterogeneización por el aluvión de gentes procedentes de todas las regiones del país, y por la llegada de gran parte de los dos millones y medio de desplazados por la guerra interna. A la permanente informalidad de sus procesos de urbanización –constante construcción y destrucción, precariedad de la malla vial, deficiencia en los servicios y caos del trasporte público– se añadía la discriminación topográfica: su división entre el Norte “de” los ricos y el Sur “para” los pobres, entre el territorio de los conjuntos residenciales cerrados y los barrios a medio hacer llenos de emigrantes y desplazados. Una ciudad con ausencia de espacios públicos disfrutables colectivamente y que tiene enormes espacios “vacíos”, con un gran deterioro físico y social. La narrativa de su caos agregaba a ese mapa el hecho de que la mayor cantidad de lesiones violentas se debían –a pesar de sus altos índices de criminalidad e inseguridad– no a riñas entre extraños sino a las que se daban en los ámbitos vecinales, privados, domésticos, que es donde operan las “deudas” y las venganzas, el maltrato a las mujeres y los niños y los delitos sexuales. Pero esa misma Bogotá eligió para alcalde en 1995 al ex rector de la Universidad Nacional, un matemático y filósofo llamado Antanas Mockus –de padres lituanos que huyeron de la guerra en su país primero a Alemania y después a Colombia–, quien se presentó como candidato sin el apoyo de ningún partido político, casi duplicó los votos de su mayor oponente y formó su gobierno con independientes y personas provenientes de la academia. Esa decisión transformaría radicalmente el futuro de Bogotá. El lema de su campaña fue realmente el de su gobierno: Formar Ciudad. Ello significaba tres cosas. Primero: lo que da su verdadera forma a una ciudad no son las arquitecturas ni las ingenierías, sino los ciudadanos; segundo: para que ello sea posible, los ciudadanos tienen que poder reconocerse en la ciudad; y tercero: ambos procesos se hallan implicados en otro, el de hacer

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Después fue la aparición de la zanahoria como signo de la muy polémica implantación de una hora tope para los establecimientos de bebidas alcohólicas. Y después, los rituales de vacunación contra la violencia, la instalación en los barrios más pobres de casas de justicia para que la gente dirimiera sus conflictos localmente y sin aparato formal, y la creación de la noche de las mujeres, etc.

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visible la ciudad como un todo, es decir, en tanto espacio/ proyecto/tarea de todos. Si antes la ciudad era invisibilizada por sus múltiples desastres y los mil fallos que afectan cotidianamente a la gente –en el acueducto, la energía eléctrica, el transporte, etc.–, ahora se intentaba que la mirada cambiara de foco y pasara a percibir las deficiencias no como un hecho inevitable y aislado sino como el rasgo de una figura deformada en su conjunto, esto es, deforme, sin forma. Una antropóloga, observadora certera de su ciudad, había escrito: “En Bogotá la gente va de la casa al trabajo como por entre un túnel”. Y bien, pues con Antanas Mockus la ciudad comenzó a hacerse visible mediante una serie de estrategias comunicativas callejeras que sacaron a sus habitantes del “túnel” por el que la atravesaban provocándoles mirar y ver. La primera acción fueron los más de cuatrocientos mimos y payasos –estratégicamente ubicados en múltiples lugares de la ciudad muy congestionados– que señalaban las líneas de cebra para el paso de peatones y los acompañaban, con el consiguiente revuelo, protestas y desconcierto tanto entre los conductores de automóviles como entre los asombrados transeúntes. Lo que en principio se tomó como un “mal chiste” del alcalde, se convirtió pronto en una pregunta acerca del espacio público, pregunta que encontró muy pronto su traducción en gesto y conducta. La alcaldía regaló a miles de conductores un tarjetón en el que se veía, de un lado, un pulgar hacia arriba y, del otro, un pulgar hacia abajo, que muy pronto aprendieron a usar para aplaudir las conductas respetuosas de las normas y las acciones solidarias o para reprochar las infracciones y violencias. A los pocos meses se abrió un concurso para que Bogotá tuviera himno, pues una ciudad sin himno no se oye. Y después fue la aparición de la zanahoria como signo de la muy polémica implantación de una hora tope para los establecimientos de bebidas alcohólicas. Y después, los rituales de vacunación contra la violencia, la instalación en los barrios más pobres de casas de justicia para que la gente dirimiera sus conflictos localmente y sin aparato formal, y la creación de la noche de las mujeres, etc. Se trató de un rico y complejo proceso de lucha contra la explosiva mezcla de conformismo con rabia y resentimiento acumulados, que permitió reinventar a la vez una cultura política de la pertenencia y una política cultural de lo cotidiano. De ahí que fueran dos los hilos que


entrelazaron las múltiples dimensiones de esa experiencia. El primero de ellos fue una política orientada a promover no tanto las culturas especializadas sino la cultura cotidiana de las mayorías, y que tuvo como objetivo estratégico potenciar al máximo la competencia comunicativa de los individuos y los grupos para poder resolver ciudadanamente los conflictos y dar expresión a nuevas formas de inconformidad que sustituyan la violencia física. Todo esto tuvo una heterodoxa idea de fondo: lo cultural (el nosotros) media y establece un continuum entre lo moral (el individuo) y lo jurídico (los otros), como lo evidencian los comportamientos que, siendo ilegales o inmorales, son sin embargo culturalmente aceptados por la comunidad. Fortalecer la cultura ciudadana equivale entonces a aumentar la capacidad de regular los comportamientos de los otros mediante el aumento de la propia capacidad expresiva y de los medios para entender lo que el otro trata de decir. A eso lo llamó Antanas “aumento de la capacidad de generar espacio público reconocido”. Armada inicialmente de ese bajage conceptual, la alcaldía de Bogotá contrató una compleja encuesta sobre vocabularios y contextos ciudadanos, sentidos de justicia, relaciones con el espacio público, etc., y le dedicó a su campaña de Formar Ciudad una enorme suma, el 1% del presupuesto de inversión del Distrito Capital. El alcalde emprendió su lucha en dos frentes que fueron la interacción entre extraños y el encuentro entre comunidades marginadas. Y la articuló sobre cinco programas estratégicos: respeto a las normas de tránsito (mimos en las líneas de cebra), disuasión de portar armas (a cambio de bienes simbólicos), prohibición del uso indiscriminado de pólvora en festejos populares, “Ley Zanahoria” –fijación de la una de la madrugada para el cierre de establecimientos públicos en los que se expenden licores y la propuesta de vender cocteles sin alcohol– y “vacunación contra la violencia”, un ritual público de agresión simbólica especialmente entre vecinos, familiares, y en contra del maltrato infantil. El segundo hilo conductor fue el de una política cultural encomendada al Instituto Distrital de Cultura, que pasó de estar dedicado al fomento de las artes a articular los muchos y muy diversos programas culturales del proyecto rector de Formar Ciudad, en el que se insertaban tanto las acciones de la alcaldía como las de las instituciones culturales y las asociaciones comunitarias en los barrios.

Y mientras los estudiosos de las políticas culturales en América Latina estábamos convencidos de que no podía haber política cultural sino sobre las culturas especializadas e institucionalizadas, como el teatro, la danza, las bibliotecas, los museos, el cine o la música, la propuesta de Formar Ciudad estuvo dedicada a lo contrario: partir de las culturas de la convivencia social, desde las relaciones con el espacio público –en los andenes y los autobuses, los parques y las plazas– hasta las reglas de juego ciudadano en y entre las pandillas juveniles. La ruptura y la rearticulación introducidas sonaron a blasfemia a no pocos, pero otros muchos artistas y trabajadores culturales vieron ahí la ocasión para repensar su propio trabajo a la luz de su ser de ciudadanos. El trabajo en barrios se convirtió en posibilidad concreta de recrear, a través de las prácticas estéticas, expresivas, el sentido de pertenencia de las comunidades, la reescritura y la percepción de sus identidades. Redescubriéndose como vecinos se descubrían también nuevas formas expresivas tanto en las narrativas orales de los viejos como en las oralidades jóvenes del rock y del rap. Un ejemplo precioso de esa articulación entre políticas sobre cultura ciudadana y culturas especializadas es el significado que empezó a adquirir el espacio público y los nuevos usos a los que se prestó para el montaje de infraestructuras culturales móviles de disfrute colectivo. La devolución del espacio público a la gente posibilitó no solo que comenzaran a respetar las normas sino también que las comunidades pudieran desplegar su cultura, incrementando la participación, el sentimiento de pertenencia y la capacidad creadora. •

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KARIN GODNIC

Suburban landscape I, 2007 Acrílico sobre tela, 140 x 140 cm

MIAMI: ¿LATINIDAD UNIVERSALIZADA O EPÍTOME DE LA EXCLUSIÓN? por GEORGE YÚDICE Universidad Nacional de San Martín y CONICET

La Argentina nunca fue un país culturalmente homogéneo, nació ocultando las diferencias étnicas y disolviendo identidades. Sin embargo, la crisis de 2001 obligó a mirar y resignificar las fronteras internas que siempre existieron.

BORRADOR La mayoría de los lectores de esta revista tendrá la imagen de una Miami rica, el emporio de las Américas, donde a pesar de las crisis económicas de años recientes, las clases pudientes se van un fin de semana de compras. Esa “Hong Kong de las Américas” es también la “Hollywood Latina”, “Puerta de entrada a Latinoamérica”, “el crisol de razas” que promete ser el futuro de Estados Unidos, y acaso a través de las imágenes televisivas y musicales también pretende ser el futuro de la región. En cierto sentido, ya lo es, o mejor dicho,

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repite a América Latina, pues casi dos terceras partes la ciudad son Latinos y más de la mitad emigraron desde el sur. Desde 1960, con la primera oleada de exiliados cubanos hasta 1990, este complejo mancomunado de 30 condados duplicó su población, y desde entonces hasta el 2005, cuando alcanzó 2,4 millones de habitantes, creció otro 22%. Y en ese lapso se transformó de un casi pueblo insignificante, conocido como residencia de los jubilados neoyorquinos que huían del frío norteño, en una ciudad global de escala mediana, en compañía de Barcelona, Berlín, Montreal, Shanghai y Buenos Aires.



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Según los expertos, una ciudad mundial se caracteriza por ser centro de mando y control de negocios, donde se concentra una masa crítica de sedes de bancos, empresas transnacionales y de servicios avanzados en derecho, publicidad, contaduría y telecomunicaciones. De hecho, hoy día Miami figura entre los 5 centros más importantes en este último sector y controla las proporciones más altas de comercio entre EEUU y América Latina: 60% con Centro América, 46% con el Caribe, y 26% con Sudamérica. Esta actividad la convierte en la tercera economía urbana de la región (según un informe de PriceWaterhouseCoopers), después de México y São Paulo, e igualando a Buenos Aires, a pesar de tener una población entre 10 y 6 veces más pequeña que estas otras ciudades.

zos de la década de 1990, las principales conglomerados multinacionales musicales como Sony, Warner, EMI, Universal, etc. establecieron sus oficinas allí, y estimularon la renovación de los estudios de sonido ya existentes y la construcción de otros como los Crescent Moon Studios de Emilio y Gloria Estefan, la Meca para muchos cantantes españoles y latinoamericanos, desde Julio y Enrique Iglesias, Luis Miguel, Ricky Martin, Shakira y y, desde luego, la pléyade de cantantes y músicos cubanos que incluye a Israel “Cachao” López, Arsenio “Chocolate” Rodríguez y Albita. Así, además de sus playas y sus malls, la vida musical es otro atractivo para los latinoamericanos, no sólo turistas sino el gran número de arreglistas, productores y ingenieros de sonido que se han mudado a Miami.

Esta imagen de una Miami próspera se proyecta en el sector cultural, sobre todo el de la música, la televisión y las artes, que se dirige a los mercados latinoamericanos y al latino estadounidense (el más grande para las industrias culturales en lengua castellana). Todo el mundo conoce “El Show de Cristina”, “Sábado Gigante” y “Laura en América”, que se regionalizó desde su base en Lima cuando la red televisiva miamense Telemundo empezó a transmitirlo. Más aun, Miami es el centro más grande de producción musical en español. Hacia comien-

Pero decir que Miami repite Latinoamérica también significa que no sólo llegan los ricos (cada vez que hay una revolución o reforma social, la última de las cuales ha venezolanizado a la ciudad), sino también los pobres. Y de hecho, Miami es la ciudad con mayor pobreza en EEUU, con un coeficiente Gini más alto que Buenos Aires. 18% de los hogares – sobre todo de afroamericanos, haitianos, e inmigrantes latinoamericanos con baja escolaridad – vive por debajo de la línea de pobreza ($15.000), y otro 27% apenas gana lo suficiente para

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pagar el alquiler y la canasta básica. Con una tasa de pobreza 33% más alta que el promedio estadounidense, Miami reproduce la estructura dual de las grandes ciudades latinoamericanas. Y no es de extrañar, pues por una parte se da la diáspora de ricos que buscan salvaguardar su patrimonio, y por otra los centenares de millones de obreros que construyen y limpian los edificios en que viven y trabajan los otros. Esta dualidad tiene una gran repercusión en dos dimensiones: el espacio urbano y la racialización de la población. Por una parte, las clases pudientes, entre las cuales se encuentran numerosos ejecutivos y artistas latinoamericanos, viven en comunidades amuralladas o naturalmente inaccesibles, como los cayos, donde las casas más humildes cuestan más de $1 millón. Las clases medias también viven en comunidades protegidas y el crecimiento de la ciudad lleva a los developers a invadir barrios más pobres para expandir el stock de viviendas nobles. Contenida desde los 1980s por una ley que estableció la actual “frontera de desarrollo”, los agricultores que poseen propiedades fuera de ese círculo, así como los constructores están a punto de ganar la campaña por revocar esa ley. Mientras tanto, el Cayo Virginia, históricamente concedido a los afroamericanos durante el período de la lucha por los derechos civiles porque se les vedaba acudir a las playas, ya está bajo construcción de nuevas viviendas. Mientras tanto, el sector “creativo”, siguiendo la lógica analizada por Richard Florida en su libro, se está instalando en barrios marginales o pos-industriales y gentrificándolos. El Design District es ahora enclave para la moda, el modelaje, el cine independiente y servicios de pos-producción. Mientras tanto, los desplazados tienen que irse a vivir a una hora o más de la ciudad, sólo para volver cada mañana a prestar servicios de baja remuneración y poco reconocidos. La vivienda en los barrios donde se han instalado – Overtown, Wynwood, Little Haiti, Liberty City, Allapattah y East Little Havana – cuesta casi el doble de lo que pueden pagar.

popular y musical de Miami”. Vemos reproducirse el modelo de la ciudad creativa, que a partir del arte, el diseño, los restaurantes, las boutiques, etc. se “recuperan” zonas “deterioradas”, a menudo caracterizadas como si estuvieran vacías. Refiriéndose a estas “nuevas ciudades,” Manuel Castells observa que “junto a la innovación tecnológica se ha desarrollado rápidamente una extraordinaria actividad urbana (...) fortaleciendo el tejido social de bares, restaurantes, encuentros casuales en la calle, etc., que dan vida a un lugar”. Desde luego, son los desplazados que tienen que cocinar, limpiar, y hasta tocar la música de esta fiesta urbana dadora de vida para unos y bajos ingresos para otros. Vemos la transformación espacial en el Distrito de Entretenimiento de la 2ª Avenida, donde antes había

Las naciones existen no porque sean homogéneas, sino porque han organizado su diversidad interna de una manera específica. Han constituido fronteras,

El Plan de Revitalilzación del centro busca articular las partes gentrificadas, con corredores como la Promenade, una zona de restaurantes y discotecas que “operan las 24 horas y donde la gente pueda trabajar, residir y ser entretenida – un lugar que celebra la diversidad de la cultura

han enfatizado ciertas diferencias, han oscurecido otras. TodaVíA 17


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viviendas y negocios humildes, y ahora una plaza rodeada de restaurantes de alta cocina y clubes de jazz. [insertar foto 1] Esta recomposición del espacio urbano tiene repercusiones etnorraciales y clasistas, pues los que disfrutan de la oferta que “da vida” son blancos (latinos o no) de clase media y alta, y los otros, los afroamericanos, haitianos y latinoamericanos de extracción social baja, sólo ocupan esos espacios para prestar servicios. La cultura latinoamericana, empaquetada como “sabor latino”, juega un papel importante en esta reconfiguración, pues dota al lugar de sonidos, olores, colores, sabores y texturas codiciados por los turistas. En esa otra representación de la Promenade se pueden ver las imágenes publicitarias de artistas latinos que decoran los edificios; no se ni un afroamericano. [insertar foto 2] Constatamos, además, en estos planes de revitalización un calco de la telenovela, el más popular de los géneros latinoamericanos y que hace poco sólo se producía en México, Venezuela, Argentina y Brasil, y que ahora prolifera en Miami. Por una parte, se escenifica la vida de las familias pudientes o de clase media; por otra, se busca construir una latinidad “universal”, que trascienda las marcas particulares, sobre todo los acentos, de la nacionalidad. La industria cultural miamense requiere de ese

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cla musical que predomina en la industria fonográfica y en los clubes, donde el baile es justamente el lugar de encuentro de cuerpos. Como dice un observador, “la mezcla cultural reúne a razas, diversas orientaciones sexuales, idiomas y salarios”.

constructo para penetrar los mercados latinoamericanos y latinos. Miami es la única ciudad en el hemisferio que ofrece los insumos culturales para semejante empeño. Lo mismo puede decirse de la producción musical. El estudio de los Estefans es una fábrica de intermediación entre lo latinoamericano y lo latino estadounidense, con el objetivo de producir crossovers que puedan lanzarse globalmente, como Ricky Martin y Shakira. Miami es, pues, el asiento de una forma particular de hibridación cultural, entre norte y sur, latinos y latinoamericanos. Vemos la procesión de estas celebridades de la hibridación en talk shows como “El Show de Cristina”, donde la animadora, Cristina Saralegui traduce el Spanglish de algunos invitados para los telespectadores latinoamericanos. Esas traducciones contribuyen a la proyección de latinidad generalizada. También lo hace Laura Bozzo, si bien desde abajo, en su carnaval de desgracias, privaciones, lágrimas, puños y mal gusto. Allí se encuentra el mundo rutinario de los que no aparecen en las telenovelas o en las baladas pop. Vemos a los protagonistas de este mundo, pero alejado, en Lima, pero ni huella de su trabajo: poner y quitar mesas, empacar cajas, bañar a ancianos, cuidar a los bebés, entregar comidas a domcilio, barrer pisos, etc. En lugar del trabajo lo que se representa en los medios es un discurso entusiasta del mestizaje, que además se reproduce en el sampleo o mez-

Si bien estas fusiones musicales, televisivas y corpóreas reflejan el dinamismo de los clubes de baile, donde se reúne una diversidad de grupos, también hay mucho conflicto etnorracial en torno al acceso a trabajos y la injusticia en las políticas de inmigración. Es verdad que el caldo de base de la cultura latina, y su aprovechamiento y proyección en la industria del entretenimiento, tiende a dar más oportunidad a los inmigrantes iberoamericanos que a los haitianos, y los latinoamericanos aprovechan redes de solidaridad cerradas a los afroamericanos. De los balseros cubanos y haitianos que alcanzan tierra firm, sólo los primeros pueden permanecer; los haitianos son deportados, por ley. El multiculturalismo que se escenifica no es el de los pobres y clases trabajadoras, sino de los profesionales y clases medias que pueden disfrutar de la gentrificación. Se ha dicho que miami es una ciudad atípica porque ha adoptado el discurso del mestizaje típico de los países latinoamericanos. Pero ese mestizaje más inclusivo (confeccionado a partir de indígenas y afrodescendientes) se modifica al entrar en contacto con el multiculturalismo estadounidense, que no ha logrado superar el melting pot o crisol de razas que excluye a los afroamericanos. Vemos, pues, un aumento del racismo latinoamericano. Un reportaje del New York Times de hace unos años acompañó a dos amigos, uno blanco y otro negro, emigrados de Cuba que fueron acogidos diferencialmente por las comunidades de latino-latinoamericanos. El informe confirma que el racismo es aun peor en Miami que en América Latina, y que las declaraciones de que el color de la piel no importa son desmentidas allí. Un mapa de la ciudad geo-y-racial-referenciada muestra esa divisón, así como la penetración de barrios pobres por la gentrificación y la transformación racial del espacio urbano. Podría pensarse que las luchas laborales juntarían a los diversos grupos etnorraciales, pero otro factor – el status

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ITINERARIO SEGREGADO HACIA LA CARACAS ROJA por ARTURO ALMANDOZ urbanista, U n i v e r s i d a d S i m ó n B o l í v a r, C a r a c a s

Desde la prosperidad aparente de la Venezuela del petróleo de los años treinta hasta la Caracas actual, la ciudad se ha definido por su cartografía de segregación y de marcados contrastes económicos y sociales.

KARIN GODNIC

Piquete en Alem, 2006 Acrílico sobre tela, 110 x 140 cm

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unque propios de toda gran ciudad moderna –en especial después de los cambios en el espacio que acompañaron a la Revolución Industrial–, puede decirse que la segregación y los contrastes que produce son una de las características de las “metrópolis masificadas” de Latinoamérica desde la primera posguerra. Esa segregación avivó lo que el historiador José Luis Romero denominaba “revolución de las expectativas”, en la que convivían las normas y costumbres de los sectores sociales ya incorporados con la anomia de las masas. Mientras la americanizada burguesía parecía importar modas cada vez más contrastantes con la cultura local, su consumismo irradiaba un peligroso efecto de ostentación hacia los sectores marginales.

A

En Venezuela, este proceso estuvo demorado con respecto a Latinoamérica hasta finales de la dictadura de Gómez (1908-1935), cuando Caracas pasó a ser uno de los escenarios más ostensibles y volátiles de la segregación socioespacial. La avalancha de autos desbordó la capital del país petrolero y se volcó a las avenidas y autopistas diagramadas en los planes Rotival (1939) y Regulador (1951). El casco histórico se debilitó como eje central del espacio público con el crecimiento hacia el Este propuesto en el plan Rotival, y con la creación de la avenida Bolívar y otros grandes corredores comerciales en las décadas siguientes. Más tarde, el plan Regulador, con su sello modernista, desdobló el centro caraqueño en múltiples nodos según las diferentes funciones urbanas: el casco cívico-histórico; la plaza Venezuela, de pequeños rascacielos; el Chacaíto comercial y de trasbordos; las torres del Parque Central gubernamental, que reemplazaron en los setenta a esa suerte de Rockefeller Center que había sido el Centro Simón Bolívar desde los años cincuenta.

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Tal despliegue se hizo al costo de fracturas espaciales y sociales; por ello la Caracas esnobista de los sesenta y los setenta creció sin prestar mayor atención a los circuitos peatonales y desconociendo la esencial necesidad de vida pública en plazas, calles y aceras... Al mismo tiempo, este modelo suburbano de división según las funciones llevó a privilegiar, acaso más tempranamente que en ninguna otra urbe latinoamericana, el valor de los centros comerciales provenientes de Norteamérica. Desde el psicodélico pero sobrio Chacaíto, emblema de la bohemia contracultural pero consumista de los sesenta, muchos centros comerciales suburbanos y metropolitanos afianzaron en las décadas siguientes el perfil “nuevo rico”, más “saudita” que cosmopolita. El más faraónico templo de ese culto fue el Centro Ciudad Comercial Tamanaco, consagrado en esa Caracas que llegaría a su fin con el Viernes Negro de febrero de 1983, cuando la tradicional fortaleza del bolívar frente al dólar comenzó a derrumbarse. El culto al automóvil que se paseaba como fetiche progresista del país petrolero – tal como se evidencia todavía en los pesados ramales de autopistas, ahora desvencijados por el tiempo y la falta de mantenimiento– y la profusión de torres y rascacielos que alternaban con templos comerciales, permitieron a esa Caracas de la petrodemocracia impresionar engañosamente sobre su modernidad y a Venezuela sobre su desarrollo. Los espejismos de bonanza deslumbraron a criollos y extranjeros por igual. Además de la inmigración campesina que había comenzado a hacerse presente en la capital desde la irrupción petrolera en los treinta, decenas de miles de españoles, portugueses, italianos y centroeuropeos, así como “turcos” y “árabes” del fenecido imperio otomano, acentuaron y colorearon, en las décadas siguientes, la dinámica y el cosmopolitismo de aquella metrópoli súbita y babélica, motorizada y genero-


La Caracas esnobista de los sesenta y los setenta creció sin prestar mayor atención a los circuitos peatonales y desconociendo la esencial necesidad de vida pública en plazas, calles y aceras.

sa. En términos de diversidad espacial, barrios como La Candelaria, Sabana Grande y Chacao absorbieron a muchos de los extranjeros y migrantes campesinos, quienes rápidamente mejoraron su posición social ingresando en empresas de todo tipo. Fue la época de las constructoras italianas que cementaron el furor edilicio de la autocracia progresista de Pérez Jiménez (1952-1958), de los grandes proyectos industriales de la Gran Venezuela con el primer Carlos Andrés Pérez (1974-1978) y de las más tradicionales pero a la vez transformadas formas del comercio, como las bodegas y panaderías regenteadas por españoles y portugueses. Esa inmigración europea que predominó hasta los sesenta daría paso a incontrolados contingentes andinos y caribeños en los setenta que, empujados por las crisis latinoamericanas que contrastaban con la bonanza de la Venezuela saudita, terminarían engrosando un sector informal y subempleado que ya había atraído a la migración campesina. Antes de la inauguración del metro en 1983, la infraestructura de circulación de las grandes avenidas, así como la zonificación comercial y residencial, reflejaba en general una segregación entre la Caracas burguesa y “sifrina”, “bienuda” del Este y la ciudad del Oeste, más popular y obrera. Sin embargo, conviene recordar que, a diferencia de otras capitales latinoamericanas marcadas por una segregación socioespacial de lugares nítidamente distanciados, los barrios de ranchos siempre estuvieron yuxtapuestos e intercalados entre los sectores formales y consolidados de la capital venezolana, como también ocurre en Río, debido en ambos casos a la geografía de la ciudad. De manera que Este y Oeste eran hemisferios entreverados que compartían imaginarios urbanos, hasta que la bonanza terminó y las fracturas afloraron. Los espejismos capitalinos no solo reflejaban la confusión

entre consumismo y desarrollo, sino también la apariencia de una inversión suficiente –en buena parte de iniciativa privada– que no alcanzaba a renovar la infraestructura pública. Aparte del metro y del teatro Teresa Carreño, inaugurados en el festivo frenesí del bicentenario de Bolívar en 1983, la capital no conoció mayores inversiones públicas en el resto de la década. Con su acelerado deterioro desde entonces, las torres de Parque Central –las más altas de Latinoamérica por un tiempo– pasaron de ser símbolo de progreso y bonanza de la Gran Venezuela, a ser un imponente ejemplo de la desinversión urbana que siguió al Viernes Negro de 1983. Un destino que también sufrieron muchas de las avenidas y autopistas desde la restauración democrática de 1958, en parte como consecuencia de la miopía de regímenes empeñados en desconocer la realidad de un país con un índice de urbanización de más del 75 por ciento y que se encuentra entre los que tienen el patrón de ocupación más concentrado de América Latina. Con la notable excepción del metro y algunos de los espacios públicos que aquél permitió renovar, Caracas era, para fines de los ochenta, una ciudad de contrastes socioespaciales y de modernidad obsoleta, cuya desvencijada infraestructura evidenciaba no solo su condición de metrópoli del Tercer Mundo, sino también el agotamiento del Estado rentista y del bipartidismo político. Muchas de las ciudades venezolanas se beneficiaron del proceso de descentralización administrativa de finales de esa década, pero en la capital éste fue minado por los efectos de sucesivas revueltas populares. Después de la Venezuela saudita La hasta entonces pacífica dualidad de la capital venezolana cambiaría después de El Caracazo de 1989, cuando buena parte de la población de los cerros marginales bajó

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Este modelo suburbano de división según las funciones llevó a privilegiar, acaso más tempranamente que en ninguna otra urbe latinoamericana, el valor de los centros comerciales provenientes de Norteamérica.

a saquear la ciudad consolidada, luego de las drásticas medidas promulgadas por el gobierno neoliberal del segundo Carlos Andrés Pérez (1989-1993). Ese episodio anunció el fin de la corrompida democracia bipartidista en la que Acción Democrática y COPEI habían hecho un uso alternado e ineficiente de la renta petrolera. Al mismo tiempo, significó la irrupción en la arena pública de actores sociales excluidos del clientelismo partidista y removió así la lucha de clases que el oro negro había escamoteado, a pesar de que la pobreza extrema se acercaba ya al 40 por ciento. Ese Caracazo también aceleró varios y distorsionados efectos en la estructura y la dinámica urbanas, entre ellos la colonización de los espacios públicos por parte de feriantes o buhoneros y demás trabajadores informales, que se apoderaron de las zonas peatonalizadas por el metro hacía menos de una década, de Catia a Sabana Grande. Los escasos intentos de renovación espacial que se estimularon en esa época desde el descentralizado ámbito municipal –con Chacao como emblema– fueron desbordados por la delincuencia y la inseguridad, que invadieron la vida pública en Caracas y en otras de las grandes ciudades venezolanas, y llevaron a inusitadas formas de segregación blindada. Ello se manifiesta, desde entonces, tanto en las urbanizaciones de clase media y alta del Este y el Sudeste, que van desde casas enrejadas con accesos controlados a comunidades cerradas, como en el renovado protagonismo del centro comercial, único refugio en medio de calles tomadas por la inseguridad, la buhonería y la basura. A fines de los noventa, la inauguración del centro comercial Sambil –el de mayor superficie en Latinoamérica, cuyo prototipo ha sido repetido, incluso como parque temático, en las grandes ciudades venezolanas– y las de El Recreo y Tolón, confirmaron que los lugares comerciales caraqueños absorben funciones que en otras capitales se dan en el espacio público. Ruralismo, buhonería y rojez La espiral de violencia en las ciudades venezolanas, especialmente el homicidio con armas de fuego –que aumentó un 500 por ciento entre 1989 y 1999–, tuvo en Caracas su escenario emblemático y apocalíptico, desplegando un catálogo de la delincuencia que configuró una suerte de nueva urbanidad caraqueña. La criminalidad urbana, junto al agotamiento del Estado rentista y del bipartidismo

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corrupto, terminó de abonar el terreno para que en 1999 arribara al poder Hugo Chávez, cuyo régimen ha sabido capitalizar el reclamo de autoritarismo de la violenta ciudad de los noventa, con resultados aún polémicos en términos de su aparente democracia participativa, pero ya claramente dramáticos en cuanto al deterioro capitalino. A pesar de las proclamas igualitarias del régimen, la Caracas del chavismo ha acentuado sus segregaciones y fracturas, en buena parte como consecuencia de la inestabilidad política que alcanzó sus picos entre abril de 2002 y abril de 2003. Este período se caracterizó por enfrentamientos entre facciones opositoras y oficialistas en espacios públicos tanto tradicionales como inusitados, desde plazas locales y metropolitanas hasta urbanizaciones y autopistas. Algunas de estas ágoras improvisadas asumieron nuevos significados al ser tomadas por los bandos, pero terminarían debilitándose en términos de valores cívicos. La inestabilidad política, en niveles más profundos y estructurales, y la agresiva retórica chavista han avivado la lucha de clases, latente y solapada durante la democracia representativa, retrotrayendo a Caracas y a Venezuela toda, a la antinomia entre Oeste pobre y Este rico, ahora con una renovada artillería de conflictividad y violencia. Si bien el gobierno intenta, comprensiblemente, fortalecer ejes de comunicación interurbanos y fluviales alternativos al del Centro-Norte costero, sus políticas populistas llevan, por ejemplo –debido al bajo costo de los servicios viales–, a una saturación automovilística comparable a la de la Caracas saudita. Así, es difícil seguir asegurando el supuesto carácter antiurbano de la revolución bolivariana. Ahora bien, la poca claridad que el chavismo tiene sobre la planificación urbana se manifiesta principalmente en el traslado del imaginario rural al centro mismo de Caracas, en el que huertas y gallineros limitan con una de las ahora deterioradas torres de Parque Central. También se deja ver en las mercaderías insalubres y piratas que han colonizado los espacios peatonales, convirtiendo a Caracas en la capital latinoamericana de la buhonería. Pero la aparición de nuevos centros comerciales, trenes de cercanías y extensiones del metro permite decir que la enrojecida capital se debate ante un doble discurso oficial sobre lo urbano: expansivo y punitivo a la vez. Blandiendo el rojo oficialista –con una intensidad que, en la historia del caudillismo latinoamericano, puede hacer recordar a Rosas–, las huestes y vallas que ahora campean

en Caracas completan el tapiz de una ciudad apocalíptica pero auroral a un tiempo, porque proclama ser meca del socialismo del siglo XXI. Si a la estrafalaria rojez oficial se le suman las alarmantes cifras de la violencia, podemos aseverar que el rojo es el color predominante de Caracas, y que la segregación es su variable urbana fundamental. Seguramente con el sesgo de mi visión pequeño-burguesa –aunque vivo en el Centro–, creo que Oeste pobre y Este rico siguen siendo los extremos de este itinerario secular, inevitablemente parcial, para explicar y entender la Caracas roja de hoy. •

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Artista invitado CLAUDIO GALLINA Piquete, 2002 Óleo y acrílico sobre tela, 200 x 200 cm

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Las políticas educativas deben necesariamente articularse con las económicas y las sociales para poder lograr un acceso más igualitario al conocimiento. La escolarización masiva sola no alcanza.


ALGUNAS CONSECUENCIAS DE LA ESCOLARIZACIÓN MASIVA * p o r E M I L I O T E N T I F A N F A N I U B A / C O N I C E T, c o n s u l t o r d e l IIPE/UNESCO sede regional Buenos Aires

urante los últimos quince años aumentó considerablemente la cantidad de inscriptos en la enseñanza de nivel medio, en toda América Latina. El viejo colegio secundario se masificó en un contexto social donde también se expandieron diversas formas de exclusión social. En estas circunstancias, las discusiones sobre política educativa están plagadas de sentido común interesado. Muchos “expertos” y funcionarios de los ministerios de educación de América Latina han llegado a preguntarse si los pobres “pueden aprender”. Así formulada, esta pregunta puede tener cualquier respuesta, lo cual es una prueba

D

de que se trata de una falsa pregunta o una pregunta mal formulada. En las notas que siguen proponemos algunas reflexiones acerca de las condiciones y consecuencias de la masificación de la escolaridad en la educación secundaria. Los pobres no son todos iguales En primer lugar, ¿a qué nos referimos cuando hablamos genéricamente de “los pobres”? ¿Acaso todos son iguales? Cuando se dice que una gran proporción de alumnos de la enseñanza media del Gran Buenos Aires viven en hogares con ingresos por debajo de la línea de la pobreza, ¿se

* En este artículo retomo algunas ideas desarrolladas en mi libro La escuela y la cuestión social. Ensayos de sociología de la educación (2007).

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dice algo más que una verdad aritmética? Es obvio que no basta esta característica general común para definir las condiciones sociales del aprendizaje. Además del ingreso per cápita, una familia tiene otras cualidades importantes: por ejemplo, un nivel educativo determinado, una trayectoria, un tipo de vínculo entre sus miembros, un capital acumulado –ahorros, bienes, propiedades–, una cultura, una conexión con las creencias religiosas, una determinada red de relaciones sociales (amistades, parentesco, etc.), una localización geográfica, un tipo de vivienda. Todas estas cualidades o “variables” no son “secundarias” a la hora de determinar qué capacidad tiene una familia de invertir en educación. Esto lo saben bien los maestros, que por su función social tienen más elementos para distinguir tipos de pobreza que los sociólogos que hacen estudios macrosociales. Los docentes saben mejor que nadie que una misma circunstancia adversa (por ejemplo, el desempleo y la caída de los ingresos) incide de distintas maneras sobre las actitudes, comportamientos y respuestas de las familias en relación con sus hijos y su desempeño en la escuela. La disminución de los ingresos, de hecho, no necesariamente tiene que tener consecuencias en la

experiencia escolar de los hijos. Obviamente el tiempo que se prolongue la situación de escasez material puede determinar diferentes respuestas. No es lo mismo ser un desempleado reciente o intermitente que ser un desocupado crónico y de larga data. No es lo mismo ser un desempleado pobre en relaciones que un desempleado rico en capital social y por lo tanto con apoyo familiar. Lejos de ser insignificantes, estos matices son los que marcan la diferencia en materia de comportamientos y modos de transitar las situaciones de crisis y dificultad. Ahora bien, lo cierto es que los pobres de América Latina están cada vez en peores condiciones para acompañar y sostener la escolaridad y el aprendizaje de sus hijos. A su vez, el sistema educativo, pese a los programas compensatorios (comedor escolar, programas de becas, etc.), poco puede hacer para contrarrestar la pobreza de las familias. Cuando se evalúa la calidad de la educación, se observa una constante sociológica: los más ricos en capital (económico, cultural, social) tienen mejores oportunidades de aprender y desarrollar conocimientos valiosos en los diferentes ámbitos de la vida. ¿Esto quiere decir que la escuela es impotente para romper el círculo vicioso de la pobreza? Ni tanto ni tan poco. Una fór-

Para hacer uso de Internet (lo mismo que para leer un libro) no basta tener acceso a la red, hay que saber qué es lo que se quiere, hay que saber entender y dar sentido a la información, en síntesis, hay que tener conocimiento. 28 TodaVíA

mula simple puede servir para responder a la cuestión: sin la escuela no se puede, pero la escuela sola no puede. Sin la escuela no se puede Es cada vez más evidente que en las condiciones actuales del desarrollo social no se puede construir una sociedad más justa e integrada sin la escuela. En efecto, resulta para todos claro que la riqueza de las sociedades y el bienestar de las personas dependen de la calidad y cantidad de conocimientos que hayan logrado incorporar y desarrollar. El conocimiento es un capital cada vez más estratégico para producir y reproducir la riqueza. Pero, si es un capital, ¿por qué extraña razón tendría una distribución más igualitaria que, por ejemplo, la tierra, los activos, el dinero? Algunos creen que es un recurso que está igualmente disponible para todos, pero esto es una ilusión. Es cierto que los medios masivos de comunicación e información –Internet, por ejemplo– ponen al alcance de la mano más productos culturales (obras de arte, textos, fórmulas) que cuando libros, cuadros, etc., estaban concentrados en determinados lugares físicos y lejos del alcance de las mayorías. Hoy pareciera ser que todo el saber acumulado por las disciplinas está disponible para quien pueda pagar el costo de unas horas de Internet. Pero para hacer uso de Internet (lo mismo que para leer un libro) no basta tener acceso a la red, hay que saber qué es lo que se quiere, hay que saber entender y dar sentido a la información, en síntesis, hay que tener conocimiento. Este requiere aprendizaje, lo cual es un trabajo muy complejo y exige de una combinación de condiciones y recursos que no están igualmente disponibles para todos. Por otro lado, el aprendizaje estratégico que les permite a los sujetos aprender durante toda la vida, requiere el auxilio de una institución especializada: la escuela.


Por eso, para mejorar la distribución del conocimiento, la escuela es necesaria. Pero la escuela sola no puede El aprendizaje es el resultado de un proceso para el que es preciso contar con determinadas condiciones sociales que la escuela sola no puede garantizar. Si se quiere construir una sociedad más igualitaria, no basta contar con una política educativa adecuada, sino que es preciso articularla con políticas económicas y sociales. En ese sentido, la interdependencia entre el desarrollo educativo, el desarrollo social y el desarrollo económico de nuestras sociedades nos obliga a replantear la visión clásica de las políticas públicas.

Ahora bien, toda reforma educativa, por buena que sea su intención, fracasará ante los límites que la exclusión social pone a cualquier intento de democratizar el ingreso y el aprendizaje en las instituciones escolares. Solo una estrategia integral (¿por qué no volver a la idea de “plan estratégico de desarrollo integral”, con las necesarias adecuaciones a los tiempos actuales?) puede contribuir a que la sociedad sea más rica, más igualitaria y también más libre. Sin ella, seguirá reproduciéndose el estéril y paralizante ciclo de voluntarismo educativo-decepción-retorno del pesimismo pedagógico. Por eso, no basta con insistir en colocar el tema del conocimiento en el centro de las políticas sociales, sino que es

Catarata, 2004 Óleo y acrílico sobre cartón, 50 x 70 cm

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necesario también procurar que ocupe un lugar prioritario en cualquier estrategia realista de desarrollo económico nacional. El drama de la exclusión cultural Por último, es necesario tener en cuenta que estar excluido de la cultura no es lo mismo que estar excluido de los bienes materiales. En la sociedad argentina actual, pese a las carencias y desigualdades de conocimiento y de aprendizaje, son pocos los que demandan y están en condiciones de “exigir” “Matemáticas” o “Lenguaje” (menos aún, “Física” o “Química”). Ha habido movimientos sociales a nivel nacional y también local que pedían al Estado la fundación de escuelas o la ampliación del número de “bancos” escolares. Pero no es lo mismo la demanda de escolaridad que la

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demanda de conocimiento. Nuestras sociedades han sido mucho más eficientes en extender la escolarización que en desarrollar conocimientos socialmente valiosos en todas las personas. Vale la pena recordar que es más fácil construir escuelas en todo el territorio nacional que desarrollar el aprendizaje en las personas. Lo primero exige voluntad política y recursos. Lo segundo, ni siquiera sabemos muy bien cómo hacerlo, y además requiere de recursos humanos, institucionales, pedagógicos, etc., que es preciso desarrollar y no simplemente “invertir”. Lo cierto es que no existe propiamente hablando una demanda “natural” de conocimiento, o bien existe de un modo muy desigual. En realidad estamos en presencia de una paradoja: los que más capital cultu-

ral tienen son los que más demandan y exigen. En el extremo, los más desposeídos de cultura son quienes están en peores condiciones de demandarla. Y esto también refuerza el círculo vicioso de las desigualdades. Creer que se puede romper este círculo apelando a una política educativa “centrada en la demanda” (política que supone que esta demanda existe y es un “dato” y que únicamente hay que proveerle información para que se movilice) es una ilusión. Solo la voluntad colectiva de construir una sociedad más justa puede sostener políticas de igualdad. En este sentido, la escuela pública es uno de los últimos resabios del Estado Benefactor. Su presencia masiva en el territorio la convierte en una poderosa herramienta de política pública y, como tal, es un bastión de los valores colectivos que es preciso no solo defender, sino incluso fortalecer y expandir. Más que subordinar la oferta a una demanda (inexistente o defectuosa), es preciso partir de la política. Es necesario redefinir el sentido mismo de la obligatoriedad escolar establecida por nuestros padres fundadores (que eran liberales, pero de ninguna manera partidarios del espontaneísmo ingenuo). Lo que debiera ser “socialmente obligatorio” es el conocimiento y no la escolarización. Y hoy nuestras sociedades pueden definir en forma democrática cuáles son los conocimientos fundamentales que es preciso desarrollar en las nuevas generaciones para garantizar su inserción. •

Soñando el juego, 2005 Óleo y acrílico sobre tela, 150 x 200 cm


FOTOGRAFIA

CARLOS FURMAN

EL ABRAZO

p o r PA B L O L E T T I E R I p e r i o d i s t a

Tal vez porque encarna una imagen tan típica de Buenos Aires, tan presente en su escenografía –sea ésta real o soñada– que se vuelve irremediablemente cliché, postal turística, estereotipo visual de lo “porteño” para el extranjero. O porque intentar capturar el sentimiento, la emoción y la pericia del movimiento es una atracción irresistible, fotografiar el tango bailado puede resultar una experiencia tan delicada como seductora.


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FOTOGRAFIA

Carlos Furman se dedica a la fotografía teatral desde hace más de veinte años y se lanzó a esos territorios íntimos y secretos que son las milongas y los salones de baile movido por los mismos desafíos que le impone la ficción sobre el escenario: apresar ese instante fugaz, aquel gesto seductor, la comunión de los cuerpos en penumbras. TodaVíA 33


FOTOGRAFIA

Y conectarse con una sensación más primitiva de la fotografía: dejarse llevar por los impulsos y la intuición. Hay en sus imágenes, inevitablemente, un componente “teatral” en el uso de los claroscuros, en los cuerpos que se encuentran y desencuentran. Pero, también, en el hallazgo de una figura, un gesto o un instante de intimidad, cuando el tango se desnuda del movimiento. 34 TodaVíA


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LITERATURA

FABULOSAS AVENTURAS VERDADERAS En su novela Ursúa, el colombiano William Ospina rompe y anuda lazos, al mismo tiempo, con el realismo mágico de García Márquez, contando las peripecias ciertas pero inverosímiles de un conquistador español del siglo XVI.

por SUSANA CELLA e s c r i t o r a , d o c e n t e e i n v e s t i g a d o r a d e l a U B A

Artista invitada ANDREA MOCCIO Todas las obras: Sin título, de la serie Poesía Blanda, 2003 papel de guía telefónica guillotinado, 40 x 60 cm

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ientras Gabriel García Márquez –casi como un personaje de sus propias ficciones– retorna a su pueblo natal, Aracataca, en su cumpleaños número ochenta y cuarenta años después de Cien años de soledad, la literatura colombiana ha enfrentado la compleja situación que se da cuando en una época o en un territorio emerge una figura totalizadora que parece haberlo dicho todo. Y en este caso, el peso resulta mayor si se tiene en cuenta el éxito de la obra garciamarquiana, que llegó a concebirse como el modo de ser y la realidad misma de América Latina. Sin embargo, en ese lapso el flujo de la escritura fue indetenible y diversas fueron las respuestas ante lo que pareció erigirse como única posibilidad de escribir. Desde luego, el parricidio no es fácil. Alcanzó alturas violentas y ruidosas oposiciones, como en el caso de Fernando Vallejo. Pero también hubo otros que eligieron modalidades menos abruptas que fueron desde la búsqueda necesaria para evitar la imitación o el epigonismo hasta la posibilidad de recuperar a ese problemático antecesor luego de haber logrado constituir una voz propia en la que afirmarse. Podría decirse que este último es el camino que William Ospina fue recorriendo laboriosamente hasta llegar a la novela. A diferencia de la inherente narratividad de García Márquez, Ospina arriba a la novela después de haber trabajado primordialmente dos géneros: la poesía y el ensayo. Ospina nació el mismo mes que García Márquez, pero veintisiete años después, en la zona andina del país, concretamente en Padua (Tolima). Además de estudiar Derecho y Ciencias Políticas, ejerció el periodismo, y si bien se abocó creciente-

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mente a la literatura, no ha dejado de considerar al periodismo como una profesión que requiere también de un trabajo comprometido y responsable. Al recibir en 2003 el Premio de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada otorgado por Casa de las Américas por Los nuevos centros de la esfera, se refirió expresamente a uno de los textos de ese volumen, “Reflexiones sobre perio-

dismo y estética”, para reivindicar la dignidad y la condición literaria del periodismo. Resultó la importancia de ejercerlo con rigor no solo en cuanto a la información u opinión sino también en cuanto a la expresión, preservando así su calidad y durabilidad. El periodismo, sugiere Ospina, no se caracterizaría por la inmediatez y la caducidad, sino por la memoria.

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LITERATURA

No sorprende encontrar estas ideas en alguien que cultivó largamente la poesía, género en que la atención a los detalles, matices, coloratura y exactitud de cada palabra no solo son primordiales, sino que aparecen con mayor visibilidad. Su trabajo poético comienza con Hilo de arena y sigue con La luna del dragón, El país del viento, ¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua?, África (recogidos en la revista Número, de la que Ospina es socio fundador) y La prisa de los árboles. En los numerosos ensayos (entre ellos, Aurelio Arturo, Es tarde para el hombre, Esos extraños prófugos de Occidente, Los dones y los méritos, Un álgebra embrujada, ¿Dónde está la franja amarilla?, Las auroras de sangre, La decadencia de los dragones, Nuevos centros de la esfera y América Mestiza) hay una sostenida reflexión sobre el mundo particular de los afectos, las teorías, las creencias y las no menos contundentes realidades de América Latina. La dimensión política es central en sus hipótesis sobre la condición del americano, su pasado y su devenir, y hace centro en la propia tierra colombiana. Las constantes preocupaciones sociales y estéticas en ambas vertientes –la ensayística y la poética– parecen inducir a otra modalidad de escritura, y es aquí donde se cimenta la novela. Ursúa aparece en 2005 con el no poco importante aval del autor de El coronel no tiene quien le escriba. La saga de Pedro de Ursúa, un conquistador del siglo XVI, tuvo lugar principalmente en las tierras que son hoy territorio colombiano. Así pues, esa historia está profundamente ligada a la constitución de un país cuya geografía se describe con magníficas imágenes, pero siempre entretejidas con luchas

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interminables, ambiciones y enfrentamientos. La novela pone en primer plano a una figura que no tuvo, a diferencia de otros conquistadores españoles, el fulgor de las estatuas ni las evocaciones literarias o cinematográficas (como sí le ocurrió al contemporáneo de Ursúa, Lope de Aguirre, protagonista de la famosa película Aguirre, la ira de Dios, de Werner Herzog). La complejidad de Ursúa, que tiene que ver tanto con la copiosa masa de hechos y reflexiones incorporados

como con una escritura sumamente elaborada, no impide que la novela plantee también sus propios dilemas genéricos. Desde luego, se trata de una novela histórica y asimismo, como el narrador se propone “contar la historia de aquel hombre que libró cinco guerras antes de cumplir los treinta años y de la hermosa mestiza que hizo palidecer de amor a un ejército...”, es una especie de biografía atónita de un personaje cuyas peripecias recuerdan, a su vez, la novela de aventuras, por los


En los numerosos ensayos de Ospina hay una sostenida reflexión sobre el mundo particular de los afectos, las teorías, las creencias y las no menos contundentes realidades de América Latina.

cambios de fortuna, la búsqueda de tesoros, los viajes y peligros que debe enfrentar. Pero como se trata de aventuras que efectivamente acontecieron, por desmesuradas o increíbles que hayan sido, el texto nos recuerda a ese pariente cercano del realismo mágico garciamarquiano que es el real maravilloso de Alejo Carpentier, para quien los hechos insólitos y prodigiosos son consustanciales a la historia de nuestra América. Los registros de los cronistas de Indias primero y de otros viajeros posteriormente darían cuenta de esa suerte de perplejidad de los europeos ante un territorio muy diferente de lo que conocían, y en cambio muy cercano a los fantásticos avatares de las novelas de caballería y otros relatos míticos. Pero también encontramos en la novela de Ospina la otra cara de la moneda: “Lo que más extrañaba a los nativos es que los españoles nunca estuvieran satisfechos de ofrendas”, cuenta el narrador, y acota: “Me veo tentado a sonreír con indulgencia al pensar cuán incomprensible era para ellos la avidez por el oro que muestran estos hombres”. Habida cuenta de la cantidad de novelas que refieren episodios de la Conquista, no ha sido un desafío menor el dar con la palabra precisa. Como poeta, Ospina encuentra el len-

guaje de hoy capaz de mostrar el espesor de la palabra en el devenir. En este sentido, y sin dejar de percibir las diferencias estilísticas, novelas como Zama de Antonio Di Benedetto o El entenado de Juan José Saer, se asemejarían a Ursúa en tanto estrategias para narrar hechos lejanos en el tiempo, aunque no en la geografía. Igualmente, Ursúa rehúye de los clisés tanto como de pintoresquismos o exotismos: el pasado no es un decorado, hay un imaginario actuante que continuamente se indaga, de ahí la sabia elección del narrador. Quizá la mejor definición del intento de Ospina sea contar la aventura verdadera y sus consecuencias. Por eso el manejo de los recursos poéticos volcados a la narrativa resultan una herramienta inmejorable para evitar las consabidas reconstrucciones históricas que poco tienen que ver con, precisamente, ese pasado que se desea develar en toda su enmarañada trama mostrando las fuerzas destructoras, la resistencia a la opresión, la omnipotencia ante la naturaleza, el afán de lucro, el sojuzgamiento y despojo. La figura temeraria y contradictoria de los conquistadores –tal como los presenta Pablo Neruda en Canto General– en la novela de Ospina es notoriamente analizada por un narrador que expresa admiración y temor mientras

va focalizando las diversas aristas del personaje, con sus vaivenes, glorias y derrotas. Si, como decía Alejo Carpentier, nuestras novelas de caballería fueron las sagas efectivamente protagonizadas por los conquistadores, la aventura de Ursúa –fundador de la ciudad de Pamplona, incansable guerrero, feroz enemigo y ambicioso explorador, que recorre un territorio tan incierto como peligroso y deslumbrante– narra episodios increíbles y desmesurados, pero no inventados. Novela histórica, entonces, que adquiere un carácter de intervención política cuando seriamente se la toma como el modo de conocer aquello que del pasado siguió perviviendo y que puede ofrecer para el presente algún tipo de explicación o por lo menos una visión más amplia. Porque está hablando de un tejido social, de instituciones, de enfrentamientos y hechos atravesados por algo que especialmente en Colombia es realidad visible y cotidiana: la violencia. Ospina ha llegado a la novela para quedarse, no otra cosa indica el proyecto emprendido: Ursúa es la primera parte de una trilogía sobre este personaje cuyo viaje descomunal –que va a culminar en la selva amazónica– continúa en las dos que le seguirían: El país de la canela y La serpiente sin ojos. •

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LECTURA

Ursúa William Ospina

Fragmento de la novela Ursúa (Alfaguara, 2006), de William Ospina.

No había cumplido diecisiete años, y era fuerte y hermoso, cuando se lo llevaron los barcos. Tenía el mismo nombre de la tierra que sería suya, en las colinas doradas de Navarra, donde siglos atrás sus mayores alzaron un castillo para resistir a franceses y godos y merovingios. Arizcún es el pueblo más cercano. Una aldea belicosa en la vecindad enorme de Francia, cerca de una línea fronteriza inestable y vibrante, como esas cuerdas sobre las que saltan los niños. Ante los hombres diminutos en el paisaje las colinas susurraban preguntas y las nubes formulaban enigmas, porque toda frontera está tejida de incertidumbre y de hierro. Pero la fortaleza era vieja como su linaje sangriento: un fortín impenetrable con troneras y barbacanas, ceñido por un foso, con saeteras verticales para disparar las ballestas, ranuras por las que sólo caben una flecha y una estría de luz, y, al frente de una ermita milagrosa, muros nunca vencidos, hechos con piedra gris traída de las canteras del norte, de allá donde las vacas rumian en los acantilados mirando un mar frío que a veces se llena de niebla. Yo nunca vi esas cosas, pero aquí estoy copiando sus recuerdos. Su padre se llamaba Tristán, Tristán de Ursúa. Y si el muchacho viajó temprano a tierras desconocidas es porque sabía que la fortaleza familiar estaba destinada a Miguel, su hermano mayor, y nunca imaginó que éste se desangraría batiéndose por una hembra en calles de Tudela. Él ya estaba muy lejos cuando ocurrió aquel duelo, y después heredó en vano el castillo y los campos, porque otros espejismos se habían apoderado de su mente. Por ello fue el tercer hermano, Tristán, como su padre, una espada obediente en las guerras del emperador, quien recibió finalmente el señorío con su ermita y sus murallas. Hubo también hermanas, aunque Ursúa nunca me dijo cuántas, que fueron vientres dóciles para los burdos y ricos señores de aquellos condados, y madres del futuro; y un hermano menor al que le asignaron un lugar en la Iglesia, para que la familia cumpliera con todos los poderes de la tierra y del cielo. Apenas le asomaba en la cara una pelusa de cobre, y no fue la pobreza lo que lo lanzó a la aventura. Si hubiera decidido quedarse en su tierra, confiando en los favores del amo del mundo, cuyo abuelo Fernando de Aragón tuvo siempre en la casa de Ursúa un aliado invariable, y cuyo camarlengo era primo de uno de sus mayores, sin duda habría obtenido algún cargo menor en la corte. Pero el mismo Dios que puso belleza en su rostro, y rabia y diablura en la muñeca de su brazo derecho para maniobrar la daga hacia arriba y la espada hacia toda la estrella del espacio, sembró inquietud en su pensamiento y avidez en sus entrañas [...] Alguien me contó que en un mesón de Tudela había dejado malherido a un hombre, y que ésa fue la causa de que abandonara sus tierras y se atreviera a cruzar el océano, contrariando

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las costumbres de sus mayores, que sólo amaban la hierba y los montes, y la caza del jabalí de curvos colmillos, y que, agazapados a la sombra de las montañas, miraban al mar con desconfianza. Pero es probable que mi informador haya confundido los lances del muchacho con los tropeles de su hermano mayor y se dejara inspirar por el hecho de que Ursúa, en una de sus guerras, fundó en el nuevo mundo una ciudad a la que llamó Tudela en recuerdo de su remoto país. Pero la Tudela de España es una vieja ciudad de campanarios, que recibe y despide siempre las aguas desbordadas del Ebro, y la que Ursúa fundó en tierra de los muzos era un fuerte fantástico, llamado a ser con los siglos la Ciudad de las Esmeraldas, si no hubieran torcido su destino los astros, que nadie gobierna. Es verdad que su linaje era vasco, pero su familia cercana estaba más ligada a la tierra que al agua, y no se asomaba a los puertos ni husmeaba en las naves que buscan el revés del mundo. Y eso suena extraño, porque aunque los vascos tengan la costumbre de hablar con los árboles, y sean capaces de dar vino dulce a las abejas en invierno para que no su mueran de frío, y protejan las cosechas sembrando avellanos rezados, nadie ignora su destreza con el viento y las olas, y tal vez no miente quien dice que esos hombres tensos, en auroras lejanas, les enseñaron a navegar a los vikings. Los Ursúa, en cuyo nombre hay una parte de agua y una parte de fuego, habían sido los primeros pobladores de todo el valle, y nadie recordaba una época en que no estuvieran allí con sus lebreles y sus palomas, ni siquiera el poeta Arbolante, que cantó las dinastías de España desde la creación del mundo, y la edad en que pastaban bisontes rojos en las llanuras. Se dice que uno de los primeros Ursúas de los tiempos antiguos se encolerizó cuando otra familia plantó tiendas a leguas de distancia hacia el sur, porque sintió que le robaban el aire y la luz. Con los siglos se hicieron más corteses, y la familia se envanecía en recordar que alguna vez mozos de su sangre fueron aceptados como rehenes para garantizar un convenio entre Pedro el Ceremonioso y Carlos el Malo, en tiempos de las guerras entre Aragón y Navarra. Yo sólo sé que Pedro de Ursúa no había tenido nunca relación con barcos y navegaciones, y que, más allá de sus fantasías juveniles, no había deseado de veras viajar hacia tierras lejanas antes de aquel mediodía de marzo de 1542. Era apenas un muchacho de quince años que volvía con su criado de los mesones de San Sebastián, cuando vio a la distancia la polvareda que se alzaba por el camino de Elizondo, y no podía saber que esa polvareda indiferente iba a desviar su vida. •

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MÚSICA

Artista invitada S I LV I A G U R F E I N Metafísico surrealista, 2006 óleo sobre tela, instalación modular, medidas variables (cada pieza entre 5 y 7 x 165 y 200 cm)

La idea de una música latinoamericana se consolidó paradójicamente en París. La industria discográfica facilitó ese proceso, adaptando los repertorios tradicionales al formato del disco y de la audiencia radial.


¿EXISTE LA MÚSICA LATINOAMERICANA? por J U A N PA B L O G O N Z Á L E Z musicólogo del Instituto de Música de la Pontificia Universidad Católica de Chile

oncebir la música latinoamericana como un campo artístico integrado, donde se articule la unidad desde la variedad cultural que nos rodea, parece una tarea compleja. En especial, en un continente donde resultan más evidentes los aspectos que nos separan que los que nos unen. Tal vez, el único contacto del grueso de la población con las otras naciones de la región se dé a través del fútbol, que no es precisamente fuente de integración, aunque de la Copa América se trate. Afortunadamente, la música también propicia el conocimiento mutuo a través del baile, que es un campo privilegiado para el contacto cultural entre los pueblos. En efecto, los cubanos no han tenido inconveniente en bailar tango, ni los mexicanos en bailar cumbia o los argentinos chachachá. Más aún, ha sido bailando la música de nuestros vecinos como hemos conocido algo de ellos, en un aprendizaje realizado desde el oído y el cuerpo.

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Un poco de historia En los comienzos, la integración política y económica de la América colonial, por un lado, y la alianza estratégica de los nacientes países americanos, por el otro, favorecieron la circulación de géneros musicales de regiones vecinas. Gracias a los desplazamientos del Ejército Libertador por el Cono Sur, con sus bandas de músicos negros y criollos mendocinos uniformados a la turca, llegó a Chile una variedad de géneros rioplatenses. Eran bailes de salón folklorizados durante las primeras décadas del siglo XIX que dieron origen al cuándo, el cielito, el pericón y la sajuriana. Más tarde, el Ejército del General San Martín regresó al sur tras la gesta libertadora del Perú y trajo consigo la zamacueca, matriz de las cuecas chilena, cuyana y boliviana, y de la zamba argentina. Debió pasar un siglo para que los límites geopolíticos se fueran aquietando y se produjera una nueva circulación de géneros

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MÚSICA

Ya no era el tango o el jazz lo que llegaba a París buscando grandes salas de baile y elegantes cabarets, ahora se trataba de una música humilde, pero no por eso menos expresiva, para la que bastaba un cantor con su guitarra.

musicales por el vecindario, ahora con la ayuda de tres nuevos mediadores: el disco, la radio y el cine. Es así como, desde fines de los años veinte, música mexicana, cubana, brasileña y argentina comenzó a circular con fuerza por el continente. A través de la música, entró en nuestros cuerpos el sentir de otros pueblos de la región. Hemos puesto en acción ese sentir mediante la vivencia íntima del baile, es allí donde hemos podido ser latinoamericanos. La patria grande Sin duda, los habitantes del Río de la Plata tocaban y bailaban la música del Caribe con menos flexibilidad que los caribeños que, a su vez, bailaban tango con menos prestancia que los rioplatenses. De todas maneras, al hacer suyas las expresiones musicales y coreográficas de sus vecinos, ambos pueblos contribuían a la mentada integración latinoamericana. En esta apropiación estaban en juego géneros urbanos, recogidos, modificados y difundidos por una industria musical que se transformaba con rapidez en uno de los negocios más lucrativos del comercio internacional. Sin embargo, todavía nos faltaba conocer la música de recónditos parajes, ligada a pueblos milenarios, a complejos procesos de mestizaje, y a ocasiones y funciones ajenas a las impuestas por la modernidad. Durante la década de 1940, en varios países de América Latina aparecieron recopilado-

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res, folkloristas e intérpretes que abrevaban en una música al margen de la modernidad. Esto constituyó el punto de partida de un nuevo referente musical y cultural que al cabo de los años comenzaría a llamarse, justamente, música latinoamericana. A diferencia del baile y la canción urbanos, el cancionero folklórico había viajado poco por el continente. Sin embargo, las cosas cambiarían a partir de los años cincuenta. Con el desarrollo urbano e industrial, aumentaba el flujo migratorio hacia las grandes urbes. De este modo, junto con la llegada a la ciudad de sujetos portadores de tradiciones folklóricas, surgía un mercado potencial de público del interior, que la industria discográfica y radial no tardó en explotar. Géneros y prácticas interpretativas tradicionales fueron adaptados al formato que la industria musical venía usando desde hacía más de tres décadas: el disco y el auditorio radial. Es así como se facilitó la circulación de nuestros géneros folklóricos por América Latina y Europa, siempre mediados por la industria. Esto necesariamente implicaba que se los adaptara a los parámetros de la canción popular moderna. De todos modos, el folklore impuso sus propias reglas e instaló la figura del cantautor en el centro de la atención. A fines de los años cincuenta, un joven chileno con una guitarra, por ejemplo, podía interpretar un repertorio geográficamente bastante

amplio, demostrando capacidad en la absorción e interpretación de ritmos diversos. Sin embargo, todavía era necesario que músicos de distintas regiones del continente se conocieran personalmente e intercambiaran en forma directa sus instrumentos, repertorios y vivencias de la música que habitaba en sus corazones. Este hecho, como algunos otros que afectaron el desarrollo de nuestra cultura, sucedió en París. Nuevamente París En los cincuenta, Francia comenzaba a ser el destino de algunos músicos exiliados, en especial paraguayos y venezolanos, y también de otros, que orientaban sus giras europeas hacia la ciudad que se percibía aún como el centro del mundo. Ya no era el tango o el jazz lo que llegaba a París buscando grandes salas de baile y elegantes cabarets, ahora se trataba de una música humilde, pero no por eso menos expresiva, para la que bastaba un cantor con su guitarra o un pequeño grupo con guitarra, bombo y quena. Sus conciertos resultaban ideales para las pequeñas y económicas boîtes de nuit que abundaban en el barrio latino de París, como L’Escale y La Candelaria. La propia tradición musical francesa, con cantautores como Jacques Brel y Georges Brassens, constituía una fértil base para la recepción de cantautores extranjeros. Atahualpa Yupanqui fue el primer latinoamericano en impactar con sus conciertos de


Have you fed the fish today? Have you make your wish today?, 2007 óleo sobre tela, 150 x 150 cm

1950 en distintas salas de París y con sus grabaciones para el sello Chant du Monde. Es así como supo de la existencia de Atahualpa un joven cantautor español de familia republicana, Paco Ibáñez, que vivía su exilio en el París de esos años. Con su presencia en las boîtes del barrio latino y su amistad con los artistas e intelectuales españoles y latinoamericanos de paso por París, Ibáñez constituyó un punto de referencia importante para consolidar, si no un movimiento, al menos el campo de lo que sería la música latinoamericana en Europa. Cuatro años después de la incursión de Atahualpa Yupanqui en París, llega Violeta Parra, quien estaba haciendo una gira por Europa. La folklorista permanecería hasta 1956 en la Ciudad Luz, para luego regresar en 1961 y quedarse hasta 1964. También ella graba para Chant du Monde, se incorpora a la red de músicos y artistas a la que pertenecía Paco Ibáñez, y conoce a varios músicos latinoamericanos que enriquecen su repertorio y le hacen conocer nuevos instrumentos. Entre los músicos que transitaban por el París de mediados de los cincuenta se encuentran Luis Alberto del Paraná y Los Paraguayos, que difundían su música en Europa; Los Calchakis, grupo creado por músicos argentinos y chilenos en Francia y amadrinados por la propia Violeta Parra; Los Machucambos, integrado por músicos españoles y latinoamericanos, que se convirtió en la referencia discográfica principal de esta música en Europa a fines de los cincuenta; y Los Incas, un grupo de música andina que grabaría en 1963 la versión de “El cóndor pasa” popularizada por Simon&Garfunkel en su LP de 1970 Bridge over Troubled Water. Para el europeo, la música andina constituía el referente principal de América Latina, pues manifestaba los hilos comunes de una cultura que había sobrevivido, a través del

mestizaje, a la dominación que la propia Europa le había impuesto. La mayor parte de América del Sur confluía en la zona andina, y con una guitarra, un bombo y una quena se podía tocar una infinidad de temas musicales andinos. Con esta base, era posible presentar “la música de América Latina” a un auditorio culto pero desconocedor de nuestras tradiciones, con recursos económicos, e interesado en solidarizar con un continente en dificultades. Esto se sumaba a la política de acercamiento a América Latina sustentada por el gobierno de Charles de Gaulle a mediados de los sesenta, como parte de su estrategia de inserción internacional y de alejamiento de los Estados Unidos. La música latinoamericana comenzaba a ser una realidad, en la medida en que los pro-

pios latinoamericanos nos conocíamos –aunque fuera en París–, y que en nuestra región soplaban aires de independencia política y cultural que fortalecían una identidad cohesionada. Esta música anunciaba un futuro de integración regional que sucumbió finalmente ante un presente de globalización: hoy día, música latinoamericana es una sección más del amplio catálogo de la world music, y una cantera a la que el rock y el jazz echan mano cuando se sienten agotados. Sin embargo, América sigue cantando. No importa que estas canciones no aparezcan en el show de las 10 de la noche, pues el canto es como la vida misma: brota en los rincones más inesperados, se desarrolla, crece y, cuando parece que se ha extinguido, brota de nuevo y nos espera. •

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ARTES PLÁSTICAS

F A B I Á N AT T I L A

La Diagonal Norte, 1926 Óleo sobre tela 29,5 x 41,5 cm

MUROS, PUENTES, AUTOPISTAS por L A U R A M A L O S E T T I C O S TA historiadora de arte UBA/CONICET

En el siglo XX, la obra de Collivadino celebraba el crecimiento edilicio de Buenos Aires, no sin cierta nostalgia por aquello que el progreso dejaba atrás. En cambio, los artistas plásticos del siglo XXI muestran la ciudad desde el desencanto y la opresión. Una paleta oscura expresa un paisaje percibido como inhabitable y hostil.

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P Í O C O L L I VA D I N O

El Banco de Boston o La Diagonal Norte, 1926 Óleo sobre tela 77 x 100 cm Gentileza familia Arbeleche

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ARTES PLÁSTICAS

FÉLIX E. RODRÍGUEZ

Diagonal Norte, 2000 Carbonilla sobre tela 108 x 135 cm

e repite siempre, casi como un sobreentendido, que las grandes metrópolis son lugares hostiles donde los individuos viven sus vidas apurados, sumidos en el anonimato o condenados a degradantes formas de soledad en la rutina del trabajo cotidiano. Que “las luces del centro” encandilan a los espíritus simples y los corrompen. Buenos Aires fue pensada así, desde que la “gran aldea” comenzó a transformarse de un modo vertiginoso a fines del siglo XIX. No hubo muchos pintores que celebraran en sus obras la modernidad urbana y el crecimiento de la ciudad. El paisaje urbano se volcó en buena medida a una cierta melancolía por la vieja ciudad que se desvanecía y el clima de aldea que aún podía vivirse en los barrios. La Boca del Riachuelo, en particular, fue construyendo una identidad cultural propia, en buena medida gracias a los

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pintores que vivieron allí y crearon una bohemia y una mística barrial, original y pintoresca. La fotografía, en cambio, ya desde el siglo XIX acompañó de cerca las transformaciones urbanas, capturó el ritmo de la vida en las calles del centro, retrató los nuevos edificios y no solo eso: fue construyendo un modo de percibir la ciudad, coleccionada en álbumes y reproducida en suplementos ilustrados de los diarios y en revistas como Buenos Aires Ilustrado, Caras y Caretas o, un poco más adelante, las páginas de fotograbados de La Prensa y La Nación. Gracias a fotógrafos como Rimathé, Olds, o al equipo de Caras y Caretas, entre muchos otros, se fue moldeando un imaginario urbano que hoy no puede dejar de evocarse en blanco y negro. Tal vez por eso resultan tan impactantes los paisajes de Buenos Aires


que Pío Collivadino pintó en las décadas de 1910 y 1920. Calles, puentes, edificios, construcciones y demoliciones, la actividad del puerto, la llegada de inmigrantes, y también los barrios, las viejas calles de tierra que pronto se convertirían en avenidas, los faroles a gas que dejarían paso a la iluminación eléctrica. Su mirada fue la de un nativo de la ciudad que había vivido más de quince años fuera de ella y la reencontraba transformada y en permanente cambio. Fue la suya una mirada ambigua, a la vez nostálgica y celebratoria del progreso. En estos años tempranos del siglo XXI, sobre todo después del impacto brutal de la crisis de 2001 en la ciudad, varios artistas –pintores y fotógrafos– vienen realizando paisajes críticos, imágenes del desencanto, que revelan en buena medida un distanciamiento emotivo respecto del ámbito cotidiano y construyen un nuevo imaginario urbano. Resulta revelador comparar los lugares y los temas que representó Collivadino con estas nuevas imágenes de artistas como Karin Godnic, Félix Rodríguez, Juan Ranieri, Fabián Attila, Facundo de Zuviría o Juan Travnik, entre otros. La Diagonal Norte, por ejemplo, que fue objeto de dos o tres cuadros de Collivadino en la década de 1920 –cuando acababa de edificarse el Banco de Boston–, en los que aparece la espléndida fachada del edificio nuevo iluminado por el sol, el hormigueo de coches y transeúntes en la calle y los andamios de obras en marcha. La distancia que media entre esta imagen y la carbonilla de gran formato de Félix Rodríguez en el año 2000 evidencia más que un punto de vista opuesto. La perspectiva acelerada de esa carbonilla elude el plano del piso para dejar entrever un cielo tenebroso tras un denso muro de fachadas que hoy aparece como la oscura premonición de algo siniestro. La fachada de aquel banco, por otra parte, fue foto-

La presencia humana en esos cuadros de Godnic es mínima y colorida, se podría pensar en un combate desigual por el espacio con el hierro y el cemento

KARIN GODNIC

Oficinas, 2003 Acrílico sobre tela 110 x 140 cm

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ARTES PLÁSTICAS

J U A N T R AV N I K

BankBoston. Buenos Aires, 2006 Copia-c, 120 x 60 cm

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grafiada desde una perspectiva muy cercana por Juan Travnik en 2002, en una fotografía que –con otros recursos visuales– también produce una angustiosa sensación de violencia y encierro. El blanco y negro de las carbonillas de Félix Rodríguez, lejos de evocar el cálido clima de la fotografía antigua, parece acercar deliberadamente su recreación de puentes, silos abandonados, avenidas y autopistas, al misterio agobiante de los grabados de las Carceri que Giovanni Battista Piranesi imaginó en el siglo XVIII. Un clima fantástico y pesimista que aleja sus imágenes de la referencia directa de lo visto para erigirse en premoniciones oscuras. Parecería que la restricción cromática, grises y pardos, también a menudo la ausencia de la figura humana, son recursos privilegiados por algunos artistas contemporáneos para producir imágenes críticas de la ciu-

dad. No solo los que hacen fotografía recurren al blanco y negro o al color opacado por las últimas luces del día (Travnik, Zuviría, Zimmermann, Fraire, entre otros). También pintores y dibujantes reducen su paleta al máximo produciendo una atmósfera de extrañamiento en sus paisajes urbanos. Las autopistas de Fabián Attila, por ejemplo, monumentalizan la extensión de la mole de cemento mediante un punto de vista descentrado que logra la ausencia total de vida y movimiento en ellas. No hay allí coches, ni figuras humanas, ni árboles, ni tierra. Solo cemento y hierro. En los paisajes urbanos recientes de Karin Godnic también predomina el gris del cemento, ritmado geométricamente por la presencia agresiva de ventanas cerradas y aparatos que acondicionan el aire en los interiores para volver los exteriores más asfixiantes. La presencia humana en esos cuadros de


Godnic es mínima y colorida, se podría pensar en un combate desigual por el espacio con el hierro y el cemento. La artista recurre en ellos a un punto de vista cenital o muy próximo a la línea de construcciones para anular el espacio de la representación (no hay en ellos cielo, tierra ni horizonte) y para crear un clima de asfixia y caos urbano, como en su obra Heterotopías, en la que un mar de coches parecen encerrados en una danza sin sentido y sin salida. Los despojados paisajes industriales de Juan Ranieri, marrones de óxido, abandonados, oscuros y deshabitados, también aparecen casi como cartografías del despojo y la miseria, con una economía de elementos y una geometrización de los elementos de la composición que los emparienta con la cartografía. Y los paisajes suburbanos de Juan Andrés Videla, casi cegados por una densa veladura banquecina, se distancian en una atmósfera rara, casi onírica. Esa densa niebla gris los envuelve en un clima de extrañamiento y una incierta tristeza, casi hasta hacerlos desaparecer tras ella. Aun sin un referente figurativo concreto, las obras de la serie Urbanocrisis de Mario Grinbaum parecen metáforas elocuentes de su vínculo con la ciudad. Hay en esos grandes cuadros una deshumanización abismal de las inmensidades urbanas. Inmensidades rítmicas, poderosas, envolventes, que se curvan y ondulan despojadas de todo vestigio humano. En el mismo sentido parecen apuntar las cartografías laberínticas e incoloras de Pablo Siquier o los planos de ciudades realizados por León Ferrari a comienzos de los años ochenta en sus heliografías, recurriendo al lenguaje frío e impersonal de los bocetos arquitectónicos para señalar allí la presencia de cientos de hombrecitos atrapados en cuadrículas de líneas sin salida. O los Habitat y Ranchos de Luis Benedit, totalmente inhabitables, sin puertas ni ventanas, helados, pétreos o

transparentes. O los laberintos inextricables de formas cuasiorgánicas, cuasivegetales, cuasiurbanas de Eduardo Stupía, siempre en riguroso blanco y negro. No parece haber espacio en el arte contemporáneo para la celebración de la gran Buenos Aires. Aun cuando no sea totalmente gris, aun cuando parece seguir siendo la reina del Plata, con sus calles animadas, sus árboles enormes, y haya retomado en estos últimos años el ritmo (casi siempre desmesurado) de crecimiento edilicio. Tal vez porque sigue siendo una ciudad de grandes desigualdades y grandes contrastes, o porque resulta cada vez más difícil pensarla en un entorno natural, o porque el ritmo de la vida en la gran metrópolis es agresivo para muchos, no son pocos los artistas que plasman en sus obras una mirada desencantada, aterrada, feroz, triste o escéptica sobre ella. •

JUAN RANIERI

No bañarse, no pescar, no mirar en el Riachuelo, 2006 Técnica mixta 150 x 190 cm

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CINE

¿QUÉ HUBIERA PASADO SI LAS VANGUARDIAS TRIUNFABAN? por SERGIO WOLF crítico y realizador cinematográfico

Montaje fotográfico de Berlín, sinfonía de una gran ciudad, de Walter Ruttmann, 1927

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Cartel para el film La edad de oro, de Luis Buñuel, 1930

En los inicios, los movimientos vanguardistas consideraron al cine como un terreno para la experimentación, la poesía y la abstracción. Y aunque la industria impuso sus fórmulas y leyes, aquellas propuestas siguen hoy vigentes cada vez que se quiere repensar las potencialidades de este modo de expresión.

egún el relato fundacional, en los inicios del cine dos caminos se superponían y bifurcaban al mismo tiempo: uno, el del registro de lo real, representado por las películas del inventor Louis Lumière y su hermano Auguste; el otro, ocupado en materializar ficciones en base a trucos realizados en un decorado único y móvil, que tuvo como baluarte al prestidigitador Georges Méliès. De tan repetido, ese relato empezó a resquebrajarse, pero permitió ver con nitidez que una de las líneas (la de la ficción o el ilusionismo) había eclipsado a la otra (la del registro de lo real, heredera de la fotografía), relegándola a una zona siempre marginal, a los arrabales del cine. A esa línea le esperaba un arduo recorrido: fue registro documental de la vida urbana y noticiario de actualidades para recién volver a aparecer en el terreno de la ficción con el cine de posguerra.

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Esa primera derrota, que habitualmente se considera –aunque apresuradamente– como la victoria de lo ficcional sobre lo documental, se puede ejemplificar a través de las historias de los que creyeron que el registro de lo real le pertenecía al cine por derecho pro-

pio. Muchos de ellos terminaron por convertir –por motivos y con consecuencias hasta opuestas– sus propias vidas en catástrofes. Esto es lo que ocurrió, por ejemplo, con el ruso Dziga Vertov luego de El hombre de la cámara (1928), que había plasmado la idea del gran ojo que todo lo ve, no muy propicia para tiempos de realpolitik. Otros se volvieron errantes, como ese viajero sin patria llamado Joris Ivens, que pasó de la intuición poética en estado puro en Lluvia (1929) al registro de denuncia de las condiciones de trabajo subhumanas, en Borinage (1932). Se fue consolidando, entonces, la idea del cine como institución que pensaba al lenguaje cinematográfico como un sistema de convenciones que se movía entre géneros estrictos e imponía fórmulas y leyes. El teórico Noël Burch, en su excepcional ensayo El tragaluz del infinito (1948) combatió visceralmente esa tendencia. Por razones políticas y estéticas, explica, el cine se orientó hacia la narración clásica y desechó gran parte de las primeras experiencias que, en realidad, no buscaban reglas sino libertad para descubrir las potencialidades del nuevo artilugio.

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CINE

Los movimientos iniciales buscaron que el cine dialogara con las otras formas del arte y no comulgaron con la idea de convertirlo solo en esa máquina de contar historias que iba perfeccionando Hollywood

Fernand Léger durante la filmación de Ballet mecánico, 1924

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La vanguardia: oráculo y reservorio Es necesario tener en cuenta que aquel momento pionero de interrogación sobre lo que el cine podía llegar a ser fue también el de la alianza entre las vanguardias artísticas y la imagen cinematográfica. Los movimientos iniciales buscaron que el cine dialogara con las otras formas del arte y no comulgaron con la idea de convertirlo solo en esa máquina de contar historias que iba perfeccionando Hollywood. Para ellos no se trataba de normativizar sino de desestabilizar al cine, de inventarle un lugar que era todos los lugares. Da la sensación de que aquel que se acercaba al cine –desde cualquier campo– lo hacía para preguntarse qué era ese invento, cuyas potencialidades había que explorar. Así, el cine era el todo posible, magma y caos, big bang, lo diverso y lo informe. Era infinito, era Der absolute film, como se llamó el programa de cortometrajes que pensaron el cine como territorio para la pura abstracción, con las películas de Hans Richter, Fernand Léger o Man Ray. El cine concebido como intermediario del sueño, por ejemplo, en las experiencias surrealistas de Un perro andaluz (1928) o La edad de oro (1930), ambas de Luis Buñuel. O bien, el cine como el invento más perfecto que se haya creado para hacer poesía, en La sangre de un poeta (1931), de la que su director, Jean Cocteau, destacaba la relación particular entre el sonido y la imagen, plasmada en una simultaneidad accidental.

Y será, precisamente, la idea de “accidente” o “azar” la que la industria buscará regular, para neutralizar esa especie de mirada erótica que caracterizó a las desmesuradas experiencias de las primeras vanguardias. Domesticar el azar, impedir que lo raro se vuelva habitual y lo anómalo, frecuente, esa fue la búsqueda. Para eso, a la cancelación de lo real, a la imposición de leyes y códigos a los géneros de la narración, se va a sumar un nuevo elemento: el público. Nadie hasta ese entonces pensaba en espectadores que debieran entender, sino solo en aquello que el aparato podía capturar o generar, nunca en que ese resultado podía ser una mercancía. Y el espacio de consumo fue el golpe letal. Así, se pasó de lo pequeño a lo gigantesco, del minúsculo espectáculo de feria donde abandonarse a las sorpresas que se proyectaran, al Nickelodeon, donde los asistentes ya le pedían algo al cine: diversión; y de allí, a las salas llamadas “grandes palacios” que ofertaban espectáculos bigger than life. Por lo tanto, aunque las coyunturas políticas de los años treinta incidieron decisivamente en la extinción o dispersión de esas búsquedas, no se le debe restar responsabilidad a las normas que impuso la industria del cine. La famosa anécdota del juicio sumario de los surrealistas a Buñuel por haber tenido éxito con sus films iniciales parece ejemplificar esta idea, aunque lo hayan hecho a través de una farsa. También existe otro relato habitual que señala que las vanguardias están condenadas a ser efímeras y que su fugacidad les impide transformar el estado de cosas contra el cual nacieron. El paso de los años y el momento actual del cine parecen haberse aliado para que todos repitan esa leyenda como verdadera. Pero la historia del cine no avanza en línea recta, sino en zig-zag, oblicuamente. Aunque (casi) ninguna van-


Un perro andaluz, Luis Buñuel, 1928

La edad de oro, Luis Buñuel, 1930

guardia haya prevalecido, los cambios pretendidamente mínimos que propusieron se agigantan con el tiempo, y los cineastas vuelven sobre esos procedimientos a intervalos que no superan los veinte años. Por ejemplo, Jean Renoir volvió a ciertas lentes que habían dejado de usarse, la Nouvelle Vague retomó en los años cincuenta ciertos recursos visuales adoptados durante los años treinta, los cineastas de los noventa recuperaron muchos de los hallazgos de los de los años setenta. Por lo tanto, no es necesario pensar en qué se hubiera convertido el cine si no hubiera caído en las telarañas de la industria del entretenimiento, si hubiera permanecido en el campo de los artesanos con sus pequeños instrumentos, a la manera de los escritores en sus estudios o los actores en sus teatritos independientes; lo que imaginaron aquellos vanguardistas no quedó en el terreno de la teoría. Por otro lado, la búsqueda del registro de

lo real a la que nos referimos al comienzo, se tomó revancha ya que hoy en día esta línea avanza de manera voraz sobre la ficción, contaminándola, obligándola a acercarse si quiere ser verosímil. Podemos imaginar que aquel sueño de Dziga Vertov, de las personas dispersas por todos los sitios y con una cámara portátil en la mano, es algo que ya existe, solo que no ocurrió exactamente como él lo había imaginado: el soñado espíritu alerta para lo social mutó en hedonismo individual. Tal vez el verdadero triunfo de las vanguardias consiste precisamente en que son los oráculos a los que se recurre cuando se ha perdido el rumbo, o el reservorio con el que cuentan los cineastas cuando deciden volver a pensarse como investigadores –Raúl Ruiz, David Lynch– y descubren que las palabras “óptico” y “tópico” tienen las mismas letras pero en otro orden y con otras consecuencias. Las vanguardias son

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La sangre de un poeta, Jean Cocteau, 1931

El hombre de la cámara, Dziga Vertov, 1928

también la reserva ecológica de las imágenes y los sonidos, un lugar donde todavía habitan las preguntas y los ensayos. El cine sigue siendo sueño, intervalos entre parpadeos como querían Buñuel y Dalí, pero también es hipnosis y sonambulismo –como en las películas de Werner Herzog en las que recupera a Jacques Tourneur– y, en suma, un estado de onírica vigilia poblado por un ejército de camarógrafos atentos que buscan cazar algo. El documentalista Harun Farocki, en su libro Crítica de la mirada, se pregunta por qué el cine comenzó cuando los hermanos Louis y Auguste Lumière filmaron a los obreros saliendo de la fábrica y después nunca volvió a filmarlos, dejando un lugar vacante que fue ocu56 TodaVíA

pado por las cámaras de seguridad y vigilancia. Tal vez se trate de volver a mirar esas maravillas que todavía encandilan y que siguen vivas porque siguen diciendo que hay un futuro. •


HISTORIETA

OSKI por MIGUEL REP humorista, ilustrador

¿Saben qué es lo más visible del legado de un artista? Que sus creaciones siguen vivas, a pesar de que su autor haya muerto. Esto es patente en los dibujos de Oski. Sus figuras se mueven, sus fuegos crepitan, y sus aves sin alas sobrevuelan un espacio prerrenacentista. Oski vive. En las criaturas que escapan de la solemnidad que dibujó con tanta ternura. En sus escenarios de escala humana-grotesca. TodaVíA 57


HISTORIETA

Oski es de verdad, como muy pocos lo fueron y lo son en este género. Hay varios Oskis en la vida de Oscar Conti: uno, primero, de balbuceantes líneas, deudor criollo del cimbronazo cuarentista de Saúl Steimberg, y de chistes ingeniosos. Un segundo Oski, el de Rico Tipo, pavote en Amarroto, inteligentísimo en César Bruto. Aquí ya está Oski. Luego está el pintor, al que se conoce poco. Y el Oski recreador de otros mundos, otros textos, el de las estampas, donde reinventa el mundo, cada cosa. Ése es el Oski más reconocible y universal. (Abro un libro, el de las tablas médicas de Salerno, y veo la cantidad de tramas y medios tonos, de composiciones que

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ordenan el caos, los momentos epifánicos descriptos por el Maestro, puestas en escena donde TODO ocurre a la vez, y lo inmortaliza. Me pregunto: ¿cuál sería su concepto del tiempo? Veo el humor, y cómo Oski sacraliza las escenas y los tiempos, y me contesto: todos los conceptos del artista Oski desembocan en el humor). Oski, línea pura, y color de vez en cuando. Y cuando colorea, parece un monje vesubiano. Oski, engrandeciendo los momentos intrascendentes, y desolemnizando los supuestamente grandilocuentes. Oski y sus temas: las fundaciones, los animales extraños, los arbustos, la ciencia, el deporte, las absurdas poses amatorias TodaVíA 59


HISTORIETA

Oscar Conti (Oski) Nació en Buenos Aires en 1914. Mientras estudiaba Bellas Artes se ganaba la vida dibujando caricaturas para publicidad, hasta que tuvo la oportunidad de hacer humor gráfico en la revista Cascabel, donde publicó su primer chiste en 1942. Tras vivir durante un año en Perú, se incorporó al staff de la revista Rico Tipo. Allí realizó innumerables chistes sueltos –recogidos en Oski en su tinta (Planeta, 1974)–, e ideó a su único personaje fijo, Amarroto. También, en la sección Versos y Notisias (sic) tuvo la ocasión de trabajar junto al escritor César Bruto (Carlos Warnes), con quien continuó colaborando durante décadas. Juntos dieron forma, entre otros libros, al Medicinal Brutoski ilustrado. Durante los últimos veinte años de su vida desarrolló sus propias versiones de hechos históricos y textos clásicos. Así, publicó La primera fundación de Buenos Aires –libro llevado al cine en 1959 por Fernando Birri–, Vera Historia de Indias, Comentarios a las Tablas Médicas de Salerno, Ars Amandi, Vera Historia del deporte, entre otros títulos. Ilustró también el Fausto de Estanislao del Campo. Murió en 1979, en Buenos Aires.

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humanas con medias soquete, los Faustos enclenques y los Quijotes que se agachan para entrar en el cuadro. Oski, que sólo vivió 65 años. Oski, de quien imagino un dibujo suyo sobre la escena de su propia muerte. La imagino perfectamente. Y lo imagino siempre así, su pelo largo, blanco, sus pesados anteojos, bebiendo, riéndose amargamente de los demás, dibujando tiernamente para que no nos tomemos la vida y la ciencia tan en serio. Oski vive, a pesar de las malas praxis científicas. Y sus dibujos se mueven, y siguen curándonos.




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