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APUNTES EN TORNO AL ITINERARIO HISTÓRICO

DE LA GASTRONOMÍA DOMINICANA Hugo Tolentino Dipp Historiador

Deseo iniciar estos apuntes acerca del itinerario histórico de la gastronomía dominicana expresando mis felicitaciones y mi reconocimiento a los promotores de este Foro, por cuanto esta iniciativa evidencia la comprensión de que la gastronomía es una de las instituciones sociales definitorias de la identidad cultural de los pueblos, en este caso, de la identidad de la Nación dominicana. Y es tanto más meritorio este adelantado proyecto porque nuestra gastronomía, quiero decir nuestra culinaria, es un paradigma en la afirmación de que son las circunstancias históricas las que, en una determinada geografía, crean las relaciones sociales auspiciadoras de los hábitos alimenticios. Fueron, pues, precisas y plurales circunstancias las que hicieron de la gastronomía dominicana una articulada y peculiar identidad. Existen, indudablemente, unas más que otras, significativas influencias en la conformación de nuestra alimentación, asimiladas mediante un proceso histórico muy propio, muy definidor de una originalidad que destaca de manera muy particular entre las llamadas cocinas criollas. Con gran razón afirma el gran sociólogo francés Roger Bastide en su obra El Prójimo y el Extraño, que “el arte de la cocina, el de preparar los platos, dotarlos de un toque o un aroma especial y hacerlos tan agradables a la vista como al paladar, suele ser descuidado por los antropólogos con demasiada frecuencia”.


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En lo que concierne a nuestro país esa frase es una verdad relativa, puesto que sería injusto ignorar algunos trabajos puntuales acerca de las influencias que en nuestro acervo alimenticio han tenido las distintas etnias que han intervenido en el desarrollo cultural de los dominicanos. La obra de Marcio Veloz Maggiolo acerca de la alimentación de los aborígenes de esta isla es buen ejemplo de ello. Se pueden apreciar, asimismo, algunos artículos monográficos en torno a manjares que como el sancocho, el chivo guisado o las habichuelas con dulce ejemplifican la razón de ser de ciertos sortilegios de la gastronomía nacional. Esos escritos son por demás útiles, no solo por las informaciones que contienen, sino porque llevan al convencimiento de la necesidad de contar con una visión de conjunto acerca del proceso que caracteriza la evolución de nuestros hábitos culinarios. Por otra parte, en materia de recetarios no son pocas las obras que enriquecen nuestra bibliografía, revelando la autonomía, la variada riqueza del comer de los dominicanos y la profesionalidad de sus autores. Sin embargo, en lo que concierne al estudio del transcurso histórico de la creación de la cocina dominicana, la frase de Bastide se hace verdadera y nos estimula a una urgente, aunque apresurada y limitada reparación. En un extenso devenir de cinco siglos de eventualidades y concreciones sociales se han venido transformando e integrando los ingredientes definidores de la mesa dominicana. Ahora bien, no llega a tanto nuestra pretensión como para creer que en el marco de una conferencia es posible agotar de manera exhaustiva la historia de la alimentación dominicana en cada uno de los momentos relevantes de ese dilatado transcurso. Simplemente hemos tratado de identificar sus aspectos vertebrales, conformándonos con hacer algunas apuntaciones sobre tan amplio

tema. Es decir, el propósito de estas palabras es trazar, a grandes rasgos, los caminos que desde el fondo del tiempo colonial hasta hoy nos desvelan el proceso de formación de esa excelente gastronomía que es la dominicana. Puesto que ya hemos mencionado la palabra gastronomía creemos que es oportuna una somera disquisición en torno a los significados que pueden atribuirse a este concepto. Siendo la gastronomía una expresión de la creación cultural de los pueblos, su génesis y su constante desarrollo son el resultado de una convergencia de factores. Es decir, hermanadas a la naturaleza y a su complejidad climática, en esto del yantar están involucradas determinadas tecnologías, artes y ciencias como la historia, la antropología, la etnología, la arqueología, la economía, la sociología, la sexología, las creencias religiosas, las supersticiones, las concepciones artísticas y científicas. Llega a tanto el estudio y la especulación sobre la noción gastronomía que en los últimos tiempos ha sido objeto de interpretaciones funcionalistas, estructuralistas, desarrollistas a partir de la teoría de las representaciones sociales y el psicoanálisis. Y qué decir de la dimensión lingüística que alcanza la gastronomía, ampliando su vocabulario hasta constituirlo en toda una lexicografía propia, compilada en diccionarios especializados. En este sentido vale citar el Repertoire de la Cuisine de Louis Saulnier, el Diccionario de Gastronomía, de Carlos Delgado, y el novísimo Diccionario del Amante de la Cocina, de Alain Ducasse. Estas obras son apenas algunos ejemplos de que la gastronomía, arte, tecnología y ciencia es una creación humana institucionalizada en términos universales con una particular autonomía. Contrariando las simples propuestas que quieren circunscribir su definición encerrándola

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La obra de Marcio Veloz Maggiolo acerca de la alimentación de los aborígenes de esta isla es buen ejemplo de ello. Se pueden apreciar, asimismo, algunos artículos monográficos en torno a manjares que como el sancocho, el chivo guisado o las habichuelas con dulce ejemplifican la razón de ser de ciertos sortilegios de la gastronomía nacional.


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La elaboración cultural no se produce al ritmo de un solo compás, son variables sus sonidos y sus cadencias, son una gran sinfonía con sus tonos mayores y menores. Para comprender los buenos o mediocres o malos hábitos culinarios de un pueblo es obligatorio dirigir la mirada hacia el pasado en la búsqueda de la causalidad que otorga una u otra calificación.

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en una suerte de monopolio de la buena cocina, o de la afición por ésta, el concepto se diversifica de manera ambiciosa por la capacidad omnisciente de la creatividad humana y por el desarrollo y el intercambio global, hasta no dejar casi nada de lo existente en la naturaleza ajeno a su realidad. Sin embargo, si queremos ser agradecidos debemos concluir reconociendo que todas esas verdaderas y plurales esencias de la gastronomía se resumen en el borbotear de la marmita, en esa síntesis que producen esos alquimistas llamados cocineros y cocineras, creadores del más grande lenitivo para el alcance de la paz individual y social. Tenemos dicho y repetido que la gastronomía de los pueblos es un producto de su cultura. Y al expresarlo, recordamos que no es extraño oír entre dominicanos algunas abominaciones dirigidas contra la tradición culinaria nacional por considerarla proveniente de un pueblo que no ha alcanzado altos niveles de desarrollo. No vamos a abundar en los razonamientos que se pueden oponer a quienes por tener un concepto muy particular y generalmente eurocéntrico de lo que es la cultura, la confunden con el nivel económico y el desarrollo material de las sociedades. Tiene razón Pedro Delgado Malagón cuando en su artículo “Meditación sobre la buena mesa”, escribe: “La gran cocina no pertenece imperiosamente a los privilegiados. Las clases ricas, las naciones ricas, no siempre son las que mejor comen”. Y a seguidas cita esta frase de Octavio Paz: “La cocina norteamericana tradicional es una cocina sin misterios: alimentos simples, nutritivos y poco condimentados… El placer es una noción (sensación) ausente de la cocina yanqui tradicional”. Siguiendo el hilo de esa argumentación debemos recordar aquello de Voltaire sobre la

gastronomía en Inglaterra: “…mil religiones y una sola salsa”. Y rememorar igualmente el viejo dicho acerca de las torturas del Averno: “En el infierno los cocineros son ingleses”. La creación cultural de un pueblo no es un todo compacto y parejo, puede muy bien ser grandilocuente en una de sus expresiones y pedestre y chato en otras de ellas. Son especiales circunstancias, específicas y múltiples en la trama de las manifestaciones del ser individual y comunitario, las que pueden favorecer y optimizar determinadas vertientes del quehacer histórico. La llamada decadencia española del siglo XVII se manifestó en el desarrollo institucional y económico, pero desde las entrañas de esa situación emergieron Velásquez, Rivera, Zurbarán, Murillo, El Greco, Cervantes, Quevedo, Lope de Vega, Calderón, Góngora, Baltasar Gracián, Fray Luis de León, entre otros tantos genios. La elaboración cultural no se produce al ritmo de un solo compás, son variables sus sonidos y sus cadencias, son una gran sinfonía con sus tonos mayores y menores. Para comprender los buenos o mediocres o malos hábitos culinarios de un pueblo es obligatorio dirigir la mirada hacia el pasado en la búsqueda de la causalidad que otorga una u otra calificación. Es preciso, pues, ponderar los fenómenos que han incidido en la evolución de la isla de Santo Domingo para conocer las razones que explican la gestación y el alumbramiento de la cultura gastronómica criolla dominicana. Cuando Brillat Savarín, el más grande sabio de los gastrónomos franceses, decidió escribir un libro sobre cocina no se conformó con hacer un recetario común y corriente, sino que comprendiendo lo que el tema involucraba en requerimientos, lo presentó bajo el título


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de “Fisiología del Gusto o Meditaciones de Gastronomía Trascendente”. A los dominicanos no nos ha faltado nuestro Brillat Savarín, lo tenemos en Julio Vega Batlle, quien subtitula su obra “Anadel” como “La Novela de la Gastrosofía” Su autor dilucida el término gastrosofía con la siguiente descripción: “…para expresar la idea de ciencia, estudio profundo, casi filosófico de la necesidad y del placer de comer. Etimológicamente puede descomponerse en las raíces griegas gáster, que como hemos dicho equivale a estómago, y sophía, que significa ciencia”. Seguir el rastro de nuestra gastronomía nos obliga también a reflexionar sobre los problemas del hambre y las diferentes formas de alimentación de los distintos niveles económicos y sociales que han escalonado y estructurado la sociedad de Santo Domingo. La dieta de los dominicanos tiene sus apetencias recurrentes, sus lugares comunes, sus cotidianos ritornelos gastronómicos. Y ha sido en torno a esos patrocinios que se ha ido creando todo el amplio recetario de la cocina criolla dominicana. Existe, pues, un fondo gastronómico común, definidor y exponente de la peculiaridad de nuestra tradición culinaria. Esto no significa que todos los dominicanos se alimentan siempre de la misma manera, sino que en todos los niveles de clases perviven unos gustos, unos hábitos y unas técnicas culinarias muy semejantes frente a una vastísima pluralidad de platos. Es decir, recetas que, con más o menos variantes, abarcan toda la geografía nacional. Por otra parte, son a todas luces comprobables las especialidades gastronómicas regionales, aunque tienden a ser de muy generalizada frecuentación, en razón de la correlación económica entre todas las zonas del país y la proximidad que

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de unas a otras han creado las comunicaciones expeditas. Sin embargo, la presencia de un recetario regional provincial es fácilmente identificable con solo tener una simple curiosidad turística. Se puede afirmar que en los distintos territorios del país existen pitanzas originales, no pocas veces vinculadas con las influencias recibidas por uno de nuestros componentes étnicos. Es asimismo frecuente, que buena parte de ese recetario local sea exigencia apetitosa en determinadas fechas y celebraciones, tanto nacionales como tradición íntima de la zona. Sentadas estas premisas acerca de la concepción que orienta esta charla, pasaremos a puntualizar las características de su ordenamiento temático en torno a las circunstancias históricas creadoras de la cocina criolla dominicana. Para ello, con perdón del pleonasmo, comenzaremos por el comienzo, es decir, señalando que el punto de partida de la gastronomía dominicana se sitúa en el intercambio cultural entre el indígena y el español. Es decir, ese es el obligado introito, la inapelable articulación inaugural de nuestra cocina criolla. Y a partir de ahí y muy poco tiempo después, se agregarían no pocos

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alimentos y fórmulas de la cocina africana. Al paso del tiempo y de las circunstancias, desde la colonia hasta al devenir republicano, los aportes culinarios y la actividad creadora de esas tres etnias irían patrocinando y definiendo todo un recetario propio, original, de pura prosapia criolla. En esa trama se enhebrarán otras etnias, que si bien modestas en su influjo y menores en importancia física, no dejarán de formar parte del articulado acervo de nuestra cocina criolla. En la alimentación existen leyes cuyo conocimiento ofrece la posibilidad de deducir certeras conclusiones. Determinados productos combinados con específicas circunstancias históricas y conocidos niveles culturales de una sociedad, permiten inferir las razones que explican la aparición de unas particulares técnicas culinarias y de un singular recetario. En fin, que si bien no es tarea de esta disertación ofrecer recetas, sí lo es la identificación de las coyunturas y los hechos históricos capaces de propiciar la creación de nuestro trascendente linaje gastronómico. El período colonial abarcó de 1492 a 1821, vale decir, trescientos veintinueve años, tiempo donde contradictorios intereses internos y externos provocaron la configuración, a través de las relaciones multiétnicas, de un perfil social favorecedor de una original proyección cultural. Al encuentro de indios, blancos y negros del inicio de la colonización se sumaría, en el último cuarto del siglo XVI, el influjo de holandeses, ingleses y franceses, contrabandistas que llegaban a las costas norte y noroeste de Santo Domingo a mercadear sus productos nacionales por cueros de reses, sebo y otras mercancías. El contrabando adquirió una frecuencia y una importancia que no es de dudar la existencia de algunas huellas culinarias de aquel tráfico, tal como evidencian determinados rasgos físicos sobre todo el singular

contraste de los “ojos galanos” en la humanidad variopinta de no pocos oriundos de aquellas regiones. Sin embargo, es imperioso subrayar que desde el inicio de la colonia hasta su fin, los mayores ascendientes en la creación de la cocina criolla lo fueron los españoles y los africanos. De estos dos, los primeros, por razones obvias, harían los más importantes aportes técnicos y materiales, sobre todo de la gastronomía de Andalucía y del Al andaluz árabe, así como de Extremadura y las islas Canarias. Ahora bien, frente a esas herencias serían primordialmente las cocineras de origen africano o criollo, oficiantes del ritual de la sapidez, las que con las posibilidades a su alcance, con su imaginación y las urgencias del apetito comunitario, irían armonizando todos esos legados hasta transformarlos en un hábito alimentario inédito e idiosincrásico: la gastronomía dominicana. Años después, la aparición de la cocina francesa en la vecina colonia de Saint Domingue hizo limitadas, aunque subyacentes prestaciones a la colonia española. Preciso es, asimismo, tomar en cuenta a los esclavos cimarrones de ambas sociedades, quienes en sus relaciones mutuas y en la forzosa situación de un aislamiento que les obligaba a elaborar su alimentación con lo que podían cultivar y lo que la clandestinidad les permitía adquirir, con sus tradiciones y lo aprendido de indios y de españoles, harían contribuciones significativas a la mesa criolla. A nivel general, el abandono en que España dejó a esta colonia a partir de la segunda mitad del siglo XVI obligó a sus habitantes, digámoslo así, a sancocharse en su propia salsa, valiéndose de lo que tenían y de lo que podía aparecer para sobrevivir. Fue en esas circunstancias que la imaginación tuvo que darse alas para recrear,

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El contrabando adquirió una frecuencia y una importancia que no es de dudar la existencia de algunas huellas culinarias de aquel tráfico, tal como evidencian determinados rasgos físicos sobre todo el singular contraste de los “ojos galanos” en la humanidad variopinta de no pocos oriundos de aquellas regiones.


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Trabajadores de las pequeñas Antillas con sus familias, vendrían al país reclamados por los ingenios azucareros. Algunos platos de su dieta “cocola” arraigaron en nuestro país.

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transformar e inventar los fundamentos de nuestra cocina. En ese desamparo, españoles y negros criollos de todas las estirpes se vieron emplazados a desembrollar su destino en un esfuerzo por reafirmar su definitiva pertenencia a la tierra nueva. A esa soledad debemos los dominicanos características propias de nuestra vida material y sicológica. Allí, en ese olvido, el diálogo de la cocinera con el caldero hospitalario fue ameno y sustancioso, apetitoso por demás en virtud de la altilocuencia del conversatorio. La ocupación del territorio dominicano por Haití durante 22 años alentó específicas contribuciones africanas e hizo algunos aportes de la cocina creol de aquella Nación. Entrelazados a esos dones pervivían también gustosas inmanencias de la gastronomía del colonizador francés. La independencia de 1844 oficializó en términos nacionales lo alcanzado hasta entonces como sinopsis culinaria. A pesar de la difusa y tambaleante soberanía, la cocina criolla encontró progenie: la dominicana. Y a partir de ese momento, se ampliaron las relaciones internacionales promoviendo algún intercambio de conocimientos, incluyendo en ellos los relacionados con el campo de la gastronomía. Una de las virtudes del dominicano, que puede ser herencia del cosmopolitismo circunstancial y aguerrido a que lo obligó el contrabando y las frecuentes mudanzas de nacionalidad, es su temperamento acogedor, generoso, presto siempre a abrir los brazos y a amadrigar al extranjero. Este rumboso talante se expresa reiteradamente siempre y cuando no se trate de lesionar los atributos de su soberanía nacional. Es un hecho que la historia comprueba, que en lo que toca a la gastronomía los dominicanos han recibido siempre con manifiesta curiosidad los conocimientos foráneos

El mundo del siglo XX avanzó vertiginosamente en materia de relaciones comerciales y de contactos humanos internacionales. Culminaron en él y se multiplicaron de manera sorprendente los grandes logros y transformaciones de la Revolución Industrial. A través del turismo, de las emigraciones, de la radio, el cine, la televisión, el fax, el correo electrónico, el mail, hábitos recetas y técnicas culinarias de todos los países y culturas del planeta se hicieron accesibles. Como efecto de esas circunstancias a la tradición gastronómica dominicana vendrían a sumarse, desde fines del siglo XIX y en buena parte del siglo XX, varias inmigraciones. Trabajadores de las pequeñas Antillas con sus familias, vendrían al país reclamados por los ingenios azucareros. Algunos platos de su dieta “cocola” arraigaron en nuestro país. Árabes, chinos, españoles, italianos y de otras nacionalidades, poseedores de gran tradición culinaria, arribaron por esos mismos años, enriqueciendo el formulario gastronómico y la capacidad gustativa del paladar dominicano. Permítanme terminar estas reflexiones con algunas ideas a modo de resumen. Páginas de abandono y soledad las que escribe la historia del Santo Domingo colonial. Casi verdad para esta isla aquel refrán que quiere ser excusa justificadora y que reza: “Culpas del tiempo son y no de España”. Ingrato fue el tiempo con sus habitantes, porque ninguna otra posesión española, francesa, inglesa u holandesa del Caribe vivió tan olvidada y tan a la intemperie como la que ostenta el blasón, para bien y para mal, de Primada de América. Entrecogida por el capitalismo francés, inglés y holandés y por la tardanza del desarrollo español, Santo Domingo fue víctima de ambos. Mutilada su integridad territorial a comienzos


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del siglo XVII, recrecieron el desinterés y el abandono de la metrópoli hasta prolongarse por mucho más de dos siglos Las naciones extranjeras que se acercaron a la isla no lo hicieron para dar sino para quitar, para desposeer, para desvincular a sus pobladores de la afición al terruño y despersonalizarlos de lo que habían ganado en identidad. Con uñas y dientes tuvieron los criollos que defenderse, y lo hicieron con una voluntad que sobrepasaba la pretendida fidelidad a amores de Madre Patria, porque era pasión por lo propio, nutrido en la pertenencia a una novedosa construcción histórica destinada a abrirle caminos al ser nacional. El desasimiento tuvo sus compensaciones, porque la creación cultural de aquella comunidad solitaria tenía ese contenido de autonomía y porque la miseria mitigó violencias y acortó distancias imponiendo una convivencia que entrecruzó razas y engendró hábitos y costumbres muy similares en la gran mayoría de los pobladores de Santo Domingo. A través y en esa coyuntura se fue gestando el entrecuesto de la gastronomía criolla dominicana. Con lo aportado por indios, españoles, africanos y sus descendientes; con sus paladares, sus productos y sus técnicas, intervinieron entonces aquellas circunstancias, aguijoneando la capacidad creadora. La definición de esa realidad cabe bien en aquel adagio que nos autoriza a decir que los dominicanos hicieron “de tripas corazón” a fin de subsistir de la mejor manera posible. Y lo hicieron ennobleciendo su patrimonio alimentario, porque es verdad que nuestra cocina criolla es triunfo de la supervivencia y el virtuosismo humanos frente a la adversidad. Recetario que se multiplicó generosa y espléndidamente. Faena cumplida a través de los siglos en un pensar y repensar las posibilidades de

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cada producto, de cada origen alimentario, para apropiarlo, reelaborarlo y pertenecerlo. Proceso singular que ha hecho que la gastronomía dominicana descuelle con la excelsitud de las grandes de América. Nos permitiremos repetir que todas las gastronomías son un resultado cultural. Y siendo esto así, no hay reposo en su evolución; múltiples factores dan continuidad a la cocina criolla dominicana, reafirmando de manera incesante la pluralidad y la personalidad de su estirpe y enriqueciendo su porvenir al influjo de un mundo más cercano y más propiciador de intercambios entre todos los pueblos. Sin embargo, las culturas de las naciones poderosas tienden a imponerse por medios diversos sobre las de las naciones menos fuertes. Los efectos de esa lógica histórica pueden ser positivos o negativos. La gastronomía no escapa a esa verdad, de allí que debemos hacer un esfuerzo orientado a preservar y a acrecer lo nuestro con lo mejor que podamos allegar de las culturas ajenas. El estudio del itinerario histórico de la gastronomía dominicana, tiene mucho que decir todavía.

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Hugo Tolentino Dipp Historiador Dominicano, historiador. Doctor en Derecho de la Universidad de Santo (1953); Doctor en Derecho de la Universidad Central de Madrid (1954); Altos Estudios Internacionales (1956) y Doctorado en Derecho Público en la Sorbona, Universidad de Paris, Francia (1959). Profesor Meritísimo de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (1982). Profesor invitado por la Universidad de Londres (1960), la Universidad de Milán (1990) y la Universidad de París (1990). Participó en la Gesta de Abril del 65, siendo miembro del grupo asesor del Presidente Francisco Alberto Caamaño Deñó. Ha publicado numeroso libros y artículos en periódicos y revistas, entre ellos tenemos: El Fenómeno Racial en Haití y la República Dominicana (México) (1973); Apuntes Acerca de la Formación de la Nación Dominicana (Venezuela); Les Origines du Préjuge (Préjudice)? Racial en Amérique Latine (UNESCO - 1984); Historia de la Separación de los Poderes en la República Dominicana (1985); La Influencia de la Revolución Francesa en la República Dominicana (Paris - 1989); Raza e Historia en Santo Domingo. Origen del Prejuicio Racial en América (1992); Los Mitos del Quinto Centenario (1992) y Gastronomía Dominicana, Historia del Sabor Criollo (2007). Con el libro Perfil Nacionalista de Gregorio Luperón, ganó el Concurso Nacional de Historia patrocinado por la Academia Dominicana de Historia, al igual que con su libro Gregorio Luperón, Biografía Política. Ha sido Diputado al Congreso Nacional (1982) (1986) (1998) (2010), Presidente de la Cámara de Diputados, Vicepresidente del Partido Revolucionario Dominicano (1989), Secretario de Estado de Relaciones Exteriores, Vicerrector Académico de la UASD (1968), Rector de esta universidad (1974) y Presidente de la Comisión Dominicana de la Ruta del Esclavo.


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