Volver a ver: Tres visiones del arte. 2011

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VISIO NE S

volver a ver

TR E S

DE L

ARTE

V I R G I L I O TRÓMPIZ

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GOLDING

LÓPEZ MÉNDEZ



VISIONE S

volver a ver

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DE L

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V I R G I L I O TRÓMPIZ

TO MÁS

L U I S

AL F REDO

GOLDING

LÓPEZ MÉNDEZ

Avenida Orinoco, Las Mercedes, Caracas 1060, Teléfonos: 993 78 46 / 993 22 59 RIF-J00129814-2


P R E S E N TA C I Ó N

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La historia del arte no es sólo la de los artistas, de sus obras y de los movimientos que impulsaron o siguieron. Es también una historia social: la del público que legitima (o no) esas obras, a veces de conformidad con la crítica, otras veces de modo más independiente, en este último caso, más espontáneo y auténtico. Así es como, correspondiendo totalmente o en parte con el gran relato del arte nacional, se puede elaborar una crónica del gusto de cada época, observando cómo ciertos sistemas de representación logran despertar un sentido de identidad en amplios sectores de la sociedad (y no sólo en aquellos con poder económico para poseer obras de arte). Se produce entonces una empatía entre el artista y su público, empatía retroalimentada a través de unos códigos tácitos o explícitos fundamentos en un consenso sobre el rol del arte. Sin duda, Tomás Golding, Luis Alfredo López Méndez y Virgilio Trómpiz son artistas que han gozado de esa popularidad, en cuyas obras muchas personas han reconocido sus propios valores y se han visto a sí mismas y a su entorno en el espejo de su realidad y de sus ilusiones. Volver a ver sus obras, como lo propone esta exposición, es también la ocasión por volver a una Venezuela todavía reciente y que nos puede parecer lejana; pero no se trata de cultivar la nostalgia sino de repensar nuestra tradición, como se lo ha propuesto esta Galería al hacer una vez al año una muestra que contribuya al estudio y propicie una reflexión sobre el arte venezolano. En el caso de Golding, López Méndez y Trómpiz, ha sido también un estímulo el deseo de rendir homenaje a tres seres humanos generosos en la amistad y a quienes debemos mucho, pues estuvieron en el inicio de este proyecto que luego se ha concretado en la Galería Freites de hoy.

Alejandro Freites

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LUIS

ALFRED O

LÓPEZ MÉNDEZ

TO M Á S

GOLDING

V I R G I L I O TRÓMPIZ

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Esta exposición tiene un sesgo diferente a lo que se suele buscar en las carteleras culturales de la ciudad. No se ofrece al visitante la sorpresa de descubrir un conjunto de obras inéditas e ignotas, con el velado deseo triunfalista de maravillarlo ante su inesperada novedad. Por el contrario, se trata de mostrar el trabajo conocido y reconocido de tres artistas cuyos nombres nos resultan bastante familiares. Pero no se están lanzando, en esta ocasión, como si fuesen unos jóvenes gladiadores dispuestos a salir al ruedo del circo del arte venezolano. Lo que pretendemos con esta muestra no es más que ofrecerle al espectador la curiosa posibilidad de volver a ver las pinturas de tres creadores sobresalientes en el panorama de la plástica venezolana de la segunda mitad del siglo XX: Luis Alfredo López Méndez, Tomás Golding y Virgilio Trómpiz. Volver a ver las pinturas de estos tres maestros significa «verlas de nuevo», es decir, apreciarlas desde una nueva manera de ver, desde esa novedad que poco a poco se ha añadido a nuestra mirada. De modo que vamos a descubrir que estas obras no son ya las mismas que conocíamos, o que creíamos conocer. Y si nuestra visión del arte ha cambiado, también han cambiado estas obras que miramos, que ya no dicen lo mismo que decían en sus tiempos iniciales, cuando compartían los mismos gustos y anhelos, y el mismo mundo imaginario de sus espectadores. Se trata, en esta ocasión, de ir fomentando una nueva lectura visual de nuestras artes, y de ensayar con ella una revisión y una nueva valoración de la plástica venezolana. Desde hace unos años me había propuesto una especie de reivindicación de la obra de Tomás Golding, que apoyó enseguida una emprendedora galerista caraqueña; ahora se dio esta oportunidad de hacer algo parecido con él y otros dos artistas por iniciativa de Alejandro Freites, quien tuvo mi inmediato respaldo.

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Perán Erminy


López Méndez, Golding y Trómpiz son tres de los pintores más conocidos y apreciados en la Venezuela de este último medio siglo. No porque sean los mejores —¿cómo se sabría o cómo se decidiría quiénes lo son?—, ni porque sus obras se vendieran más y a precios más altos que las de los demás, lo cual no es cierto —además, el valor artístico no se mide en dólares, ni es equivalente al precio en el mercado del arte—. Tampoco es cierto que sus admiradores pertenecieran a sectores sociales y económicos más poderosos e influyentes en la opinión pública. La dinámica de los cambios en los gustos artísticos no depende —ni es determinada por ella— de la presión que genera la evolución de la opinión pública, ni la que resuelve la ubicación de las preferencias artísticas en sectores sociales diferenciados. En estos y en otros fenómenos específicos del arte, cualesquiera que sean, la incidencia de los factores sociales, económicos, culturales, ideológicos y políticos, es mucho más indirecta, compleja y multifactorial de lo que se creía. Pero no son estos los problemas que nos ocupan en esta ocasión. Lo peculiar de esta muestra es que nos invita a una inevitable relectura comparativa y particularizada de las obras de cada uno de estos creadores, y las del conjunto de los tres pintores, confrontado con el contexto artístico actual y con los códigos y el posible cánon —si lo hay— del arte de hoy. ¿Cómo percibirían estas obras quienes fueron contemporáneos a su realización y cómo las percibe ese mismo público inicial ahora, cuando ya estamos alejados por varias décadas, o por casi medio siglo de distancia con respecto al momento de su creación? Y, por otra parte, que no es menos importante, ¿cómo las entiende y las siente el público joven del presente? Estas preguntas que nos plantea el diálogo que entablamos con esta exposición no dejarán de formularnos ineludiblemente otros problemas necesarios para su entendimiento. El discurso individual de las pinturas de cada uno de estos artis-

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tas y el colectivo de los tres juntos, ¿sigue siendo el mismo discurso del momento de su creación o ha cambiado con el tiempo? En este caso, ¿somos nosotros quienes hemos cambiado?, ¿es también la obra la que ahora nos dice otras cosas distintas, y de otro modo, a las que decía al comienzo? Además, la interlocución y el modo en que estas obras nos interpelan no podrían ser los mismos al variar las relaciones contextuales e intertextuales —o interartísticas— que condicionan su variabilidad. Por otra parte, y ya en términos más generales, cabe reflexionar sobre las maneras diversas en que las obras de arte inevitablemente envejecen. No es que siempre tengan que perder vigencia, pero la conservan variándola, o en el peor de los casos, menguada y mustia. Las obras de Picasso, igual que las de Cervantes, Shakespeare o Beethoven, no son las mismas ni dicen lo mismo que expresaron a quienes conmovieron cuando fueron creadas. Tampoco son idénticas a ellas mismas cuando nosotros nos conectamos con ellas en el presente. Del mismo modo estas obras de López Méndez, de Golding y de Trómpiz no son ya las mismas que ellos pintaron. No es que desde los tiempos modernos o, más aún desde principios del siglo pasado, las artes no puedan dejar de estar cambiando de manera radical a cada paso, siguiendo la carrera vertiginosa de las modas de vanguardia y por eso estamos obligados a estar siempre atentos al último grito de la moda —¿de cuál, si ya París pasó de moda, y Nueva York y Kasel también? Pero no es cuestión de modas ni de nuevos medios o nuevos lenguajes. Más allá de todo eso, lo que cambia no es una «visión de mundo o del mundo», sino el mundo mismo, que no cesa de cambiar. No hay excepción con estos tres artistas. A López Méndez, a Golding y a Trómpiz, les ha pasado más o menos lo mismo que nos espera a todos los artistas y a todo el mundo. Tuvieron un tiempo de esplendor. ¿Lo siguen teniendo?,

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LUIS ALFREDO LÓPEZ MÉNDEZ



La pintura de Luis Alfredo López Méndez resulta ejemplar de la atracción irresistible que él sentía por el placer de pintar. Para él nada era más grato que la fruición de la pintura. Para los escolásticos de la escuela aquinatense, «(…) la visión fruitiva forma parte de la visión beatífica. La potencia apetitiva es característica de la fruición». «La potencia apetitiva —como señalaba Lezama Lima—, está en directa relación con la idea de entrar en». Por eso López Méndez vertía toda su energía vital, o libidinal, en el acto de pintar. Es «el festín de las delicias» del uso del color. Era eso lo que deseaba compartir o transmitirle a uno. La pintura de López Méndez, más académica que la de los otros dos expositores, seguía varias vertientes. La predilecta consistía en buscar la sencillez y la mayor naturalidad expresiva con el conocimiento profundo que tenía sobre los procedimientos pictóricos más complejos. La fluidez y la espontaneidad de las pinceladas de López Méndez se fundaban en la amplitud de sus conocimientos académicos del arte y en la riqueza de la experiencia práctica muy exigente que le permitía su destreza manual y su dominio acendrado del oficio. Lo que nos ofrecen sus pinturas es el placer de disfrutarlas a nivel sensorial, de estimular muy gratamente la sensibilidad del espectador sin violentarla con estridencias, sobresaltos ni excesos de ninguna especie; evitando los desbordamientos y las ultranzas propias del amarillismo artístico que viene invadiendo nuestras artes. El discurso expresivo de López Méndez es más bien temperado, plácido, amable, sosegado, equilibrado, jovial, leve, jubiloso, vital. Él quiso alcanzar con su arte el encanto de la armonía, de la belleza. Tal vez acercarse a lo sumo a la gracia, sabiéndola inaccesible. No obstante, y pese a su modestia habitual, siempre trató de lograr que el tiempo de la lectura visual de sus pinturas se fuera llenando de contenido sensible en pos de una inalcanzable plenitud.

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12 La estrella de mar (Golfo de Cariaco), 1956-1957 11


A López Méndez le ocurrió que, veinte años después de su regreso al país, luego de un larguísimo exilio —siempre debido al militarismo— en pleno auge de su carrera creadora, un impertinente grupo de jóvenes artistas que se autoproclamaban vanguardistas y revolucionarios emprendió, sin motivo ni razón aparente, una campaña de descrédito artístico y personal contra él, acusándolo en público, con un ensañamiento feroz, de ser el pintor más comercializado del país. Estaría de más aclarar que eso no era ni mucho menos cierto, porque su conducta era muy conocida y respetada —aunque el comercio no sea nada irrespetable—. Pero, ¿por qué se ensañaron precisamente contra él, entre tantos otros pintores que sí podían merecer la acusación de haberse comercializado? Lo cual no es ningún crimen, por lo demás, y ni siquiera un pecado venial. Además, López Méndez nunca pretendió ser mejor pintor que nadie, ni ser un transgresor ni destructor del arte establecido, ni un innovador o transformador de la plástica, como sí lo pretendían sus detractores gratuitos. Por el contrario, era conocido como el más modesto y sencillo pintor de la comarca, menos presuntuoso y vanidoso que nadie. De aquellos jóvenes artistas detractores, nadie se acuerda. Desaparecieron sin dejar rastro. En cambio, la pintura de López Méndez se mantiene más vital y vigente que nunca. Desde esta relectura que proponemos creo que sale muy bien parado. La impresión que ahora nos causan sus pinturas parece alejarse de la que generan las novedades artísticas actuales. No es el efecto estupidizante de la mediática espectacularización de la vida, ni tampoco el efecto estupefaciente de la estetización del mundo. Ni lo uno ni lo otro. Ni la estupidización ni lo estupefaciente. Lo propio de estas obras es que nos dejan estupefactos por el asombro de su frescura invicta. Es como una suerte de embriaguez sensible, el efecto del dulce discurrir de la mirada, sin el vértigo de la aventura ni la violencia de la invención disruptiva. Es más bien el resultado de su culto a la temperancia: la armónica ambientación, la levedad y el estado de ánimo. Además de la vigencia de su obra, nos queda de López Méndez el recuerdo gratísimo de su enorme simpatía personal y, sobre todo, de su humor permanente, como ingrediente infaltable y atractivo principal en su don proverbial de gran conversador. Luis Alfredo López Méndez fue, sin duda, un artista y un hombre inolvidable.

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2 Puerto de La Guaira, 1936 13


9 Maternidad, 1938

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11 Naiguatá, 1939 16


7 Sin título, 1946 17


1 Paisaje de La Guaira, 1936

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8 Paisaje de Maracay, 1963 20


6 Sin título (Bucare), 1944 21


5 Sancocho de pescado, 1970 22


3 Bodegón, 1938 23



Él quiso alcanzar con su arte el encanto de la armonía, de la belleza.

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4 Caridad al piano, 1948 26


10 Flores en la silla, 1953 27


TOMÁS GOLDING



Para artistas como Tomás Golding el arte supone una especie de diálogo, a veces un forcejeo entre el artista y la materia con la cual está trabajando. En esa interacción más o menos conflictiva, el creador intenta imponerse y la materia se le resiste o se le opone. El reto desafiante de la materia muda no puede encontrar a un pintor adormecido, como lo aconsejaba Lezama Lima, sino a uno en plena vigilia, lo más despierto posible, a menos que quiera dejarse llevar, como Feliciano Carvallo, por la ensoñación que le provoca la rutina de un follaje de hojas repetidas. Pero, ni la naturaleza ni la pintura se le podían repetir a Tomás Golding, quien no se dejaba sorprender por ninguna hoja o pincelada posible. El arte, para él, pertenece al territorio de la percepción sensible absoluta, que se niega a convertirse en una esencialidad abstracta o en un concepto racional. En su caso la pintura corresponde, aunque no del todo, al élan vital de Bergson. A Golding le importaba más la substancia que la esencia, las partes más que la totalidad inabarcable. La pintura va llenando de vida el vacío de la tela. Por eso lo atraía el tema de los incendios forestales, pintados en oscuro, sobre los cuales arden las llamas que consumen a su paso todo lo viviente. Todo desaparece. Todo vuelve a la nada, a lo inerte. En la pintura de Golding el paisaje, al irse desprendiendo de los trazos de su configuración pictórica, es como si se desprendiera de uno mismo, haciéndonos desandar los pasos de su elaboración, con lo cual uno revive imaginariamente, o sensiblemente, el acto de la creación. En ese punto axial reside la clave emotiva de cada tipo —tanto perceptivo como autoral— de empatía, como fenómeno fundamental de la comunicación del arte. Empatía es la relación de identificación que se establece entre la obra de arte y quien la mira. En esa relación uno proyecta su propia interioridad sobre la obra, al mismo tiempo que recibe de la obra el efecto de su percepción, que se introyecta en uno. Pero esa interlocución de ida y vuelta recíproca no es tan simple ni esquemática como la hemos resumido. Es más compleja y abierta. Y es la clave básica para entender la relación perceptiva y afectiva con la pintura de Golding.

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18 Cacaos, 1955 31


En estas obras, y en toda la producción creadora de este artista, la pintura es concebida como un acto emergente, como un proceso naciente de la creación estética. Como un momento de pulsión compartida, o comunicada, en el cual uno se conmueve —se mueve conjuntamente— con el movimiento emocional y efusivo del pintor. Como si el pintor lo estuviera volviendo a realizar en el mismo momento en que nuestra mirada va descubriendo los trazos de su obra. Aunque así descubramos el discurrir de una acción ausente e inexistente, porque Golding falleció hace años. En este caso no importa tanto el conocimiento de la mecánica analítica del lenguaje pictórico, sino más bien la experiencia del conjunto de pequeñas o breves sensaciones que vamos descubriendo en la grata fruición de la pintura. Lo que importa es el instante en el que la pincelada se va abriendo camino, galopando, como acto naciente y virginalmente desenfrenado. Lo que excita es el golpe sorpresivo y repentino del brochazo sobre la tela. Es también el deslumbramiento de la pincelada que va surgiendo de la nada. En las obras de Golding la unión de lo natural y de lo artístico, o de lo visto y lo representado, se produce en lo que se ha calificado como «un tumulto foudroyent», que es «como una descarga de pólvora extendida por toda la tela». En ese tumulto, una rápida sucesión de manchas intempestivas se desata para sofocar el vacío que amenaza al artista. Los trazos se agitan como la rapidez ondulante de las serpientes que huyen entre las hierbas secas del monte. Este fenómeno de la premura en la realización de la obra, es decir, de la necesidad compulsiva, incontenible e incontrolable, de la rapidez, de la urgencia que desata la pincelada repentina, inmediata, ejecutada con la mayor celeridad posible, a toda prisa, es un fenómeno bastante recurrente y admirado en la historia de la pintura, en especial durante los últimos siglos, y más particularmente a partir del arte barroco europeo. Pero no se han encontrado explicaciones convincentes hasta ahora, pese a su notable importancia para la comprensión de las artes. Este fenómeno, muy evidente en las obras de grandes artistas venezolanos como Jacobo Borges, es fundamental en las pinturas de Golding, más que en las de cualquier otro paisajista venezolano. También se advierte en las últimas piezas de Adrián Pujol.

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22 Peñón de Cata, 1962 33


Lo que importa es el instante en el que la pincelada se va abriendo camino, galopando, como acto naciente y virginalmente desenfrenado.

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15 Marina, 1961 36


17 Marina, 1949 37


El papel protagónico que desempeña esa rapidez compulsiva en la realización de los paisajes de Golding, nos revela que para él importa más el cómo se pinta que el qué se pinta. En todo caso, sus trazos repentinos no nos manifiestan una manera de ver las cosas, sino una manera de pintarlas. Tomás Golding tenía la misma edad que López Méndez. Ambos, por distintos motivos, pasaron muchos años fuera del país. A su regreso a Venezuela, después del militarismo gomecista, López Méndez recibió toda clase de reconocimientos y distinciones y ocupó los más altos cargos relacionados con el arte, pero apenas obtuvo un par de premios oficiales y otros dos privados. Tomás Golding no recibió reconocimientos ni premios, salvo uno privado y otro por votación pública. Pero muchos otros artistas con menores merecimientos que Golding y López Méndez fueron profusamente premiados y reconocidos. Las razones de esas disparidades no son de orden artístico. Y lo curioso es que tampoco son razones políticas, sociales, ideológicas o de ninguna de las otras causas que ya hemos señalado en estas páginas. Tampoco viene al caso conjeturar ni denunciar las injustas mezquindades personales que tuvieron algo que ver con esa segregación que intentara marginar artísticamente la obra de Golding y un poco también la de López Méndez, que de todos modos terminaron por imponer la indiscutible calidad estética de sus obras. No es inútil recordar que la fama de los nombres no es siempre garantía de la excelencia de sus obras. En todo caso, Golding y López Méndez, con estilos muy diferentes entre sí, son dos de las figuras más destacadas y valiosas de la plástica venezolana del siglo XX. López Méndez con su trato de colorista fino y armonioso del paisaje, sus desnudos y sus flores. Golding con la factura impetuosa y temperamental de sus paisajes agitados y barrocos. Tomás Golding es insuperable en el virtuosismo extremo de sus pinceladas impulsivas y poderosas. En su trabajo resalta el énfasis en la inmediatez visual de la materia pictórica. Su interés se centra en explotar la potencialidad elocutiva de la pincelada desatada y el desbordamiento de la energía gestual de sus trazos espontáneos. En esta relectura de sus obras, su trabajo saldrá reivindicado. Según Pascal «(…) la naturaleza humana necesita el movimiento, el absoluto reposo es la muerte».

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20 Bucares frente al Ávila, 1941 39


21 Bucares en el paisaje, 1942 40


16 Araguaney de Caracas, 1958 41


14 Choza con acacia y cocoteros, 1947 42


19 Camurí, 1950 43


24 Paisaje del estado Lara, 1955 44


23 Sinamaica, 1971 45


13 Pico Espejo (Estación 2), 1971

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VIRGILIO TRÓMPIZ



En comparación con la obra de López Méndez y Golding, la pintura de Virgilio Trómpiz es la más original y la más moderna de las tres. No queremos decir que tenga que ser mejor que la de ellos. Es sólo distinta y de igual excelencia en su óptimo nivel de calidad, aunque no se parezcan entre sí. Al trabajo de Trómpiz no se le pueden aplicar los mismos parámetros de referencialidad que al de López Méndez y Golding, para poder establecer entre ellos algunas analogías y divergencias que faciliten su comprensión. Más aún, la pintura de Trómpiz no tiene ninguna semejanza formal ni discursiva con otra obra en la Venezuela de su tiempo. Entre él y sus dos coexpositores existía una distancia etaria de unos veinte años, que en los cincuenta representaba una diferencia mayor que si se planteara en los años ochenta o noventa, cuando terminan por irse alcanzando en la madurez. Esa lejanía generacional es la que determina que sus respectivos estilos sean tan disímiles e incomparables. Una de sus virtudes principales consiste precisamente en su persistente discordancia con el resto del arte venezolano. Trómpiz nunca siguió ninguna ruta artística ajena ni foránea; ni, menos aún, se sumó a alguna de las modas plásticas imperantes. Su pintura se produce en el momento histórico en que irrumpe abruptamente la última —la tercera— modernidad en Venezuela. Esto no implica sólo el afán de modernización que hacía posible el sentimiento nuevo de ser ricos, gracias al torrente de dólares que nos trajo el petróleo después de las carencias de la guerra y la postguerra mundial. Más allá del deseo lógico de prosperidad, nos invadía también el deseo de ingresar de lleno en la era global de la modernidad.Curiosamente a Trómpiz, al contrario de los jóvenes artistas de la época, no lo motiva demasiado lo actual. No intenta descifrar lo actual ni trata de asaltar al futuro. Prefiere el refugio más seguro del pasado, el recuerdo de un pasado que suponemos siempre mejor, «lo risueño desconocido», como algo a la manera del tiempo de Proust.

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33 Las majas, circa 1970 51




No se plantea el debate entre el realismo y la abstracción. No oculta la irrealidad de sus personajes, como rostros y figuras de ficción, claramente imaginarias, genéricas, idílicas, esencializadas y abstraídas (extraídas) de la realidad. No de la realidad de su tiempo ni de su entorno vivencial, sino de una realidad de la Caracas de antaño, de los recuerdos nostálgicos de un pasado amable y sosegado que conoció en las imágenes y los relatos de su infancia, del niño que venía de una provincia anclada en un pasado colonial —Falcón— y que se sintió deslumbrado por la Caracas de hace más de setenta años, cuando coincidimos en la Escuela de Artes Plásticas. Aquella ciudad de entonces no tenía nada que ver con la Caracas desvencijada y agresiva que padecemos ahora. De allí que en sus pinturas se sienta que todo tiempo pasado fue mejor. En esas evocaciones que pinta, pese a su notoria ficcionalidad, el artista alude en sus rostros al recuerdo de muchachas reales, idealizadas por su afecto. Y, aún más allá, en el espejo de esos rostros se entrevé el reflejo autobiográfico de los sueños del artista. Pero también dejan un margen de enigma en torno a esas imágenes femeninas, que no particulariza para que se vuelvan elusivas, como una apertura genérica a la universalidad del «eterno femenino». En el discurso de las pinturas de Trómpiz se conecta el pasado con el presente, dejando muchas cosas por fuera y saltando una gran distancia vacía entre ambos mundos. Así mismo se une lo presente con lo ausente, lo invisible con lo real, sin poder dejar afuera todos los invisibles. En estas obras se supera la supuesta oposición estética y moral entre la naturaleza y el arte, porque ya admitimos que la cultura —y en ella el arte— constituye una segunda naturaleza. De un modo semejante se rechazan otros de esos dualismos controversiales que nos empobrecen. El arte de Trómpiz no es un arte de compromiso, de ruptura, de negaciones y exclusiones. Pareciera desdeñar todos esos integrismos y fanatismos inútiles. De pronto se hizo dueño

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25 La visita, 1974 55


y señor de su propio laberinto, como el eje y centro de sus propias coordenadas estéticas. Una discreta sobreabundancia ornamental, nunca saturada ni excesiva, reviste como una finísima veladura brumosa y transparente el escenario idílico de júbilo diferido en sus obras mayores. En una de esas breves salas de estar aparecen las damas convocadas, descansando plácidamente, en «la extraña ribera de su pausa», instaladas en su torre de marfil, fuera del tiempo devorador, al abrigo de la historia y de la muerte. Ésta de Trómpiz es parecida a la «extratemporalidad» de Lao Tse, liberada del historicismo. Aquí se niega también al dualismo reduccionista arte-vida, como entidades inseparables. Los rostros de jóvenes risueñas, ensimismadas, silenciosas, que no piensan en términos de futuridad, permanecen inertes y enmudecidas, vistiendo con sobria elegancia sus trajes estampados con flores y formas blancas regularmente repetidas, pálidas, ocultas entre pliegues y repliegues y faralaos, cabalgándose los unos sobre los otros en sucesión irregular de dobleces y arrugas hasta dejar descubierta la piel blanca y tersa de la atractiva rodilla de la dama… no escuchan las voces de los ángeles ni de los demonios. Se quedaron en un pasado cándido, inocente, pudorosamente distanciado de toda tentación libertina. En sus etapas iniciales, en alguna ocasión, Trómpiz intentó incursionar con éxito en el abstraccionismo geométrico, pero pronto derivó hacia experiencias pictóricas más sensibles. Pero algo de lo constructivo y del sistema de composición formal le quedó como experiencia enriquecedora. Siguió su camino en pos de una especie de nicho expresivo personal, entre fronterizo y equilibrado, en el cual los antagonismos propios del arte de su tiempo dejaron de ser percibidos como opuestos. Pensaba en un estado límite que le permitiera ver, como lo diría

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38 El reposo, 1968 57


Alejo Carpentier, «(…) que lo maravilloso comienza a serlo cuando surge de una inesperada alteración de la realidad», de una revelación de las inadvertidas riquezas de la realidad. Alcanzada ya la madurez de un lenguaje pictórico propio, sólido y consistente en su estructura, articulado y unitario con minuciosidad, y sobre todo inconfundiblemente identificable como suyo, Virgilio Trómpiz obtiene como supremo reconocimiento público y oficial el Premio Nacional de Pintura en el Salón Oficial Anual de Arte Venezolano celebrado en el Museo de Bellas Artes de Caracas en 1964. En ese momento, en el escenario de nuestra plástica se libra aún la clásica querella entre los jóvenes y los maestros consagrados, entre la tradición y las vanguardias renovadoras, entre la abstracción y el realismo. Este galardón viene a significar el triunfo definitivo de la labor creadora de Virgilio Trómpiz, un artista absolutamente dedicado a la pintura. Ese año el jurado estuvo conformado por: María Luisa de Tovar, Miguel Otero Silva, Alfredo Boulton, Pedro Ángel González, Graziano Gasparini, Inocente Palacios, Max Pedemonte y Manuel Cabré. La autoridad de estas personalidades está fuera de duda. En sus posteriores escenas de figuras, la luminosidad envolvente crea un efecto de continuidad y cohesión que confiere unidad al conjunto. Ese tipo de continuidad y coherencia visual fluida era muy diverso a los procedimientos usuales en la pintura venezolana de hace medio siglo. No era de raigambre cezanniana ni impresionista como lo quería la Escuela de Artes Plásticas de Caracas, contra la cual nos rebelamos —a causa de ese tipo de imposiciones tan estrechas y pobres, entre otras razones—. Tampoco fue una solución expresionista ni geométrica como las que empezaban a imponerse en el Taller Libre desde finales de los años cuarenta. Trómpiz prefirió seguir su propio rumbo, siempre personal y distinto, a contracorriente. La pintura de Trómpiz no es radicalmente racionalista, como la de los constructivistas geométricos, ni tampoco pasional, como la de los expresionistas abstractos y los de la nueva figuración —Borges o Régulo, entre otros—. Es un riguroso y sistemático constructivismo «blando», mucho más cercano a la sensibilidad que a la razón. Busca algo de poesía —no escrita, por supuesto—, siempre que no fuera la surrealista que cundió entre los poetas de su ge-

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31 Sin título, 1970 59


(...) sin hacerse ostensiva y sin dejarse sentir, la luz se va tejiendo en filigrana como fuente profusa y difusa del «encantamiento».

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neración —la nuestra—, a partir de Vicente Gerbasi, Juan Sánchez Peláez y el Grupo Sardio. Prefirió más bien el pasado «modernista» que terminó en el grupo Viernes. Trómpiz rechazó la ironía y el humor sarcástico de la nueva figuración de su tiempo y también el erotismo y la sexualidad, extrañamente ausentes en todo el arte venezolano, con la excepción de algunas mujeres en los años setenta y ochenta. También rechazó la oposición «epocal» entre lo nacional y lo europeo, y entre lo latinoamericano y lo euronorteamericano, que estimuló nuestros viejos complejos de inferioridad cultural. En sentido contrario, deseó que la poesía se vertiera en el espacio visual de la pintura. Se ha llegado a decir, con referencia al arte de Trómpiz, que una pintura como la suya, aparentemente despojada de todo patetismo, y más aún de misticismo, ocultaría, sin saberlo, un remoto y hondo sustrato de sacralidad manifiesto en la omnipresencia protagónica y esencial de lo luminoso —y tal vez de lo numinoso—. Pero no se ahondó más en estos trasfondos. Por cierto, en alguna de las mejores obras de Trómpiz, sin hacerse ostensiva y sin dejarse sentir, la luz se va tejiendo en filigrana como fuente profusa y difusa del «encantamiento». Otras veces la luz se hace grata cuando va cubriendo enteramente, como si fuese por pudor, la tersa piel de los cuerpos blancos, vestidos de sedas blancas ornadas con encajes y bordados blancos. En muchas de estas obras son los «ingredientes» los que pasan a ser esenciales, pero siempre en función de un continuum fundado en la sensación de una luminosidad general envolvente, emanada de un tenue esplendor «bien temperado», notable en las variaciones «mosaicas» de sus grafías en tonalidades blancas. Por otra parte, hay obras de Trómpiz que me han hecho evocar ese cierto aire refinado y extraño del prerrafaelismo británico de finales del ochocientos. En otros casos, la imagen pictórica se despliega en la tela como en el escenario de un espectáculo suntuoso del decadentismo vienés, en el sentido que evoca los plumajes y estampados fascinantes de Klimt. No puedo dejar de decir que uno de los méritos mayores de Virgilio Trómpiz consiste en haber situado su pintura fuera de los dos grandes sectores dominantes en el arte venezolano: el del realismo académico y el del constructivismo abstracto geométrico. Así como también es

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26 Diálogo, 1972 63


29 Compañía, 1967

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30 Ilusión, 1975 66


36 Desnudo con sombrero, 1970 67


34 La espera III, 1968

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28 Pensamiento, 1969 70


32 La espera II, 1966 71


35 La boda, 1966

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37 Naturaleza muerta, 1951

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LUIS

A L F R ED O

LÓPEZ MÉNDEZ

1 Paisaje de La Guaira, 1936 Óleo sobre tela 94 x 94 cm Colección particular

8 Paisaje de Maracay, 1963 Óleo sobre tela 80 x 100 cm Colección particular

2 Puerto de La Guaira, 1936 Óleo sobre tela 94,5 x 104,5 cm Colección particular

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3 Bodegón, 1938 Óleo sobre tela 66 x 77 cm Colección particular

10 Flores en la silla, 1953 Óleo sobre tela 72 x 90 cm Colección particular

4 Caridad al piano, 1948 Óleo sobre tela 80 x 100 cm Colección particular

11 Naiguatá, 1939 Óleo sobre tela 50 x 60 cm Colección particular

5 Sancocho de pescado, 1970 Óleo sobre tela 74 x 80 cm Colección particular

12 La estrella de mar (Golfo de Cariaco), 1956-1957 Óleo sobre tela 81 x 101 cm Premio Antonio Herrera Toro 18° Salón Oficial de Arte Venezolano, 1957

6 Sin título (Bucare), 1944 Óleo sobre tela 89 x 62 cm Colección particular

Maternidad, 1938 Óleo sobre tela 126 x 100 cm Colección particular

7 Sin título, 1946 Óleo sobre tela 61 x 51 cm Colección particular

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TOMÁS GOLDING 13 Pico Espejo (Estación 2), 1971 Óleo sobre tela 66 x 76 cm Colección particular

20 Bucares frente al Ávila, 1941 Óleo sobre tela 62 x 72 cm Colección particular

14 Choza con acacia y cocoteros, 1947 Óleo sobre tela 66 x 76 cm Colección particular

21 Bucares en el paisaje, 1942 Óleo sobre tela 75 x 64 cm Colección particular

15 Marina, 1961 Óleo sobre tela 75 x 65 cm Colección particular 16 Araguaney de Caracas, 1958 Óleo sobre tela 75 x 65 cm Colección particular 17 Marina, 1949 Óleo sobre tela 66 x 76 cm Colección particular 18 Cacaos, 1955 Óleo sobre tela 80 x 100 cm Colección particular 19 Camurí, 1950 Óleo sobre tela 65 x 75 cm Colección particular

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22 Peñón de Cata, 1962 Óleo sobre tela 65 x 75 cm Colección particular 23 Sinamaica, 1971 Óleo sobre tela 66 x 76 cm Colección particular 24 Paisaje del estado Lara, 1955 Óleo sobre tela 65 x 75 cm Colección particular


V I RG IL IO

TR Ó MPIZ

25 La visita, 1974 Mixta y collage sobre tela 73 x 92 cm Colección particular

32 La espera II, 1966 Óleo sobre tela 45 x 50 cm Colección particular

26 Diálogo, 1972 Óleo sobre tela 44 x 50 cm Colección particular

33 Las majas, circa 1970 Óleo sobre tela 100 x 135 cm Colección particular

27 Remanso, 1970 Mixta y collage sobre tela 70 x 50 cm Colección particular

34 La espera III, 1968 Mixta y collage sobre tela 81 x 60 cm Colección particular

28 Pensamiento, 1969 Mixta y collage sobre tela 50 x 46 cm Colección particular

35 La boda, 1966 Mixta y collage sobre tela 140 x 194 cm Colección particular

29 Compañía, 1967 Mixta y collage sobre tela 50 x 46 cm Colección particular

36 Desnudo con sombrero, 1970 Mixta y collage sobre tela 90 x 120 cm Colección particular

30 Ilusión, 1975 Óleo sobre tela 45 x 50 cm Colección particular

37 Naturaleza muerta, 1951 Guache sobre cartulina 75 x 63 cm Colección particular Primer Premio Salón Planchart, 1951

31 Sin título, 1970 Mixta y collage sobre tela 50 x 70 cm Colección particular

38 El reposo, 1968 Mixta y collage sobre tela 90 x 120 cm Colección particular

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Galería Freites expresa su reconocimiento a los coleccionistas privados que gentilmente prestaron sus obras para la realización de esta muestra: Leonor Giménez de Mendoza Ana Fernanda Golding Mariela Golding Raúl Guevara Andreína López Méndez Caridad López Méndez Edgar Mora Pedro Rendón Oropeza Alfredo Rodríguez Golding César Augusto Rovaina Virgilio Trómpiz

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Coordinación general Elsa Pericchi

10 de julio / 4 de septiembre 2011

Museografía Víctor J. Díaz H. Texto Perán Erminy Corrección de textos Editemos Estrategias Editoriales Fotografía Ricardo Pérez Pérez Mauricio Donelli (pág. 57, pág. 75) Diseño gráfico Ingrid Padrón Impresión Gráficas Lauki, C.A. HECHO EL DEPÓSITO DE LEY

Depósito legal If27420117002153 ©de la edición: Galería Freites, C.A. ©del texto y de las fotografías: Avenida Orinoco Las Mercedes Caracas, 1060 Venezuela 9937846 / 9932259 www.galeriafreites.com

RIF-J00129814-2

los autores Caracas, julio 2011 Todos los derechos reservados



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