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ANA TENA PUY
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Reloj de Bolsillo CHUSÉ INAZIO NABARRO
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Quimeras estivales y otras prosas valanderas JESÚS MONCADA
Quimeras estivales y otras prosas volanderas reúne en un solo volumen todos sus textos publicados durante treinta años en la prensa, desde Crónica del último ron de 1971 hasta Una estampa del siglo XVII de 2003, pasando por Pequeña historia de un jersey gris, 1988, donde evoca los años en que trabajaba en la Editorial Montaner i Simon. Aunque Jesús Moncada no era muy partidario de escribir artículos, en más de una ocasión no ha sabido decir que no a ciertas peticiones y compromisos. Estas prosas dispersas complementan una obra literaria de amplio calado en la que late, entre otras muchas cosas, la vida y las circunstancias de las gentes de Mequinenza.
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Quimeras estivales y otras prosas volanderas JESÚS MONCADA
JESÚS MONCADA
Adónde vamos
Quimeras estivales y otras prosas volanderas
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Jesús Moncada nació en Mequinenza en 1941. Ha publicado tres recopilaciones de narraciones: Històries de la mà esquerra (1981), El Cafè de la Granota (1985) y Calaveres atònites (2000), y tres novelas: Camí de sirga (premios Joan Crexells1988, Ciutat de Barcelona 1989, Crítica Serra d´Or 1989, Nacional de la Crítica 1989), La galeria de les estàtues (1992) y Estremida memòria (premios Joan Crexells1997 y Crítica Serra d’Or 1998). Buena parte de estas obras han sido traducidas a una veintena de lenguas. Ha recibido numerosas distinciones entre las que cabe destacar el I Premi dels Escriptors Catalans de l’AELC (2001) y ese mismo año recibió la Medalla de Isabel de Portugal de la Diputación de Zaragoza, y 2004 fue Premio de las Letras Aragonesas del Gobierno de Aragón.
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Quimeras estivales y otras prosas volanderas reúne en un solo volumen todos sus textos publicados durante treinta años en la prensa, desde Crónica del último ron de 1971 hasta Una estampa del siglo XVII de 2003, pasando por Pequeña historia de un jersey gris, 1988, donde evoca los años en que trabajaba en la Editorial Montaner i Simon. Aunque Jesús Moncada no era muy partidario de escribir artículos, en más de una ocasión no ha sabido decir que no a ciertas peticiones y compromisos. Estas prosas dispersas complementan una obra literaria de amplio calado en la que late, entre otras muchas cosas, la vida y las circunstancias de las gentes de Mequinenza.
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Jesús Moncada nació en Mequinenza en 1941. Ha publicado tres recopilaciones de narraciones: Històries de la mà esquerra (1981), El Cafè de la Granota (1985) y Calaveres atònites (2000), y tres novelas: Camí de sirga (premios Joan Crexells1988, Ciutat de Barcelona 1989, Crítica Serra d´Or 1989, Nacional de la Crítica 1989), La galeria de les estàtues (1992) y Estremida memòria (premios Joan Crexells1997 y Crítica Serra d’Or 1998). Buena parte de estas obras han sido traducidas a una veintena de lenguas. Ha recibido numerosas distinciones entre las que cabe destacar el I Premi dels Escriptors Catalans de l’AELC (2001) y ese mismo año recibió la Medalla de Isabel de Portugal de la Diputación de Zaragoza, y 2004 fue Premio de las Letras Aragonesas del Gobierno de Aragón.
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Diseño de portada: Sèrgio Naya. Equipo de Diseño Gráfico de Prames Foto de portada: Javier Romero-Archivo Prames
Título original: Cabòries estivals i altres proses volanderes Traductor: Chusé Aragüés
1ª edición en catalán, febrero de 2003 2ª edición en catalán, febrero de 2004 1ª edición en castellano, junio de 2010
Este libro ha recibido una ayuda por parte del Departamento de Educación, Cultura y Deporte del Gobierno de Aragón
© Jesús Moncada Estruga, 2004. Licencia otorgada por EDICIONS 62, S.A. Peu de la Creu, 4, 08001 Barcelona © de esta edición Gara d’Edizions GARA D’EDIZIONS Avda. Navarra, 8 E-50010 Zaragoza www.garadedizions.com e–mail: gara@garadedizions.com
I.S.B.N.: 978-84-8094-403-8 Dep. Legal: ZImprime: INO Reproducciones, S.A.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización previa de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
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PRESENTACIÓN A pesar de que el autor de los artículos reunidos en este volumen y un servidor no somos muy partidarios de escritos preambulares como el que ahora estáis leyendo, me he sentido impelido, por complejas circunstancias difíciles de detallar, a redactar unas notas al margen para intentar describir un cúmulo de vivencias que hacen que me sienta, en especial como mequinenzano pero también como lector empedernido, vinculado al autor de los textos aquí reunidos y, sobretodo, a su obra. Una redacción que, todo se ha de decir, hago sin ninguna clase de nostalgia. Más bien al contrario. En el primer texto de la recopilación, “Crónica del último ron”, me remito al pequeño mequinenzano que fui, que traspasado a la capital, descubría entre las revistas colgadas en la estantería de una papelería del barrio –en la calle de les Carolines, junto a la avenida del Príncep d’Astúries– un paisaje áspero y añorado. Hacía tres años que la familia había tenido que dejar Mequinenza; tres años que, sin casa en el Pueblo y en pleno desbarajuste de los habitantes de la villa, no habíamos tenido oportunidad de volver allí. El panorama difícil y duro que retrataba la portada del Serra d’or de marzo de 1971 me era familiar: sin duda eran las tierras del Pueblo. Me fui, quiero pensar que corriendo, a casa a explicar a mi padre –que añoraba 7
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más que ninguno de nosotros el Pueblo– que, allí en nuestra calle de Gràcia, una revista en catalán tenía en la portada una vista aérea del pantano de Mequinenza. Cuando mi padre, de pie en la entrada de la papelería, leyó los créditos debió de decir, después de dudar un momento: “Jesús Moncada i Estruga?, deber ser uno de los hijos del Vell, el mayor” Porque tenéis que saber que con ese mote –Vell, con una e bien abierta– es más conocida, todavía hoy, para los mequinenzanos la familia Moncada. Días después, en la biblioteca pública de la calle Gran, mientras remiraba álbumes de Tintín y Astérix, en el anaquel de las revistas volví a ver aquel número de Serra d’or. Lo hojeé. No debí de entender casi nada de lo que allí se decía, no tanto por la lengua, el catalán, como porque –tenía doce años– todavía me movía en el mundo de los tebeos y los libros con santos. Con todo, me llamó la atención las fotografías que acompañaban el escrito de Jesús Moncada, sobretodo porque entre las caras vagamente familiares que aparecían descubrí la del tío Andresset, el hermano pequeño de mi madre. Se trataba de un tipo de instantáneas –blanco y negro, años sesenta, con la gente de la calle– que un par de años más tarde cuando me iniciaba en la búsqueda de una identidad colectiva, reencontré en las fotografías de Ton Sirera publicadas en el volumen, con textos de Josep Vallverdú, dedicados a la Segarra, al Segrià, a la Noguera, a la Litera y al Bajo Cinca de la colección Catalunya visió de la editorial Tàber. Unas fotos, las de Jesús Moncada en Serra d’or y las de Ton Sirera en Catalunya visió, con un aire tan parecido que todavía ahora tengo entremezcladas en el recuerdo. Una mañana de primavera de seis años después, medio adormilado y camino del trabajo, calle Aribau arriba –la familia ya nos habíamos trasladado al Eixample–, me topé con el anuncio de una exposición de pinturas: “Memòria 8
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d’arrel. Olis de Jesús Moncada”. Por la tarde, pasé por la Galeria Simon, en el número 120 de la calle Aribau. No recuerdo casi nada de aquella visita, solamente conservo un díptico informativo, con una nota de Manuel Oller Varela a propósito de la obra pictórica de Jesús Moncada: “…el verdor de la ribera surcada por tres ríos, los ocres, los sienas de las montañas tostadas, los retazos de verde neutro y quemado que las sombrean, la aspereza de la tierra seca, la pertinaz presencia de la luz, el calor, el sol: los colores, las formas, la luminosidad que ha vivido siempre”. Entonces ya sabía que Jesús había sido profesor de mi hermano, en especial de francés y de dibujo. También sabía que el caballete, los tubos de pintura, la paleta, la bata y los pinceles de mi hermano, que acabé haciendo míos en los calurosos veranos de Mequinenza, tenía el origen en las clases que Jesús Moncada daba, por amor al arte, a los adolescentes del Pueblo a mediados de los años sesenta. Fue siguiendo la huella de otro escritor mequinenzano, Edmon Vallès (1920-1980), que el 23 de febrero de 1981 coincidí, ahora en persona, con Jesús Moncada en el Ateneu Barcelonès. Aquella noche, mientras en Madrid la Guardia Civil entraba con armas en las manos en el Congreso de los Diputados, en el Ateneu Barcelonès se hacía un acto en memoria de Edmon Vallès, muerto hacía poco y muy vinculado a esta institución cultural. Jesús Moncada era íntimo amigo de Edmon Vallès y no podía faltar en aquel homenaje al historiador y periodista mequinenzano. Antes de comenzar el acto, me presenté a Jesús. Él se acordaba bastante bien de mi familia, en especial de mi hermano, pero me dio la impresión que del greñudo y barbudo tunante que le interrogaba, poco sabía. De todos modos, aquella jornada convulsa fue el inicio de una amistad que, tanto en Mequinenza como en Barcelona, nos ha llevado a compartir paseos vespertinos y meditaciones 9
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volanderas sobre la vida y la literatura y, como no podía ser de otra manera, sobre nuestra villa y sus gentes. No hace mucho, otra vez una portada de Serra d’or, la del número del mes de mayo de 2000, reflejaba con una fotografía una parte de mi infancia. En casi treinta años dos veces el Pueblo había motivado la portada de Serra d’or. Bien, en realidad las había motivado la obra de Jesús Moncada, el hijo del Vell que decía mi padre. Pero si en la primera portada, la de marzo de 1971, la fotografía que se reproducía era en color, técnicamente buena pero de interés puramente enciclopédico –una vista aérea de la presa de Mequinenza, todavía inconclusa, y de buena parte de la Horta Vella–, en cambio en la fotografía de la segunda portada –hecha por Jesús Moncada desde los porches de casa Freixes y que sin duda forma parte de la serie que acompañó en 1971 a la publicación de “Crónica del último ron”–, se veían allí un grupo de ociosos hombres mequinenzanos en la plaza Missa, en la esquina del café del Estrafó –oficialmente “Café Centro”, como podemos comprobar también en una instantánea de Ton Sirera publicada en el volumen antes mencionado– sentados con la apostura de aquél que mira de empujar el tiempo. El cambio de perspectiva –de una portada aséptica y fría a una, entiendo, con alma y calor–, reflejaba el hecho que en los años transcurridos entre la una y la otra, se ha dado a conocer una obra literaria de gran calado en la que late, entre otras muchas cosas, la vida y las circunstancias, de la gente de Mequinenza. De eso, parece que eran conscientes en la redacción de Serra d’or; casi de la misma manera que somos conscientes la mayor parte de los mequinenzanos. Nadie como los mequinenzanos para darnos cuenta, sin ingenuidades y más allá de los reconocimientos externos, del significado y la importancia de la obra literaria de Jesús Moncada, uno de los nuestros. Y si bien eso no nos 10
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consuela de los padecimientos que, como colectivo, sufrimos hace ya más de treinta años, al menos nos reconforta. Hace que sea un poco más soportable la pervivencia de unos recuerdos –cada día más inciertos, cada día más deshilachados, tal como nos recuerda Jesús– que nos ligan a un tiempo y a una antigua villa hundida justo en la confluencia del Ebro y el Segre. HÈCTOR MORET
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NOTAL EDITORIAL Los textos recogidos en este volumen, excepto el primero, se redactaron en respuesta diferentes demandas y compromisos, lo que explica el carácter heterogéneo de la recopilación, aunque el predominio temático de Mequinenza y del Ebro resulta evidente. Se traducen de la edición preparada por Edicions 62. Ésta es la relación de escritos que conforman Cabòries estivals i altres proses volanderes: “Crónica del último ron”, en Serra d’or, pp. 17-19. Segundo premio de la “Crida als escriptors joves” de Serra d’or de 1971. Reproducido por Artur Quintana, El català a l’Aragó, Curial Edicions, Barcelona, 1989, pp. 82-88; y un breve fragmento en A. Quintana, La nostra llengua. Gramàtica de llengua catalana, Diputación General de Aragón-Departamento de Cultura y Educación, Zaragoza, 1994, p. 165. “Quimeras estivales”, en El País, 13 de octubre de 1998, “Quadern de Cultura”, pp. 1-2. “¿Asedio y destrucción de Sedaví?, en Via fora!, 11, verano de 1986, p. 5. “La caballería roja”, en El Temps, 137, 2-7 de febrero de 1987, p. 64. Redactado con motivo de la publicación en catalán de La cavallería roja de Isaak Bàbel (traducción de Monika Zgustovà). “Un esbozo con caballos para Francesc Parcerisas”, en El Temps, 149, 27 de abril-2 de mayo de 1987, pp. 53-54. 13
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En el trabajo de Oriol Castnays “Escriptors parlen d’escriptors”, publicado con motivo del Día del Libro de aquel año, a J. Moncada le correspondió hacerlo sobre F. Parcerisas; el texto está inspirado en la obra Latitud de los caballos de este poeta. “Baluarte inútil”, en Setze (suplemento semanal en catalán de Cambio 16), 5, 23 de mayo de 1988, p. 34. “Pequeña historia de un jersey gris”, en El Boscater Negre, Full independent de Gavà (número especial “Homenatge a Josep Soler Vidal”), noviembre de 1988, p. 37. “Memoria del Ebro”, en La Vanguardia. “Revista de Barcelona”, 5 de agosto de 1992, p. 4. De la serie “Paisatges/ Paisajes”, con textos de diversos autores, publicada con el título “Records d’un riu enfurit i calmós” durante los Juegos Olímpicos de Barcelona. “Después del Creixells”, en Ateneu. Revista de Cultura, 16, 4ª trimestre de 1988, p. 4. Redactado con motivo del Premi Creixells de 1988 a la novela Camí de sirga. La tradición quiere que el ganador del galardón publique un artículo en la revista de la institución, el Ateneu Barcelonès, que lo concede. “Tiempo atrás”, en Descobrir Catalunya, 2, mayo-junio de 1997, pp. 58-59. “Nota al pie de la oscuridad”, en Ateneu. Revista de Cultura, 29 (2ª época), marzo-abril de 1998, p. 13. Con motivo del Premi Creixells de 1998 a la novela Estremida memòria. “Una estampa del siglo XVII”. Este texto, redactado en enero de 2002, fue encargado a J. Moncada para formar parte del volumen colectivo Con ojos ajenos: Aragón, coordinado por Ramón Acín y editado por el Gobierno de Aragón.
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—“Querría morirme antes de verlo”. Eso es lo que decían todos los que entonces eran viejos, y los que no lo decían lo pensaban. El viejo Palau, antiguo minero mequinenzano, hace una pausa para acabar de liar el cigarrillo de picadura y encenderlo. El humo, de un olor fuerte, se deshilacha lentamente en la atmósfera espesa del casino de Mequinenza. El local está repleto de parroquianos que toman café, juegan la partida de botifarra o se distraen delante de la mesa de billar donde un grupo bullicioso juega al chapó. Todavía me parece tener ante mí a los viejos de los que habla Palau: mineros jubilados, payeses, barqueros, viejos mequinenzanos de piel endurecida, sobre la que los trabajos y los años han sedimentado posos ásperos, casi minerales. Los veo iracundos, modorros y malhumorados, unos en la puerta del bar de Benjamín, otros debajo de los soportales de la plaza de la Vila, mientras comentaban la noticia que había trastocado la vida de Mequinenza, y recuerdo las palabras que Palau acaba de repetir ahora: “Querría morirme antes de verlo”. Pero de eso hace muchos años; tantos, que casi todos los que formularon este deseo ya están en el cementerio; tantos, que Palau ya se ha vuelto viejo, tan viejo como lo eran entonces los otros, y ahora su voz, antes profunda y recia, es lenta, entristecida, y a veces amarga. —Realmente, en el fondo te resistías a creerlo, de la misma manera que te resistes a creer que se te puede morir un hijo. Te crees que a ti estas cosas no te pueden 17
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pasar nunca en la vida. “No lo harán –te decías–, sería demasiado gordo”. Por otro lado, según contaban, de eso ya se había hablado muchas veces, y al final se había quedado en nada: caldo de borrajas. Y si te lo miras bien, mentar a la descarnada como hacían los viejos, es eso que te decía: incredulidad. Porque, déjate de puñetas: que te canten la tremenda y se te lleven al cementerio no es cosa de risa y a nadie le hace gracia, si no está loco. Fíjate bien que te lo dice uno que está al caer, y que con la mitad del montón de años que arrastra, todavía le sobrarían para dar y vender. Palau bebe un sorbo de su carajillo de ron y chasca la lengua, antes de continuar. —Y es que resulta muy fuerte que te digan: “Ahora haremos dos pantanos en el Ebro, os cogeremos el pueblo por medio y os lo meteremos bajo el agua”. Empiezas a darle vueltas y más vueltas y ¡mira si te consumirías, hombre! Cuesta tragar que te vayan a inundar el pueblo donde vives tú, donde siempre han vivido los de tu sangre, y que te tengas que ir a dios sabe dónde. No, no podía ser verdad. Pero lo fue. Y un día empezaron las obras. Tú te acuerdas, de eso… Sí, me acuerdo de aquello. Me acuerdo del montón de gente extraña que de golpe llegó, como una riada, al pueblo y casi duplicó el número de habitantes de Mequinenza, que eran unos pocos más de cuatro mil; me acuerdo de las orillas del Ebro repletas de máquinas relucientes y estrepitosas, de camiones enormes que iban y venían, de técnicos estirados y engreídos que daban órdenes; me acuerdo de una Mequinenza hinchada por una prosperidad enfermiza y efímera, debida a la afluencia de gente, y que tenía que reventar como una burbuja el día que se terminara la gran construcción. Y también recuerdo otras cosas: la cara de ansiedad de aquellos que llegaban, con la 18
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vieja maleta de madera –los que tenían– atada con cuerdas y cargada al hombro, a buscar trabajo y pan; los perseguidos, que estaban reclamados por jueces extraños, que buscaban escondite entre aquel enjambre de gente para que no los encarcelaran; las agrias tabernas que abrieron sus puertas, en las que el vino hediondo fermentaba a veces con violencias de navaja y sangre; las pobres putas que acudían de la ciudad, los días de paga en las obras, a tumbarse de espaldas detrás de cualquier barracón de madera del campamento de los trabajadores. Yo, como el viejo Palau, soy mequinenzano y me acuerdo de todo: de aquello que digo y de aquello que callo y que tal vez nunca podré decir. —¿Y qué pintábamos allí nosotros en medio de todo aquel barullo? Nada de nada. Se trataba de hacer una presa, de cortar el camino del río: había que producir electricidad y era eso lo que contaba –continúa el viejo Palau, se diría que para él mismo–. ¡Nadie nos aclaraba qué iba a ser de nosotros, como si el destino de todo un pueblo no tuviera importancia! Y entonces comenzó una lucha larga, de más de catorce años, áspera como una blasfemia, que quemaba la sangre de los mequinenzanos. Un día habrá de ser contada. Catorce años marcan, dejan rastro, y la gente se consumía. Nadie hablaba de otra cosa que no fuera el futuro del pueblo, de aquella espeluznante obsesión que no dejaba tiempo para nada más, que se lo tragaba todo. En catorce años hay mucho tiempo para desesperarse poco a poco, para envejecer como Palau, para secarte por dentro y tirarte a la calle cuando ya no puedes más. Pero la cosa no se aclaraba. A veces la esperanza se aferraba a vagas promesas que alguno hacía sentado detrás de una mesa de despacho. Sin embargo, los despachos oficiales siempre han estado muy lejos de Mequinenza. 19
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—Al perro flaco todo son pulgas –masculla amargamente el viejo Palau–. El carbón, que era el pan del pueblo, fue a la baja, las minas empezaron a cerrar y los mineros se iban quedando sin trabajo. En las obras de la presa ya daban empleo, pero, ¿por cuánto tiempo? La gente quería un mínimo de seguridad, y por eso comenzaron a irse familias enteras que buscaban un lugar para trabajar y vivir. Parecía casi la crisis de después de la primera guerra europea, cuando los mequinenzanos se iban a Barcelona y más de una calle del pueblo se quedó vacía, sin un alma. “Todo era provisional, no había nada seguro. Los mequinenzanos, pendientes siempre de lo que pasara, obsesionados, no teníamos tiempo ni ánimos para ocuparnos de nuestro viejo pueblo”. “Tenías miedo que al día siguiente te pudieran echar de tu casa. ¿Cómo ibas a pensar en hacer obras, o modernizarla, ni siquiera repararla, si tal vez fuera trabajo en vano y tirar un dinero que después te podía hacer tanta falta como el pan?”. Y Mequinenza ofrecía cada vez un aspecto más desolado. Las viejas casas, negras de polvo de carbón, se descostraban, e incluso hubo alguna que no pudo aguantar y se derrumbó. —Siempre, cada hora de cada día, no pensabas en nada más que en aquello, en lo que iba a ser de nosotros. Era para volverse loco. A veces no podías más y te decías: “Vale, ya estoy hasta las narices”. Pero en seguida empezabas a hurgar otra vez, a darle vueltas y más vueltas. “Te dabas cuenta de que la gente se amargaba y que empezábamos a incubar resentimientos y odios entre nosotros mismos. ¡Tampoco tenemos madera de santo, coño! No siempre nos poníamos de acuerdo, también hay que decirlo, y sacábamos nuestros intereses y nuestros egoismos…”. 20
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La telaraña que envolvía a los mequinenzanos era cada día más espesa y más enmarañada: asfixiaba. La presa que construían aguas arriba del pueblo estaba acabada; la de aguas abajo, la que había de tragarse Mequinenza, casi también estaba lista. Una hierba extraña empezó a crecer entre las ranuras del empedrado de los callejones del pueblo, como un preludio de destrucción y de ruina. Se paró el reloj del campanario, ya no funcionó nunca más; y no era necesario, porque ya siempre reinaba la angustia y la incertidumbre. Podéis llamar, si queréis, a cualquiera de los que ahora están aquí, en el Casino; de la boca de todos escucharéis las mismas palabras; podéis llamar a Berenguer, Roca, Arbiol, Pons… Todos os podrán contar, si todavía les quedan ánimos, aquella amarga soledad de Mequinenza durante años; la indiferencia, la desidia o la mala baba de casi todo dios delante de nuestro problema… —Habrían querido hacernos doblar el espinazo, cansarnos, mandarnos al diablo por aburrimiento. Estorbábamos, éramos un incordio. Un día, todos los días llegan y los amargos más deprisa que los otros –sentencia el viejo Palau–, el muro de la presa de abajo estuvo listo, el embalse se tenía que llenar y vimos el agua lamiendo las casas de la parte baja del pueblo. Pero el agua iba a subir más, iba a cubrir la mitad de Mequinenza para que las turbinas llegasen a producir la cantidad de energía prevista. Sólo querían indemnizar a la gente a la que se le inundase la casa. ¿Y qué debíamos hacer? ¿Dejar a los otros aquí, condenados a consumirse o a irse de cualquier manera de un pueblo despedazado? ¿Aceptar, por otro lado, que Mequinenza había de desaparecer? Pedíamos que fuese indemnizado todo el pueblo; de esta manera nadie de los que quedábamos se vería obligado a irse de mala manera y tal vez podríamos construir un pueblo nuevo. ¡Costó, ya 21
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lo creo que costó! Mucha gente se ha quemado y todavía se quema, en todo esto, pero al final conseguimos lo que queríamos, después de catorce años… Los mequinenzanos respiramos, aunque no nos lo acabábamos de creer. Ahora, no muy lejos de la vieja Mequinenza, la sentenciada, se yergue un pueblo nuevo, de calles rectas y casas modernas, completamente diferente del otro, el de las calles estrechas y casas negras y callejones en cuesta por los que bajaban de la sierra al río las estrepitosas aguas de las tormentas. —Formamos una cooperativa para construirlo –dice el viejo Palau–, y la empresa que hizo los pantanos ahora nos ayuda. Poco a poco, a medida que quedan listas las casas del pueblo nuevo, los mequinenzanos abandonan las del antiguo. Después llegan las máquinas y derriban las viejas casas. Medio pueblo vive aquí, medio pueblo allí y todo es un gran desbarajuste. Se cae una casa, una calle entera, del café del que uno era cliente de toda la vida. —Yo, en el Casino, puede ser que sólo hubiera puesto los pies una docena de veces en toda mi vida. Yo iba al Victòria; allí encontraba a los amigos, tomaba mi carajillo, jugaba a la botifarra. Un día lo cerraron y lo derribaron. Me quedé aturdido, no sabía adónde ir y todo el día daba vueltas por las calles, como un pirulo… La noche anterior habíamos perdido la partida de botifarra contra Ibars, que iba de pareja con Sagarra, y no hemos podido jugar la revancha. ¡Por supuesto que la hemos de jugar en el infierno! Sí, ahora venimos al Casino, pero no es lo mismo; aquí no sabría ni agarrar las cartas… Creo que me entiendes. Y si ahora que estoy en mi Mequinenza me pasa eso, ¿Qué me pasará allá, en el pueblo nuevo? ¡Si yo fuera joven, aún! Un joven olvida, la sangre le hierve y tiene muchas cosas 22
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por delante. Pero los de nuestra edad ya tan sólo vivimos del pasado; y todo nuestro pasado está aquí, en estas casas que hoy derruyen. ¿Qué haré yo allá arriba, sin calle Major, sin plaza de la Vila, sin soportales y sobre todo sin río? Porque, desengáñate, sácatelo de la cabeza y póntelo en los pies, eso ya no es un río; un río se mueve, crece y mengua, aquí pega una vuelta, allá muerde la orilla, ahora se enfada y tenemos riada: un río está vivo. A este ya le han dado la puntilla; está muerto, es como un hombre castrado. ¡Si ahora lo pudieran ver los patrones que navegaban por el Ebro de antes con los laúdes, la pena les sacudiría los huesos! Calla, el viejo Palau, y no es necesario que diga nada más. Yo, mientras tanto, miro a la gente, esta gente, la mía, que tendrá que empezar de cero, encarada a un futuro incierto, porque allí arriba hay casas nuevas y modernas, pero poco más; hay un problema que tendrá que ser resuelto, de una juventud, un problema de trabajo que queda pendiente. —Ya no seremos como hemos sido hasta ahora –dice Palau–. Nos parecerá que somos los mismos, pero no será verdad: seremos unos mequinenzanos diferentes… Mañana me toca irme; ya no volveré jamás. No querría ver como me tiran la casa… Apura el carajillo de un solo trago y se pone de pie. —Adiós, muchacho… He salido a un balcón del Casino. La noche es oscura, hace mal tiempo. Mequinenza es un montón de ruinas de entre las que sobresalen las casas que todavía quedan de pie. Pasa un tractor cargado: se adivinan en la caja los muebles y las herramientas de toda una familia que se va. Un cuerpo camina entre las ruinas; tal vez busca una casa que ya no es la suya… 23
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Ahora, las máquinas están paradas. Mañana, al clarear, volverán a funcionar; caerán las paredes, y las casas, desolladas, enseñarán las entrañas estremecidas, todavía vivas, todavía con el calor de los que justo en ese momento acabarán de abandonarlas. En unos pocos meses no quedará nada, las aguas subirán, y Mequinenza –la Mequinenza de mi infancia, la de los mineros que volvían al atardecer de la mina con las linternas de carburo encendidas por las calles oscuras, la de los marineros de leyenda que conocían los caminos del río, la de los payeses enjutos, la de los barqueros, la Mequinenza alegre, despreocupada, abierta, irónica y hospitalaria– quedará bien muerta y tendrá para siempre jamás una mortaja de fango. Ya no me dan más papel, tío Palau; siete folios tenía y los he empleado todos. Mañana te los dejaré: léelos. Y si no los sientes que te queman, si no encuentras dolor y sangre bajo la piel de las palabras, échalos al fuego, y calla.
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Índice
Introducción............................................................. 7 Nota editorial ...........................................................13 Crónica del último ron .............................................15 Quimeras estivales ....................................................25 ¿Asedio y destrucción de Sedaví?...............................35 La caballería roja.......................................................41 Un esbozo con caballos para Francesc Parcerisas .......45 Baluarte inútil...........................................................49 Pequeña historia de un jersey gris .............................53 Después del Creixells ................................................57 Memoria del Ebro ....................................................61 Tiempo atrás.............................................................65 Nota al pie de la oscuridad .......................................71 Una estampa del siglo XVII......................................77
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ANA TENA PUY
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Reloj de Bolsillo CHUSÉ INAZIO NABARRO
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Quimeras estivales y otras prosas valanderas JESÚS MONCADA
Quimeras estivales y otras prosas volanderas reúne en un solo volumen todos sus textos publicados durante treinta años en la prensa, desde Crónica del último ron de 1971 hasta Una estampa del siglo XVII de 2003, pasando por Pequeña historia de un jersey gris, 1988, donde evoca los años en que trabajaba en la Editorial Montaner i Simon. Aunque Jesús Moncada no era muy partidario de escribir artículos, en más de una ocasión no ha sabido decir que no a ciertas peticiones y compromisos. Estas prosas dispersas complementan una obra literaria de amplio calado en la que late, entre otras muchas cosas, la vida y las circunstancias de las gentes de Mequinenza.
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Quimeras estivales y otras prosas volanderas JESÚS MONCADA
JESÚS MONCADA
Adónde vamos
Quimeras estivales y otras prosas volanderas
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Jesús Moncada nació en Mequinenza en 1941. Ha publicado tres recopilaciones de narraciones: Històries de la mà esquerra (1981), El Cafè de la Granota (1985) y Calaveres atònites (2000), y tres novelas: Camí de sirga (premios Joan Crexells1988, Ciutat de Barcelona 1989, Crítica Serra d´Or 1989, Nacional de la Crítica 1989), La galeria de les estàtues (1992) y Estremida memòria (premios Joan Crexells1997 y Crítica Serra d’Or 1998). Buena parte de estas obras han sido traducidas a una veintena de lenguas. Ha recibido numerosas distinciones entre las que cabe destacar el I Premi dels Escriptors Catalans de l’AELC (2001) y ese mismo año recibió la Medalla de Isabel de Portugal de la Diputación de Zaragoza, y 2004 fue Premio de las Letras Aragonesas del Gobierno de Aragón.
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Quimeras estivales y otras prosas volanderas reúne en un solo volumen todos sus textos publicados durante treinta años en la prensa, desde Crónica del último ron de 1971 hasta Una estampa del siglo XVII de 2003, pasando por Pequeña historia de un jersey gris, 1988, donde evoca los años en que trabajaba en la Editorial Montaner i Simon. Aunque Jesús Moncada no era muy partidario de escribir artículos, en más de una ocasión no ha sabido decir que no a ciertas peticiones y compromisos. Estas prosas dispersas complementan una obra literaria de amplio calado en la que late, entre otras muchas cosas, la vida y las circunstancias de las gentes de Mequinenza.
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Jesús Moncada nació en Mequinenza en 1941. Ha publicado tres recopilaciones de narraciones: Històries de la mà esquerra (1981), El Cafè de la Granota (1985) y Calaveres atònites (2000), y tres novelas: Camí de sirga (premios Joan Crexells1988, Ciutat de Barcelona 1989, Crítica Serra d´Or 1989, Nacional de la Crítica 1989), La galeria de les estàtues (1992) y Estremida memòria (premios Joan Crexells1997 y Crítica Serra d’Or 1998). Buena parte de estas obras han sido traducidas a una veintena de lenguas. Ha recibido numerosas distinciones entre las que cabe destacar el I Premi dels Escriptors Catalans de l’AELC (2001) y ese mismo año recibió la Medalla de Isabel de Portugal de la Diputación de Zaragoza, y 2004 fue Premio de las Letras Aragonesas del Gobierno de Aragón.