Aniko del clan Nogo / Musgo Blanco

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Entre las cubiertas de este libro, el lector encontrará dos novelas de Anna Nerkagui: Aniko del clan Nogo, su ópera prima, y Musgo blanco que es fruto de su vida en la tundra, experiencia singular que ha culminado en un nuevo descubrimiento de su gente y un replanteamiento de su visión del destino de su tierra. En Aniko del clan Nogo, el mundo de la tundra aparece duro y apacible a la vez. Sorprende la expresión común de importancia y dignidad patente en los ojos de los nenezos, de sus ídolos de piedra y de las bestias de la tundra. Por primera vez en la literatura rusa, la escritora se atreve a plantear el drama de la protagonista –representante de una etnia minoritaria– que se encuentra en una encrucijada entre dos formas de vida y dos culturas: la de su propio pueblo cuyo futuro es incierto y poco esperanzador y la de la pujante civilización global. Musgo blanco es una especie de secuela de Aniko del clan Nogo. Las dos novelas están vinculadas por el protagonista y el argumento, pero, a diferencia de Aniko del clan Nogo, donde la trama se construye en torno a la experiencia personal del personaje principal, en Musgo blanco el contexto se amplía hasta abarcar el panorama de crisis actual que está viviendo hoy la comunidad neneza. El motivo vinculante de Musgo blanco es el motivo del camino. Camino que conduce del pasto al pueblo, del desamor al amor, de la infancia a la vejez, de la tundra a la civilización... El amor como el rey de los sentimientos, como la sangre que da vida al género humano convive en la novela con el amor entendido como una ofrenda que se hace en nombre de la vida que es una lucha callada por uno mismo y contra uno mismo.

Aniko del clan Nogo Musgo Blanco Anna Nerkagui

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Anna Nerkagui nació el 15 de diciembre de 1952. Su llegada al mundo se produjo en una tienda de pieles que su padre había levantado en uno de los valles que cortan las vertientes de los Urales polares, donde los Nerkagui solían acampar durante sus migraciones anuales en busca de pastos de invierno para los renos de su rebaño. Antes de cumplir siete años, Anna comenzó su periplo por internados donde cursó sus estudios de secundaria y en 1970 se trasladó a Tyumén para estudiar geología. Pero sintió una llamada de los grandes dioses de la literatura que no pudo desatender. Su primera novela –Aniko del clan Nogo– se publicó en 1976 en Moscú y le valió ser admitida en la Unión de escritores de la URSS. Tras la publicación de Ilir (1979), guardó un largo silenció creativo. Los nenezos somos gente de pausas –dice la escritora explicando su inactividad literaria que duró 16 años–: La vida misma se ha convertido para mí en un acto de creación que no tiene fin. En Musgo blanco (1995) y El Callado (1996), Anna Nerkagui traza el balance emocional y espiritual de su vida nómada en un momento histórico en que el desarrollo industrial del territorio afectó de pleno el hábitat tradicional de la población autóctona. Posteriormente, la escritora publicó varios libros que dieron a conocer una nueva faceta de su talento: son colecciones de leyendas, refranes, canciones, adivinanzas y breves narraciones, a menudo en forma de fábulas. Pero, según Anna Nerkagui, su obra principal es Tierra de Esperanza, que no es un libro sino un proyecto que abarca la construcción de un centro de enseñanza y una iglesia ortodoxa, la redacción y edición de libros y la transformación de la tierra neneza, entendida como un proceso que ha de alcanzar su plena realización en la eternidad.

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OTRO TÍTULOS DE LA COLECCIÓN viceVersa 1

Adónde vamos. Ana Tena Puy

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Reloj de bolsillo. Chusé Inazio Nabarro

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Quimeras estivales y otras prosas volanderas. Jesús Moncada

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El cura de Almuniaced. José Ramón Arana

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Tren de la Val de Zafán. Libro Colectivo de relatos

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Allí donde el viento sopla para agitar las hojas de los árboles. Chusé Inazio Nabarro

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El libro de Catòia. Joan Bodon

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El juguete rabioso. Roberto Arlt

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Licantropía. Carles Terès

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En medio de la nada.Yevgueny Zamiatin

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El último héroe. Henrik Tikkanen

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Mañana fue la guerra. Boris Vasiliev

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ANIKO DEL CLAN NOGO MUSGO BLANCO Anna Nerkagi

Introducción: Natalia Dvortsova Traducción: Aleksey Yéschencho

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Título original: Анико из рода Ного (1974) y Белый ягель (1996)

Diseño de colección y dibujo de portada: Ricardo Polo. Equipo de Diseño Gráfico de Prames

1ª edición en español, noviembre de 2018 Este libro ha recibido una ayuda por parte del Departamento de Educación, Universidad, Cultura y Deporte del Gobierno de Aragón

© Anna Nerkagi © de esta edición Gara d’Edizions © introducción Natalia Dvortsova © traducción Aleksey Yéschenko © adaptación Chusé Aragüés y J.S. Roy GARA D’EDIZIONS Avda. Navarra, 8 E-50010 Zaragoza www.garadedizions.com e–mail: gara@garadedizions.com I.S.B.N.: 978-84-8094-413-7 Dep. Legal: Z 1809-2018 Imprime: INO Reproducciones, s.a. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización previa de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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ANIKO DEL CLAN NOGO El lobo apoyó el hocico sobre sus patas delanteras y aplicó el oído a los aullidos de la tempestad. Aquí, en el hoyo cubierto por una gruesa capa de nieve, el animal disfrutaba del calor y de una plácida calma, pero su cuerpo se estremecía, de vez en cuando, por unos temblores que lo obligaban a entornar los ojos. Llevaba varios días sin probar bocado. Por su mente astuta y un largo historial de fechorías y ataques, los nenezos lo apodaban Diablo Cojo. Tras entrar en cuentas consigo mismo, el lobo pensó que un breve sueño le vendría bien para reponer fuerzas y salir en busca de algún reno para atraparlo y saciar el hambre. Los pastores a menudo dejaban al lado del camino las reses más débiles que se rezagaban del rebaño. Pensando volver a recogerlas a la mañana siguiente, el dueño hincaba junto al exhausto animal un palo que tuviera un par de ramas, lo cubría con una piel para darle forma de figura humana e introducía en el improvisado espantajo otra rama más para que este se pareciera a un hombre parado en medio de la tundra y armado con un fusil. Diablo Cojo no les tenía miedo a semejantes monigotes. Sin embargo, se acercaba al reno tendido en el suelo con recelo y cautela. Desde hacía mucho tiempo, tenía bien aprendida una ley cruel e injusta: una bestia de dos patas siempre mata a otra de cuatro. Y sabía que, para salir adelante, tenía que acatar sus leyes y esperar el momento oportuno para ajustar las cuentas. Lo conocía por su propia experiencia: perdió una pata trasera por culpa de un hombre... Antes, en su alma no había maldad ni odio hacia la gente. Vivía feliz. Tenía su guarida escondida bajo tierra, una loba y cuatro cachorros de frente ancha. Pero un día, volviendo a casa, cayó en una trampa. El cepo era enorme y lo armaron pen3

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sando en una presa grande, no se podía comparar con las trampas que el hombre solía utilizar para cazar a los estúpidos zorros. El lobo pasó toda la noche tratando de deshacerse de aquella trampa. Y, con las primeras luces de la mañana, al percibir un fuerte olor a hombre, con sus propios dientes se cortó a cercén la pata atrapada en el cepo. Después de aquel accidente, Diablo Cojo abandonó la manada. Los años de soledad le aportaron la inteligencia y la agilidad que necesitaba para vivir. El sueño fugaz del lobo fue roto por un breve sonido, similar al grito humano. El animal aguzó las orejas. Miró para el lugar de donde venía el peligro, y en su cuello se marcaron cicatrices y costurones. El grito, amortiguado por los gemidos de la ventisca, volvió a oírse una vez más. El lobo sintió una ira caliente, abrasadora: “¡Ahí viene la bestia de dos patas!”. Emitiendo un gruñido apagado, se encogió sobre el estómago vacío. El paso del calor al frío no tiene nada de agradable. Una ráfaga de viento lo golpeó en el costado, y Diablo Cojo estuvo a punto de caer. Tres patas no es lo mismo que cuatro. El animal se mantuvo inmóvil un corto espacio de tiempo y luego, andando sin prisa y cojeando, se dirigió hacia el punto desde donde venía el olor. *** El pequeño campamento se agazapaba bajo una manta de nieve. De noche, la tormenta de nieve siempre parece más peligrosa que durante el día. Había veces que los palos que formaban la armazón del chum1 no resistían los embates del viento, y este destruía la casa que daba cobijo a la gente llevándose consigo sus pertenencias. Pero aquí, en un recodo del desfiladero defendido por las montañas, la tempestad no era tan temible: las acometidas 1 Una especie de tienda de campaña en forma de cono, compuesto por dos o tres docenas de postes que se juntan en sus puntas de arriba y cubierto de pieles.

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del vendaval pasaban sobrevolando muy alto, dejando detrás de él una cola nivosa y blanquecina. En el desfiladero había tres tiendas que constituían una especie de caserío ambulante. Un chum era propiedad de Seberuy Nogo; su amigo Passa Ledkov tenía el suyo casi pegado al de Seberuy; y, un poco más lejos, se hallaba el tercer chum donde vivía Alioshka Laptander con su madre y hermanos menores. Los chums estaban rodeados de trineos, semihundidos en la nieve bajo el peso de grandes bultos de enseres, atados a los vehículos con cuerdas. Había también trineos vacíos, que parecían estar cargados de nieve. A la entrada de cada chum había pilas de leños y ramas secas. En la tundra, el combustible es escaso, y la gente aprovecha cualquier ocasión para hacer acopio de leña. Aunque la tormenta no era muy feroz, algunas rachas de viento se metían en la hendidura del desfiladero haciendo crujir los trineos amarrados a los postes y golpeando furiosamente contra las paredes de los chums, pero las pieles solo gemían, resistiendo las acometidas del viento y la nieve. La vida en la tundra es severa no solo por el clima, es dura por el modo de vivirla. El tiempo aquí parece haberse detenido y congelado, y da la impresión de que, de un momento a otro, un enorme mamut haga acto de presencia emergiendo del remolino de la ventisca. A una hora incierta de la mañana, la tormenta de nieve se había calmado, pero el pesado cielo de color plomizo estaba tan bajo que, a nivel del suelo, todo quedaba hosco y sombrío. Con un tiempo así, a nadie se le ocurría abandonar el lecho, y, en las puntas de las tiendas escondidas en el fondo del desfiladero, no se veía ni una señal de humo. A corta distancia de las tiendas, en un lugar apropiado, se encontraba la majada donde el rebaño de renos pasaba la noche. Un bosque de poderosos cuernos se balanceaba en el viento. Los animales se mantenían muy juntos, calentándose unos a otros. 5

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La mañana del día anterior, al ver que la sierra de Saurey fruncía el ceño y el cielo se cubría con un toldo sombrío, Passa había conducido el rebaño a esta majada que quedaba más cerca de la gente. En la tundra hay que estar prevenidos para lo peor, por si acaso... Y su intuición no le había engañado. Passa y Alioshka habían pasado toda la noche con los animales, dispuestos a atender cualquier imprevisto. Sentado en su trineo, Passa no apartaba la mirada de los picos de los chums con la esperanza de detectar el primer brote de humo. ¡Qué bueno sería tomar un sorbo de té caliente! El frío lo estaba congelando por dentro, aunque el sávak2 que llevaba era nuevo y su pelaje todavía era bastante denso. Los carámbanos de hielo que colgaban de sus cejas y bigotes tintineaban como bolitas de cristal, y Passa se los quitaba con mucho cuidado. Alioshka trataba de encender una cerilla, pero la cajita estaba mojada y el fósforo no prendía. —Esta es la última tormenta del año –dijo Passa, pasándole a Alioshka su caja de cerillas. —¿Por qué? —Porque trae mucha rabia. Es una tormenta poco amable. Un rato después, el cielo parecía casi inocente; aquí y allá, a través de las nubes desgarradas y revueltas, aparecían, como un avance de la próxima primavera, unas tiras de azul tímido, y solo un nubarrón negro y peludo cubría la cresta de Saurey. Seberuy no pegó ojo durante la mayor parte de la noche, escuchando los rugidos desesperados de la tempestad. Cuando se producían tales tormentas, las diez pieles que revestían las paredes de la tienda parecían telarañas. Además, Buro, el enorme perro viejo pegado a su costado, se revolvía sin cesar y, con cada vuelta que daba, le quitaba la yagushka3 que le servía a Seberuy de manta. Buro también estaba despierto. Hoy, dueño y perro se quedaron solos en casa. 2 Abrigo de invierno forrado de pieles que llevan los varones. 3 Prenda ligera de pieles sin capucha y con el pelo para fuera que llevan las mujeres.

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Dos días antes, la esposa de Seberuy enganchó una yunta de renos a un trineo de paseo y se fue de compras llevándose consigo a su hija pequeña; de paso, se proponía visitar a una amiga cuya familia acampaba cerca del pueblo donde estaba la tienda de comestibles, materiales y utensilios de uso cotidiano. Poco después de su salida, se desencadenó una tormenta de nieve, y Seberuy, por supuesto, estaba preocupado porque el temporal podía pillarlas en el camino. Seberuy pasó en vela casi toda la noche y se durmió bien entrada la mañana. Soñó con que su esposa y su hija ya habían regresado y estaban tomando el té. La niña le pedía que la cogiera en brazos, y Seberuy, sonriendo felizmente, se levantaba de la cama para colmarla de caricias. Cuando se despertó, el viento ya había amainado tanto que dejó de sacudir las paredes de la tienda, y la nieve ya no se introducía por el hueco para el humo. Buro se levantó y aguzó las orejas, aplicando el oído a los ruidos que venían de la calle. “Han llegado Passa y Alioshka”, pensó Seberuy, y en seguida oyó la voz de Passa: —Nevé4, levántate, tienes la casa hecha una bola de nieve. —No es nada, hay veces que la nieve tapa el mukadansí5. Seberuy descorrió la cortina de pieles que cerraba la entrada y oyó el sonido de la pala entrando en la masa compacta de nieve: Passa estaba abriendo un pasillo para llegar al chum desde el exterior. Para ocuparse de algo, Seberuy quitó la nieve que cubría las pieles de la cama y encendió la estufa. Su esposa, antes de irse, había preparado una brazada de leña seca, y Seberuy no perdió mucho tiempo en este quehacer, aunque los nenezos creen que, después de una tormenta de nieve, solo una mujer es capaz de encender el fuego del hogar. 4 Amigo. 5 Hueco para el humo que se deja abierto en el punto más alto del chum.

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Al salir fuera, Seberuy entrecerró los ojos porque la nieve brillaba cegadoramente blanca. Se sentó junto a Passa en el trineo, y los amigos se pusieron a hablar de los renos y de la tormenta. Seberuy tenía sesenta y cuatro años. Era de estatura pequeña, y sus ojos grises siempre estaban atentos y amables. Passa parecía más joven que su amigo, aunque tenía la misma edad. También era pequeño, pero más ancho de hombros y, al caminar, derrochaba garbo y gracia. En la forma de andar de los nenezos, todo es suavidad, seguridad, orgullo y dignidad. Passa se ajustaba el abrigo por medio de un cinturón de piel con tiras de tela roja y tachonado con botones de cobre de fabricación casera. En la espalda, colgaban del cinturón, como distintivo del buen cazador que era, cinco dientes de lobo que pendían de sendas cadenitas de bronce. Ajustada al costado, tenía la vaina del puñal, decorada con placas de cobre, y un punzón con mango de madera colocado en un estuche de hueso. Entre los nenezos, un hombre es apreciado por su cinturón. Por otra parte, si los bajos del abrigo le cubren las rodillas y quitan soltura al caminar, se cree que es difícil que sea buen cazador y hábil pastor. Pero este no era el caso de Passa, que siempre andaba apuesto y listo para lo que fuera, y cuando salía del chum por corto tiempo, se ataviaba como si se propusiera ir de caza. Gozaba de un respeto enorme no solo en el campamento, sino en toda la tundra. Como cazador, era uno de los mejores; conocía los lugares que eran ricos en musgo y sabía conducir un árguish6 por cualquier desierto cubierto de nieve y falto de caminos. La gente lo apreciaba también porque era tenaz y consecuente. Sucedía a veces que un padre no quería que su hijo fuera a la escuela; entonces Passa le hacía una visita. Algunas veces dejaba sus tareas y recorría muchos kilómetros para hablar con un padre obstinado por tener a su hijo en casa. Durante la ceremonia del té, después de interesarse por cómo iba la caza del zorro y preguntar si el lobo seguía causando pro6 Caravana de trineos tirados por renos.

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blemas, de improviso, como por azar, Passa le pedía al anfitrión que cerrara los ojos y luego le decía: —No ves nada, como si estuvieses ciego, ¿sí? Al recibir la respuesta, continuaba... —Ahora abre los ojos. Se hizo la luz, ¿verdad? Si sabes leer el papel, andas por la vida con los ojos abiertos; si no lo sabes, eres un ciego. Hoy en día, uno necesita ver algo más que la huella de un zorro. Los pastores tomaban a risa sus explicaciones, pero dejaban que a los niños se los llevaran al internado para que aprendieran a leer. Además, Passa se distinguía por una capacidad innata y portentosa de creer. Llegó el poder soviético, y Passa fue el primero en creer en él y en ayudarle. Luego hubo una guerra, y Passa creyó en la victoria. Y esta fe y la entrega al trabajo tuvieron su recompensa. Passa y Seberuy fueron condecorados con sendas medallas en cuyo anverso se podía leer: “Por el trabajo heroico en la Gran Guerra Patria de 1941-1945”. Ahora creía firmemente en que a los niños se les debería enseñar a leer y escribir, para que aquellos que parecían más despiertos inventaran un chum bueno y cálido, donde, en invierno, uno pudiera despojarse del abrigo de pieles en cualquier momento y no solo cuando la estufa estuviera caliente. También sería bueno tener una radio que contara de vez en cuando en la lengua de los nenezos sobre lo que ocurría en el mundo y una bombilla que se encendiera y se apagara, como en el pueblo. Eso era lo que pensaba Passa, pero por ahora guardaba todos estos pensamientos en su cabeza. Esperaba que su hijo, que ahora estaba cursando el sexto año de la secundaria, creciera y comenzara a comprender cosas serias. Passa invitó a Seberuy a su tienda, donde lo agasajó con un té de primera, y ahora, sentado junto a su amigo, estaba terminando su cuarta taza. Bebieron, como siempre, sin prisa y con calma. En la tundra, el té es todo... 9

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MUSGO BLANCO A Konstantín Yákovlevich Lagunov, por la bondad que sembró en mi alma y la confianza que depositó en mí. Para el viejo Petko, la boda de su joven vecino tuvo el impacto de un puñado de sal vertido en una herida. El matrimonio es una institución de vital importancia cuya parte imprescindible es la boda, quién lo duda, y no hay pena ni dolor –sobre todo si es ajeno– que pueda deshacerla, al igual que una piedra tirada al agua es incapaz de detener el curso de la corriente. Al acogerla en su lecho, el río volverá a fluir con la misma fuerza que le ha otorgado la ley de la vida. Hacía un año que Lamdo, su esposa, había partido al otro mundo sin haber cruzado el umbral de la vejez. Ahora Petko no tenía a nadie que pudiera encender el fuego de su hogar, poner la mesa del té o remendar sus calcetines. Cuando muere una esposa, se lleva consigo la mitad de la vida de quien ha sido su marido, y luego ha de pasar algún tiempo antes de que el hombre se dé cuenta de que una parte importante de su alma ha quedado vacía. El chum de Petko fue desmontado, y los postes que formaban su armazón y las pieles que la cubrían fueron a parar al lugar conocido con el nombre de Tres Árboles, donde los nenezos, desde hacía muchos siglos, retiraban las pertenencias de los difuntos. Petko se fue a vivir con Vanu, su amigo de toda la vida, que lo acogió en su tienda. Los viejos dirían: “se ha ido a vivir detrás del hogar”, dando a entender que el aludido ya no vivía en su casa, sino en la de otra persona. El viejo Petko tenía dos hijas que vivían en alguna parte. La mayor había abandonado la casa paterna hacía mucho tiempo 10

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‒Petko ni siquiera recordaba el año de su partida‒ y no había vuelto nunca, mientras que la menor venía con cierta regularidad. ¡Qué felices se sentían los padres con las visitas de la pequeña! Como los pájaros viejos que acicalan las plumas de su único vástago, ellos la colmaban de cuidados y atenciones y la vestían con las mejores pieles guardadas para la ocasión. Pero, al final de cada verano, la hija se iba como un polluelo que le tiene miedo al invierno y emigra a las regiones donde hace calor. La mujer de Petko murió un día de invierno muy frío, y tal vez por eso el pájaro-hija no fue a su funeral. El joven vecino, el que se casaba hoy, andaba tan enamorado de su hija que Petko y su esposa lo tenían por un pretendiente formal de su pájaro-novia. Siendo niños, jugaron juntos, crecieron juntos, y una vez Petko los vio mecer una bota vieja convertida en cuna. No obstante, los padres tenían también otro recuerdo menos grato. En una de las visitas del pájaro-hija, que tuvo lugar en primavera, su cama estuvo vacía durante toda la noche, y al amanecer sus mejillas relucían como moras maduras. Los padres, sintiendo vergüenza ajena, no se atrevieron a preguntarle nada... Había que ver el dolor estampado en los ojos de Alioshka cuando Petko levantó el jorey para aguijonear a los renos de su trineo, en el que su hija menor se iba para no volver. Ahora, mientras los vecinos del campamento se preparaban para la boda ‒aunque lo que se estaba montando en la tienda de Alioshka difícilmente podría considerarse una boda‒, la sensación de haber sido ofendido humillantemente no abandonaba a Petko. No, la gente antes se casaba de otra forma. Hubo un tiempo en que los calderos hervían casi vacíos y la vida no daba para grandes festejos. Pero siempre hubo bodas, ricas y pobres. Y siempre hubo invitados, cuantos más, mejor. Porque cuantas más palabras amables decían los invitados, más felices se sentían los recién casados. 11

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Esta boda no contaba con invitados, porque así lo quiso el joven vecino. No se envió ningún mensaje a ningún campamento vecino, no se invitó a ningún pariente cercano ni lejano. Se cometió el grave pecado de no sacrificar dos crías de reno, uno del campamento del novio y otro del de la novia, para bendecir con su sangre el trineo sagrado. Y no se celebró ninguna fiesta en la casa de la novia. Solo se tomó un trago, como un té de todos los días, sin pronunciar las palabras propias de una celebración así. El traslado de la novia al campamento del novio se hizo de forma anodina, como si se tratara de una carga de leña y no de una joven que iba a ser dueña del chum. No hubo canciones ni alegrías, y la gente se sintió ofendida por la terquedad incomprensible del novio. La madre de Alioshka, que había envejecido últimamente, vivió esos días como un sueño. La mujer no podía entender lo que estaba pasando. Eso no era una boda, porque, por un capricho de su hijo, los ancianos del campamento se habían convertido en muñecos de trapo con los que él hacía juegos malabares. Los padres de la novia, al ver que algo iba mal, buscaron un motivo para no ir a la casa del novio. Y cuando el trineo de la novia estaba a punto de partir y Alioshka iba a dar la señal de marcha, su madre, que iba en otro trineo, miró el rostro sorprendido de la madre de la novia, su compañera, y le entraron deseos de salir huyendo como una bestia que se lleva su presa. Y mientras se alejaba del campamento de la novia, a menudo volvía la cabeza. Y se preguntaba si habría otra forma de hacer las cosas, diferente de la que había escogido su hijo. Decidió por fin que había que aceptar la vida tal como venía e hizo como la vieja loba que, al ir de caza, no retrocede sabiendo que, en la guarida, la esperan sus cachorros flacos y hambrientos. Cuando regresaron a su campamento y llegó el momento de celebrar el rito sagrado de introducir a la novia en su nueva casa, la madre de Alioshka recordó el dicho que hablaba de lo fácil que es entrar y lo difícil que resulta salir y, apretando más fuerte de lo necesario la mano de la nuera, se detuvo en el umbral de 12

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la tienda. Un miedo abrasó su alma: ¿serían felices los recién casados? ¿Tendría suerte esta buena chica viviendo con su hijo en esta casa? ¿O tal vez su hijo tenía razón? Al fin y al cabo, tenía la cabeza sobre los hombros. Después de todo, ya contaba con veintiséis años, era un hombre adulto. Adulto, sí, pero, a su edad, algunos ya tenían dos o tres niños correteando por la casa. ¿O es que la verdad de antes ya había dado paso a una verdad nueva y completamente diferente? De ninguna manera. El mundo seguía igual y la ley de la vida era la misma de antes: vivir y trabajar honestamente. Todo iría bien. En vano, los ancianos decrépitos se ponían a llorar, como somormujos, esas estúpidas aves que hacen corrillos a la orilla del lago cuando el cielo se oscurece antes de que rompa a llover. Todo iría bien, y, lloviera o nevara, el sol volvería a salir. Sin soltar la mano de la novia que parecía confusa y turbada, la mujer se adelantó para cruzar el umbral y se detuvo para recordar las palabras que su suegra le había dicho una vez: —A partir de ahora esta es tu casa. Vas a vivir aquí ‒dijo sin soltar la mano de la joven, y la llevó hacia la cama donde la hizo sentarse, comprendiendo con su delicado corazón de mujer que, a los ojos de la novia, la casa ajena siempre se presenta extraña y fría y, por muy cariñosas y tiernas que puedan sonar las palabras de bienvenida de la suegra, la novia las percibe a su manera. Después de encender el fuego del hogar con la rapidez y habilidad propias de la mujer de la tundra, la madre de Alioshka cortó carne, la echó en el caldero, ahumado y negro por fuera, y lo colgó sobre el fuego. Mientras sus manos se movían mecánicamente, el corazón y la mente se dedicaban a lo suyo. La mente le susurró con intención burlona y mordaz: “La gente de la tundra se reirá de la boda de tu hijo. Las mujeres cotorrearán como cornejas, y las palabras-gusanos se arrastrarán por la nieve haciendo saber que fuiste tú quien picó carne para el caldero y encendió el fuego de la nueva vida con tus manos pecaminosas. Te has olvidado de que la tradición exige que, 13

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en una boda normal, la novia y la madre del novio se abstengan de hacer nada. Quien incumple esta ley comete un pecado que mancilla la boda, sea esta pobre o rica”. “Digan lo que digan, haz lo que creas oportuno ‒replicaba el corazón, noble y prudente‒. Aunque te expongan a la vergüenza pública, has conseguido casar a tu hijo... ¿Acaso hay algo malo en ello? A partir de ahora, no estarás sola, hundida en la angustia, y dejarás de llorar como llora la madre-pájaro en el nido vacío. Una nueva vida florecerá en el tuyo, y quienes gastan saliva en regañinas y reprimendas, vendrán a sentarse a la mesa de los recién casados”. Cuando vio que la carne estaba en su punto y que el hijo entraba en el chum, la madre salió al exterior y corrió al chum vecino. Había que invitar a los vecinos, que eran casi lo mismo que los parientes. A lo mejor, al verlos, el hijo atemperaría el rencor arraigado en su ánimo. Sería bueno que los dos ancianos más respetados del campamento se sentaran junto a la joven, que no venía aquí a pasar el rato, sino a formar una familia. Los ancianos la esperaban. Olfateando el tabaco, estaban sentados uno al lado del otro, como dos aves en un bazar, y hablaban en voz baja. Al dejar caer a su espalda la piel de la entrada, la madre de Alioshka se sentó, como le correspondía a la mujer, sobre uno de los tablones del suelo y guardó silencio respetuosamente. —Os invito a la mesa de los novios ‒dijo al fin y, sin esperar respuesta, se fue. Estaba segura de que irían tras ella y de que juntos convencerían a su hijo de que, en un día como aquel, era necesario tener invitados a la mesa. Los nenezos siempre habían obrado así. La novia se sentaba al lado del novio, rozando con su rodilla la rodilla de quien iba a ser su hombre. Esa era la verdad de la vida. Se abrió la piel de la entrada y, uno tras otro, entraron los ancianos. Alioshka los miró displicente, pero no dijo nada. Los viejos le parecían dos niños obstinados que no entendían la importancia del juego en el que estaban metiendo sus narices. Él había pasado varios días en silencio. Las palabras, bien sea dichas 14

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o calladas, no tienen ningún sentido. No hay palabras que puedan expresar el amor. Las palabras son polvo. Si la gente guarda más silencio, más fuerte es el amor. El silencio tiene una ternura y un sufrimiento especiales, el sufrimiento es la sangre del amor... La madre de Alioshka se acercó a la novia y la condujo hacia el lugar donde la mujer neneza se sentaba solo una vez en su vida: en la cama, cerca del novio, y no en los tablones del suelo, donde había de pasar el resto de su vida. Mientras llevaba a la joven, sosteniéndola con las manos que le temblaban de emoción, vio por el rabillo del ojo que la cara de su hijo se había crispado en una mueca de disgusto, y un sentimiento de alarma volvió a inundar el corazón de la madre. Aparentando despreocupación, les sirvió té a los ancianos y también se sentó a la mesa, pero inmediatamente se levantó y comenzó a arrojar ramas secas al fuego. Creyó que, si ella dejaba de moverse, el hijo se levantaría, encogería los hombros y apartaría la mesa con su mano fuerte diciendo: “Basta, ha sido una broma... Yo no quiero casarme”. Sí, si ella dejaba de moverse, él se levantaría, y nadie sería capaz de hacerlo sentar de nuevo. Pero ni el té espeso y caliente ni la carne sabrosa y ni siquiera un trago de bebida espirituosa pudieron animar una boda mal pensada y peor compuesta. Los ancianos, a pesar de parecer dos rocas imponentes, no acababan de entender la gracia de la celebración a la que estaban asistiendo. Y permanecían callados, como esas aves de otoño que se sumen en el silencio por temor a que, si abren los picos, un desastre venga a destruir su nido. Cuando llegó el turno del suculento caldo, bebieron un segundo trago, pero nadie se atrevió a brindar como un día tan señalado se merece. Alioshka bebió también de su taza mirando hacia delante, como si no lo rodearan personas, sino sombras muertas de hacía mucho tiempo. A él, que había tomado el gusto por vivir la vida según las reglas de los mayores, le parecía ridículo decir palabras vacías y esperar que alguien las dijera también. Una ira incontenible le oprimía el corazón. Le entraron deseos 15

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de levantarse, volcar la mesa, dispersar a los venerables ancianos y poner del revés la casa y todo lo que la gente había inventado para ocultar la miseria de la vida y de su alma. Aquello no era una boda, era un funeral. Él estaba enterrando ese día lo más puro y precioso que había conocido en su vida, lo que atesoraba en su alma como el secreto mejor guardado. Un secreto que lo deleitaba y lo torturaba a la vez, haciendo que sus recuerdos agridulces lo enervaran. Alioshka sabía que estaba dando sepultura al amor. Nadie podía divertirse ni reírse en un funeral. ¡Nadie! Y a nadie le importaba la forma en la que él celebraba una boda que era un funeral. Esa era su vida, y él era libre de vivirla como le daba la gana. Nadie ni nada ‒ni las ancestrales costumbres ni el respeto al qué dirán‒ tenía derecho a decirle cómo debía casarse. De repente le entraron ganas de llorar, quiso que las lágrimas corrieran por sus mejillas. No porque deseara que sintieran lástima por él..., era por el deseo de ayudarse a sí mismo. Ahora estaba solo... La gente andaba pisando las flores, sin fijarse en los tallos rotos ni en los pétalos aplastados, y nadie se daba cuenta de que estaba matando el amor. Los viejos no tardaron mucho en buscar un motivo para despedirse y, en cuanto la mujer quitó la mesa, empezaron a preparar su retirada. Aspiraron una brizna de rapé para dilatar el tiempo y hacer compañía a la pobre mujer antes de que se quedara a solas con su hijo. El primero en levantarse fue Vanu, quien, al dar unos pasos, se detuvo en la salida como dudando, buscó con su mirada grave los ojos de Alioshka, pero solo hizo un gesto vago y se fue. Mientras Petko atravesaba el corto espacio que lo separaba de la salida, Alioshka no quitaba la vista de la espalda encorvada de aquel hombre, padre de la joven que le había roto el corazón. Quería que se quedara en su casa y le cantara una canción sobre su hija, una canción que le sonara como a reproche. Tomarían un trago, y luego otro, y llorarían por lo que les había deparado el destino. Él, por casarse sin amor, y Petko... 16

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Anna Nerkagui nació el 15 de diciembre de 1952. Su llegada al mundo se produjo en una tienda de pieles que su padre había levantado en uno de los valles que cortan las vertientes de los Urales polares, donde los Nerkagui solían acampar durante sus migraciones anuales en busca de pastos de invierno para los renos de su rebaño. Antes de cumplir siete años, Anna comenzó su periplo por internados donde cursó sus estudios de secundaria y en 1970 se trasladó a Tyumén para estudiar geología. Pero sintió una llamada de los grandes dioses de la literatura que no pudo desatender. Su primera novela –Aniko del clan Nogo– se publicó en 1976 en Moscú y le valió ser admitida en la Unión de escritores de la URSS. Tras la publicación de Ilir (1979), guardó un largo silenció creativo. Los nenezos somos gente de pausas –dice la escritora explicando su inactividad literaria que duró 16 años–: La vida misma se ha convertido para mí en un acto de creación que no tiene fin. En Musgo blanco (1995) y El Callado (1996), Anna Nerkagui traza el balance emocional y espiritual de su vida nómada en un momento histórico en que el desarrollo industrial del territorio afectó de pleno el hábitat tradicional de la población autóctona. Posteriormente, la escritora publicó varios libros que dieron a conocer una nueva faceta de su talento: son colecciones de leyendas, refranes, canciones, adivinanzas y breves narraciones, a menudo en forma de fábulas. Pero, según Anna Nerkagui, su obra principal es Tierra de Esperanza, que no es un libro sino un proyecto que abarca la construcción de un centro de enseñanza y una iglesia ortodoxa, la redacción y edición de libros y la transformación de la tierra neneza, entendida como un proceso que ha de alcanzar su plena realización en la eternidad.

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OTRO TÍTULOS DE LA COLECCIÓN viceVersa 1

Adónde vamos. Ana Tena Puy

2

Reloj de bolsillo. Chusé Inazio Nabarro

3

Quimeras estivales y otras prosas volanderas. Jesús Moncada

4

El cura de Almuniaced. José Ramón Arana

5

Tren de la Val de Zafán. Libro Colectivo de relatos

6

Allí donde el viento sopla para agitar las hojas de los árboles. Chusé Inazio Nabarro

7

El libro de Catòia. Joan Bodon

8

El juguete rabioso. Roberto Arlt

9

Licantropía. Carles Terès

10

En medio de la nada.Yevgueny Zamiatin

11

El último héroe. Henrik Tikkanen

12

Mañana fue la guerra. Boris Vasiliev

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Aniko del clan Nogo / Musgo blanco. Anna Nerkagui

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Entre las cubiertas de este libro, el lector encontrará dos novelas de Anna Nerkagui: Aniko del clan Nogo, su ópera prima, y Musgo blanco que es fruto de su vida en la tundra, experiencia singular que ha culminado en un nuevo descubrimiento de su gente y un replanteamiento de su visión del destino de su tierra. En Aniko del clan Nogo, el mundo de la tundra aparece duro y apacible a la vez. Sorprende la expresión común de importancia y dignidad patente en los ojos de los nenezos, de sus ídolos de piedra y de las bestias de la tundra. Por primera vez en la literatura rusa, la escritora se atreve a plantear el drama de la protagonista –representante de una etnia minoritaria– que se encuentra en una encrucijada entre dos formas de vida y dos culturas: la de su propio pueblo cuyo futuro es incierto y poco esperanzador y la de la pujante civilización global. Musgo blanco es una especie de secuela de Aniko del clan Nogo. Las dos novelas están vinculadas por el protagonista y el argumento, pero, a diferencia de Aniko del clan Nogo, donde la trama se construye en torno a la experiencia personal del personaje principal, en Musgo blanco el contexto se amplía hasta abarcar el panorama de crisis actual que está viviendo hoy la comunidad neneza. El motivo vinculante de Musgo blanco es el motivo del camino. Camino que conduce del pasto al pueblo, del desamor al amor, de la infancia a la vejez, de la tundra a la civilización... El amor como el rey de los sentimientos, como la sangre que da vida al género humano convive en la novela con el amor entendido como una ofrenda que se hace en nombre de la vida que es una lucha callada por uno mismo y contra uno mismo.

Aniko del clan Nogo Musgo Blanco Anna Nerkagui

www.garadedizions.com

PVP19.50 €

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