Adónde vamos

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ADÓNDE VAMOS

GARA VICEVERSA,

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Diseño de colección: Ricardo Polo. Equipo de Diseño Gráfico de Prames Dibujo de portada: Sèrgio Naya. Equipo de Diseño Gráfico de Prames

Título original en aragonés: Ta óne im Traductor: Manuel Castán Espot

1ª edición en aragonés, junio de 1997 1ª edición en castellano, octubre de 2009

Este libro ha recibido una ayuda por parte del Departamento de Educación, Cultura y Deporte del Gobierno de Aragón

© de esta edición Gara d’Edizions

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I.S.B.N.: 978-84-8094-401-4 Dep. Legal: Z-4227-2009 Imprime: INO Reproducciones, S.A.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización previa de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.


ADÓNDE VAMOS ANA TENA PUY

IV premio internacional de novela corta en aragonés “Chusé Coarasa”, 1996



NOTA DEL TRADUCTOR Cuando mi amigo Chusé Aragüés me propuso que tradujera esta novela, recuerdo que me negué. Las razones entonces me parecieron obvias: nunca me había enfrentado a una traducción de este nivel y, además, me parecía una temeridad traducir un texto narrativo tan lírico y con sentimientos expuestos de modo tan sencillo pero tan maravilloso. Pensaba y pienso que un texto sólo puede sonar así en su lengua original y que traducirlo es hacer bueno el traduttore, traditore. En definitiva, pensaba que, al traducir Ta óne im, se perdería la ternura y belleza que tenía en aragonés y que no sería yo quien cometiera tal desafuero. Pero no es Chusé hombre que abandone a la primera e insistió en su petición. Al fin, le propuse realizar una prueba: traduciría el primer capítulo y, si ese avance les parecía acertado a Ana y a él, la terminaría. Mi opinión sobre el caso no había cambiado, pero el reto de este trabajo me fue ganando el ánimo por esa tendencia típica del hombre de ir incluso contra su conciencia de lo que no debe hacer. También me animaba la idea de que muchos otros lectores conocieran esta narración y el que a través de ella supieran de la existencia de una lengua en peligro de desaparición en la que también se pueden escribir bellísimas historias como esta. Ahora, una vez terminada la traducción, espero que el desafuero no sea tan grande como yo preveía y la versión en castellano conserve algo de esa maravillosa reflexión sobre la vida del hombre que es Ta óne im. Al lector que ya leyera la versión en aragonés dejo el juicio y, cómo no, a los lectores de la versión en castellano, que espero sean muchos. Como antes decía, mi preocupación se centraba en que la traducción conservara el alma esencial de la novela. Por ello, me he ceñido al original frase por frase y, efectivamente, habrá quien pueda decir, y seguramente con razón, que es una tra7


ducción muy literal, no sé si demasiado. Pero yo no podía ofrecer una versión que se alejara un ápice del original, sino que debía ser la misma novela en otra lengua. Como es obvio, soy el menos indicado para decir si lo he logrado siquiera en parte. Sí puedo decir que ha sido un duro pero entretenidísimo trabajo y que he disfrutado mucho buscando esa palabra o aquella expresión castellanas que he creído más acertadas. En esa tarea, me han ayudado especialmente tres personas: mi suegra, Timotea Calvo, que tiene un riquísimo castellano de las tierras por donde traza el Duero / su curva de ballesta, y sus hijas Dorita Ucero y Ascensión Ucero, a las que agradezco su paciencia y saber. Por último y de manera especial, las gracias a la autora, Ana Tena, y al editor, Chusé Aragüés, por haber pensado en mí para este maravilloso trabajo. Es mi deseo corresponder a su confianza con un trabajo digno y, si así no fuera, espero que sepan disculpar mi torpeza. Manuel Castán Espot

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A mi abuelo y a todos los abuelos de esta tierra. Y a mi hijo, que ha de nacer, para que conozca sus raíces y nunca olvide de dónde viene. Después, que vaya a donde él quiera.



1 Hoy ha hecho muchísimo frío en el monte. Estamos en el tiempo de las cabañuelas y creo que hoy toca febrero: mal tiempo nos hará, por tanto, en ese mes. Sin embargo, ya no se debe hacer caso ni del tiempo. Ha cambiado de tal modo… Casi tanto como la vida misma. “En febrero busca la sombra el perro”, decía un dicho que servía para antes, porque ahora es frío como un diciembre de hace treinta años. Y es que lo de entonces vale para entonces. Ahora todo es distinto y yo hace tiempo que me he quedado en el entonces, en el antes. Y así debe ser: con casi un siglo a las espaldas, ya no estoy para ver muchas novedades. Mira que ha hecho frío hoy. Creo que todo el día ha estado helando; ni siquiera ha estado de blandura el rato del mediodía cuando ha salido el sol medio asustado. Aunque creo que ya no me afecta ni el frío, ni el calor, ni el hielo, ni rayos que cayeran. He aguantado tantos inviernos y tantos veranos y tantas sudadas y primaveras y otoños unos detrás de otros que en esa procesión se me ha pasado la vida. He nacido y he muerto con el monte del mismo modo como lo iba haciendo la sementera: verla crecer, encañar, secarse y a segar, mantornar y regresar al mismo círculo donde van naciendo las cosas para irse muriendo después. Y qué cosa tan misteriosa será el tiempo que ha traído y se ha llevado a tantísimas personas que apreciaba y que eran de mi edad y de mi quinta y a mí me tiene aquí aguantando y esperando como si fuera un mendrugo suyo… Igual que esos olivos tan grandes y de troncos tan recios que casi ya no dan olivas, pero que tienen unos tocones cuyas raíces deben de llegar bien hondas. Tal vez sea por eso, porque también son de una época que ya se ha ido, por lo que me encuentro tan bien y tan acompañado al lado de esos olivos, allí sentado en sus troncos. 13


Hay que ver lo bien que se está arrimado al fuego cuando el frío aprieta. Da gozo llegar del monte aterido y agotado por el frío y sentarse en el escaño bien cerquita del hogar viendo jugar las llamas mientras se entra en calor. Y es entonces, al tiempo que me voy recuperando del frío, cuando vuelvo a ver a mi mujer, que ya no es sino su espantajo y su recuerdo, sentada en su sillita de anea, en la misma sillita de toda la vida, atizando el fuego para que hierva el puchero de la cena o hilando con el huso y la rueca para tejer después. ¡Pobre Fineta! Desde que se fue para siempre, pronto hará cinco años, la he recordado todos los días y a cada momento, pues cualquier lugar de la casa o cualquier circunstancia me la traen a la memoria. Hace tanto tiempo que nos vimos por primera vez que me parece que fue en otra vida. Yo sabía que iba a conocer a la que habían acordado que había de ser mi mujer y estaba muy apurado. Había pasado los últimos días imaginando cómo debía de ser la chica y discurriendo qué sería lo más apropiado de decirle, para parecerle de buenas maneras y mirar de caerle en gracia. Y cuando la vi me pareció bastante maja: robusta y sonrosada que daba gozo mirarla y, al hablar, bastante modosa. Aunque con los años también supo sacar el genio y vaya si lo tenía; creo que todo el que era necesario, pues ¿qué hubiera sido de una mujer sin genio para gobernar una casa? Lo que sí recuerdo es que eran bastante incómodos aquellos primeros encuentros. Los dos nos quedábamos bastante turbados sin saber qué decirnos, hablando del tiempo que hacía o de cualquier simpleza. Nos vimos un par de veces de ese modo, y hala, a casarnos se ha dicho. En fin. Antes los casorios se hacían así. Recuerdo que cuando acordaron que nos casáramos (los padres, claro, los novios en ese asunto tenían poco que decir) era hacia primavera y la boda la fijaron enseguida para el otoño. Un par de días antes de la boda fuimos mi padre, mi hermano Emilio y yo al pueblo de Fineta, que está a un día andando, para ir haciendo los preparativos. La víspera llegaron todos los demás parientes y al día siguiente por la tarde nos casamos. Después, cuando el día empezaba a clarear, cogimos la mula y una burrita blanca que teníamos, las cargamos con el ajuar de Fineta, y, 14


hala, hacia nuestra casa. Para aquellos tiempos ya le dieron bastante ajuar: una máquina de coser y un arca llena de ropa de casa, refajos, enaguas y ropas de mujer. Y Fineta resultó la mar de trabajadora y me ayudó a ir haciendo marchar la casa y a ir sacando adelante a los chicos en los años de la guerra, en los que la gente vivía con mucha escasez. ¿Por qué debe de ser que me voy acordando continuamente de todo lo que ha pasado? Es como si el vivir de ahora fuera un continuo repaso de todo lo que ya he vivido. Y eso es lo que hago y en lo que paso el tiempo desde que me quedé completamente solo. Además, que voy recordando las cosas sin saber de dónde me vienen ni por qué. Ahora mismo me estaba acordando de cuando me casé y de Fineta… ¡Ja! Y de la primera vez que tuvimos que acostarnos juntos. No sé cuál de los dos estaría más apurado, porque nos pusimos cada uno en su extremo de la cama lo más lejos que pudimos uno del otro. Más adelante, y poco a poco, el vivir todos los días juntos apagó esos miramientos y, después de cincuenta y tantos años viviendo debajo del mismo techo, y, después de tantos trabajos y penalidades como pasamos los dos, se había forjado un aprecio bien grande entre nosotros. Tanto que, cuando la pobre murió, yo me quedé tan desamparado que hubiera deseado morirme también con ella. Y pensar que ahora estaría aquí sentada conmigo delante de este fuego que parece el mismo de entonces, las mismas llamas rojas, las mismas chispas, la misma claridad que da luz a la cocina, que entonces estaba ahumada y negra, pero tan calentita que se estaba tan bien… Todo, todo es lo mismo, pero sin Fineta y sin nadie. Para el caso, me he quedado solo entre estos cerros, solo en este pueblo casi sin gente y solo en esta casona grande y vacía. Y digo para el caso solo, porque aún están aquí también Quinón de casa Bayle y Pacón y Marieta de casa Coma, los tres casi tan viejos como yo; creo que Quinón aún tiene un par de quintas más. Y van aguantado aquí, yo creo, porque casi no tienen familia fuera o, como yo, por la tozudez de no querer marcharse. Y cierto es que podríamos hacernos los cuatro gatos que quedamos en el pueblo más compañía de la que nos hacemos, 15


pero cuando nos juntamos ¿qué vamos a decirnos? Para qué dar vueltas a lo que todos sabemos y llevamos dentro como una maldición. Así que nos hemos acostumbrado (o mejor, nos hemos conformado, pues acostumbrarse a ver morir tu pueblo y tu vida no se acostumbra uno nunca) a estar solos y cada uno se las arregla como puede en su casa. Si sucede en alguna ocasión algún percance, como cuando una tormenta con vendaval derribó un nogal encima de la cuadra de Bayle, entonces sí que acudimos todos a ayudar a arreglarla. Pero, si no, cada cual se va royendo a sí mismo la vejez y la soledad. ¡Además, que buenos hemos ido a quedar! De eso ya hace años, pero aún me parece que queda cierto resquemor con Quinón de Bayle por aquel asunto de las lindes de la Bayona… Yo siempre lo entendí así, pues así me lo señaló mi padre cuando nos enseñaba los linderos de nuestra tierra, que lo que dividía con lo del Bayle era aquel roble grande que hay en la hondonada y, después, bajaba a tomar la línea del barranco. Pero este terco de Quinón, que siempre ha sido algo estrafalario, se empeñó en ir labrando hacia este lado del roble y, así, cada año hacía un poco más de labor adentrándose en lo nuestro, hasta que un día que nos encontramos en la siega se lo quise comentar, creo que de muy buenas maneras, pero él se lo tomó tan a mal que me trató de todo. Y así el asunto fue a más, hasta que casi casi nos pegamos. Después, me puso una denuncia y tuve incluso que ir a declarar; y qué sé yo, que yo nunca me había visto en esos líos y que me sentó muy mal. Así que estuvimos un montón de años sin hablarnos y que ni nos mirábamos siquiera. Ahora, al quedarnos tan pocos, parece que la cuestión se ha suavizado, pero, ya digo, el resquemor me parece que aún está ahí. Y los de casa Coma, con eso de que Marieta hace tiempo ya que se ha pasado de rosca y Pacón la tiene que estar vigilando continuamente para que no le haga alguna trastada, pues ya tienen bastante trabajo en su casa. No creo que aguanten mucho tiempo con esa situación y cualquier día o tendremos que ir de entierro o tendremos que ver cómo se cierra otra casa del pueblo. 16


Conque me echo cuentas de que me he quedado completamente solo… Tanta gente como he visto vivir en este pueblo y tantos de mi familia como han nacido y han muerto (o se han ido a otro sitio, como nuestros hijos) en esta casa desde hace tantos años y ahora que no haya nadie sino yo. Mira que es duro esto de ser uno de los últimos. Aunque no estoy del todo solo. Me hacen compañía los recuerdos y todo lo que he pasado y he vivido… Hay veces que me parece que todavía están todos aquí y hay veces que, de tanto pensarlo, hasta me lo creo y oigo que resuenan las conversaciones y noto que la gente está aquí aunque no la vea. Y todo eso, si lo pienso bien, no es normal y tengo miedo de perder la cabeza como Marieta de Coma. Pero ¿qué he de hacer sino hablar conmigo mismo y con mis recuerdos? Eso más o menos les pasa a todos los viejos y yo lo soy tanto que me parece que ya estaba aquí antes que esos cerros. Con un porvenir ya tan corto y con un presente en que ya no estoy en este mundo, porque todos deben llevar otras sendas ¿qué me ha de quedar sino revivir lo vivido? Con toda seguridad, no valdría para llevar el modo de vida que llevan mis hijos o cualquiera de la capital. Así que me dejen con lo mío, que tampoco ansío otra cosa. Tendría que irme a dormir, pero para qué. Nada más acostarme, empiezo a dar vueltas hacia aquí y hacia allá y la noche se me hace larga como un día sin pan. Así que me quedaré un rato más, hasta que se acaben de quemar estos leños, y la noche se me hará más corta. Mi mujer, cuando me veía a horcajadas en las piedras del hogar sosteniéndome con las rodillas y con las manos juntas, me decía: “Ya estás cavilando. Raro me parece que no te vuelvas calvo de tanto discurrir”. Y me daba conversación para hacerme olvidar lo que cavilara. La verdad es que siempre he sido muy caviloso, cosa rara en un labrador, según nos han hecho creer. Pero creo que es precisamente por eso, por ser labrador, por lo que me ha gustado reparar en todo lo que enseñan el monte y los animales, y también las personas. Cuando vienen mis nietos por las vacaciones, a lo mejor los aturullo con mis advertencias y mis dichos, pero, si quieren hacerme caso, nada malo les enseño. Pero a la juventud nunca le ha 17


gustado escuchar monsergas, pues tampoco a nosotros de pequeños nos gustaba que nos predicaran y que nos dijeran que tuviéramos cuidado con esto o con lo otro. Pero esa es la tarea de los abuelos con los nietos, al menos antes: sonarles la nariz cuando al jugar se les cae la moquita y darles consejos y advertencias. Ahora ya no hay mucho que se les pueda enseñar a los chicos. Estos nuestros, cuando vienen por aquí, incluso parece que sean ellos los que me tienen que enseñar a mí. Ya ves tú… Se traen la tele (pues yo ni tengo ni pienso tener), unos juegos para jugar con la tele y cacharros para música y radios y se pasan todo el día con esas monsergas. Y cuando yo les digo que por qué no van a coger nidos o a correr por el monte como hacíamos nosotros, me responden que eso es una salvajada, que si pobres pajarillos, y que ellos son “ecologistas”. Qué le vamos a hacer. Ha cambiado todo tanto… Pero sigo pensando que la tierra y el monte son buenos maestros para quien sepa conocerlos y apreciarlos, pues hay en ellos una sabiduría que no se aprende en los libros. Si yo hubiera podido ir más a la escuela, creo que habría sido aplicado, pues me gustaba aprender y tenía deseo de saberlo todo. Pero yo, como casi todos en aquellos tiempos, pude ir bien poco. Con nueve años ya me ganaba algún dinero cuidando de los corderos de casa Miquel, que tenía mucho ganado, y, cuando no tenía que ir, ayudaba en mi casa, que faena nunca faltaba. Así que sólo me dio tiempo de aprender a leer y a escribir malamente y a saber algo de cuentas para defenderme. Pero qué le vamos a hacer: la vida, y una larga como la mía, también enseña, y no poco. Pero, además, ¿para qué? ¿Para terminar aquí solo y olvidado del mundo? Me he quedado arrinconado como esos candiles de aceite y de mecha o como aquellos otros de carburo que se usaban en los últimos años y que después, cuando llegó la electricidad, ya no sirvieron sino para antiguallas. Aunque algo debe de haber que valga la pena en esos cacharros viejos, pues muchos anticuarios han pasado a comprarlos por estos pueblos. 18


Quizá, porque esos cacharros son la prueba de que había otras maneras de vivir y de trabajar, que, aunque ahora hayan sido abandonadas, ellos siguen estando allí para decir que hubo unas personas que los construyeron y los usaron y esos cacharros nos recuerdan que esas personas pasaron por el mundo. Si no es por ellos, ni aun eso quedaría de ellas… ¡Ya es bien triste la vida! Yo no quise venderles casi nada a los anticuarios; así que esta casa está llena de trastos viejos que ya no se usan, pero que yo bien recuerdo haberlos utilizado, pues antes se vivía y se trabajaba con ellos cada día: azadones, guadañas, zoquetas, hoces, albardas y aparejos de caballerías, cántaros, calderos y pucheros para cocinar y qué sé yo… tantas cosas que ahora están paradas en algún rincón de la bodega o del desván. Y allí que se están. De vez en cuando, voy a rebuscarlos y vuelvo a coger los trastos que tantas veces me sudaron entre las manos trabajando; o las ollas donde tantas comidas hizo Fineta y antes que ella mi madre y antes mi abuela. Y pienso que todos estos antepasados nuestros, y yo mismo, estamos arrinconados con esta chatarra y me parece un desprecio muy grande. Me ocupo entonces en limpiarlos y arreglarlos un poco, para que se conserven mejor, porque sé que algo de la gente que los usó se ha quedado en su interior. Cuando ya no esté, algo de mí se quedará también en ellos. Y en este pueblo y en este monte que tantas veces he pisado y en estos cerros donde he visto durante tantos años salir y esconderse el sol. Y con esa idea me conformo, sabiendo que todo se quedará como está cuando ya me haya ido con los míos. A veces pienso que por qué me habrá tocado a mí ver esto y por qué habrá tenido que ser nuestra generación la que haya tenido que ver morir un mundo como el que nosotros vivíamos y nacer otro tan distinto, donde uno como yo ya no tiene cabida… Y por qué tengo yo que ver cómo se acaban de morir nuestros pueblos, cómo se han ido muriendo las personas más viejas y marcharse lejos los más jóvenes… Mis hijos también tuvieron que irse. Pobrecillos. Viven ahora en la capital y vienen aquí a menudo, sobre todo para las vacaciones, pero, si rara vez he ido a visitarlos, se me antoja que soy un estorbo y que soy incluso chocante allí con mi atuendo 19


de toda la vida, mi piel curtida por el monte y, sobre todo, la boina, que, ya sea aquí, en la ciudad o en el cementerio, es ya una con mi cabeza como si fuese el mismo pellejo. De modo que no voy mucho a su casa: prefiero que vengan ellos. Este es mi pueblo y ya nadie me mueve de aquí si no es la misma muerte. Me estoy entristeciendo y eso no es bueno para alguien que esté solo y no tenga a nadie para hablar de sus penas. Será mejor que me prepare la cena y me eche a dormir. Mañana será preferible que vaya a hacer leña, pues parece que este tiempo amenaza y ya no queda mucha en el cobertizo. Después, si tengo leña a cubierto y comida en casa, ya puede el tiempo nevar o hacer lo que se le antoje. Desde siempre, antes de acostarme recorro toda la casa para asegurarme de que todo está bien. Buena tontería, pues, estando solo, qué ha de pasar o quién la ha de desordenar. Pero, mira, parece que me acuesto más tranquilo si doy una vuelta por todas las habitaciones. Voy de un lado al otro de la casa y es entonces cuando más siento que estoy solo. En cada habitación que abro, se me antoja que oigo o escucho a los que en otros tiempos han estado, para, después, sentirlo todo callado y vacío. Y con ese vacío me voy a acostar. Me echo buen montón de mantas encima para arroparme del frío que hay en toda la casa, además del que yo llevo dentro. No puedo dormir. De continuo me pasa que me acuesto y no puedo dormir y estoy buenos ratos desvelado: otro mal de viejos. Con lo dormilón que he sido yo de joven; recuerdo que mi madre no sabía cómo hacerme levantar por las mañanas. Las cosas con frecuencia son al revés: ahora que tengo todo el tiempo del mundo para yacer y ninguna urgencia que me quite el sueño, no hay manera, y entonces, que estaba con mil quehaceres y quebraderos de cabeza que me hubieran podido desvelar, hubiese dormido a todas las horas. Entonces, continuamente pensaba hacia delante (haré esto, haré lo otro), igual que ahora pienso hacia atrás (hice esto, pasó aquello). Y es que hay un tiempo para todo: tiempo para ser jóvenes, tiempo para ser viejos y tendrá que llegar el tiempo de morirnos, que cada vez más no querría que tardase mucho… 20


Índice Nota del traductor .................................................... 7 1 ...............................................................................13 2 ...............................................................................23 3 ...............................................................................33 4 ...............................................................................43 5 ...............................................................................59 6 ...............................................................................63 7 ...............................................................................79 8 ...............................................................................93 Epílogo...................................................................103



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