El último héroe

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Reloj de bolsillo Chusé Inazio Nabarro

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Quimeras estivales y otras prosas volanderas Jesús Moncada

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El cura de Almuniaced José Ramón Arana

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Tren de la Val de Zafán Libro Colectivo de relatos

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Allí donde el viento sopla para agitar las hojas de los árboles Chusé Inazio Nabarro

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El libro de Catòia Joan Bodon

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El juguete rabioso Roberto Arlt

9

Licantropía Carles Terès

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En medio de la nada Yevgueny Zamiatin

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El último héroe Henrik Tikkanen

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Mañana fue la guerra Boris Vasiliev

El último héroe es el título con el que se publicaron en Finlandia, en un solo volumen, las novelas antimilitaristas La guerra de los 30 años (1977) y Tras la muerte heroica (1979). Ambas están basadas, como toda la obra de Henrik Tikkanen, en su experiencia personal y en datos autobiográficos y no son sino una sátira arrolladora de la disciplina militar y un despiadado ajuste de cuentas con la guerra. Si bien es cierto que se inspiró en la sensacional historia del teniente japonés Hiroo Onoda que, ignorante del final de la Segunda Guerra Mundial, se quedó solo combatiendo durante treinta años en Lubang, una isla del archipiélago filipino. Pero a diferencia de Hiroo Onoda, Tikkanen opone a la apoteosis militarista de este, toda la ironía y una caricaturización, no exentas de ternura y de calor humano, que puede movilizar en contra del fanatismo patriótico y el paranoico espíritu de defensa. Ambas trazan un itinerario y una peripecia, salpicada de vuelcos, desenlaces y giros inesperados en la mejor tradición picaresca, que empieza en Carelia, región fronteriza entre Rusia y Finlandia, y culmina en Madrid en el marco de un encuentro de la internacional socialista, con la muerte del protagonista a resultas de una bala perdida, en un atentado inquietantemente premonitorio.

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El último héroe Henrik Tikkanen

Henrik Tikkanen

Adónde vamos Ana Tena Puy

El último héroe

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Henrik Tikkanen nació en Helsinki en 1924. Sin apenas formación académica, empezó a colaborar desde muy joven con dibujos, viñetas e ilustraciones en libros y revistas. Como dibujante y cronista se granjeó gran fama en Finlandia. Entre 1947 y 1967 trabajó como tal en Hufvudstadsbladet, el mayor diario del país en idioma sueco, para pasar después a trabajar en Helsingin Sanomat, el mayor diario del país en finlandés. Trabajó asimismo a partir de 1977 y hasta su muerte para los diarios Dagens Nyheter de Estocolmo y Dagbladet de Oslo. A su fama como dibujante se añadieron durante los últimos diez años de su vida las grandes dotes de escritor. Con la publicación en 1976 y 1977 de la trilogía llamada Libro de las direcciones, arremetió en toda regla contra otra de sus bestias negras, la que le había tocado en suerte por razón de familia y de clase social. Henrik Tikkanen fue uno de esos escritores, frecuentes en Finlandia, perfectamente bilingües que escribían en las dos lenguas oficiales del país, finlandés y sueco, aunque prefiriese esta última para sus novelas. A la trilogía le siguieron las novelas que aquí se presentan y numerosos libros de viajes. En uno de estos, el titulado Kakofoni, sigue minuciosamente el rastro que dejase el inolvidable soldado Svejk de Jaroslav Hašek, tal vez el modelo y la inspiración más decisiva para el diseño de Viktor Käppärä, el soldado finlandés que se mantuvo firme en su puesto durante treinta años. En el año 1975 se le concedió el premio Eno Leino y los años 1976 y 1983, el premio Nacional de Literatura. Afectado de leucemia, Henrik Tikkanen murió en su casa de Esbo en 1984.

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En medio de la nada Yevgueny Zamiatin

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Mañana fue la guerra Boris Vasiliev

El último héroe es el título con el que se publicaron en Finlandia, en un solo volumen, las novelas antimilitaristas La guerra de los 30 años (1977) y Tras la muerte heroica (1979). Ambas están basadas, como toda la obra de Henrik Tikkanen, en su experiencia personal y en datos autobiográficos y no son sino una sátira arrolladora de la disciplina militar y un despiadado ajuste de cuentas con la guerra. Si bien es cierto que se inspiró en la sensacional historia del teniente japonés Hiroo Onoda que, ignorante del final de la Segunda Guerra Mundial, se quedó solo combatiendo durante treinta años en Lubang, una isla del archipiélago filipino. Pero a diferencia de Hiroo Onoda, Tikkanen opone a la apoteosis militarista de este, toda la ironía y una caricaturización, no exentas de ternura y de calor humano, que puede movilizar en contra del fanatismo patriótico y el paranoico espíritu de defensa. Ambas trazan un itinerario y una peripecia, salpicada de vuelcos, desenlaces y giros inesperados en la mejor tradición picaresca, que empieza en Carelia, región fronteriza entre Rusia y Finlandia, y culmina en Madrid en el marco de un encuentro de la internacional socialista, con la muerte del protagonista a resultas de una bala perdida, en un atentado inquietantemente premonitorio.

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Henrik Tikkanen nació en Helsinki en 1924. Sin apenas formación académica, empezó a colaborar desde muy joven con dibujos, viñetas e ilustraciones en libros y revistas. Como dibujante y cronista se granjeó gran fama en Finlandia. Entre 1947 y 1967 trabajó como tal en Hufvudstadsbladet, el mayor diario del país en idioma sueco, para pasar después a trabajar en Helsingin Sanomat, el mayor diario del país en finlandés. Trabajó asimismo a partir de 1977 y hasta su muerte para los diarios Dagens Nyheter de Estocolmo y Dagbladet de Oslo. A su fama como dibujante se añadieron durante los últimos diez años de su vida las grandes dotes de escritor. Con la publicación en 1976 y 1977 de la trilogía llamada Libro de las direcciones, arremetió en toda regla contra otra de sus bestias negras, la que le había tocado en suerte por razón de familia y de clase social. Henrik Tikkanen fue uno de esos escritores, frecuentes en Finlandia, perfectamente bilingües que escribían en las dos lenguas oficiales del país, finlandés y sueco, aunque prefiriese esta última para sus novelas. A la trilogía le siguieron las novelas que aquí se presentan y numerosos libros de viajes. En uno de estos, el titulado Kakofoni, sigue minuciosamente el rastro que dejase el inolvidable soldado Svejk de Jaroslav Hašek, tal vez el modelo y la inspiración más decisiva para el diseño de Viktor Käppärä, el soldado finlandés que se mantuvo firme en su puesto durante treinta años. En el año 1975 se le concedió el premio Eno Leino y los años 1976 y 1983, el premio Nacional de Literatura. Afectado de leucemia, Henrik Tikkanen murió en su casa de Esbo en 1984.

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EL ÚLTIMO HÉROE (LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS–TRAS LA MUERTE HEROICA)

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EL ÚLTIMO HÉROE (LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS–TRAS LA MUERTE HEROICA)

Henrik Tikkanen Traducción: Juan Capel

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Título original: Det trettiåriga kriget (1977) y Efter hjältedöden (1979)

Diseño de colección y dibujo de portada: Ricardo Polo. Equipo de Diseño Gráfico de Prames

1ª edición en castellano, mayo de 2018 Este libro ha recibido una ayuda por parte del Departamento de Educación, Universidad, Cultura y Deporte del Gobierno de Aragón La publicación de este libro ha sido posible gracias a la ayuda de FILI (Centro de Información de la literatura finlandesa)

© Robert Tikkanen © de esta edición Gara d’Edizions © de la traducción Juan Capel GARA D’EDIZIONS Avda. Navarra, 8 E–50010 Zaragoza www.garadedizions.com e–mail: gara@garadedizions.com I.S.B.N.: 978–84–8094–410-6 Dep. Legal: Z 849-2018 Imprime: INO Reproducciones, s.a. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización previa de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS

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La esencia del militarismo es la creación del orden. Sin orden no se puede conducir la guerra. La disciplina es un mandamiento de la guerra. Eso es irrefutable. Una orden debe ser cumplida. La obediencia es por ello la primera de las virtudes guerreras. Y aunque se prodigue en abundancia, alcanza a veces cotas extremas y hace santos de combatientes. Viktor Käppärä fue uno de esos santos, un soldado raso que nunca dudó ni puso en entredicho una orden recibida. Fue un santo finlandés. Finlandia es terreno bien abonado para santos bélicos, como Italia lo es para santos piadosos. Ello se debe a que los soldados italianos son unos descreídos que confían más en Dios que en sus generales, mientras en Finlandia es lo contrario. También se ha dicho que los generales italianos son peores que los finlandeses, y que por ello el Dios evangélico prefiere dar su apoyo a estos últimos. La misión de Dios en la guerra no está aún debidamente esclarecida, pero ningún oficial desestima, aun a costa de la más estricta disciplina, exhortar a sus soldados a encomendarse a él en caso de apuro. Porque a pesar de la disciplina y la organización más férreas, los apuros son muy frecuentes en la guerra. Y múltiples fueron los apuros que Viktor soportó durante décadas de desolación en los inhóspitos territorios del norte de Carelia, donde hasta la miseria goza de finas tradiciones literarias. Runeberg ha narrado cómo el campesino Paavo mezclaba harina con corteza de árbol, e Iki–Kianto nos contó lo mal que lo pasaban los pobres cuando todo se iba al carajo. Algo similar le ocurrió al propio Iki–Kianto. Su “ciudadela” había quedado en una zona de fuego cruzado durante la segun9

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da guerra ruso–finlandesa, y para protegerla escribió un mensaje a los rusos en el reverso de un paquete de tabaco, donde hacía constar que el sitio no estaba ocupado y que por lo tanto bien podía ser condonado. Pero en lugar de llegar a los rusos, fueron los finlandeses quienes interceptaron el mensaje y lo interpretaron de traición. Pegaron fuego al sitio y metieron al escritor en la cárcel. En la guerra que Runeberg nos relata, los oficiales rusos eran agasajados con un baile después de la toma de una ciudad. Kulnev solía beber champán de los zapatos de las damas. Pero aquello era de la época anterior a la politización de la guerra, del tiempo en que ésta se hacía por amor al arte. Eran guerras casi siempre envueltas en un halo de aspectos gratos y hasta deportivos, llegando a la exaltación cuando un joven héroe recibía un tiro en pleno pecho, empalidecía y caía muerto. No es que fuera grato, es que era hermoso. Posteriormente, con su politización, la guerra cobró, como se decía, otro sentido. Se acabó la diversión, todo se convirtió en plúmbeo cumplimiento del deber, en matar o morir a secas. Perduró, eso sí, el honor de épocas pretéritas que impedía desertar a los soldados. Pero como corresponde a un santo, no era el honor lo que Viktor perseguía. La idea, a qué dudarlo, le había rondado por la cabeza, todo soldado acaricia alguna vez la imagen de una medalla como quien piensa en el coño de una hembra, pero es en la muerte y en las maneras de sortearla en lo que uno no deja de pensar. Y es que no resulta fácil salir vivo de la guerra. En el ataque se produce una gran pérdida de vidas humanas, con todos los honores dicho sea de paso, y en la retirada se corre el riesgo de que sean tus propios mandos los que te cosan a balazos o te fusilen al cabo, exento de gloria en ambos casos. Por eso el soldado prudente se mantiene clavado en su puesto con la esperanza puesta en que no le ordenen atacar ni retirarse, o 10

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en cualquier lugar apartado del punto más caliente de la contienda. Con suerte se consigue. Con esas esperanzas se quedó Viktor en su puesto y se convirtió en santo nacional. Contaba además con la orden de permanecer allí. Una orden es una orden hasta que no la refuta otra orden. Nada distinto puede acabar con la vigencia de una orden. Incluso hubo un oficial que hizo circular una disposición mediante la cual se establecía la falsedad de cualquier orden de capitulación aunque fuera él mismo quien la diera. Hallándose a la sazón en el bando perdedor de la guerra, aquella orden produjo un derroche de vidas humanas tan desmesurado como innecesario, un paradójico tiro por la culata que otorgó gloria y fama al susodicho oficial hasta el día de su muerte. La orden que Viktor recibió fue otra cosa, algo más parecido a una súplica, apenas un susurro, pero que impartida a fin de cuentas por el sargento Hurmalainen tenía que cumplir por fuerza de grado y rango. En todo caso, la responsabilidad de Viktor quedaba amparada tras el escudo protector de la obediencia debida, que es el meollo de toda disciplina militar. La orden fue clara y concisa. El sargento pidió a Viktor que permaneciera en su puesto hasta que él regresara. Iba a intentar una incursión hasta el retén de intendencia para hacer acopio de aguardiente. Nunca más volvió. Sargento y soldado habían sido destacados al flanco norte del batallón para montar guardia sobre un terreno por donde se consideró que el enemigo no iba a penetrar, pero que tal vez lo hiciese por eso mismo, por creerlo desprovisto de vigilancia. Quedaba a unos pocos kilómetros de las posiciones más avanzadas y a lo largo de un camino que transitaba una vez a la semana, hundiendo a menudo sus ruedas en el lodo, el carromato de intendencia provisto de víveres y pertrechos. El sargento calculó hacer el trayecto 11

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de ida subido al carro y desandar el camino a pie, aprovechando para aliviar la resaca. El soldado Käppärä no temía a la soledad. La conocía desde muy niño. Los jóvenes de infancia solitaria y triste encajan a la perfección como soldados del frente, y es que no existe un sitio más triste, batallitas y ocurrencias aparte, que un frente de guerra. Por lo común queda ubicado en lugares poco favorecidos por la belleza natural del paisaje, casi siempre en yermos o en paulares. Y de estar tocado por algún encanto natural, pronto desaparece a merced de los cañones y lanzagranadas del más diverso calibre. Es un espectáculo de veras desgarrador presenciar la tortura y el aniquilamiento de un árbol rama a rama. La vida en el frente es monótona hasta la extenuación. Nada ocurre mientras se teme todo el tiempo que algo ocurra. Y cuando ocurre se trata sin duda de cosas desagradables. La urgencia de aguardiente es más que comprensible. El mismísimo comandante en jefe colmaba a rebosar su copa diaria de aguardiente en el cuartel general de San Michel, porque ni siquiera él era tan feliz como lo había sido en calidad de oficial de guardia en la corte del zar. Los generales y coroneles de que se rodeaba tenían menos modales que entendederas. Iguales a los hombres de las trincheras, eran tercos y desmañados, soldadesca esteparia. ¿Qué diversión podía compartir con ellos? Tampoco es que las cosas funcionaran mejor con los compañeros de armas alemanes. Para el mariscal Mannerheim, los prusianos no eran santos de su devoción, apreciaba más a los británicos. Le gustaba disparar a tigres desde el lomo de un elefante en compañía de maharajás de la India. Todo le fue de mal en peor, suerte la suya que nunca presenció la caída definitiva del imperio británico, porque la habría hallado tan desoladora como el fusilamiento de la familia del zar. Los partes del día que solía rubricar eran tan patéticos como rebuscados, lo mismo podían servir para un momento que para la historia. Pero en cambio dormía en un miserable catre de cam12

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paña que ninguna mujer podía imaginar compartir. A pesar de ser un hombre muy bien parecido, no se rumoreaban de él lances de mujeriego. Amaba a sus caballos y se dejó amar por su pueblo. Además sufría de úlcera, era un cascarrabias y se hartaba pronto de todo. El sargento también tenía problemas con la bebida, mucho más graves si cabe que los del mariscal. No es que sólo los tuviera a resultas de un consumo inmoderado, es que además se topaba con enormes dificultades para conseguirla. Fue entonces cuando oyó decir que un brigada de intendencia había vuelto de un permiso cargado con toda una batería de botellas. Se lo había soplado el cochero del carromato de intendencia. El razonamiento del sargento Hurmalainen discurría por los intrincados vericuetos de que el enemigo había comprendido que los finlandeses entendieron que ellos creían que por allí no iba a pasar nadie y que por tanto alguna vigilancia habría, por lo que no valía la pena intentar esa vía de penetración, tratándose encima de un camino inaccesible por intransitable. Por lo demás, las líneas del frente se habían estabilizado después de la retirada y ahora correspondía a los alemanes avanzar hacia el sur. Consideró oportuno y seguro dejar el puesto de guardia en manos de Viktor, un día al menos, tal vez dos. En ese punto, en lo tocante al análisis de la situación, el sargento no se había equivocado, y no corrió riesgo alguno porque el enemigo ni apareció. Fue la guerra misma la que inopinadamente desapareció y se tornó indigna de cualquier confianza. La guerra había acabado.

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Cuando el sargento Hurmalainen subió al carromato de intendencia, no se pintaban signos que anunciaran una paz inminente. A lo lejos retumbaba el habitual estruendo de estallidos, explosiones y detonaciones, y, a ratos, las carcajadas recortadas de rápidas ráfagas de ametralladora. Cuando éstas abrían sus fauces, escupían dientes que ni por asomo, desde tan lejos, podían alcanzarlos. Los dos hombres apenas necesitaban preocuparse por balas perdidas. El carromato escoraba con brusquedad a uno y otro lado cuando sus ruedas tenían que salvar los baches del camino o se hundían en el barrizal, a uno lo ponían las tripas patas arriba y el sargento sintió el apremio de vaciar la vejiga. Saltó del carro, se desabrochó la bragueta y meó contra un árbol como suele hacerse en los bosques de Finlandia. El chirrido de las ruedas tuvo que haber ahogado la sorda andanada de disparos, similar a la de un aplauso a destiempo, de un potente lanzagranadas. El silbido de una de las granadas fue tan sumario que no dio un solo respiro al sargento para ponerse a cubierto. Sólo el grueso pino contra el que estaba meando pudo salvarlo de las salpicaduras de la metralla. Siguieron dos granadas más, pero sus silbidos se prolongaron, como se alarga el silbato de un tren, para ir a detonar a lo lejos, entre el musgo, sin ocasionar mayor daño. Aunque los disparos se habían realizado al buen tuntún, hacia el bosque sin más, bien merecieron su aplauso: el primero había alcanzado de lleno al carromato. El espectáculo no podía ser más espeluznante. Las entrañas del caballo se desparramaban a galope y el cuerpo del cochero apareció sin cabeza. ¿A dónde podía haber ido a parar? No en vano era la cabeza la parte más imprescindible del ser humano. Pero ni caballo ni auriga iban a necesitar más de nada en adelante, y viendo 15

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los ojos muertos del caballo, se alegró de no tener que ver los del cochero. Si ya es desagradable la muerte de un desconocido, peor es que ésta irrumpa en medio de una conversación. Hurmalainen no recordaba lo que había venido charlando con el cochero ni cuáles habían sido sus últimas palabras. Se evocaban las últimas palabras de los próceres de la patria, pero quién iba a acordarse de las de un cochero. Ni siquiera Hurmalainen podía recordarlas pese a que tenía que haberlas oído un minuto antes. Al sargento le dio por sopesar la probabilidad de que los próceres tardaran en morirse más tiempo que los cocheros, para caer de improviso en la cuenta de lo cerca que le había rondado la muerte. Tampoco es que fuera la primera vez, sólo que ésta ocurrió en circunstancias más arduas que de normal. En el caso presente se habían dado demasiadas coincidencias para atribuirlo a la casualidad. Tenía que ser la voz del destino la que le había hablado, pero ¿qué le había dicho? El sargento no era tan supersticioso como Risto Ryti, el presidente de la nación, que acudía a casa de una pitonisa para informarse del futuro de Finlandia, pero como soldado creía que los sucesos de la guerra tenían algún sentido, como sentido tenía la propia guerra. Pensar de otro modo hubiera sido cosa de blasfemos y de antipatriotas. Por lo que le tocaba, se trataba de descifrar el significado de aquellas granadas disparadas manifiestamente al azar. Si el destino lo había querido apartar de compartir unos tragos con el brigada de intendencia o si había intentado enviarle una advertencia, fue la disyuntiva en que se entretuvo el sargento durante el resto de la caminata. Fue asimismo lo primero que comentó a su colega cuando empezaron a beber. El brigada de intendencia no sabía qué responderle. Hurmalainen conocía, sin embargo, la opinión que tenían al respecto el capellán castrense y su esposa, pero los consideraba gentes de prejuicios a las que no debía consultar. 16

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Uno y otro, sargento y brigada, eran hombres casados. De otra forma nunca habrían ascendido tanto en el escalafón. Los padres de familia eran considerados hombres de confianza y conscientes de su responsabilidad. Ningún hijo quería oír que sus padres habían sido fusilados sin honor como viles desertores. Esta consideración también incluía a la clase obrera, cuyos miembros, en otras circunstancias, eran tachados de vagos, maleantes y borrachines. Pero cobardes no eran los trabajadores finlandeses. En eso sus mandos tenían plena confianza. Se hablaba asimismo de la disposición de los padres a dar la vida por sus hijos para que éstos pudieran vivir en un país libre, como el padre de Hurmalainen había dado la propia para que su hijo pudiera vivir en un país sin opresión. Fue fusilado por los blancos en el campo de prisioneros de Hennala después de la guerra civil. El sargento le daba al asunto muchas vueltas en la cabeza. ¿Qué es en realidad un país libre?, preguntó al brigada de intendencia. “Un país libre –repuso éste– es aquel en el que puedas hacer lo que te venga en gana. Un país donde no tengas que vivir en los mismos barrios en que viven los ricachones y donde no tengas que llevar a tus hijos a unos colegios donde aprenden a hablar de forma tan asquerosamente distinguida que no los entienden ni sus propios padres. Un país libre es donde nada cambia y todos conocen su sitio”. El sargento Hurmalainen no estaba convencido de querer morir por esa definición de libertad. Pero se trataba de la libertad que a uno le permitía beber, y el aguardiente entonaba el estómago a placer y deformaba el contorno de los conceptos a conveniencia. Fue la pérfida agresión de los rusos de 1939 lo que unió al pueblo. Fue esa agresión la que creó el espíritu de la guerra de invierno. Todos estuvieron dispuestos a sacrificarse, los que tenían menos lo sacrificaron todo, los que tenían algo dieron mucho y los que más tenían tuvieron que ofrecer una porción con tal de no perder el pastel entero. 17

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¿Qué fue entonces el espíritu de la guerra de invierno? Fue un espíritu que no cabía en la Gran Finlandia, de prendas que le venían anchas. Entraron como libertadores en Petroskoi, Karhumäki y Svir, pero el pueblo hermano liberado no mostró entusiasmo alguno. Debía ser instruido en el entusiasmo y los finlandeses se pusieron de inmediato a educarlos en el amor a la libertad. Pero era evidente que no querían la libertad finlandesa aunque tampoco estuvieran especialmente encantados con la libertad bolchevique. En todo caso, era impensable ponerse a indagar la suerte de libertad que deseaban, y no les cupo otra que contentarse con la que se les ofrecía, la libertad que en todo tiempo había servido a los campesinos y a los vagabundos de Finlandia. Más tarde, al inicio de la retirada, aquellos seres desagradecidos decidieron permanecer en sus aldeas para recibir a las tropas soviéticas como libertadoras. Hurmalainen rumiaba en torno al contento verdadero de aquellas gentes y en el supuesto de que los hombres tuvieran que ser liberados dos veces en la vida para entender el sentido cabal de la libertad. O para comprender que para la inmensa mayoría de la gente no hay libertad alguna, ni podrá haberla, mientras su esclavitud pueda ser utilizada como combustible, como carbón o petróleo. Era notoria la lucidez que le prestaba el aguardiente, pensó el sargento. Se veían con precisión el orden de las cosas y los correctivos que habría que aplicar, para caer en la cuenta, al despertar de los efectos de la borrachera, de que nada podía hacer. Los capitalistas también llamaban despertar a cuando los obreros se avenían a sus condiciones y se reconciliaban con su miseria. Pero entonces fue el acabose, incluso para los amos, y Hurmalainen se preguntaba si iban a poder despertar. Apenas parecía posible. El doctor Goebbels declaró que todo alemán caído en guerra lo hacía para que Alemania pudiera seguir existiendo. ¿Cuál sería la existencia de un país con una población extinta? Obviamente a nadie le dio por pensar en tal conjetura, porque la frase lo mismo podía servir para jalear a los soldados del frente 18

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que como pedorreta, al menos, por ir los alemanes reculando. Fue el fin de Hitler, seguro, y tal vez fuera el final de los señores de Finlandia. Pero Hitler no fue un señor, nunca lo fue, eso se pudo leer en el gesto de Mannerheim el día de su setenta y cinco cumpleaños, cuando recibió al Führer. Era un bufón, y los bufones sucumben mientras los señores permanecen. Así había sido a lo largo de todos los tiempos. Fue la última reflexión en guerra del sargento Hurmalainen, luego se quedó frito, y cuando despertó, se había declarado la paz.

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Mañana fue la guerra Boris Vasiliev

El último héroe es el título con el que se publicaron en Finlandia, en un solo volumen, las novelas antimilitaristas La guerra de los 30 años (1977) y Tras la muerte heroica (1979). Ambas están basadas, como toda la obra de Henrik Tikkanen, en su experiencia personal y en datos autobiográficos y no son sino una sátira arrolladora de la disciplina militar y un despiadado ajuste de cuentas con la guerra. Si bien es cierto que se inspiró en la sensacional historia del teniente japonés Hiroo Onoda que, ignorante del final de la Segunda Guerra Mundial, se quedó solo combatiendo durante treinta años en Lubang, una isla del archipiélago filipino. Pero a diferencia de Hiroo Onoda, Tikkanen opone a la apoteosis militarista de este, toda la ironía y una caricaturización, no exentas de ternura y de calor humano, que puede movilizar en contra del fanatismo patriótico y el paranoico espíritu de defensa. Ambas trazan un itinerario y una peripecia, salpicada de vuelcos, desenlaces y giros inesperados en la mejor tradición picaresca, que empieza en Carelia, región fronteriza entre Rusia y Finlandia, y culmina en Madrid en el marco de un encuentro de la internacional socialista, con la muerte del protagonista a resultas de una bala perdida, en un atentado inquietantemente premonitorio.

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Henrik Tikkanen nació en Helsinki en 1924. Sin apenas formación académica, empezó a colaborar desde muy joven con dibujos, viñetas e ilustraciones en libros y revistas. Como dibujante y cronista se granjeó gran fama en Finlandia. Entre 1947 y 1967 trabajó como tal en Hufvudstadsbladet, el mayor diario del país en idioma sueco, para pasar después a trabajar en Helsingin Sanomat, el mayor diario del país en finlandés. Trabajó asimismo a partir de 1977 y hasta su muerte para los diarios Dagens Nyheter de Estocolmo y Dagbladet de Oslo. A su fama como dibujante se añadieron durante los últimos diez años de su vida las grandes dotes de escritor. Con la publicación en 1976 y 1977 de la trilogía llamada Libro de las direcciones, arremetió en toda regla contra otra de sus bestias negras, la que le había tocado en suerte por razón de familia y de clase social. Henrik Tikkanen fue uno de esos escritores, frecuentes en Finlandia, perfectamente bilingües que escribían en las dos lenguas oficiales del país, finlandés y sueco, aunque prefiriese esta última para sus novelas. A la trilogía le siguieron las novelas que aquí se presentan y numerosos libros de viajes. En uno de estos, el titulado Kakofoni, sigue minuciosamente el rastro que dejase el inolvidable soldado Svejk de Jaroslav Hašek, tal vez el modelo y la inspiración más decisiva para el diseño de Viktor Käppärä, el soldado finlandés que se mantuvo firme en su puesto durante treinta años. En el año 1975 se le concedió el premio Eno Leino y los años 1976 y 1983, el premio Nacional de Literatura. Afectado de leucemia, Henrik Tikkanen murió en su casa de Esbo en 1984.

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Reloj de bolsillo Chusé Inazio Nabarro

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Quimeras estivales y otras prosas volanderas Jesús Moncada

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El cura de Almuniaced José Ramón Arana

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Tren de la Val de Zafán Libro Colectivo de relatos

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Allí donde el viento sopla para agitar las hojas de los árboles Chusé Inazio Nabarro

7

El libro de Catòia Joan Bodon

8

El juguete rabioso Roberto Arlt

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Licantropía Carles Terès

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En medio de la nada Yevgueny Zamiatin

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El último héroe Henrik Tikkanen

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Mañana fue la guerra Boris Vasiliev

El último héroe es el título con el que se publicaron en Finlandia, en un solo volumen, las novelas antimilitaristas La guerra de los 30 años (1977) y Tras la muerte heroica (1979). Ambas están basadas, como toda la obra de Henrik Tikkanen, en su experiencia personal y en datos autobiográficos y no son sino una sátira arrolladora de la disciplina militar y un despiadado ajuste de cuentas con la guerra. Si bien es cierto que se inspiró en la sensacional historia del teniente japonés Hiroo Onoda que, ignorante del final de la Segunda Guerra Mundial, se quedó solo combatiendo durante treinta años en Lubang, una isla del archipiélago filipino. Pero a diferencia de Hiroo Onoda, Tikkanen opone a la apoteosis militarista de este, toda la ironía y una caricaturización, no exentas de ternura y de calor humano, que puede movilizar en contra del fanatismo patriótico y el paranoico espíritu de defensa. Ambas trazan un itinerario y una peripecia, salpicada de vuelcos, desenlaces y giros inesperados en la mejor tradición picaresca, que empieza en Carelia, región fronteriza entre Rusia y Finlandia, y culmina en Madrid en el marco de un encuentro de la internacional socialista, con la muerte del protagonista a resultas de una bala perdida, en un atentado inquietantemente premonitorio.

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El último héroe Henrik Tikkanen

Henrik Tikkanen

Adónde vamos Ana Tena Puy

El último héroe

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Henrik Tikkanen nació en Helsinki en 1924. Sin apenas formación académica, empezó a colaborar desde muy joven con dibujos, viñetas e ilustraciones en libros y revistas. Como dibujante y cronista se granjeó gran fama en Finlandia. Entre 1947 y 1967 trabajó como tal en Hufvudstadsbladet, el mayor diario del país en idioma sueco, para pasar después a trabajar en Helsingin Sanomat, el mayor diario del país en finlandés. Trabajó asimismo a partir de 1977 y hasta su muerte para los diarios Dagens Nyheter de Estocolmo y Dagbladet de Oslo. A su fama como dibujante se añadieron durante los últimos diez años de su vida las grandes dotes de escritor. Con la publicación en 1976 y 1977 de la trilogía llamada Libro de las direcciones, arremetió en toda regla contra otra de sus bestias negras, la que le había tocado en suerte por razón de familia y de clase social. Henrik Tikkanen fue uno de esos escritores, frecuentes en Finlandia, perfectamente bilingües que escribían en las dos lenguas oficiales del país, finlandés y sueco, aunque prefiriese esta última para sus novelas. A la trilogía le siguieron las novelas que aquí se presentan y numerosos libros de viajes. En uno de estos, el titulado Kakofoni, sigue minuciosamente el rastro que dejase el inolvidable soldado Svejk de Jaroslav Hašek, tal vez el modelo y la inspiración más decisiva para el diseño de Viktor Käppärä, el soldado finlandés que se mantuvo firme en su puesto durante treinta años. En el año 1975 se le concedió el premio Eno Leino y los años 1976 y 1983, el premio Nacional de Literatura. Afectado de leucemia, Henrik Tikkanen murió en su casa de Esbo en 1984.

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