En medio de la nada

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10 Adónde vamos Ana Tena Puy

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Reloj de bolsillo Chusé Inazio Nabarro

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Quimeras estivales y otras prosas volanderas Jesús Moncada

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El cura de Almuniaced José Ramón Arana

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Tren de la Val de Zafán Libro Colectivo de relatos

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Allí donde el viento sopla para agitar las hojas de los árboles Chusé Inazio Nabarro

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El libro de Catòia Joan Bodon

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El juguete rabioso Roberto Arlt

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Licantropía Carles Terès

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En medio de la nada Yevgueny Zamiatin

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En medio de la nada parece cumplir con todos los requisitos de la poética del esperpento: encontramos aquí, entre otras cosas, la deformación sistemática de la realidad, una notoria degradación de los personajes, y una ironía, teñida a veces de burla y caricatura, pero nunca exenta de cariño con que el autor trata a sus criaturas. Finales del siglo XIX. Para hacer efectiva su expansión al Extremo Oriente, el gobierno ruso ordena instalar en la costa del Pacífico una serie de puestos militares. Atraído por lo que se cuenta sobre esta región entre los oficiales destacados en la parte europea de Rusia, un teniente pide traslado y se marcha a servir al fin del mundo. Al llegar a su nuevo destino, el joven oficial se inmerge en la acostumbrada rutina de clases de instrucción y ejercicios de orden cerrado y, sin darse cuenta, va entrando en una dimensión donde la realidad es pura apariencia: el comandante del puesto resulta ser un maestro de artes culinarias y depredador sexual; la mujer de un oficial le ha regalado nueve niños que se parecen a otros tantos colegas del padre putativo; un soldado cree que matar a un chino no es un pecado porque los chinos no son más que aves de corral, y Dios no castiga por sacrificarlas; etc. Tras una serie de visitas y presentaciones, nuestro oficial se ve envuelto en una trama rocambolesca de suicidios, asesinatos y traiciones que termina con una comida de exequias que se convierte en una fiesta marcada por “una alegría beoda, una alegría apocalíptica con que se regocija la Rusia entera, condenada a malvivir en el quinto infierno”.

www.garadedizions.com

En medio de la nada Yevgueny Zamiatin

En medio de la nada Yevgueny Zamiatin

1

Yevgueny Zamiatin (1884-1937) es conocido por su novela distópica Nosotros que se anticipó a Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y 1984, de George Orwell. Estudió ingeniería naval en San Petersburgo de 1902 a 1908, periodo en el que se unió a los bolcheviques. Fue arrestado en más de una ocasión, pero logró completar los estudios. Su debut literario data de 1908, pero es en 1913 cuando se gana el aplauso del público lector y obtiene el reconocimiento de la crítica con su novela corta Cosas de provincia. Al año siguiente, es juzgado por burlarse ingeniosamente de las instituciones militares en En medio de la nada. En 1916-1917 estuvo en Inglaterra supervisando la construcción de unos rompehielos para la flota rusa y escribió más tarde Los isleños, una sátira del modo de vida inglés. De regreso en su patria, Zamiatin se destaca en la agitada vida cultural de los primeros años de la revolución: escribe novelas y cuentos, estrena obras dramáticas, publica artículos y ensayos, imparte conferencias, participa en la edición de revistas, promueve traducciones rusas de Jack London, O. Henry, H.G. Wells y otros. Pero, a medida que iba avanzando la década de 1920, la postura de Zamiatin ante el régimen se fue haciendo cada vez más crítica y la respuesta no se hizo esperar: L. Trotsky firmó la sentencia calificándole de “emigrante interno” y asegurando que su obra quedaba “fuera de la línea de Octubre”. Por fin, después de la edición de Nosotros en un diario de emigrados rusos, en 1927, sus trabajos dejaron de publicarse en el país. Zamiatin acabó por abandonar Rusia en 1931, y se instaló en París, donde murió en 1937.

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El libro de Catòia Joan Bodon

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En medio de la nada Yevgueny Zamiatin

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En medio de la nada parece cumplir con todos los requisitos de la poética del esperpento: encontramos aquí, entre otras cosas, la deformación sistemática de la realidad, una notoria degradación de los personajes, y una ironía, teñida a veces de burla y caricatura, pero nunca exenta de cariño con que el autor trata a sus criaturas. Finales del siglo XIX. Para hacer efectiva su expansión al Extremo Oriente, el gobierno ruso ordena instalar en la costa del Pacífico una serie de puestos militares. Atraído por lo que se cuenta sobre esta región entre los oficiales destacados en la parte europea de Rusia, un teniente pide traslado y se marcha a servir al fin del mundo. Al llegar a su nuevo destino, el joven oficial se inmerge en la acostumbrada rutina de clases de instrucción y ejercicios de orden cerrado y, sin darse cuenta, va entrando en una dimensión donde la realidad es pura apariencia: el comandante del puesto resulta ser un maestro de artes culinarias y depredador sexual; la mujer de un oficial le ha regalado nueve niños que se parecen a otros tantos colegas del padre putativo; un soldado cree que matar a un chino no es un pecado porque los chinos no son más que aves de corral, y Dios no castiga por sacrificarlas; etc. Tras una serie de visitas y presentaciones, nuestro oficial se ve envuelto en una trama rocambolesca de suicidios, asesinatos y traiciones que termina con una comida de exequias que se convierte en una fiesta marcada por “una alegría beoda, una alegría apocalíptica con que se regocija la Rusia entera, condenada a malvivir en el quinto infierno”.

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En medio de la nada Yevgueny Zamiatin

En medio de la nada Yevgueny Zamiatin

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Yevgueny Zamiatin (1884-1937) es conocido por su novela distópica Nosotros que se anticipó a Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y 1984, de George Orwell. Estudió ingeniería naval en San Petersburgo de 1902 a 1908, periodo en el que se unió a los bolcheviques. Fue arrestado en más de una ocasión, pero logró completar los estudios. Su debut literario data de 1908, pero es en 1913 cuando se gana el aplauso del público lector y obtiene el reconocimiento de la crítica con su novela corta Cosas de provincia. Al año siguiente, es juzgado por burlarse ingeniosamente de las instituciones militares en En medio de la nada. En 1916-1917 estuvo en Inglaterra supervisando la construcción de unos rompehielos para la flota rusa y escribió más tarde Los isleños, una sátira del modo de vida inglés. De regreso en su patria, Zamiatin se destaca en la agitada vida cultural de los primeros años de la revolución: escribe novelas y cuentos, estrena obras dramáticas, publica artículos y ensayos, imparte conferencias, participa en la edición de revistas, promueve traducciones rusas de Jack London, O. Henry, H.G. Wells y otros. Pero, a medida que iba avanzando la década de 1920, la postura de Zamiatin ante el régimen se fue haciendo cada vez más crítica y la respuesta no se hizo esperar: L. Trotsky firmó la sentencia calificándole de “emigrante interno” y asegurando que su obra quedaba “fuera de la línea de Octubre”. Por fin, después de la edición de Nosotros en un diario de emigrados rusos, en 1927, sus trabajos dejaron de publicarse en el país. Zamiatin acabó por abandonar Rusia en 1931, y se instaló en París, donde murió en 1937.

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EN MEDIO DE LA NADA gara viceVersa, 10

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EN MEDIO DE LA NADA Yevgueny Zamiatin Traducción: Aleksey Yéschenko

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Título original: На куличках Traducción: Aleksey Yéschenko Diseño de colección y dibujo de cubierta: Ricardo Polo. Equipo de Diseño Gráfico de Prames

1ª edición, noviembre de 2017 Este libro ha recibido una ayuda por parte del Departamento de Educación, Cultura y Deporte del Gobierno de Aragón

© de esta edición Gara d’Edizions

GARA D’EDIZIONS Avda. Navarra, 8 E-50010 Zaragoza www.garadedizions.com e–mail: gara@garadedizions.com I.S.B.N.: 978-84-8094-411-3 Dep. Legal: Z 1570-2017

Imprime: INO Reproducciones, s.a. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización previa de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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1. El bostezo de Dios Cada hombre tiene un algo que, a primera vista, lo distingue de cualquier otro. En el caso de Andrey IványchI, ese algo era una frente amplia y ancha como la estepa. Y muy cerca, un poco más abajo, le brotaba una nariz respingona, muy rusa, seguida de un bigote rubio, casi albino, que apuntaba hacia las hombreras del cuerpo de infantería. Es que, cuando Dios lo estaba creando, le bastó un pequeño amago de inspiración y ¡zas!: ¡Ahí tienes la frente! Pero después le entraron al Creador unas inmensas ganas de bostezar provocándole tal aburrimiento que terminó la obra –nariz incluida– desidiosamente: “¡Se acabó lo que se daba!” Y así fue como El Creador lo echó al mundo, tal como le había salido. El verano pasado tuvo la ocurrencia de prepararse para ingresar en la Academia Militar. Bromas aparte, los libros de texto le costaron setenta rublos. Se pasó todo el verano leyendo, pero en agosto tuvo la ocasión de asistir a un concierto de HofmannII. ¡Alabado sea Dios, qué fuerza la de la música! ¡Qué academia ni qué niño muerto! Andrey Iványch lo tuvo claro: su futuro no era otro que ser Hofmann. Con razón se comentaba en el regimiento: “¡Qué bien toca Andrey Iványch la marcha fúnebre de Chopin! Dan ganas de llorar”. Andrey Iványch metió todos los libros de la Academia debajo del sofá, se buscó una profesora y se volcó en el aprendizaje de piano: en primavera, se proponía ir al Conservatorio. Pero… la profesora era rubia y su perfume olía a un no sé qué especial. Resulta, pues, que aquello a lo que se dedicó Andrey Iványch con ella durante todo el invierno no era música. Y lo del Conservatorio se quedó en agua de borrajas. 9

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Bueno, ¿acaso quiere decir esto que haya de malvivir Andrey Iványch como oficial subalterno en esa mísera ciudad de TambovIII? ¡De ninguna manera! Esto puede pasarle a cualquiera, pero Andrey Iványch no era de los que se rinden. Ahora tocaba hacer borrón y cuenta nueva para empezar de cero: mandar lo viejo al diablo e irse al fin del mundo. Y entonces todo será posible: vivir un amor real y verdadero, escribir un libro y conquistar el mundo... De modo que Andrey Iványch pidió traslado y se marchó a servir al fin del mundo, que es como decir en el quinto pino o en medio de la nadaIV. Ahí está ahora, tumbado en el sofá, profiriendo juramentos. Razones tiene: ya lleva aquí tres días, ¡maldita sea!, tres días de niebla que no da ni un respiro. Y qué niebla: una niebla que produce estupor. Una bruma gruesa, espesa como el sopor de un borracho, una nube negra que viene poblada de gentuza desalmada, se torna turbia y se apodera de tu mente; y da miedo dormirse porque esa gentuza es capaz de arrastrarte en su vorágine. Quería Andrey Iványch poder oír una voz humana –cualquiera– para librarse de esa alucinación. Llamó a su ordenanza. —¡Oye! ¡Nieprotóshnov! ¡Ven aquí un momento! Como impulsado por un resorte, el ordenanza vino volando y se quedó pegado a la jamba de la puerta. —¡Qué aburrimiento, Nieprotóshnov! Dime: esa niebla, ¿no te deprime? —N-no lo puedo saber, señor... “¡Dios mío! ¿Cómo puede vivir un hombre con esos ojos de besugo? Pero debe haber algo que lo anime…”. —Y bien, Nieprotóshnov, de aquí en un año, de vuelta a casa. ¿No? —Sí, señor. —¿Estás casado? —Sí, señor. 10

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—Estarás echando de menos a la esposa, ¿eh? Digo: tienes ganas de verla, ¿no? Un centelleo opaco brilló en los ojos de Nieprotóshnov. —Como la persona citada, o sea mi esposa, es… antagonista de mi vida, entonces yo... –Y se apagó el brillo. Nieprotóshnov volvió a ser el mismo de siempre, enderezándose aún más si cabe. —¿Qué quieres decir: que ya no la quieres? ¡Venga ya! —N-no lo puedo saber, señor... “¡Me cago en diez!... No hay quien lo entienda: probablemente fue el primer mozo y el mejor acordeonista del pueblo, y mírenlo ahora: con esos ojazos de pez. Sí, tengo que deshacerme de él...”. —Bueno. Vete a tu cuarto, Nieprotóshnov. Andrey Iványch se echó para atrás, apoyando la cabeza en la almohada. A través de la ventana, la niebla hacía su entrada en la habitación arrastrándose como una masa de algodón desgreñada: no se podía ni respirar. Hizo un esfuerzo, logró aspirar aire a golpe de carraspeo y, medio vencido por el sueño, le pareció escuchar sus propios ronquidos. “¡Dios mío!, ¿cómo puedo dormir así, a plena luz del día…?”. Pero la niebla lo envolvía ya en su tela de araña y, al cabo de un rato, era imposible mover el brazo o la pierna.

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2. Rafael el de la Patata Frita —Su Excelencia, o sea el Señor Comandante, no está en casa. —Infórmate mejor, amigo mío. Dile que ha venido el teniente Pólovets. Pólovets, Andrey Iványch. —¿Pólovéts? La cara del ordenanza del general era como un samovar de bronce pulido: tan redonda y tan brillante. El samovar parecía apagado, inerte, pero de repente comenzó a burbujear, dispuesto a hervir: —¿Pólovets? ¡Dios mío! Se me ha ido de la cabeza. Pólovets: ahora caigo. Adelante, por favor. Claro que sí, está. Solo que está un poco ocupado. El ordenanza abrió la puerta izquierda del vestíbulo. Andrey Iványch tuvo que agachar la cabeza para pasar por debajo del dintel. “¡Qué raro!... ¿Seguro que es aquí?”. Lo recibió un aire caliente cargado de humo y vapor, olor a quemado y a cebolla frita que chisporroteaba en el aceite hirviendo... Ajetreo y trajín de cocina… —¿Quién es? Más cerca, más cerca, ¡no oigo nada! Andrey Iványch da un paso más: —Tengo el honor de presentarme ante Su Excelencia... ¡Váyase al diablo! ¿Es este el general? Delantal de la cocina y una barriga de mujer embarazada, sostenida por unas piernas cortitas. Cabeza de rana sin un solo pelo, ojos saltones a punto de reventar. Con esa barriga y las extremidades abiertas, el hombre que tenía delante de él se parecía a un enorme sapo: quién sabe 13

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si por debajo del delantal no se escondía un vientre cubierto de manchas verdes. —¿Presentarte? ¡Venga! Eso está bien, está muy bien... Me hacen falta oficiales. Bebedores, los tengo de sobra –gruñó el general. Y acto seguido volvió a la faena: daba gusto ver lo bien que cortaba las patatas blancas en finas rodajas. Acabada la tarea, se limpió las manos con el delantal, de un saltito se acercó a Andrey Iványch, lo miró fijamente a los ojos, luego lo examinó de pies a cabeza, de frente y de perfil, y gritó como enojado, guturalmente, con una voz que parecía la de un genio de las aguas que sale desde las profundidades del abismo: —Y bien, hombre: ¿qué diablos te trae por aquí? ¿Te entró el gusto por lo exótico después de darte un atracón de leer a Mayne Reed? ¿Eh? ¿No hubiera sido mejor, amigo mío, seguir en Rusia pegado a las faldas de tu madre? Venga, dime: ¿por qué? No te imaginas los líos que tiene uno con críos como tú... Andrey Iványch vio extinguirse su aplomo: no esperaba del general un ataque tan pronto. —Yo, Su Excelencia... Allí, en Tambov, yo... Y aquí, he pensado que hay mar... Aquí también están los chinos... —¡Aquí, aquí!... Vienen aquí, pensando que aquí... Pero el general no pudo acabar la frase: algo en la cocina chisporroteó como el estertor moribundo y llenó la habitación con volutas de vapor con olor a chamuscado. De un salto se plantó el general en el lugar de los hechos enterrando a quien estaba allí con una cascada de los más selectos juramentos que caían sobre la víctima como golpes de martillo. Solo entonces divisó Andrey Iványch a un chinito pícaro vestido con una blusa azul de corte tradicional: estaba ante el general, al igual que un animalito asustado que se empina sobre sus patitas traseras. 14

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—¡Tómate esa! –Y una sonora bofetada se estrelló en la cara del pinche. Pero este permaneció impasible como si tal cosa: solo se frotó los ojos bizqueantes con el dorso de los puños, rápidamente, como hacen las liebres. Siguió resoplando el general, mientras, bajo el faldón, jadeaba su vientre. —¡Uf! Esto es un desastre. No saben hacer nada, no les entra nada en la cabeza: basta que mires a otra parte y te guisarán una bazofia que... Me hastía hasta la saciedad cuando la comida se hace chapuceramente, deprisa y corriendo, sin ganas. La comida, mi querido amigo, es el don de Dios... Así es como nos han enseñado: no comemos para vivir, sino vivimos para...V ¿O cómo es? Andrey Iványch lo miraba boquiabierto, sin decir palabra. El general tomó una servilleta y, amorosamente, con mucho cuidado y, empezó a pasarla por las finas rodajas de patata. —He aquí una patata, ¿no? Unos la echan en una sartén cualquiera con un poco de mantequilla y la dejan que se fría al tuntún, de cualquier modo. Y sanseacabó... Pero a quien Dios le ha dado talento, este entiende que en ningún caso se ha de freír con mantequilla... ¿Con mantequilla? ¡De ninguna manera! ¡Dios no lo quiera! La patata se fríe –siempre, indispensablemente– en aceite hirviendo, toma nota y recuérdalo, amigo mío, de una vez por todas: en una sartén profunda y con aceite hirviendo. El general tomó un limón y exprimió su jugo sobre las rodajas de patata; Andrey Iványch se envalentonó y preguntó: —Su Excelencia, ¿y para qué sirve el limón? Al parecer, semejante falta de ciencia desconcertó al general. Espoleado por esta muestra de ignorancia supina, dio otro saltó y gritó desde el estómago, con la misma voz que el genio de las aguas que vive en el fondo del abismo: —¿Cómo? ¿Para qué sirve? Es que sin limón… esto sería una profanación, el colmo del absurdo. Ahora, si les echas a las roda15

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jas una rociada de jugo de limón, una pizca, les pasas la servilleta, una a una, dejándolas secas, y las fríes en aceite hirviendo... Patatas à la lyonnaise1, ¿no has oído nombrarlas en tu vida? ¡Qué ignorancia! Si esto es un tesoro, una perla, ¡un Rafael! ¿Y cómo se hace? Con unas patatas ordinarias, con cosas de desecho. Esto se llama arte, mi amigo, un acto de creación... “Patata, Rafael… ¡Qué disparate! ¿No estará bromeando el general?”. Andrey Iványch lo miró de reojo. No, no bromeaba. Y hasta parece –ahora se puede apreciar– que bajo las cenizas que le cubren el rostro, centellea y parpadea, apagándose por momentos, algo humano, muy escondido. “Aunque fuera arte lo de la patata… Rafael el de la Patata Frita”. Andrey Iványch le hizo una reverencia, y el general gritó llamando a su ordenanza: —Larka, acompaña al señor oficial al salón de la generala. Hasta la vista, amigo mío, hasta la vista... Hay claros en el bosque que se forman por efecto del desmonte: se han talado los mejores árboles y solo quedan tres ejemplares enclenques que no valen para nada y hacen que el lugar sea aún peor, más vacío. Pues, así era el salón de la casa del general: escasas sillas, una foto del regimiento colgada de una pared. Y como algo que no hace juego, que está fuera de lugar, se acurrucaba la generala en un sofá de Viena, colocado en medio del salón. Le hacía compañía el capitán Niechosa. Andrey Iványch ya lo conocía: guardaba desde ayer el recuerdo de su barba desgreñada con migas de pan pegadas a los pelos. Andrey Iványch hizo una reverencia a la generala, besó su mano extendida. La generala volvió a coger con la mano derecha el vaso de bebida de color rosa y le dijo al teniente con una voz distante y sin dirigirle la mirada: —Siéntese, no lo veo desde hace ya algún tiempo. “¿Qué querrá decir con eso?”. 1

En francés en el texto original.

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Desorientado con esas palabras de la generala, Andrey Ivánich olvidó en seguida el saludo laudatorio que traía preparado. El capitán Niechosa, dando por terminada la visita, ladró con voz ronca: —Así que, señora, permítame pedirle una vez más que me conceda este favor: ser la madrina de mi hijo... La generala bebió un sorbo; no oyó la pregunta: su mirada estaba perdida. Sin ton ni son, dijo algo de lo que ocupaba su mente: —Al teniente Molochkó le salieron verrugas en las manos. Si fueran solo las manos, pero es que le salen por todas partes... Desagradable, terriblemente desagradable, eso de las verrugas. En cuanto sonó lo de “verrugas”, Andrey Iványch oyó detrás de sí algo como una risa o un resoplido. Se dio la vuelta y logró ver, por la ranura de la puerta, un ojo y una nariz llena de pecas. El capitán Niechosa repitió su petición, esta vez con acento dulce: —¡Concédame ese favor: acepte ser la madrina de mi hijo! Ahora la súplica llegó a los oídos de la generala. Se echó a reír con una risa sin gracia, de voz cascada, y ríe que te ríe: soltó el trapo y parecía que no podía contenerse. Se dirigió a Andrey Iványch, pero le costó trabajo articular la frase: —¡Noveno! Este es el noveno hijo de la capitana Niechosa, ¡noveno! ¿Por qué no me acompaña en el bautizo de la criatura? ¿De padrino? El capitán Niechosa no se cansaba de atusarse la barba: —Por Dios, señora, le ruego que me perdone. Es que ya tenemos padrino. El teniente Tíjmen, mi inquilino, hace tiempo que se lo teníamos prometido... Pero la generala había vuelto ya a encerrarse en sí misma y, ajena a todo lo que pasaba a su alrededor y con la mirada perdida Dios sabe dónde, se quedó tomando un sorbo tras otro de su vaso... 17

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Andrey Iványch y el capitán Niechosa salieron juntos. Las botas chapoteaban en la tierra humedecida y encharcada, la niebla rociaba los tejados y, chorreando por los aleros, las gotas de agua les caían sobre sus gorras y hombreras, y se escurrían por el cogote. —Es una mujer algo… rara. ¿Qué le pasa? –preguntó Andrey Iványch. —¿A la generala? ¡Dios mío, qué mujer tan buena era antaño! Llevo aquí veinticinco años... ¡Veinticinco años y conozco a todos como la palma de mi mano!... Sucedió, pues, hace siete años… Siete años: ¡cómo corre el tiempo! Ella dio a luz un niño, el primero y el último… Nació, pues, el niño y, al poco de nacer, murió. Le dio a la pobre por pensar y se quedó desde entonces taciturna. Y cuando vuelve en sí, suelta a veces algo que, en verdad, no tiene ni pies ni cabeza... Ahí tiene lo de Molochkó y sus verrugas: ¡da risa y pena! —No entiendo nada. —Lo entenderá cuando viva lo que he vivido yo. Por algo se dice: vivir para ver.

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3. El bautizo de Pietiashka ¡Y bien! ¿Acaso hay algo raro en que la mujer del capitán Niechosa haya dado a luz otro hijo, el noveno? Pues, ahora tocaba bautizarlo, ¿no? Tampoco era nada del otro mundo. Pero los señores oficiales no paraban de hablar del tema. ¿Será por aburrimiento, por ociosidad? ¿Por falta de otra cosa digna de atención? Pero si se mira bien, es normal: el gobierno dio la orden de montar en el quinto infierno un puesto militar que nadie necesita para nada, mandó colocar allí piezas de artillería, lo llenó de gente y les dijo: “¡Quedaos ahí sentados!”. ¿Y qué remedio? Siguen aquí sentados. Y, al igual que de noche, en un desvelo vacío, cada susurro de un ratón, cada crujido de una ramita seca que se rompe y cae al suelo se amplifican y se apoderan de uno y le causan alarma, lo mismo les pasa ahora a los señores oficiales: cualquier cosa nimia se acrecienta inconmensurablemente y lo inverosímil se hace altamente probable. Hemos de admitir, no obstante, que el caso del noveno hijo de la capitana Niechosa no es tan fácil de explicar como parece: vaya usted a saber quién es su verdadero padre. La mujer del capitán alumbra cada año. Y uno de sus hijos es el vivo retrato de Ivanienko, otro se parece al ayudante del general como una gota de agua a otra, el tercero es una copia en miniatura del teniente Molochkó: basta ver su carita sonrosada de ternero… Ahora bien, y el noveno, ¿de quién es? Más que cualquier otro estaba metido en el ajo es precisamente el teniente Molochkó. Por una razón muy simple. Dado que, el año pasado, lo declararon padre del anterior chiquillo, lo felici19

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taron y le exigieron que pagara un banquete, es natural que ahora busque otra víctima a quien pueda hacerle la misma mala jugada. —¡Señores, un minuto de atención! –saltó Molochkó como un cabrito, como un ternero alegre que había aprendido a mamar chupando el dedo de la ordeñadora mojado en leche–. Señores, no veis que Tíjmen es su inquilino... ¿A quién se le ocurre pensar que la mujer del capitán no ha echado mano de su condición de macho? ¡Ni soñarlo! Y si esto es así, entonces... —¡Bravo! Hay veces que hasta Molochkó se vuelve perspicaz, ¡bravo! De modo que la sentencia cayó en Tíjmen y el fallo fue unánime: a lo mejor él no es en absoluto culpable ni de obra ni de pensamiento, pero es muy tentador divertirse a su costa porque Tíjmen siempre anda muy serio, tiene una nariz larga y lee, ¡que se lo lleve el diablo!, lee a Schopenhauer, pongamos por caso, o a un tal Kant. Y, para cogerlo por sorpresa, con tal de que no pueda huir, a solo media hora del susodicho bautizo, Molochkó fue encargado de ir a informar a la mujer del capitán acerca de la inminente invasión de la “tribu forastera” que es como se designaba aquí a los convidados autoinvitados. La mujer del capitán Niechosa estaba en la cama, pequeña y rechoncha: una carita redonda, unos ojitos redondos y rápidos, unos mechoncitos rizados adornando la frente y el resto de sus mejores encantos, también tirando a redondos. El capitán acababa de salir tras haber estampado un beso de despedida en la mejilla de su esposa. Y todavía quedaba en el aire el tintineo de un frasquito en algún anaquel, provocado por los pasos del capitán, cuando entró el teniente Molochkó y, tras saludar a la capitana con un “¡Hola!”, la besó también en la mejilla, justo en el mismo lugar. Semejantes coincidencias le inspiraban un temor inquietante a la mujer del capitán, que veía en ello algo de todo punto inde20

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En medio de la nada parece cumplir con todos los requisitos de la poética del esperpento: encontramos aquí, entre otras cosas, la deformación sistemática de la realidad, una notoria degradación de los personajes, y una ironía, teñida a veces de burla y caricatura, pero nunca exenta de cariño con que el autor trata a sus criaturas. Finales del siglo XIX. Para hacer efectiva su expansión al Extremo Oriente, el gobierno ruso ordena instalar en la costa del Pacífico una serie de puestos militares. Atraído por lo que se cuenta sobre esta región entre los oficiales destacados en la parte europea de Rusia, un teniente pide traslado y se marcha a servir al fin del mundo. Al llegar a su nuevo destino, el joven oficial se inmerge en la acostumbrada rutina de clases de instrucción y ejercicios de orden cerrado y, sin darse cuenta, va entrando en una dimensión donde la realidad es pura apariencia: el comandante del puesto resulta ser un maestro de artes culinarias y depredador sexual; la mujer de un oficial le ha regalado nueve niños que se parecen a otros tantos colegas del padre putativo; un soldado cree que matar a un chino no es un pecado porque los chinos no son más que aves de corral, y Dios no castiga por sacrificarlas; etc. Tras una serie de visitas y presentaciones, nuestro oficial se ve envuelto en una trama rocambolesca de suicidios, asesinatos y traiciones que termina con una comida de exequias que se convierte en una fiesta marcada por “una alegría beoda, una alegría apocalíptica con que se regocija la Rusia entera, condenada a malvivir en el quinto infierno”.

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En medio de la nada Yevgueny Zamiatin

En medio de la nada Yevgueny Zamiatin

1

Yevgueny Zamiatin (1884-1937) es conocido por su novela distópica Nosotros que se anticipó a Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y 1984, de George Orwell. Estudió ingeniería naval en San Petersburgo de 1902 a 1908, periodo en el que se unió a los bolcheviques. Fue arrestado en más de una ocasión, pero logró completar los estudios. Su debut literario data de 1908, pero es en 1913 cuando se gana el aplauso del público lector y obtiene el reconocimiento de la crítica con su novela corta Cosas de provincia. Al año siguiente, es juzgado por burlarse ingeniosamente de las instituciones militares en En medio de la nada. En 1916-1917 estuvo en Inglaterra supervisando la construcción de unos rompehielos para la flota rusa y escribió más tarde Los isleños, una sátira del modo de vida inglés. De regreso en su patria, Zamiatin se destaca en la agitada vida cultural de los primeros años de la revolución: escribe novelas y cuentos, estrena obras dramáticas, publica artículos y ensayos, imparte conferencias, participa en la edición de revistas, promueve traducciones rusas de Jack London, O. Henry, H.G. Wells y otros. Pero, a medida que iba avanzando la década de 1920, la postura de Zamiatin ante el régimen se fue haciendo cada vez más crítica y la respuesta no se hizo esperar: L. Trotsky firmó la sentencia calificándole de “emigrante interno” y asegurando que su obra quedaba “fuera de la línea de Octubre”. Por fin, después de la edición de Nosotros en un diario de emigrados rusos, en 1927, sus trabajos dejaron de publicarse en el país. Zamiatin acabó por abandonar Rusia en 1931, y se instaló en París, donde murió en 1937.

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10 Adónde vamos Ana Tena Puy

2

Reloj de bolsillo Chusé Inazio Nabarro

3

Quimeras estivales y otras prosas volanderas Jesús Moncada

4

El cura de Almuniaced José Ramón Arana

5

Tren de la Val de Zafán Libro Colectivo de relatos

6

Allí donde el viento sopla para agitar las hojas de los árboles Chusé Inazio Nabarro

7

El libro de Catòia Joan Bodon

8

El juguete rabioso Roberto Arlt

9

Licantropía Carles Terès

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En medio de la nada parece cumplir con todos los requisitos de la poética del esperpento: encontramos aquí, entre otras cosas, la deformación sistemática de la realidad, una notoria degradación de los personajes, y una ironía, teñida a veces de burla y caricatura, pero nunca exenta de cariño con que el autor trata a sus criaturas. Finales del siglo XIX. Para hacer efectiva su expansión al Extremo Oriente, el gobierno ruso ordena instalar en la costa del Pacífico una serie de puestos militares. Atraído por lo que se cuenta sobre esta región entre los oficiales destacados en la parte europea de Rusia, un teniente pide traslado y se marcha a servir al fin del mundo. Al llegar a su nuevo destino, el joven oficial se inmerge en la acostumbrada rutina de clases de instrucción y ejercicios de orden cerrado y, sin darse cuenta, va entrando en una dimensión donde la realidad es pura apariencia: el comandante del puesto resulta ser un maestro de artes culinarias y depredador sexual; la mujer de un oficial le ha regalado nueve niños que se parecen a otros tantos colegas del padre putativo; un soldado cree que matar a un chino no es un pecado porque los chinos no son más que aves de corral, y Dios no castiga por sacrificarlas; etc. Tras una serie de visitas y presentaciones, nuestro oficial se ve envuelto en una trama rocambolesca de suicidios, asesinatos y traiciones que termina con una comida de exequias que se convierte en una fiesta marcada por “una alegría beoda, una alegría apocalíptica con que se regocija la Rusia entera, condenada a malvivir en el quinto infierno”.

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Yevgueny Zamiatin (1884-1937) es conocido por su novela distópica Nosotros que se anticipó a Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y 1984, de George Orwell. Estudió ingeniería naval en San Petersburgo de 1902 a 1908, periodo en el que se unió a los bolcheviques. Fue arrestado en más de una ocasión, pero logró completar los estudios. Su debut literario data de 1908, pero es en 1913 cuando se gana el aplauso del público lector y obtiene el reconocimiento de la crítica con su novela corta Cosas de provincia. Al año siguiente, es juzgado por burlarse ingeniosamente de las instituciones militares en En medio de la nada. En 1916-1917 estuvo en Inglaterra supervisando la construcción de unos rompehielos para la flota rusa y escribió más tarde Los isleños, una sátira del modo de vida inglés. De regreso en su patria, Zamiatin se destaca en la agitada vida cultural de los primeros años de la revolución: escribe novelas y cuentos, estrena obras dramáticas, publica artículos y ensayos, imparte conferencias, participa en la edición de revistas, promueve traducciones rusas de Jack London, O. Henry, H.G. Wells y otros. Pero, a medida que iba avanzando la década de 1920, la postura de Zamiatin ante el régimen se fue haciendo cada vez más crítica y la respuesta no se hizo esperar: L. Trotsky firmó la sentencia calificándole de “emigrante interno” y asegurando que su obra quedaba “fuera de la línea de Octubre”. Por fin, después de la edición de Nosotros en un diario de emigrados rusos, en 1927, sus trabajos dejaron de publicarse en el país. Zamiatin acabó por abandonar Rusia en 1931, y se instaló en París, donde murió en 1937.

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