Licantropía

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LICANTROPÍA

gara viceVersa, 9


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Diseño de colección: Ricardo Polo. Equipo de Diseño Gráfico de Prames Dibujo de portada: Daniel Sesé

1ª edición en catalán, junio de 2012 2ª edición en catalán, enero de 2013 3ª edición en catalán, marzo de 2013 1ª edición en castellano en esta colección, mayo de 2015

Este libro ha recibido una ayuda por parte del Departamento de Educación, Universidad, Cultura y Deporte del Gobierno de Aragón

© de esta edición Gara d’Edizions © traducción Chusé Aragüés

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LICANTROPÍA Carles Terès

Premio “Guillem Niculau” 2011 del Gobierno de Aragón en lengua catalana


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A Cèlia, Adriana y Tuabech, por todas las horas robadas. A Roser y Ramon, por la vida y los años que me dieron; y a Sílvia, por estar ahí.


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1. Un lobero forastero

Mosén Magí Camprubí i Selma llegó a La Pobla de Llobosa en plena noche de invierno del año 1759. Ante los muros de las primeras casas le dieron la bienvenida tres lobos muertos colgados de unas estacas. El cierzo helado balanceaba los cuerpos rígidos, que mostraban los dientes en una última mueca amenazante. Eran tiempos en los que los lobos campaban a sus anchas por aquellos montes poco poblados. Cuando el frío era demasiado riguroso y escaseaban las presas, manadas hambrientas se aventuraban por villas y masías en busca de cualquier cosa viva o muerta que les sirviera de alimento. La creencia popular les otorgaba atributos humanos como la maldad, la venganza o el miedo, y también una memoria indeleble que les permitía recordar las personas y sus nombres. Por eso, a modo de advertencia, se colgaban los animales abatidos a la entrada de las poblaciones. Como siempre hacía, mosén Magí pidió cobijo en la casa parroquial para él y la burra que lo acompañaba. La casera, una mujer delgada y arrugada, le comunicó que se habían llevado a Morella al rector, el padre Bernat, presa de una repentina y virulenta enfermedad. Se ve que había despertado de la siesta empapado en sudor y balbuceando palabras incomprensibles. En vistas que el médico del pueblo no supo que remedio aplicarle, decidieron llevarlo al convento de San Francisco, donde estaría mejor cuidado que en aquella mísera vicaría. El misionero se acomodó en una minúscula alcoba situada entre la cocina y el corral que su fiel burra compartiría con el asno del presbítero. Estaba acostumbrado a dormir en lugares preca11


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rios, y agradeció aquel rincón abrigado. La casera había tenido la consideración de pasar el calentador de camas por su jergón. Entre esto y el calorcillo proveniente del hogar y el establo, se durmió como un niño. Ya era de madrugada cuando lo despertaron unos ladridos extraños, como si hubiera una jauría de perros en la calle. Entremedio se mezclaba alguna voz que gritaba, reía, o quizá lloraba. Se levantó y miró a través del ventanuco, pero no pudo ver gran cosa. Fuera, la única luz era la de la luna velada por las nubes, reverberada sobre la nieve que cubría la plaza. Le pareció que unas sombras se escabullían por la calle Mayor, pero no pudo determinar si se trataba de personas o bestias. Después de unas horas de maldormir se levantó, como era su costumbre, antes del amanecer. Ofició misa en la oscuridad helada y solitaria de la parroquia. Cuando volvió a la vicaría, la casera le había preparado un modestísimo almuerzo a base de sopas de tomillo con poco pan, sal escasa y sin rastro de aceite, pero con un nutritivo huevo escalfado que alegraba el aguado refrigerio. Mientras rebañaba la escudilla, preguntó a la casera por el ajetreo nocturno, pero ella le contestó con evasivas y vaguedades. Le pidió también información sobre el objetivo de su viaje, una familia de montaraces que habitaban en los montes del término. La pobre mujer se azoró todavía más, y empezó a musitar que ella no sabía nada de aquella gente. No hacía falta ser una lumbrera para ver que mentía. Mosén Camprubí insinuó que al obstruir la sagrada misión que lo había llevado hasta allí podía incurrir en una grave ofensa a Nuestro Señor. —Tan grave como un pecado mortal —le dijo bajando la voz. Ante esta perspectiva, la sirvienta le reveló los detalles que necesitaba. —Están por la sierra del Cepell, y viven de hacer carbón, de vender pieles... y de todo lo que les mandan los Torrent de Prats —al pronunciar este nombre, se santiguó con aprensión. 12


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Le explicó que eran dos hombres, seguramente hermanos, con una mujer y cinco criaturas de varias edades. Los lugareños solían atribuirles cualquier incidente con el ganado, a pesar de que nunca habían conseguido ninguna prueba de ello. —Son loberos, como sus señores —añadió. Y se volvió a santiguar. Loberos. Hacía tiempo que no oía hablar de ese oficio. En aquel año convulso, calificado por algunos como el «año sin rey», se rumoreaba que el hombre fuerte de Fernando VI, Ricardo Wall, se había empeñado en borrar todas las prácticas oscuras heredadas de la dinastía de los Austrias. Sea lo que fuese, por lo que explicaba la mujer, los montaraces nunca asistían a misa, ni se sabía que los niños hubieran sido bautizados ni comulgados. Tampoco quedaba claro si la unión entre la mujer y uno de los hermanos había sido bendecida por el sacramento del matrimonio. De hecho, ni siquiera se sabía si se trataba de una pareja o si la mujer era compartida por los dos hombres. Cualquiera de los supuestos representaba un pecado gravísimo que había que enmendar sin más dilación. —En el tiempo que estamos, los encontrará por el humo de las carboneras —le indicó. Para continuar su camino, tenía que hacer provisión de víveres. Normalmente lo abastecían de lo poco que necesitaba en las parroquias por donde pasaba. En casa del vicario de La Pobla, sin embargo, no había nada de sobra, por lo que la asistenta lo mandó a la casa del alcalde, que tenía un almacén donde se podía comprar o trocar comida, telas y cacharros de todo tipo. Las visitas de los vendedores ambulantes eran muy espaciadas, sobre todo en invierno, y era conveniente —según el alcalde, que sacaba su beneficio— que el pueblo no estuviera desabastecido. La villa parecía desierta; sin embargo, la nieve de la plaza de la iglesia estaba llena de pisadas. Lo atendió la alcaldesa, una mujer malcarada que no quiso darle nada si no lo pagaba a tocateja. Mosén Magí tuvo que desprenderse, a regañadientes, de alguna de las monedas que guardaba. 13


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Mientras atravesaba el pueblo no se topó con nadie; solo presencias intuidas detrás de los postigos. La calle por la que andaba, en cambio, denotaba un gran tránsito de personas y animales. Las otras aparecían cubiertas de un inmaculado manto blanco. Al llegar al portal de la entrada se fijó en que de las estacas colgaban solo tres cuerdas deshilachadas. Ni rastro de los lobos. Tomó el camino que bajaba hacia el barranco, entre corrales y las casas de los poblanos más pobres. Atravesó el puente de piedra donde empezaba la calzada de Les Balmes del Miracle. El día estaba encapotado, y un viento molesto levantaba remolinos de nieve que le golpeaban el rostro. Las nubes pasaban a gran velocidad, sin tiempo para descargar, y el sol hacía brevísimas apariciones. Al cabo de una hora de andar, llegó al desvío que se internaba en la sierra del Cepell. Desde que había dejado el pueblo, los caminos que había seguido estaban extrañamente hollados. En cambio, los que iban quedando a ambos lados no presentaban ni una pisada. Incluso cuando tomó el desvío que se adentraba en la sierra, la vía principal en dirección a Les Balmes estaba todavía virgen. Siguió monte arriba en busca de las columnas de humo que tenían que indicarle la posición de las carboneras. El sendero proseguía entre árboles silenciosos, robles de troncos negros y copas desnudas. La fiel borrica lo seguía con paso lento y seguro. El misionero, después de tantos años recorriendo lugares desolados, había adquirido la costumbre de rezar mientras caminaba. Nada mejor para ahuyentar la soledad. Si alguien lo hubiera observado, podría haber pensado que las oraciones iban dirigidas al animal, que meneaba la testuz arriba y abajo como asintiendo a las plegarias. Transcurrió una hora, y después otra, y ni rastro de los montaraces ni sus carboneras. Abatido, se sentó para tomar un bocado. Mientras rebanaba una de las hogazas, se dio cuenta de que el bosque estaba en silencio. Su instinto lo previno de una presencia amenazadora. Dejó el pan en el serón y, sin soltar el cuchillo, empuñó la larga vara con la otra mano. La burra seguía tranquila, hocicando entre la nieve en busca de un poco de pasto. Entonces lo vio: era 14


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un lobo que lo acechaba acurrucado sobre una roca, a contraviento —por eso la burra no lo había percibido. Lo invadió el miedo. Si el animal iba solo, no había peligro, pero era probable que sus compañeros estuvieran rodeándolo. O que les avisara para que acudieran. Se oyó un silbido muy leve, imperceptible en otras circunstancias, y el lobo se desvaneció. La burra levantó la cabeza, las orejas tiesas en dirección al silbido. Un hombre cubierto con una pelliza apareció en la curva del camino. Era menudo y renegrido, y empuñaba un bastón con una pequeña hoz en el extremo. —Dios os guarde —saludó el mosén. El extraño contestó con gruñido amigable, pero ininteligible. El mosén se presentó y expuso sus intenciones. El hombrecillo asentía sin dejar de sonreír, como si le hiciera gracia todo lo que escuchaba. Balbuceó unas palabras, entre las que pudo discernir «Genís» y, cogiendo la burra por el ramal, empezó a caminar. Viendo que Mosén Camprubí se quedaba pasmado, le hizo gestos para que lo siguiera. Después de tres cuartos de hora andando a buen paso, llegaron a una gran explanada, al fondo de la cual se levantaba un enorme caserón. La masía, además del pajar y unos grandes corrales, tenía adosada una pequeña capilla. La puerta principal estaba custodiada por una encina de dimensiones considerables. Genís (si es que ese era su nombre) le entregó la correa del animal y, señalándole la casa, masculló algo que sonaba como «hablad con los señores». Remarcó la frase con un gesto imperativo de la mano y, sin esperar respuesta, se volvió por donde habían venido. La casa, vista de cerca, no parecía muy antigua. Posiblemente era la ampliación de un edificio anterior, porque un tercio de la fachada estaba hecha de mampostería, con piedras irregulares y oscurecidas, mientras que el resto era de sillares de ángulos poco desgastados. Salió a recibirlo un hombre ya mayor, de cabellos grises y expresión fatigada. Lo hizo esperar en la entrada, junto a una escalinata de proporciones inusitadas. Al cabo de un rato que se le hizo eterno, bajó un caballero de aspecto distinguido y mirada glacial. 15


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Se presentó como Martí Torrent, propietario «de todas las tierras por las que habéis pasado desde La Pobla de Llobosa». Lo invitó a seguirlo hasta un gabinete que estaba al fondo del vestíbulo. La estancia, comparada con el espacio que habían atravesado, parecía minúscula. Quizá el efecto se debía a las vitrinas repletas de libros que cubrían las paredes hasta el techo. El caballero se sentó detrás de un escritorio de roble tallado, también de grandes dimensiones. Para completar la sensación de abarrotamiento, en una esquina había un hogar donde ardía un grueso tronco. Mosén Magí se presentó debidamente, mostrándole las credenciales que lo avalaban, y explicó el motivo de su expedición. Entretanto, el viejo criado había traído una bandeja con un tazón humeante. —Caldo. Esto os hará revivir. Le llamó la atención que su anfitrión hablaba un catalán diferente del de la gente de la zona. Parecía de la Cataluña Vieja, de la parte de Vic; tal vez de Olot o Bañolas. Martí le explicó que tenía a los montaraces bajo su protección. —Son gente muy rústica, incapaces de vivir en lugares civilizados. Por eso precisamente nos son de tanta utilidad en las labores del bosque. Se mueven como salvajinos, y nos son fieles y respetuosos. Ya habéis visto a Genís. No hace falta que os diga mucho más. A decir verdad, yo no perdería tiempo ni esfuerzos en ellos. La última cosa que necesitan es asistencia espiritual. Viven a su manera, y nunca nos ha llegado queja alguna por causa de sus actos. Aun así, pongo esta casa a vuestra disposición y mañana mismo diré a Mateu que os lleve a vuestros aposentos. El cura le dio las gracias, pero dijo que ya había tratado personas de todo tipo y condición. Y que, como criaturas de Dios Nuestro Señor, tenía la obligación, la misión de llevarles la oportunidad de la salvación de sus almas. El criado lo acompañó a una habitación de la segunda planta, bajo el tejado. Una de las paredes debía tapar la chimenea que subía del hogar, porque irradiaba un calorcillo que se agradecía. 16


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Un jergón relleno de paja, una banqueta de madera y un candil era todo el mobiliario, más que suficiente para el misionero. En las vigas había algunos clavos donde podía colgar la ropa y el gran zurrón con sus enseres. Se cercioró que se ocuparan bien de la borrica, se acostó sobre el crujiente lecho y se cubrió con la pesada manta morellana que Mateu le había proporcionado. Se despertó al cabo de un rato indeterminado. Como el cuarto era totalmente interior, le fue imposible averiguar la hora. No sabía si había dormido cinco minutos o cinco horas. Buscó a tientas la cajita de teas para encender el candil, pero estaba desorientado y no lo logró. Salió al estrecho pasillo y se dirigió a las escaleras, de donde provenía un tenue resplandor. Empezaba a bajar cuando oyó el eco apagado de unos golpes cadenciosos. Prestó atención. No quería importunar a los anfitriones perturbando su intimidad. Descendió, pues, sigilosamente con la intención de salir fuera para aliviar la vejiga. De paso echaría un vistazo a la burra. En la planta noble, ardía una lámpara de aceite. Seguramente la dejaban encendida toda la noche para comodidad de los moradores —una muestra más de la opulencia de los propietarios. Cuando se dirigía a la escalinata que conducía a la planta baja, oyó los golpes muy cerca. Alguien o algo golpeaba una de las puertas del rellano. Rítmicamente. Incansablemente. Se acercó procurando no hacer ruido. La puerta no tenía nada de extraordinario, ni pequeña ni grande, sin molduras ni ornamentos. Eso sí, desprendía una sensación de solidez monolítica. Los golpes se oían amortiguados, como si la madera fuera muy gruesa y densa. Aplicó la palma de la mano a la superficie para sentir la vibración. En aquel momento apareció Mateu con un farol en la mano. Al verlo ante la puerta miró a ambos lados, como para asegurarse de que no había nadie más, y le hizo un gesto con la cabeza para que lo siguiera. Después de esperar que orinara, lo llevó a la cocina, donde había una vieja que se le parecía bastante. —Es mi mujer —dijo al ver como la miraba—. Rita, este es el cura que quiere hablar con Genís y los suyos. 17


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—Mala cosa, mosén, mala cosa —graznó la mujer—. Esos solo se entienden con las bestias. Con las bestias del bosque, ya se lo digo yo. Y con los amos, eso sí, con los amos también. Y con nadie más. ¿Tengo razón o no? —dijo, dirigiéndose al marido—. ¿A que tengo razón? Todo lo que se ahorraba Mateu en palabras, lo derrochaba la esposa repitiendo dos veces todo lo que decía. El criado ni siquiera intentó corroborar la afirmación. Se limitó a decirle que no se acercara a aquella puerta. —Como si no existiera. El instinto aconsejó al cura no hacer preguntas. Les dijo que quería ir al establo a ver si la burra estaba tranquila. —Está cerrado. Y tengo órdenes de no abrir hasta mañana por la mañana. —Cerrado a cal y canto. Las noches de invierno, ya lo dicen: cada oveja a su corralillo, que el lobo quiere clavar el colmillo —la vieja no podía callar—. Y nosotros también, Mateu, que los Bordones ya campan por el cielo. Aún así, pidió si podía coger el farol para echar un vistazo a la cuadra. —Yo no iría, pero si queréis hacerlo, volved enseguida. Y no os apartéis mucho de la casa. —Os pongo un plato de sopas —dijo Rita—. No tardéis que si no se enfriarán, y heladas no están buenas. Aquí en la despensa —le señalaba una puerta— está el pan, un pernil de cerdo y uno de buey. Si queréis hincar el diente, hacedlo sin vergüenza —se rió de su propio chascarrillo—; cómo si estuvieseis en vuestra casa. Sobre todo no os quedéis con hambre. Y después, a chafar la paja, que mañana os espera un día muy largo. Fuera hacía un frío intenso. En el cielo, efectivamente, brillaba Orión con su cinturón de estrellas —los Bordones, como los había denominado la cocinera. «¡Sí que he echado una buena cabezada!» pensó. No era normal que durmiera tantas horas seguidas, ni si18


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quiera cuando estaba muy cansado. «Hay algo en esta casa que no me gusta... algo que me oprime el corazón». Tal y como le habían dicho, la puerta del establo estaba cerrada. Dentro se oían los ruidos habituales: algún bufido, una patada. Nada inquietante. Más allá del resplandor de la vela, solo había la oscuridad y el silencio de la noche nevada. «Tiene razón Rita. No son horas de estar aquí afuera. Más vale que coma un poco. Pocas veces tengo la oportunidad de estar tan bien hospedado». Oyó un gruñido prolongado proveniente de sus tripas. «Vamos hacia la cocina» le dijo a su estómago para tranquilizarlo. Al doblar la esquina de la fachada principal, la masa negra de la encina le impresionó. Su tronco estaba rodeado por un gran poyo circular, como una gigantesca rueda de molino agujereada. Sobre el banco le pareció ver una presencia, pero la oscuridad bajo las ramas del árbol era densa como el hollín. Se acercó levantando el farol para ver mejor. Le pareció que algo se escabullía, pero no podía estar seguro porque la oscilación de la luz hacía bailar las sombras como si estuvieran vivas. Sintió que la piel se le erizaba, como si unos dedos helados le rozaran apenas la espalda. Se precipitó dentro de la casa y casi hizo caer al amo Martí. —¡Válgame Dios, padre! ¡Parece que os persiga el diablo! —se santiguó al mencionar al Maligno. El cura masculló algo que quería ser una explicación. —Estáis blanco como la leche —dijo Martí alumbrándolo con el candil. Le puso la mano sobre el hombro y lo empujó suavemente—. Pasad a la cocina, amigo mío. Rita os tiene preparado un refrigerio que os asentará el cuerpo y el alma. El fuego llameaba con fuerza. Sobre la mesa, la escudilla humeante, un pan ya empezado y un jarro de vino caliente. El anfitrión se sentó enfrente con la cabeza apoyada sobre la mano, un ademán distendido que contrastaba con el azoramiento del religioso. 19


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Empezó a comer, primero con circunspección, pero pronto sin disimular el hambre que le arañaba las tripas. Martí Torrent se sirvió una taza de vino, seguramente para que el invitado no se sintiera cohibido. —No sé qué os han dicho de nosotros, en el pueblo, ni mucho menos qué cosas os dirán. —Y, sin esperar respuesta, prosiguió—: Cómo habréis podido comprobar, y si no, ya os lo digo yo, somos los propietarios más importantes de esta parte del corregimiento. Vos, que conocéis la naturaleza humana, sabéis los rencores y envidias que eso suscita. Hizo una pausa para evaluar el efecto de sus palabras en el misionero. —Sabéis también que, en la raíz de toda habladuría, siempre hay algo de cierto, por poco que sea. Por eso, para que no os llevéis una impresión equivocada de nosotros, me gustaría que conocierais algunos detalles de esta familia. Bebió un trago sin dejar de mirarlo. —Eso sí, os rogaría que quedara todo entre nosotros. Sois, además de un hombre de mundo, ministro de Dios. No os estoy pidiendo confesión ni el secreto que el sacramento comporta; creo que, dentro de lo posible, estoy en paz con el Altísimo. Aun así hay cosas que si se difunden acaban tomando unos derroteros muy alejados de la realidad. Por eso confío en vuestra discreción y buen criterio. —Disculpad la franqueza, pero no veo el motivo por el que me tuvierais que dar ninguna explicación. Cómo vos decís, soy hombre bregado en las cosas de la vida, y sé el escaso valor que tiene la palabrería de las comadres y los ociosos. Soy también un perfecto desconocido, un humilde portador de la Palabra de Dios. El más humilde de todos, y la gente que sirvo son criaturas que viven al margen del mundo civilizado. Martí esbozó una sonrisa de complicidad. —Amigo mío, si de algo puedo enorgullecerme, es de mi instinto a la hora de conocer la naturaleza de las personas. Y eso que 20


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me acabáis de decir no hace más que corroborar mi impresión. No es fácil, en este nido de águilas, encontrar un confidente capacitado y discreto como vos. Suspiró profundamente, como si tomara aliento para emprender el relato. —Todo empezó hace más de una centuria, en Les Encies, una aldea del valle de Hostoles, cerca de Olot... Pero esa es una larga historia y no quiero aburriros —hizo un gesto con la mano como si espantara una mosca—. Os habrán contado que soy lobero, algo que ciertamente no voy a negar. Desde hace cuatro generaciones en mi familia tenemos el don de entendernos con los lobos. Gracias a eso hemos podido liberar pastores, mercaderes y propietarios de sus ataques. A cambio hemos cobrado la correspondiente ‘iguala’, tal y como hacen médicos y veterinarios. Es ley de vida que aquello que para unos es desgracia, para otros es fortuna —le hizo un guiño de complicidad—. Por motivos que no vienen al caso, siendo un mozalbete me vi abocado a abandonar el solar familiar. Durante unos años, mi vida fue la de la gente del camino: gitanos, feriantes, bandoleros y charlatanes. Siempre en las montañas, donde los lobos tienen su cobijo. Y ya sabéis que de montañas, en Cataluña van sobrados. Podría decir que fueron tiempos difíciles, pero faltaría a la verdad. En aquella edad pletórica, cada día era una oportunidad para aprender, y las contrariedades solo sirvieron para endurecerme el cuerpo y el alma. Un destello de añoranza iluminó sus pupilas. Prosiguió: —Llegué a la vecina villa de Prats Jussans atraído por la noticia de que una plaga de lobos asolaba estas tierras. La guerra había desbaratado el orden secular que los antiguos señores, todos partidarios de los Austrias, mantenían en estas montañas desde los tiempos de la Conquista. Los “botiflers” o felipistas y los nobles venidos de Castilla se habían instalado en las ciudades y en las prósperas poblaciones de la tierra llana. Me contrató uno de los pocos que no habían abandonado sus posesiones, el Barón de Prats, propietario de gran parte de las tierras de esta parte de los corregimientos de Morella y Alcañiz. No quiero pecar de inmo21


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destia, pero no me fue difícil acabar con el azote —le sonrió con picardía—. ¿Queréis saber como se hace? El truco es sencillo, aunque, como en casi todas las cosas, llevarlo a la práctica está al alcance de unos pocos, poquísimos elegidos. Es preciso encontrar la manada más vigorosa y ganarse la confianza del lobo y la loba dominantes. Para lograrlo hay que estar bien compenetrado con los animales, saberse los códigos, conocer las reacciones, aquello que temen y aquello que les gusta. Podríamos decir que hay que convertirse en lobo, hacer que te perciban como uno de los suyos, como su jefe. Una vez conseguido, el lobero está en disposición de dirigirlos según sus intereses. En mi caso, hice que echaran a las manadas rivales y respetaran el ganado del Barón. Casi un año después de mi llegada, los rebaños de la casa de Prats campaban sin peligro por los pastos del señorío. Bebió un largo trago para aclarar la garganta. Puso cara de disgusto y se levantó. —Esto se está enfriando. Con vuestro permiso, pondré el jarro junto al fuego. Volvió a sentarse en el banco y estuvo un rato mirándolo. Era evidente que había algo más que no se decidía a explicar. —Está también mi esposa, Hermínia, la hija del barón. Mañana, Dios mediante, la conoceréis. Su salud es delicada y le conviene dormir toda la noche. Parecía incómodo, pero prosiguió. —La conocí cuando ya llevaba unos meses trabajando para su padre. Estaba esperando para ser recibido por él en la antesala de su gabinete, cuando ella salió. Era una mujer de aspecto frágil y piel pálida, que nada tenía que ver con las hembras sucias y gritonas que había conocido. Nos quedamos de pie, el uno frente al otro. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Había en el fondo de sus ojos, detrás del velo mortecino que los cubría, una luz... no sé como definirlo; una chispa candente que esperaba el aliento de alguien como yo para reavivarse. Puede parecer impropio de mí, un lobero acostumbrado a los bosques y a las fieras. 22


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Entrecerró los ojos para escudriñar mejor dentro de sus propios pensamientos. —Si tengo que seros sincero, creo que fue precisamente debido a mi oficio, que supe percibir aquella fuerza que bullía dentro de ella. Y ahora os explicaré el motivo. Se levantó del banco para coger el jarro que había dejado junto al fuego. —¿Queréis más? —lo sostenía con un trapo para no quemarse. Mosén Magí le alargó la taza y musitó un «sí, gracias». Con el estómago lleno y el calor del hogar, el monólogo de su anfitrión le resultaba irresistible. La oportunidad de escuchar una persona cultivada e inteligente era un lujo al que raramente podía acceder. La historia que le relató Martí empezaba como tantas historias que se explican en la intimidad de la noche: con una tragedia. La madre de Hermínia había muerto al dar a luz. Este hecho nefasto creó, en contra de lo que a veces sucedía, un vínculo de afecto muy estrecho entre el barón y su única hija. Hermínia resultó ser una niña llena de vitalidad y fuerza, que, con solo diez años, aprovechaba cualquier oportunidad para acompañar a su padre. Él se la llevaba a todas partes, ya fuera a inspeccionar una finca, a una partida de caza o en visitas de compromiso. Era como si inconscientemente, la chiquilla intentara resarcir al barón de la soledad conyugal a la que lo había condenado. Don Miquel, el barón, hablaba de Hermínia como «la luz de mi vida». Y era cierto hasta el punto que el caballero, todavía suficientemente joven para casarse de nuevo y tener más descendencia, prefirió dedicar todo el afecto a su hija. Sin embargo, todo se torció a raíz de un extraño incidente. El barón, de casta austracista, organizaba a finales de otoño una cacería con los nobles más influyentes de los corregimientos de Morella, Alcañiz y Tortosa. Tres días con sus noches donde no faltaba de nada. Había que recuperar la influencia de la baronía de Prats, perdida en gran parte con el desastre de la guerra de Sucesión. Y nada mejor que agasajar generosamente a aquellos que podían 23


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ayudarle en sus aspiraciones. Pero sucedió que, en plena cacería, una manada de lobos surgida de la nada cayó sobre el grupo donde estaban las mujeres, entre ellas Hermínia. El perro que siempre acompañaba a la niña fue destrozado a dentelladas mientras intentaba defenderla. Ella, en cambio, solo recibió un mordisco en la pierna. Nada grave, apenas un desgarrón en la falda y un arañazo superficial. Según los testigos, el animal que le mordió era una gran loba blanca, posiblemente preñada. Nunca se había visto un ataque como aquel. Sí que se contaban historias sobre lobos que habían seguido a viajeros, incluso les habían atacado, pero solía tratarse de personas solas, en plena noche y casi siempre en mitad de los inviernos más rigurosos. Todos los invitados se marcharon apresuradamente. No eran gente valiente, y no les hacía ninguna gracia andar por aquellos montes a sabiendas de que había una manada de feroces animales sin temor a las personas ni a las armas. Fue a partir del ataque de la loba, que Hermínia se convirtió en otra persona. La casualidad quiso que, además, le sobreviniera la primera menstruación la mañana siguiente de estos hechos. Se pasó muchas semanas encamada, en un estado de postración silenciosa. El médico le diagnosticó una exacerbación nerviosa severa. Como remedio le prescribió reposo y baños en agua helada. Cuando por fin se recuperó había perdido el lustre de la piel y el brillo de la mirada. El cuerpo, que antes presagiaba una rotunda plenitud, enflaqueció, y el carácter se le volvió apagado y taciturno. Los habitantes de Prats contaban que, algunas veces, la habían visto salir del palacio en plena noche, cubierta solo con el camisón, y, cual fantasma, desaparecer dentro del antiguo bosque de encinas que bordeaba los campos por el lado de poniente. Esto se contaba en voz baja y al calor del hogar, puesto que el barón no toleraba la más mínima insinuación sobre la integridad mental o física de Hermínia. Para él, continuaba siendo la «luz de su vida» que le aliviaba la llaga de la viudedad. Fueron pasando los años de esta triste manera, el señor de Prats ocupado enteramente en la hija y los asuntos propios de la baro24


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ÍNDICE

1. Un lobero forastero ................................................................ 11 2. Un susurro como el zumbido de un insecto ........................... 45 3. El Mas de la Roca................................................................... 51 4. El mayor enemigo de la fotogenia........................................... 58 5 Las misteriosas palabras de la abuela ........................................ 64 6. Como si alguien pronunciara su nombre ................................ 77 7. No pude resistir la curiosidad. ................................................ 81 8. ¿Me espías los sueños? ............................................................ 86 9 La sospecha de la locura........................................................... 92 10. Un gran hueso de dinosaurio.................................................. 96 11. Sorprendido en una travesura ............................................... 102 12. Me ha echado del Land Rover .............................................. 108 13. ¡Qué suerte tenéis de vivir aquí!............................................ 116 14. «But I live a simple life»........................................................ 125 15. Licantropía, Llorenç ............................................................. 139 16. Qué extraña coincidencia ..................................................... 152 17. El árbol de la vida................................................................. 156 18. Encontrarás una carta muy antigua ...................................... 161 19. La otra casa .......................................................................... 168 20. La cueva del Lobo Marino.................................................... 184 21. Desprenderse de aquello que más querían............................. 195 22. Un hormigueo de emoción................................................... 211 23. Un hijo marcadopor la licantropía........................................ 222 Epílogo ................................................................................ 233


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Este libro se terminó de imprimir los primeros días de mayo en los talleres de INO-Reproducciones cuando la luz crepuscular abraza lo Masmut y los Bordones campan por el cielo.




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