Mañana fue la guerra

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Reloj de bolsillo Chusé Inazio Nabarro

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Quimeras estivales y otras prosas volanderas Jesús Moncada

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El cura de Almuniaced José Ramón Arana

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Tren de la Val de Zafán Libro Colectivo de relatos

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Allí donde el viento sopla para agitar las hojas de los árboles Chusé Inazio Nabarro

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El libro de Catòia Joan Bodon

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El juguete rabioso Roberto Arlt

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Licantropía Carles Terès

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En medio de la nada Yevgueny Zamiatin

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El último héroe Henrik Tikkanen

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Mañana fue la guerra Boris Vasiliev

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Mañana fue la guerra es un relato que comienza en el año 1940, un año antes de que la URSS entrase en la Segunda Guerra Mundial. Un grupo de jóvenes del grado noveno “B” se verá envuelto en los cambios que experimenta la joven nación. Las máximas que antes entonaban con fervor, pronto irán perdiendo su sentido al ir desarrollándose una serie de sucesos trágicos que marcarán su paso de la adolescencia a la vida adulta. Cuando tratan de sobreponerse a su pérdida, la guerra estalla. Esta novela fue llevada al cine por Yuri Kara y fue merecedora de la Espiga de Oro a la mejor película en la Seminci o Semana Internacional de Cine de Valladolid, en 1987.

Mañana fue la guerra Boris Vasiliev

Boris Vasiliev

Adónde vamos Ana Tena Puy

Mañana fue la guerra

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www.garadedizions.com

“Yo, Boris Lvovich Vasiliev, nací el 21 de mayo de 1924 en Pokróvskaya Gorá, ciudad de Smolensk...”. Así se presentaba el autor al inicio de su novela autobiográfica Vuelan mis caballos (1982); nacido en una familia de la nobleza rusa, estudió en la Academia de Tropas Blindadas y Mecanizadas y fue ingeniero y probador de tanques. Su debut literario fue con la pieza teatral Oficial (1954), una obra que le “brindó la posibilidad absoluta de ‘dedicarse a actividades literarias’”. Del teatro saltó al cine con filmes como Viaje, Sargentos y Día Largo. Pero él “no poseía una visión cinematográfica de la vida”, y consideró terminada su faceta de guionista. No obstante, tras alcanzar la fama como escritor con la publicación de Los amaneceres son aquí tranquilos (1969), adaptó la obra al cine, recibiendo el Premio Estatal de la URSS en 1975. Se le suele clasificar dentro de la llamada “prosa de guerra” rusa, una corriente a la que pertenecen otros escritores retirados del servicio militar, antiguos oficiales durante la Segunda Guerra Mundial. Boris Vasiliev está considerado como el último representante de dicha corriente, inspirándose, al igual que otros autores, en sus experiencias personales vividas durante la guerra. Sobre esta temática escribió, entre otras obras, Nikolai, el de la fortaleza de Brest (1977) y Mañana fue la guerra (1976), aunque, además, cultivó la novela histórica con obras como Corona de sangre (1997), ambientada en tiempos del zar Nicolás II. También fue pionero a la hora de abordar el impacto del ser humano sobre la flora y la fauna, como dejó patente en No maten a los cisnes (1973). Boris Vasiliev fallecía en 2013 en Moscú. Entre su larga relación de méritos literarios destacan el Premio Andréi Sájarov (1997), el Premio del Presidente de la Federación de Rusia (1999) o el Diploma de Honor del Presidente de la Federación de Rusia (2009), reconociendo todos ellos su gran contribución al desarrollo de la literatura, la cultura rusa y su actividad creativa.

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En medio de la nada Yevgueny Zamiatin

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El último héroe Henrik Tikkanen

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Mañana fue la guerra es un relato que comienza en el año 1940, un año antes de que la URSS entrase en la Segunda Guerra Mundial. Un grupo de jóvenes del grado noveno “B” se verá envuelto en los cambios que experimenta la joven nación. Las máximas que antes entonaban con fervor, pronto irán perdiendo su sentido al ir desarrollándose una serie de sucesos trágicos que marcarán su paso de la adolescencia a la vida adulta. Cuando tratan de sobreponerse a su pérdida, la guerra estalla. Esta novela fue llevada al cine por Yuri Kara y fue merecedora de la Espiga de Oro a la mejor película en la Seminci o Semana Internacional de Cine de Valladolid, en 1987.

Mañana fue la guerra Boris Vasiliev

Boris Vasiliev

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“Yo, Boris Lvovich Vasiliev, nací el 21 de mayo de 1924 en Pokróvskaya Gorá, ciudad de Smolensk...”. Así se presentaba el autor al inicio de su novela autobiográfica Vuelan mis caballos (1982); nacido en una familia de la nobleza rusa, estudió en la Academia de Tropas Blindadas y Mecanizadas y fue ingeniero y probador de tanques. Su debut literario fue con la pieza teatral Oficial (1954), una obra que le “brindó la posibilidad absoluta de ‘dedicarse a actividades literarias’”. Del teatro saltó al cine con filmes como Viaje, Sargentos y Día Largo. Pero él “no poseía una visión cinematográfica de la vida”, y consideró terminada su faceta de guionista. No obstante, tras alcanzar la fama como escritor con la publicación de Los amaneceres son aquí tranquilos (1969), adaptó la obra al cine, recibiendo el Premio Estatal de la URSS en 1975. Se le suele clasificar dentro de la llamada “prosa de guerra” rusa, una corriente a la que pertenecen otros escritores retirados del servicio militar, antiguos oficiales durante la Segunda Guerra Mundial. Boris Vasiliev está considerado como el último representante de dicha corriente, inspirándose, al igual que otros autores, en sus experiencias personales vividas durante la guerra. Sobre esta temática escribió, entre otras obras, Nikolai, el de la fortaleza de Brest (1977) y Mañana fue la guerra (1976), aunque, además, cultivó la novela histórica con obras como Corona de sangre (1997), ambientada en tiempos del zar Nicolás II. También fue pionero a la hora de abordar el impacto del ser humano sobre la flora y la fauna, como dejó patente en No maten a los cisnes (1973). Boris Vasiliev fallecía en 2013 en Moscú. Entre su larga relación de méritos literarios destacan el Premio Andréi Sájarov (1997), el Premio del Presidente de la Federación de Rusia (1999) o el Diploma de Honor del Presidente de la Federación de Rusia (2009), reconociendo todos ellos su gran contribución al desarrollo de la literatura, la cultura rusa y su actividad creativa.

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MAÑANA FUE LA GUERRA

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MAÑANA FUE LA GUERRA

Boris Vasiliev Traducción: Raimundo García González

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Título original: Завтра была война siendo su editor Yuri Guirin en Editorial Ráduga de Moscú, en 1990

Diseño de colección y dibujo de portada: Ricardo Polo. Equipo de Diseño Gráfico de Prames

1ª edición en castellano, mayo de 2018 Este libro ha recibido una ayuda por parte del Departamento de Educación, Universidad, Cultura y Deporte del Gobierno de Aragón

© Piotr Krásichkov © de esta edición Gara d’Edizions © traducción Raimundo García González © adaptación Pascual Miguel Ballestín y J.S. Roy GARA D’EDIZIONS Avda. Navarra, 8 E-50010 Zaragoza www.garadedizions.com e–mail: gara@garadedizions.com I.S.B.N.: 978-84-8094-412-0 Dep. Legal: Z 848-2018 Imprime: INO Reproducciones, s.a. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización previa de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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PRÓLOGO

De mis años escolares, además de recuerdos, guardo una fotografía. Se trata de un típico retrato en grupo: el preceptor de nuestra clase rodeado de las chicas y los chicos, repartidos a ambos lados. La foto está macilenta y, como el fotógrafo se ve que puso especial esmero en enfocar al profesor, las demás imágenes iban perdiendo nitidez a medida que se distanciaban del centro, contribuyendo esto a que ahora estén completamente borrosas; y a veces se me antoja que nuestros chicos aparecen tan desvaídos por haber perecido hace mucho sin llegar a ser mayores, encargándose luego el tiempo de difuminar sus rasgos. La foto fue tomada recién terminados los estudios del séptimo grado. Concluidos los exámenes, Iskra Poliakova –muy emprendedora y amiga de originales empresas– nos llevó a los estudios fotográficos ubicados en la avenida de la Revolución. —Fotografiémonos hoy, y la próxima vez lo haremos ya en calidad de egresados –decía Iskra, entusiasmada–. Cuando seamos abuelitos y abuelitas, será interesante remontarnos a nuestros años mozos y ver cómo éramos. Nos apiñamos en la antesala de los estudios; teníamos delante a tres jóvenes parejas, que ardían en deseos de eternizar sus imágenes, una anciana con sus nietos y una sección de cosacos del Don, con sus característicos mechones rizados sobre la ceja. Estaban sentados en pintoresca pose, apoyados en los sables y mirando con descaro a nuestras chicas. Esto sacó de quicio a Iskra, que se puso muy pronto de acuerdo para que nos avisaran cuando nos tocara el turno, y nos llevó a la clase en pleno a un jardín próximo. Una vez allí, para evitar que nos dispersáramos, nos peleáramos o, lo que no sería menos horrible, pisáramos el césped, se declaró pitonisa. Elena le vendó los ojos y, en su nueva calidad, comenzó los vaticinios. Las profecías eran sumamente generosas: todos tendrían muchos hijos y serían muy felices. —Tú regalarás a la humanidad un nuevo fármaco. —Tu tercer hijo será un poeta genial. —Tú diseñarás el palacio más bello del mundo. 7

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Los vaticinios eran realmente maravillosos. Pero lamentablemente no pudimos volver, como nos proponíamos, a los estudios fotográficos después de terminar la escuela. Abuelos llegaron a ser sólo dos, abuelas también fueron menos que chicas en el retrato del séptimo grado “B”. Cuando en cierta ocasión acudimos a una de esas tradicionales citas que se dan a los egresados de las escuelas, los supervivientes de nuestra clase apenas ocupábamos una fila. De los cuarenta que integrábamos entonces el séptimo grado “B”, llegaron a la vejez sólo diecinueve. Y de los chicos que me miran desde la foto, sólo viven cuatro. Nuestra peña era, por aquella época, muy reducida: tres chicas y tres chicos. Los chicos éramos Pavel Ostapchuk, Valentín Alexandrov y yo. Nos reuníamos siempre en casa de Zina Kovalenko, pues ella tenía su habitación, los padres se pasaban el día en el trabajo, y esas circunstancias nos permitían sentirnos a gusto. Zina quería con locura a Iskra Poliakova y era amiga de Elena Bokova; por nuestra parte, Pavel y yo practicábamos asiduamente deporte –estábamos considerados la “esperanza de la escuela”–, y el alcornoque de Alexandrov, reconocido inventor innato. Todo el mundo sabía que Pavel estaba enamorado de Elena, que yo suspiraba por Zina Kovalenko y que Valentín vivía entusiasmado con sus propias ideas, al igual que Iskra con su propia actividad. Íbamos al cine, leíamos en voz alta los libros que Iskra estimaba dignos de leer, preparábamos juntos los deberes que nos mandaban para casa y charlábamos. Nuestras conversaciones giraban, generalmente, en torno a libros y películas, a enemigos y amigos, al barco “Sedov”, entonces a la deriva, a las Brigadas Internacionales, a la guerra en Europa Occidental o, simplemente, a pequeñeces. Algunas veces a nuestra peña se incorporaban dos más. A uno de ellos lo acogíamos cordialmente; al segundo, con evidente hostilidad. En toda clase siempre hay un alumno sobresaliente calladito, manso, del que todos se burlan, pero respetan a su manera, como a una curiosidad, y al que defienden resueltamente contra ataques de extraños. En nuestra clase a ese calladito lo llamaban Vovik Jramov: cuando apareció en el primer grado, nos anunció que su nombre no era Vladimir, ni siquiera Vova, sino Vovik, y así se quedó con ese diminutivo de casa. Como no tenía amigos ni compinches, le gustaba “arrimarse” a nosotros. Venía, se sentaba en un rincón y se pasaba la tarde sin decir esta boca es mía; sólo se veía cómo le asomaban las orejas por encima de la cabeza. El pelo se lo cortaba al rape, por eso las orejas adquirían 8

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especial expresividad. Vovik era un chico muy leído y resolvía los problemas más intrincados; se le apreciaba por esas cualidades y porque, además, era un chico que jamás importunaba a nadie con su presencia. Sin embargo, Alexandr Stameskin, a quien Iskra traía de vez en cuando, no nos resultaba simpático. Era de una pandilla de bellacos y blasfemaba como un carretero. Pero a Iskra se le antojó reeducarlo, y Alexandr salió de la sombra de los patios traseros. Pero Pavel y yo, que con tanta frecuencia nos peleábamos con él y con sus compinches, no podíamos olvidarlo: a mí, por ejemplo, tan pronto lo veía aparecer en el horizonte, me comenzaba a doler el diente saltado por él personalmente. Eso demuestra que las cosas no estaban para sonrisas amistosas, pero Iskra se empecinó y transigíamos. Los padres de Zina se mostraban tolerantes respecto a nuestras tertulias. En su familia predominaba la parte femenina. Zina era la última, sus hermanas ya habían contraído matrimonio y abandonado el hogar paterno. En la familia quien mandaba era la madre: tras calcular la correlación de fuerzas, el padre cedió rápidamente las posiciones. Nosotros rara vez lo veíamos, pues regresaba ya entrada la noche, pero si algún día volvía antes, se asomaba a la habitación de Zina y se le veía agradablemente sorprendido: —¡Ah, la juventud! ¡Hola, hola! ¿Qué nuevas tenemos? Respecto a las novedades, la especialista era Iskra. Ella se daba una maña asombrosa para mantener la conversación. —¿Qué le parece el Tratado de no agresión concertado con la Alemania nazi-fascista? El padre de Zina no tenía una opinión clara sobre el particular. A modo de respuesta, se encogía, tímidamente, de hombros y esbozaba una sonrisa de culpabilidad. Pavel y yo llegamos a la conclusión de que estaba atemorizado por la bella mitad de la humanidad. Cierto, Iskra acostumbraba, casi siempre, a formular preguntas cuyas respuestas ya conocía al dedillo. —Yo estimo que es una gran victoria de la diplomacia soviética. Hemos maniatado al Estado más agresivo del mundo. —Correcto –decía el padre de Zina–. Has estado muy acertada en tus reflexiones. Pero si supieras qué ha sucedido hoy en nuestro taller: nos suministraron piezas brutas de acero inadecuado... 9

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La vida del taller era para él algo muy suyo, comprensible, entrañable, por eso sus referencias sobre este tema eran distintas a las que hacía respecto a la política. Él gesticulaba, reía, se enfurecía, saltaba de la silla, corría por la habitación tropezando con nuestros pies. Pero nosotros permanecíamos impasibles ante los problemas de su taller. Nuestro interés se centraba en el deporte, la aviación, el cine, y el padre de Zina se había pasado la vida torneando barras de hierro; nosotros lo escuchábamos con cruel indiferencia juvenil. Pero él, tarde o temprano, captaba esa indiferencia y se turbaba. —Bueno, son pequeñeces, claro. Los problemas requieren ser examinados desde un punto de vista más amplio, entiendo yo. —Qué resignado es mi padre –exclamaba compungida Zina–. Resulta tan difícil hacerlo cambiar, es una verdadera desgracia. —Son reminiscencias –manifestó categóricamente Iskra–. Quienes vivieron bajo el horrible yugo del zarismo siguen mucho tiempo sin poder sacudirse el agarrotamiento de la voluntad y el miedo ante el porvenir. Iskra sabía explicar, y Zina, escuchar. Ésta escuchaba a cada uno de diferente modo, pero con todo su ser, como si participaran todos los sentidos simultáneamente. Le gustaba curiosear y era demasiado comunicativa e indiscreta, por eso no todos y no siempre le confiaban sus secretos. Sin embargo, todos acudían gustosos a su casa, a disfrutar de su ambiente familiar, marcadamente femenino. Eso, seguramente, era lo que lo hacía tan acogedor, y le concedía una cordialidad y un sosiego tan especiales. El padre y la madre hablaban siempre en voz baja, pues no había motivos para alzarla. En aquella casa siempre se estaba lavando, almidonando, limpiando, sacudiendo, o cocinando, friendo. Siempre había empanadillas recién hechas. Eran de harina morena, barata; recuerdo hasta ahora su aroma y su gusto, y sigo convencido de que en la vida he probado nada tan sabroso como aquellas empanadillas rellenas con patata. Tomábamos té con caramelos baratos, nos hartábamos de empanadillas y charlábamos. Mientras tanto, Valentín merodeaba por el apartamento buscando algo que arreglar o inventar. —¿Qué os parece si le empalmo al grifo del agua el mechero del hornillo? —¿Para que el té sepa a queroseno? 10

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—No, para calentar. Le aplicas fuego, el tubo se calentará y el agua saldrá caliente. —Bien, empálmaselo –accedió Zina. Valentín siempre armaba mucho ruido, agujereaba la pared y doblaba un tubo. Nunca resultaba nada que valiera la pena, pero Iskra consideraba que lo fundamental era la idea. —A Edison tampoco le salía todo a pedir de boca. —¿Qué os parece si levanto a Valentín de las orejas? –propuso Pavel–. A Edison lo levantaron así una vez y se hizo de inmediato un gran inventor. Pavel estaba realmente en condiciones de levantar a Valentín por las orejas: era muy fuerte. Trepaba por la cuerda lisa formando ángulo recto con las piernas, hacía el “farol” y el “sol” en la barra fija. Esto requería muchos e intensos entrenamientos, por eso Pavel no leía, pero le gustaba escuchar cuando leían otros. Y como casi siempre la que leía era Elena Bokova, Pavel escuchaba más con los ojos que con los oídos: él y Elena eran amigos desde el quinto grado, y era fiel a sus simpatías y a sus antipatías. Iskra leía bastante bien, pero explicaba demasiado lo leído, por eso preferíamos a Elena, sobre todo cuando el libro era interesante. Entonces leíamos mucho, pues la televisión no estaba en uso todavía y las sesiones de cine diurnas, aunque baratas, no estaban a nuestro alcance. En la infancia también jugábamos a lo que vivíamos en realidad. Entre las clases competíamos no por obtener mejores notas en los estudios, sino por el honor de escribir una carta al grupo de exploradores del Ártico bajo la dirección de Papanin, por el derecho a portar el nombre del famoso aviador Chkalov, por asistir a la inauguración de un nuevo taller, o por formar parte de una delegación que visitaría a los niños españoles. Yo integré una vez ese tipo de delegación por haber ganado la carrera de los cien metros lisos, e Iskra por ser alumna sobresaliente y realizar trabajo social. De ese encuentro regresamos odiando al fascismo, con los corazones henchidos de amistad y con cuatro naranjas cada uno. Las naranjas las repartimos entre todos los integrantes de la clase: tocamos a gajo y medio y un poquito de casco. Todavía recuerdo el aroma de aquellas naranjas. 11

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En el noveno grado la maestra Valentina Andronovna nos propuso escribir una composición libre sobre el tema “¿Qué quiero ser?”. Todos escribieron que querían ser oficiales del Ejército Rojo. Incluso Vovik Jramov quiso conducir un tanque, con lo que provocó un auténtico estallido de entusiasmo. Sí, en efecto, todos queríamos sinceramente un destino lleno de dificultades. Nosotros mismos lo buscábamos, soñando con el ejército, la aviación, la marina de guerra: nos considerábamos hombres y entonces no existía profesión que requiriera más hombría. En este sentido yo tuve suerte. Alcancé en estatura a mi padre ya en el octavo grado, y, como era oficial del Ejército Rojo, heredé su viejo uniforme: la guerrera, el pantalón de montar, las botas altas, el cinturón de oficial, el capote y el gorro gris. Yo me puse esas maravillosas prendas un dichoso día y ya no me las quité en quince años, hasta que me desmovilizaron. Entonces el uniforme era ya otro, pero el contenido, el mismo: seguía siendo el vestido de mi generación. El más bonito y el más de moda. Todos los muchachos me envidiaban. Yo creo que hasta Iskra Poliakova. —Claro, me queda un poquito grande –dijo Iskra al probarse mi guerrera–. Pero qué a gusto se siente una en ella. Sobre todo cuando se aprieta bien la correa. Yo recuerdo a menudo estas palabras, pues son, yo diría, el sentir de la época. Todos procurábamos apretar como es debido la correa, como si nos esperara a cada momento la formación, como si de nuestro aspecto dependiera la disposición de esa formación para los combates y las victorias. Éramos jóvenes, pero no ansiábamos la dicha personal, sino la hazaña personal. No sabíamos que las hazañas debían ser sembradas y cultivadas. Que maduraban muy lento, cobrando fuerza imperceptiblemente, para, en determinada ocasión, reventar produciendo una ofuscante llama, cuyos resplandores alumbrarán por largo tiempo a las generaciones venideras. Nosotros ignorábamos esto, pero nuestros padres, que pasaron por el crisol de la revolución, sí lo sabían. Ninguno de nosotros teníamos en casa ducha ni bañera. Parece que había apartamento con baño, pero es un asunto aparte. Al baño público íbamos juntos, los tres, Valentín, Pavel y yo. Pavel nos frotaba la espalda con un estropajo durísimo, y luego se iba a disfrutar al baño de vapor. Exigía un calor insoportable. Valentín y yo tratábamos de pro12

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porcionarle ese vapor tan caliente, pero nos quedábamos abajo. Y Pavel se mofaba de nosotros desde el escalón más alto. —¡Hola, jóvenes! En el baño de vapor entraba modestamente, tapándose con la palangana, Andrei Ivanovich Kovalenko, el padre de Zina. Desnudo era más flaco todavía. —Hace demasiado calor. —¿Acaso esto es calor? –profirió Pavel desde arriba con cierto desprecio–. Sólo es un clima subtropical. ¡Valentín, más vapor! —Le toca a Boris –objetó Valentín–. Boris, dale. —¿No será bastante? –preguntó tímidamente Kovalenko. —¡No es bastante! –dije yo tajante–. El vapor no perjudica. —Según a quién –sonrió levemente Andrei Ivanovich. Yo lancé una palangana de agua a la piedra. El vapor reventó restallando. Pavel gritó de contento, pero Kovalenko exhaló un suspiro. Permaneció un ratico parado, reflexionó, cogió la palangana, se giró y salió. Se giró... Jamás pude olvidar aquella espalda cubierta de enormes cicatrices, obra de bayonetas, puñales y sables. No tenía un solo lugar sano, el sanguinolento autógrafo de la guerra civil la cubría por completo. La madre de Iskra tampoco salió indemne de aquella pugna. No sé si tendría cicatrices en el cuerpo, pero en el alma, sin duda. Y no menos horribles que las del padre de Zina. Pero eso lo comprendí más tarde. La madre de Iskra –olvidé su nombre, y ahora ya nadie podrá recordármelo– intervenía con frecuencia en escuelas, koljoses, fábricas. Era brusca y concisa en sus expresiones, como si estuviera impartiendo órdenes; le teníamos cierto miedo. —La revolución continúa, ténganlo bien presente. Y continuará mientras no venzamos la resistencia que los enemigos de la clase obrera oponen. Prepárense para la lucha, para una lucha a muerte, implacable. ¿Tal vez me parezca eso ahora? Me estoy volviendo viejo, alejándome cada vez más de aquella época, y ya no es la realidad, sino los recuerdos los que imperan hoy en mí. Pero quiero evitar las imposiciones de la edad, retornar a aquellos días y volver a ser joven e inocente... 13

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CAPÍTULO PRIMERO

—¡Clarito, clarito, magnífico! –gritó Zina sin terminar de oír lo que decía la madre. Ella se apresuraba a cerrar la puerta y echar el pestillo, mas la madre siempre se demoraba con sus últimos mandados: lavar, planchar, limpiar, hervir, barrer. Cuando partía para el trabajo, se inventaba un sinfín de quehaceres. Generalmente Zina la escuchaba con paciencia, pero hoy, precisamente, la madre era insoportablemente lenta; la idea surgida en la mente de Zina requería acción, pues era espontánea y, según barruntaba la joven, casi pecaminosa. Hoy, ya de mañana, Zina se había visto en sueños a la orilla de un río. Este verano era la primera vez que había ido al campamento no como una niña más, sino como ayudante de guía, por lo que se sentía rebosante de responsabilidad. Todo el verano se lo pasó tan seria, con las cejas fruncidas, que le quedó una arruga vertical blanca en el entrecejo, pliegue que constituía el orgullo de la chica. Pero no se vio con los niños –los que le hacían fruncir el ceño–, sino con mayores: con guías de grupos, maestros y otros administradores. Ellos se tostaban al sol en la playa, y Zina seguía chapoteando; le encantaba zambullirse en el bajío. Pero alguien la amonestó y ella se dirigió a la orilla; no había perdido todavía la costumbre de obedecer a los mayores. Ya salía del agua cuando sintió una mirada: fija, atrevida, sensual. Zina se ruborizó, apretó las manos contra el pecho chorreante y procuró acelerar su caída de bruces sobre la arena. Pero, en ese dulce duermevela, le pareció estar sin bañador. El corazón le dio un brinco, pero no abrió los ojos, el miedo no era amedrentador. Era un miedo muy distinto, despertaba un incontenible deseo de ver el causante. Y ella invocaba a su madre, asustada no por el miedo, sino por haber decidido asomarse a la motivación. Esta decisión pugnaba en ella con la vergüenza, y no estaba segura todavía de cuál de las contendientes se impondría. 15

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Tan pronto echó el pestillo de la puerta, Zina se dirigió presurosa a la habitación y corrió las cortinas. Seguidamente comenzó a despojarse con febril prisa de todas las prendas, dejándolas caer en absoluto desorden: la batita, la enagua, el sostén, las braguitas... Apenas tiró del elástico, lo soltó inmediatamente: éste le azotó el tostado vientre, haciéndola volver en sí. Esperó a que el corazón se tranquilizara y se dirigió lentamente hacia el gran espejo de la madre. Se aproximaba a él como al borde de un abismo: sintiendo cada paso, pero sin atreverse a mirar. Y sólo tras cerciorarse de que se hallaba ante la luna, alzó la vista. En la fría superficie especular se reflejaba la tostada figurita de una chica con ojos redondos y brillantes como guindas, producto de una pecaminosa curiosidad. Toda ella parecía hecha de chocolate, excepto los abultados pechos –que, por su tamaño, acusaban cierta desproporción con la estatura– y las franjas dejadas por los tirantes de inverosímil blancura, como si no pertenecieran al mismo cuerpo. Era la primera vez que Zina se contemplaba consciente y objetivamente, sintiéndose admirada y asustada al mismo tiempo por lo que consideró ya maduro. Pero sólo los pechos habían madurado realmente, las caderas aún se resistían a rellenarse, y Zina las azotó descontenta con sus manitas. Sin embargo, precisamente las caderas no podían ser objeto de enojo: durante el verano se le habían ensanchado un poquito, configurándole así notablemente la cintura. Pero su mayor preocupación seguían siendo las piernas: éstas bajaban en forma de cono invertido, adelgazando sin proporción alguna junto al tobillo. Las pantorrillas eran todavía planas y las rodillas excesivamente protuberantes, como las de las niñas del quinto grado, sin rellenarse aún. El cuadro que presentaban era realmente desalentador, y Zina barruntaba inquieta que la naturaleza, en eso concretamente, no podría ayudarla. Estaba incluso convencida de que las chicas habían sido verdaderamente felices el siglo pasado, cuando se usaba ropa talar. Zina levantó cuidadosamente los pechos, como si los estuviera sopesando: sí, esto ya era de mayor, estaba rebosante de esperanzas. Eso significaba que así iba a ser: rechonchita, bien rellena, 16

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dura. Claro, no estaría mal crecer un poquito más. Se puso de puntillas, calculando cómo sería cuando creciera, y quedó satisfecha. “¡Espérense, se les va a caer la baba al verme pasar!”, pensó jactanciosa y dio algunos pasos de danza ante el espejo, canturreando para su coleto “El lánguido sol”, tan de moda entonces. En ese preciso momento sonó el timbre. El trémulo sonido fue tan repentino que Zina corrió asustada hacia la puerta tal y como estaba ante el espejo. Luego se detuvo, volvió presurosa, se puso de prisa y corriendo la ropa esparcida por la habitación y retornó al recibidor, abrochándose la bata por el camino. —¿Quién llama? —Zina, soy yo. —¿Iskra? –Zina retiró el pestillo–. Si lo hubiera sabido, te habría abierto antes. Pensé... —Alexandr abandonó la escuela. —¿Cómo que la abandonó? —Definitivamente. Tú sabes que es huérfano de padre. Y como ahora hay que costear los estudios, se fue. —¡Qué horror! –Zina exhaló un suspiro de amargura y se calló. Pese a ser casi un año mayor que Iskra, le tenía cierto miedo. La apreciaba en sumo grado, la obedecía... moderadamente, pero siempre le causaba temor la tenacidad con que Iskra resolvía sus propios problemas, los que le surgían a ella, y los de cuantos, a su modo de ver, necesitaban de esa protección. La madre de Iskra seguía usando chaqueta de cuero, ya muy raída, y botas altas. Ceñía la chaqueta con un ancho cinto que dejaba, cuando la azotaba con él, abrasadoras franjas rojas. Eso de las franjas la chica no se lo confiaba a nadie, la vergüenza dolía más. Había otro motivo, que sólo ella sabía: su madre –tan severa, tan ruda, tan indoblegable– era una mujer desdichada y, en esencia, se sentía sola en el mundo. Iskra la quería y, en el fondo, sentía por ella una profunda compasión. Hacía tres años que lo había descubierto: su madre era una mujer desamparada y solitaria. Lo descubrió por pura casualidad. 17

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Una noche se despertó y oyó sordos sollozos, alguien reprimía gemidos desgarradores. La habitación estaba a oscuras, sólo por detrás del armario –éste separaba la cama de Iskra del resto de la pieza– se veía una luz tenue. La chica saltó del lecho y se asomó sigilosamente. Lo que vio la dejó perpleja. La madre, encorvada y con la cabeza entre las manos, se mecía ante la mesa, sobre la que proyectaba su luz una lámpara con un periódico a modo de pantalla. —¿Mamá, qué ha sucedido? ¿Qué pasa, mamá? Iskra corrió hacia la madre, pero ésta se levantó lentamente con una mirada inexpresiva. Luego palideció, comenzó a temblar y se quitó por primera vez el cinto de soldado. —¿Conque atisbando, eh? ¿Conque espiando?... A Iskra le quedó grabada para siempre esa imagen de su madre; sin embargo, a su padre no lo recordaba: le puso ese insólito nombre1 y desapareció, ya en la más tierna infancia. Y la madre, con la crueldad que la caracterizaba, quemó todas sus fotografías en la estufa. —Iskra, tu padre resultó ser un pusilánime. ¡Y pensar que fue comisario! Para la madre el vocablo “comisario” englobaba los valores más sublimes. Simbolizaba la fe, la honradez, sus años mozos. La pusilanimidad constituía la antítesis de ese vocablo, siempre joven y vigoroso, por eso Iskra la despreciaba más, incluso, que a la traición. Para Iskra su madre era algo más que un simple ejemplo, e incluso que un modelo. Su madre era el ideal que aún deberían alcanzar. Pero, con una sola enmienda: la niña abrigaba esperanzas de poder ser más feliz. Las amigas contaban con la simpatía de sus condiscípulos. Pero si a Zina la querían simplemente y le perdonaban todo muy pronto, a Iskra no sólo la querían, la obedecían, pero no le perdonaban nada. Iskra era consciente de eso y hasta se sentía orgullosa de ello, aunque, a veces, no le era fácil representar la conciencia de la clase. 1

Iskra en ruso quiere decir “chispa”. 18

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Por supuesto que Iskra por nada del mundo se pondría a bailar semidesnuda delante del espejo. Esta idea hizo que Zina se ruborizara; luego, pensando que su amiga podría advertir el súbito sonrojo, se puso más colorada todavía. Tanto la ocupó esa pugna interna que ya ni oía lo que su amiga le decía, y sólo sentía cómo le ardían las mejillas. —¿Qué has hecho? –le espetó de sopetón Iskra. —¿Yo? –el rostro de Zina expresó el mayor asombro que pudo–. ¡Qué ocurrencias tienes! No he hecho nada. —¡No mientas! Yo sé perfectamente cuándo te pones roja. —Pues yo no. Me pongo colorada sin ton ni son. Seguramente soy de complexión sanguínea. —Lo que tú estás es chiflada –le soltó con enojo Iskra–. Mejor lo confiesas tú misma, te sentirás aliviada. —¡Ah! –Zina azotó el aire desesperada–. Soy una perdida. —¿Quién eres? —Una perdida. Un ser perdido, pero del género femenino. ¿Es que no entiendes? —Lo que eres es una parlanchina –profirió Iskra esbozando una espléndida sonrisa–. Contigo es imposible hablar en serio. Zina sabía cómo desviar las suspicacias. La verdad es que el verbo “saber” no es muy aplicable a esta colegiala, sería más idóneo el “sentir”. Zina sentía cuándo y cómo mitigar la acentuada suspicacia de la amiga. Y aunque obraba por intuición, casi nunca erraba. —¿Te imaginas? Con las aptitudes que tiene, Alexandr no podrá terminar los estudios de secundaria. Es una pérdida enorme para todos nosotros y, tal vez, para todo el país. Podría ser un gran diseñador de aviones. ¿Has visto los modelos que hacía? —¿Por qué no ingresa en una escuela especializada en aviación? —¡Por los oídos! –la atajó Iskra–. Se los resfrió de muy niño, y ahora los médicos no se lo permiten. 19

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—Chica, estás enterada de todo –comentó Zina, tratando evidentemente de zaherirla–. Conoces sus modelos, el problema de los oídos... —No, no todo –Iskra estaba por encima de las pullas que las chicas le pudieran tirar–. No sé qué podríamos hacer por Alexandr. ¿Y si recurriéramos al comité del distrito del Komsomol? —Por Dios, ¿qué tiene que ver aquí el comité del distrito? –suspiró Zina–. Iskra, ¿no te ha quedado pequeño el sostén durante el verano? —¿Qué sostén? —Pues el común y corriente, ¿cuál va a ser? Y, por favor, no me mires así. Simplemente quiero saber si todas las chicas se ensanchaban al crecer o soy yo la única monstruosidad. Iskra quiso enojarse, pero la placidez de Zina era tal que no predisponía al enojo. Además, aquella pregunta –que sólo ella podía formular– también martirizaba a Iskra; pues, con todo lo mandamás que era, tenía la misma comezón de los dieciséis años. Pero no podía confesárselo ni a la más íntima amiga: habría sido una imperdonable debilidad. —No es eso lo que debe interesarte, Zina –profirió muy seria–. Eso no ha de centrar, en modo alguno, la atención de una militante del Komsomol. —Soy militante ahora. Después quiero ser mujer. —No tienes vergüenza –exclamó airada la amiga–. Habrase visto, resulta que sueña con ser mujer. No con ser aviadora, paracaidista o trabajadora de avanzada, en último caso, sino mujer. Ser juguete de un hombre. —El predilecto –dijo Zina esbozando una sonrisa–. Ser simplemente juguete no me atrae. —¡Déjate de bobadas! –le alzó la voz Iskra–. Todo eso es detestable, repugnante. No son más que trivialidades burguesas, para que lo sepas. —Bueno, tarde o temprano habrá que conocerlas –respondió juiciosa Zina–. Pero tú no te sulfures, hablemos mejor de Alexandr. 20

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Reloj de bolsillo Chusé Inazio Nabarro

3

Quimeras estivales y otras prosas volanderas Jesús Moncada

4

El cura de Almuniaced José Ramón Arana

5

Tren de la Val de Zafán Libro Colectivo de relatos

6

Allí donde el viento sopla para agitar las hojas de los árboles Chusé Inazio Nabarro

7

El libro de Catòia Joan Bodon

8

El juguete rabioso Roberto Arlt

9

Licantropía Carles Terès

10

En medio de la nada Yevgueny Zamiatin

11

El último héroe Henrik Tikkanen

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Mañana fue la guerra Boris Vasiliev

Mañana fue la guerra lomo 11.5.indd 1

Mañana fue la guerra es un relato que comienza en el año 1940, un año antes de que la URSS entrase en la Segunda Guerra Mundial. Un grupo de jóvenes del grado noveno “B” se verá envuelto en los cambios que experimenta la joven nación. Las máximas que antes entonaban con fervor, pronto irán perdiendo su sentido al ir desarrollándose una serie de sucesos trágicos que marcarán su paso de la adolescencia a la vida adulta. Cuando tratan de sobreponerse a su pérdida, la guerra estalla. Esta novela fue llevada al cine por Yuri Kara y fue merecedora de la Espiga de Oro a la mejor película en la Seminci o Semana Internacional de Cine de Valladolid, en 1987.

Mañana fue la guerra Boris Vasiliev

Boris Vasiliev

Adónde vamos Ana Tena Puy

Mañana fue la guerra

1

www.garadedizions.com

“Yo, Boris Lvovich Vasiliev, nací el 21 de mayo de 1924 en Pokróvskaya Gorá, ciudad de Smolensk...”. Así se presentaba el autor al inicio de su novela autobiográfica Vuelan mis caballos (1982); nacido en una familia de la nobleza rusa, estudió en la Academia de Tropas Blindadas y Mecanizadas y fue ingeniero y probador de tanques. Su debut literario fue con la pieza teatral Oficial (1954), una obra que le “brindó la posibilidad absoluta de ‘dedicarse a actividades literarias’”. Del teatro saltó al cine con filmes como Viaje, Sargentos y Día Largo. Pero él “no poseía una visión cinematográfica de la vida”, y consideró terminada su faceta de guionista. No obstante, tras alcanzar la fama como escritor con la publicación de Los amaneceres son aquí tranquilos (1969), adaptó la obra al cine, recibiendo el Premio Estatal de la URSS en 1975. Se le suele clasificar dentro de la llamada “prosa de guerra” rusa, una corriente a la que pertenecen otros escritores retirados del servicio militar, antiguos oficiales durante la Segunda Guerra Mundial. Boris Vasiliev está considerado como el último representante de dicha corriente, inspirándose, al igual que otros autores, en sus experiencias personales vividas durante la guerra. Sobre esta temática escribió, entre otras obras, Nikolai, el de la fortaleza de Brest (1977) y Mañana fue la guerra (1976), aunque, además, cultivó la novela histórica con obras como Corona de sangre (1997), ambientada en tiempos del zar Nicolás II. También fue pionero a la hora de abordar el impacto del ser humano sobre la flora y la fauna, como dejó patente en No maten a los cisnes (1973). Boris Vasiliev fallecía en 2013 en Moscú. Entre su larga relación de méritos literarios destacan el Premio Andréi Sájarov (1997), el Premio del Presidente de la Federación de Rusia (1999) o el Diploma de Honor del Presidente de la Federación de Rusia (2009), reconociendo todos ellos su gran contribución al desarrollo de la literatura, la cultura rusa y su actividad creativa.

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Reloj de bolsillo Chusé Inazio Nabarro

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Quimeras estivales y otras prosas volanderas Jesús Moncada

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El cura de Almuniaced José Ramón Arana

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Allí donde el viento sopla para agitar las hojas de los árboles Chusé Inazio Nabarro

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El libro de Catòia Joan Bodon

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Licantropía Carles Terès

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En medio de la nada Yevgueny Zamiatin

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El último héroe Henrik Tikkanen

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Mañana fue la guerra Boris Vasiliev

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Mañana fue la guerra es un relato que comienza en el año 1940, un año antes de que la URSS entrase en la Segunda Guerra Mundial. Un grupo de jóvenes del grado noveno “B” se verá envuelto en los cambios que experimenta la joven nación. Las máximas que antes entonaban con fervor, pronto irán perdiendo su sentido al ir desarrollándose una serie de sucesos trágicos que marcarán su paso de la adolescencia a la vida adulta. Cuando tratan de sobreponerse a su pérdida, la guerra estalla. Esta novela fue llevada al cine por Yuri Kara y fue merecedora de la Espiga de Oro a la mejor película en la Seminci o Semana Internacional de Cine de Valladolid, en 1987.

Mañana fue la guerra Boris Vasiliev

Boris Vasiliev

Adónde vamos Ana Tena Puy

Mañana fue la guerra

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“Yo, Boris Lvovich Vasiliev, nací el 21 de mayo de 1924 en Pokróvskaya Gorá, ciudad de Smolensk...”. Así se presentaba el autor al inicio de su novela autobiográfica Vuelan mis caballos (1982); nacido en una familia de la nobleza rusa, estudió en la Academia de Tropas Blindadas y Mecanizadas y fue ingeniero y probador de tanques. Su debut literario fue con la pieza teatral Oficial (1954), una obra que le “brindó la posibilidad absoluta de ‘dedicarse a actividades literarias’”. Del teatro saltó al cine con filmes como Viaje, Sargentos y Día Largo. Pero él “no poseía una visión cinematográfica de la vida”, y consideró terminada su faceta de guionista. No obstante, tras alcanzar la fama como escritor con la publicación de Los amaneceres son aquí tranquilos (1969), adaptó la obra al cine, recibiendo el Premio Estatal de la URSS en 1975. Se le suele clasificar dentro de la llamada “prosa de guerra” rusa, una corriente a la que pertenecen otros escritores retirados del servicio militar, antiguos oficiales durante la Segunda Guerra Mundial. Boris Vasiliev está considerado como el último representante de dicha corriente, inspirándose, al igual que otros autores, en sus experiencias personales vividas durante la guerra. Sobre esta temática escribió, entre otras obras, Nikolai, el de la fortaleza de Brest (1977) y Mañana fue la guerra (1976), aunque, además, cultivó la novela histórica con obras como Corona de sangre (1997), ambientada en tiempos del zar Nicolás II. También fue pionero a la hora de abordar el impacto del ser humano sobre la flora y la fauna, como dejó patente en No maten a los cisnes (1973). Boris Vasiliev fallecía en 2013 en Moscú. Entre su larga relación de méritos literarios destacan el Premio Andréi Sájarov (1997), el Premio del Presidente de la Federación de Rusia (1999) o el Diploma de Honor del Presidente de la Federación de Rusia (2009), reconociendo todos ellos su gran contribución al desarrollo de la literatura, la cultura rusa y su actividad creativa.

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