Reloj de bolsillo

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RELOJ DE BOLSILLO

GARA VICEVERSA,

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Diseño de portada: Sèrgio Naya. Equipo de Diseño Gráfico de Prames

Título original: Reloch de pocha Traductor: Aleksey Yéschenko

1ª edición en aragonés, noviembre de 2006 1ª edición en castellano, octubre de 2009

Este libro ha recibido una ayuda por parte del Departamento de Educación, Cultura y Deporte del Gobierno de Aragón

© de esta edición Gara d’Edizions

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RELOJ DE BOLSILLO CHUSÉ INAZIO NABARRO

IV Premio de Novela Corta «Ziudá de Balbastro» 2006



A Tomás, mi padre, que escuchó el último canto del cuco justo cuando yo estaba terminando de atar los troncos de esta almadía de letras.



(LOS CUATRO CANTOS DEL CUCO) y dingún me dirá tu sino busté, con respeto. (Pastorada de Trillo, 1768)



Entrada



I Tengo en la mano izquierda mi reloj de bolsillo. Es un reloj de plata. Un puñado de plata que llena el hueco de mi mano. El reloj me pesa en la mano. Late en mi mano. Es una presencia familiar y al mismo tiempo extraña. Un objeto que me consuela en la misma medida en que me desconcierta. Un cacharro que infunde sosiego y desasosiego en las mismas cantidades, en idénticas proporciones. Mi reloj late en mi mano como un corazón, metálico y redondo. Es algo que se encuentra a medio camino entre el mundo mineral y el reino de los animales… Mi reloj es agradable al tacto. Mi reloj es frío y liso. Es frío y liso como una piedra que haya rodado por mil barrancos hasta alcanzar por fin su tamaño justo. Su forma perfecta. Mi reloj es muy agradable al tacto. Da gusto y alegría tocarlo. Es liso, resbaladizo y plano, como un canto rodado que haya sido arrastrado a través de mil ríos hasta llegar a adquirir la forma exacta –la manera precisa– que le hace encajar en el hueco de mi mano. En realidad, mi reloj no es mío. Es un reloj heredado. Este reloj era de mi abuelo. Este mismo reloj que ahora tengo en la palma de la mano izquierda estuvo hace algún tiempo en la palma de la mano izquierda de mi abuelo. El abuelo me lo dio días antes de morir. Yo, entonces, era un zagalejo. La primavera –todavía me acuerdo– venía triste ese año. Era una primavera de flores tardías, de nieves tercas que no acababan de derretirse, de pájaros ateridos y tartajosos. Cuando el abuelo me dio el reloj, hacía ya unos días que estaba postrado en la cama. Ven aquí, caganidos. Me llamó para que me acercara. Ten. Esto es para ti. Para que sepas siempre la hora que es. 13


Mis hermanos pusieron mala cara. Este regalo no me correspondía a mí. ¡Mierda de crío! No obstante, yo no rechacé el reloj. Bien contento que estaba yo con el regalo del abuelo. Era como si tuviese el tiempo –todo el tiempo del mundo– en la palma de la mano. Mi reloj, en cierto modo, es un reloj usado. Es un reloj de segunda mano. Un reloj que recibí de las manos de mi abuelo y que yo mismo, a su debido tiempo, transmitiré a quien lo quiera coger. Sé que es –y siempre ha sido– un aparato extraño. ¿Qué hacía mi abuelo con un reloj de bolsillo en unos tiempos con más dioses que relojes? Había gente que decía que el abuelo lo había ganado jugando a las cartas en alguna taberna de Francia. O que tal vez se lo hubiera robado a alguien. Si no fue así, no encuentro ninguna explicación a la presencia de este artefacto de plata en medio de mi país de boj. Si no… ¿de qué modo iba a tener un montañés muerto de hambre un reloj como ese? Sea como fuese, ahora, con los años que he vivido, sé que este reloj es un artefacto inútil, un artilugio que no consigue detener el tiempo que se escapa. Pero en aquellos tiempos… ¡Madre mía! ¡Yo tenía el tiempo en mis manos y toda una vida por delante! Todavía me emociono cuando me viene el recuerdo de ese día lejano en que mi abuelo me lo dio. Aún me emociono… por muy convencido que esté hoy de que este reloj no es nada, de que no es más que una especie de ratón mecánico y ciego que muerde y perfora –con dientes imperceptibles, con ojos insepultos– la oscura materia que conforma el tiempo, de que apenas es un pedazo de chatarra viva que no vale para nada, de que, en fin, el presente de mi abuelo es tan sólo una herencia de polvo en los labios del viento… La esfera del reloj es blanca. De un blanco indefinido. Algunas veces tiene justo el color que suelen tener las plumas de los cisnes cuando, llegado el momento, inician en otras latitudes su vuelo hacia el norte. Otras veces, sin embargo, más bien parece tener el color de los copos de nieve cuando caen las grandes nevadas de invierno. Tal vez sea este último el color que más se ajuste, que más nos convenga a nuestro caso. Cuando miro el reloj me parece como si hace tiempo hubiese caído en su inte14


rior alguna nevada pequeña, diminuta, impoluta, redonda… Justo en medio de la esfera, como si esta fuese el epicentro de un pequeño terremoto de bolsillo, se encuentra el eje en el que giran las saetas de bronce. Hace tiempo que le falta la que marca los segundos. Alrededor de ese mismo eje, formando una perfecta circunferencia, hay doce círculos pequeños de vidrio azul en los que están pintadas las horas desde la una hasta las doce. Son doce lunas azules. Doce cardenales o moratones que alguien ha dejado marcados en el pellejo del tiempo. La numeración empleada para las horas es la árabe. Lo que le otorga al reloj cierto aire de modernidad. Según parece, tiempo atrás estos números fueron dorados, amarillos, del mismo color que tiene la mies cuando está madura y lista para segar. Ahora, sin embargo, tienen un color extraño, muy difícil de definir, un color como ajado y deslucido. Hay también algunas ausencias. En vez del círculo azul correspondiente al número 1 hay un gran agujero negro. Restos de una raíz comida por la carcoma negra de un tiempo atroz. Formando un anillo alrededor del círculo de las lunas azules que hemos dicho eran las horas, se ve una corona de sesenta puntos dorados que representan los sesenta segundos que forman cada minuto. Parecen las cabecitas de unos clavos pequeñitos. Cada cuatro clavos redondos, chiquitos como soles diminutos, hay uno –un poco más grande– que tiene forma de estrella. De una estrella que está muy lejos y de la que apenas si nos llega una brizna de luz. Me encanta mi reloj. Es como sostener el universo entero en la mano. Un cosmos muy pequeño, hecho a pequeña escala, reducido, diminuto, minúsculo, en miniatura… Todos estos soles –y todas estas estrellas– que están allí, hacia el borde de la esfera, en este pequeño firmamento que cabe en mi bolsillo, brillan y destellan en cuanto les alcanza la luz. Fuera ya del cuerpo cilíndrico del reloj, justo encima del redondel de las doce, se levanta una especie de mástil o tallo –corto, recio y resistente– que sostiene una ruedecita horizontal. Parece como si la corola de una flor mecánica hubiese nacido en la punta de un retoño de metal. Esta ruedecita, en realidad, sirve para dar cuerda al reloj y para ponerlo en hora. En el cuerpo de plata de esta ruedecita, el hábil relojero hizo unas pequeñas incisiones, a modo de escalones circulares que no suben ni bajan sino que se suce15


den girando y dando tumbos. Estas minúsculas muescas no sé por qué se me antoja que son algo parecido a las aspas. A las aspas que forman el rodezno de un molino irreal, que ni muele ni abatana nada. Hoy, con el viejo reloj de mi abuelo bien a la vista, con los ojos cansados y una mano que me tiembla desde hace algún tiempo, he decidido ponerme a contaros mi vida…

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II La vida que me ha tocado vivir la podría escribir en cuatro hojas mal contadas. (En cuatro hojas de algún quejigo de cuatro ramas, en cuatro hojas de un boj que tuviese la edad de al menos cuatro siglos, en las cuatro hojas de un trébol de esos que dicen que los hay de cuatro hojas…) En realidad, la historia que voy a tratar de contaros no es otra cosa que cuatro cortes temporales hechos en mi propia historia, cuatro escalas de un viaje personal alrededor del mundo que pienso contaros deprisa y corriendo en cuatro palabras, cuatro vistas diferentes captadas desde cuatro tragaluces del tejado de una misma casa, cuatro ventanas abiertas hacia otros tantos paisajes cuádruples, cuatro cuernos de cuatro cabras que ya han mudado los dientes, cuatro temporadas –ásperas y adustas– colocadas todas en un mismo mal año, pertenecientes las cuatro al mismo mal año. Cuatro cantos de cuatro cucos que cantan todos en un mismo árbol crecido en cuatro bosques diferentes.

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Ă?ndice Entrada.....................................................................11 El primer canto del cuco...........................................19 El segundo canto del cuco ........................................43 El tercer canto del cuco ............................................69 El cuarto canto del cuco ...........................................97




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