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Este documento es un extracto de la obra

Emi y Max

El lago asesino Gemma Lienas

ilustraciones: Javier Carbajo

La Galera

www.gemmalienas.com


Primera edición: octubre de 2007 Diseño de la colección: Elisabeth Tort Ilustraciones: Javier Carbajo Edición: Cristina Sans Dirección editorial: Lara Toro © Gemma Lienas, 2007, por el texto © Paulino Rodríguez, 2007, por la traducción © La Galera, SAU Editorial, 2007, por la edición en lengua castellana La Galera, SAU Editorial Josep Pla, 95 – 08019 Barcelona www.editorial-lagalera.com lagalera@grec.com Impreso en Reinbook Ctra. de la Sta. Creu de Calafell, 72 08830 Sant Boi de Llobregat Depósito legal: B-38.896-2007 Impreso en la UE ISBN: 978-84-246-2689-1 Prohibida la reproducción y la transmisión total o parcial de este libro bajo forma alguna ni por medio alguno, electrónico o mecánico (fotocopia, grabación o cualquier forma de almacenamiento de información o sistema de reproducción), sin el permiso escrito de los titulares del copyright y de la casa editora.

EL LAGO ASESINO Gemma Lienas


¡QUÉ ROLLO, SIN MAX!

¡O

stras, ostras, ostras! ¿Alguien se imagina un mes entero de vacaciones de verano sin Max? Emi, no. Treinta días sin Max le parecían una eternidad. Vale, de acuerdo, no se moría de aburrimiento: podía ir a la piscina, podía hacer rolling, podía montar en bicicleta... Cualquier deporte la dejaba flipando, pero ahora, sin la compañía de Max, todos le resultaban mucho menos apasionantes. Por descontado, a Emi también le interesaban mucho las actividades pacíficas que se hacían en casa y requerían poco movimiento. Por ejemplo, leer. Le encantaba repantigarse en el sofá y sumergirse en una buena novela: en eso había salido a su madre. También podía navegar por Internet: era una fanática de los ordenadores y una crack de la informática. O podía adelantar los deberes de verano que les habían puesto en el colegio. Claro que ésta no era la actividad que le hacía más ilusión, pero un día u otro ten17


dría que empezar, que Emi era muy responsable... No como Max. Bueno, tampoco es del todo exacto que Max fuera un irresponsable, sino que el trabajo del colegio no era lo que más le gustaba. No se moría de aburrimiento, de acuerdo, pero sí se moría de añoranza. Echaba mucho de menos a Max, muchísimo. Hacía un montón de años que eran amigos. Desde que eran muy pequeños. Incluso puede que desde que nacieron... Emi decidió que se lo preguntaría a su madre en cuanto volviera a casa. ¿Es posible que sus cunas hubieran estado juntas en la clínica? ¡Arrea! ¡Pero qué burrada! Si Max era unos cuantos meses mayor que ella... De acuerdo, puede que no se hubieran conocido en la clínica a las veinticuatro horas de nacer, pero, en todo caso, habían hecho el resto del camino juntos: habían ido a la misma guardería cuando eran unos renacuajos, y después los habían matriculado en el mismo colegio y, como habían nacido en el mismo año, iban a la misma clase. Eso sí, Max tenía ya 14 años y era de los mayores de la clase. En cambio, Emi sólo tenía 13 y era una de las menores.

Por si no tuvieran bastante con pasar la vida juntos en el colegio, Emi y Max vivían en el mismo edificio. Con cuatro saltos, estaban uno en casa del otro. Y los cuatro saltos los daban muy a menudo. Eran uña y carne, como se suele decir. Además, Serena, la madre de Emi, era muy amiga de Alicia y Paco, los padres de Max, y, claro, esto hacía aún mayor la amistad entre ellos dos. Pero todo era más fácil cuando rodaba con normalidad. No como este verano, en el que todo parecía estar patas arriba. ¡Vaya idea de bombero jubilado habían tenido los padres de Max! Mira que llevárselo de viaje con ellos... Los padres de Max eran médicos y siempre iban de cráneo. En su hospital había mucho trabajo, pero, además, colaboraban con Médicos Sin Fronteras, una organización que ayuda a los países con pocos recursos económicos. Emi se levantó del sofá y se dirigió al equipo de música para volver a poner aquella canción que tanto le gustaba y que la ponía de muy buen humor. Subió un poco el volumen y la voz del cantante llenó toda la sala. Escuchar música a todo trapo

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era un hábito que había heredado de su madre. –¡Hooooola! –gritó Serena mientras cerraba la puerta de casa–. ¿Hay alguien en casa o mi ratita ha salido de paseo? Emi corrió por el pasillo y se lanzó en brazos de su madre. –¡Eh! Ya era hora de que volvieras... ¿No me habías dicho que vendrías a media mañana para que tuviéramos tiempo de ir a la piscina? –Sí, chica, pero los del periódico me han entretenido. Serena era periodista y, en realidad, no colaboraba en ningún medio de comunicación en exclusiva, sino que trabajaba desde casa para un periódico y varias revistas. Era lo que se llama una periodista free-lance, o sea, una trabajadora por cuenta propia. A menudo, los de algún medio de comunicación la enviaban a cualquier parte del mundo donde se había producido algún fenómeno natural relacionado con la ciencia. Serena se quitó las sandalias. –¡Uf! Hace un calor que no se puede aguantar. –Pues vamos a la piscina –dijo Emi.

–De acuerdo, mientras yo preparo los bocadillos, tú ocúpate de las bolsas con las toallas y los trajes de baño. –Sí, bwana –se rió Emi. –Mira que te la juegas... –la amenazó Serena en broma. Cuando Emi ya desaparecía por el pasillo, Serena recordó algo y le gritó: –Y recógete el pelo con una goma. Sólo con vértelo por la cara y por el cuello, haces que sienta calor. Al oírla, Emi se detuvo, dio media vuelta y asomó la cabeza por la puerta de la sala: –¡Ah, no, no, no, no! –gritó triunfalmente–. Estamos en verano, ¿lo recuerdas? Y en vacaciones, ¿o te has olvidado? Así que puedo llevar el pelo como me apetezca. –Vale, vale, ¡qué remedio! Emi tenía el cabello liso, castaño y largo. Había hecho un pacto con su madre: durante la temporada escolar, tenía que llevarlo recogido. Pero en vacaciones, si quería, se podía soltar el pelo. Ésta era una de las muchas cosas de las vacaciones que a Max le hacían disfrutar como un loco: Emi lleva-

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ba el cabello al viento. ¡Y el cabello de Emi le parecía fantástico! En un instante, Emi se plantó ante la puerta de la cocina con las bolsas de lona en la mano. –¡Venga, vamos! –dijo. Serena aún no había acabado. –Ayúdame a envolver los bocadillos –le pidió. Unos minutos después estaban las dos sentadas en el coche camino de la piscina. Llegaron enseguida, porque el tráfico era muy fluido. Se notaba que había mucha gente de vacaciones, pues la ciudad estaba muy vacía. Mientras Serena extendía la toalla sobre el césped, Emi fue a dar una vuelta para comprobar si había algún conocido. ¡Nada de nada! ¡Ni un amigo o una amiga en el horizonte! ¡Uf ! Se tumbó al lado de Serena, que había empezado a leer un libro. No es que a Emi le pareciera mortalmente aburrido estar con su madre, pero le parecía que hacía siglos que no hablaba con alguien de su edad. Todos sus amigos y sus amigas estaban fuera de la ciudad, de vacaciones.

Emi soltó un suspiro muy ruidoso. –¿Se puede saber qué te pasa? –le preguntó Serena mientras dejaba el libro en el suelo. –Nada... –¿Cómo que nada? ¿Y esa manera de suspirar como si fueras la persona más desgraciada del mundo? –¡Venga, mamá! Eso es una interpretación tuya. –Va, déjate de historias y dime qué te pasa. Emi fijó los ojos en la uña de un dedo y contestó: –Que las vacaciones de verano me resultan demasiado largas. Serena bizqueó y después se echó a reír. –¿Quéeeeeeeee? ¡Menuda novedad! ¡Ja, ja, ja! –No sé qué te hace tanta gracia... –protestó Emi con voz de ofendida. –Tu mal humor –le contestó Serena con una gran sonrisa. Serena se incorporó un poco y le dio un beso en el hombro. –¿Sabes qué te digo? Que no creo que las vacaciones de verano te resulten demasiado largas... ¡Eso sería una novedad catastrófica! Creo que echas de menos a Max.

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–Grsjlmtrsgfrr –murmuró Emi. –¿Qué dices? –le preguntó su madre. Emi se sacudió el pelo. –Nada –dijo. Emi no quería darle la razón a la bruja de su madre. ¿Por qué lo adivinaba todo siempre? ¿Tendría acaso una bola de cristal que le explicaba lo que sentía su hija en cada momento? ¡Jolín con las madres...! Serena se encogió de hombros, como diciendo: «¡Ay, las hijas!, cómo son a veces». Se tumbó y volvió a coger el libro. Pero antes de que le diera tiempo a ponerse a leer otra vez, dio un salto y gritó: –¡Ah! Se me olvidaba... Y alargó el brazo para coger los pantalones que llevaba puestos antes de acomodarse sobre la toalla. Metió la mano en uno de los bolsillos traseros y sacó un sobre blanco. Mientras tanto, Emi le preguntó: –¿De qué te has olvidado? –¡De esto! –dijo Serena, agitando el sobre ante las narices de su hija–. Estaba en el buzón, pero no me he acordado de dártelo hasta ahora.

–No me digas que es una carta de... –gritó Emi arrojándose sobre su madre. Durante unos minutos, ambas lucharon, una intentando coger el sobre, la otra procurando que no se lo quitara. Finalmente, Serena claudicó. –Toma, pelmaza. –¡De Max! –Pues claro, boba. De quién podría ser si no... Emi ya no la escuchaba. Se había tumbado sobre su toalla para leer con calma la carta de su amigo. Abrió el sobre de cualquier manera. Dentro había una hoja y una postal. En la postal no había nada escrito. En la hoja, sí. Decía:

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Bonny, 29 de junio Querida Emi: Este río que ves en la postal es el Níger, un río de Nigeria, en África. No sé por qué te aclaro que Nigeria es un país africano, porque tú lo sabes todo de sociales... En cambio, yo, cuando mis padres me dijeron que íbamos a Nigeria, pensé que igual estaba en Sudamérica o, a lo mejor, en Asia. ¡Pues no! Ya lo ves, está en África. Ahora mismo estamos en Bonny. Una maravilla de nombre, ¿eh? Bonny es una población situada en la desembocadura del río Níger. La puedes ver en la fotografía de la postal. Ya sé que la imagen deja mucho que desear. ¡Pero si supieras lo que me ha costado conseguir una...! Porque Nigeria no es Francia, ni Bonny, Londres. Aquí ni saben lo que es el turismo: hay cosas mucho más importantes aún por resolver. Y cuando digo cosas más importantes, me refiero, por ejemplo, a la comida. ¡Ostras, tú! ¡Me duele la barriga de hambre! Te lo juro, si siempre tuviéramos que llevarnos a la boca lo que comen aquí, seguro que pillaríamos cualquier enfermedad. Pero ellos, como no tienen otra cosa, pues, claro, se lo zampan. De verdad, Emi, que te quedarías patidifusa. Muchas veces sólo comen dos veces al día, y siempre lo mismo: una

especie de papilla de maíz y patatas aliñada con aceite mezclado con unas hojas verdes que no he podido saber qué son. La verdad es que están buenas, pero si no fuera porque nosotros hemos traído nuestras propias provisiones, yo me moriría de hambre, porque con la papilla no tengo ni para empezar. Además, mis padres vigilan todo el día qué como, porque dicen que no puedo comer cosas crudas, como lechugas o tomates (la verdad es que tampoco se ven muchos), porque pueden provocar una diarrea de las que hacen historia. También vigilan el agua que bebo, porque antes hay que hervirla... La verdad, esto de ir a la aventura con mis padres y el grupo de Médicos Sin Fronteras está bien, ¡pero me faltas tú! ¡Caray, tanto como nos podríamos divertir los dos juntos aquí...! Nos bañaríamos en el río, iríamos a ver leones... Yo no he visto ninguno, pero a lo mejor tengo suerte y descubro algunos... de lejos, por supuesto. Si estuvieras aquí, podríamos explorar, y quién sabe si incluso podríamos vivir una de nuestras fantásticas aventuras. Pues en vez de eso, resulta que estoy solo como un perro. Por la mañana, me obligan a hacer los deberes. ¡Jolín, cómo se pasan! Ir a Nigeria para hacer el trabajo del cole ya es tocar las narices, ¿o no? Pues, lo quiera o no, mi

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madre me obliga a hacerlos un rato cada día porque dice que, si no, el año que viene andaré cojo. «¡Ostras! –me digo yo–, pues sí que andaré cojo, pero de no practicar deportes. ¡Ja, ja, ja!» ¿Te ha hecho gracia el chiste, Emi? Después ayudo un rato a mis padres. Tienen mucho trabajo, porque hay mucha gente enferma de malaria. ¿Tú sabes qué es la malaria? Puede que sí, porque eres muy lista, pero yo no lo sabía. Es una enfermedad típica de países tropicales. La transmiten los mosquitos, que, con su picadura, te dejan un bichito –un parásito, dicen mis padres– que te infecta. Si no te dan medicamentos y se ocupan de ti, te mueres. Y el problema es que aquí, en África, no tienen nada de nada: ni medicamentos, ni médicos... Por no tener, no tienen ni comida. ¡Eh! Por lo general no nos paramos a pensar en nuestra buena suerte. Tenemos comida y agua, tenemos casas y colegios, si estamos enfermos, nos hacen tomar medicamentos o nos llevan al hospital... Pero hay mucha, mucha gente que no tiene nada de todo esto. Me parece que es una mala jugarreta que llevar una vida en condiciones dependa de que nazcas en uno u otro lugar del mundo. ¿Te imaginas que hubiéramos nacido en Nige-

ria? No tendríamos nada de nada; a lo peor, ya habríamos muerto de malaria. Total, que me parece muy bien que haya médicos que quieran ir a ayudar a la gente. Todo el mundo lo debería hacer de una manera u otra. ¿Tú no estás de acuerdo?

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Emi levantó la cabeza de la hoja, pensando que Max tenía razón. –¿Quieres un bocadillo? –le preguntó Serena. Y, mientras se lo daba, añadió–: ¿Cómo está Max? ¿Se divierte? Emi le dio un mordisco al bocadillo de jamón antes de contestar: –Divertirse, exactamente, creo que no. Pero me parece que está aprendiendo muchas cosas. Después, se volvió a sumergir en la lectura de la carta. Como podrás imaginar, me obligan a ponerme litros y litros de protección contra los mosquitos y, además, me hacen ir muy tapado. Creo que nunca había pasado unas vacaciones en un lugar con tanto calor y llevando pantalones largos todo el día.



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