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Este documento es un extracto de la obra

La tribu de Camelot

Carlota y el misterio de las ranas encantadas Gemma Lienas

Destino

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CAPÍTULO 1

El estanque de las dos ranas

Aquel domingo, soleado aunque todavía frío,

la Tribu en peso estábamos sentados en un banco del parque pensando a qué podíamos jugar. Bueno, pensábamos todos menos Miguel, que iba a su bola y no parecía interesado en nuestros planes. —¡Vamos al estanque de las dos ranas! —gritó de pronto Sa’îd emocionado. El estanque de las dos ranas está en un extremo del parque, justo en el lado opuesto al que solemos frecuentar. Y se llama de las dos ranas porque sólo tiene dos, claro. —Venga... —suplicó Sa’îd dándose cuenta del 9

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poco entusiasmo que manifestábamos—. Como la primavera está al caer, seguro que ya han empezado a croar. La verdad, a mí ese plan no me parecía la bomba. Y creo que a Mireya y a Berta tampoco. Pero Eli se apuntó. —Sí, vamos —nos dijo con aire de «¿qué os cuesta? Con la ilusión que le hace a él...». Miguel no expresó ninguna opinión. Parecía estar en Babia. Echamos a correr, aunque yo, cuando había dado tres pasos, me paré, me di la vuelta y observé que Miguel se había quedado en el banco, como hipnotizado. —¡Miguel! —le grité. Levantó la cabeza. 10

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BIA

BA ESTAR EN

ara xpresión p e a t s e s uy o Usam sona está m ia r e p a n u e a. Bab decir qu o despistad a d a m is cia de ensim e la provin d a c r a m o io de es una c ba el palac a t s e e u q n. Estar León, en la yes de Leó e r s lo e d a ellos verano ificaba par jante n ig s ia b a en B rela lugar muy n u n e r a t as y s e us problem s reyes s e d o d ja y ale ndo lo iones. Cua c a p u c o e r erían p ón y no qu e L n e n a b e esta , decían qu n ie u lg a s a recibir sí nadie lo a y ia b a B estaban en . molestaba

—Ven con nosotros. No seas pavo —le dije haciéndole señales con la mano. Miguel se acercó sin apresurarse mucho. Llegamos al estanque un momento después que el resto, pero todavía a tiempo para oír un coro de exclamaciones. —¡Oh! —decían Sa’îd, Berta, Eli y Mireya. 11

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¡Sorpresa mayúscula!, no había dos ranas, sino una multitud de ellas. Y cuando digo una multitud, quiero decir que había un montonazo. Doscientas, por lo menos. O tal vez más. —Pero ¿de dónde han salido? Mireya se encogió de hombros y explicó: —Pues tal vez las dos ranas han tenido muchas ranitas, ¿no? Sa’îd negó con la cabeza. —Veo que no sabes gran cosa de las ranas —dijo. —Pues no —certificó Mireya—. La verdad, nunca he sentido mucho interés por esos bichos húmedos y babosos. —Verás —explicó Sa’îd—, faltan aún bastantes días para el apareamiento de las ranas. Una vez que se hayan apareado, tendrán que poner huevos; luego saldrán los renacuajos, y más tarde se convertirán en ranas. O sea que lo que dices no es posible. —Además —añadió Eli, demostrando que conocía también el mundo de los anfibios—, nunca nacen tantas de una vez. —Vale, pues hay muchas ranas. ¿Y qué? —dijo Mireya con impaciencia. 12

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ANFIBIOS o las imales com os n a e d o p u Gr sap mandras o ranas, sala mpre a estar sie it s e c e n e por la qu . Respiran a u g a l e d cerca niendo oducen po r p e r e s l, . Para pie n insectos e m o c y s e o huev s tienen qu o lt u d a r e ir, llegar a s rse, es dec a e s fo r o lo, m meta . Por ejemp a m r fo u s man cambiar se transfor s jo a u c a n on los re s anfibios s o n u lg A . s para en rana llamativos y u m s e r lo sos. de co on veneno s e u q e d advertir

—Pues que es extraño —respondió Sa’îd. Berta y yo nos miramos sin saber si realmente la situación era tan peculiar como decía él. En ese momento vimos a una señora mayor que estaba en la orilla opuesta del estanque, mirando muy atentamente el agua. No parecía sorprendida como la Tribu. 13

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—Tal vez ella sabe algo —le dije a Sa’îd mientras la señalaba. —¿Y si se lo preguntamos? —sugirió Berta. —Buena idea —dijo Eli—. Vamos. Antes de ponernos en marcha, vi que Berta tiraba del brazo de Miguel, que no se mostraba en absoluto excitado por ese posible misterio que teníamos ante las narices. Trotamos hacia la mujer, que, al vernos, esbozó una sonrisa. —¿Habéis visto cuántas ranas? —dijo mientras señalaba con la punta de su bastón a dos de los bichos que saltaban de una piedra a otra.

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—Pues sí, pero nunca habíamos visto tantas, señora. Porque usted ya sabe que éste es el estanque de las dos ranas. Y se llama así por algo —dijo Sa’îd casi sin respirar. La mujer ladeó la cabeza y nos observó con una media sonrisa en los labios. Luego, tiró de sus guantes de lana para taparse bien las muñecas y dijo: —Yo tampoco. Ya llevo unos días viniendo al estanque y cada día hay unas

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cuantas más. No sé por qué será. Parece como si alguien las trajera hasta aquí... aunque ¿con qué propósito? —Entonces ¿usted cree que alguien las ha traído? La mujer sacudió la cabeza con energía y luego se recolocó el sombrero. —¿Cómo pueden haber llegado hasta aquí si no? Nos miramos unos a otros, perplejos. Desde luego, si alguien se había tomado la molestia de llevar todas esas ranas al estanque, allí había un misterio. En ese instante, la señora se despidió. —Adiós, niños. Me voy, hace demasiado frío para mí. Nos sentamos en un banco. —Entonces, ¿estamos de acuerdo en que esto es un misterio que hay que investigar? —preguntó Sa’îd. Las cuatro chicas asentimos. —Hay que averiguar quién las ha traído y por qué. —Tal vez haya sido esa mujer del bastón —dijo Mireya. 16

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—¡Anda! ¿Ella? ¿Y por qué? —Pues porque parecía una bruja. —¿Una bruja? —dije yo desconcertada—. ¿En qué te basas? —¿No os habéis fijado en que llevaba sombrero y guantes como las brujas que conocimos aquel verano?1 —¡Qué va! Nada que ver con una bruja. ¿Acaso le has notado voz de persiana? Mireya admitió que no, que la mujer tenía una voz agradable. —Además —dijo Sa’îd—, ¿has visto que se rascara el cogote como si tuviera piojos? —No —contestó Mireya. —No es una bruja —dije yo— y, además, no creo que tenga nada que ver con este misterio. Si fuera culpable, no nos habría dado tantas explicaciones. En ese momento apareció un hombre con una enorme barriga y se acercó al estanque. Observó a las ranas y luego dio unas palmadas como si estuviera satisfecho con lo que veía. 1. Ver Carlota y el misterio del túnel del terror.

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Se dio la vuelta y nos dijo: —¡Cuántas ranas, ¿eh, chavales?! —Muchísimas —dijo Mireya y, como si se lo hubiera pensado mejor, añadió—: No será usted quien las ha traído, ¿verdad? —¿Yo? —dijo el tipo, muy divertido—. Por supuesto que no. No tengo ni idea de quién las ha puesto ahí. Pero, en cualquier caso, me encanta que estén. —¿Y por qué le parece bien, señor? —Es que me gustan mucho las ranas —dijo él, más divertido aún que antes, riéndose como una criatura. Nos miramos sorprendidos. Aquel hombre estaba como una cabra. 18

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—Bueno, adiós —dijo el hombre, que, por lo visto, ya se había hartado de mirar a las ranas. —Entonces, ¿por dónde os parece que tenemos que empezar a investigar? —preguntó Berta cuando estuvimos solos. —¿Investigar qué? —preguntó Miguel, que hasta entonces había estado mudo. —¿Ahora te despiertas? —Tenemos un nuevo misterio entre manos: el de las ranas. Pero no pudimos contarle más porque en ese momento apareció Marcos, mi hermano. —Papá y mamá te están buscando, Car-lo-ta —dijo, marcando mucho las sílabas. Y añadió—: Y a ti también te buscan tus padres, Berta. Y a ti, Miguel. Era hora de volver a casa. Acordamos que, al día siguiente durante el recreo, decidiríamos cuál era la mejor manera de seguir adelante.

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