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CON FIRMA
Cuchillo y tenedor de postre en plata, diseñados por Josef Hoffmann y fabricados en Austria por Wiener Werkstätte en el año 1903.
TE LO COMES AHORA
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AL REFINAMIENTO EN EL COMER SE ACCEDE DE FORMA GRADUAL DESDE EL APRENDIZAJE EN LA INFANCIA, CUANDO IMPORTA MÁS LA CANTIDAD QUE LAS PAPILAS GUSTATIVAS.
TEXTO FERNANDO SCHWARTZ
ESE “TE LO COMES AHORA” era la cantinela de nuestra niñez. Venía seguida de “si no, lo tendrás para mañana al desayuno; y si no, al mediodía”, momento en el que el amenazante plato se había convertido en un engrudo frío y repulsivo cuyas virtudes no podían convencer a nadie. Pasados los años, aquel niño, ya maduro, comprendía que a sus padres la educación de las papilas gustativas les había importado menos que el crecimiento sano garantizado por un buen guiso de patatas con chorizo. Mejor mucho que refinado. ¿A quién podía importar la combinación de puré de patatas y sardinas en lata? Todo fuera por el crecimiento. ¿Y qué tal un buen filete de hígado? ¿O una cucharada sopera de aceite de hígado de bacalao, remedio de todos los males?
Afortunadamente, las cosas han cambiado. Puedo asegurar que el momento del cambio llegó cuando algún reverendo padre ecónomo, en aras de combatir la obesidad, decidió suprimir las meriendas del internado al eliminar la barra de pan candeal con la bolsita de cacahuetes y, en ocasiones señaladas, un plátano. Sin embargo, este punto álgido de la dietética nada tiene que ver con las papilas gustativas, con el placer de la mesa, con la alimentación sana y cuidada. Con la gastronomía, vamos.
La gastronomía tiene que ver con el despertar del sabor y los olores, cuestión muy delicada que no interesa mucho a las madres, aunque hay, estoy seguro, un efecto favorable e involuntario de esa alimentación cuando los niños adquieren como marchamo los sabores de casa (mientras no sean el puré con sardinas en lata). No en vano afirmamos todos con vehemencia que la tortilla de patatas que hace la abuela es la mejor del mundo. Lo es, puesto que su sabor es mezcla de todos los sabores de la familia: la sopa de fideos, el cocido, las natillas, la merluza a la romana, todo vuelve en tropel a nuestros recuerdos.
Al refinamiento en el comer se accede después de forma muy gradual. Tuvimos que comprobar a qué sabían las cosas antes de apreciarlas con pasión. Las meriendas de la familia en domingo, jamón de York con huevo hilado, ensaladilla rusa, tortilla, chocolate con churros… Sabores de la tierra que fueron la costumbre que nos había hecho descubrir la cocinera de casa de toda la vida: nadie hacía las patatas fritas como ella, nadie, las lentejas, nadie, el arroz. Era del Barco de Ávila. Por lo que a mí hace, descubrí el arroz en Italia con una cocinera enormemente gorda que era de Milán y que manejaba el vino blanco y el azafrán como nadie a la hora del risotto alla milanese.
La introducción a la gran cocina es mucho más lenta: requiere de nosotros el prudente tanteo de sabores; unos gustan y otros no. Se tarda mucho en experimentar y la cosa ocurre generalmente en la edad madura.
Hay juegos de innovación, mezclas de sabores, combinación de viandas e ingredientes que no me gustan nada, ni siquiera en la cocina de los grandes chefs de tres estrellas. Me tengo que aguantar porque son monstruos universalmente adorados, pero puedo prescindir de su menú sin remordimientos y con alivio de mi cartera. Una cosa más: las grandes comilonas multitudinarias me gustan poco, entre otras cosas porque es preciso hablar sin parar, beber demasiado, comer atropellado y disfrutar poco de las viandas (la mayoría de las cuales me rechazan; además, no me gustan las sopas de virutas de madera con pequeños trozos de coliflor y salsa de chocolate). Prefiero degustar platos sencillos delicadamente cocinados o, como nos ocurrió en una cena, que guisen al alimón Ferran Adrià y Juan Mari Arzak.
Pero, de todas las comidas de mi vida, destaco tres que grabé en la memoria: una en el restaurante A’Choupana de Estoril, mano a mano con mi padre, un foie con tostadas, un lenguado con plátano y lonchas de remolacha bañado en mantequilla con limón y, de postre, unas crèpes Suzette. Dos, en el hotel San Michele de Positano, en donde el pan que nos renovaban continuamente eran triángulos de pizza bien caliente a la luz de las velas y con las ventanas talladas en la roca sobre el mar. Y tres, en Eugénie-les-Bains, en el restaurante de maître Guerard, frecuentado por la emperatriz Eugenia de Montijo, en el que comimos el “menú de los campos”: cada bocado sabía con nitidez a las tres o cuatro hortalizas que había en el tenedor y hasta se le adivinaban las especias. Estas dos últimas comidas, en compañía de mi mujer en nuestra luna de miel. Habíamos llegado en moto después de recorrer media Europa; no nos quedaba casi dinero y el sumiller, seguro que, adivinándolo, nos felicitó efusivamente por haber escogido la botella de vino más barata de la carta.
En las tres ocasiones, lo que importó fue la escasa compañía y el escenario. Para eso debe de servir comer en un restaurante.
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