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ESCRIBO LUEGO EXISTO
CONFIDENCIAS DE UN ESCRITOR EN TORNO A SU APRENDIZAJE, SU INSPIRACIÓN, SUS PERSONAJES Y EL PRIVILEGIO DE POBLAR SUS PROPIAS NOVELAS.
TEXTO FERNANDO SCHWARTZ FOTOGRAFÍA LAWRENCE SCHWARTZWALD
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EL PROTAGONISTA DE La grande bellezza, esa preciosa y decadente película romana, es un novelista de única novela: la escribió al principio de su juventud y ha pasado el resto de su vida proyectando escribir de nuevo pero sin hacerlo, analizando y ridiculizando amablemente las situaciones y los personajes, la gente que lo rodea, amigos con los que rompe y a los que luego recupera (hay un instante desapacible en el que, en un grupo de romanos privilegiados, se dedica a destruir el carácter, las once novelas y la biografía literaria de una escritora elitista ligeramente podrida que vive bajo la protección del partido comunista; pero no importa; más adelante en el film se lamenta de no haber tenido una aventura con ella y se lo propone ahora). Lo de este protagonista no es la novela, es una vivencia. ¿Se escriben novelas o se viven episodios del corazón o de la espada? Siempre me he preguntado qué distingue a un escritor de novelas de un contador de best-sellers. No puede ser falta de habilidad narrativa ni ausencia de alma. Porque la habilidad narrativa se aprende, se intuye; y todo escritor sin excepción tiene alma, buena o mala, generosa o torcida. ¿Cuál es el filósofo capaz de reconocer alma en una página de texto y denegarla en otra? ¿Un crítico? Un crítico puede ser el altavoz de un entusiasmo o el sembrador de una desilusión, pero no de la calidad del relato. He leído alabanzas de novelas que me han provocado particular desagrado. Y he sentido satisfacción al leer una novela despreciada por un crítico.
Se dice que Gustave Flaubert lloraba y hasta vomitaba en algunos pasajes de su propia Emma Bovary. Escritores así se incendiaban de pasión. Otros, como Julio Verne, se apasionaban por la aventura, iban a la luna, viajaban por el fondo del mar o cruzaban la estepa a caballo. Pero no son dos estilos únicos, pasión o aventura: no puede compararse Cumbres borrascosas con Anna Karenina y, sin embargo, ambas se ahogan en la desolación. No puede compararse Pedro Páramo con la sequedad de Bernarda Alba y las dos se deshacen en lo estéril… Hay amor, aventura, odio, hay John Le Carré y hay Ian McEwan, muchas veces todo mezclado. Así ha sido mi aprendizaje.
Contrariamente a lo que se piensa, escribir es cosa fácil. Esa leyenda de la angustia ante una hoja en blanco es falsa: uno se sienta y escribe. Lo complejo es diseñar la historia. Una vez que se tiene, escribirla es relativamente sencillo. Entiendo mal a quienes esperan sentados a que les llegue la inspiración. La inspiración nunca le pilla a uno sentado. Entonces es cuestión de saber cómo se empieza y cómo se acaba.
En mi caso, una novela se me ocurre cuando me la provoca una anécdota, aunque sea mínima. Una persona se sienta en un banco jadeando. Entonces interviene el “¿y si…?” ¿Y si lo hubieran envenenado? ¿Y si ama sin remedio y lo traicionaron? ¿Y si jadea a causa de un infarto? ¿Venía huyendo de perseguidores? ¿Y si guarda un secreto que puede acabar con todo un país? A lo largo de muchos días, meses a veces, voy explorando las avenidas que están abiertas y busco el camino que instintivamente quiero seguir: el de la angustia, el sufrimiento, el miedo o el amor. No tomo notas, solo dejo que la novela me vaya avasallando, tome posesión de mí y no me deje ya hasta que me siente frente al ordenador. Así fue, literalmente, como ideé y escribí dos de mis novelas más complejas, La reina de Serbia y Viví años de tormenta. Complejas, no por complicarle la vida a los lectores sino por embarullarme la mía.
Confieso que no pienso en los lectores. Solo pienso en que el relato tenga consistencia, ritmo, casi cadencia poética. Quisiera emocionarme con la escritura, pero me ocurre raras veces. En esas ocasiones me siento en plenitud.
Mis personajes (lo más importante de mis relatos) no son caracteres de una pieza inamovible. No. Van construyéndose a medida que avanza la novela y a veces hasta me sorprenden sus reacciones. Tampoco es la primera vez que, en medio de un relato, nace un nuevo personaje, qué sé yo, porque se necesita que alguien haga una tortilla o ponga un vendaje en la cabeza del protagonista. Y de pronto se consolida y permanece en la acción hasta el final. Así me ocurrió con una monjita en plena batalla de la Cochinchina en El cuenco de laca.
A nadie debe sorprender que en los pasados 45 años haya vivido inmerso en mis lucubraciones, como uno más de los pobladores de mis novelas, pero con una ventaja sobre todos ellos: con ellos estuve en todos los escenarios, en Serbia, sí, y en México y en Siberia, en el Congo y en Grecia, en El Cairo y en el Golfo Pérsico. Ellos no, yo sí. Esa suerte he tenido.