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HOTEL NH COLLECTION SAN SEBASTIÁN ARÁNZAZU
LA BARBACOA INTELIGENTE
La marca norteamericana Weber, con más de 70 años de experiencia, lanza una nueva gama de barbacoas inteligentes, como Genesis II EX, que controla por nosotros los tiempos y la temperatura hasta alcanzar la cocción perfecta de cualquier alimento.
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ESE PLAN TAN VERANIEGO DE BARBACOA con familiares y amigos en el jardín tenía, reconozcámoslo, ciertas fallas: el anfitrión condenado a vigilar la cocción ajeno a la diversión y la posibilidad cierta de que el resultado no sea el óptimo. Weber, la marca que revolucionó el mundo de las parrillas con la Kettle –ese reconocible modelo en forma de bola y con tapa–, ha creado una nueva gama de barbacoas inteligentes que pone fin a todos esos problemas. Genesis II EX es una de ellas. Conectada en todo momento con Wi-Fi y gracias a la tecnología Weber Connect, permite a los usuarios consultar, directamente desde el teléfono, los tiempos de cocción, la temperatura de los alimentos y el tiempo restante, mientras damos la bienvenida a los invitados o socializamos con ellos.
Genesis II EX permite disfrutar con confianza y experimentar con nuevas recetas, gracias a la asistencia paso a paso que ofrece al usuario mientras se cocina: desde la configuración del equipo hasta el momento de darle la vuelta a la pieza, servirla y saborearla. Seleccionando el punto de cocción favorito, poco hecho, por ejemplo, una cuenta atrás inteligente indica cuándo estará todo listo para servir. No hay riesgos: cualquier alimento, sea cual sea el punto elegido, quedará siempre perfecto. weber.com
¿QUÉ HORA ES?
DESDE UN ROSKOFF SOVIÉTICO QUE APENAS CABÍA EN EL BOLSILLO HASTA UN OMEGA CONSTELLATION REGALO DE SU MUJER CONVIVEN EN LA RELACIÓN DEL AUTOR CON LOS RELOJES.
TEXTO FERNANDO SCHWARTZ ILUSTRACIÓN JACOBO PÉREZ ENCISO
MI SEÑOR PADRE, QUE ERA UN gentleman del XIX, de aquellos que se sujetaban los calcetines (de seda) al faldón de la camisa (de seda) mediante la oportuna liga elástica, no concebía salir a la calle sin su reloj en la muñeca. No quería arriesgarse a una falta de puntualidad, pecado que consideraba imperdonable a la hora de acudir a una cita, fuera esta de trabajo, amistad, familia o partida de tresillo. Siempre un reloj en la muñeca.
Cuando estábamos de veraneo en la playa, generalmente en el sur, pero excepcionalmente en Hondarribia y a veces en Sitges, precisamente a las once y media de cada mañana, mi padre acudía a instalarse debajo del toldo familiar. Iba vestido con traje de gabardina beis claro, o en ocasiones, de hilo, chaleco, camisa y corbata (a veces con diseños de modesta fantasía, única concesión a la frivolidad de las vacaciones) y zapatos de doble tono, blanco y marrón. Desde luego, era la única persona trajeada de esta manera en toda la playa. Media hora después de acomodarse en la tumbona, empezaba un desfile de jóvenes, señoras en bañador, chicas en bikini, hombretones atléticos, equipos de fútbol-playa y madres cuyos bebés debían volver a casa con puntualidad, todos interesados en que mi padre les diera la hora tras consultar imperturbable su muñeca. Como digo, no había otro enteramente vestido en media milla a la redonda y, por supuesto, el único que llevaba el inevitable reloj.
Mi padre daba amablemente la hora a toda persona que se le acercara y nunca dejaba de consultar su reloj, por mucho que, apenas trascurrido un minuto desde haber dado la anterior información, hubiera podido evitarse el trámite de estirar la manga, levantar el puño de la camisa y mirar con cuidado lo que le contaba su Jaeger-LeCoultre.
Hasta que se cansaba. Entonces empezaba a informar maliciosamente: según quien se lo preguntara, adelantaba o retrasaba la hora, causando verdadera confusión en la playa. Lo que más le divertía era decirle a cualquier chico joven que eran las tres de la tarde cuando apenas había sonado la una: todos echaban a correr para llegar a tiempo a la comida y evitarse la regañina de mamá. Entonces, mi padre encendía un cigarrillo y sonreía encantado de la vida.
Por mi parte, durante años tuve una patata en la muñeca. Poca cosa, pero, como estudiante de bachillerato, me bastaba para mantener una puntualidad aproximada. Luego, en primer curso de carrera, pude comprarme un reloj Roskoff, un monstruo de fabricación soviética que apenas me cabía en el bolsillo, de lo pesado que resultaba guardarlo sin que se rasgara el pantalón. Me había costado 125 pesetas. De las de entonces. Mucho después, mi padre me regaló un Omega de bolsillo, todo de oro, que encajaba en un diminuto estuche sobre el que se cerraba el reloj. Alguien me lo robó años más tarde, para mi gran dolor. No fue el único: hubo otro más, un Piaget de platino y brillantitos con esfera hexagonal que me había regalado un príncipe kuwaití y que, afortunadamente, algún alma caritativa me levantó sin que me diera cuenta.
Cuando el más pequeño de mis hijos terminó el bachillerato, le regalé un estupendo TAG Heuer medio deportivo. Nunca lo ha usado: prefiere consultar la hora en su iPhone. Sic transit gloria mundi.
Siempre he atesorado el primer regalo de mi mujer, un Omega Constellation que me dura intacto y que llevo a diario. En una ocasión, mi hija mayor me trajo de Hong Kong un colosal Rolex Oyster Perpetual. No tiene más que un inconveniente: es más falso que las pesetas de madera. Lo podría usar, porque funciona muy bien, si no fuera porque la aguja de las horas está levemente desviada y a las 12 en punto suele marcar un poco más de las 11 o un poco menos de las 6. Lo llevaría a arreglar pero me dicen que los relojeros tienen la obligación legal de confiscarlo y destruirlo. Mala suerte. No tiene importancia.
Porque es curioso que nos seduzcan y apasionen los relojes, como si lo más esencial de la vida fuera saber en cada momento cuál es el instante en el que vivimos, minuto a minuto, cuando en realidad no importa nada. Solo que esta medición precisa e irrelevante del tiempo tiene un significado más profundo, más infinito: es lo único que nos permite vislumbrar de qué está hecha una millonésima de segundo de la eternidad.
Y eso sí que es esencial.