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Silvia María Foussal
La elegida
El amanecer la detenía frente a un gran espejo de agua admirado por sus ojos.
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El Egeo, un mar calmo, vacío de viento, de aguas plateadas, con límites de culturas latentes y diversas.
Era la inmensidad de ese día, el que recordaría cada minuto que transcurrió en su vida de mujer, en su perseverancia por encontrar el camino de esperanza.
En esa tierra de mármoles fríos, surgían las diferentes estructuras y formas que guardaban los mensajes místicos de la historia. Latía su corazón rememorando el paso de generaciones y sus pies iniciaban el peregrinar.
Cuantos dioses asomaban sus espíritus entre columnas, trozos de roca apilados con musgos enraizados a la tierra, entre cultos y ruinas. El eco de sus voces se presentaban en el teatro, cuchicheaban en la sala de lectura de la Biblioteca de Celso, ofrecían rituales en el templo de Adriano, recorrían las casas-terrazas, los baños públicos, el gimnasio; se detenían a escuchar filósofos, poetas, políticos, observaban a escultores, todo el mundo social de otros tiempos.
La neblina suavizaba el paisaje y el silencio era la oración propia de la templanza.
El sonido era único, estaba aturdido de los ruidos silenciosos como si el paso del tiempo hubiera callado el repertorio de la humanidad. Solo el resoplido del viento comenzaba a vibrar entre los altos árboles. Allí, la soledad era un suspenso de llegada hasta lo alto de la colina de Ayasaluk, en Éfeso, donde el universo de religiones era la humanidad misma.
La noche se acercaba en instantes. El cansancio derrotaba su cuerpo que bordeaba la tierra para caerse y seguir al sueño profundo.
Éfeso era el camino a orillas del mar, aquel que le habló al oído y le dio palabras.
La silueta de túnica oscura, con un velo que dejaba ver su rostro afable de tinte oliva, con mirada suave de ojos negros redondeados, con las manos cubierta de dones, se apareció como luz. Se acercó para ayudarla a beber y desapareció con humildad.
Al despertar, en la intimidad del sendero de árboles, Meryet descubrió que solo quedaban unos metros del camino hasta la casita de piedras. Estaba rodeada de plantas y árboles, con miles de pañuelitos blancos colgados en los muros como guirnaldas, como si las bendiciones que clama cada ser humano resplandecieran el lugar.
Relata la historia que una mujer envejeció en esas sombras, con el dolor por la pérdida de su único hijo…con su fe profesada de cristiana.
En la penumbra de la luz de la vela, Meryet dejó caer sus rodillas al suelo y las lágrimas acunaron a su vientre, también dolido.
Ese es el lugar donde se siente el aroma a café turco y el sonido del Salah, donde el alma de la madre de Jesús vive eternamente.