Silvia María Foussal La elegida El amanecer la detenía frente a un gran espejo de agua admirado por sus ojos. El Egeo, un mar calmo, vacío de viento, de aguas plateadas, con límites de culturas latentes y diversas. Era la inmensidad de ese día, el que recordaría cada minuto que transcurrió en su vida de mujer, en su perseverancia por encontrar el camino de esperanza. En esa tierra de mármoles fríos, surgían las diferentes estructuras y formas que guardaban los mensajes místicos de la historia. Latía su corazón rememorando el paso de generaciones y sus pies iniciaban el peregrinar. Cuantos dioses asomaban sus espíritus entre columnas, trozos de roca apilados con musgos enraizados a la tierra, entre cultos y ruinas. El eco de sus voces se presentaban en el teatro, cuchicheaban en la sala de lectura de la Biblioteca de Celso, ofrecían rituales en el templo de Adriano, recorrían las casas-terrazas, los baños públicos, el gimnasio; se detenían a escuchar filósofos, poetas, políticos, observaban a escultores, todo el mundo social de otros tiempos. La neblina suavizaba el paisaje y el silencio era la oración propia de la templanza. El sonido era único, estaba aturdido de los ruidos silenciosos como si el paso del tiempo hubiera callado el repertorio de la humanidad. Solo el resoplido del viento comenzaba a vibrar entre los altos árboles. Allí, la soledad era un suspenso de llegada hasta lo alto de la colina de Ayasaluk, en Éfeso, donde el universo de religiones era la humanidad misma.
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