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María Elena Genovese
El árbol desnudo
Verlo así siempre me conmovió. Es un sinfín de sensaciones… Por un lado, siento ganas de tejerle un saquito. Lo veo tan debilitado, tan vulnerable. También en mi interior se enciende una gran bronca. Sí, bronca, porque justo en este momento tan difícil, cuando más necesitaría el vuelo de campanas y querubines cantando, a él se le da por quedarse así, apiltrafado.
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Entorno la persiana en señal de reprobación y me paro para ir a buscar un café, porque al final, sé que cuestionar el lógico vaivén de la naturaleza es solamente un absurdo. “Ya volverá a alegrar mis mañanas”, me digo a modo de consuelo.
Me angustia pensar lo que falta para verlo otra vez vestidito de lila, abriendo sus ramas como brazos que trepan al cielo y dan galanura a las veredas.
Y es que él es a quien veo primero cuando abro los ojos al comenzar el día, es decir, quien me muestra, en borrador, una inicial impresión de cómo será mi jornada. También, al atardecer, está allí como testigo mudo de mi cansancio, de mis preocupaciones, de mis pesares…
También debo reconocer que es quien se entera antes que nadie de las buenas nuevas que dan una pincelada de vez en cuando a la monotonía, a lo cotidiano. Porque de eso se trata la vida, de pinceladas… Algunas suaves que son como caricias que ayudan a cicatrizar viejas heridas y otras gruesas, duras y exaltadas, que a veces asustan y nos hacen saltar de la silla o ponernos de pie si es aún más serio el tema…
Este, mi árbol, es como una pequeñísima foto de la realidad del mundo, al menos del que conozco. Es bello e invita a soñar a veces, cuando septiembre trae nuevos brotes
de primavera y ésta le regala ramas cargadas de lustrosas y pequeñas hojas verdes, sus magníficas flores de color lila intenso y brillante. Todo él es un canto a la vida. Cualquiera diría que le sonríe a cada rayo del sol que lo toca, tibio y luminoso. Sin embargo, otras veces es profundamente bucólico y solitario, cuando el frío del invierno le va desprendiendo todos sus encantos y se los puede ver cayendo lentamente hasta el suelo, en un viaje triste y resignado.
Vuelvo de la cocina y, mientras revuelvo el edulcorante en el pocillo y me siento otra vez ante la compu, alzo la mirada casi por inercia. Por la hendija que queda entre los postigos de hierro color verde inglés, lo sigo viendo allí, quietito, aletargado.
Entonces comprendo que este presente que mi árbol me muestra es la prueba más contundente de que, a los que amamos, debemos tolerarle sus “inviernos”. Entender que el dolor o la impotencia, como el frío son duros y crueles a veces y los marcan para siempre. En definitiva, hay que esperar a que, en un futuro no muy lejano, la luz y la armonía retornen para que sus almas reverdezcan…