María Elena Genovese El árbol desnudo Verlo así siempre me conmovió. Es un sinfín de sensaciones… Por un lado, siento ganas de tejerle un saquito. Lo veo tan debilitado, tan vulnerable. También en mi interior se enciende una gran bronca. Sí, bronca, porque justo en este momento tan difícil, cuando más necesitaría el vuelo de campanas y querubines cantando, a él se le da por quedarse así, apiltrafado. Entorno la persiana en señal de reprobación y me paro para ir a buscar un café, porque al final, sé que cuestionar el lógico vaivén de la naturaleza es solamente un absurdo. “Ya volverá a alegrar mis mañanas”, me digo a modo de consuelo. Me angustia pensar lo que falta para verlo otra vez vestidito de lila, abriendo sus ramas como brazos que trepan al cielo y dan galanura a las veredas. Y es que él es a quien veo primero cuando abro los ojos al comenzar el día, es decir, quien me muestra, en borrador, una inicial impresión de cómo será mi jornada. También, al atardecer, está allí como testigo mudo de mi cansancio, de mis preocupaciones, de mis pesares… También debo reconocer que es quien se entera antes que nadie de las buenas nuevas que dan una pincelada de vez en cuando a la monotonía, a lo cotidiano. Porque de eso se trata la vida, de pinceladas… Algunas suaves que son como caricias que ayudan a cicatrizar viejas heridas y otras gruesas, duras y exaltadas, que a veces asustan y nos hacen saltar de la silla o ponernos de pie si es aún más serio el tema… Este, mi árbol, es como una pequeñísima foto de la realidad del mundo, al menos del que conozco. Es bello e invita a soñar a veces, cuando septiembre trae nuevos brotes
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