Inocencias

Page 1

INOCENCIAS



Cuando era niña –debía tener unos cinco años-, vi una luz roja en la mitad de la sala oscura de la casa de mis padres. Era un punto rojo que se movía y se apagó. Recuerdo que era una navidad y yo estaba con mi familia, en el patio, jugando no se a qué. Cuando miré hacia el interior de la casa a través de la puerta mosquitera me encontré con esa luz intensa durante unos diez segundos. Le pregunté a mi padre si la veía también y en ese momento asintió porque a los niños, supongo, cuando imaginan cosas hay que decirles que sí. Pero yo sí vi la lucecita, o ella me vio a mí, o nos vimos las dos. Y quedó ahí, en mis ojos. ¿En qué momento dejamos de ver con la mirada de la niñez? ¿Cuándo se nos va la niñez? Crecemos y, con ello, aprendemos a observar el mundo como adultos. Adquirimos consciencia, racionalidad y realidad. La imaginación queda rezagada a la ficción. Dejamos de creer que vimos la lucecita. Aquí, treinta y cuatro personas me permitieron hurgar en sus recuerdos compartiéndome esa mirada de su niñez. Sus inocencias, sus yo-creía-que. El sosiego de lo inverosímil. Glenda



Anónimo: “Yo era el niños de los brazos y las piernas peludas y lo que yo creía, era que, cuando sea grande iba a tener pelo por todo lado. Iba a tener una barba súper poblada y grandota, que se iba a fundir con el pelo del pecho, que se me iba a salir por la camiseta, por las orejas y la espalda. Así, súper peludo y el caso es que eso nunca pasó. Todavía estoy esperando que me salgan las barbas”.



Carolina Gallo: “De niña, a los siete años, iba muy seguido a la playa con mi abuelo materno y yo creía firmemente que en el ocaso, cuando el sol caía en el mar, se mojaba. Incluso oía el chiiiiissss, sonido del sol mojándose en el mar mientras salía en China y se secaba. Hasta ahora, cuando veo el ocaso, le hago chiiiiissss en el oído al Feli, mi hijo”.



Carolina Piechestein: “Si a mí se me caía una pestaña de un ojo, yo me sacaba una pestaña del otro porque pensaba que me iban a quedar disparejos. Entonces a veces me pasaba que si se me caía una, me sacaba también del otro ojo y así, en lugar de una, se me salían dos. Yo creía que ya me quedaban parejos”.



Cathy Pazmiño: “Nunca fui buena en geografía. Cuando tenía siete años no comprendía donde se ubicaba el Ecuador. Un día pensé en irme de excursión y encontrar un lugar con un letrero bien grande que diga Ecuador... no comprendía lo que eran las fronteras y mucho menos que ya estaba allí”.



Christian Rivera: “Como fui muy pequeño a vivir a Guayaquil, a pesar de ser serrano de nacimiento, nunca había visto un queso de hoja hasta que tuve diez años. La primera vez que lo vi estuve convencido que ese queso se daba en los árboles”.



Danny Torres Estrella: “Sofía me propuso jugar con los peces que tenían al ingreso de su casa, en una amplia pileta. Me convenció de salvarlos puesto que se estaban ahogando. Uno a uno fuimos sacando a los peces del agua. Yo tenía una fijación por salvar a los peces anaranjados más que a los otros colores. Así nos encontraron sus padres, con los peces abriendo sus bocas, mientras agonizaban. Teníamos cinco años”.



Denice Barrionuevo: “Desperté y corrí ansiosa hacia el espejo, recordando la voz de mi madre: “si te comes las pepas de las frutas, un árbol crecerá dentro de ti”. ¿Cómo será el árbol de mandarina? ¡Oh! ¡Las ramas y las hojas aún no aparecen! Mi maestra me enseñó que la semilla necesita agua para crecer… Hoy no beberé agua”.



Diego Salazar: “Cuando tenía 4 o 5 años, mis padres y yo viajábamos a Esmeraldas, hacia la casa de mi abuela Clara. Su casita era de caña, típica de la costa, elevada un metro. Yo tenía miedo de quedarme solo ahí porque sus cañas me hacían pensar que era tan frágil y que estaba en el aire. Yo le decía la casa canasta y mi idea era que volaría con el viento”.



Doina Vieru: “Los que más me gusta -y se quedó conmigo hasta ahora- es que la luna camina conmigo. Sé que no es cierto, pero me quedó este sentimiento de compañera de ruta”.



Érika Antón: “Era pequeña, tendría unos 8 años. Había soñado algunas veces que, al abrir unos cajones de una estantería de madera que había en la sala de mi casa, me metía y había un hueco que conducía a un mundo con césped, flores y duendes; todo un mundo de fantasía. Cuando despertaba no me acercaba a la estantería, pensaba q era real y q nadie los debía descubrir. Cada vez que tenía el sueño, era toda una aventura. Un día estando despierta, me armé de valor y pensé q podía intentar ir a ese mundo. Abrí el cajón, estaban las herramientas de casa (martillo, tornillos, etc), como siempre. No pude volver a tener ese sueño y sentí decepción. Probablemente maduré. Recuerdo haber sacado las herramientas buscando ese hueco pero nada”.



María Fernanda Gálvez: “Yo creía que le echaban insecticida al mosquito cuando se paraba en la puerta para que se resbalara y muriera a lo que se pegaba en la cabeza”.



Francisco Muñoz: “Lo único que creía de pequeño era que el mundo se sostenía igual que la casa, con reglas tangibles y cosas en su mayor parte con sentido. Nunca creí de verdad en el coco, o que había máquinas mágicas que hacían funcionar el mundo. Tal vez lo único que creía antes de aprender a leer era que podría adquirir el conocimiento o las historias escondidas adentro de los mismos solo con mirar fijamente las páginas llenas de símbolos indescifrables. Y creía que el manual de sistema del mundo se encontraría en alguno de ellos”.



Guadalupe Pérez: “Cuando era niña, el tren aún funcionaba y pasaba por el borde del terreno de la casa de mi abuela. Cuando yo escuchaba el pito del tren que se acercaba (su clásico puuu puuu de los trenes antiguos), salía corriendo a un punto donde pudiera verlo. Lo veía pasar y lloraba mucho, era una sensación de emoción y miedo, pues siempre pensaba que en un momento el tren abandonaba sus rieles y se desviaba hasta quedarse atravesado en medio del patio de la casa de mi abuela. Nunca, hasta que viví en esa casa, entre llanto y llanto, dejé de correr para verlo pasar”.



Gustavo Landázuri: “Recuerdo que en mi niñez creía que muchas de las montañas eran dinosaurios que, después de su muerte, se fueron cubriendo de tierra y vegetación a través de miles de años. Cada vez que viajaba con mis papás, buscaba a través de la ventana del auto, estos perfiles en los paisajes montañosos que pasábamos”.



Ilonka Guerra: “Desde mi ventana en el quinto piso, miraba las faldas del Pichincha e imaginaba la erupción, un temblor terrible que partía del suelo. Caos. La lava bajando por la Villalengua. Miraba hacia la calle, pensaba que no llegaría tan alto; calculaba que hasta el balcón del tercer piso nada más. Solo temía por la vida de mi abuelita que vivía en la planta baja”.



Jeovanna Erazo: “Cuando era niña, me gustaba jugar rayuela, las cogidas o saltar el elástico, pero al terminar este juego me solía doler las piernas e iba llorando donde mi mamá y ella me decía que por estar brincando como machona me dolía y yo le creía. Ahora sé que era porque estaba creciendo”.



Karla Armas: “De niña creía firmemente que las cosas que pasaban a mí alrededor era un espectáculo montado para mí. A veces, al salir de casa y observar el primer paso de alguien o algún niño mayor a mí empezar a moverse, mi espíritu detectivesco me llevaba explorar en mi cabeza toda la maquinaria montada. Me preguntaba quién lo hacía y por qué lo hacían. Una de mis teorías era que los extraterrestres estudiaban a las pocas personas que vivíamos en el mundo. Mi deber era encontrarlos. Ni siquiera mis padres escapaban de mis sospechas. Muchos de mis amigos, eran sin duda personas a las que les pasaba lo mismo. No podía hablar con ellos de eso, pero sabía que un día descubriría la gran verdad”.



Luis Alvear: “Yo creía que todo se daba en la tierra, y que solo bastaba con plantarlo para que germine. Es por eso que yo me ponía a cultivar harina, caramelos, lo que sea. Pensaba que luego solo salía un árbol de cualquier producto y que lo podías cosechar”.



Martha León: “Cuando yo tenía 4 años y medio, más o menos, mi mamá estaba embarazada de mi última hermana y la gente decía que mi mamá estaba “en cinta”, lo cual yo no entendía. Cuando se fue a la clínica a dar a luz y fui a visitarla para conocer a la bebé, comencé a buscar la cinta. Después trajeron a mi hermana, yo la vi y le seguía buscando la cinta. Después de la emoción del primer día le pregunté por qué le decían que estaba en cinta si yo nunca encontré ninguna y me dijo que la cigüeña traía, en una cinta amarrada a un chal, a mi hermanita”.



Maritza Ortega: “Tenia aproximadamente 5 años cuando mi madre viajó a Israel y para ese entonces ya había pasado un año de llamadas, cartas y encomiendas que mandaba de allá para acá. Mi abuelita con la esperanza de no vernos tristes o decaído por su ausencia nos comentaba cada que pasaba un avión por los cielos que ahí dentro se encontraba nuestra madre, ingenuamente en nuestra inocencia le creímos así que desde ese entonces cada que pasaba un avión extendía el brazo por los aires saludando con la mano a cada avión que veía y como antes el aeropuerto quedaba por prensa los aviones se veían más seguido. ¡Hola avión! Decía con euforia seguido fe un ¡Hola mami!...con el tiempo dejé de saludarlos y comencé a verlos como tiburones por su forma tan similar, el cielo parecía un inmenso mar azul que cambiaba de colores y aún en las noches desde donde yo vivo el cielo en las noches parece el reflejo de un mar profundo lleno de estrellas. Ahora cada que miro al cielo sigo viendo los tiburones y buscando formas en las nubes que por lo general se me hace ver muy seguido corazones”.



Martha Aravena: “Cuando yo tenía 7 años, todavía me hacía pipí en la cama y mi papá, al ver que no dejaba de hacerlo, me contó una historia que mi hizo pensar mucho. Estábamos sentados en la cama y me dijo que debajo de nosotros, a la vuelta del planeta tierra, vivían los chinitos y uno de ellos le había llamado por teléfono a reclamarle porque yo me había hecho pipí y los mojaba a ellos todos los días”.



Martina Sánchez: “Cuando era chiquita, siempre veía a mi gato y a la perrita de mi abuelita tomar agua de sus platos y yo me preguntaba como es que lograba tomar agua con su lengua si se resbala por todo lado. Pensé que se le pegaba en la lengua a los gatos por sus pinchitos que tiene pero los perros no tenían eso, entonces decidí tomar agua como un gato/perro. Coji un vaso de agua y empecé a tomar el agua pero no me servía, entonces empecé a tomar el agua súper rápido como los gatitos y también vi que doblan su lengua y la hacen cucharita. Así es como aprendí a tomar agua como gato/perro y me quede sin dudas de cómo lo lograban”.



Maya Villacreses: “Mientras viajábamos con mi hermana rumbo al pueblo de Ayora, recuerdo que cada cierto tiempo se podían ver unas pequeñas cuevas en las montañas que bordeaban la carretera. Mi hermana me dijo que allí vivían los ratones de los dientes: revelación divina que permaneció en mí durante años como una verdad irrefutable y que por suerte nunca se fue del todo”.



Melina Alvarado: “Yo quería que me compren dulces en un local, en el aeropuerto. En el Guayaquil de los 80’s solo los vendían ahí y, cuando nos tocaba despedir a las tías, nos compraban hasta que un día ya no lo hicieron más así, estando ahí, agarré a mi hermano, lo llevé afuera y le manché toda la cara y la ropa. De ahí nos sentamos a pedir limosna, gané muchas monedas y compré muchos caramelos”.



Nixon Córdoba: “A mis ocho años, convencido estaba que con una toalla atada al cuello podía volar así que una tarde decidí probarlo. De no ser por Marisol, una prima de mi edad que me detuvo para impedir mi salto desde un tercer piso, esa tarde habría cambiado mi destino. Hubiera demostrado que podía volar”.



Omar Puebla: “Si el piso era de madera y estaba lo suficientemente pulido, jugar bajo la cama era genial. No solo era refugio y escondite, también era una pista para deslizarse: pies contra la pared, piernas recogidas, un solo impulso y ¡puf! volaba cual superhéroe, de un extremo al otro del espacio.”



Pamela Corrales: “De niña conocí únicamente a mi abuelo Pepito (papá de mi papá) y a mi abuelita Luisa (mamá de mi mamá). Toda mi niñez pensé que las abuelitas eran de parte materna y abuelitos de parte paterna”.



Paola Vásquez: “Cuando era joven solía creer que el señor de la carnicería vendía muslos de las señoras guapas que entraban a comprar carne y se demoraban en salir. Durante mucho tiempo tuve una pesadilla en la que ese hombre le secuestraba a mi mamá y hasta tenía un plan para rescatarla. Un día me dijeron, no consumimos carne de humanos, solo de animales”.



Paulina León: “La Selma tenía unos cuatro años y yo estaba a full preparando “cuerpos que se miran” con mis siamesas de siempre y ella me dijo: “Mami, ya sé que quiero ser de grande. Quiero ser ciega y siamesa”.



Paulina Simon: “A mi mamá le operaron de los ojos y yo, que era ya más grandecita, quise hacerme cargo del asunto y entonces le dije que no se mueva, que yo le cuidaba. Le llevé a su cama una sopa caliente que, cuando estaba ya casi a la altura de ponérsela en las piernas, me tropecé y se le cayó todo encima de la cama, encima de ella, encima de todo. Mi llanto era incontrolable y mi madre, vendada el ojo, estaba cambiando sábanas y cobijas, todo lleno de sopa”.



Paz Dávila: “Existe algún vínculo especial y extraño entre la infancia y los chicles. No se, la textura, la elasticidad, la posibilidad de extender el placer dulce en la boca. De pequeña tenía un peluche de oso suavecito, al estrujarlo sentía la textura flexible entre mis dedos. Yo estaba convencida que su relleno era de chicle. Estuve meses pensando como sacar mis deliciosos puñados de chicle metidos dentro de mi peluche pues tampoco quería cortarlo. Un día me decidí y corté el peluche con la mitad con unas tijeras. ¡La decepción fue grande al sacar manojos y manojos de algodón sintético!”.



Rosa Gálvez: “Toda la vida pensé que era adoptada porque mi papi me contaba que me había visto en un escaparate en el que vio a una muñeca chinita de la que se enamoró, y me compró. Todo porque decía que, de pequeña, parecía una muñequita de porcelana”.



Saraclaroscuro – Sara Bolaños Muñoz: “Cuando tenía unos 4 años o menos, porque no tengo recuerdos paralelos de haber estado en la escuela, me tragué una pepa de mandarina. Preocupada le pregunté a mi abuela si sería un problema, ella me tranquilizó, me dijo que no pasaría nada; una de mis tías fue testigo de eso. Por la noche, antes de ir a dormir, mi tía se acercó y me susurró: esa pepa que te has tragado, con los días echará raíces en tu panza y día a día crecerá hasta que te salgan ramas hasta por las orejas. Por semanas tuve un dolor de panza que me estrujaba hasta las ideas, pero con los años y la imaginación, soñaba que me convertía en un frondoso árbol de mandarinas”.



Victoria Bastidas: “Yo creo que sigo siendo muy inocente y que me sigo agarrando a lo surreal para explicarme el mundo. Darán vuelta siempre las hojas secas a mi alrededor, pero cierro los ojos y dentro mío tomo distancia de mí y veo todo desde lejos, desde arriba. Luego sonrío feliz ante la “bola” a la que sucumbe siempre mi humanidad”.


glemarosan@hotmail.com https://glemarosan.wixsite.com/glendaroseroandrade


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.