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150 años de la escuela Blas Cuevas Allende Padín: La historia de Valparaíso desde un rincón del cerro Cordillera

150 AÑOS DE LA ESCUELA BLAS CUEVAS –ALLENDE PADÍN

LA HISTORIA DE VALPARAÍSO DESDE UN RINCÓN DEL CERRO CORDILLERA

POR EDUARDO GÁLVEZ ASTORGA y NICOLÁS CORNEJO DURÁN FOTOS LORENZO MELLA

Los cerros de Valparaíso esconden la vida misma, aquella que se da vueltas entre secretos y fábulas, relatos imposibles, dichos y mentiras que terminan por contarnos la verdad. Esos cerros, habitados por casas multicolores que parecen colgar entre quebradas y escaleras, ascensores que ven la lentitud de los adoquines empinados que desafían la gravedad, guardan silenciosamente la historia de un país que de a poco se ha ido conformando con toda su inmensa diversidad, superando grandes obstáculos, inclemencias y desigualdades.

Entremedio de los cerros, arrinconada entre las construcciones derruidas, existe un lugar que ha sido testigo de avances y retrocesos, de la bonanza y del abandono. Existe un lugar que a pesar del paso del tiempo, sigue en pie, luchando día a día por retomar esa marcha comenzada hace 150 años por Blas Cuevas y Ramón Allende Padín, dos hombres que forjaron los destinos de la naciente república, centrando su mirada en la educación, una que fuera laica, gratuita y popular. La idea no cayó del cielo sino que subió de la tierra, casi como la fuerza de gravedad pero al revés: fundaron una escuela, la Escuela Blas Cuevas – Allende Padín, la primera con estas características del país.

“Loor a la Escuela y a su paladín Blas Cuevas fue el genio y Allende Padín”...

La Escuela Blas Cuevas – Allende Padín, fue fundada en el año 1871. Por aquel entonces, Valparaíso tenía una población de unos 97.000 habitantes y el porcentaje de analfabetismo era de un 77%, es decir, cuatro de cada cinco habitantes no leían ni escribían, cerca de 10.000 niños y niñas no contaba, ni

tenía acceso a la educación formal y las pocas escuelas primarias que existían estaban auspiciadas y dirigidas por comunidades religiosas, fundamentalmente, por la iglesia católica. Pero esta historia comenzaría unos años antes, específicamente el año 1868, año en que se reunió un grupo de masones, que con el objetivo de fomentar la enseñanza y educación de los sectores más desposeídos de la sociedad e impulsar la educación laica, fundan la Sociedad de Instrucción Primaria de Valparaíso. Entre sus fundadores destacaban Blas Cuevas Zamora y Ramón Allende Padín. Blas Cueva Zamora muere el 19 de marzo de 1870, no pudiendo ver la concreción de su sueño, tomando la dirección de la Sociedad de Instrucción don Ramón Allende Padín (abuelo de Salvador Allende Gossen), quien funda la Primera Escuela Laica y Gratuita de Chile, el 23 de octubre de 1871, nombrándola como Escuela Blas Cuevas en honor al ilustre fallecido.

“El Gran Maestro Arlegui de la Gran Logia de Chile, ordenó al Venerable Maestro de la logia Aurora N°6 de Valparaíso, don Ramón Allende Padín, reunir los fondos financieros necesarios para fundar una escuela con el nombre del fallecido masón. Durante el año 1871 la logia llevó a cabo un plan para recaudar fondos que ascendieron a $1.280 pesos en primera instancia, y además colaboraron miembros de la Orden que significó cubrir la cantidad de $200 pesos mensuales de gastos fijos, para el establecimiento de la escuela. Con los fondos reunidos la escuela se fundó el 5 de febrero de 1872 y paralelamente se estableció la organización del directorio integrado por las siguientes personas. Presidente: Ramón Allende Padín; vicepresidente: Carlos Renard; secretario: Diego Dublé Almeida; tesorero: Daniel Feliú; directores: David Trumbull, E. Münchmeyer y Antonio Flusseur”.

“Y cuando ya lejos y la escuela nos llame cual hijos corramos a darnos a sus pies”…

María Elisabeth Bendel Vidal, actual directora del establecimiento, asumió el cargo el 3 de abril del 2017. Hija de una exprofesora de la escuela y además exestudiante, fue la primera mujer en ingresar a Blas Cuevas – Allende Padín en el año 1970, cuando decidieron hacerla mixta. “Fui la primera mujer que ingresó a esta escuela, yo era pequeña y mi madre hacía clases de Historia y Geografía. Tengo los más lindos recuerdos de mi infancia acá”, asegura la profesora, quien además

MARÍA ELISABETH BENDEL VIDAL, DIRECTORA DEL ESTABLECIMIENTO

asumió en uno de los peores tiempos del colegio.

“Cuando llegué, tuve que encarar una mala gestión y baja matrícula, contábamos con solamente 57 niños y niñas, imagínate, con una infraestructura que podría recibir fácilmente a más de mil. Además había un mal sistema de trabajo y faltas de respeto en todos los niveles, tanto de estudiantes, profesores, hasta de apoderados y trabajadores. Fue un desafío, pero sabía que se podía salvar, y lo íbamos a hacer con la mayor motivación posible para rescatar a la escuela”, recuerda Bendel Vidal.

La escuela Blas Cuevas – Allende Padín se fundó en uno de los sectores más populosos del puerto, el barrio San Francisco, enclavado en la quebrada formada por el cerro Toro y el cerro Cordillera, prolongación de la calle Clave, calle San Francisco. Ahora la escuela tiene cerca de cien estudiantes (casi el doble de los que había cuando asumió la nueva dirección) y se han concentrado en cambiar el cartel que los indicaba como una de las peores escuelas de Valparaíso. “De a poco fuimos haciendo comunidad, desarrollando las habilidades blandas, porque nos dimos cuenta que los niños y niñas no piden cosas materiales, sino que lo más importante para ellos, es sentirse escuchados, entendidos, compartir con ellos, jugar, respetarlos, a veces un abrazo es la solución a muchos problemas” concluye la directora. Elisabeth Bendel se siente orgullosa de dirigir la misma escuela en la que trabajó su madre, se siente orgullosa de haber sido la primera mujer que estudió ahí, se siente orgullosa de los pequeños, pero significativos cambios que han logrado en un corto e intenso periodo. Ella sabe de su responsabilidad, y el peso de ella a veces se le cruza con el optimismo y esperanza que tiene en una comunidad y entorno descuidado, olvidado y arrinconado, esperando que el trabajo hecho

HIMNO ESCUELA BLAS CUEVAS - RAMÓN ALLENDE DE VALPARAÍSO

Letra: Neftalí Díaz Pizarro. Música: Leandro Véliz

INTRODUCCIÓN

Loor a la Escuela y a su paladín Blas Cuevas fue el genio y Allende Padín Un himno glorioso cantemos ufanos y en himno glorioso unamos las manos cual fuerte cadenas de hierro anhelamos ser fuertes, ser sanos oh niños chilenos!

CORO

I La escuela Blas Cuevas entrega el compás, la escuadra, la regla, el mazo, el cíncel. Nos da la victoria, estudio, y saber. Nos da de su alegria la nuestra a beber. II Y cuando ya lejos y la escuela nos llame cual hijos corramos a darnos a sus pies llevando en las manos laureles y flores cubramos su frente ansiosa de amores.

AL CORO PARA FINALIZAR

Loor a la Escuela y a su paladín Blas Cuevas fue el genio y Allende Padín

con amor y compromiso, haga florecer, nuevamente, ese rincón más que centenario.

“Un himno glorioso cantemos ufanos y en himno glorioso unamos las manos...”

Un grupo público de Facebook llamado “Yo estudié en la Escuela Blas Cuevas D-307 de Valparaíso” reúne a casi quinientas personas que mantienen lazos afectivos con el establecimiento, en ese espacio se comparten fotografías de distintas épocas, se recuerdan profesores y profesoras, se intercambian anécdotas y hasta organizan reuniones entre los exestudiantes de distintas generaciones. Uno de los exalumnos que mantiene un estrecho vínculo con la escuela es Carlos A. Escudero Collante, quien estudió en el establecimiento desde 1969 hasta 1976, hoy es Ingeniero en Comercio Internacional con postítulos en Gestión y Gerencia Pública.

Carlos recuerda la escuela con mucho cariño expresando que “ahí viví mis mejores años escolares, con profesores de excelencia y comprometidos, gran parte de ellos exalumnos que volvían a entregar sus conocimientos y no solo la excelencia académica sino también el afecto, tolerancia y respeto. Una de las mejores experiencias fue cuando el presidente de la República Salvador Allende asistió a la inauguración del actual edificio (1971) adelantado para su época (laboratorios de física, química, biología, sala de música, etc.), por tanto, cuando tienes una infraestructura de lujo y profesores comprometidos, sin duda, tienes buenos resultados”. Pero Salvador Allende no fue el único presidente de Chile que visitó la Escuela Blas Cuevas – Allende Padín, ya que el 25 de octubre de 1921, y con ocasión del cincuentenario de su fundación, el presidente de ese entonces, Arturo Alessandri Palma, colocaría la primera piedra de los trabajos de ampliación local de la escuela. El nuevo cuerpo del edificio donde funcionaría la escuela por cincuenta años más se inauguró el 28 de junio de 1928.

Los recuerdos de Carlos Escudero señalan una historia que nutre de glorias la vida porteña, una historia escrita por estudiantes que aún guardan pertenencia por la escuela que les dio las herramientas necesarias para poder enfrentar los desafíos de cada época, construyendo desde la educación un lugar digno y cariñoso. Un lugar que a veces se extraña, porque los caminos pedregosos se inclinaron en demasía no permitiendo seguir con los avances necesarios para lograr fortalecer la educación pública laica, gratuita, popular y de calidad que tanto se anhela en el Chile de hoy.

Pero no todo está perdido. La Escuela Blas Cuevas – Allende Padín durante este mes de octubre cumple 150 años, y se mantiene viva y con nuevos bríos, se mantiene con la esperanza intacta, creciente y reluciente, entregando educación desde la precariedad, pero con el apoyo de quienes conocen de su importancia y legado.

Carlos insiste en sus recuerdos, que representan a muchos de los exalumnos, que referencian similares evocaciones, ”cómo olvidar la formación de los días lunes, el grupo scouts, los desfiles del 21 de mayo, la radio donde podías programar canciones en los recreos, la semana aniversario, competencias, presentaciones, la revista aniversario, concursos de poesía y prosa, etcétera. Cuando se incorporaron por primera vez en su historia las mujeres, otra prueba de inclusión avanzada, cómo no recordar a una pequeña compañera, que fue de las primeras que llegó al curso y actualmente es su directora. A mis profesores Lilia Olave y Mario Soto con los que aún tengo contacto y fueron una guia fundamental en mi amor por la escritura y la música respectivamente”.

Esas remembranzas son las que permiten mantener encendida la llama de “La Escuela”, Alfonso García Vega, vicepresidente del banco de Solidaridad Estudiantil de Valparaíso, tiene confianza manifestando que “hoy, cuando se cumplen 150 años de existencia, la Escuela Blas Cueva-Ramón Allende es patrimonio de la ciudad y de la Masonería Chilena, convirtiéndose en un baluarte de la Educación Laica y Gratuita que no puede desaparecer. Se necesita la ayuda de todos para revivirla”.

“Este no es un mapa justo, ni lo será; si bien he extendido mi ciudad sentimental, he callado lugares que me dejan frío o me atraviesan el corazón”. Eso no lo dice ni Blas Cuevas ni Allende Padín, lo dice ciento muchos años después Cristóbal Gaete, escritor y periodista que ha hecho de su vivir por los cerros de Valparaíso su escritura.

No hay secreto. No hay historia. Ciento cincuenta años no se pueden olvidar ni mucho menos enterrar debajo de un cerro: la Escuela Blas Cuevas – Allende Padín está en la cima, allí arriba, es la realidad pura y dura de lo que soñamos.

POR RODRIGO REYES SANGERMANI

Periodista

Hay episodios de la Historia que se callan y de callados se olvidan, por eso me parece oportuno en estas pocas líneas poder despertar el interés por su estudio en mayor profundidad.

“Dígase lo, que se quiera, hai acontecimientos inevitables. Pueden demorarse años, siglos quizá, pero al fin llegan. Más tarde o más temprano se verifican infaliblemente. El político más profundo no logra prevenirlos; el pueblo más poderoso es impotente para sofocarlos. Empléese la fuerza o la astucia, la espada o la léi, nada es capaz de evitar su estallido. Los códigos i los ejérci- tos son inútiles para contenerlos. Las medidas mejor ideadas, las precauciones de una refinada prudencia no tienen contra ellos más poder, que los cálculos de un niño”

Así parte el insigne historiador

Miguel Luis Amunátegui dando cuenta en su libro de 1853 “La conspiración” de un importante hecho de la Historia de nuestro país, que por muchos es conocido apenas por el nombre de pila de los personajes involucrados, pero pocos por los alcances históricos que pudo tener de no haber sido frustrado por un error no forzado de los responsables, que dejaron a merced de las autoridades, el sofocar una revolución que pudo haber marcado el desarrollo de nuestra Independencia por carriles muy distintos a los que ya conocemos.

JOSÉ ANTONIO DE ROJAS era un prominente hombre en el Chile de fines del s. XVIII, podría ser perfectamente uno de los héroes del panteón de los próceres de la Independencia; su hacienda, ubicada 10 leguas al norte de Santiago, reunía con alguna frecuencia a criollos y extranjeros que compartían la buena mesa, el mejor vino de Colchagua y, sobre todo, la amena e ilustrada conversación del anfitrión. De Rojas tenía un trato amable y culto, en su biblioteca contaba con numerosos ejemplares de libros traídos de sus viajes por Europa, sobre todo aquellos que daban cuenta de las nuevas ideas de la Ilustración.

A pesar de ser tan temprana época, entre las firmes paredes de adobe de su lar, se respiraba aires emancipadores tras las noticias de la independencia de los Estados de la unión del norte de América en 1776, y que en estas alejadas tierras del fin del mundo, despertaba en algunos espíritus rebeldes las esperanzas de un nuevo destino para su patria.

A diferencia de la situación que ocurría con las colonias sajonas, las sudamericanas eran sometidas a un régimen restrictivo y opresor. A pesar de ello, el sistema liberal de los ingleses no fue obstáculo para la independencia de esas colonias. El sistema tiránico de los castellanos aún lograba mantener la sumisión en sus establecimientos coloniales por lo que, de acuerdo a los que plantea Amunátegui en el libro citado, la emancipación parecía inevitable. Los gobernadores de turno puestos por el soberano desde la península no hacían sino tratar a los criollos casi como a siervos, como a “seres de una casta degradada”, lo que resultaba indignante para aquellos que con mayor cultura y educación, comprendían que si había cambiado el paradigma en el norte era menester hacerlo también en esta parte del mundo. En algunas de esas reuniones, regadas de buen vino y exquisitos platos, coincidieron con don José Antonio, los franceses Antoine Gramuset, que se había avecindado en el país en 1764, y Antoine Berney, un entusiasta lector de la Enciclopedia, profesor de latín y matemáticas, que llegó a Chile desde las provincias de la Plata en 1776.

La condición del dueño de casa, que contaba con una sólida situación y gran reputación entre la aristocracia colonial, no era la misma que la de los otros dos Antonios que habían tenido una suerte esquiva en la Capitanía General.

Como en los personajes del romanticismo, que en esos años comenzaba a perfilarse como el paradigma de la literatura y el arte, Gramuset y Berney representaban todos los ideales de la libertad, buscando en una empresa heroica, el reconocimiento y quizás hasta la inmortalidad.

ANTONIO GRAMUSET era un aventurero, había probado todos los oficios, recorrido todas las tierras, emprendido todos los negocios; buscó oro, riquezas, poder y prestigio.

Como buen aventurero, era entusiasta de sus proyectos, extremadamente confiado en sus capacidades y no pensaba mucho en los riesgos. Bordeando los 40 y acercándose a la vejez, comprendió que para encontrar la trascendencia que tanto anhelaba, debería emprender un nuevo desafío, quizás el definitivo, el que lo llenaría de gloria.

ANTONIO BERNEY en cambio, era un intelectual: poeta, profesor de literatura y matemáticas; había estudiado latín y en profundidad había conocido las obras de Virgilio; llegó a Chile para emplearse como profesor en un colegio carolino, incluso exploró la posibilidad de ordenarse sacerdote; sin embargo, creía que la relación con Dios debía ser directa, no entendía mucho las formalidades del clero y no compartía las visiones monárquicas de la Iglesia.

Quizás sin darse cuenta, se trataba más bien de un libre pensador, lo que sin duda dificultaría encontrar trabajo en estas comarcas que por entonces no se veía con buenos ojos a los trabajadores con aquellas características personales.

En 1780 Gramuset y Berney, los dos Antonios comenzaron de a poco a urdir en los salones de la hacienda de Rojas un plan que cambiaría definitivamente el destino de Chile, un ardid que haría del país una República independiente, una patria nueva separada absolutamente del paradigma monárquico español abrazando ideas nuevas que dieran una nueva identidad a los habitantes de esta tierra.

Para las colonias españolas del s. XVIII, la conspiración de los Tres Antonios sería la antesala de un movimiento revolucionario inédito, que instalaría en el país una institucionalidad que anticipaba en décadas, incluso en siglos, el derrotero institucional de nuestras Repúblicas independientes, que a pesar de la sangre derramada y de los incompletos procesos independentistas forjados desde la segunda década del s. XIX aún están pendientes.

El documento preparado por los Tres Antonios planteaba la instalación de un régimen republicano, con separación de poderes y democracia liberal; la inmediata abolición de la esclavitud y de la pena de muerte; la desaparición de las jerarquías sociales; una inédita reforma agraria que redistribuiría la tierra, repartiéndola en lotes iguales entre todos los chilenos.

Además, el régimen monárquico sería sustituido por el modelo republicano; el gobierno sería asumido por un cuerpo colegiado, que se trataría del Senado y las elecciones serían a través del voto, según el principio de soberanía popular. Incluso planeaban en su memorando, podrían votar los indígenas.

Luego, se formaría un ejército profesional, se fortificarían las fronteras y costas, no para promover la guerra con los demás países sino sólo para “hacerse respetar”, y se implementaría la libertad de comercio “incluso con los chinos y los negros”, como relata Diego Barros Arana en su “Historia General de Chile”

Aunaron esfuerzos y voluntades. Al principio, Berney estaba inseguro. Las ideas de la revuelta lo entusiasmaban tanto como a Gramuset, pero carecía del espíritu desafiante de su amigo, él en cambio, era más reflexivo y hasta entonces sólo soñaba con la libertad de la literatura.

Cuando José Antonio Rojas respaldó el plan comprometiendo a muchos de sus influyentes amigos, Berney terminó por dar el sí.

Así Rojas llamó uno por uno a sus cercanos y amigos de confianza. Primero al limeño José Manuel Orejuela que comprometió a sus soldados; luego fue el capitán Francisco de Borja Araos, jefe de la guarnición de Valparaíso, el que se sumaba al complot; Agustín Larraín con sus milicias; incluso el mismísimo Mateo de Toro y Zambrano, conde de la Conquista, resentido por los malos tratos recibidos por el gobierno del Reino.

Los distinguidos vecinos, valientes capitanes y nobles ciudadanos que se embarcaban en el plan ilusionaban a los Antonios ya convencidos por anticipado del éxito del movimiento.

Gramuset se imaginaba conquistando la Ciudad de Los Césares en la Patagonia, Berney fantaseaba con poner en práctica los ideales emanados de sus lecturas y Rojas en liderar una revolución que instalaría la segunda democracia liberal de América.

Todos y cada uno tenían sus propios motivos para odiar a los godos, resentir con decisión el gobierno autoritario y abusivo de Carlos III y el de sus sátrapas de Lima o Santiago al mando de las arbitrariedades de la Capitanía General.

Los entusiasmos aumentaban y los nombres y apellidos de distinguidos vecinos se fueron adhiriendo con discreción. La conspiración se iba encendiendo lentamente pero en secreto, nadie sabía quién más estaba en el plan, quiénes abrazaban la causa. Los franceses sentían el apoyo de parte de la nobleza criolla y la certeza del triunfo invadía sus sueños.

Sin embargo, un desgraciado error echó por tierra los planes en un santiamén.

Los historiadores no son definitivos en cómo fue que sucedió. Lo claro es que el no muy reputado abogado Mariano Pérez de Saravia y Borante llevó a las autoridades el plan de los conspiradores.

Quizás Berney extravió el documento al caer de las alforjas del caballo entre la hacienda de Rojas y la capital, o Gramuset que, sintiéndose sobre seguro, compartió el secreto con el inoportuno interlocutor. Si bien, Pérez de Saravia no gozaba de la simpatía del gobernador, la acusación era lo bastante grave para no ser considerada. Para no levantar sospechas ni menos revuelo entre los vecinos, y con el objeto quizás de no anticipar una revuelta, las tropas españolas detuvieron en silencio a los Antonios responsables del complot.

Era el primer día de enero de 1780. A los franceses los enviaron rápidamente a Lima y a Rojas dada su posición social, sólo lo detuvieron unos días para amedrentarlo.

El plan había sido frustrado.

Berney y Gramuset fueron posteriormente enviados a España para ser juzgados, sin embargo su embarcación naufragó en el Atlántico. El primero murió ahogado, y el segundo, luego de ser rescatado, murió poco tiempo después en la península. José Antonio de Rojas siguió con sus tertulias patriotas, aprovechándose de su posición y contactos fue tratado con guante de seda, pero nuevamente fue apresado en 1808 y exiliado a Juan Fernández, pero esa ya es otra historia. Es probable que este sabroso episodio de la Historia de Chile no tenga ningún vínculo posterior con el proceso de Independencia iniciado en 1810 y culminado el 5 de abril de 1818 con el triunfo de los patriotas en Maipú, pero muestra claramente el espíritu emancipador de hombres que movidos por su espíritu libertario, fueron capaces de dar la vida para no seguir siendo sometidos a las arbitrariedades, abusos e injusticias de los poderes que detentan la riqueza, las armas y las verdades excluyentes. Sin duda estos procesos no se terminan nunca, cada día hay un nuevo afán libertador, una utopía, un renovado sueño que cumplir. Hoy en pleno s. XXI será la conquista de una mayor justicia social, de un desarrollo igualitario para nuestros compatriotas, el deseo ferviente de crear conciencias ilustradas que comprendan su rol íntimo y colectivo en el quehacer de un pueblo y el trabajo definitivo para la conquista de un destino.

No serán los Tres Antonios ya casi olvidados en las exiguas páginas de la Historia, serán otros los nombres de pila que como Ud. o como yo debamos conquistar esas nuevas primaveras.

LOS ALBORES

DEL MESTIZAJE

POR ROBERTO RIVERA VICENCIO

Escritor Presidente Sociedad de Escritores de Chile

En este tercer viaje de Francisco Pizarro a la América del Sur tan solo con sesenta hombres, viaje nada más que de exploración, que quede claro, de exploración, lo advertían los socios Almagro y Pizarro, ya que en los anteriores con naves y hombres como para conquistar un imperio habían terminado en el más completo fracaso, así que nadie quería embarcarse, aunque el capitán les ofreciera oro y fama por montones. La conquista de ese reino maravilloso al sur del globo perdía peso sin remedio en el imaginario aventurero peninsular, luego de la experiencia de los que regresaron que contaban nada más que calamidades, vagabundeo por playas y tierras inhóspitas, manglares, humedad y calor insoportable, selvas tropicales infranqueables en horrorosas y altísimas montañas donde la luz no pasa, suelos mojados que no hay donde poner el cuerpo ni para dormir un rato, lluvias torrenciales, ruido de truenos y resplandor de relámpagos, sumado a las picadas de mosquitos y las dolorosas verrugas y pústulas que salen en los párpados y en todo el cuerpo, descalzos, las ropas en harapos, sin agua ni comida, tal vez una centena de hombres que no regresó nunca. Las ganas y voluntarios entonces para la conquista de aquellos reinos maravillosos llegaban a cero, y solo un grupo muy jugado en la vida se animaba a hacerle compañía, fuera del escaso grupo de irreductibles, los diez o trece inclaudicables que resistieron junto al capitán siete meses íntegros escapando de la isla del Gallo a la Gorgona, que tiene las mentas de no ser tierra ni isla, sino el mismo infierno, pero allí cruzaron el mar por no morir a manos de salvajes, en tanto volvía Almagro con ayuda a recogerlos.

Sin embargo, el piloto Bartolomé Ruiz ya antes había interceptado en mar abierto una balsa indiana que se desplazaba a vela en dirección contraria, esta venía cargada con finos y suaves tejidos multicolores, mantas de lana y decenas de chucherías de oro y plata, hermosas conchuelas, señal que más allá alguna civilización con ornamentos y técnicas prolijas y muchos adelantos habría, pero se hacía difícil llegar allí, navegar y navegar rumbo al sur y cada puerto y playa en la que recalaban era un

desengaño, vegetación arisca, manglares, salvajes, agresivos. En la ocasión, la mayoría de los tripulantes escapó a nado. Del resto, Ruiz tomó tres jóvenes prisioneros de los que hizo los primeros intérpretes y traductores. Gracias entonces a este experimentado piloto, hombre de Pizarro a toda prueba, este logró alcanzar en este tercer viaje los puertos y playas donde se cruzaron con los primeros indianos con entendederas y saber por estos muchachos lo que decían, y como no fueran esta vez atacados por los peninsulares, antes recibieran muestras de amistad y regalos, los indianos abrieron los brazos para agasajarlos y atender sus necesidades.

Salían a encontrarlos a la nave en balsas con provisiones, frutas, tortillas de maíz, pescados y carnes preparadas de aquellas “ovejas” de cuello largo, los gobernantes les ofrecían grandes banquetes acompañados con chichas. Ni qué decir con lo que se encuentran más al sur en Tumbes, Pizarro no puede creer lo que cuenta Alonso de Molina a quien ordenó saltar a tierra e ir a investigar lo que era eso, una ciudad de piedra, como Castilla pero ordenada y limpia, cuenta este, de grandes bloques de piedras, con acequias de piedra bien encauzadas, y enormes y hermosos campos verdes regados con acequias, ovejas, muchas ovejas de esas de aquí. Pizarro no cree tanta maravilla y envía a Pedro de Candia que lo certifique, el cual regresa y su versión es de mayor asombro aún, templos de piedra con revestimientos de oro, con bellas mujeres tejedoras, la tripulación presta oídos, y gente tan dispuesta y atenta, y un orejón que quiere visitar esta casa misteriosa le dice, y lo hacen subir a la nave y los sorprende por su perspicacia e inteligencia, todo lo quiere saber, cómo flota esta casa y por qué no se vuelca y cómo se conduce. Parece un ingeniero. Es un inca.

Pizarro percibe demasiado entusiasmo en su tripulación y decide seguir al sur mejor con un muchacho prestado por los caciques para que los guíe, así llegan al puerto de Payta y navegando más allá al de Tangarara y después a punta Aguja y Santa Cruz, puerto que así queda bautizado y de adonde los salen a encontrar en balsas con muchas provisiones, rogando a los españoles que bajen, que la señora cacique del lugar “La Capullana” quisiera atenderlos, pero el capitán deja bajar solo a Alonso de Molina con la misión de traer leña al navío que está faltando, y cuando este viene de regreso se desata un oleaje que

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