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Diana Loi, psicóloga. No sabemos vivir

La pandemia ha puesto jaque a la humanidad, no obstante Einstein ve en la crisis una bendición; permite transformarnos. Igual emergen ciertas falencias que parecen indicar que no hemos aprendido a convivir con la adversidad, ni a trascenderla. No sabemos fluir, nos cuesta evolucionar.

POR JORGE CALVO ROJAS

Escritor

Diana LOI; por la rama paterna, su familia de origen hebreo, proviene de un pueblito en los Cárpatos, y por el lado materno, también hebreo, proviene de Irán. Ambas sufrieron persecución y exterminio. Diana nació en Santiago de Chile y la memoria de lo ocurrido a sus abuelos en el holocausto la ha acompañado a lo largo de la vida. Dueña de una urgente curiosidad e impulsada por un espíritu inquieto, sus búsquedas y exploraciones oscilan desde el conocimiento profundo de lo mítico a la incesante observación de circunstancias y seres; ha viajado por el mundo, visitando lugares tan disímiles como los pantanos de Florida, las alturas andinas del Perú y la milenaria ciudad de Jerusalén donde residió casi cuatro años. Graduada con honores en Psicología por la Pontificia Universidad Católica, sin pérdida de tiempo se considera en la línea de la psicología profunda y humanista, aprendiz de diversas disciplinas orientales y discípula de diversos terapeutas, habitante de la casa de Urano. En las actuales circunstancias ejerce vía zoom desde el sur de Chile, siempre fiel a su voluntad de contribuir a la transformación de la conciencia…

Buenas tardes, luego de dos años al parecer vamos saliendo de la pandemia, desde el punto de vista de la salud mental, ¿cómo describiría el panorama en el país antes de la aparición del COVID 19?

Hace rato que el mundo no es el mismo. Apocalipsis y apagones virtuales se venían anunciando y amenazando ya desde el cambio de milenio, con el famoso pánico a la llegada del 2000. Desde entonces -junto con la instalada era new age que empezó a permitir un lenguaje más espiritual si se quiere decir- se habla de profecías y un sinfín de anuncios distópicos en boca de embajadores de todas las áreas, incluidos desastres naturales y ecológicos. Por lo tanto, hace un rato ya que estamos, como se dice en Chile, “como loro arriba del alambre”, es decir, ansiosos.

La estabilidad que proveía el aburrimiento, el ocio y la ignorancia de lo que ocurría más allá de la casa del vecino, dio paso abruptamente a una omnisciencia producto del nacimiento de internet y seguido de la invasión de las redes sociales, dejándonos sin espa-

cios en blanco, en silencio y sin cabida a un mundo interior que, lejos de no poder seguir imaginando, interpretando e incluso inventando mundos, se está quedando cada vez sin más aire ni espacio para poder existir. Y de eso depende la humanidad y el planeta, justamente del mundo interior, eso siempre ha sido y será el magma que genera vida, la transforma y la destruye para poder renovar suelo fértil y seguir adelante con la evolución (física y psicológica).

Basta con eso para observar que venimos de un estrujamiento y reducción global de aquello que más necesitamos para ser humanos; nuestra invisible vida interior.

Como cualquier energía viva, los seres humanos también respondemos a los patrones de contracción y expansión, por lo cual era de esperarse que, tras dos décadas de perder la intimidad y la reclusión natural, íbamos a explotar. Y lo hicimos.

El patriarcado siempre ha intentando dar soluciones mecánicas y autistas a los supuestos problemas que percibe muy distorsionadamente en la humanidad, sigue ofreciendo solo cárcel tras cárcel, prisiones complejas y nauseabundas que solo contribuyen a la obediencia, al status quo y a la represión. Pero lejos de resolver, acentúan la alienación en curso, generando no solo desesperanza aprendida, sufrimiento y patologías, sino una sociedad que está al borde de la muerte por apatía.

Como la vida, por suerte, no es controlable, tiene y siempre tendrá sus mecanismos naturales y orgánicos de sacudida y regeneración, colaboremos o no. Y así comenzaron las contracciones de parto en casi todas partes del mundo, bajo la forma de estallidos sociales organizados casi sincrónicamente, todos alegando lo mismo en diferentes tonos e idiomas: no podemos más con esta esclavitud alienante, necesitamos recuperar nuestra libertad. Y dignidad.

Lo que nadie se esperaba fue un parto de envergadura histórica y global, todo en un acto casi psicomágico y surrealista. La pandemia nos hizo sentir como si estuvieran lloviendo ranas del cielo: algo imposible de pensar, imaginar y menos prever.

En cosa de meses (para algunos, días) el mundo se paralizó y con ello todo lo que nos acostumbramos a hacer en forma mecánica y automática, o como se dice en psicología inconsciente y a veces compulsiva. Todo paró y todo exigió una revisión minuciosa, literalmente, de nuestra forma de vivir, tanto la vida

privada como la pública. No quedó absolutamente nada libre de escrutinio, ni siquiera las conductas clandestinas que ya no tenían vías para moverse lejos de los ojos de los demás.

Y si ya veníamos drogados, alcoholizados, deprimidos, ansiosos, alienados y despersonalizados, la pandemia dejó en claro que no podríamos seguir escapando de nuestra realidad. Tuvimos que enfrentarnos por fuera y por dentro en cosa de meses. Trabajo que muchos no habían hecho nunca en su vida. Resultado de esto fue el brote de una nueva pandemia; la psicológica, que a su paso arrasó con mente, cuerpo y corazón.

Ya ocupábamos los primeros lugares de varios rankings en salud mental, como ser el país con mayor alcoholismo per cápita de Sudamérica y uno de los más prevalentes en patologías psiquiátricas del mundo. Eso ya era un hecho, pero se tapaba entre happy hours, pastillas, trabajo y relaciones tóxicas que ponían el drama como ruido ambiental, entre toda una gama de mecanismos defensivos destinados a decir: aquí no está pasando nada.

Pero al recibir el mandato mundial de encerrarnos en nuestro metro cuadrado, es como si todo ese espacio se hubiese convertido en un gran espejo y para algunos hasta en un ring. Con toda la energía y patología encerrada entre cuatro paredes y muchas veces conviviendo con seres a quienes no conocíamos, no nos caían bien o de quienes nos ocultábamos, las casas se empezaron a convertir en el caldero del diablo del cual salían bombas con esquirlas por cualquier situación cotidiana. Para otros se hizo evidente la soledad y el aislamiento, llevando a personas al límite de la depresión, la desorientación y el miedo. La pandemia nos llevó al límite personal y colectivo. Efectivamente, una especie de apocalipsis.

El fenómeno psicológico que define esta sensación de encontrarse en una pesadilla o una realidad paralela que tendrá que acabar en algún momento se llama “desrealización”, y es un fenómeno muy impactante para la psique humana, porque es sentir la alfombra descorriéndose no solo debajo de los pies, sino mostrándonos que no controlamos nada, ni siquiera a nosotros mismos.

He ahí que la sociedad entró en un estado de shock y por primera vez sintió lo que hemos leído en crónicas de guerra o crisis: que la vida es frágil y que nosotros somos vulnerables, y no hay poder humano que pueda protegernos de ello. Y que la realidad pesa por sí misma y existe por sí misma, independiente de las racionalizaciones e inventos que hagamos de ella. Y eso es traumático para cualquiera. Desde ahí el planeta colapsó con cada una de sus instituciones y el ser humano no sabe dónde encontrar refugio ni respuestas, porque hasta la espiritualidad nos encargamos de matar como

dice Nietzche en su famosa frase: “Dios ha muerto y el hombre lo ha matado”. Ergo nos quedamos sin ayuda y con un sistema colapsado incapaz de dar respuestas, mientras se hunde como el Titanic con violinistas hablándonos de la nueva normalidad.

La plaga del coronavirus se propagó por el planeta y muy pronto las noticias mostraron en pantalla imágenes desoladoras de ciudades desiertas, muertos apilados y un manto de pánico cubrió el planeta: La OMS y los gobiernos tomaron medidas y suspendieron todo tipo de actividades: nos encerraron. Aparecieron otros problemas acaso más graves desde el punto de vista de la salud mental.

La pandemia lo que hizo fue ponernos en evidencia. No inventó nada, solo mostró a la fuerza lo que social y personalmente hemos estado escondiendo, la mayoría de las veces en inconsciencia absoluta. Matrimonios convertidos en campos de batalla, relaciones tóxicas de todo tipo, distancias irreparables entre padres e hijos, sistemas escolares no dando abasto y la burocracia entera enfrentando el mismo ataque de pánico que todos los demás.

Cuando el colectivo mundial pierde los estribos y los que supuestamente lideran y protegen no hacen más que mostrar la desorganización ya no ocultable, lo que se genera en la psique humana es muy potente, muy arcaico; emerge como un volcán en erupción una irrefrenable vivencia de inseguridad (primer escalón en la pirámide de Maslow), lo cual dinamita en cosa de minutos las estructuras de personalidad y las bases de identidad que en nuestros tiempos no son muy sólidas y reaccionan con mucha efervescencia frente a gatillantes absurdos. En otras palabras, el ser humano está viviendo una pérdida de conducción y tiene la percepción de que su vida y la del planeta está fuera de control.

Es bastante impresionante pensar que todo esto puede ser motivo de algo tan simple, tan básico y tan absoluto como la imposibilidad de salir a la calle y seguir nuestras rutinas de contacto y evasión con y a través del resto de los seres humanos. Y como si fuera poco quitarnos esa pseudo seguridad del exterior, el mismo bicho (invisible) se encarga de encerrarnos, algunos con quienes menos quieren estar, a otros consigo mismos y a algunos con quienes ni siquiera conocían realmente.

Resultado de este confinamiento real e irrenunciable (excepto para los suicidas indirectos) se armó a lo largo del planeta el escenario perfecto para el derrumbe de una gran porción del ego, personal y colectivo. En jerga espiritual se le llama ampliamente “la muerte del ego”. Y como dice el dicho, no duele hasta que duele. O no pasa hasta que pasa. Y nos pasó y nos dolió. Mucho.

Ya no podíamos ser los reyes o reinas del gimnasio, el niño popular en el colegio, la empresaria exitosa con el look siempre al día o el ejecutivo que nunca pisó el suelo. Ya no estaba la cafetería con las sonrisas y adulaciones de siempre, los mall dejaron de proveer panorama para los fines de semana, se acabó el cine como comodín frente al aburrimiento y la pantalla comenzó a ser la ventana desde la cual nos mirábamos todos con perplejidad y con un llamado de auxilio, audible o silencioso.

Con el correr de los meses, las molestias, frustraciones, privaciones e incomodidades pasaron a las ligas mayores; las patologías. La reclusión tiene como consecuencia el desmantelamiento del ego (o falsa personalidad), porque solo sabe operar en referencia y comparación externa.

Al estar encerrados en una monotonía, empezaron a surgir síntomas como erupciones de realidad interna, sin nada que lo pueda frenar o desviar. Las rabias, los miedos, la confusión, la ansiedad, los vacíos internos y las heridas biográficas empezaron a brotar como la viruela misma; una pandemia mundial. Ya no solo estamos preocupados por contagiarnos, pasar peligro o morir físicamente. Ahora estamos enfrentando un colapso de la estructura humana que nos muestra la precariedad psicológica en la que hemos vivido. Nos duele el cuerpo, la mente y el corazón. Nos duelen las relaciones o la falta de ellas. Nos asusta la falta de mapa y brújula, una quilla interior que nos sostenga con firmeza y nos indique cómo capear las tormentas y las crisis que nunca nos mostraron y nos enseñaron a maquillar u ocultar. No sabemos estar en crisis ni mucho menos trascender una. No sabemos transformarnos, fluir, evolucionar. No sabemos vivir.

No es que la pandemia trajo depresiones, alcoholismo o brotes de ansiedad. La pandemia despejó el andamiaje construido por un sistema que no quiere ni le interesa lo humano y no ha tenido interés en cultivar y nutrir lo único que nos puede salvar: nuestro mundo interior. La pandemia -tal vez en décadas por venir nos daremos cuenta- nos hizo un favor: mostrarnos nuestra realidad, a hueso expuesto. Y el dolor no va a hacer que nada pare. La consciencia, sí. Las patologías no han aumentado, se han expuesto, se han hecho evidentes y por primera vez no hay alfombra para taparlas. Salieron como fantasmas a plena luz del día. Ya no hay negación posible, porque no hay nada que se pueda hacer, cortesía pandemia, el mundo paró. Ahora nos enfrentamos por primera vez en forma colectiva y global a la pregunta que ha preocupado a tan pocos a lo largo de la historia: quién es el ser humano y qué es la vida.

¿Podría referirse al impacto y consecuencias -positivas y negativas- que el encierro ha traído a gente acostumbrada a salir de su casa día a día para trabajar en una oficina?

El planeta pedía hace un tiempo el cambio del sistema capitalista y neoliberalista que partió como el mapa hacia la tierra prometida y terminó como la peor cárcel de nuestros tiempos. Lo que al principio parecía la oportunidad de igualdad para algunos y el trampolín directo hacia el éxito para otros, terminó con una esclavitud a la deuda y la ansiedad de siempre estar al debe para unos y en un vacío materialista, consumista, adictivo y superficial para otros.

Nos estábamos acercando a la locura invisible de la normalidad. Era normal que todos sufriésemos todas las formas de alienación, monotonía, tedio, yugo, desesperanza y apatía que el sistema pudiese ofrecer, a través del método más peligroso de todos; el que la psicología llama refuerzo intermitente, mecanismo que subyace a toda adicción: la eterna promesa de felicidad en un camino de sufrimiento interminable con migajas de pseudo satisfacción y logros parciales que solo alimentan al sistema, a nadie más.

La pandemia terminó en cosa de un instante con esto de tener que alimentar la rueda a costa de la vida misma. Vivir para trabajar dejó de ser la prioridad. La era del Homo Laborum terminó. La pobreza se hizo evidente y dejó de ser teórica; había miles de personas que no tenían para comer en cuestión de días. Todos los eslabones de la carrera académico laboral, con todas sus promesas a crédito cerraron y se sepultaron, sin previo aviso y sin aviso de término. Todo aquello a lo que hacíamos caso: estadísticas, fórmulas, caminos para llegar a tener la ansiada estabilidad y seguridad, se deshicieron, dejando al planeta sin respuestas.

La imposibilidad de seguir en velocidad crucero terminó con la humanidad en piyamas esperando su turno en el computador y enfrentando su verdadera realidad: el trabajo no me asegura la vida.

Este choque a mil kilómetros por hora nos frenó a todos y nos obligó a vivir y percibir solo el presente, no el famoso proyecto de vida, que dicho sea de paso rara vez se cumple, dejándonos frente a la pregunta esencial: quién soy y cuál es mi valor en el mundo, qué quiero y qué es lo que realmente tengo para ofrecer. Ahora estoy yo y solo yo, y me tengo que hacer cargo de mi peso propio en el planeta y por primera vez reconocer, valorar y legitimar lo que necesito para vivir y lo que estoy dispuesto o realmente deseo dar.

Y el impacto sobre la familia, en especial para los niños?

Siempre he visto que el sistema considera a los niños como propiedad e inversión de los padres, del colegio, del gobierno y las universidades. Los niños son el producto del futuro a quienes tenemos que entrenar para obtener la fórmula del éxito que tan desesperadamente queremos y no hemos podido alcanzar. Los niños tienen que rendir. De la mano de la temprana institucionalización, les pedimos que en la casa se porten bien y muestren signos de adultez incluso más que los padres. En psicología familiar esto recibe el nombre de roles invertidos; toda la inmadurez de los adultos la tienen que compensar los niños, que son implícita o explícitamente obligados a tranquilizar, contener y dar seguridad a los padres.

Niños adultificados y sobre adaptados tienen que aprender a enrolarse en la disciplina a costa de no conocerse a ellos mismos y no comprender la

vida. Se les exige una moral exógena que los obliga a conductas de imitación y repetición para evitar el castigo y recibir el premio, mientras se van dando cada vez más cuenta de que se están quedando sin verdaderos referentes para vivir la vida y su vacío interno crece a un ritmo exponencial.

Frente a este miedo, enojo y confusión, aparecen los especialistas rápidamente a apagar el incendio, patologizándolos si se arrancan de la norma. He ahí que nacen los diagnósticos muchas veces erróneos de oposicionistas, desafiantes, indisciplinados, flojos, ignorantes, irresponsables, irrespetuosos, insolentes, indolentes y en el mejor de los casos víctimas de un misterioso déficit atencional o dislexia a ser urgentemente corregida. ¿Qué hizo la pandemia? Nada menos que descarrilar el entrenamiento en curso y dejar a niños, padres y al sistema escolar sin nada con que evaluarlos y con los padres en la casa improvisando su rol de profesores.

Sin la compulsiva disciplina los niños y jóvenes inevitablemente se abrieron a la crisis y empezaron a mostrar todos los síntomas de cansancio, alienación, depresión, ansiedad, fatiga mental, conflictos sociales que no sostuvieron la distancia, síndromes de abstinencia por las mismas adicciones fomentadas por los adultos (a ser el mejor, por ejemplo) e incluso conductas autodestructivas e ideaciones suicidas. El mundo infanto juvenil se nos vino encima como una avalancha.

Los niños no solo están asustados con la pandemia; están enojados con la realidad que se les ha estado ocultando dentro y fuera de las casas, muchas de las cuales se les hicieron infernales debido a la creciente violencia intrafamiliar explotando como otro síntoma de la pandemia. Otros no quieren volver a las clases presenciales que los esperan con mascarillas, peceras de vidrio, instrucciones en el suelo y las paredes y prohibiciones de contacto marcadas con x en los espacios que antes habitaban como propios. Tampoco quieren volver a los uniformes, al bullying, a las pretensiones y las exigencias de popularidad. Parece que están dispuestos a quedarse en las casas con tal de sentirse un poco más seguros o libres. Y los padres se preguntan con la cabeza a dos manos por qué no tienen ganas de volver a “encontrarse con sus amigos y profesores” intentando sepultarlos

de nuevo en la negación de la nueva normalidad, pero esta vez la pandemia los apoya, y los jóvenes entienden que si sus padres no pueden, es de esperar que ellos tampoco. Bienvenidos a la era de la autenticidad en la que estamos frente al desafío de conocer y entender la infancia quizás por primera vez, y de paso intentar sanar la propia para dejar de proyectar en las nuevas generaciones las heridas del pasado, perpetuando lo que en psicología se llama “compulsión a la repetición” y en oriente ha sido largamente llamado “karma”.

Con un 90% de la población vacunada, se intenta regresar a una actividad normal. Sin embargo, la gente luce agotada, ¿podría usted referirse a la importancia del descanso? ¿Existen algunos consejos que permitan descomprimir las tensiones físicas y espirituales?

Hay que partir con que el descanso no tiene que ser solo físico, tiene que ser también mental y sobre todo emocional. Vacaciones no son sinónimo siempre de descanso. La pandemia no solo nos frenó, sino que nos hizo virar hacia un nuevo paradigma, una nueva era. Y si pudiésemos partir con una piedra angular, podríamos afirmar que la pandemia es algo físico (un virus) que nos enseñó a poner la atención en el cuerpo y todo el entorno real que nos rodea; somos parte de un planeta terrenal, y las ideas ya se estaban desbandando y convirtiendo en el imperio de turno con la racionalización de la existencia como su principal tirano.

Aprendimos con el tiempo que pienso luego existo, frente a lo cual lo más eficiente pareció ser tirar el cuerpo y sus emociones por la borda. El problema es que la repercusión de esta disociación, como se le llama en psicología cuando uno empieza a vivir separado por partes, es que se empieza a vivir en una especie de realidad paralela creada por la mente. En otras palabras, perdimos el cable a tierra (especialmente el sentido común) y las consecuencias nos explotaron en la cara cuando la pandemia sacó el enchufe de la corriente y nos dejó en el apagón de nuestras vidas reales, versus -como dice la psicología- nuestras vidas idealizadas.

Y cuando uno se enfrenta al cuerpo después de un tiempo de tenerlo anestesiado, las quejas acumuladas son varias. Lo mismo ocurre con las emociones. La medicina oriental, que data de mucha antigüedad, enseña que cada emoción se aloja en algún órgano o sistema en el cuerpo quedando de alguna forma enquistada. Luego, el psicólogo alemán Wilchem Reich le llamaría corazas musculares y últimamente Eckhart Tolle le denominaría el cuerpo del dolor.

Para nosotros significa que desde que llegó la pandemia nos sumergimos en picada al plano terrenal, con restricciones terrenales, experiencias terrenales y convivencia terrenal.

Y casi como un fenómeno de estudio, resultó que

uno de los síntomas más prevalentes durante toda la pandemia hasta ahora, ha sido el cansancio. Muchas personas relatan sentirse muy cansadas, algunas hasta fatigadas y otras incrédulas se cuestionan el por qué, si gracias a las cuarentenas apenas nos movemos. Eso puso en evidencia que el cansancio principal no era el del cuerpo, sino el de la mente y el del corazón. Todas nuestras emociones acumuladas y reprimidas han estado pudiendo emerger, a través del cuerpo, en diversas expresiones porque ya no hay distracciones externas para taparlas.

La cosa se complica porque no hemos sido educados para percibir y entender las emociones, con suerte solo un poco de biología corporal. Eso significa que somos un poco analfabetas emocionales o alexitímicos como se dice en salud mental, lo cual significa que tenemos dificultades para percibir, reconocer, diferenciar y traducir nuestras emociones.

Y nos pasa a todos, porque más allá de la falta de educación, el sistema entero está diseñado para justamente prescindir de las emociones y que nada interfiera con la eficiencia y la productividad.

La pandemia puso a la salud como tema prioritario a nivel mundial. No solo puso en jaque la vida de las personas, sino que nos hizo preguntarnos cuán sana es nuestra vida, en general. Y quizás este descanso obligatorio, como guardar reposo a la fuerza cuando se encuentra uno enfermo, nos hace darnos cuenta de lo cansados que en realidad estamos y lo rápido que iba ese tren que frenó a la fuerza. Y mientras el planeta nos mostraba en imágenes cómo la naturaleza volvía a ocupar su espacio, casi invadiéndolo, como lo fue ver delfines en los canales de Venecia por ejemplo, nos cuestionamos cuánto nos habíamos alejado de lo orgánico, lo natural. De pronto tomar aire fresco o estar bajo el sol se convirtió en un lujo.

Y quizás el giro más dramático ha sido la atención que hemos tenido que poner en nuestro mundo interior. Justamente escuchar esas emociones, darles cabida, observar las desconexiones varias, las conductas forzadas, las relaciones tóxicas, los trabajos tediosos, la crianza estresada, y todo el universo de desilusión y desesperanza, con sus miedos y fantasmas que nos han desgastado en plena negación.

El descanso que se recomienda es un descanso activo, nutritivo, atento, consciente, no simplemente echarse a dormir en una tumbona al sol. Descansar significa equilibrarse, desintoxicarse, poner límites, abrir espacios, hacer silencio, darnos tiempo y poner los pies bien sobre la tierra, ojalá sin zapatos, y empezar a vivir desde el cuerpo cuerpo, no desde el representante legal que pusimos en su lugar. Es sentir más que decir, es expresar más que hacer, es vivir más que pensar. Descanso es parar la rueda, desconectarse un rato del avasallamiento de los medios masivos de comunicación y sintonizar con el ritmo propio, el volumen propio, la tonalidad, los colores, aquello que me hace ser yo, libre, auténtico. Solo siendo en forma orgánica es que realmente puede mi cuerpo descansar, en un relajo espontáneo en vez de estar musculando cada minuto desde el control mental. Descansar es surfear las mareas emocionales y navegar en ellas hasta encontrar ese alivio y descanso que solo se produce después de una buena catarsis o expresión auténtica emocional.

El descanso hay que aprenderlo, como todo arte o disciplina y el mapa lo lleva uno impreso en el cuerpo, siendo las emociones el lenguaje que este usa para comunicarse con lo que necesitamos para realizarnos como seres humanos.

Esta pandemia, sin duda ha sido un tsunami que arrasó el planeta y muchas actividades cambiarán en el futuro. ¿Podría usted referirse a lo que se visualiza en el horizonte y cómo esto afectará la forma de vida de las personas en el futuro inmediato?

Si respondo de atrás hacia delante, diría lo siguiente; los seres humanos siempre hemos estado expuestos al peligro, al sufrimiento y a la muerte. Solo han ido cambiando los escenarios. Si no era la guerra mundial era la guerra fría, si no era el SIDA era el cáncer, si no es la radiación es el cambio climático. Pero siempre

en el inconsciente colectivo y en el consciente actual está presente la experiencia de estar en peligro. La pandemia es solo la nueva forma de peligro actualizada para los tiempos modernos, lo que en astrología llaman La era de Acuario, por ejemplo. Es parte de la evolución. Y en ningún período de la historia ha habido una normalidad que dure mucho tiempo, por lo que el denominador común es el cambio.

Lo importante, desde una mirada más vanguardista, es preguntarnos por el significado que vemos en el invasor de turno, como lo explicaría la psicología de la Gestalt. No centrarnos solo en el problema con un foco pragmático, sino subir un peldaño evolutivo y preguntarnos por el significado simbólico de la situación, como enseña la psicología Jungiana. Fue el mismo Carl Gustav Jung, padre de la psicología profunda, quien explicó que el destino del planeta yace en que suficientes individuos alcancen una masa crítica en el cambio de nivel de conciencia planetario. Este es uno de esos saltos.

No es tan relevante la mutación del virus como lo es el comprender lo que un virus nos hace hacer, la dirección que nos lleva a tomar. En nuestro caso, las direcciones de cambio son varias, pero todas apuntan a un mismo gran derrumbe: el del sistema que nos llevó al límite de la deshumanización. Quién sabe si hubiésemos sobrevivido de no llegar esta pandemia, esa es una pregunta interesante.

La revista The Economist, muy conocida y prestigiosa en todo el mundo, hizo una predicción de los cambios que veía en el nuevo planeta post pandemia. Entre ellos menciona que el trabajo a distancia llegó para quedarse, lo cual permite automáticamente la descentralización de las ciudades y las oportunidades de mejorar la calidad de vida. Esto sumado al cierre permanente de oficinas de trabajo, viajes laborales, convenciones y todo el entramado del laberinto laboral. Menciona también cambios a nivel educacional, entre ellos la elección de modalidad para estudiar (si virtual o presencial), la no necesidad de grados académicos tan sofisticados para puestos cada vez más flexibles y una tecnología cada vez más creciente que va a generar una tasa no menor de desempleo que vamos a tener que resignificar. Y digo resignificar, porque como enseña la psicología, los problemas, más que solucionarlos o eliminarlos, tenemos que aprender a percibir su significado y dirección en nuestras vidas, así como se ha hablado del síntoma como maestro, por ejemplo.

En otras palabras, estamos entrando de golpe y cuajo a la era de la autenticidad. Y como enseña Eric Fromm en el aprendizaje de la libertad, el ser humano no sabe mucho qué hacer con su esencia, por eso se llena la vida con cosas para el ego. La pandemia nos trajo autenticidad, realidad, lo ineludible. El desafío que tenemos por delante es cómo vamos a responder a esa autenticidad y libertad con responsabilidad. Y no como la forma en que nuestros abuelos se referían al concepto. Es un compromiso con el alma y su camino, es responder a la verdad. Implica muchos pasos por dar, como soltar la mentira o armarse de coraje, pero es totalmente realizable y es lo que se nos está pidiendo como humanidad. Si hay algo en lo que estamos de acuerdo por primera vez el planeta completo, es que con la pandemia, el futuro llegó. Y la responsabilidad del futuro es la responsabilidad afectiva, con uno mismo y con los demás.

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