Satoshi Kitamura Un buen día, una de mis primas me pidió que le dibujara un libro cómic. Ella tenía sólo diez años y yo diecinueve. Le dije que sí, que estaba bien, y al día siguiente tomé un pequeño libro de dibujo y comencé la primera página: esbocé una primera ilustración con unas cuantas líneas debajo. No se veía realmente como cómic, sino como un libro álbum. Continué, sin tener una historia concreta en mente, improvisando mientras dibujaba. El libro al terminar contaba con 20 páginas, de las cuales realicé una fotocopia y se la entregué a mi prima. Más tarde, decidí visitar algunas editoriales y enseñarles mi libro. Algunos pensaron que era una idea interesante, pero obviamente no era lo suficientemente bueno para publicarse. En ese momento comencé a trabajar en publicidad y para algunas revistas como un ilustrador independiente; tenía que debía dibujar lo que el cliente quería y, mientras más trabajo me daban, más ocupado me volvía, por lo que los libros ilustrados quedaron olvidados de momento. Pero yo sabía que lo que realmente quería hacer era ilustrar libros álbum. Cuando cumplí 23 años, salí de Japón para ir a Inglaterra. Estuve aprendiendo inglés, por el que siempre tuve interés, a pesar de que nunca fui particularmente bueno para los estudios: trataba de leer libros en inglés o iba a clases en las tardes. Pero lo que realmente necesitaba era ir a un lugar donde todo el mundo hablase inglés para aprenderlo de una vez por todas. Mientras tanto, mi trabajo consumía todo mi tiempo: no había tomado ni un día libre en un año y solía quedarme despierto toda la noche terminando las ilustraciones. Necesitaba un descanso. Aunque fuera una vez, deseaba salir de mis propias fronteras; por suerte, había ahorrado lo suficiente y tomé la decisión de irme a un viaje al extranjero. Estados Unidos pudo ser mi primera opción, pero por alguna razón terminé escogiendo al Reino Unido. Pensé que de no gustarme allá, siempre podía ir a los Estados Unidos o a Europa. Pero Londres me gustó y terminé quedándome allí los siguientes 30 meses. Durante mi estancia en Londres, se me ocurrió tomar la maestría en “arte”, por lo que me inscribí en una escuela de artes plásticas, pero ése no era mi lugar: me sentía extraño entre tantos artistas, aunque quizá la verdadera causa de mi incomodidad es que jamás me sentí a gusto en un lugar de academia. Ciertamente estaba interesado en la pintura, la imprenta y la escultura, sin embargo no sabía cómo lograr una carrera exitosa con eso. Un día, estaba yo acostado en mi minúsculo apartamento sintiéndome particularmente aburrido. Realmente el aburrimiento puede llegar a ser la madre de todas las invenciones: me sentí tan fastidiado que no quería hacer nada, ni siquiera ir a dar un paseo, o ver a un amigo, hasta ir a una galería me sonaba fatal. Me devané los sesos buscando algo que me motivara y ¡listo! ¡allí estaba!, de pronto me encontré inventando una historia. Era un cuento tonto, sin mucho sentido, en el que el Espíritu de la Navidad iba a pescar regalos en el río celestial (la Vía Láctea). En cuanto la historia tomó forma salté de mi cama, me senté en la mesilla y comencé a escribirla y,
después, a crear las ilustraciones. El producto final fue un pequeño libro artesanal, hecho a mano. Al terminar ése comencé otro (esta vez sobre un niño que intentaba romper un huevo de pulpo duro como la roca). Encontré que era absolutamente divertido crear algo de la nada; todo lo que necesitaba era papel, lápices, pinceles y pintura. Para mí mismo, pensé que algunas de las historias no estaba nada mal, por lo que decidí enviarlas a algunos editores de libros, pero no sabía nada del mercado editorial en Inglaterra. Así que fui a una librería y miré los libros álbum que allí vendían: en cuanto encontraba uno que me llamaba la atención, copiaba el nombre y la dirección del editor que aparecía en la contraportada. En poco tiempo, había conseguido diez direcciones de editoriales. Lo siguiente fue colocar una de las historias en una sola pieza de papel: arreglé el texto y las imágenes para que luciera como un póster, de tamaño A4 y saqué fotocopias para enviarlas a las editoriales. La finalidad de hacerlo de esta manera fue que siempre pensé que quienquiera que lo recibiese, podría de esta manera evaluar la historia y las ilustraciones de manera inmediata: él o ella podrían decidir si les gustaba o no al momento. Esto fue algo que aprendí en el mundo de la publicidad: una buena presentación debía ser corta y concisa, debía apelar a su público rápidamente. No puse más que un póster en cada sobre. Al parecer, funcionó. Recibí respuestas de todas las editoriales a los que había mandado la muestra. Incluso algunos a los que no les interesó lo que envié me contestaron agradeciéndome por mostrarles mi trabajo (los ingleses de aquella época eran sumamente educados). Los demás me invitaron a pasar por sus oficinas, por lo que realicé rondas de las casas editoriales con mi portafolio. Una de ellas tomó mi trabajo bastante en serio, presentándolo en un comité editorial (a pesar de que fue eventualmente rechazado) y en otra me volví amigo de uno de los editores, por lo que tomé la costumbre de pasar por su oficina cada vez que me encontraba cerca. En general, la respuesta de las editoriales fue muy positiva, pero casi siempre me decían que era muy difícil publicar libros de nuevos artistas debido a la situación económica. El mundo de las publicaciones también estaba en un punto bajo y se consideraba riesgoso sacar al mercado un libro de un autor desconocido. Después de un tiempo, sentí que no llegaba a ninguna parte con mis esfuerzos, por lo que era momento de regresar a casa. Estaba corto de fondos, así que me decidí a vender algunas de mis ilustraciones: fui a una pequeña galería que se especializaba en arte gráfico en el centro de Londres con mi portafolio esperando vender uno que otro dibujo, pero al ver mi trabajo el dueño me invitó a un show que tenían allí. Pensé que sería una buena idea por lo menos tener un show para mostrar lo que había hecho antes de regresar a Japón. Después de unos meses se dio lugar el evento en la galería. Invité a todas las personas que conocía en Londres, incluyendo algunos amigos y editores para una
muestra privada. Uno de ellos era Klaus Flugge de la Andersen Press, a quien había conocido hace poco tiempo; durante el show me dio un sobre marrón y me indicó que debía leerlo después. Cuando llegué a casa esa noche abrí el sobre y me puse a leer el texto que en él había. Se llamaba “Angry Arthur” (“Fernando Furioso”, 1983), escrito por Hiawyn Oram. La historia era única y sumamente original, por lo que quedé inmediatamente enamorado. Fue una coincidencia extraña, puesto que algún tiempo atrás había tratado de escribir un cuento titulado “Ernest in a Bad Mood” (Ernesto de Malhumor) que trataba sobre un niño que no podía parar de estar de malhumor. Sin embargo, nunca llegué muy lejos con ella: no era una mala idea, pero tampoco podía contarla de manera convincente. Y en ése momento, Klaus me dio “Angry Arthur”. Ésta era la historia que yo quería escribir, pero lograda de una manera tan brillante, que yo sabía que estaba fuera de mis propias habilidades como narrador. En las próximas dos semanas realicé un boceto de las ilustraciones y se las presenté al editor. A él le gustaron y me contrató. Eso fue al principio de la década de los 80. La historia de un buen libro álbum debe tener un lenguaje sencillo, pero debe ser rica en cuanto a su contenido. Las descripciones pueden ser mínimas, pero realmente muestran grandes cosas. El trabajo del ilustrador es entender el texto y leer entre líneas y después dejar volar su imaginación. El texto de Hiawyn Oram era perfecto. Ilustré dos historias más de Hiawyn antes de sentirme lo suficientemente confiado para comenzar a escribir mis propios libros. Había aprendido mucho de ilustrar los suyos, ya que al trabajar en un buen texto uno puede aprender muchísimo como artista: debes leerlo una y otra vez hasta que veas y sientas el mundo que se describe. Es una lectura física, por así decirlo. Tengo un amigo que traduce narrativa del inglés al japonés y una vez me dijo que él realmente leía el libro al momento de traducirlo. Es lo mismo en mi caso; ilustrar es una manera de traducir de todas formas. Hay veces que conozco a jóvenes artistas que quieres crear libros con sus propias historias e ilustraciones. Eso es algo que mucho queremos hacer, pero que no es tan fácil de lograr. Así que, si te quedas atascado, podría ser una buena idea ilustrar un libro de alguien más. Si no puedes conseguir uno muy bueno, intenta con las historias clásicas, ya que son una buena manera de pulir tus habilidades como artista y te permiten aprender acerca de lo que es la buena escritura. He trabajado con poetas brillantes, como Roger McGough y John Agard, para ilustrar sus libros, y siempre encuentro emocionante y gratificante leer, decodificar y visualizar sus palabras; es como tratar de establecer una comunicación directa entre dos tipos de imaginación, una lingüística y la otra pictórica.
Existe mucho que discutir acerca de mis propios libros, aquellos que escribí e ilustré yo mismo. Pero eso lo dejaré para otra ocasión. Entiendo que estas páginas las leerán muchos artistas y autores jóvenes, por lo que pensé que sería instructivo si escribía de mis primeros años como ilustrador y la importancia de un texto de calidad dentro de los libros álbum. Satoshi Kitamura.