Francisco Javier Millán Agudo Nacido en Zaragoza (España) en 1965, y turolense de adopción, es escritor y periodista. Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Autónoma de Barcelona. A finales de los años 80 trabajó como reportero free lance en Centroamérica y colaboró con la Escuela de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Actualmente alterna su trabajo de periodista en Diario de Teruel (España) con la escritura sobre cine y la docencia en comunicación audiovisual a través de cursos y conferencias. Colaborador de varios festivales de cine y de distintas revistas culturales en las que ha publicado numerosos artículos de investigación y análisis sobre cine, es autor de más de una veintena de libros, en solitario o junto con otros autores, publicados en España, Guatemala y México, en su mayoría sobre cine latinoamericano y la aplicación del cine en la enseñanza. Entre otros, ha escrito los ensayos ‘Un cine para el mañana. Políticas cinematográficas en América Latina’ (1990), ‘Cine con rostro indígena’ (1995), ‘La mirada de las dos orillas. Panorama del cine iberoamericano’ (1999), ‘La memoria agitada. Cine y represión en Chile y Argentina’ (2001), ‘Convivencia y racismos’ (2002), ‘Las huellas de Buñuel. Influencias en el cine latinoamericano’ (2004), ‘Entre la inocencia y la rebeldía. Infancia y juventud en el cine latinoamericano’ (2006), ‘Cine con identidad. María Novaro frente a Mira Nair’ (2008), ‘Un cine en libertad’ (2010), y ‘Jorge Negrete. No basta ser charro’ (2011). En 2007 participó en el libro colectivo ‘Buñuel 1950. Los olvidados. Guión y documentos’, editado por el Instituto de Estudios Turolenses y coordinado por Carmen Peña y Víctor Lahuerta, que recibió el Premio Muñoz Suay de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España.
MIGUEL MÁRQUEZ MÁRQUEZ
RAFAEL TOVAR Y DE TERESA
Gobernador Estado de Guanajuato
Presidente Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
FERNANDO OLIVERA ROCHA
JORGE SÁNCHEZ SOSA
Secretario Secretaría de Turismo
Director Instituto Mexicano de Cinematografía
JUAN ALCOCER FLORES Director Instituto Estatal de Cultura
SARAH HOCH
Francisco Javier Millán
Fundadora / Directora Ejecutiva Festival Internacional de Cine Guanajuato
Un mundo de alambradas Desplazados: cine y realidad
ERNESTO HERRERA Presidente Fundación Expresión en Corto AC Coordinación editorial y diseño de portada
Carolina Cruces Diseño Editorial
Coloristas y Asociados Impresión León, Guanajuato Julio 2014
TIRAJE 1,000 ejemplares
Philipp Perrin Fotografía de portada e inicio de capítulos (de la serie Lejano adentro) Las fotografías que acompañan el texto, son fogramas que pertenecen y distribuyen las casas productoras para su difusión en medios y publicaciones especializadas
FUNDACIÓN EXPRESIÓN EN CORTO A.C. ® Prolongación Calzada de la Aurora s/n, interior 5B (Centro de Arte y Diseño Fábrica La Aurora) Zona Centro, C.P. 37700 San Miguel de Allende, Gto. México. Contacto: fundación@guanajuatofilmfestival.com Todos los derechos reservados.
Cuando los elefantes se pelean, la hierba es la que sufre Proverbio africano
Me atravesaron los dolores de mi pueblo, se me enredaron como alambrados en el alma: me crisparon el corazón: salí a gritar por los caminos, salí a llorar envuelto en humo, toqué las puertas y me hirieron como cuchillos espinosos, llamé a los rostros impasibles que antes adoré como estrellas y me mostraron su vacío. Pablo Neruda
No pidió la guerra, no quiso morir. ¡Cielos, qué miseria para sobrevivir! Luis Eduardo Aute
índice
El boxeador de Mauthausen
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Y Dios expulsó a Adán y Eva
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A la caza del hombre
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Guerras fratricidas
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Polonia 1939
75
Un mundo de desplazados
99
El volcán africano
133
De ninguna parte
163
El planeta se rebela
195
Sin derechos humanos
219
Bibliografía y fuentes
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Cada vez que sonaba la campana, Segundo Espallargas saltaba al cuadrilátero como si la vida le fuera en ello. Y la vida le iba en ello. Seguir vivo dependía de que ganara una tras otra las peleas de boxeo sin dejarse vencer ni una sola vez. Cerca de cuatro años se pasó este hombre ganando en el ring para sobrevivir en el campo de concentración nazi de Mauthausen en Austria. Organizar combates entre los prisioneros era el entretenimiento perverso de los Schutzstaffel, los sanguinarios SS, el aparato militar y policial de los nazis en el III Reich. Había nacido en 1920 en Albalate del Arzobispo, un pequeño pueblo de la provincia de Teruel en España. Se alistó con tan sólo 16 años para luchar durante la Guerra Civil española contra el fascismo. Alcanzó el grado de teniente de la 162 Brigada Mixta del Ejército Popular Republicano y a principios de 1939 fue uno de los miles de españoles que cruzó la frontera con Francia una vez perdida la guerra. Curtido en la lucha contra los totalitarismos que querían dominar Europa, Espallargas se alistó en una Compañía de Trabajadores Extranjeros en el país galo para construir fortificaciones con las que contener el avance del III Reich. No tardó en ser hecho prisionero y fue deportado al campo de concentración de Mauthausen. Llegó a comienzos de 1941 y permaneció en aquel infierno nazi hasta mayo de 1945 cuando se produjo la liberación ante el avance de las tropas aliadas. Nunca regresó a vivir a España, sumida en una dictadura durante décadas. Se instaló en Francia, donde murió en un barrio residencial a las afueras de París a mediados de 2012. Es uno de
los miles de héroes republicanos españoles que lucharon contra el fascismo en varios frentes en aquella Europa de los años 30 y 40 del pasado siglo. Perdieron la guerra contra el fascismo en España pero la ganaron en el mundo. Su historia, como la de otros refugiados y exiliados, es la de tantos y tantos desplazados forzados durante el siglo XX por la intolerancia de quienes se creen superiores a los demás y niegan el derecho de sus semejantes a ser ciudadanos libres, no súbditos ni vasallos. En 2014 se cumple el 75 aniversario del inicio del exilio republicano tras la Guerra Civil. Fue uno de los desplazamientos forzados de la población de un país más multitudinario que se conoce durante la primera mitad del siglo pasado, tema que aborda este libro en lo que a su tratamiento en el séptimo arte se refiere, y preludio de lo que después llegaría con la Segunda Guerra Mundial. Alrededor de medio millón de españoles partieron al exilio en 1939. México acogió a bastantes. La diáspora llevó a los republicanos a asentarse por medio mundo. Algunos regresaron a España por el trato nefasto que les dispensó Francia. Las autoridades francesas los hacinaron en campos de refugiados en condiciones penosas a consecuencia de las cuales, y de las secuelas de la guerra, murieron muchos de ellos. Quienes regresaron a su país fueron ejecutados, encarcelados o castigados y señalados durante el largo invierno de la dictadura franquista por haber luchado en defensa de la democracia. Los que permanecieron en Francia perdieron su condición de españoles. Al ser enviados a los
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Supervivientes polacos del exterminio nazi en el memorial del campo de concentraci贸n de Gusen en 2014.
Visitantes en el campo de concentraci贸n nazi de Mauthausen, convertido hoy en memorial de las v铆ctimas.
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El boxeador de Mauthausen
Fotograf铆as: Diario de Teruel
campos de concentración y de exterminio nazi donde fueron deportados portaron el triángulo azul de apátridas. Ningún otro colectivo llevó ese color. Hoy, los escasos supervivientes republicanos de los campos de concentración siguen siendo eso, apátridas. Es una de esas injusticias que comete la historia cuando la escriben los tiranos. En España la escribió durante décadas el franquismo, mintiendo, tergiversando, engañando e imponiendo una transición hacia la democracia, muerto el dictador, a partir de una monarquía parlamentaria que fue legitimada en las urnas sin dar opción a los españoles a recuperar la República que había sido derrocada por un golpe de Estado. La excusa para hacerlo fue la concordia, pero no es lo mismo ser súbdito que ciudadano. Quien no entiende esa diferencia es que no comprende qué es la libertad. Los héroes republicanos que combatieron contra el fascismo, contra Franco y contra Hitler, fueron los grandes olvidados de la Transición española. La tan manida concordia no llegó para ellos. Este libro quiere reconocerles lo que hicieron, visibilizándolos, mostrando al mundo que los republicanos españoles lucharon contra el fascismo siempre en primera línea de los frentes de combate. Y quiere reivindicar también que los desplazados, como fueron ellos, son víctimas, pero también personas que en su desgracia mantienen vivos sus sentimientos y sus ideales. Son personas con nombres y apellidos, con rostros, con familias, con profesiones, con esperanzas y con dignidad. A los republicanos españoles les dio la espalda su país y la comunidad internacional, los ejércitos aliados, que permitieron que una vez derrotado el fascismo en Europa siguiera existiendo un reducto del mismo en España durante tres largas décadas. No permitamos que los millones de desplazados y refugiados que hay hoy en el mundo se conviertan en apátridas como les pasó a los republicanos españoles. Pensar que no nos atañe la desgracia de estas personas es una falacia, porque como podremos comprobar a lo largo de este libro, en el mundo global en que vivimos todos somos corresponsables de su situación. Tener la fortuna de no encontrarnos como ellos no nos exime de
nuestra responsabilidad y tampoco de nuestra culpabilidad porque formamos parte de un mundo interrelacionado donde nuestros comportamientos y hábitos, sin ser conscientes de ello, determinan la suerte o desgracia de otras personas que pueden estar a miles de kilómetros. La indiferencia es cómplice de las injusticias que se cometen en el planeta, y la ignorancia también. Las páginas que siguen son una invitación a conocer cómo el cine ha tratado el tema de los desplazados a lo largo de la historia y para abrir una reflexión, personal y colectiva, sobre cómo podemos hacer frente al problema a partir del visionado de las películas que vamos a comentar. Cuando a principios de 2013 me propusieron trabajar el tema de los desplazados y su tratamiento en el cine para el Festival Internacional de Cine de Guanajuato, acepté sin ser consciente a lo que me enfrentaba. Conocía bastante bien el cine latinoamericano por las cerca de tres décadas que llevo estudiándolo y publicando libros y artículos sobre el mismo. Dentro de mi trayectoria en este campo también me había interesado por el cine social, pero al profundizar en el encargo me encontré con algo que me desbordó. Confieso que conozco más el tema ahora que cuando empecé el libro, pero también he de admitir que soy mucho más ignorante que entonces al haber descubierto, por enésima vez en mi vida, lo poco que sabemos sobre el mundo que nos rodea. Perdemos demasiado el tiempo en frivolidades o cuando nos topamos con las terribles realidades que viven otras personas preferimos mirar hacia otro lado y hacer como que no hemos visto nada. Y con eso no me refiero sólo a lo que pasa en otras partes del mundo o de nuestros países. A veces basta con tocar en la puerta de nuestro vecino para descubrir que la miseria vive a nuestro lado sin habernos dado cuenta. Cuando empecé a preparar este libro me planteé en primer lugar definir muy bien el término desplazado. Me había dado cuenta de que poca gente tiene asimilado este concepto dentro de su vocabulario. Refugiado es una expresión más extendida, pero lo que tratamos aquí es algo más amplio puesto que hablamos de desplazados, aquellas personas que por diversas circunstancias tienen que
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marcharse de su hogar porque corren peligro sus vidas, se ven afectadas por una catástrofe medioambiental, o carecen de recursos para vivir y deben buscarlos en otro sitio. Abarcamos con ello distintas clases de desplazados, desde los que huyen por las guerras y por persecuciones políticas, ideológicas, étnicas o religiosas, hasta quienes se ven afectados por inundaciones, sequías, erupciones volcánicas, terremotos o tsunamis, y también quienes emigran en busca de trabajo a otros países, o quienes se marchan del campo a la ciudad dentro de su mismo país, e incluso ahora a la inversa, para garantizarse así un medio de vida digno. Tuve conciencia entonces de la amplitud del concepto y busqué acotarlo en contenidos para no hacer una enciclopedia, algo para lo que no me sentía capaz, además de para poder llegar a los plazos de entrega del libro. Hubo aspectos que me hubiera gustado abordar y que han tenido que quedarse fuera por esas razones, como el valor añadido que el exilio cultural aporta a los países de acogida y la pérdida que supone para las naciones que permiten la fuga de sus cerebros. Hollywood, por ejemplo, es fruto en buena medida de los cineastas desplazados de la primera mitad del siglo pasado. Hasta allí llegaron los grandes genios de las cinematografías europeas que huyeron del nazismo. La Meca del Cine no hubiera sido la misma sin ellos. Pensé en otro cineasta exiliado, mi paisano Luis Buñuel. Él también fue un desplazado. Tras su paso por Estados Unidos se instaló definitivamente en México, un país cuya cultura en general, no sólo su cinematografía, debe mucho a los refugiados que acabaron asentándose allí, tanto de Europa como de toda Latinoamérica. Como tierra de acogida de intelectuales, México ha sido un ejemplo de solidaridad. Con Buñuel rondando en mi cabeza comprendí que el tema de los desplazados no me era ajeno y tomé conciencia entonces de cómo mi vida estaba salpicada de vivencias que tenían que ver con estas personas. Pensé en mi madre, una de las miles de españolas que emigraron al extranjero a mediados del siglo pasado, aunque su experiencia duró poco tiempo. Y recordé a un tío mío que había emigrado a Toulouse y que aparecía una vez al año por la casa de mis padres en Zaragoza, y familiares de otros pa-
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rientes que vivían en México. Recordé a mi profesor de Sociología en la Universidad Autónoma de Barcelona Alberto Silva, exiliado chileno, y mis años de free lance en Centroamérica a finales de los años 80. Desde esos recuerdos me miraron fijamente a los ojos los desplazados salvadoreños y guatemaltecos que conocí entonces, entre ellos Rigoberta Menchú, la líder indígena que después sería Premio Nobel de la Paz, refugiada en aquellos años en Ciudad de México. También pensé en mi suegra, que emigró a finales de los años 70 a los Estados Unidos como espalda mojada desde Guatemala. Y fui consciente de que mi tierra de adopción en España, Teruel, era tierra de desplazados y de emigrantes que tuvieron que irse, y siguen haciéndolo, por las injustas y erróneas políticas de vertebración territorial que las administraciones públicas se empeñan en articular. Teruel es una provincia española situada en el Sistema Ibérico con unas características climatológicas y una orografía que han curtido a sus habitantes frente a la adversidad y en la lucha por la supervivencia. No me extraña que Buñuel naciera en ella, en la localidad de Calanda, cuyos tambores suenan en dos de sus films mexicanos, Nazarín y Simón del desierto. A finales de 1937 todo el planeta miró hacia Teruel. Fue la primera y única capital de provincia española liberada de las tropas fascistas por el Ejército Republicano durante la Guerra Civil. La toma de la ciudad fue narrada en sus crónicas periodísticas por el entonces corresponsal Ernest Hemingway y fotografiada por el padre del fotoperiodismo de guerra, Robert Capa. Franco no tardó en reaccionar y lanzó una contraofensiva que puso frente a frente a 100.000 hombres de cada ejército en la Batalla de Teruel. Prácticamente toda la población fue evacuada. A lo largo de mis más de dos décadas de ejercicio profesional en el periódico de esta provincia, Diario de Teruel, he podido conocer historias de desplazados a causa de aquella contienda, pero también de emigrantes turolenses que tuvieron que irse al extranjero o a otras ciudades para poder subsistir; y al iniciarse el nuevo milenio, de inmigrantes procedentes de otros países, sobre todo latinoamericanos, que llegaron atraídos por los años de bonanza económica en España. Los responsables ins-
titucionales decían que para repoblar el territorio. Las películas documentales Aguaviva (España, 2006), de Ariadna Pujol, y El tiempo en la maleta (España, 2010), de José Miguel Iranzo, rodadas en la provincia, cuentan ese tipo de experiencias, tanto de los que se fueron como de los que vinieron. He visto cómo pasaba el tiempo y estos nuevos pobladores se marchaban de regreso a sus países a partir de la crisis de 2008. No sólo se van ellos sino también los turolenses que siguen emigrando y dejando desierta una tierra de gentes estoicas como pocas. Hoy muchas comarcas turolenses presentan unos índices de población que convierten a estos territorios en desiertos demográficos. La Unión Europea ha reconocido el problema sobre el papel, pero las soluciones no llegan ni desde Bruselas ni desde el Estado español. Si no se impone la cordura entre los gestores políticos y toman medidas, el éxodo de la población irá a más y el territorio quedará despoblado. Teruel se convertirá así en la primera provincia española que por la incompetencia de la clase política queda desierta porque la población envejece y los jóvenes se van por la falta de futuro. De momento es tierra de desplazados y en ella se ha gestado
este libro. No podía haber otro sitio mejor para hacerlo por la cercanía del problema. La Guerra Civil española dejó una herida muy profunda en Teruel. Ken Loach eligió por ese motivo el Maestrazgo turolense para rodar Land and Freedom (Tierra y Libertad, Reino Unido, 1995), y Trisha Ziff filmó igualmente unas secuencias del documental La maleta mexicana (México, 2011) en la Sierra de Gúdar, que también está en la provincia. El equipo de rodaje asistió a la exhumación de una fosa de la guerra. El paisaje turolense y de toda España está tristemente sembrado de este tipo de fosas, tanto de la guerra como de la dictadura, pues la represión del fascismo no cesó con el final de la contienda. El silencio sobre su existencia lo impusieron los vencedores, que ganaron por las armas la guerra con la ayuda de la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, pero los valores de justicia que prevalecen hoy no son los suyos, sino los de los perdedores, que defendieron la democracia con sus vidas. Quienes tuvieron que partir al exilio mantuvieron vivo el espíritu de la libertad frente a la intolerancia de quienes predicaban, y predican todavía hoy con el resurgir de la extrema derecha
Rodaje del documental La maleta mexicana. Fotografía: Diario de Teruel
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en los países europeos, la superioridad de unos pocos, con la complicidad de unos cuantos, sobre el resto de la sociedad. Entre esos hombres libres se encuentra Segundo Espallargas, el boxeador de Mauthausen al que llamaban Paulino. Su victoria sobre el fascismo consistió en permanecer imbatido, en sobrevivir al horror nazi de Mauthausen. Junto a él sobrevivieron 2.000 republicanos españoles deportados en este campo de concentración. Otros 7.000 murieron a manos de las torturas, las ejecuciones y la explotación sobrehumana a que los sometieron los nazis convirtiéndolos en esclavos. La lección de los sobrevivientes de Mauthausen y de otros campos de concentración y de exterminio nazi no la podemos olvidar nunca. Quienes allí fueron enviados eran desplazados de otros países por causas políticas, religiosas y étnicas. La historia no es algo abstracto, es algo de lo que se tiene que aprender y sólo si miramos al pasado podremos evitar que barbaries como las cometidas por los regímenes totalitarios, incluidas las de la órbita soviética, vuelvan a repetirse. Gracias a la Asociación Pozos de Caudé y a la Amical de Mauthausen, dos asociaciones de recuperación de memoria histórica, pude
Land and Freedom (Reino Unido, 1995) de Ken Loach.
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visitar mientras escribía este libro el campo de concentración nazi de Mauthausen-Gusen en la región de la Alta Austria, hoy convertido en un memorial por la paz que recuerda al mundo los horrores cometidos por los nazis para que no caigan en el olvido y evitar que el fascismo campe de nuevo a sus anchas. Todos los años, en el mes de mayo, delegaciones de varios países rinden homenaje en el campo de concentración a las víctimas. Acuden los supervivientes, cada vez menos porque los que todavía viven son ya muy mayores, para proclamar al mundo año tras año que aquello no vuelva a ocurrir “nunca más”. No es lo que se ve, es lo que se siente en el campo de concentración lo que marca a quien lo visita. Mauthausen es sinónimo de horror, de odio, de intolerancia, de destrucción, de aniquilación, pero también de solidaridad entre los deportados. Allí, y en los campos y comandos adjuntos a Mauthausen, fueron deportadas más de 195.000 personas de varios países, de las cuales fueron asesinadas 105.000. Recogido en mí mismo, recorrí el antiguo campo de concentración acompañado por las memorias de republicanos españoles que estuvieron allí y sobrevivieron para contarlo. Mariano Constante, a través de sus escritos pues hace tiempo que falleció, me llevó de la mano y me enseñó al cruzar junto a las alambradas, en las barracas, la cantera de granito, los crematorios y la cámara de gas, que la injusticia social no se combate ni con el odio ni con la revancha, sino con la fuerza de la razón y de la dignidad humana, jamás desde la abnegación. Aquella misma tarde coincidí en el memorial de Gusen, otro campo de concentración próximo, con supervivientes polacos de la barbarie nazi, algunos de los cuales habían acudido con sus viejos uniformes a rayas de prisioneros y sus triángulos rojos cosidos en el pecho. Ese era el color con que se identificaba a los presos políticos. Confieso que lloré al ver a aquellos ancianos y me prometí que en la medida que pudiera sería altavoz de su mensaje. Es tan intensa la experiencia, que con algunas de las personas con las que compartí el viaje, Paco, Encarna, María Luisa y Pepita, aquella noche reflexionamos sobre cómo había que combatir todo aquello que había conducido al nazismo y que todavía permanece en nuestro mundo: el egoísmo, el individualismo, la ambi-
ción, el odio, la codicia y la intolerancia. La educación en libertad, responsable y solidaria, creo que debe ser el camino para conseguir entre todos una sociedad mejor. No es una utopía. Quienes piensan eso son los egoístas, los ambiciosos y los resignados que al final se convierten en cómplices de los intolerantes. He escrito este libro desde la humildad, consciente de que abarcar toda la filmografía que trata sobre los desplazados es imposible, o al menos yo soy incapaz de hacerlo, y con ese compromiso personal de aportar mi granito de arena para mejorar este mundo dando a conocer sus injusticias. En este caso mostrando la realidad de los desplazados y los abusos que cometen las naciones ricas sobre las pobres, y las barbaries cometidas en el pasado, para que entre todos evitemos que vuelvan a ocurrir. Las pantallas son una ventana al mundo y al conocimiento, pero debemos saber utilizarlas. La filmografía que se aporta en esta publicación, junto con los comentarios y las argumentaciones que se hacen, deben ayudar como instrumento de reflexión para fomentar el pensamiento crítico frente a quienes buscan adoctrinar y manipular a la gente para convertirla en cómplice de un mundo injusto. Básicamente se citan largometrajes, puesto que el volumen de cortos sobre el tema es ingente. He intentado abarcar la mayor filmografía posible para que pueda tener también una utilidad en las aulas de enseñanza. Los primeros capítulos están dedicados a analizar cómo el desplazamiento forzado de las personas ha estado presente siempre en la historia de la humanidad, y de qué manera las religiones, o el uso manipulador de las mismas, contribuyen a ello. A continuación se abordan algunos conflictos bélicos del siglo XX que estuvieron marcados por grandes desplazamientos de personas como la Segunda Guerra Mundial y, en menor medida, la Guerra Civil española y la Revolución Mexicana. Analizamos seguidamente la situación de los desplazados en el mundo por las guerras y por todo tipo de causas políticas, sociales y económicas desde la segunda mitad del siglo pasado hasta la actualidad, centrándonos después en los fenómenos migratorios y sus causas, y en los refugiados medioambientales. Por último se aborda el fenómeno de los desplazamientos forzados
en América Latina desde diferentes ángulos, tanto los causados por los conflictos armados y las desigualdades sociales, como los que son por causas políticas o por la violencia de la delincuencia organizada y el narcotráfico. Los países del cono sur americano, así como los centroamericanos, México, Colombia y Cuba, son los que centran la mayor atención en este capítulo. Las películas que se citan están con su título original y, entre paréntesis en algunos casos, el de su exhibición comercial en España o Latinoamérica. Debo advertir también al lector que para las cifras escritas con número he utilizado la grafía que se emplea en España, que separa las unidades de centenas, miles y millones mediante un punto, no con una coma, y para los porcentajes con un punto. Son muchas emociones las que he vivido al escribir este libro, y mucho lo que he aprendido al ver películas que desconocía y al volver a visionar otras que ya había visto. Mi compañera de fatigas durante todo este proceso ha sido una vez más mi mujer, Nora Leticia, sin cuya ayuda, cariño, comprensión, aportaciones y acompañamiento hubiera sido imposible llegar a buen puerto. El mérito de este ensayo, si lo tiene, debe ser compartido con ella. A veces las fuerzas flojeaban, pero el compromiso con el Festival Internacional de Cine de Guanajuato, me han empujado a superar los momentos de adversidad, que no han sido pocos, y a seguir adelante. Cuando el ánimo flaqueaba, el recuerdo de la sonrisa de esos niños que son el futuro y que tanto me importan, sobre todo de los que más cerca siento como Carmenmaría, Tony, Jana, Elsa, Nil, Leire, Elsita y Mario, me obligaba a continuar. Debemos entregar a las nuevas generaciones un mundo mejor del que tenemos, sin alambradas, de justicia social, de responsabilidad medioambiental y de paz, en el que todos nos podamos sentir orgullosos de reconocernos como seres humanos. Todos podemos y debemos hacer algo. Si no lo hacemos, seremos culpables de la herencia que dejemos a la infancia. Francisco Javier Millán Agudo javiermillan1965@gmail.com Teruel, mayo de 2014
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Los desplazamientos forzados de personas han sido una constante de la humanidad a lo largo de los tiempos. Desde que el ser humano se asentó y surgieron las primeras civilizaciones, la avaricia, la ambición, el fanatismo, la intransigencia, la iniquidad y los abusos de poder han obligado a millones de personas a marcharse a la fuerza de sus hogares y a dejar atrás los lugares donde vivían. Los pilares sobre los que se asientan nuestras sociedades, las religiones, han sido en buena parte causantes de esos éxodos obligados, resultando los seguidores de un mismo credo en unas ocasiones víctimas y en otras victimarios. En Occidente o en Oriente, en el Norte o en el Sur, la radicalización de las ideas religiosas ha provocado genocidios, lo mismo que el racismo, la xenofobia y la codicia por el atesoramiento de riquezas. Las crisis económicas junto con las guerras y la persecución política, religiosa y étnica son hoy las principales causas de esos destierros, internos o externos, que obligan cada año a desplazarse a millones de seres abocados a la miseria, huyendo del terror y del hambre. Tendremos oportunidad de abordar en las siguientes páginas cómo los conflictos armados, las crisis, el terrorismo, la corrupción, los enfrentamientos por los recursos naturales, el neocolonialismo, la delincuencia organizada y el narcotráfico marcan hoy día de forma continua la agenda informativa de los medios de comunicación y de qué manera el cine refleja esa realidad, pero de entrada vamos a hacer un recorrido por la historia de la humanidad para conocer cómo el drama de los desplazados no
es nuevo sino que está enraizado en nuestros orígenes. El séptimo arte así lo ha plasmado también desde sus inicios, aunque el trasterrado, hasta fechas más recientes, no ha tenido el suficiente atractivo para los guionistas, salvo en el caso de los films de temática religiosa. En 2001. A Space Odyssey (2001. Una odisea del espacio, USA, 1968), Stanley Kubrick muestra en la secuencia inicial, antes de que se produzca la elipsis narrativa temporal más larga de toda la historia del cine, cómo dos grupos de hominoideos ancestros de los humanos se enfrentan entre ellos a pesar de ser de la misma especie para poder acceder a una charca de agua, un recurso fundamental para su supervivencia en medio de un paisaje árido. El grupo que consigue apoderarse de ese espacio vital, arrebatándoselo al otro, es aquel que se topa con el enigmático monolito que después, a comienzos del siglo XXI, encontrarán los astronautas en el espacio. ¿Es ese monolito Dios? Mucho se ha escrito sobre la materia para descifrar un film de profundas raíces filosóficas. Lo que está claro es que es el conocimiento. Cuando los simios que quieren acceder a la charca lo tocan, toman conciencia de que los huesos de los animales muertos pueden ser un arma mortal empuñada contra sus semejantes. Sea casualidad o no, el personaje bíblico de Sansón en el que creen los cristianos se valió de la quijada de un burro para matar a los filisteos, según el relato del Antiguo Testamento, por inspiración o consentimiento divino. Al utilizar el hueso como un arma, el grupo asaltante consigue desplazar a quienes se habían adueñado del lugar para arrebatarles
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Ágora (España, 2009), de Alejandro Amenábar.
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el agua. La lucha por los recursos de un territorio para la supervivencia tuvo que ser la causante de los primeros desplazamientos forzados. Esto es perfectamente aplicable a nuestra especie, Homo sapiens, que surgió en África hace entre 100.000 y 130.000 años y se extendió rápidamente por todo el planeta, al parecer eliminando a todo tipo de competencia humana que se cruzaba en su camino, en concreto a los neandertales, si bien este es un tema todavía a debate entre los paleoantropólogos. No sucedió lo mismo en el continente americano, puesto que cuando llegó nuestra especie y se expandió de norte a sur no había otros homínidos viviendo allí. Eso sucedió alrededor de hace 13.000 o 14.000 años cuando los primeros pobladores llegaron al continente atravesando el Estrecho de Bering. En cualquier caso, investigaciones recientes cuestionan que ese grupo fuera el primero que dio origen a la población de América y apuntan hacia la existencia de distintas oleadas migratorias, incluida la marítima desde la Polinesia. Científicos uruguayos han cuestionado que el origen de las poblaciones humanas en el continente americano sea tan reciente y apuntan a que la colonización del mismo es mucho más antigua. Se han basado en el estudio de restos fósiles de huesos de otras especies animales con marcas profundas que podrían haber sido hechas por herramientas de piedra, quién sabe si para extraer la carne, y cuya datación mediante la técnica del carbono 14 sitúa su antigüedad en unos 30.000 años. La prehistoria ha sido muy pocas veces representada en el cine y cuando lo ha hecho, por lo general los planteamientos de los cineastas no se ajustaban en nada a la realidad. Los anacronismos, la idealización de las sociedades primitivas o su representación ajena a cualquier fundamento científico, han hecho que el hombre primitivo siga siendo un completo desconocido para los espectadores del medio de comunicación que más ha influido en difundir el conocimiento entre las sociedades de los siglos XX y XXI. En nada se parecieron nuestros ancestros a los cavernícolas representados por los grandes genios del cine cómico mudo: Buster Keaton lo hizo montado a lomos de un dinosaurio en Three ages (Las tres edades, USA, 1923),
y tanto Charles Chaplin (His Prehistoric Past, USA, 1914) como Stan Laurel y Oliver Hardy (Flying elephants, USA, 1928) lo hicieron en representaciones que aventuran ya lo que será la recreación icónica por excelencia de la prehistoria en los dibujos animados de The Flintstones, con sociedades idealizadas que siguen las pautas del mundo moderno pero en la edad de piedra. El cine ha tendido a reconstruir el pasado remoto como un calco del presente. Hay excepciones notables, pero escasas, en las que el hombre prehistórico aparece representado con una base científica y en ellas lo vemos con frecuencia empujado a abandonar su territorio perseguido por sus semejantes o a causa de catástrofes naturales.
La guerre du feu (En busca del fuego, Francia, 1981), de Jean Jacques Annaud, marcaría un antes y un después en ese modelo de representación, no seguido después con excesivo acierto en el cine hecho sobre esta temática durante las tres últimas décadas, periodo en el que mayores avances científicos en paleontología humana se han producido. El handicad de la cinta de Annaud es que está basada en una novela de principios del siglo XX, una obra de J.H. Rosny publicada en 1911. En su
La guerre du feu (Francia, 1981), de Jean Jacques Annaud.
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Ao, le dernier néandertal (Francia, 2010), de Jacques Malaterre.
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época supuso un importantísimo avance en la reconstrucción de cómo vivían nuestros ancestros, pero esos planteamientos estaban completamente desfasados cuando se hizo el film. Aun así, se erigió en una valiosa herramienta audiovisual entre el profesorado para ilustrar a los alumnos sobre cómo pudo ser la prehistoria. La representación que hace de diferentes homínidos de distintas etapas de la evolución humana coexistiendo en el mismo tiempo es totalmente anacrónica, a excepción de la cohabitación de neandertales y sapiens. El argumento de La guerre du feu recrea unas sociedades primitivas de cazadores recolectores nómadas, que se desplazan para buscar alimentos pero cuya causa también es a veces el enfrentamiento con otros clanes. Ao, le dernier néandertal (Ao, el último neandertal, Francia, 2010), de Jacques Malaterre, es la representación más reciente y que mejor se ajusta al conocimiento
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científico de lo que fue la prehistoria. En ella encontramos conductas que, a falta de que los investigadores corroboren las evidencias que conocemos hasta ahora, constituirían el primer caso de desplazamiento forzado de humanos causado por otros humanos, aunque de distinta especie, además de esclavización y de exterminio masivo muchísimo antes de que existiera el Séptimo de Caballería o de que nacieran monstruos como Hitler. La película de Malaterre sigue las peripecias de un neandertal separado a la fuerza de su clan cuando era niño y que cuando alcanza la edad adulta quiere regresar al lugar donde nació. En el camino encontrará una nueva especie, Homo sapiens, que no respeta la naturaleza y posee una compulsiva tendencia a la destrucción. A lo largo de su periplo conocerá cómo su pueblo ha sido diezmado por esa nueva especie invasora procedente de Oriente tras haber surgido en África. Emparejado con una
sapiens, lo que dota al relato de un hálito de esperanza romántico intercultural, Ao, el protagonista, terminará convertido en el último neandertal tras el devastador avance de nuestra especie hacia el sur de Europa. Esa expansión conllevó un exterminio que dejó a nuestros antepasados el camino libre para la colonización de nuevos territorios. Algo similar sucedería miles de años después en el continente americano con otro de los mayores genocidios de la humanidad, la conquista a sangre y fuego que diezmó a la población indígena. Es una realidad histórica incuestionable a pesar de que haya todavía personas que consideren exagerado el uso de la palabra genocidio para referirse a ese cruel exterminio. El film de Malaterre habla del que fue, probablemente, el primer gran desplazamiento y aniquilación masiva de una especie humana a cargo de otra. No hay constancia de que a lo largo de la evolución humana se haya dado otro caso similar, aunque la coexistencia durante los últimos millones de años de homínidos de diferentes especies podrían haber provocado casos similares como nos sugiere la secuencia inicial de 2001: A Space Odyssey y se plantea también en Missing link (USA, 1988), de Carol y David Hughes, en esa constante pugna de la naturaleza para garantizar la supervivencia de los más fuertes. Hay todavía mucho por descubrir para saber con certeza si los neandertales fueron eliminados por nuestros ancestros, aunque parece estar cada vez más claro que así fue. El último neandertal desapareció en el sur de Europa hace unos 29.000 años, como recrea Ao, le dernier néandertal, mientras que los humanos modernos, conocidos como cromañones, llegaron al continente hace 40.000 años. Los neandertales llevaban asentados en esa parte del mundo cerca de 200.000 años, mucho antes de que surgiera nuestra especie, y poco pudieron hacer para impedir ser desplazados hasta su extinción. Nada tiene que ver tampoco con lo que fue la prehistoria el film de Roland Emmerich 10.000 BC (USA, 2008) y sin embargo ilustra una de las conductas más pérfidas de la humanidad. Los anacronismos e incongruencias son una constante en la historia que cuenta, pero en cambio habla de la esclavitud como algo que
se remonta a nuestro pasado más remoto. Los esclavos fueron los primeros desplazados que hubo en el mundo y el cine sobre la antigüedad ha sido pródigo en su representación, particularmente dentro del peplum. Dos referentes clásicos que están en la memoria de todos son Espartaco (USA, 1960), de Stanley Kubrick, y BenHur en sus versiones hollywoodienses de 1925, dirigida por Fred Niblo, y 1959, realizada por William Wyller. El contenido político que subyace en la cinta de Kubrick no se da en las otras dos, algo que se debe a la mano del guionista Dalton Trumbo, uno de los perseguidos por la “caza de brujas” del macarthismo, como tampoco ocurre con Gladiator (USA, 2000), de Ridley Scott, puesto que son films de puro entretenimiento. La filmografía sobre el personaje de Espartaco es considerable, pero ningún título ha mostrado como el de Kubrick la tragedia del esclavo, arrancado de su hogar a la fuerza y sometido a los designios de la aristocracia romana. Hombres y mujeres desplazados de sus raíces para ser explotados hasta su muerte, un planteamiento en el que subyacía una lectura en clave moderna de la lucha de clases en plena Guerra Fría. Es la historia del esclavo convertido en gladiador que lidera una rebelión contra la iniquidad del poder y que acabará en tragedia, a pesar de que su nombre pasará a la historia como símbolo de rebeldía porque, como ocurre en la película, todos somos Espartaco. Volveremos a tratar más adelante el tema de la esclavitud para fijarnos ahora en cómo algunas religiones han esclavizado desde la antigüedad a sus seguidores condenándolos al éxodo.
Desplazados por la ira de los dioses La Biblia nos cuenta el origen del hombre a través del mito de Adán y Eva, cuyo relato deja clara la naturaleza inmisericorde del Dios de los cristianos. Los expertos consideran que se inspira en una leyenda sumeria sobre la creación del mundo, según la cual una deidad llamada Ninhursak castigó a Enki por comer una planta prohibida del Paraíso. Apiadándose de él, el dios creó a
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la diosa Ninti con el fin de que lo curara y no muriese envenenado. Hay que tener en cuenta que en las Sagradas Escrituras, conformadas por varios libros, hay mucha mitología y leyendas que se transmitieron de forma oral y que el grueso de estos relatos son una mezcla de ficción y realidad. El mito de Adán y Eva es uno de ellos, cuya existencia es contraria al racionalismo científico. De haber existido, Dios los habría convertido en los primeros desplazados de la historia al ser expulsados del Paraíso Terrenal y arrojados al destierro. Muchos desplazados han sido víctimas de la intolerancia religiosa. Pocas veces se ha llevado a la pantalla esta historia y cuando se ha hecho hubiera sido mejor no haberlo ni siquiera intentado, como le pasó a Miguel Zacarías con El pecado de Adán y Eva (México, 1969), cinta rodada a la mayor gloria de las nalgas del hercúleo Jorge Rivero. El mayor pecado no es el cometido por la pareja al comer el fruto prohibido como cuentan los textos sagrados, sino la película en sí misma. John Huston lo hizo con más recato en The Bible: In the Beginning (La Biblia, Italia/USA, 1966), una faraónica producción del siempre excesivo Dino de Laurentis que recrea los primeros capítulos del Génesis con la creación del mundo, la comisión del pecado original por Adán y Eva, y la historia del Arca de Noé, entre otros pasajes. El pueblo elegido por Dios y las criaturas por él creadas son condenados de forma insistente al destierro en el Antiguo Testamento, como en realidad lo fue el pueblo hebreo. Los textos sagrados hablan constantemente de la crueldad de Dios, cuestión que una década antes de rodar La Biblia, John Huston ya había tratado en Moby Dick (USA, 1956). Quien incumple la voluntad de Dios sufre su ira. El Antiguo Testamento está lleno de historias de ese tipo que han sido adaptadas al cine. Abraham es obligado a dejar su hogar en Ur para adentrarse en el desierto en busca de la Tierra Prometida y, para probar su fe, recibe el mandato divino de sacrificar a su hijo Isaac, salvado in extremis por un ángel que para el brazo del patriarca, tal como puede verse en Abraham (Alemania/USA, 1994), de Ermanno Olmi, que a juicio de los amantes del cine bíblico es la mejor versión hecha sobre este personaje. Es en
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cambio la de Moisés la historia que mejores adaptaciones ha tenido. Tras liberar al pueblo elegido por Dios de la esclavitud de los egipcios, Moisés lo conduce por el desierto durante 40 años como castigo por haber caído en la idolatría mientras él subía al monte Sinaí a por las tablas de la ley. El relato ha sido llevado en distintas ocasiones tanto a la gran como a la pequeña pantalla, incluido el género de animación con The Prince of Egypt (El príncipe de Egipto, USA, 1998), de Simon Wells, Steve Hickner y Brenda Chapman. No obstante, la versión que prevalece sobre todas y que no ha envejecido es la de Cecil B. de Mille de 1956 The Ten Commandments (Los diez mandamientos, USA), historia que ya había contado el mismo cineasta en la película muda de 1923 de igual título. Cuesta no asociar la iconografía del Moisés bíblico con la imagen de Charlton Heston dándole vida en esta gran superproducción de Hollywood. Christian Bale retomaría el tema con la superproducción Exodus, la película de Ridley Scott rodada entre 2013 y 2014 en España, que recrea en paisajes de Almería y Fuerteventura el éxodo por el desierto del pueblo elegido por Dios guiado por el patriarca bíblico. Moisés es un personaje de cuya existencia real no existe constancia científica alguna, aunque ha sido asumido como histórico por los creyentes. Así quedó plasmado en la Biblia en el siglo VI antes de Cristo cuando se escribieron los relatos que conforman los libros del Éxodo y del Deuteronomio, probablemente retocados en épocas más modernas. Es un personaje muy literario en el que se funde lo humano con lo espiritual: el hombre terrenal que tiene dudas, como las tendrá Jesucristo, y el ser mitológico que habla con Dios, que se le aparece en forma de zarza ardiendo. Los especialistas no han encontrado referencias históricas de tipo alguno que puedan demostrar la existencia real de este fascinante patriarca bíblico. En cambio, han explicado las razones a las que se debe su aparición en las Sagradas Escrituras. Entre los años 586 y 538 antes de Cristo, el pueblo judío vivía exiliado en Babilonia y un relato como el de Moisés, transmitido oralmente, tuvo que ser un importante símbolo de cohesión e identidad de los hebreos, sobre los que siempre ha recaído el estigma de pueblo desplazado. El origen de la
palabra “hebreo” (`îbrî) no se refiere tanto a una etnia como a un estatus social. Los hebreos habrían sido, según esto, los renegados que escaparon del sometimiento de los estados cananeos para convertirse en tribus nómadas. El Nuevo Testamento también nos habla de desplazados de su tierra cuando relata el nacimiento del Mesías en Belén y la huida de sus padres a Egipto para escapar de la masacre del rey Herodes cuando ordena la ejecución de todos los niños recién nacidos. Las figuras de Jesús y de sus progenitores aparecen en la Biblia como desplazados. Su representación icónica en la pantalla ha contado con numerosas versiones para todos los gustos, desde las primeras rodadas a principios del siglo XX cuando todavía no se habían configurado los códigos narrativos del cine y este era mudo, como en el caso de la pionera La vie et la passion de Jésus Christ (Vida y Pasión de Jesucristo, Francia, 1902-1903), de Ferdinand Zecca, hasta alcanzar las dimensiones épicas de un gran espectáculo audiovisual en King of Kings (Rey de Reyes, USA, 1961), de Nicholas Ray. Los seguidores de Cristo en tiempos de la Roma Imperial serían perseguidos igualmente y desplazados de sus hogares, lo mismo que los esclavos capturados en las tierras bárbaras. Cuando Marco Vinicio, el general romano interpretado por Robert Taylor protagonista de Quo vadis? (USA, 1951), de Mervyn LeRoy, llega a las puertas de Roma al frente de la XIV Legión lo hace con un botín compuesto sobre todo de esclavos arrancados de sus hogares. Allí conocerá la persecución de los cristianos por el emperador y recelará de ellos hasta que se enamore de la esclava Ligia para descubrir que su fe no supone un riesgo para Roma sino que el auténtico peligro reside en Nerón. El polaco Jerzy Kawalerowicz rodó en 2001 una nueva versión de este gran clásico del cine de romanos basado en la novela homónima de Henryk Sienkiewicz. Sin salir de Hollywood, en The Robe (El manto sagrado, USA, 1953), de Henry Koster, los cristianos también son perseguidos y obligados a huir. Las religiones monoteístas son mucho más fanáticas que las politeístas, en contra de lo que pueda pensarse. De hecho, en la antigüedad los dioses eran asimilados
entre las distintas civilizaciones sin que mediara la imposición. En cambio, las tres grandes religiones que sólo tienen un Dios, la cristiana, la judía y la musulmana, han cometido verdaderas tropelías en nombre de él. En los tres casos han sido sus fieles, en distintos lugares y momentos de la historia, perseguidos y perseguidores, víctimas y verdugos. Cuando la religión cristiana se afianzó en el Imperio Romano, quienes habían sido esclavizados, acosados y sacrificados por su fe se convirtieron en victimarios. Ágora (España, 2009), de Alejandro Amenábar, ilustra ese conflicto entre cristianos y judíos, erigiéndose los primeros en la doctrina dominante y masacrando y expulsando a los otros de Alejandría. Hipatia, referente del racionalismo científico en el film, perecerá ante la intolerancia religiosa de unos y otros. Ambientada a finales del siglo IV después de Cristo, la cinta habla del pasado tanto como del presente, en el que tantas masacres se siguen cometiendo en nombre de los “dioses guerreros” monoteístas Yahvé y Alá. Las religiones que protegen sus intereses económicos amparándose en ambos dioses han tolerado e impulsado durante siglos las guerras santas en las que los
Quo vadis? (USA, 1951), de Mervyn LeRoy
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El Cid (USA/ Italia, 1961), de Anthony Mann.
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vencedores “por la gracia de Dios” han pasado a cuchillo a los infieles en los territorios ocupados. Da igual que nos remontemos a las Cruzadas, a los inicios de la Yihad con la invasión musulmana de la península Ibérica en el siglo VIII, o que nos fijemos en la conquista de América y en la ocupación hoy de los territorios palestinos por parte de Israel; siempre ha ocurrido lo mismo, la religión al servicio del poder. No hay religión monoteísta que en algún momento de la historia no haya justificado su barbarie contra los otros credos amparándose en la superioridad divina de su dios. Los cristianos hablan del “Dios de los Ejércitos” y tras el golpe de Estado que derrocó al sistema democrático de la II República española, los militares alzados en armas llamaron “Cruzada” a la guerra que asoló España entre 1936 y 1939, que dejó cientos de miles de víctimas y de desplazados. En el mundo islámico, quienes interpretan el Corán de forma fanática entienden que los creyentes deben hacer la guerra a los infieles porque representan el mal. “Combatid, pues, contra esos amigos de Satán”, dice su libro sagrado. Esa creencia dio lugar a la Yihad con la ocupación del norte de África, el Imperio Sasánida, la península Ibérica y otros territorios, provocando la
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expulsión de quienes vivían en ellos, su obligada conversión o su sometimiento. No existe mucha filmografía sobre ese tema que sea de interés. En la cabeza de todos está la imagen de Charlton Heston en El Cid (USA/Italia, 1961), de Anthony Mann, sobre la legendaria figura de Rodrigo Díaz de Vivar, el mercenario que luchó indistintamente al servicio de moros y cristianos y que en el imaginario popular español ha sido visto como un héroe militar de la reconquista. La respuesta a la invasión musulmana fueron las Cruzadas, sobre las que el cine se fijó muy pronto, en 1918, con la producción italiana La Gerusalemme e Liberata (Jerusalén liberada), de Enrico Guazzoni, mientras que Hollywood lo hizo en 1923 con Richard the Lion-Hearted (Ricardo, Corazón de León), de Chester Withey, y The Crusades (Las Cruzadas, 1935), de Cecil B. DeMille, cintas que se fijan en las gestas guerreras e ignoran a las auténticas víctimas, la población civil. No sólo Estados Unidos ha llevado a la pantalla este pasaje de la historia de la humanidad tan mitificado por cristianos y musulmanes, puesto que el mundo árabe también lo ha hecho, lógicamente cada cual desde su tendencioso punto de vista. Un ejemplo desde la mirada del Islam es El Naser Salah el Dine (Saladino, Egipto, 1963), de Youssef Chahine. Cinematografías como la sueca y la polaca han viajado a la época de las Cruzadas con títulos más propios del cine de autor. Ingmar Bergman lo hizo con Det sjunde inseglet (El séptimo sello, Suecia, 1957), uno de los grandes clásicos de la historia del séptimo arte que muestra el retorno de un caballero cruzado a su castillo tras haber pasado una década guerreando. En el camino se encontrará a la muerte, que reclama su vida. Intentará burlarla jugando con ella una partida de ajedrez. Bergman nos enseña un mundo medieval asolado por la peste negra y las hambrunas, en el que la religión católica parecía ajena a lo terrenal para pensar sólo en lo divino conquistando Jerusalén. En esa sociedad famélica, el caballero encontrará a personas que sobreviven deambulando de un sitio a otro, como la familia de cómicos ambulantes con los que hará parte del recorrido y seres desahuciados por su Dios a los que acecha la Muerte agazapada en
cada rincón como un ave de rapiña. Las guerras de religión aparecen aquí como causantes de las miserias que asolan no sólo los frentes de combate sino también las retaguardias, los lugares de donde parten los caballeros para desperdiciar su tiempo guerreando por un dios cruel que abandona, como ellos, a quienes rezan por él y que acaban a la deriva en tierra firme. Polonia hizo en 1960 Krzyzacy (Los Caballeros Teutónicos), dirigida por Alekxander Ford y uno de los títulos de mayor éxito de esta cinematografía, sobre las tropelías cometidas por los Caballeros Teutones contra la población y cuyos abusos condujeron a una de las batallas más importantes de la Edad Media, la de Grünwald a comienzos del siglo XV, que condujo a Polonia y a Lituania a liberarse del poder que ejercía sobre ellos la Orden Militar. El film, con un espectacular formato panorámico y sin escatimar recursos en la ambientación histórica siguiendo el modelo de las grandes producciones, muestra la escalada de violencia que dio lugar a la famosa batalla que se saldó con más de 10.000 víctimas. Es uno de los acontecimientos históricos más relevantes de la historia de Polonia y el guión está basado en una novela del polaco Henryk Sienkiewicz, el mismo autor de Quo vadis? y Premio Nobel de Literatura en 1905. Alekxander Ford forma parte junto con Kawalerowicz y Andrzej Wajda de la generación de realizadores que renovó el cine polaco en la década de los años sesenta. Wajda rodó precisamente en ese tiempo otra película sobre las Cruzadas, en este caso ambientada a principios del siglo XIII, titulada Bramy Raju (Las puertas del paraíso, 1968). Cuenta la historia del peregrinaje que emprenden hacia Tierra Santa para participar en las Cruzadas un grupo de niños y niñas, tanto campesinos como miembros de familias nobles, junto a un monje que de camino a Jerusalén descubrirá, al confesarlos, que no es tanto la fe lo que les mueve sino otras motivaciones, entre ellas el despertar sexual. Son films poco conocidos más allá de los cinéfilos y con pretensiones muy distintas de las grandes superproducciones al estilo de Kingdom of Heaven (Cruzada, USA, 2005), de Ridley Scott, de momento la última incursión de relevancia del cine occidental en
el tema de las Cruzadas. Criticada por cristianos y musulmanes, lo que hay que valorar como algo a su favor, la épica, la espectacular y sangrienta recreación de la toma de Jerusalén en esta película deja claro que ni el dios de la Cristiandad ni el del Islam pueden ser considerados deidades misericordiosas, sino instrumentos de poder creados por la iniquidad, el fanatismo y el odio de los seres humanos hacia sus semejantes. Las Cruzadas fueron una respuesta a la expansión del Islam más allá del norte de África y a la ocupación de la península Ibérica entre los años 711 y 716. Apenas un lustro fue suficiente para la invasión musulmana, en parte gracias a la colaboración de los judíos que vivían en el territorio peninsular, algo que no perdonarían los cristianos. Durante los ochos siglos que duró la dominación musulmana, sólo el 10% de la población procedía del otro lado del Estrecho de Gibraltar, en su mayoría árabes y bereberes. La cohabitación se mantendría durante la reconquista, pero después llegaría la expulsión de todos aquellos que no abrazasen la fe cristiana. La primera Cruzada de Occidente se apropió de la Ciudad Santa en el año 1099 para crear el Reino de Jerusalén, hasta que fue reconquistada por Saladino en el 1187. Como ha asegurado el historiador J.M. Roberts, de poco sirvió el esfuerzo sino para enquistar más el odio existente entre las dos religiones monoteístas y favorecer la expulsión y persecución de los cristianos en todo el mundo islámico. Kingdom of Heaven reconstruye desde el género de aventuras el desarrollo de esa guerra de religión a través de la historia del herrero Balian, hijo bastardo del Barón Godofredo de Ibelin, al que sigue hasta Tierra Santa para asistir a la pérdida de Jerusalén, cuya defensa él mismo se encargará de liderar a sangre y fuego tras los desmanes cometidos por los cruzados y el asedio de los sarracenos. Balian rinde la ciudad tras comprometerse Saladino a respetar las vidas de los supervivientes y a darles protección hasta que lleguen a tierras cristianas. Scott critica con escepticismo el sentido de las guerras amparadas en las religiones cuando Balian pregunta a Saladino qué cuesta Jerusalén. El monarca musulmán le contesta que nada y en boca de un cristiano el cineasta
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asegura: “Se han hecho muchas cosas en la Cristiandad de las que Cristo sería incapaz”. El herrero convertido en cruzado no querrá volver a Jerusalén en una nueva cruzada cuando el rey de Inglaterra, Ricardo Corazón de León, le proponga unirse a él para reconquistarla. Antes de que aparezcan los créditos, Scott argumenta en unos títulos que los tres años que el monarca inglés pasó guerreando de poco sirvieron y que “casi mil años después, la paz en el Reino de los Cielos sigue siendo inalcanzable”.
Éxodo de los judíos y persecución religiosa Si en Tierra Santa fueron los cristianos los expulsados, en los reinos de Castilla y de Aragón, en España, lo fueron los judíos tras la reconquista. El cine español no se ha prodigado en recordar esa vergüenza, mientras que durante la dictadura franquista sí se dio con frecuencia el antisemitismo habida cuenta de la naturaleza fascista del régimen. La expulsión de los judíos tuvo lugar en 1492, el mismo año en que la reina Isabel reconquistó el reino de Granada a los musulmanes y Cristóbal Colón arribó a América. Fue una tragedia para el país porque con ellos se fueron siglos de conocimiento y de avances en las ciencias, cuando lo que vino después fue el oscurantismo fanático e intransigente de la Inquisición. En ese año se desarrolla la acción de La marrana (España, 1992), de José Luis Cuerda, una comedia protagonizada por dos pícaros que se las ingenian para salir adelante con el engaño y el cuento. La historia comienza con una familia judía que tras recoger las pocas pertenencias que le es posible transportar en su viaje al exilio, emprende el éxodo teniendo que soportar el desprecio de los cristianos. Cuando Bartolomé, un muerto de hambre que regresa de su cautiverio en Túnez, se tropieza con unos judíos, les exige que le den comida en lugar de suplicarla porque los desprecia al ser hebreos. “Y que a Cristo nuestro señor se le haya olvidado el mal que le hicisteis, mal nacidos”, les increpa antes de descubrir que el atillo que le han dado supuestamente con alimentos contiene en realidad compresas sucias con excrementos de un bebé.
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El narrador en off que al comienzo del relato pone en antecedentes al espectador sobre los acontecimientos que tuvieron lugar en 1492, a la vez que las imágenes muestran a una familia judía haciendo el equipaje para partir, explica: “El 6 de enero de 1492, los Reyes Católicos toman posesión de Granada y ponen así fin a diez años de asedio a la ciudad y a 800 de presencia musulmana en la península Ibérica. El 31 de marzo de ese mismo año de 1492, Fernando e Isabel firman el edicto de expulsión de los judíos. Culminaban así las persecuciones y los enfrentamientos por razones políticas, económicas y religiosas de que fueron objeto o en los que participaron los hebreos españoles durante siglos. El edicto real, aplicable a unos 400.000 judíos en ese momento, les da tres meses para convertirse al cristianismo o para vender, malvender mejor, todas sus propiedades y abandonar el país. En su marcha tendrán que acompañarles sus familias y criados, y no podrán llevar oro ni plata. Hasta su salida del territorio español contarán con el amparo real, pero si vuelven, se les aplicará la pena de muerte. Terminaban así 1.500 años de vida judía en España, durante los cuales, siglos X y XI, se había producido en nuestro suelo una deslumbrante edad de oro de las ciencias, el pensamiento y las letras hebraicas”. En realidad, el edicto no se firmó conjuntamente para Castilla y Aragón. Primero lo hizo Isabel la Católica y poco después el rey Fernando suscribió otro, prácticamente en los mismos términos, para las familias hebreas asentadas en la Corona de Aragón. Sobre la cifra de deportados existen muchísimas discrepancias entre los historiadores. Si bien los estudiosos hebreos hablan de 200.000, los más moderados reducen la cifra a 50.000, mientras que el catedrático de Historia Medieval de la Universidad de Alicante, José Hinojosa Montalvo, estima que fueron alrededor de 100.000. Hablamos de los que partieron, principalmente a Portugal, Italia y el norte de África, sin contar los conversos que permanecieron y siguieron practicando sus ritos en la clandestinidad. La cohabitación de credos se desmorona y tras los judíos llegará el turno a los moriscos, que eran los musulmanes nacidos en la península Ibérica. La tensión creció cuando fueron obligados a convertirse por la fuerza y se
procedió a su expulsión entre 1609 y 1614. La Inquisición, creada desde 1478, haría el resto. La actuación infame del Tribunal del Santo Oficio ha sido representada en numerosas ocasiones en el cine pero de forma desvirtuada, incluso en cinematografías como la mexicana en En tiempos de la Inquisición (1946), de Juan Bustillo Oro y protagonizada por Jorge Negrete y Gloria Marín. Él es un cristiano que queda prendado de los encantos de la morisca Zoraya, por la que arriesgará su prestigio, su posición social y su vida. La presión que sobre ella ejerce la Inquisición le obliga a tomar la decisión de partir al exilio, pero el fanatismo de los cristianos se lo impide. El filme de Bustillo Oro resulta acartonado, en la línea del cine histórico hecho en España durante la posguerra para intentar recuperar la gloria de un país sumido en la miseria y aislado internacionalmente tras la derrota de los fascismos en Europa, y que pretendía rememorar el pasado imperial a través de gestas como la reconquista y la expulsión de los musulmanes o la conquista y colonización de América. No obstante, esta cinta mexicana es una de las pocas que hay sobre la persecución de los moriscos y su expulsión, por lo que vale la pena tenerla en cuenta a pesar de sus carencias y lo atípico de ver a un Jorge Negrete vestido de época en lugar de hacerlo de charro y sin entonar una sola canción en todo el metraje. La expulsión de los creyentes de dos de los credos mayoritarios en la España comprendida entre finales del siglo XV y principios del XVII, lo mismo que la intervención de la Inquisición, tenía otra finalidad más allá de la persecución religiosa: la codicia de los católicos, que es lo que motivó también la invasión y conquista de América a golpe sangriento de espada, arcabuz y crucifijo. El catedrático de Filología Latina de la Universidad de Sevilla Juan Gil Fernández tiene claro que ese fue el fin exclusivo de la Inquisición, saquear y robar sobre todo a los judíos, lo que justificaría que el Santo Oficio perdurara hasta 1834 debido a su eficacia tanto religiosa como económica porque “daba dinero”. En el imaginario colectivo, al igual que ocurriría en otros pueblos europeos y en la Alemania de Hitler, el judío sería mostrado como un prestamista vil y sedicioso. El
cine alemán lo tratará así en la paradigmática Jud Süss (El judío Süss, Alemania, 1940), de Veit Harlan, mientras que en el cine español de la dictadura franquista surgirán modelos similares en ¡A mí la legión! (1942), de Juan de Orduña, La dama del armiño (1947), de Eusebio Fernández Ardavín y la atípica La torre de los siete jorobados (1944), de Edgar Neville. Los jorobados de los que habla este título son los descendientes de los judíos que no partieron al exilio ni se convirtieron y que se escondieron en una ciudad subterránea para organizar una secta clandestina de delincuentes organizados. Ficción, por supuesto, en la que los judíos son seres deformes y son equiparados a las ratas al vivir bajo tierra.
Dentro de un mismo credo también ha habido enfrentamientos, disidencias, persecuciones y crímenes. Así lo padeció el filósofo español musulmán Averroes en la Córdoba del siglo XII cuando se enfrentó a los fundamentalistas y tuvo que exiliarse. El cineasta egipcio Youssef Chahine lo muestra de esa manera en la exitosa Al Massir (El destino, Egipto, 1997). Y en el seno de la
La torre de los siete jorobados (España, 1944), de Edgar Neville.
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La reine Margot (Francia, 1994), de Patrice Chéreau.
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religión cristiana es tristemente célebre la persecución que sufrieron los calvinistas en el siglo XVI a manos de los católicos. La Matanza de San Bartolomé, acontecida en París el 24 de agosto de 1572, instigada por el rey de Francia que había ordenado asesinar a los líderes hugonotes, que es como se conocía a los calvinistas, se fue de las manos y acabó convertida en un genocidio cuando el pueblo se sumó a las represalias y el odio religioso se extendió a ciudades como Toulouse, Burdeos, Ruan y Orleans. David Wark Griffith plasma esa masacre, que se saldó con entre 10.000 y 15.000 muertos, en uno de los pasajes de Intolerance (Intolerancia, USA, 1916), como haría también Patrice Chéreau en el film francés La reine Margot (La reina Margot, 1994), del que ya se había hecho una versión anterior en 1954 a cargo de Jean Dréville, basado como su remake en la novela del mismo título de Alejandro Dumas. Esta guerra religiosa se prolongó en el tiempo, aunque encontró en el Edicto de Nantes de 1598 una tregua propiciada por la tolerancia de Enrique IV de Borbón, cuyo nieto Luis XIV rompió en 1685 pro-
Y Dios expulsó a Adán y Eva
hibiendo en Francia toda aquella religión que no fuese la católica. La decisión del monarca empujó al exilio a más de 200.000 protestantes calvinistas. Los puritanos que fundaron las primeras colonias de América del Norte en la costa Este hicieron la travesía en el mítico Mayflower huyendo de la persecución religiosa de la Iglesia anglicana que había establecido Enrique VIII en Inglaterra. La versión cinematográfica más famosa de esta gesta de principios del siglo XVII es Plymouth Adventure (La nave del destino, USA, 1952), de Clarence Brown, de la que se haría una versión televisiva en 2009 titulada Mayflower: The Pilgrim’s Adventure, dirigida por George Schaefer y protagonizada por Anthony Hopkins. En la puritana Nueva Inglaterra está ambientada también The Scarlet Letter (La letra escarlata, USA, 1995), de Roland Joffé, basada en la novela homónima de Nathaniel Hawthorne que relata la marginación y exclusión que sufre una mujer acusada de adúltera y a la que da vida Demi Moore. Las colonias americanas se convirtieron así en lugar de acogida de emigrantes que buscaban la tierra prometida donde poder profesar con libertad sus creencias espirituales a miles de kilómetros de distancia del Viejo Mundo. Uno de los patriarcas de la Iglesia de los Mormones en Estados Unidos, Brigham Young, apela a ello en la película Brigham Young (El hombre de la frontera, USA, 1940), de Henry Hathaway, cuando pronuncia un alegato en defensa de Joseph Smith, el fundador de este credo. Lo hace durante el juicio con el que se pretende expulsar a los mormones del Estado de Illinois al igual que antes habían sido obligados a marcharse de Nueva York, Missouri y Ohio. A Joseph Smith lo juzgan porque los mormones han decidido dejar de poner la otra mejilla y defenderse de las agresiones que sufren en cada lugar donde se asientan para intentan fundar su iglesia. En defensa de Smith, que es tratado como un profeta entre su gente, Young se dirige al jurado popular que juzga al fundador de los mormones en los siguientes términos: “Caballeros, no les pido que ustedes crean en lo que Joseph Smith dice, y sin embargo les ruego que permitan que él y que todos nosotros crea-
mos en él. Sus antepasados y los míos vinieron a vivir a esta tierra por una razón muy importante, escapar de las persecuciones por su credo, y además construir un país libre en donde cada uno pueda adorar al dios que le plazca. Por eso fueron los puritanos a Massachusets, los cuáqueros a Pensilvania, los hugonotes a Carolina del Sur y los católicos a Merylan. Cuando al fin encontraron lo que buscaban, entablaron una guerra para poder conservarlo y crearon uno de los documentos más nobles que jamás se hayan escrito, la Constitución de los Estados Unidos para gobernar a hombres libres. Las primeras palabras que se escribieron en aquel papel garantizaban que todos los hombres tienen derecho a venerar al dios que quieran, y prohíben al Congreso, y a cualquier otra persona, que se atreva a interponerse ante este derecho. No pueden ustedes condenar a Joseph Smith sencillamente porque cree en algo en lo que ustedes no creen, no pueden traicionar aquello por lo que muchos de sus antepasados dieron la vida. Si deciden hacerlo, sus nombres, no el de Joseph Smith, pasarán a la historia como traidores”. De poco sirve el alegato porque el tribunal, sin ni siquiera darse un tiempo para deliberar, decide condenarlo y una turbamulta asalta esa misma noche el lugar donde está retenido Smith para lincharlo y darle muerte. Brigham Young está concebido como un western clásico en el que una caravana de hombres y mujeres se adentran en tierras inhóspitas todavía no colonizadas para poder fundar en algún lugar su iglesia sin ser perseguidos. En definitiva, habla del espíritu de frontera que movilizó la colonización de todo el territorio Norteamericano. El conflicto entre los mormones, los laicos y el resto de credos que convivían en Estados Unidos en el siglo XIX giraba en torno a las tensiones que había entre quienes defendían la separación del poder político del religioso, y los partidarios de una teocracia como pretendían los seguidores de Smith y Young. En este tipo de biopics no hay que perder nunca de referencia el contexto histórico de los hechos narrados. Henry Hathaway cuenta la historia de los mormones desde el ajusticiamiento de su profeta, convertido así en
mártir, hasta la fundación de la ciudad de Salt Lake City por el mesiánico Brighan Young, conocido como el Moisés americano, y sus seguidores. La película está hecha justo un siglo después de que los mormones iniciaran su éxodo de la ciudad de Nauvoo en Illinois. Ciertamente su historia recuerda a la del pueblo elegido de Dios cuando huyen para salvar sus vidas la misma noche que una revuelta popular enfervorizada incendia y destruye sus casas. Incluso tienen que atravesar un río helado con sus carretas para escapar de sus perseguidores que están dispuestos a matarlos, como si del Mar Rojo se tratara evocando el capítulo del Éxodo sobre la huida de Egipto de los hebreos capitaneados por Moisés. En cualquier caso, el profeta de los mormones que nos muestra el film es más humano y terrenal que otra cosa y sus visiones no son tan proféticas como hace creer a sus seguidores, puesto que previamente el ejército le informa del ataque que los civiles piensan realizar la noche en que deciden partir de Nauvoo, y el milagro de las gaviotas que combaten la plaga de langosta en los campos de cultivo no es tal, sino que se debe a la cercanía de los grandes lagos que dieron nombre, precisamente, a la ciudad que fundaron en el Estado de Utah. En busca de la tierra prometida, su intención inicial era cruzar las Rocosas y viajar a México. Los lugares comunes de las religiones monoteístas estarán siempre en las argumentaciones que Brigham Young haga para justificar las desgracias que sufren: las muertes de sus seguidores las verá como “la voluntad de Dios” y cuando su pueblo se queje de la tardanza en encontrar un lugar donde asentarse, les responderá que Moisés tardó 40 años en llegar a Jerusalén. La resignación y la fe ciega han servido así para justificar las injusticias y las tropelías de quienes se han amparado en las religiones para ejercer el poder. En nombre de los dioses, lo mismo que de las ideologías totalitarias, han muerto también cantidades ingentes de personas a lo largo de la historia, y los odios causados por los credos religiosos han sido en multitud de ocasiones la causa de las persecuciones y éxodos masivos que han padecido y siguen padeciendo millones de personas en el mundo.
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Durante el éxodo, los seguidores de la Iglesia de los Mormones son rechazados en el film Brigham Young por todos los lugareños de los sitios a los que llegan. Sólo una tribu india les permite cruzar por su territorio e incluso asentarse un tiempo allí porque a ellos también los echaron de sus tierras. Los nativos originarios de América sufrieron la persecución, el desplazamiento y el exterminio masivo. El séptimo arte los ha mostrado como salvajes, ignorantes e incivilizados, y el western a lo largo de la primera mitad del siglo XX se encargó de forjar una imagen negativa de ellos en el imaginario colectivo que, a su vez, contribuyó a justificar históricamente su persecución en aras del avance de la civilización y el progreso. La visión de los colonos fue la única hasta que en 1950 Delmer Daves ofreció otro punto de vista de los pueblos indígenas en Broken Arrow (Flecha rota, USA), que visibilizó por fin una imagen distinta de los pueblos americanos precolombinos. Hasta esa fecha, Hollywood no había dudado en retratar a los indios americanos como tribus sanguinarias dedicadas a matar a los colonos blancos por placer. La clásica Stagecoach (La diligencia, USA, 1939), de John Ford, acostumbraría al público a verlos como un peligro que acechaba a los blancos que se esforzaban en hacer de Norteamérica el país más próspero y libre del mundo, y títulos en la línea de The Searchers (Centauros del desierto, USA, 1956), del mismo director, justificarían su aniquilación hasta llegar prácticamente hasta el exterminio. El odio hacia los comanches y su afán de venganza que
siente en The Searchers el tío Ethan Edwards, interpretado por el cowvoy por excelencia John Wayne, encontraría la empatía de los espectadores, lo mismo que con el general Custer en They Died with their Boots on (Murieron con las botas puestas, USA, 1942), de Raoul Walsh, que horrorizaría al público con las crueldades cometidas por los indios. Son tragedias inmortalizadas en matanzas como la de Little Big Horn, cuando se negaron los nativos a doblegarse a los intereses de los colonos, cegados estos por las riquezas minerales que tenían sus territorios una vez que apareció oro en ellos. Nada se ha dicho de estos abusos en el cine, como cuando los holandeses que se asentaron en Nueva Ámsterdam, hoy Nueva York, expulsaron de sus tierras a los indios de la tribu Lenape y les “compraron” la isla de Manhattan a cambio de abalorios sin valor alguno. También se ha ignorado en el relato cinematográfico que los cherokees fueron expulsados de sus tierras en 1838 al encontrar oro los colonos blancos. El ejército les obligó a desplazarse a Oklahoma en una travesía que terminaría conociéndose como el Camino de las Lágrimas y en la que murieron 4.000 indios de los 14.000 que emprendieron este exilio instigado por la codicia de los invasores. Por otra parte, centenares de choctaws murieron a causa de pulmonías y epidemias de cólera cuando fueron obligados a emigrar a otras tierras completamente diferentes a las suyas. Y tampoco se han visto en las pantallas las campañas de exterminio como la que tuvo lugar el 29 de diciembre de 1890 en Wounded Knee, cuando entre 150 y 300 sioux fueron masacrados
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Twelve Years a Slave (USA, 2013), de Steve McQueen.
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por el Séptimo de Caballería. Tuvo que pasar más de un siglo hasta que Yves Simoneau hiciera una película sobre esa tragedia histórica, para la televisión aunque en una producción de gran formato de la HBO, en Bury my heart at Wounded Knee (Entierra mi corazón en Wounded Knee, USA, 2007), basada en la obra sobre la historia india del Oeste americano escrita por Dee Brown. Howard Zinn, autor de La otra historia de los Estados Unidos, ha observado con agudeza cómo el desplazamiento al que fueron obligados los indios norteamericanos entre los montes Apalaches y el Mississippi recibió el nombre de removal, expresión que se refiere tanto a una mudanza como a una eliminación. Zinn no aporta cifras sobre el número de víctimas indígenas en las guerras indias porque nadie se preocupó de contarlas ya que la ignorancia es el arma más valiosa de los vencedores para ocultar su iniquidad en cualquier tipo de confrontación bélica. Este autor es uno de los pocos historiadores que ha denunciado los intereses económicos que movieron a los grandes héroes que construyeron la gran nación norteamericana como Thomas Jefferson, Andrew Jackson y George Washington, alejándose así de la historia oficial que se cuenta en las escuelas y que los medios audiovisuales se han encargado de difundir. Tierra de acogida de desplazados de otros países por motivos religiosos, políticos y económicos, se da la gran paradoja de que la nación norteamericana se forjó a su vez amparándose en el desplazamiento obligado y la eliminación de los nativos que ya estaban allí antes. John Ford, que tanto contribuyó a forjar el mito del salvaje que cortaba cabelleras a los blancos, reconoció al final de su carrera que el cine no había hecho justicia a los pueblos originarios de América y realizó en 1964 Cheyenne Autumn (El gran combate), cinta con la que hizo un acto de contrición de alguna manera sobre la visión que había dado de los indígenas en su filmografía. “Hacía mucho tiempo que quería hacerla. He matado más indios que Custer, Beecher y Chivington juntos, y la gente en Europa siempre quiere saber cosas de los indios. Todas las historias tienen dos aspectos, pero por una vez quería enseñar su punto de vista. Seamos justos: los hemos tratado muy
mal, y es una mancha en nuestra historia; hemos engañado, robado, matado, asesinado, hecho matanzas y todo, pero si ellos matan a un solo hombre blanco, por Dios que sale el ejército”, confesó el cineasta a Peter Bogdanovich. Cheyenne Autumn es la crónica de lo que precedió a la despiadada colonización del Oeste americano; la expulsión de los legítimos propietarios de unas tierras que pasaron a ocupar granjeros, pero sobre todo especuladores y hombres a la caza del negocio fácil que buscaban riquezas sin importarles el coste humano que eso suponía. Con un reparto de primera línea en el que los actores mexicanos Gilbert Roland, Ricardo Montalbán y Dolores del Río ponen rostro a los líderes cheyennes, y rodada en el Monument Valley y el Navajo Tribal Park, la cinta relata la decisión que toma una tribu de abandonar las tierras áridas de la reserva a la que han sido conducidos y regresar al territorio de donde proceden en Yellowstone, a 2.000 kilómetros de distancia. La acción se sitúa en 1868. Los indios emprenden el retorno a sus fértiles praderas ante el desprecio y los continuos engaños de los gobernantes blancos. Su confinamiento en la reserva se convierte en una suerte de exterminio,
Cheyenne Autumn (USA, 1964), de John Ford. Francisco Javier Millán
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pues de los 1.000 cheyennes que llegaron solo quedan con vida 286. El resto ha muerto de enfermedad o por hambre. Inician el regreso de forma pacífica, combatiendo solo cuando el ejército, los cuatreros y los colonos intentan evitar que vuelvan a la tierra de sus antepasados. A pesar de ello la prensa tergiversa las noticias y hace creer a la opinión pública que se ha desatado la violencia y que los indios están sembrando el caos y la destrucción a su paso. Nadie habla del motivo de su partida ni atiende las quejas de estos desplazados salvo el capitán Thomas Archer, que consigue llegar hasta el secretario de Interior del Gobierno, Carl Schurz, para contarle la verdad. Cuando reacciona ya es tarde porque parte de los cheyennes han sido confinados en el fuerte Robinson y comienzan a morir de hambre y frío, por lo que escapan y al hacerlo sufren una nueva masacre. Su heroica marcha conmueve a los gobernantes y se les permite volver a las tierras de sus antepasados.
Dances with Wolves (USA, 1990) de Kevin Costner.
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La imagen que Ford ofrece de los indios en este film no es una mirada paternalista. No los ve desde el punto de vista del buen salvaje, puesto que plantea conflictos dentro de la tribu, sino que los muestra como un pueblo desplazado que quiere volver a la tierra de la que fueron expulsados a la fuerza. Tampoco entra en maniqueís-
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mos con los blancos. El capitán Archer, de la Caballería de los Estados Unidos, respeta a los cheyennes, aunque también desconfía de ellos, pero sabe distinguir entre lo correcto y lo incorrecto, a diferencia del capitán Wessels, que se atiene a la “obediencia debida” para permitir la muerte de los indios por el frío y la inanición. El sargento de origen polaco, en cambio, se negará a matar cheyennes “sólo por ser indios”. Su conciencia le hace ver lo que es una injusticia y obra en consecuencia, como acabará haciendo Archer. “He luchado con indios que luchaban contra mí, no contra un puñado de personas que están buscando su casa”, afirma el sargento. El western como género prolífico agotaría sus últimos cartuchos en los años 70 con los spaghetti western rodados en España. A principios de los 90, el éxito de público y crítica de Dances with Wolves (Bailando con lobos, USA, 1990), de Kevin Costner, hizo aflorar el espejismo de un renacimiento del género que finalmente sólo se plasmó en algunas cintas en las que, eso sí, el tema indígena ya no era tratado de forma tan estereotipada como lo había sido con anterioridad. En la película de Costner, un suboficial de Caballería sufre un proceso de aculturación que le lleva a descubrir que los sioux son personas, no bestias, a diferencia del hombre blanco tras su experiencia de combate en la Guerra de Secesión. “Nada de lo que me han contado de esta gente es cierto”, escribe en su diario bellamente ilustrado con dibujos de los indios, sus tradiciones y su folclore. El teniente Dunbar encuentra un nuevo sentido a su vida junto a los sioux, cuyo idioma aprende y sus costumbres se esfuerza en comprender. Cuando el ejército llega a la frontera dispuesto a someterlos exterminándolos si es preciso, el suboficial renegado les instará a que se marchen porque el hombre blanco no ha viajado hasta allí con buenas intenciones, sino todo lo contrario. De hecho, cuando es capturado así se lo confirman al decirle que su presencia allí es para capturar al enemigo y recuperar el territorio. Narrada con un tono épico espléndido, Dances with Wolves recupera las grandes gestas del Oeste americano intercambiando los papeles al convertir en buenos a los indios y en malos a los blancos. La película de Costner es una oda a los pieles
rojas que hace fascinante su cultura, tantas veces negada en el cine anterior. Todo ello en un momento, además, de gran concienciación ciudadana sobre el respeto al medio ambiente, algo de lo que los pueblos indígenas de todo el mundo serían tomados como referente. Los sioux escapan a su campamento de invierno y se asientan allí hasta que emprenden el éxodo perseguidos por los blancos. Narrada en primera persona por el teniente Dunbar, su voz en off explica al final del relato que 13 años después de aquellos acontecimientos (la acción se desarrolla en la penúltima década del siglo XIX) sus hogares quedaron destruidos y sus búfalos exterminados: “El último grupo de sioux fue sometido a la autoridad del hombre blanco en el Fuerte Robinson (Nebraska). La magnífica cultura de los caballos de las llanuras se extinguió y la frontera americana pronto pasaría a la historia”. Otro teniente del Ejército de los Estados Unidos, Britton Davis, es el narrador de Geronimo: An American Legend (Gerónimo, una leyenda, USA, 1993), de Walter Hill, la historia de uno de los últimos guerreros apaches que se rebelaron contra el modelo de las reservas impuesto por el Gobierno norteamericano para exterminar a los pobladores originales como una suerte de “solución final”. Walter Hill sigue los pasos hasta su rendición de uno de los guerreros indios más célebres de la historia, tanto para los norteamericanos como para los mexicanos, puesto que combatió contra ambos en la frontera. Lo hace de forma descarnada, mostrando a Gerónimo como un ser cruel, como un guerrero que sólo respeta el valor de sus oponentes. Así lo hace con el minero que protesta ante él, al que deja con vida mientras que sus compañeros son masacrados por haber ocupado las tierras de los apaches. Pero los militares norteamericanos no son menos traicioneros y crueles. Masacran a mujeres y niños indios sin piedad, con odio racial, y engañan a los jefes de las tribus, incitándoles a la rebelión para poder masacrarlos con esa excusa. Como ya había hecho Ford en Cheyenne Autumn, la cinta de Walter Hill muestra las reservas indias como campos de confinamiento planificados con un único fin, el exterminio de sus gentes. Las tierras a las que son des-
plazados no son fértiles y el maíz que cultivan es insuficiente para su subsistencia. Los suministros del Gobierno nunca llegan y en aras al orden público se les prohíbe conservar su identidad a través de sus costumbres. El asesinato de un hombre medicina, un chamán apache, desencadenará una de las escaramuzas de Gerómino harto de soportar los abusos de los casacas azules. “La reserva es mala, pero al menos estamos vivos”, se consuela un jefe apache. Gerónimo no acepta esa sumisión y exige los derechos de cualquier hombre libre, aunque lo hace matando a civiles y expulsándolos de las tierras indias ocupadas por los apaches, que es lo mismo que hace el Ejército contra su pueblo. Como represalia para forzarle a que se rinda, el general envía a las familias de los sublevados a Florida en otro desplazamiento forzoso. Después de esa medida, aislado en el desierto, Gerónimo se rinde con los pocos hombres que le acompañan y es encarcelado por el resto de su vida. Es enviado al destierro en un tren de carga, como si fuera ganado, junto con los exploradores apaches que habían servido en la Caballería, en otra de las traiciones y engaños del hombre blanco que denotan el carácter racista de las guerras indias como contiendas cuyo finalidad era el exterminio de los nativos para robarles sus tierras. En el tren donde son deportados, Gerónimo toma conciencia de que su tiempo ha terminado, así como el de su pueblo. A finales del siglo XX, sólo un uno por ciento de la población de los Estados Unidos era india. Narrada desde el punto de vista del teniente Davis, que renunciará a la carrera militar tras presenciar los desmanes cometidos contra los indios y asistir impotente a las mentiras de las que se vale el general para conseguir sus fines, la cinta de Walter Hill incide en la ambición y codicia de los conquistadores del continente americano como venía sucediendo desde que en 1492 Cristóbal Colón arribara por primera vez a la isla de Guanahani. Conquista, colonización o encuentro de dos mundos son eufemismos que no se ajustan a la realidad de lo que allí ocurrió. Utilizaremos por ello los términos más correctos de invasión y expolio, que es en definitiva lo que hicieron los españoles con la ayuda de algunos
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pueblos indígenas que estaban sometidos a la tiranía de los grandes imperios como el azteca. Tampoco era el paraíso lo que había antes de la llegada de los españoles. Apocalypto (USA, 2006), de Mel Gibson, es de las pocas películas que han tratado desde el género de ficción el tema de las civilizaciones precolombinas. A pesar de lo cuestionable que nos pueda resultar esta cinta, su fuerza visual y narrativa es incuestionable. En cuanto a sus grandes dosis de violencia, en nada banales como ocurre con los tan aplaudidos Quentin Tarantino y Robert Rodríguez, son muy del gusto del público actual, y la cinta en su conjunto se ajusta a la temática que estamos tratando, puesto que habla de desplazados. Los protagonistas son indígenas mayas capturados como esclavos por guerreros de una ciudad estado a la que son conducidos para ser sacrificados a los dioses. No gustó la imagen violenta que se da de esta civilización, pero lo que cuenta nos lo contaron los propios mayas en los frisos de sus templos y palacios, en sus estelas y en las pinturas y códices que se conservan. Los historiadores ya no ven a este pueblo con la imagen idealizada de antes. No eran pacíficos, ni tan sabios, aunque fueran grandes astrónomos y matemáticos, porque hicieron insostenible el hábitat en el que vivían, como acertadamente se retrata en la película. Sus guerras intestinas por el poder político y religioso obligaron a sus gentes a desplazarse a otros lugares dejando abandonadas sus imponentes ciudades levantadas en medio de la selva, y de todo ello habla Apocalypto, adelantando en el tiempo, eso sí, la llegada de los españoles en una incongruencia histórica inadmisible. Aun con todo, la historia de Garra de Jaguar y de su familia es la de muchos desplazados antes y ahora, una historia de padecimiento y de incertidumbre cuando alguien es arrancado de su hogar, separado de los suyos y condenado a la esclavitud. Es también la historia de una rebeldía, la de quienes se resisten a someterse, de quienes albergan hasta el último momento la esperanza de escapar de la opresión y retornar a sus orígenes. Lo que aparenta ser una cinta banal puede que no lo sea tanto si la vemos desde ese punto de vista.
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Desplazados por la conquista española La llegada de los españoles a América, mucho tiempo después de lo que se cuenta en la cinta de Gibson, tuvo un impacto de grandes consecuencias para los pueblos originarios del continente. La población que tenía entonces se estima que era de unos 75 millones de personas. No tardaría en ser diezmada por las enfermedades que llevaron los españoles, pero sobre todo por su avaricia. El choque entre los dos mundos, que no encuentro, aparece en títulos mexicanos como Cabeza de Vaca (1991), de Nicolás Echevarría, y La otra conquista (2000), de Salvador Carrasco, con algo en común, el peso y la responsabilidad que la religión católica tuvo en esta cruzada. La primera nos hace reflexionar sobre lo distinto que hubiera sido ese encuentro de haber predominado personajes como Álvar Núñez frente a tiranos ansiosos de riquezas como Hernán Cortés, que aparece en el film de Carrasco sometiendo a los sobrevivientes de la dinastía de Moctezuma. La invasión de los españoles no sólo expulsó de sus tierras a los indios que se negaron a someterse al Reino de Castilla, sino que supuso el desplazamiento de unos dioses por otros como forma de dominación. Pocas metáforas visuales han sido tan válidas para expresar esta idea como la gigantesca cruz que portan los soldados en la obra de Echevarría, y la imagen de la virgen que causa la muerte de Topiltzin en La otra conquista. El cine europeo de autor tampoco ha sido generoso con los conquistadores. Carlos Saura, en su fallida El Dorado (España, 1988), y Werner Herzog, en su asfixiante Aguirre, der Zorn Gottes (Aguirre, la ira de Dios, Alemania, 1972), ponen el acento en la sinrazón e irracionalidad de conquistadores como Lope de Aguirre y su afán enfermizo, movido por la codicia, de encontrar el mito de El Dorado. Para ello se adentran en regiones de vegetación exuberante convertidas en trampas mortales para los españoles, por las que son incapaces de moverse con soltura y en las que perecerán. Igual de exuberante es el paraje donde la Compañía de Jesús crea la misión para evangelizar a los guaraníes en The Mission (La misión, Reino Unido, 1986), de Roland Joffé, convertida
en un paraíso terrenal donde los indígenas viven bajo la doctrina de Cristo en unas comunidades autárquicas alejadas de los traficantes de esclavos portugueses. Las escenas que se desarrollan en las cataratas del Iguazú, así como la banda sonora de Ennio Morricone, son de una fuerza sobrecogedora. Es uno de los mejores films que se han hecho sobre la colonización y conquista española. Está basado en hechos históricos, la disputa territorial entre España y Portugal por la posesión de la Nueva Colonia del Santísimo Sacramento en la desembocadura del río de La Plata, donde el jesuita padre Gabriel, interpretado por un espléndido Jeremy Irons, ha fundado una misión que está más cerca del cielo que de la tierra. En ella se refugian los indígenas que huyen de los cazadores y tratantes de esclavos como Rodrigo Mendoza, que tras matar a su hermano en un duelo por un asunto amoroso se refugiará en la misión para redimir sus pecados y convertirse en un firme defensor de los indios, por los que dará su vida después de que con anterioridad los haya cazado como si de bestias se tratara. El Tratado de Madrid dejó en manos de los portugueses la colonia y, como acontece en la película, sus nuevos ocupantes destruyeron la misión para capturar indígenas y esclavizarlos. Los niños supervivientes se adentran en la selva al final de la cinta para retornar a sus orígenes y escapar, perseguidos y desplazados del que había sido su hogar como les sucede a los indígenas de la maliciosa y oportunista 1492: Conquest of Paradise (1492: La conquista del paraíso, Reino Unido, 1992), de Ridley Scott, sobre la figura de Cristóbal Colón, el descubridor de América que no se enteró que había descubierto un nuevo continente. Oportunista porque se rodó pensando en el Centenario del Descubrimiento y maliciosa porque no hace justicia a la verdad histórica. Cristóbal Colón aparece retratado como un visionario, como un humanista que buscaba crear una sociedad idílica en un nuevo mundo, alejado de los intereses de la nobleza peninsular y cuyo sueño se vio truncado por una naturaleza rebelde desconocida en el Viejo Continente. Nada más alejado de la realidad, porque el Almirante fue uno más de los que se embarcaron en las tres carabelas en busca de rique-
zas, no importándoles lo más mínimo los indígenas que encontraron con tal de conseguir sus fines. Nada de eso, o poco, se comenta en el film, salvo las barbaries que cometen los colonos que deja en fuerte Navidad durante su regreso a España. A su vuelta, la colonia ha sido destruida y los indígenas han huido al interior de la isla para escapar de los españoles, pero aun así, Colón sigue apareciendo como un hombre del Renacimiento que aspira a construir la sociedad ideal en América rompiendo, o intentando romper, con el absolutismo del Antiguo Régimen en Europa. El asentamiento que levanta, y cuyo sueño será devorado por las feroces tormentas del Caribe, es una injerencia en la forma de vida de los nativos, a los que desplaza primero para terminar después exterminándolos con el paso de los años. La narración épica del relato que nos propone Scott oculta la verdad de lo ocurrido durante los primeros años de la presencia española en las Indias. Nada más desembarcar en las islas caribeñas, los invasores se fijaron única y exclusivamente en dos cosas: el oro y la posibilidad de convertir en esclavos a los indígenas. Lo primero había poco y lo expoliaron a base de exigir a los nativos, bajo amenaza de muerte, su extracción. En cuanto a lo
1492: Conquest of Paradise (Reino Unido, 1992), de Ridley Scott.
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segundo, el Almirante se anticipó a los negreros pero haciendo el viaje a la inversa, llevando gentes de América a España para ser entregados como esclavos. El resultado de este desplazamiento forzoso fue cruel, porque de los indios que Colón embarcó en el primer viaje sólo llegaron con vida a la península Ibérica la mitad. Tampoco hubieran corrido mejor suerte permaneciendo en su tierra, puesto que la población autóctona fue mermando hasta su desaparición, lo que derivó hacia el inicio del tráfico de esclavos procedentes de África. No estamos hablando de la leyenda negra que tanto incomoda a los españoles, sino de la realidad histórica que se tergiversa o se oculta abiertamente en los libros de enseñanza, en los que preocupa más resaltar la gran gesta que supuso la conquista por el cambio de ciclo histórico que iba a producir un acontecimiento de esa magnitud, para algunos el primer paso de la globalización. El historiador Howard Zinn nos lo cuenta en La otra historia de los Estados Unidos en los siguientes términos: “Colón envío múltiples expediciones hacia el interior (de La Española). No encontraron oro, pero tenían que llenar las naves que volvían a España con algún tipo de dividendo. En el año 1495 realizaron una gran incursión en busca de esclavos, capturaron a mil quinientos hombres, mujeres y niños arawaks, les retuvieron en corrales vigilados por españoles y perros, para luego escoger los mejores quinientos especímenes y cargarlos en naves. De esos quinientos, doscientos murieron durante el viaje. El resto llegó con vida a España para ser puesto a la venta por el arcediano de la ciudad, que anunció que, aunque los esclavos estuviesen ‘desnudos como el día que nacieron’ mostraban ‘la misma inocencia que los animales’. Colón escribió más adelante: ‘En el nombre de la Santa Trinidad, continuemos enviando todos los esclavos que se puedan vender’”. Como los esclavos no daban suficiente rentabilidad económica, Colón mandó a los conquistadores en busca de oro y obligó a los nativos a recoger una determinada cantidad de este metal precioso, que sólo podía conseguirse en pequeñas cantidades y en forma de polvo en los ríos. A quienes cumplían con esta obligación se les entregaba un colgante de cobre para diferenciarlos de quienes no lo hacían.
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También la lluvia (España/México, 2010), de Icíar Bollaín.
Si los españoles los encontraban sin él, les amputaban las dos manos. La codicia de los invasores les cegó y ante la ausencia de oro respondieron aniquilando sin piedad a los taínos. Las mujeres, para evitar el sufrimiento a sus hijos, los ahogaban en los ríos, y se produjeron numerosos suicidios colectivos. Los nativos huyeron de sus territorios y se organizaron para hacer frente al invasor, aunque poco pudieron hacer frente a sus corazas y poder bélica. De eso nos habla También la lluvia (España/México, 2010), de Icíar Bollaín. Lo hace con una película que
aborda el cine dentro del cine, recurso dramático que permite a la cineasta y al guionista, su pareja Paul Laverty y habitual colaborador de Ken Loach, alternar dos tiempos históricos de América: la llegada de los españoles hace cinco siglos y la otra conquista que el subcontinente ha vivido en tiempos modernos, la de las multinacionales extranjeras que se apropian de los recursos básicos para su explotación abusiva. En la película es el agua, motivo por el que la acción se sitúa en el año 2000 durante las revueltas ocurridas en Cochabamba (Bolivia), cuando una multinacional norteamericana intentó
incrementar el precio del agua de forma desorbitada, con el beneplácito de las autoridades locales, sin tener en cuenta las repercusiones sociales que eso podía tener y el levantamiento ciudadano que iba a producir. Esas revueltas pillan por sorpresa a un equipo cinematográfico que rueda una película de época sobre Cristóbal Colón y la conquista en escenarios naturales bolivianos. El guión entreteje las dos historias de forma magistral y coloca a los actores en dos conflictos, el del pasado y el del presente, obligando a cada uno de ellos a tomar partido y a mostrarse como son, protagonistas de la historia leída y de la historia vivida, cuyos vasos comunicantes son tan fuertes que a veces se solapa una sobre la otra. Bollaín construye un relato coral, aunque el mayor protagonismo lo tienen el productor de la película en la ficción, Costa, y el indígena Daniel, uno de los líderes de las revueltas contra los abusos de la compañía de aguas y a su vez uno de los intérpretes del film que la productora está rodando, en el que interpreta a un nativo que se rebela contra la codicia de los conquistadores. Desde el presente, el equipo de filmación reconstruye el pasado a la vez que experimenta lo mismo fuera del rodaje al declararse el estado de excepción en Cochabamba y desatarse la represión contra los indígenas que protestan por los abusos de la multinacional que quiere cobrarles el agua a precio de oro. Al principio eso no importa a los cineastas que ruedan su película sin ser conscientes de que lo mismo que denuncian en ella se está produciendo a su alrededor. El idealista director del film sobre la conquista, Sebastián, interpretado por Gael García Bernal, acaba en el pragmatismo egoísta más inhumano. A Daniel, que interpreta al líder rebelde de los indígenas durante la llegada de Colón, lo detienen porque también encabeza las revueltas en el presente. Consiguen liberarlo a cambio de una mordida y el compromiso de que vuelva a la celda una vez finalizado el rodaje. El cineasta acepta, revelando con ese gesto su hipocresía, puesto que en el film predica una cosa y en su vida real se comporta como los represores. Es un falso progresista que no comprende la complejidad del mundo ni que la historia se construye a diario con cada decisión que to-
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mamos, porque cada cosa que hagamos repercutirá sin duda en los demás para bien o para mal. En cambio, el productor, un hombre escéptico, descreído y pragmático donde los haya, vive un proceso de transformación interior que le lleva a implicarse con la gente de Cochabamba, a tomar partido por ellos y a dejar de lado incluso la película porque descubre que hay cosas más importantes. Daniel, el indígena, les dará esa lección en repetidas ocasiones a lo largo del rodaje. Costa lo entenderá, pero Sebastián será incapaz de hacerlo cuando ve que su proyecto fílmico se desmorona sin importarle lo más mínimo los problemas reales de la gente. Lo mismo ocurre con los actores que interpretan a Bartolomé de las Casas y al padre Montesinos, que hacen alardes de compromiso y conciencia social cuando el equipo, durante una cena, discute sobre lo que hicieron los españoles en América durante la conquista, y el actor que da vida a Colón, Karra Elejalde, les reprocha su hipocresía solidaria de palabra y no de hecho. Así ocurre cuando los intérpretes de los frailes huyen asustados sin importarles la represión desatada, mientras que el personaje de Elejalde se mantiene sereno y hace lo poco que puede hacer en esas circunstancias acercándose a un camión con detenidos para compartir su bebida con ellos. Con Costa sucede lo mismo. Llega un momento en que no le importa ya el film sino las personas, porque comprende, como le había dicho Daniel, que “sin agua no hay vida”. Es la misma historia ocurrida cinco siglos atrás. La explotación del hombre por el hombre, los abusos de poder, la ambición y la codicia que conducen a la iniquidad. Las secuencias que ruedan sobre la conquista son un contrapunto visual a la historia que viven en tiempo presente: la imposición de un nuevo tipo de colonialismo, la prepotencia del conquistador sobre los pueblos colonizados, y el uso de la fuerza para reprimir cualquier tipo de rebeldía. Lo que se ambienta en Bolivia son las tierras de las Antillas donde Colón forzó a los nativos a someterse a la superioridad bélica de los españoles convirtiéndolos en súbditos y esclavos. Entre las escenas recreadas está la represión desatada contra los nativos que se negaban a buscar oro, la imposición de ese trabajo bajo pena de
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muerte, la huida de los indígenas para escapar de los españoles dejando atrás sus hogares, y la quema en la hoguera de sus líderes para sofocar las rebeliones. Hay una escena también que muestra lo que hacían las mujeres para evitar que sus hijos fuesen capturados por los conquistadores: ahogar a sus vástagos en el río. En cambio, las indígenas que hacen ese papel en la película dentro de la película se niegan a recrearlo, a pesar de no correr peligro sus bebés porque a última hora serán sustituidos por muñecos. Sebastián, el director, les insiste para que lo hagan porque así ocurrió hace cinco siglos, pero ellas dan media vuelta y se van. El agua para ellas en ese momento es vida, no muerte, y la historia de los pueblos originarios de América ha sido la de la supervivencia. “¿Qué vas a hacer?”, le pregunta Costa a Daniel después de finalizado el conflicto con la multinacional, que hace sus maletas y se va de Bolivia derrotada por la revuelta popular. “Sobrevivir, como siempre, es lo que hacemos mejor”, le responde el indígena. No vamos a entrar en el debate sobre el número de víctimas que dejaron los españoles durante la destrucción sistemática que hicieron de las culturas americanas a lo largo de la conquista, ya que los estudios que se han hecho sobre la evolución demográfica de estos pueblos parten de cifras de población que son estimativas porque no había un censo previo y por tanto no están sujetas al rigor científico. Pero nos vamos a quedar con un dato que sí es relevante. Colón llega a las Antillas en 1492 y en el primer asentamiento castellano, La Española (hoy República Dominicana y Haití), se tiene constancia de que en 1650 no quedaba un solo taíno en la isla. El resto de arawaks que poblaban las Antillas corrieron la misma suerte: el exterminio de toda la etnia. Los conquistadores precisaron desde entonces de fuerza de trabajo traída del exterior para explotar las riquezas de las nuevas tierras arrebatadas a los nativos. Encontraron en una vieja práctica de la humanidad, la esclavitud, la solución ideal. Los orígenes de nuestra civilización, forjada en la antigua Roma, se apoya en los cimientos de la esclavitud como un principio básico de la propiedad privada, la posesión de otros seres para la
realización de labores a nuestro servicio. Los historiadores aseguran que al final de la República romana había unos dos millones de esclavos en Italia y que entre el año 50 antes de Cristo y el 15 después de Cristo, Roma precisaba de medio millón de esclavos anuales para satisfacer sus necesidades. El cine, como ya vimos, ha ilustrado en multitud de ocasiones ese tráfico de esclavos en los peplums, aunque en el imaginario colectivo la imagen del esclavismo está asociada, inevitablemente, al tráfico de personas desde las costas africanas a las americanas.
El negocio del tráfico de esclavos Hay numerosos estudios sobre el trasvase de población de África a América con la esclavitud, en el que intervinieron no sólo las potencias coloniales sino también los propios monarcas africanos que vieron en este comercio un rédito tanto económico como político, puesto que permitía diezmar a las tribus rivales. Aunque el cine se ha fijado más en la esclavitud desde el lugar de destino que en sus orígenes, cintas como Amistad o Cobra Verde muestran ese tipo de prácticas. El tráfico de esclavos desde las costas africanas a las colonias americanas se saldó, entre los siglos XVI y XIX, con el desplazamiento forzoso de entre 10 y 15 millones de negros. Durante mucho tiempo se ha tenido esta última cifra como la más acertada, e incluso en el ámbito académico universitario se insiste todavía hoy día en ella, pero historiadores como Hugh Thomas la han concretado con una gran precisión en algo más de 11 millones. Este historiador británico así lo hace en su ensayo La trata de esclavos, donde detalla el origen y destino exacto de la mercancía, porque así eran considerados los esclavos. Tratándose de un comercio que buscaba la rentabilidad económica, tampoco es de extrañar que las cuentas estuviesen claras y al detalle. Thomas cuantifica ese tráfico transatlántico durante el periodo de tiempo referido en 11.328.000 africanos negros. El principal punto de destino fue Brasil con 4 millones de esclavos entregados, seguido de todo el Imperio español con 2,5 millones, las Indias occidentales bri-
tánicas con 2 millones y las francesas, incluyendo Cayena, con 1,6 millones. El último puesto lo ocupan Estados Unidos y las Indias occidentales holandesas con medio millón de esclavos cada una. Los 200.000 restantes tuvieron como destino Europa y sus dominios de ultramar como Canarias, Madeira y las Azores. Las cifras se refieren exclusivamente a desplazamientos forzosos, a la trata de esclavos entre África y América, no al tráfico posterior dentro del continente americano, cuyas cifras serían superiores por los nacidos en cautividad y convertidos por ello desde su nacimiento en una mercancía. La esclavitud en América ha ocupado muchísimos metros de celuloide, desde las clásicas cintas de Hollywood Souls at Sea (Almas en el mar, USA, 1937), de Henry Hathaway, y Band of Angels (La esclava libre, USA, 1957), de Raoul Walsh, a la italiana Queimada (Italia-Francia, 1969), de Gillo Pontecorvo, y la cubana La última cena (1976), de Tomás Gutiérrez Alea. La primera es una película de aventuras protagonizada por un abolicionista que libera a los esclavos que transporta un barco negrero y que tiende una trampa a los traficantes de este comercio inhumano para que las autorida-
Souls at Sea (USA, 1937), de Henry Hathaway. Francisco Javier Millán
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des británicas puedan interceptar sus cargamentos. El drama humano del filme de Raoul Walsh se yuxtapone con una historia de amor cuando la bella hija blanca del propietario de una gran plantación en el sur de los Estados Unidos es acusada de ser fruto de la relación de su padre con una esclava negra, por lo que es esclavizada y vendida como tal en Nueva Orleans, lejos de sus tierras y de las que es despojada. Queimada y La última cena giran, desde el singular punto de vista de sus realizadores, en torno a las revueltas de esclavos ocurridas en las plantaciones caribeñas, donde pocas posibilidades de escapar tenían al tratarse de islas. La esclavitud en América Latina es abordada con planteamientos parejos en El otro Francisco (Cuba, 1974), de Sergio Giral, y el documental Benkus Bioho (Colombia, 1994), de Teresa Saldarriaga, entre otros títulos. Pero lo que más nos interesa aquí es la trata, el tráfico de esclavos desde sus orígenes, África, hasta su destino en el continente americano. Y para eso nos vamos a fijar
Amistad (USA, 1997), de Steven Spielberg.
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en dos títulos: Cobra Verde y Amistad. En ambos se recrea cómo era ese comercio y las barbaridades que cometían los europeos con la complicidad de las tribus africanas que capturaban a los esclavos para venderlos. Una venta que muchas veces en las costas africanas se hacía a cambio de baratijas, alcohol y armas. Negreros eran unos y otros, quienes capturaban a los nativos para su venta a los europeos, y quienes sin escrúpulos los transportaban a miles de kilómetros al otro lado del océano. Así lo aborda el film africano Adanggaman (Costa de Marfil/ Swazilandia, 2000), de Roger Gnoan M’Bala, que recalca la avaricia de los monarcas locales sedientos de riquezas. Era un viaje sin retorno, aunque hubo alguna excepción como la que cuenta Amistad (USA, 1997), de Steven Spielberg, sobre los esclavos que consiguieron regresar a Sierra Leona tras amotinarse en la goleta donde eran conducidos desde La Habana a Puerto Príncipe tras haber sido capturados en las costas occidentales de África por negreros portugueses. En esas costas se desarrolla Cobra Verde (Alemania, 1987), de Werner Herzog, protagonizada por el bandido Francisco Manuel da Silva, apodado Cobra Verde e interpretado por Klaus Kinski. Es un personaje de ficción, no así lo que cuenta la cinta, que se desarrolla en el reino de Dahomey, uno de los más activos en la captura y venta de esclavos para su envío a América. Junto con Ardra y Oyo se estima que de allí salieron 2 millones de negros con destino a las plantaciones y explotaciones mineras americanas. Con los excesos formales propios de Herzog, y por supuesto interpretativos de Kinski, el film recrea el rico comercio que suponía la aprehensión de esclavos y su venta a los negreros. Han pasado tristemente a la historia los nombres de algunos de ellos, como el brasileño Félix de Sousa y el vasco Julián Zulueta, que Hugh Tomas recuerda que fue uno de los últimos grandes negreros de la trata de seres humanos en Cuba. De esta isla caribeña hicieron creer los negreros de la goleta Amistad que procedía el medio centenar de esclavos que transportaban cuando la embarcación fue interceptada en las costas norteamericanas. La historia de este hecho real es contada por Steven Spielberg en Amistad desde la mirada de Cinqué, el esclavo que lide-
ró la rebelión y que cuenta ante un tribunal la verdad sobre su procedencia. El film reconstruye paso a paso lo ocurrido desde el amotinamiento de los esclavos, en 1839, hasta su liberación definitiva en 1842 tras un largo proceso judicial en el que tuvo que intervenir el Tribunal Supremo de los Estados Unidos. El alto tribunal falló a favor de los argumentos esgrimidos en la causa por los abolicionistas, liderados por el abogado y expresidente John Quincy Adams. Él fue el artífice de una defensa que se basó en el relato del líder de los amotinados, que contó al tribunal cómo fue capturado en su país, embarcado en unas condiciones pésimas de salubridad, y conducido a Cuba en contra de su voluntad hacinado junto a otros esclavos en las bodegas. La película de Spielberg se centra en la pugna abierta por la propiedad de los esclavos y en el conflicto diplomático entre Estados Unidos y España, cuya reina exigía la entrega inmediata de esos esclavos a sus legítimos propietarios, puesto que así eran vistos estos desplazados como otros tantos a lo largo de los siglos, como una mercadería. A través de un flash back, una vez que los abogados abolicionistas consiguen un intérprete, Cinqué relata el comportamiento inhumano de los negreros, el maltrato y los abusos que padecieron durante la travesía hasta Cuba y la cruel ejecución de medio centenar de esclavos, que fueron arrojados al mar, atados a piedras, cuando las provisiones escasearon. El final de este drama histórico de Spielberg incide en la incapacidad política de los gobernantes de las grandes potencias, tanto del presidente de los Estados Unidos Martin Van Buren, al que muestra como un inútil sin personalidad propia, como de la reina Isabel II de España, una niña caprichosa e inmadura que brinca sobre su cama abrazada a una muñeca ignorante del drama ajeno. También hace hincapié en la gran tragedia que supuso para África la esclavitud por el desplazamiento forzoso de su principal recurso, sus habitantes, y cómo la injerencia extranjera de las potencias coloniales favoreció las guerras intestinas en el continente. De hecho, al ser devuelto a Sierra Leona, Cinqué se encontró el país envuelto en una guerra civil y no halló a su familia, sobre la que el film advierte en unos subtítulos
que probablemente fueron vendidos como esclavos. En 1967, Serge Roullet había contado en el film Benito Cereno (Francia) una historia parecida basada en una obra de Herman Melville sobre el amotinamiento de unos esclavos en las costas de Chile en 1799. Basado en otra historia real es el caso de Solomon Northup, un prestigioso músico negro que vivía en libertad con su familia en Saratoga (Nueva York) en 1841, en los mismos años en que tuvo lugar el proceso judicial por lo ocurrido en la goleta Amistad, y que fue secuestrado y enviado al sur de Estados Unidos para ser vendido como esclavo, condición en la que permaneció durante doce años sometido a las vejaciones, abusos y castigos más terribles que puedan infringirse a un ser humano. Su historia es la de un desplazado interno al que arrebatan su libertad y con ella su dignidad, y cuya esperanza de volver con su familia se va consumiendo con los años ante la iniquidad del modelo esclavista norteamericano. Tras recuperar la libertad escribió el libro autobiográfico Twelve Years a Slave (Doce años de esclavitud) en 1853, que fue llevado al cine en 2013 por el británico Steve McQueen con el actor Chiwetel Ejiofor encarnando al personaje de Solomon. Tres lustros antes, este actor había dado vida al traductor de Cinqué durante el proceso judicial en Amistad. La película de McQueen no da tregua al espectador puesto que muestra la esclavitud en toda su crueldad a través de personajes como el sádico Edwin Epps, cuyos abusos llevan a la esclava Patsy a rogar a Solomon que le ayude a quitarse la vida. Esa decisión de poner fin a la existencia para no sufrir recuerda los suicidios de indígenas durante la conquista evocados en También la lluvia, y a la mujer que se arroja al mar con un bebé en sus brazos durante la travesía en Amistad. La esclavitud es una herida abierta todavía que no han sido capaces de sanar los países que estuvieron implicados en el tráfico de esclavos. África reivindica el derecho a la memoria de esta barbarie, como sucede con el Holocausto nazi o la represión fascista en España, aunque su voz apenas sea escuchada. Por un parte, a los descendientes de los esclavos en los países a que fueron enviados no se les presta atención. La última iniciativa
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en este sentido la han encarado los países de la Comunidad del Caribe (Caricom), cuyos estados se han dirigido a las naciones que llevaron a cabo el tráfico de esclavos para pedirles una disculpa pública y una compensación económica por el daño causado. Las naciones a las que se han dirigido son Reino Unido, Francia, España, Portugal, Holanda, Noruega, Suiza y Dinamarca, a las que solicitan como reparación la condonación de la deuda e inversiones en sanidad, educación e infraestructuras. Por otra parte, a los países del continente africano facilitando su pacificación, en lugar de seguir sembrando discordias que derivan en guerras que nutren de sustanciosos beneficios a la industria armamentística. África y los países del Sur se ha convertido en el principal cliente de las armas de guerra que los países civilizados fabrican para acabar con la vida de los pueblos incivilizados sin mancharse las manos a cambio de hacer un buen negocio. Sobre esa memoria en torno a la esclavitud procedente de África trata una película pequeña, como apunta también su título, pero grande en su planteamiento: Little Senegal (Argelia, 2001), de Rachid Bouchareb. La acción se sitúa en el presente y cuenta la historia de Allune Yiré, un anciano senegalés que viaja de Dakar a Estados Unidos para averiguar qué fue de sus antepasados capturados en el siglo XVIII y vendidos como esclavos en Carolina del Sur. Regenta un museo sobre la esclavitud en el que enseña el drama que padecieron estos desplazados arrancados de su hogar y vendidos como mercancía para vivir en unas condiciones miserables sometidos a la crueldad de sus amos. Allune averigua que cuando llegaban a tierras americanas, los dueños les cambiaban el nombre, arrebatándoles así sus señas de identidad y provocando de esa manera su desarraigo además de una profunda soledad. Comprueba que esos sentimientos permanecen igual en sus descendientes, una mujer mayor llamada Ida Robinson y su nieta. Las conoce al viajar a Nueva York tras las averiguaciones que hace en distintas instituciones norteamericanas que conservan los archivos de la trata de esclavos. En la ciudad de los rascacielos se aloja en casa de su sobrino Hassan, un inmigrante irregular que asegura
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a su tío que los negros americanos odian a los africanos, y no le falta razón. Si en el interior de la sociedad americana existe un racismo latente hacia los negros y otras minorías étnicas, lo mismo ocurre entre los afroamericanos y los inmigrantes africanos recién llegados. El anciano intima con la descendiente de sus antepasados y despierta en ella la curiosidad por conocer cuáles son sus orígenes y su identidad. Intenta inculcar a la nieta de Ida los valores de la familia que prevalecen en Senegal, aunque la muerte de Hassan obliga a Allune a regresar a Dakar antes de lo previsto. Allí, de nuevo en el museo que muestra los horrores de la esclavitud, tomará conciencia de la brecha que separa hoy día a los africanos de ambos lados del Atlántico, y cómo el daño provocado por el tráfico de esclavos en el pasado perdura a través de nuevas formas de esclavitud por la explotación que padecen los inmigrantes irregulares que llegan a EEUU y a otros países en busca de una vida mejor a costa de un precio demasiado alto. Las tensiones y desarraigos que eso genera en los países receptores está presente en documentales como El Ejido, la loi du profit (El Ejido, la ley del beneficio, Bélgica, 2006), de Jawad Rhalib; mientras que la violencia atávica que perdura en los países que abastecieron de esclavos a las colonias y que suministran ahora de mano de obra barata a Occidente mantiene vivos los conflictos latentes, como plantea François Woukoache en el documental Asientos (Camerún, 1995). “Asientos” es como se denominaba a las licencias concedidas por España a los negreros para el tráfico de esclavos. Al tratar sobre la esclavitud en las pantallas no podemos omitir la televisiva Roots (Raíces, USA, 1977), dirigida por Marvin J. Chomsky junto a otros tres realizadores; un serial que mantuvo pegados a los televisores de medio mundo a millones de personas atrapadas por la desgarradora historia de esta saga familiar de los descendientes del rebelde Kunta Kinte, un joven africano capturado por una tribu rival en su país y vendido como esclavo en los Estados Unidos. La serie, basada en el libro Roots: The Saga of An American Family de Alex Haley, tuvo una secuela dos años después (Roots: The Next Generations). En ambas el público asiste al inhumano
trato dado a los esclavos en las plantaciones del sur, al desarraigo que padecen estos desplazados y a su lucha y empeño por recuperar su identidad o construir otra propia lejos de África. Así tuvo que ocurrir, integrándose, con no pocas dificultades, en la sociedad americana combatiendo al racismo. La esclavitud estuvo en el epicentro del detonante de la guerra civil norteamericana, tal como han ilustrado numerosos filmes de Hollywood, entre ellos Gone with the Wind (Lo que el viento se llevó, USA, 1939), de Víctor Fleming, George Cukor y Sam Wood, ya que los tres realizadores estuvieron a cargo de la dirección en dife-
rentes momentos. En la secuencia de la destrucción de la ciudad de Atlanta, la población civil huye de forma caótica en medio del fuego cruzado, expulsados de sus hogares, de sus raíces y de su vida cotidiana como tantos desplazados civiles lo han padecido en distintos conflictos a lo largo del siglo XX. La Revolución Mexicana con la que comenzó la centuria, y la Guerra Civil española, preludio de la Segunda Guerra Mundial, fueron algunos. El cine se ha fijado de pasada en ellos, aunque haya sido de soslayo muchas veces, para prestar mayor atención a los combatientes, más atractivos si cabe para la épica cinematográfica.
Gone with the Wind (USA, 1939), de Víctor Fleming, George Cukor y Sam Wood.
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Resulta complicado dar una cifra sobre los desplazamientos que provocó la Revolución en México durante la segunda década del siglo pasado, al igual que su proyección en fechas posteriores por el levantamiento cristero, ya que los especialistas no se han puesto de acuerdo ni parece que lo vayan a hacer nunca. Lo que es evidente es que el conflicto armado diezmó la población durante un periodo en el que, además, la denominada gripe española se cebó en el país por causas evidentes: el colapso de la asistencia sanitaria por la inestabilidad política y social existente. Los expertos hablan de que entre 350.000 y 400.000 mexicanos emigraron a los estados del sur de EEUU durante esos años, si bien hay que tener en cuenta que el estallido de la I Guerra Mundial en Europa redujo los flujos migratorios desde el Viejo Continente y eso pudo tener un efecto llamada en el vecino del sur para compensar el descenso de la llegada de europeos. Los desplazamientos internos que provocó la Revolución Mexicana es cosa aparte e igual de difícil de cuantificar. El proceso revolucionario conllevó el movimiento de tropas y campesinos, pero antes de eso la tiranía y codicia de los terratenientes habían provocado el desplazamiento de campesinos al arrebatarles sus escasas tierras. Al estallar la revuelta, la movilidad de las distintas tropas en combate llevó a arrastrar con ellas poblaciones enteras, no sólo a las míticas soldaderas sino a familias completas detrás de los combatientes. Con motivo de la celebración del Centenario de la Revolución, la Filmoteca de la UNAM confeccionó una filmografía compuesta por algo
más de 500 títulos, entre ficción y documentales, que en su conjunto ofrecen un fresco variadísimo y dispar sobre cómo el cine, tanto mexicano como de otros países, ha abordado la que fue la primera revolución del siglo XX. De su análisis se llega a la conclusión de que la épica audiovisual en torno a este fenómeno histórico no ha prestado excesiva atención, más bien ínfima, a los desplazados por la revolución. Es cierto que el cine ha mostrado desde hace ya un siglo cómo los campesinos dejaron sus tierras para unirse a las tropas revolucionarias, en muchos casos sin abandonar por completo sus labores agrícolas como ocurrió con los zapatistas, pero son escasas las cintas que pongan un énfasis especial en el drama de quienes fueron obligados a dejar su hogar y a sus familias a la fuerza. Hay más drama romántico y aventura épica en el cine sobre la Revolución Mexicana que un retrato realista de lo que fueron sus víctimas silenciadas: los desplazados. En Enamorada (México, 1946), de Emilio Fernández, la protagonista Beatriz Peñafiel, interpretada por María Félix, opta por abandonar a su familia, dejar de lado su posición social y unirse a los rebeldes sometiéndose como mujer y soldadera al general Reyes, del que se ha enamorado. La secuencia final de la marcha al combate de los revolucionarios montados a caballo con sus soldaderas siguiéndoles a pie a su lado exalta como pocas imágenes del cine mexicano la sumisión de las mujeres al dominio masculino durante este proceso histórico, del que no han sido las olvidadas pero sí las grandes silenciadas. La Doña encarnó en otras ocasiones perso-
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El artista y la modelo (Espa単a, 2012), de Fernando Trueba.
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najes de soldadera, como ocurre con el de Refugio, apodada La Cucaracha, en La Cucaracha (México, 1959), de Ismael Rodríguez, título en el que sí apreciamos un tratamiento especial del tema de los desplazados, si bien de forma colateral al drama central del film. Dos mujeres se disputan en esta cinta el amor del coronel Zeta, un revolucionario que recluta a todo un pueblo a la fuerza, incluidos niños y mujeres, para simular una falsa ofensiva contra el municipio de San Blas con el fin de desviar la atención de las tropas federales y facilitar así que Pancho Villa tome la ciudad. Quienes se niegan a irse con las tropas de Zeta son ejecutados, y entre las víctimas de los enfrentamientos está el marido de una mujer madura y culta, Isabel Puente, que deberá seguir a las tropas rebeldes al enviudar para servir a la causa revolucionaria. Isabel acabará enfrentándose a La Cucaracha por el amor del coronel, que cae muerto en la batalla de Zacatecas. Ambas mujeres, desaparecido ya el objeto de su disputa, seguirán detrás de la tropa como soldaderas y desplazadas al final de la película. La Cucachara fue la apuesta de México en el Festival de Cannes de 1959, donde cayó derrotada por la gran triunfadora del certamen de ese año, Nazarín, de Luis Buñuel, de la misma nacionalidad aunque no había contado con el favor oficial de las autoridades mexicanas sino más bien todo lo contrario. Rodríguez construye un film épico al servicio una vez más de la mitificación de la revolución y del melodrama a partir del enfrentamiento entre las dos mujeres protagonistas, encarnadas por María Féliz y Dolores del Río, las dos grandes divas del cine mexicano que nunca antes habían trabajado juntas en la pantalla. Isabel Puente es una desplazada por la revolución que padece el calvario de quienes ven trastocadas sus vida a la fuerza y son obligados a abandonar su hogar rompiendo con sus raíces e identidad. Es una víctima que acaba como soldadera a la fuerza, nunca de forma voluntaria, al igual que le ocurre a Lázara, la protagonista de La soldadera (México, 1966), de José Bolaños. Este film sí que trata abiertamente sobre el drama de los desplazados a través de la protagonista, que de la noche al día es abocada a la espiral de violencia de los
combates. Se ha dicho que al escribir el guión, Bolaños se inspiró en el capítulo no rodado dedicado a la figura de la soldadera en ¡Que viva México!, el film inacabado de Serguei M. Eisenstein. Bolaños, que había sido el guionista de La Cucaracha, centra el protagonismo de la cinta, de manera exclusiva, en Lázara, personaje interpretado por Silvia Pinal, a quien la revolución empuja a convertirse en soldadera. La acción se inicia con el reclutamiento forzoso de Juan, el marido de Lázara, el día que inician su luna de miel. Los federales le obligan a tomar las armas y su mujer le sigue. Él muere en el primer enfrentamiento con los revolucionarios y ella acaba en las tropas villistas de Nicolás. A partir de ese momento su vida estará ligada al desarrollo de los combates, y cuando muera Nicolás seguirá como soldadera con los carrancistas, esta vez camino de la capital. La soldadera cuestiona, en boca de los propios revolucionarios, el sentido de la guerra. “Todo esto que ha pasado no sé por qué ha pasado”, se cuestionan los combatientes, mientras que las mujeres que les siguen, entre ellas Lázara, no dejan de cuestionarse por el sentido de la revolución. Cuando las mujeres preguntan por qué se pelea, la respuesta es siempre la misma: “Porque estos
¡Que viva México! (1932), de Serguei M. Eisenstein.
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también pelean”. Y cuando Lázara se lo pregunte a Nicolás, este responderá que lo hace “porque si nos morimos de hambre, que sea pronto”. La soledad, el desarraigo, la nostalgia y la angustia del desplazado se manifiesta en el personaje de Lázara, que sólo desea volver a su casa. La protagonista no tiene conciencia de lugar porque se mueve al dictado de los revolucionarios, que la obligan a viajar bajo la lluvia en el techo de los vagones del tren. Allí nacerá su hija, y al morir los hombres a los que se unió, ella continuará atrapada como soldadera, uniendo de esta forma su destino al de las tropas revolucionarias. Con una fotografía en blanco y negro de trazos expresionistas y una banda sonora dominada por los silencios, únicamente rotos por contrapuntos sonoros y una música de acompañamiento que no siempre es acertada, la película de Bolaños cuestiona la épica de la revolución y muestra el conflicto desde el drama de las mujeres desplazadas que aceptan sumisas un destino que no entienden como soldaderas, y cuya vorágine de violencia las embrutece, como se pone de manifiesto en la mansión del hacendado que saquean. Las guerras cristeras, escasamente tratadas por el cine, también provocaron miles de víctimas y desplazamientos forzosos sobre cuyas cifras exactas resulta complicado pronunciarse, al igual que ocurre con las de la revolución, porque no hay unanimidad tratándose, además, de un conflicto muy ideologizado. Es fácil construir un discurso maniqueo en estos casos argumentando el carácter reaccionario de la Iglesia católica en el México de los años veinte del pasado siglo, lo que no pretendemos. Dos producciones recientes, una mexicana y otra norteamericana, ofrecen tratamientos muy dispares sobre lo que fue la persecución religiosa en aquellos años a raíz de la conocida como Ley de Calles, con la que el presidente Plutarco Elías Calles pretendía regular el artículo 130 de la Constitución que limitaba los poderes a la Iglesia con el fin de evitar que la religión se inmiscuyese en los asuntos del Estado. Como hemos visto ya, las espadas empuñadas en nombre de la religión pueden ser tan mortíferas como las que blanden los tiranos, sin que esta afirmación pretenda ser una ofensa
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hacia los creyentes, puesto que cualquier Estado democrático que se precie como tal debería ser laico y dejar los credos y la fe exclusivamente dentro del ámbito privado de las personas. Las religiones han sido utilizadas históricamente como instrumentos de poder, corrupción y dominación, y así ocurrió de hecho en el México de los años 20, puesto que una vez que el Gobierno alcanzó un acuerdo con la Santa Sede en 1929, los cristeros alzados en armas quedaron vendidos a su suerte. En Los últimos cristeros (México, 2012), Matías Meyer reconstruye el conflicto desde una mirada provocadoramente pausada para mostrar, como indica el título, los últimos días de quienes se alzaron en armas contra la Ley de Calles. No hay grandes combates, ni escenas espectaculares, sino largos planos secuencia de los cristeros vagando por la sierra, prácticamente desarmados, desmoralizados y obsesivamente abrazados a una fe que roza el fanatismo, aunque el director dijo que buscaba pregonar la tolerancia cuando se estrenó. La acción sigue los últimos escarceos rebeldes de los cristeros en Durango y en particular a los hombres famélicos, hambrientos, aislados y desarmados del coronel Florencio Estrada, que rechaza acogerse al indulto ofrecido por el Gobierno y opta por resistir en las montañas. El desplazamiento de las familias de los cristeros por la persecución religiosa aparece como un tema colateral, reminiscencia de las soldaderas y las columnas de civiles que se movían en la retaguardia con los grupos armados revolucionarios. No es una película fácil la de Matías Meyer, ni lo pretende, y su discurso alternativo tampoco contribuye a arrojar más luz sobre el conflicto cristero, aunque su plasticidad alcanza instantes encomiables como la secuencia final cuando los guerrilleros de Cristo se bañan en la charca en un momento místico que recuerda el cine de Pasolini. Nada que ver tiene la película de Meyer con la superproducción de Hollywood For Greater Glory (Cristiada) (USA, 2012), de Dean Wright, que pretende ser fiel a la historia sin serlo. Muestra por un lado la persecución sufrida por los católicos, y por otro el proceso de conversión del agnosticismo a la fe que experimenta el protagonista principal, el general retirado Enrique Gorostieta, un personaje
que Andy García construye a base de tópicos y estereotipos para intentar ganarse el favor del público que busca en el cine sólo entretenimiento. El punto de vista que ofrece la cinta es maniqueo y no parece importar tanto a sus autores aclarar qué hubo detrás de la Cristiada como lucir en la pantalla a famosos como Eva Longoria, Rubén Blades y Peter O’Toole, además del actor cubano, a diferencia de lo hecho por Matías Meyer, que recurrió a intérpretes no profesionales para conferir a su película un tono más cercano al docudrama. Lo mismo que en Los últimos cristeros, en este caso los desplazados son un tema colateral y meramente escenográfico a la hora de mostrar la vida cotidiana en el campamento rebelde. Wright se posiciona desde el inicio a favor de los cristeros, enfrentados a un poder estatal despótico que prohíbe la práctica del credo religioso y lleva a cabo ejecuciones sumarísimas de sacerdotes, sin mirar más allá del daño que la injerencia política de la Iglesia estaba causando en países como México.
For Greater Glory (Cristiada) (USA, 2012), de Dean Wright.
Guerra Civil en España México no fue el único Gobierno que trató en esos años de poner coto al poderoso y nefasto influjo que el clero ejercía desde los púlpitos. La España de la II República padeció el mismo problema en los años 30 del pasado siglo y si bien cuando se produjo el golpe de Estado de Franco tuvo lugar una persecución religiosa en los territorios donde no triunfó el alzamiento fascista, sobre todo por parte de los anarquistas, no es menos cierto que la jerarquía eclesiástica bendijo al bando ganador y abrazó el fascismo. Toda religión que se utiliza para atentar contra las libertades de las personas es un instrumento de opresión, y la mayoría del clero español en aquellos años obró así, predicando no la palabra de Dios sino poniéndose al servicio de las élites sociales que negaban los derechos humanos más elementales a cambio de caridad. Desde los púlpitos no se predicaba el amor fraternal y la igualdad, sino la sumisión, y la
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Un Dios prohibido (España, 2013), de Pablo Moreno.
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reacción durante los primeros meses contra sacerdotes y monjas por parte de las milicias armadas en las provincias donde no triunfó la rebelión fascista hay que situarla en ese contexto. Nada, absolutamente nada, justifica atentar contra la vida humana, y el Gobierno republicano intentó atajar la persecución desatada contra el clero imponiendo el ejercicio de la ley tras los primeros meses de confusión en los que se produjeron crímenes contra religiosos y todo tipo de desmanes en templos y conventos. Desde el otro lado, desde el bando fascista, la represión contra los militantes de izquierda, aunque no hubiesen tomado las armas, fue sumarísima hasta 1939 y después del término de la Guerra Civil, prolongándose durante toda la dictadura hasta la muerte de Franco en 1975. La persecución religiosa en España supuso cerca de 7.000 víctimas religiosas, hoy convertidas en mártires, una cifra que otros han elevado a 20.000 de forma aleatoria. Las de la guerra y las de la represión de los dos bandos durante la contienda superan el medio millón de personas, además de los miles de crímenes que cometió el franquismo a lo largo de la dictadura, difíciles de cuantificar por el terror y el silencio impuesto por los vencedores. El territorio español sigue plagado de fosas
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comunes con desaparecidos víctimas de la represión fascista. No ha sido hasta fechas muy recientes que se han empezado a recuperar los nombres de esos otros mártires en un ejercicio de reivindicación de la memoria histórica que no ha estado exento de trabas tanto gubernamentales como por parte de los tribunales de justicia españoles. Mientras los religiosos víctimas de la sinrazón humana en la España de 1936 se han ido convirtiendo en beatos en sucesivas beatificaciones, como ha ocurrido con los de la Cristiada en México, quienes defendieron las libertades y la legalidad de la II República permanecen en el olvido de la mayoría de la población española, acatando así el silencio impuesto en 1978 con la vuelta a la democracia. El cine no ha sido prolífico en mostrar esa persecución religiosa ni el drama de los desplazados en el seno de la Iglesia católica durante la guerra civil española. Existen películas aisladas hechas con fines propagandísticos durante los primeros años de la dictadura franquista, e intentos fallidos más recientes sobre la represión contra el clero en títulos como Un Dios prohibido (España, 2013), de Pablo Moreno, que reconstruye con más melodrama que drama las ejecuciones de 51 religiosos de la comunidad claretiana de Barbastro, en su mayoría seminaristas, a manos de los anarquistas al inicio de la contienda. Vicente Aranda en Libertarias (España, 1996) mostraría por su parte otra visión del clero español, pues el secretario del anarquista Durruti es un cura con ideas revolucionarias, y el hilo conductor de todo el relato es una joven monja desplazada que huye del convento al producirse el alzamiento militar y se une a unas milicianas en el frente de Aragón para iniciar con ellas un viaje interior. La Guerra Civil española provocó cientos de desplazados dentro del país y más de medio millón tuvieron que exiliarse al extranjero. Algunos fueron enviados de regreso a España, entregados de nuevo al lobo para purgar sus pecados a la vista de que los vencedores convirtieron la guerra en cruzada; ejecutados unos por el régimen militar y encerrados otros en prisiones y campos de trabajo donde perdieron la condición de personas para ser tratados como animales. El destino de estos cientos de
miles de personas fue incierto. En Francia fueron hacinados en campamentos de internamiento en unas condiciones de insalubridad tales que la mayoría de los que superaban los 50 años murieron a causa de enfermedades. Otros murieron en campos de concentración nazis cuando Alemania invadió Francia durante la Segunda Guerra Mundial, y muchos formaron parte de la resistencia francesa siendo los primeros en entrar en París cuando se produjo la liberación. Buena parte de los intelectuales viajaron a países latinoamericanos, donde fueron acogidos con los brazos abiertos por gobiernos progresistas como el de Lázaro Cárdenas en México. Muchos niños de la guerra acabaron esparcidos por medio mundo, desarraigados y sin posibilidad de regresar con sus familias, a raíz de las campañas que lanzaron varios países ofreciendo cobijo a los menores mientras durara la contienda para salvarlos de los bombardeos fascistas, puesto que nazis e italianos ensayaron sobre suelo español las tácticas de bombardeo indiscriminado sobre la población civil que después pondrían en práctica en la contienda mundial. Los historiadores han estimado que el 90% de los intelectuales españoles terminaron en el exilio. Eso tuvo unas consecuencias nefastas, puesto que sumió al país en el oscurantismo y en un retraso atávico en las ciencias, al marcharse profesores, científicos e investigadores de gran valía. Algunas películas de ficción han tratado de forma más o menos explícita el tema de los exiliados españoles, incidiendo todas ellas en el desarraigo y la herida siempre abierta que nunca consigue sanar el desplazado. La más famosa, que no por ello la más representativa, es Volver a empezar (España, 1982), de José Luis Garci, ganadora del Oscar a la mejor película extranjera en 1983. En ella, un profesor universitario exiliado que ha ganado el Premio Nobel de Literatura regresa a España, consciente de que le quedan sólo seis meses de vida por la enfermedad que padece. Lo hace tras el final de la dictadura para reencontrarse con el que fuera el amor de su juventud. Es un film también con más melo que drama, pero que reivindica a la intelectualidad española que tuvo que exiliarse y que nunca per-
dió de vista el regreso. Muchos no consiguieron hacer realidad ese retorno, como fue el caso del escritor vasco Simón Otaola, fallecido en México en 1980, considerado cronista del exilio en ese país y sobre quien el cineasta Raúl Busteros hizo dos décadas después Otaola, o la República del exilio (México, 2000), prácticamente desconocida en España. Es un film a caballo entre la ficción y el documental que muestra el drama de los desplazados y lo que supuso el exilio para miles de españoles. La película de ficción más representativa sobre el exilio español se hizo también en México por hijos de exiliados y acabó convertida en el manifiesto del Grupo Nuevo Cine que renovó la estética de esta cinematografía a comienzos de la década de los años 60 del pasado siglo. Se trata de En el balcón vacío (México, 1962), dirigida por Jomi García Ascot a partir de las vivencias autobiográficas de su mujer, María Luisa Elío, que se interpretó a sí misma y que contó también con la participación de Emilio García Riera en la escritura del guión. Es un film mítico puesto que supuso un punto de inflexión dentro del cine mexicano. Se realizó de forma independiente con un formato propio del cine de autor hegemónico en esos momentos en Europa con la Nouvelle Vague francesa, con escasos medios pero un gran derroche de ingenio y con actores no profesionales. La filmación se llevó a cabo durante los fines de semana con una cámara de 16 mm. No se estrenó comercialmente aunque se exhibió en festivales de cine, donde recibió importantes reconocimientos. A partir de los recuerdos de la infancia de la protagonista, el film indaga en el mundo del transterrado, en la nostalgia del desplazado, la añoranza del exiliado y la inevitable sensación del tiempo perdido. El relato sigue las vivencias de María Luisa Elío, la Gabriela del film, desde los recuerdos de la guerra en su Pamplona natal, la represión fascista y la muerte de su padre, hasta la huida y el paso de la frontera con Francia y su viaje a México. Allí, con treinta años, los recuerdos que conserva de su infancia le obligan a viajar al pasado, a su casa, donde no se reconoce a sí misma. Desgarradora, rompedora y emotiva, En el balcón vacío es una metáfora, como su título indica, de los va-
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cíos del desplazado. Un film que sólo podía ser hecho por quienes vivieron el drama del exilio, de los niños a quienes la guerra les arrebató su infancia y tuvieron que madurar inmersos en una permanente búsqueda de su identidad. Es un film que nada tiene que ver con la escasa ficción que se ha hecho sobre el exilio español provocado por la Guerra Civil, donde la infancia desplazada ha sido objeto de atención en títulos poco acertados como El otro árbol de Guernica (España, 1969), de Pedro Lazaga, que incide en la nostalgia de los niños de la guerra que fueron enviados por sus padres al extranjero para salvarlos de los bombardeos, y otros más descriptivos aunque igualmente fallidos como Ispansi/Españoles (España, 2011), de Carlos Iglesias, sobre los menores que fueron acogidos por la Unión Soviética y que con el estallido de la Segunda Guerra Mundial quedaron atrapados allí sin posibilidad de volver. En este film se muestra tanto el drama de los niños españoles como el de los adultos que les acompañaron en un viaje de no retorno para la mayoría, porque los rusos se negarían a devolverlos a un régimen fascista y porque la dictadura de Franco mostraría siempre su desconfianza hacia esos expatriados. Carlos Iglesias acude por momentos a un discurso pretendidamente reconciliador entre las dos Españas que es poco creíble, aunque el inicio y final, que muestran la desgarradora soledad del desplazado, subsanen las carencias de un film que se esfuerza por emocionar al público sin terminar de lograrlo. El drama de los desplazados españoles y del exilio causado por la guerra lo encontramos tratado, de manera más o menos extensa, en títulos de ficción producidos por buena parte de las cinematografías latinoamericanas y europeas como ocurre en La guerre est finie (La guerra ha terminado, Francia, 1966), de Alain Resnais; Crónica del Alba. Valentina (España, 1982), de Antonio Betancor; La frontera (Chile, 1991), de Ricardo Larraín; La estrategia del caracol (Colombia, 1993), de Sergio Cabrera; La virgen de la lujuria (México, 2002), de Arturo Ripstein; Las olas (España, 2011), de Alberto Morais; y El artista y la modelo (España, 2012), de Fernando Trueba, entre otros. No obstante, las producciones de mayor
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La estrategia del caracol (Colombia, 1993), de Sergio Cabrera.
interés pertenecen al género documental y su producción es relativamente reciente, ya que España ha tardado mucho tiempo en rescatar la memoria de los desplazados dentro de su cine.
Memoria y dignidad de los exiliados En 2002, Televisión Española y la Fundación Pablo Iglesias produjeron el documental Exilio, dirigido por Pedro Carvajal a partir de una idea y argumento de Alfonso Guerra, que se convirtió en el primer film español
que abordaba en profundidad el tema de los desplazados por la Guerra Civil. Tuvo que pasar un cuarto de siglo desde la recuperación de la democracia para que se hiciera un trabajo documental de estas características sobre el exilio de los niños de la guerra y de los desplazados enviados a los campamentos de refugiados franceses y a los campos de concentración nazi. Exilio es la historia de los desplazados españoles, silenciada durante décadas en su país, contada por sus protagonistas. Carmen Parga, una de las entrevistadas, recuerda al comienzo del documental que “los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla”. El film recupera la memoria y dignidad de los exiliados
de la guerra, a quienes en los países de acogida se les consideró ciudadanos de segunda por ser españoles, mientras que en España se les vio como extranjeros. “Te faltan tus raíces”, cuenta una mujer en Bélgica que fue niña de la guerra y enviada a ese país por las misiones internacionales que pretendieron salvar así a los menores de los bombardeos. “No somos lo que hubiéramos tenido que ser porque no hemos tenido la oportunidad de vivir ni la niñez ni la juventud”, argumenta, tras recordar que después de la contienda española les tocó padecer en su país de acogida la Segunda Guerra Mundial. Forma parte de los más de 15.000 niños vascos evacuados a Francia, Inglaterra, Rusia y Bélgica, entre otros países. El documental de Carvajal está construido alternando documentos de archivo de la época con entrevistas a quienes fueron obligados a abandonar su tierra para ser acogidos en otros lugares, perdonando su presencia a fuerza de humildad y servidumbre y comiendo el amargo pan del transterrado, según indica el narrador en los primeros planos de la cinta. El guión describe con detalle las sucesivas oleadas de desplazados que fueron llegando a Francia, su hacinamiento en los campamentos de internamiento, y el amargo sabor de quienes vieron que el país en el que buscaban refugio y que creían amigo no lo era. Carvajal detalla cómo era la vida en campos de concentración como el de Gurs, en el País Vasco francés, el más grande con 60.000 personas, o la penosa situación de quienes fueron enviados a Argelés-sur-mer, en una playa del Mediterráneo junto a los Pirineos donde la gente moría de disentería y tropas coloniales armadas impedían que se fugasen. Habla también de cómo nada más llegar a Francia las autoridades separaban a las familias haciendo más dolorosa su tragedia, del envío de 430 niños a Morelia en México y del apoyo que el presidente mexicano Lázaro Cárdenas dio a los republicanos, así como de la recuperación de la dignidad por parte de los excombatientes españoles que participaron activamente en la resistencia francesa contra los nazis, y del terrible destino de quienes fueron enviados al campo de concentración de Mauthausen en Austria. A este campo del horror, al que los españoles llegaron antes que los judíos,
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El convoy de los 927 (España, 2004), de Montse Armengou y Ricard Belis.
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los gitanos y los presos políticos procedentes de toda Europa, fueron enviados más de 9.000 exiliados republicanos, de los cuales sólo sobrevivieron 2.000. Uno de ellos narra las penalidades que les tocó vivir allí y rememora la cantera de granito en la que trabajaban como esclavos, con sus 186 escalones que tenían que subir cargados con piedras y que cuando nevaba no eran blancos sino rojos al teñirse de sangre. La esperanza de vida de los presos no solía superar los 3 meses y muchos se arrojaban a las alambradas electrificadas para quitarse la vida. Los deportados españoles fueron los primeros en llegar al infierno de Mauthausen, donde los nazis advertían a todo el que entraba que sólo saldría de allí por el humo de la chimenea de los crematorios. Se puede decir que los republicanos derrotados en España por el fascismo fueron los esclavos que terminaron de construir este campo de concentración. La recuperación de esta parte de la memoria de España ha tardado demasiado tiempo en plasmarse en imágenes, como ya apuntábamos, y no ha sido hasta ya iniciado el siglo XXI cuando se han empezado a hacer documentales recogiendo el testimonio del horror narrado por los supervivientes. El convoy de los 927 (España, 2004), de Montse Armengou y Ricard Belis, fue uno de los primeros en iniciar una serie de documentales sobre el envío de republicanos al campo de la muerte nazi en Austria, donde ingresaron como
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apátridas al desentenderse de ellos las autoridades franquistas. El dictador Franco, mostrado en el documental como criminal y genocida, dejó en manos de los alemanes el exterminio de los refugiados españoles en Francia cuando las tropas nazis ocuparon el país galo. El film cuenta la historia silenciada del primer tren de población civil deportada enviada a los campos de exterminio por el III Reich. Eran españoles, los desplazados por el triunfo del fascismo en su patria. El documental indaga en la complicidad que las autoridades españolas tuvieron en el destino de estas personas y en las gestiones realizadas por el ministro Ramón Serrano Súñer, cuñado de Franco, para que los nazis los eliminaran al considerarlos indeseables. El convoy de los 927 narra cómo en agosto de 1940, con Francia ocupada por las tropas alemanas, los nazis embarcan en un tren con destino a Austria a más de 900 refugiados republicanos en la estación de Angouleme. Es una tragedia poco conocida, ocultada durante la dictadura y la Transición española. Los supervivientes relatan el viaje de 18 días que hicieron hacia lo desconocido, entre engaños y mentiras, hacinados como ganado en vagones de mercancías que no podían abandonar. Cuando llegaron a su destino en Mauthausen, los hombres fueron separados de las mujeres y niños pequeños. En el campo de concentración quedaron prisioneras 470 personas, de las que sólo sobrevivieron apenas un diez por ciento. Las mujeres y los niños fueron devueltos a Angouleme, pero a Mauthausen llegarían más españoles enviados desde otros campos de internamiento en Francia. Los supervivientes son los que han mantenido viva la memoria y quienes han protagonizado con sus relatos las películas que se han encargado de que esta ignominia no haya quedado en el olvido como muchos, no solo los nazis, hubieran deseado. Los desplazados españoles llevaban en Mauthausen el triángulo azul de apátridas y fueron víctimas de crueles represiones por la resistencia que ofrecían a los nazis, ya que tenían experiencia en la lucha contra el fascismo al haber combatido en la Guerra Civil. De hecho, se organizaron dentro del campo y se las inge-
niaron para sacar las fotografías que tomaban los SS de las barbaries que cometían y de la visita de los jerarcas nazis. Esas instantáneas servirían después en los juicios de Núremberg, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, para inculpar a los altos mandos del III Reich por los crímenes contra la humanidad que cometieron. Un papel destacado en esa labor de resistencia jugó el fotógrafo catalán Francesc Boix, único español que declaró como testigo en estos procesos, que tras ganarse la confianza de sus carceleros comenzó a robar negativos de los archivos fotográficos con la participación de la red de resistencia creada por los republicanos deportados. El documental Francisco Boix, un fotógrafo en el infierno (España, 2000), de Llorenç Soler, cuenta cómo se sacaron esas fotografías del campo y el importante papel que los españoles jugaron en la resistencia contra los nazis. De hecho, fueron los primeros en llegar a Mauthausen y los últimos en marcharse porque como apátridas, tras la liberación, no tenían adonde regresar porque carecían de patria. Un superviviente relata las pesadillas que tuvo durante 15 años y cómo más de medio siglo después de haber padecido aquel horror se pregunta todavía cómo pudo sobrevivir habiendo pasado por allí. Todos los documentales que se han hecho sobre los republicanos enviados a Mauthausen abordan el desgarro emocional de los desplazados con su doble derrota, en la Guerra Givil española y tras el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando creían que Franco caería inmediatamente pero no fue así al recibir el dictador el respaldo de los Estados Unidos tras estallar la Guerra Fría. Hablan de los horrores, de la iniquidad humana, de la complicidad del silencio, y de la traición, porque fueron víctimas de ella al haber luchado por la libertad y no haber sido escuchados ni tenidos en cuenta en la Transición, cuando una monarquía parlamentaria sucedió a una dictadura en lugar de haberse reinstaurado la República. Hoy día los españoles siguen siendo súbditos, en lugar de ciudadanos, de una familia real, alguno de cuyos miembros se ha visto implicado en graves escándalos de corrupción, y cuyo monarca, en los momentos más duros y sangrantes de la crisis económica,
se dedicaba a cazar elefantes en África a escondidas como si en España no pasara nada. Quienes relatan su trágica experiencia en Mauthausen y después en el exilio como apátridas son personas que se dirigen a la cámara con el deber de contar lo que ocurrió para combatir el silencio. “Por eso he venido, para participar”, afirma conteniendo la emoción uno de los entrevistados en El convoy de los 927. Lo mismo ocurre en Viaje al infierno, de Pedro Erquicia y Joan Sella, y en El complot de la esperanza, de Rafael Robledo Margalef y Francesc Tomás Fuster, dos producciones de TVE del año 2000 sobre el internamiento de españoles en el campo de exterminio, la segunda de ellas centrada en los tres meses del invierno de 1941, los considerados más crudos para los deportados republicanos puesto que fueron ejecutados en ese periodo 3.000 de ellos. La llegada masiva de judíos con posterioridad a esa fecha mantuvo día y noche encendidos los crematorios donde se incineraban a miles de víctimas. Los supervivientes españoles recuerdan ante las cámaras el constante olor a carne quemada. Mauthausen fue el centro de una red de 49 campos de exterminio en los que ingresaron cerca de 200.000 personas, deportados de distintos países, entre ellos republicanos españoles, judíos, presos políticos, gitanos, apátridas, homosexuales, minorías étnicas y prisioneros soviéticos. De ellos, más de 100.000 fueron liquidados. La ubicación del campo en Mauthausen se debió a la existencia de una cantera de granito en la que los prisioneros trabajaban como esclavos. El paso por allí de los desplazados republicanos ha sido contado también por el cine, entre otros, en los documentales Mauthausen, el deber de recordar (España, 2000), de Joan Sella y Cesc Tomás; Más allá de la alambrada. La memoria del horror. Mauthausen 1939-1945 (España, 2005), de Pau Vergara; Lágrimas rojas (España, 2006), de Lucía Meller y Víctor Riverola; Aragoneses en el infierno de los campos de concentración (España, 2010), de Mirella R. Abrisqueta; y Mauthausen, una mirada española (España/Francia, 2008), de Aitor Fernández Pacheco, que reconstruye aquel horror desde la mirada del superviviente aragonés Mariano Cons-
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tante. Este deportado fue uno de los artífices de la resistencia clandestina dentro del campo de prisioneros con una organización que permitió salvar numerosas vidas, además de extraer los documentos que después permitirían imputar a los nazis en Nuremberg, y cuyo modelo de funcionamiento se hizo después extensivo al resto de nacionalidades que estaban allí recluidas. Los españoles que escaparon a las costas africanas tras la Guerra Civil fueron retenidos en campos de refugiados creados por la Administración francesa en Argelia. Este es uno de los aspectos menos conocidos del exilio español, en el que indaga el realizador argelino Mohamed Lakhdar Tati en el documental Dans le silence, je sens rouler la terre (En el silencio, oigo rodar la tierra, Argelia/Francia, 2010). No hay archivos ni restos de los campos, pero el cineasta se encarga de arrojar luz siguiendo los rastros que este exilio dejó para evitar el olvido colectivo.
Los niños de Rusia y de Morelia Los niños de la guerra es otro de los dramas de la contienda española que ha sido plasmado en el cine documental. Fueron más de 30.000 menores los desplazados, en su mayoría a países europeos. Fue una de las medidas adoptadas por el Frente Popular para preservar a la infancia de la contienda aunque que con el tiempo esa decisión fue cuestionada. Quienes sufrieron ese desplazamiento forzoso y nunca más pudieron regresar serían los primeros en criticarlo en los documentales Los niños de Rusia (España, 2001), de Jaime Camino, y Los niños de Morelia (México, 2004), de Juan Pablo Villaseñor. Ambos títulos siguen derroteros similares en la articulación de su discurso, si bien Camino emplea no sólo las entrevistas con los protagonistas sino también una narración en off para explicar las vicisitudes de los niños enviados a la URSS y cómo ese viaje sin retorno que hicieron en la infancia les marcó por completo porque la mayoría ya no pudo regresar con sus familias. Villaseñor en cambio construye el documental sin necesidad de añadir comentarios. Los testimonios de quienes
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todavía vivían en el año de realización del film son los que van enhebrando el drama de unos niños arrancados de sus padres, con el consentimiento de los mismos, y que cuando terminó la guerra se encontraron en tierra ajena. De hecho, los acogidos por el gobierno de Lázaro Cárdenas cuentan las dificultades que tuvieron durante mucho tiempo para normalizar su situación legal en México y conseguir su naturalización. Casi 3.000 niños fueron los evacuados a Rusia en sucesivas expediciones. Cuando terminó la guerra, la URSS se negó a entregar a los menores a un gobierno fascista, y cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, volvieron a tener que ser desplazados desde los asentamientos donde habían sido reubicados hacia lugares más seguros ante el avance nazi. Los protagonistas cuentan las penalidades por las que tuvieron que pasar, robando y cazando gatos para comer, y cómo hasta el año 1956 no comenzaron los retornos, frustrados en la mayoría de los casos porque ya eran mayores y habían hecho su vida en otro país. Quienes volvieron para asentarse en España fueron perseguidos por el franquismo, muchos regresaron y después emigraron a Cuba tras el triunfo de la Revolución. Se quejan ante las cámaras de que como desterrados no son de ningún lugar: en Rusia les llamaban españoles, en su país de nacimiento rusos y en Cuba hispano-rusos. Los entrevistados en el documental de Camino arrastran el desarraigo con ellos y consideran que el error no fue enviarlos a la URSS para evitar que padecieran la guerra, sino que cuando acabó la contienda deberían haberles hecho regresar y no lo hicieron. A miles de kilómetros de distancia, en México, los niños de Morelia, ya ancianos, opinan lo mismo en la película de Juan Pablo Villaseñor. Incluso son más críticos y algunos manifiestan que sus padres no los querían o no podían hacerse cargo de su mantenimiento y encontraron así la posibilidad de desprenderse de ellos. Siete niños de Morelia son los protagonistas de este film que en una primera parte rememoran cómo fue su llegada a México invitados por el presidente Lázaro Cárdenas, su forma de vida en el internado de Morelia donde fueron acogidos, y cómo del cálido recibimiento inicial pasaron a sentir el
desprecio de quienes les decían que se marchasen porque se estaban comiendo el pan de los mexicanos. La imposibilidad de regresar a España, el desarraigo y el alcohol hicieron estragos en muchos de ellos, según reconocen en el film algunos de los protagonistas de ese pasaje histórico. Los que salieron adelante se hicieron a sí mismos y al recordar aquellos años difíciles tras finalizar la guerra, se quejan de que fueron mejor tratados por los emigrantes españoles que eran franquistas que por el Gobierno de la II República en el exilio. Villaseñor cuenta las historias de algunos reencuentros fallidos entre los niños desplazados y sus familias. Emeterio Payá, uno de los más críticos, confiesa que al reencontrarse con su madre no se emocionó, a pesar de haber llorado durante años por su separación. Y cuando regresó a España, sólo de visita, admite que sintió que pisaba algo que fue suyo, pero ya no. Es el terrible drama de todo desplazado en el viaje sin retorno que emprenden, la imposibilidad de regresar porque el destierro los convierte en personas sin patria, porque incluso cuando consiguen volver muchas cosas se han perdido en ese destierro. Payá, al igual que otros de los casi 500 desplazados que hicieron la travesía a México invitados por Lázaro Cardenas, lamenta que en ese gesto de acogida hubiera más afán de protagonismo político que de sentimiento sincero y alega que en las memorias del expresidente apenas mencionara a los niños de Morelia y sólo lo hiciera de pasada. Sí es cierto que el aparato gubernamental del presidente difundió este gesto solidario a través de cortometrajes propagandísticos aprovechando la llegada al puerto de Veracruz del buque francés Mexique en 1937 con los muchachos, aunque eso no debe ser óbice para reconocer el apoyo dado por México a la II República y a los exiliados. Existe un DVD recopilatorio sobre esas filmaciones con el título La llegada de los niños españoles a la ciudad de México. La historia de estos menores desplazados por la guerra ha sido tratada también en el cortometraje Los niños de Morelia: eine Geschichte der Versöhnung (Los niños de Morelia: horizontes reencontrados, Alemania, 2002), de Carmen Té, y en el largo documental Amaren ideia (La idea de mi madre, España-México, 2010), de Maider
Oleaga. En ambos casos son también niños de Morelia, ya ancianos, los que recuerdan su llegada y travesía mexicana. El segundo título muestra, además, el retorno de tres de ellos a Bilbao, setenta y un años después de haber salido, quién sabe si para cerrar definitivamente las heridas abiertas de estas víctimas de la guerra.
La maleta mexicana que se fue a los EEUU México fue el país que más apoyo dio a los exiliados republicanos. Ya durante la guerra, Lázaro Cárdenas se posicionó del lado del Gobierno legítimo de la República, enviando ayuda a España y defendiendo las instituciones democráticas españolas frente al alzamiento fascista en los foros internacionales, a diferencia de otros países que como Estados Unidos acabarían apoyando la dictadura de Franco años después. No sólo intelectuales, sino también científicos, profesores y profesionales muy cualificados se asentaron en México con la ayuda del Gobierno de la República en el exilio, que creó el Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles (SERE) y la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles (JARE). Hasta México
La maleta mexicana (México/ España, 2011), de Trisha Ziff.
La Nueve ou les oubliés de La Victoire (Francia, 2010), de Alberto Marquardt.
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también llegó una maleta muy especial, en el equipaje del embajador mexicano en Francia Francisco Aguilar, que permaneció oculta durante décadas. En ella viajaban tres cajas que constituyen un valioso documento histórico sobre la contienda civil española y el exilio, que contenían 126 rollos de película con más de 4.000 fotografías tomadas durante el enfrentamiento bélico y en los campos de refugiados por tres mitos del fotoperiodismo de guerra: Robert Capa, Gerda Taro y David Seymour, conocido como Chim, además de un par de rollos de Fred Stein. La odisea de ese valioso acervo de imágenes perdido durante más de medio siglo es el esqueleto argumental de uno de los últimos documentales hechos sobre la Guerra Civil española y la recuperación de la memoria tras largos años de silencio. La maleta mexicana (México-España, 2011), de Trisha Ziff, reconstruye las secuelas de la contienda fratricida para los perdedores a partir del redescubrimiento de esos negativos que se creían perdidos después de que Robert Capa tuviera que abandonar Francia con la ocupación alemana. Es un documental modélico que hace justicia, además, al valor histórico y social de las instantáneas tomadas por estos grandes fo-
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tógrafos, algo que no ha hecho el International Center of Photography de Nueva York, que reclamó la propiedad del material cuando conoció su existencia en México y que lo ha valorado exclusivamente desde la perspectiva del trabajo técnico realizado por los reporteros gráficos, cuando lo que les movía era algo más. Así lo mostró en la exposición que organizó en Nueva York, aunque después en las muestras realizadas en España y México sus comisarios le dieron un enfoque diferente al prestar atención a la recuperación de la memoria histórica, en el primer caso, y al exilio en el segundo. La película de Ziff hace las tres cosas y añade una reflexión más sobre a quiénes correspondería custodiar ese valiosísimo fondo documental tras serle arrebatado a México. Está claro que desde EEUU lo ven exclusivamente como un trabajo brillante de fotoperiodismo de tres grandes reporteros de guerra del siglo XX que murieron en distintas contiendas haciendo su labor (Taro falleció arrollada por un tanque en la guerra civil española, Capa cuando pisó una mina antipersona en Indochina en 1954, y Chim fue asesinado dos años después en Suez), pero para mexicanos y españoles esas instantáneas son vida, tienen el valor de
la memoria, del tiempo pasado capturado en negativos que plasman el drama de la derrota de la libertad y el sufrimiento de los desplazados que se negaron a perder su dignidad ante el avance del fascismo. El film comienza con la recuperación de la memoria histórica emprendida en España con la exhumación de fosas de la guerra civil y de la posguerra –sólo en la década de los años 40 el franquismo ejecutó a 50.000 personas–, que la derecha reaccionaria se niega a aceptar y hace todo lo posible por silenciarla como ha hecho siempre para ocultar los crímenes cometidos por quienes se alzaron contra un régimen democrático. Ziff viaja a Rubielos de Mora, en la provincia de Teruel, la tierra de Buñuel, para filmar el trabajo de los forenses y arqueólogos en una fosa común que excavan en medio del monte en presencia de los descendientes de quienes pudieran estar allí enterrados. Es la resurrección de toda una época, como se afirma en el documental, algo a lo que también han contribuido los negativos rescatados, entre los que hay instantáneas de los frentes de combate en el País Vasco, Segovia y Aragón, en concreto la Batalla de Teruel, y algo muy valioso, las fotografías que tomó Robert Capa en el campo de internamiento de refugiados en la playa francesa de Argelès-sur-Mer. “Estábamos abandonados completamente”, recuerda un superviviente de aquellos campos que sería más correcto llamarlos de concentración. “Vivíamos como podíamos, casi como animales sin techo”, afirma otro desplazado, y las fotografías de Capa recuperadas lo atestiguan: un numeroso grupo de refugiados en formación que avanza detrás de un gendarme francés por una playa desierta donde solo hay arena y exiliados cubiertos con mantas durmiendo a la intemperie. Además de las fotografías, Robert Capa dejó escritas sus impresiones del campo de concentración de Argelès-sur-Mer en Francia: “Un infierno sobre la arena: los hombres allí sobreviven bajo chozas de paja que ofrecen una miserable protección contra la arena y el viento. No hay agua potable, sino el agua salobre extraída de agujeros cavados en la arena”. Lo mismo dicen sus instantáneas. La acogida que dispensó México a estos desplazados ocupa buena parte del metraje posterior con testimonios
de supervivientes e hijos de refugiados que recuerdan la travesía en barco hacia América como un viaje “del dolor a la esperanza”, y la opinión de quienes admiten que para la gente sin formación era imposible emigrar allí. Profundiza mucho el documental en el reportaje fotográfico que Chim hizo en uno de los barcos fletados para llevar refugiados a México, cuyas instantáneas son de un gran valor para la comunidad hispanomexicana del exilio, como fue corroborado en la exposición que albergó el Antiguo Colegio de San Ildefonso en México Distrito Federal entre octubre de 2013 y febrero de 2014, donde muchos mexicanos se reencontraron con sus antepasados a través de las instantáneas de Capa, Chim y Taro. Quienes se quedaron en los campamentos de refugiados franceses tuvieron un destino dispar. Algunos, como se cuenta en La maleta mexicana, decidieron volver a España antes de perder la dignidad hacinados como bestias, y al regresar fueron ejecutados. Muchos de los que se quedaron fueron enviados a los campos de exterminio nazis, pero también hubo otros que participaron activamente en la lucha armada contra el fascismo en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Desde el principio lo hicieron fortificando la línea Maginot para frenar el avance de los nazis, y jugaron un papel destacado en la resistencia francesa. Lucharon en primera línea de fuego en compañías como La Nueve, de la División Leclerc, que fue la que liberó París en agosto de 1944. Los primeros carros de combate que llegaron a la capital francesa llevaban nombres de ciudades españolas tristemente célebres por la Guerra Civil como Madrid, Teruel, Guernica y Guadalajara. Estos refugiados republicanos combatieron también en la campaña de África contra Rommel, el Zorro del desierto, y en la ofensiva de Alsacia y el asalto final a Alemania enfrentándose a los temibles nidos de águila nazis. La historia oficial, al tratarse de desplazados sin una patria que reivindicase sus méritos en la lucha contra el fascismo, los ha olvidado, y sólo trabajos cinematográficos muy recientes como La Nueve ou les oubliés de La Victoire (La Nueve, los olvidados de la Victoria, Francia, 2010), de Alberto Marquardt, se ha encargado de reconocer la importancia que tuvieron.
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La Guerra Civil española constituyó la antesala de la gran barbarie que fue la Segunda Guerra Mundial, cuyas cifras de víctimas fueron escalofriantes. Los historiadores estiman que entre 60 y 73 millones de personas murieron en esa contienda mundial, según las fuentes, incluidas las víctimas del Holocausto y también las de los frentes asiáticos. El horror de la Gran Guerra entre 1914 y 1918, que había tenido lugar dos décadas antes y dejó 20 millones de muertos, de los cuales más de una cuarta parte eran civiles, se quedó pequeño. Aunque los investigadores tampoco se ponen de acuerdo sobre la gente que fue desplazada al variar considerablemente las cifras de unos a otros en función de los criterios en los que se basan para calcularlas, el número de desplazados por las dos guerras mundiales resultó también abrumador. En la primera se han estimado unos 8 millones de desplazados, mientras que en la segunda se ha llegado a hablar de 50 millones. Si tenemos en cuenta, como argumentan los historiadores Fernando García de Cortázar y José María Lorenzo Espinosa, que sólo en el frente soviético se trasladó toda la industria pesada hacia el Este, y parte de la población que vivía en esa zona fue enviada a Siberia, además de todos los civiles que huyeron del peligro de los bombardeos en las ciudades europeas, y por supuesto los judíos y otras minorías étnicas enviados a los campos de concentración, ese número podría haber sido muy superior. La crueldad que los combatientes emplearon contra la población civil no se limitó solo al Eje Berlín-Roma-To-
kio, puesto que desde los aliados se actuó en ocasiones con igual sadismo, en particular por parte de la URSS, que envió a la muerte segura a miles de soldados en batallas como la de Stalingrado, y sus tropas arrasaron sin piedad las ciudades alemanas violando a sus mujeres cuando se produjo la contraofensiva. Y si salvajes fueron las incursiones aéreas que la Luftwaffe experimentó por primera vez en España con el bombardeo de Guernica, no se quedaron atrás las de la aviación angloamericana, que lanzó vuelos de cientos de aviones de una sola vez con bombas que superaban las 10 toneladas. Fue la guerra de la infamia, de la destrucción masiva, que terminó con la fabricación del ingenio humano más devastador de toda la historia: la bomba atómica. A causa de ella, en Hiroshima fallecieron 78.000 personas al instante y 25.000 más en las horas siguientes, además de producir miles de heridos, y la que hizo explosión en Nagasaki dejó 40.000 muertos. Pero de toda esa atrocidad, difícil de digerir aun después de haber pasado tanto tiempo, es el Holocausto o Shoah del pueblo judío lo que provoca verdadero horror y vergüenza sólo con recordarlo. Fue un exterminio en masa concebido por sádicos asesinos, y no afectó únicamente a los hebreos sino a otras minorías étnicas como los gitanos, así como a los simpatizantes y militantes de izquierdas, los homosexuales, los republicanos españoles y pueblos como el polaco. El Holocausto supuso el desplazamiento forzado de millones de judíos en un viaje sin retorno, para la gran mayoría, a los campos de exterminio. Eran sacados de
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Lore (Alemania, 2012), de Cate Shortland.
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sus casas en toda la Europa ocupada por los nazis, enviados a guetos y posteriormente, cuando las mentes criminales del III Reich diseñaron la solución final, trasladados a los campos de la muerte. Sólo en lo que a población judía se refiere, los historiadores hablan de que 6 de los 9 millones de judíos que había en el continente europeo murieron en la Shoah, además de millones de gitanos, homosexuales, apátridas y también discapacitados, despreciados como inferiores por los nazis. En Polonia, el exterminio fue masivo. No podían imaginar los polacos lo que les aguardaba cuando los nazis invadieron su país por el oeste, y los rusos por el este, en septiembre de 1939. Supuso el inicio formal de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo del mayor genocidio cometido durante toda la contienda, puesto que proporcionalmente Polonia fue el país con más víctimas mortales: cerca de 6 millones, lo que suponía un veinte por ciento de su población. Uno de cada cinco polacos murió en una guerra en la que los nazis les retiraron incluso el derecho a ser polacos, convirtiéndolos en apátridas en su misma tierra. Sus ciudades fueron reducidas a cenizas y la máquina de destrucción germana buscaba aniquilar tanto a los polacos judíos como a quienes no profesaban este credo. Polonia se resistió desde el inicio a la ocupación alemana asestando duros golpes al nazismo que fueron respondidos a sangre y fuego. Una forma de resistir y de mantener la moral de los ciudadanos frente a la invasión consistió en cantar, frente a las narices de los nazis, canciones de rechazo a la ocupación. Estos juglares cantaban en las plazas y en las calles, en los medios de transporte público y cuando pasaban junto a los alemanes, que al no entenderlos los ignoraban. Uno de los films más famosos de la historia del cine polaco trata este tema, Zakazane piosemki (Canciones prohibidas, Polonia, 1946), de Leonard Buczkowski. Se rodó al poco tiempo de terminada la guerra y contribuyó también a recuperar la autoestima de la población tras el horror que había vivido. Es un film coral que recupera algunas de las canciones de protesta, incluida una peculiar versión de La Adelita, que cantaban los polacos ante la presencia de los nazis sin que se inmuta-
ran porque al desconocer el idioma tampoco sabían lo que les estaban diciendo. Hay escenas en las que se ve a los soldados alemanes tararear también las alegres melodías musicales inconscientes de que les insultaban con esas canciones. No es un film musical, sino una cinta que recupera aquellas melodías desde el recuerdo de lo que supusieron para la población civil como un gesto más de protesta. La película de Buczkowski trata también sobre la lucha llevada a cabo por la resistencia, el levantamiento de Varsovia en 1944 y los sabotajes que los polacos hicieron a los nazis. La última secuencia recrea el desplazamiento forzado de la población civil en una Varsovia reducida a cenizas, y el avance de las tropas en la contraofensiva final contra el ejército invasor. No fue tarea fácil expulsar de Polonia al ejército del III Reich tal como se ve en Kanal (Polonia, 1957), de Andrzej Wajda, uno de los trabajos pioneros de la edad de oro del cine polaco de mediados del siglo pasado. Wajda se incorpora con su cámara, como queda de manifiesto en el largo plano secuencia con que se inicia la cinta, a un grupo de
Kanal (Polonia, 1957), Andrzej Wajda
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Katyn (Polonia, 2009), de Andrzej Wajda.
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la resistencia durante los últimos días del levantamiento de Varsovia. Formado por ciudadanos que han tomado las armas para echar a los nazis, entre ellos un pianista, los combatientes arrebatan posiciones a los alemanes hasta que quedan incomunicados y reciben la orden de replegarse y regresar a su antigua posición por las alcantarillas, ruta de evasión también de los civiles que huyen. Morirán todos dentro de la red de alcantarillado como ratas o al salir a la superficie, donde les aguardan los nazis para ejecutarlos. Claustrofóbica en su puesta en escena, Wajda narra parte de la historia prácticamente a oscuras por las galerías subterráneas, convirtiendo el sonido en un contrapunto no menos asfixiante para el espectador. Títulos recientes que abordan el papel desempeñado por la resistencia polaca son Uprising (Rebelión en Polonia, USA, 2001), de Jon Avnet, y Defiance (Resistencia, USA, 2008), de Edward Zwick, en la que surge entre los
partisanos el conflicto sobre qué hacer con la población civil desplazada y escondida en los bosques, puesto que cargar con ella puede entorpecer las operaciones militares. La importancia que tuvo la resistencia en la liberación del país no sería exaltada en su justa medida dentro de Polonia en aras a engrandecer el papel desempeñado por las tropas soviéticas para echar a los nazis, omitiendo de esta manera que Rusia y Alemania habían llegado a un acuerdo en 1939 para invadirlo. Los derroteros de la guerra harían que ambos países la acabaran enfrentándose entre ellos. En 1940, tras la ocupación, la NKVD, policía secreta rusa, concentró en el bosque de Katyn a buena parte de los oficiales polacos y a las autoridades que se negaron a participar en los programas de reeducación comunista de Stalin. Allí fueron ejecutadas 22.000 personas y se hizo creer que los culpables del crimen habían sido los nazis, tal como
muestra Katyn (Polonia, 2009), de Andrzej Wajda, que sitúa con claridad desde el comienzo del metraje la tragedia a la que tuvo que enfrentarse el pueblo polaco atrapado entre el Ejército Rojo y los alemanes. Rusia no reconocería la autoría de aquella masacre, recreada en la película de Wajda de manera muy explícita, hasta medio siglo después. La crueldad de Stalin hacia los polacos no se quedó ahí. Cuando autorizó a los prisioneros escribir a sus familias lo hizo para conocer sus direcciones con el fin de detenerlas y deportarlas después. Más de 60.000 personas fueron enviadas a Kazajstán de esta forma. Con los judíos polacos que no aceptaron la reeducación soviética ocurrió algo similar y más de 65.000 corrieron la misma suerte al ser desplazados a Kazajstán o a Siberia.
El Holocausto judío En los campos de exterminio emplazados en Polonia, los nazis asesinaron a más de 3.300.000 personas entre judíos y otros indeseables, tal como los consideraban. Cuesta imaginar el sufrimiento, la angustia y el terror que padecieron antes de que les llegara la muerte. Quienes sobrevivieron lo contaron para que nunca se olvidara y hoy la literatura y el cine poseen una amplísima bibliografía y filmografía sobre el tema, pero no sucedió así durante las dos primeras décadas después de que ocurriese. La realizadora polaca Wanda Jakubowska fue pionera en mostrar en las pantallas la crueldad de estos campos de concentración con Ostatni etap (La última etapa, Polonia, 1948), un film de ficción basado en hechos reales que se desarrolla en Birkenau, adjunto a Auschwitz, donde la cineasta había sido encerrada durante la guerra. Jakubowska se inspiró en su trágica estancia en aquel averno nazi para relatar la historia de muchas familias judías a través del personaje de Martha Weiss, a la que los alemanes envían al campo de exterminio y es separada del resto de su familia, que es asesinada, mientras a ella le asignan labores de intérprete. Las imágenes de este film, rodado en los mismos barracones de Auschwitz-Birkenau donde fueron asesinadas 1.250.000 personas, enseñan en un blanco y negro
escalofriante la vejación a la que los carceleros nazis sometieron a los judíos hasta denigrarlos por debajo de la condición humana. Jakubowska declararía después de hacerla que cuando estuvo prisionera en ese infierno sólo pensaba en sobrevivir para contar al mundo lo que había padecido su pueblo. Hay escenas difíciles de olvidar inspiradas en imágenes que quedaron grabadas de forma inmarcesible en los recuerdos de la cineasta, como las chimeneas de los crematorios arrojando densas columnas de humo noche y día, las marchas forzadas a ritmo de música clásica a las que eran sometidas las prisioneras, los insultos de sus carceleros, y la llegada de los trenes con nuevos cargamentos de víctimas hacinadas como ganado. Familias enteras eran separadas nada más llegar a Auschwitz. Se les desposeía de todas sus propiedades y de su dignidad como personas al pisar el campo de exterminio. Daba igual que fueran hombres, mujeres que niños, jóvenes o viejos; todos tenían el mismo destino. Jakubowska recalca el deleite de los carceleros, tanto de los nazis como de los colaboradores, su sadismo y maldad sin límites, como cuando el bebé recién nacido de una prisionera es enviado a la enfermería y el oficial nazi le inyecta un producto tóxico tras anotar previamente su experimento con total frialdad. Hoy día las películas sobre los campos de exterminio nazi y el Holocausto judío constituyen un género cinematográfico propio por la cantidad de títulos que se filman. Al principio costó que la temática fuera aceptada dentro de género de ficción, por respeto a las víctimas, por incredulidad de lo que había ocurrido, o porque el mundo era incapaz todavía de asimilar semejante genocidio. Las primeras películas que se hicieron sobre la Shoah eran documentales hechos por los propios ejércitos aliados que sirvieron para documentar el horror nazi en los juicios de Núremberg y para mostrar al pueblo alemán las barbaridades que sus dirigentes habían cometido. Billy Wilder hizo, en esa línea y para el Ejército norteamericano, el cortometraje documental Death Mills (USA, 1945), sobre la liberación de los campos de concentración. Concentration Camps, de George Stevens, y Memory of the Camps, a painful reminder, de Sidney Bernstein, son otros
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títulos similares realizados desde las filas americanas ese mismo año, mientras que la aportación desde el Este más relevante la hizo el polaco Aleksander Ford con Majdanek cmentarzysko Europy (Majdaneck cementerio de Europa, Polonia, 1945), en el que los supervivientes hablan por primera vez sobre el Holocausto ante las cámaras. El cine documental, tras estas primeras aportaciones hechas todavía en medio de la conmoción que causó el descubrimiento de la barbarie nazi, aportó en 1955 uno de los títulos más notables de este tema de la mano del francés Alain Resnais, titulado Nuit et brouillard (Noche y niebla, Francia, 1955). En media hora, el cineasta galo adentra al espectador en los campos de exterminio una década después de su liberación para reconstruir la tragedia allí vivida. Lo hace alternando imágenes documentales rodadas en color en el presente, cargadas de vida pues el recuerdo lo es, junto con otras de archivo en blanco y negro que retratan la crueldad inhumana de los nazis. Muestra la dinámica de la “solución final”, el destino de los judíos desde su concentración en guetos hasta su deportación a estos campos de la muerte para su exterminio. El campo elegido es Auschwitz, cuyas instalaciones en ese momento estaban desiertas, abandonadas, pues todavía no se habían convertido en el memorial que son hoy y que visitan miles de personas todos los años, aunque en el silencio en que se adentra la cámara de Resnais parece escucharse el clamor de las víctimas. En 1969, Marcel Ophüls rodaría otro de los documentales considerados de referencia sobre esta temática, Le chagrin et la pitié (La tristeza y la piedad, Francia, 1969), donde denuncia el colaboracionismo del Gobierno francés de Vichy con los alemanes y su implicación también en el exterminio de los judíos con la deportación de miles de ellos a campos de exterminio. Polonia también aportaría en esa década un par de títulos de interés: Requiem dla 500.000 (Réquiem por 500.000, 1963), de Jerzy Bossak y Waclaw Kazimierczak, y Powszed-ni Dzien Gestapowca Schmidta (La vida cotidiana del oficial de la Gestapo Smitch, 1963), de Jerzy Ziarnik. El género documental cuenta hoy con una amplísima filmografía sobre el tema que no deja de aumentar. De todo lo que se ha hecho sobresale la trilogía del francés
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Claude Lanzmann que inició en 1985 con Shoah (Francia, 1985), el fresco más completo realizado en cine sobre el Holocausto sin mostrar una sola imagen de archivo. Está construido todo a base de testimonios tanto de víctimas como de victimarios. Son más de nueve horas de metraje en las que quienes vivieron la Shoah cuentan cómo era la vida en los campos de exterminio, cómo procedían los nazis a la eliminación de los prisioneros y las estrategias de supervivencia que cada uno empleaba para alargar su vida en ese infierno. Su filmación llevó varios años y Lanzmann quiso que algunos regresaran con él a los lugares donde estuvieron confinados, como sucede con Simón Srebnik. La película comienza con su testimonio y la visita al campo de exterminio de Chelmno, donde murieron 340.000 personas. Srebnik tenía trece años y medio cuando sus padres fueron asesinados por los nazis y él encarcelado. Fue asignado al mantenimiento de las instalaciones de este campo situado en Chelmno-del-Ner en Polonia, unos 8 kilómetros al noroeste de Lodz. Allí permaneció hasta enero de 1945 cuando lo abandonaron los nazis ante la cercanía del ejército aliado, no sin antes ejecutar a quienes habían sido testigos de todos sus crímenes, entre ellos Srebnik. La bala no le tocó ningún órgano vital y salió con vida. Cuatro décadas después cuenta cómo fue aquel infierno sin poder evitar desmoronarse emocionalmente cuando recuerda ante la cámara aquella terrible experiencia. Para hacer Shoah, Lanzmann entrevistó a una treintena de personas, entre las que recogió también el testimonio de un guardia de las SS del campo de Treblinka, igualmente en Polonia, donde fueron asesinadas 800.000 personas. El carcelero entrevistado es Franz Suchomel, cuya identidad revela el director a pesar de haberse comprometido con él a no hacerlo. Sus testimonios detallan los procesos de exterminio empleados por los nazis. Hay también testigos de aquel periodo que cuentan sus experiencias junto al historiador Raúl Hilberg, y entre todos los recuerdos, algunos dejan sobrecogido el corazón de los espectadores como el de Philip Müller, un judío superviviente de Auschwitz que describe con todo detalle el funcionamiento de los hornos crematorios que los nazis
destruyeron antes de marcharse. En la película valen por igual los testimonios de los entrevistados que sus silencios, que obligan necesariamente a la reflexión entre el público ante las barbaries que se relatan. Entre los materiales que filmó Lanzmann hay una entrevista a Maurice Rossel, un oficial suizo, miembro del Comité Internacional de la Cruz Roja, que fue enviado a Auschwitz a supervisar que los campos de concentración de prisioneros de guerra, como los definían los nazis, cumplían con lo establecido en la Convención de Ginebra, además de visitar el gueto de Theresienstadt en la República Checa. De todas esas vivencias de Rossel como testigo privilegiado de la historia, aunque asegura que nunca llegó a hablar con los prisioneros, trata Un vivant qui pasee (Francia, 1999), segundo film estrenado por Lanzmann. El cineasta completaría su trilogía sobre el Holocausto, ya octogenario, en 2013 con Le dernier des injustes (El último de los injustos, Francia, 2013), a partir de entrevistas filmadas tiempo atrás y no utilizadas en sus trabajos anteriores. En este caso el protagonista es un personaje polémico, Benjamin Murmelstein, el último presidente del Consejo Judío de Theresienstadt, el gueto que los nazis pretendían hacer pasar ante el mundo como modélico para desviar la atención de lo que ocurría en los otros. Perseguido por los suyos después de la guerra, en el film asegura que no tuvo la opción de negarse a aceptar el cargo porque lo contrario era la muerte, y que de esa manera pudo ayudar a los suyos. Lo resume con la frase siguiente: “Los nazis querían convertirme en una marioneta, pero la marioneta había aprendido a tirar de sus propios hilos”. El gueto de Theresienstadt es donde los nazis rodaron durante la guerra una película de propaganda titulada Theresienstadt. Ein Dokumentarfil aus dem jüdischen Siedlungsgebiet (Theresienstadt: Un documental sobre el reasentamiento judío) cuya finalidad era mostrar las bondades del III Reich con los judíos. Murmelstein colaboró en la ambientación de esta película en la que los prisioneros fueron obligados a actuar frente a las cámaras como si vivieran felices en este lugar de concentración. No fue el único sitio donde los alemanes hicieron esto, ya que en el gueto de Varsovia también filmaron imágenes en
el año 1942. El material, almacenado con una etiqueta en la que ponía Ghetto, fue hallado en Alemania del Este una vez terminada la Segunda Guerra Mundial y contenía alrededor de 60 minutos de película. Lo que aparece en ella es una dramatización rodada como si de un documental se tratara, puesto que más de medio siglo después de su hallazgo se encontraron en los archivos de una base norteamericana casi 30 minutos más de material con tomas repetidas de la acción y en las que se ven preparativos de la puesta en escena. A partir de ese metraje, el realizador Yael Hersonski hizo el largometraje A Film Unfinished (Ghetto) (Gueto, la película prohibida de la propaganda nazi, Israel, 2010), que desmonta la mentira que con su película intentaron construir los nazis sobre el gueto de Varsovia como si fuera un documental auténtico. El cineasta imprime a este trabajo el horror de lo cotidiano a través de las miradas perdidas de los judíos que aparecen en las tomas intentando aparentar normalidad, para reflexionar sobre la patética farsa de la realidad que quisieron hacer los nazis. Un documental sobre el Holocausto, Genocide (Genocidio, USA, 1981), de Arnold Schwartzman, puso de manifiesto a comienzos de los años 80 del pasado siglo que este trágico capítulo de la historia de la humanidad se había ganado ya un hueco importante en el séptimo arte. La cinta hace una reconstrucción histórica de cómo el nacionalsocialismo ascendió en la Alemania de los años 30 y
A Film Unfinished (Ghetto) (Israel, 2010), de Yael Hersonski.
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desencadenó el Holocausto. Recurre a testimonios como el del experto y cazanazis judío Simon Wiesenthal. Además, Orson Welles y Elizabeth Taylor pusieron sus voces en la versión original para narrarlo. Este trabajo se estrenó pocos años después de que triunfara en las televisiones de todo el mundo la serie de ficción histórica Holocaust, realizada por Marvin J. Chomsky y estrenada por la NBC en 1978 con los actores Meryl Streep y James Woods de protagonistas. La serie contaba las vicisitudes de dos familias en la Alemania de la Segunda Guerra Mundial: los Weiss, judíos de ascendencia polaca, y los Dorf, arios con ambición de ascender en la sanguinaria sociedad nazi. El interés audiovisual por la Shoah ha permanecido vivo desde entonces y dentro del género documental, entre el inmenso volumen de largometrajes que se han hecho, destacan las cinco películas producidas en 2002 por Steven Spielberg y la Survivors of the Shoah Visual History Foundation bajo el epígrafe común de Broken silence. Son títulos independientes que se complementan, rodados cada uno por un realizador distinto y de diferentes nacionalidades. El polaco Andrzej Wajda apela a la memoria en I remember para hablar de los polacos que ayudaron a sus vecinos judíos pero también de quienes
Daleká cesta (Checoslovaquia, 1949), de Alfred Radok.
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fueron delatores, y el ruso Pavel Chukhraj de los deseos de venganza de las víctimas así como del papel desempeñado por la resistencia en Children from the Abyss. El checo Vojtech Jasny da la palabra a quienes estuvieron recluidos en el gueto de Theresienstadt en Hell on Earth y el húngaro Janos Szasz lo hace en Eyes of the Holocaust a los niños que lo vivieron. Por último, el argentino Luis Puenzo rodó Some who lived sobre los supervivientes que se asentaron en Argentina y Uruguay. Son cinco frescos que constituyen un documento de gran valor para fijar la memoria de la Shoah y transmitir lo que ocurrió a las nuevas generaciones. Incluso países africanos como Costa de Marfil han hecho documentales para tratar el tema, en concreto el de los negros encerrados en los campos de exterminio que Serge Bilé aborda en Noirs dans le camps nazis (Negros en los campos nazis, 1995), sobre la población de ascendencia africana que fue capturada por los alemanes y enviada al exterminio como los judíos y otras minorías étnicas. El tema tratado por Andrzej Wajda en I remember en lo que a los delatores se refiere, y en concreto a los polacos colaboracionistas que facilitaron a los nazis el exterminio de judíos, ha sido abordado con mayor profundidad en el documental Jedwabne (El legado de Jedwabne, Polonia, 2005), de Slawomir Grünberg, y en el largometraje de ficción Poklosie (Polonia, 2012), de Wladyslaw Pasikowski sobre lo ocurrido en el municipio de Jedwabne, en el noreste de Polonia, el 10 de julio de 1941. Aquel día fueron masacrados todos los judíos del pueblo, cientos de personas, a manos de sus vecinos, que les acusaron de ser los culpables de la guerra y de los sufrimientos que padecían. Durante décadas, al igual que ocurrió con la masacre de Katyn, la historia oficial hizo creer que habían sido los nazis los autores de la matanza hasta que en 2001 un libro escrito por Jan Tomasz Gross titulado Vecinos reveló la verdad y conmocionó al país. Dentro del género de ficción ya vimos que Polonia fue pionera en recrear dentro del cine las deportaciones de judíos y la dinámica de funcionamiento de los campos de exterminio con el largometraje Ostatni etap, al que seguiría la producción checa Daleká cesta (El largo
viaje, 1949), de Alfred Radok. Gillo Pontecorvo rodaría una década después Kapo (Italia/Francia, 1960), sobre una judía enviada a un campo de exterminio que salva la vida, a diferencia de su familia, al cambiar su identidad por otra persona. La frágil protagonista, Edith, tiene que endurecerse para subsistir y acaba convertida en una kapo, que es como se llamaba a las prisioneras de confianza. Cuando muere en brazos de un oficial alemán durante una revuelta provocada por los presos de guerra soviéticos, reafirma su identidad judía que había ocultado para sobrevivir. La cinta pasó a la historia del cine sobre todo por una polémica surgida a raíz de la crítica que hizo Jacques Rivette en Cahiers du cinéma sobre el tratamiento formal que Pontercovo dio a la escena en que una presa muere electrocutada en la alambrada. Las historias de Kapo y Ostatni etap comparten en común el interés de sus autores por mostrar la resistencia organizada que hubo dentro de los campos de concentración. En ambos casos se recurre a finales épicos que anuncian la liberación ante el avance de las tropas aliadas, y en particular de los soviéticos, pues en la cinta de Pontecorvo son ellos los que facilitan a los prisioneros una huida tan masiva como caótica e impregnada de sangre. El cine polaco volvería a tratar de forma notable el tema de la persecución de los judíos por los nazis en 1963 con Pasazerka (La pasajera), de Andrezj Munk y Witold Lesiewicz, película inconclusa sobre el peso que el pasado tiene para una vigilante del campo de Auschwitz que cree identificar años después a una prisionera en un viaje en barco; y en 1975 con Jest pan wolny, doktorze Korczak (El mártir), de Aleksander Ford, que trata sobre Januswz Korczack, el pedagogo judío encargado del orfanato del gueto de Varsovia que fue asesinado en el campo de Treblinka en 1942. Sobre este personaje, Andrzej Wajda haría otra película en 1990 titulada Korczack (El orfanato), rodada en blanco y negro y, para algunos, precedente indiscutible de Schindler’s List (La lista de Schindler, USA, 1993), de Steven Spielberg, que junto con The Pianist (El pianista, Reino Unido/Francia/Polonia/Alemania, 2002), de Roman Polanski, son los dos films de ficción sobre el Holocausto más conocidos por el público.
En el gueto de Varsovia Polanski sitúa la acción de The Pianist en Varsovia y sigue los pasos de una familia judía a la que los nazis recluyen en el gueto y deportan después. El protagonista es salvado en el último instante de ser embarcado en el tren que conduce a los deportados a los campos de exterminio, consigue permanecer oculto con la ayuda de polacos no judíos, y es a través de sus vivencias como el espectador presencia los principales acontecimientos ocurridos en Varsovia durante la guerra. La película es una adaptación fiel de las memorias del protagonista, el músico Wladyslaw Szpilman, que aparecieron publicadas nada más acabada la guerra pero fueron prohibidas. En ellas relata los sucesos más destacados que vivió durante la ocupación alemana de Varsovia, en el gueto judío y oculto en diferentes pisos gracias a sus amistades hasta que la ciudad fue liberada. Narra las torturas, los abusos, los crímenes y el sufrimiento del pueblo judío sometido a la brutalidad y el odio de los invasores nazis, y también denuncia la existencia de diferencias entre los judíos dentro del gueto a pesar de que los alemanes no acabarían haciendo después distinciones a la hora de enviarlos al exterminio. Esta película es un retrato fiel de lo ocurrido en Varsovia entre 1939 y 1944 no sólo porque esté basada en las memorias de Szpilman, sino porque el propio Polanski padeció siendo niño aquel infierno. De hecho, presenció cómo se llevaban a su madre, que murió en Auschwitz, al no encontrar en la casa a su hermana. El cineasta muestra el Holocausto sin ingresar en los campos de exterminio. Lo hace recorriendo las calles de Varsovia, a cuyo gueto fueron enviados 360.000 judíos en unas condiciones de supervivencia que empeoraban día tras día. Se fija en la expropiación de sus pertenencias, en la humillación, en la degradación de sus condiciones de vida, en su utilización como esclavos, en los abusos de poder y en los crímenes indiscriminados cometidos contra ellos, como cuando los nazis elegían al azar a judíos para ejecutarlos en medio de la vía pública por puro capricho. Hay una escena en el film que resulta espeluznante cuando una patrulla alemana arroja a un inválido por el balcón de
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una vivienda al no responder a la orden de ponerse en pie, a pesar de ser conscientes de que no puede hacerlo debido a su estado. The Pianist se fija también en el colaboracionismo de algunos hebreos con los nazis para intentar sobrevivir ellos, al igual que lo hace en los polacos que ayudaron a los judíos y en la resistencia de la población. Szpilman era un conocido pianista de Radio Varsovia y eso le permitió escapar primero del tren que lleva a su familia a Treblinka para su exterminio y después de los nazis ocultándose en varios pisos de la resistencia. La película de Polanski comienza con imágenes de archivo que reflejan la prosperidad y esplendor de Varsovia antes de la guerra; una sociedad culta y amante de la música que valora a los músicos como Wladyslaw Szpilman. A partir de la ocupación alemana, Szpilman comienza su odisea y el público asiste a la discriminación que sufren los judíos, que deben ir identificados con la Estrella de David, y a los que obligan a caminar por la calzada en lugar de por las aceras porque no son considerados personas. El envío de toda la población hebrea al gueto el 31 de octubre de 1940 es el siguiente pasaje histórico en el que se fija la cinta, con largas columnas de desplazados que dejan atrás sus casas para ingresar en la prisión habilitada por los nazis. La acción se fija en diferentes momentos de la historia del gueto de Varsovia, como las deportaciones a los campos de exterminio en agosto de 1942, el levantamiento del gueto en abril de 1943 y la represión que le siguió por toda la ciudad, y la sublevación en agosto de 1944 ante el avance de la resistencia y de las tropas soviéticas. Szpilman sobrevive, al borde de la muerte, a multitud de calamidades. Cambia una y otra vez de escondite y deambulan al final entre edificios semiderruidos cuando los nazis arrasan todo lo que encuentran a su paso antes de su retirada. Los últimos días los pasa oculto en el ático de un edificio donde los alemanes establecen su cuartel general. Le ayuda a sobrevivir un oficial alemán amante de la música, el capitán Wilm Hosenfeld, que también es un personaje histórico, y está a punto de caer abatido cuando los soviéticos toman Varsovia y abren fuego contra él al confundirlo con un alemán por el abrigo militar que lleva para protegerse del frío. Realizada con una soberbia puesta en escena y una
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The Pianist (Reino Unido/Francia/Polonia/Alemania, 2002), de Roman Polanski
reconstrucción fiel a lo que fue la odisea del pianista judío Wladyslaw Szpilman, Polanski incide en la lucha heroica que personas como este músico llevaron a cabo para sobrevivir en medio del infierno desatado por los nazis durante la ocupación, y a pesar de lo cual fueron capaces de sobreponerse anteponiendo, eso sí, el compromiso de contar a la humanidad lo que habían visto y padecido.
Schindler’s List es el relato de lo ocurrido en otra ciudad polaca, Cracovia, y de cómo un empresario salvó la vida a más de un millar de judíos tras tomar conciencia del genocidio cometido por los nazis. Muchas personas anónimas contribuyeron a salvar la vida de otros hebreos poniendo en riesgo las suyas, pero sus nombres no han pasado a la historia. En cambio sí lo ha hecho el de Óscar Schindler gracias a la novela de Thomas Keneally Schindler’ Ark, que adaptaría al cine Steven Spielberg en
1993 tomándose este proyecto como algo muy personal. Quien nos muestra en este caso el Holocausto no es un judío, sino un ario que invierte toda la fortuna que ha hecho explotando como esclavos a los judíos para evitar que sean enviados a los campos de exterminio. La acción se sitúa en Cracovia y en el temible campo de trabajo de Plaszow, cuyo comandante, el oficial de las SS Amon Göth, se erigió en dios y señor de los judíos confinados allí. Los ejecutaba a su placer, como muestra el film, sin piedad, por capricho, practicando el tiro al blanco con ellos y castigándolos con la muerte por nimiedades. En la película se ven varios ejemplos de la tiranía de Göth cuando tras una noche de borrachera dispara indiscriminadamente a los judíos presos en Plaszow desde su residencia, en una colina desde la que domina todo el campo de concentración, o como cuando perdona al niño que limpia su bañera y no puede arrancar unas manchas. “Te perdono”, le dice al muchacho, para tomar después su arma y mientras se aleja pegarle un tiro en la cabeza. En la vida real, este personaje histórico, que en la cinta está interpretado magistralmente por Ralph Fiennes, ejecutó a una mujer a sangre fría porque no conseguía quitar unas manchas de su vehículo, y a una madre y a su hija porque no habían pelado unas patatas con la suficiente rapidez que él creía que deberían haberlo hecho. Alcohólico y corrupto, acabó arrestado por las SS y fue ajusticiado tras finalizar la guerra por sus crímenes. Era un hueso duro de roer y tuvo que ser ahorcado tres veces hasta que murió porque en las dos primeros intentos se rompió la cuerda. Spielberg retrata la vida de los judíos de Cracovia, de su gueto y del campo de concentración de Plaszow a través del personaje de Oscar Schindler y de su meteórico ascenso como empresario de éxito. Convence a los rabinos del gueto y a los nazis para instalar en Cracovia una sólida empresa de ollas y otros útiles de cocina. De los primeros se aprovecha de su situación haciendo que le financien la empresa, además de conseguir trabajadores baratos porque son esclavos de los nazis, y de estos últimos logra su colaboración a base del pago de sobornos. Así prospera sin el más mínimo escrúpulo, aunque el
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Schindler’s List (USA, 1993), de Steven Spielberg.
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administrador de la fábrica, el judío Itzhak Stern, se convierte en la voz de su conciencia. Cuando desde una colina Schindler presencie la masacre del gueto de Cracovia y más tarde la incineración de miles de víctimas, tomará conciencia y dejará de lado sus intereses comerciales para intentar salvar la vida al mayor número posible de judíos. La película está hecha en blanco y negro, a excepción de la ceremonia del sabbat con que comienza, y destaca en el ataque de las SS al gueto judío la presencia de una niña con un abrigo rojo. A esa misma niña se la encontrará Schindler más tarde entre las montañas de cadáveres que son incinerados y enterrados. Spielberg dotó a ese personaje anónimo de un sentido metafórico como detonante del cambio de actitud del empresario. A partir de ese instante, e instigado por Stern, Schindler desviará la atención de sus negocios y se esforzará únicamente en salvar la vida al mayor número de judíos posible. Conseguirá llevarse con él a alrededor de 1.100 cuando traslade la fábrica a Brünnlitz en Checoslovaquia, e intentará atemperar el genio paranoico del comandante de Plaszow para que cese sus crímenes. No
dudará tampoco en viajar a Auschwitz para rescatar a sus trabajadoras que han sido enviadas allí por un error burocrático. Schindler’s List recrea la destrucción del gueto de Cracovia por los nazis, las deportaciones de los judíos en trenes de ganado a los campos de exterminio y las confiscaciones de todos sus bienes. En la estación a la que acude Schindler en busca del administrador de su fábrica, los nazis vacían los equipajes de los deportados, cuyas ropas y objetos sin valor forman montañas, para quedarse con joyas y otros objetos de valor, incluidas las muelas de oro que judíos al servicio de los alemanes se encargan de tasar. Detrás del nazismo, además del odio racial y de la paranoia de la grandeza aria, se escondía la ambición y una máquina de enriquecimiento perfectamente engrasada. Los judíos eran expropiados de sus pertenencias y empleados como esclavos, y en los países invadidos, los nazis arrasaban con sus propiedades. The Pianist y Schindler’s List ilustran los crímenes del nazismo de forma directa con el fin de impactar al espectador. No hay medias tintas. Los oficiales de las SS ejecutan a los esclavos judíos por puro placer y eso se muestra en primeros planos que al ser magnificados en las pantallas de los cines hacen del Holocausto no un ejercicio de violencia gore por su realismo, sino un revulsivo para agitar conciencias y mantener viva la memoria de las víctimas de esas atrocidades. Si bien Schindler es un personaje real que no deja de resultar algo enigmático, hay otros como él en la historia que actuaron para evitar la muerte de judíos y que aunque no son tan famosos por la proyección que tuvo el film de Spielberg, sí han sido merecedores de otras películas. De entre todos ellos es de destacar Irena Sendler, conocida como el “ángel de Varsovia”. Era una enfermera polaca que al conocer la situación que vivían los judíos en el gueto se hizo pasar por uno de ellos. Así pudo acceder a él y convencer a muchos padres para que le confiaran los niños con el fin de sacarlos de allí y mantenerlos a salvo en familias que no estaban perseguidas. Sendler pertenecía a una organización clandestina con la que logró sacar a 2.500 niños escondiéndolos en sacos de basura, ambulancias y también ataúdes. Para que después de la guerra los menores pudieran reen-
contrarse con sus padres, confeccionó un meticuloso archivo que ocultó en el jardín de su casa. Acabó detenida en 1943 por la Gestapo, que ordenó su ejecución, de la que se libró porque sus compañeros de la resistencia sobornaron a quien la custodiaba. Tras la guerra, los archivos que había guardado Sendler permitieron que algunos niños se reencontrasen con sus padres, aunque la gran mayoría habían sido exterminados por los nazis. Anna Paquin pone rostro a Irena Sendler en A courageous heart (USA, 2009), de John Kent Harrison, que reconstruye en un film argumental la historia de esta heroína que tras permanecer encarcelada durante tres meses en la prisión de Pawiak, donde fue torturada, volvió a implicarse en la resistencia polaca luchando hasta el final de la guerra. La importancia de su trabajo tardó tiempo en ser reconocido porque no se permitió hablar de ello en la Polonia bajo el control soviético, pero en 1965 recibió el título de “Justa entre las naciones” otorgado por la organización hebrea Yad Vashem. Antes de su muerte en 2008 recibió varias distinciones e incluso el Senado de Polonia presentó su candidatura al Premio Nobel de la Paz. El documental Irena Sendler: in the Name of their Mothers (Irena Sendler: en nombre de sus madres, USA, 2011), de Mary Skinner, incluye la última entrevista que le hicieron antes de su fallecimiento, así como los testimonios de otros compañeros que lucharon a su lado y de niños supervivientes que salvó del Holocausto. Skinner, que es hija de un huérfano polaco de la Segunda Guerra Mundial, reconstruye la historia de esta mujer a través de entrevistas e imágenes de archivo sobre una gesta que por desgracia apenas es conocida a diferencia de lo que hizo Schindler gracias a la película de Spielberg. Heredera en algunos aspectos de Schindler’s List es la producción española El ángel de Budapest (España, 2011), de Luis Oliveros, sobre el diplomático Ángel Sanz Briz, cuya intervención permitió salvar también la vida de numerosos judíos de ascendencia española que vivían en la Hungría ocupada por los nazis, y cuya labor continuó Giorgio Perlasca, un excombatiente italiano de la Guerra Civil española que se hizo pasar por cónsul sin serlo después de que el Gobierno de España ordenara el cierre de la embajada en Budapest. Su historia
fue llevada al cine en la producción italiana Perlasca, un eroe italiano (El cónsul Perlasca, 2002), de Alberto Negrin. Es complejo analizar de forma sucinta la amplia filmografía de ficción que existe sobre el Holocausto. Pocos títulos son en realidad de ficción porque se trata de historias basadas en hechos reales, la mayoría, o si no inspiradas en sucesos verídicos ocurridos en los campos de exterminio, los guetos, las deportaciones o el tormento que perdura en el recuerdo de quienes sufrieron la Shoah. En Triumph of the Spirit (El triunfo del espíritu, USA, 1989), Robert M. Young recrea la vida en Auschwitz-Birkenau de un estibador griego que sobrevivió ganando combates de boxeo en el ring y retrasando así su ejecución. El mismo campo sirve de escenario a Playing for Time (Había que sobrevivir, USA, 1980), de Daniel Mann, sobre la angustia e incertidumbre con la que viven su encierro dos prisioneras. Escape from Sobibor (Escape de Sobibor, Reino Unido, 1987), de Jack Gold, reconstruye el intento de fuga de centenares de prisioneros del campo de exterminio de Sobibor, donde un reducido grupo de judíos tenía que ayudar a los nazis a ejecutar sus crímenes a sabiendas de que antes o más tarde también serían eliminados. Este es un tema muy delicado que encontramos asimismo en The Grey Zone (La zona gris, USA,2001), de Tim Blake Nelson, sobre los denominados sondekommando, comandos especiales de judíos que colaboraban a la fuerza con los nazis en las labores de exterminio y que terminaron por amotinarse. El tormento de haberse enfrentado a ese dilema o las secuelas de no poder escapar de los recuerdos tortuosos del paso por los campos de la muerte aparecen en títulos como Out of the Ashes (USA, 2003), de Joseph Sargent; Adam Resurrected (Adam resucitado, USA, 2008), de Paul Schrader; y Sophie’s Choice (La decisión de Sophie, USA, 1982), de Alan J. Pakula. En los campos de exterminio coincidieron judíos de toda Europa porque el objetivo de la “solución final” de los nazis era eliminarlos a todos. En Francia, una fecha gris que recuerdan los hebreos galos es el 16 de julio de 1942, cuando gendarmes del gobierno colaboracionista de Pétain hicieron una redada de más de 13.000 judíos en París que fueron encerrados en el Velódromo de in-
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vierno y de ahí deportados. Sobre eso tratan La rafle (La redada, Francia, 2010), de Roselyne Bosch, que recrea aquella traición, y Elle s’appelait Sarah (La llave de Sarah, Francia, 2010), de Gilles Paquet-Brenner, que reconstruye desde el presente esos acontecimientos a partir de la investigación que una periodista realiza para conocer cuál fue el destino tras esa redada de una niña y de su hermano que son familiares de su marido. Son historias de deportaciones, de sufrimiento, de personas que jamás volverían a sus casas en muchos casos, y de incertidumbres como las vividas por los judíos que intentaron huir de los nazis mientras el mundo miraba hacia otro lado. Así les sucede a los protagonistas de Voyage of the Damned (El viaje de los malditos, USA, 1976), de Stuart Rosenberg, y de Haven (La fuerza de una mujer, USA, 1999), de John Gray. La primera cuenta el conocido como “viaje de la vergüenza”, la travesía de un barco en el que viaja casi un millar de judíos huyendo del nazismo en 1939, y que al llegar al puerto de La Habana da media vuelta para regresar a Alemania en medio del pavor de sus ocupantes sin que la comunidad internacional haga nada. Está basada en hechos reales a partir de una novela de Max Gordon-Witts y Gordon Thomas. En Haven se repite ese “viaje de la vergüenza” pero al final de la guerra, cuando en 1944 un millar de judíos que han escapado del Holocausto viajan en barco a Estados Unidos y son tratados como apátridas de los que nadie quiere hacerse cargo. Al ser liberados por las tropas aliadas no lo tuvieron fácil para regresar a sus hogares, como le sucede al protagonista de La tregua (Italia, 1997), de Francesco Rossi, con un guión basado en la novela homónima de Primo Levi, cuyo personaje protagoniza el film. En él, los judíos italianos son repatriados desde Auschwitz pero acaban otra vez recluidos en un campo de desplazados, viendo así frustrado su deseo de libertad. Italiana es la familia protagonista de La vita è bella (La vida es bella, Italia, 1997), de Roberto Benigni, una mirada tan atípica del Holocausto como exitosa en las pantallas, aunque el tono cómico y chaplinesco que le imprime el director y actor no gustó a quienes consideran que la Shoah re-
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quiere ser abordada con seriedad. Esta tragicomedia no pretende ofender, sino todo lo contrario, humanizar este oscuro pasaje de la historia. Más criticables pueden ser aquellas cintas que se recrean en las torturas y explotan el genocidio a partir de un planteamiento casi gore. La vita è bella es un canto al amor y a la esperanza, que es lo que profesa el protagonista, Guido, hacia su hijo, un niño pequeño al que hace creer que todo es un juego cuando ingresan en un campo de exterminio. No es la única película sobre el tema que ha recurrido al género de la comedia para mostrar el Holocausto, eso sí, con respeto. Train de vie (El tren de la vida, Francia, 1998), de Radu Mihaileanu, también lo hace al contar la historia de un pueblo judío del este de Europa cuyo consejo, ante la inminente llegada de los nazis, decide evacuar a toda la población. No se les ocurre otra cosa que hacerse pasar por un destacamento alemán que conduce a un grupo de deportados a un campo de concentración. Confeccionan sus uniformes, consiguen un tren y lo camuflan como si fuera un convoy nazi. Al principio consiguen engañar tanto a los alemanes como a la resistencia, que no deja de perseguirles para asaltar el tren y que se quedan anonadados cuando presencian una ceremonia judía en medio del campo en la que participan todos los soldados alemanes que custodian el tren con los hebreos que son desplazados. En el camino encuentran a otro convoy nazi que transporta gitanos en camiones a un campo de exterminio. Por los acentos, los judíos descubren que los oficiales que están al frente tampoco son alemanes sino gitanos que han recurrido a la misma estratagema para escapar de los nazis con sus familias. Juntos emprenderán el viaje final para huir del círculo que cada vez se estrecha más sobre ellos. Al final descubriremos que el relato no es lo que ocurrió, sino lo que uno de los protagonistas, recluido en un campo de exterminio, deseó que pasara. Train de vie se rodó en Rumanía y contó con la colaboración de Israel. La cinta habla del drama del destierro, del destino incierto de los desplazados, del dolor de dejar atrás el hogar y la tierra en la que nacieron y vivieron, a pesar de que su destino es Palestina, la tierra
de sus antepasados. Hay humor absurdo, pero también mucha tristeza en escenas como la partida, cuando los judíos se preguntan si regresarán algún día y se llevan con ellos piedrecitas para poder evocar y recordar su pueblo en este nuevo destierro. La acción se sitúa en el verano de 1941 y uno de los protagonistas manifiesta de forma premonitoria: “Yo huía creyendo que se podía huir de aquello”. Alemania fue el primer país, quién sabe si para romper un tabú, que introdujo el humor para hablar de la tragedia del pueblo hebreo durante la Segunda Guerra Mundial. Fue en 1975 con Jakob, der Lügner (Jakob, el mentiroso), una película de Frank Meyer que trata sobre un gueto judío en una ciudad polaca indeterminada, en la que uno de los miembros de la comunidad cuenta a los demás lo que está pasando fuera y todos creen que tiene una radio escondida. Inventa las noticias y de esa forma consigue levantar el ánimo de quienes están recluidos en el gueto después de haber sido sacados de sus casas y encerrados allí. En 1999, Peter Kassovitz hizo un remake titulado Jakob the Liar (Ilusiones de un mentiroso, USA), protagonizado por Robin Williams y que es fiel al argumento original, en el que también aparece una niña como personaje destacado de la tragedia que viven los deportados. La infancia ha estado siempre muy presente en el cine sobre los deportados durante la Segunda Guerra Mundial y en particular en el caso del Holocausto judío. Hay que tener presente que El diario de Ana Frank ha sido una obra de referencia dentro de un género literario que tampoco es que reúna grandes simpatías. Esta obra, escrita por una niña judía de 13 años y en la que cuenta sus vivencias oculta con su familia hasta que es atrapada por los nazis y enviada a un campo de concentración, ha sido llevada a las pantallas en diferentes ocasiones. George Stevens lo hizo en 1959 con The Diary of Anne Frank y Boris Sagal la adaptó en formato telefilm con el mismo título en 1980 para una producción norteamericana. De la misma nacionalidad es la miniserie realizada por Jon Jones en 2009. Si el Holocausto y la Segunda Guerra Mundial hacen encogerse el corazón al rememorarlos, más emotivo resulta cuando la narración se hace
desde la mirada o con la implicación de los niños. Así sucedía en La vita è bella y ocurre igualmente en The Boy in the Striped Pajamas (El niño con el pijama de rayas, Reino Unido, 2008) de Mark Herman, mucho más trágica por el demoledor final de los dos niños caminando hacia la cámara de gas, el judío que está encarcelado y el hijo del oficial nazi, unidos en el destino de la sinrazón humana que son las guerras, la intolerancia y el odio.
Dentro de la producción más reciente del cine polaco, uno de los países que como hemos visto sufrió con más desgarro el drama de los desplazados y el exterminio entre 1939 y 1945, y a lo que habría que sumar la violencia y represión ejercida por los soviéticos como sucede en Katyn, encontramos algunos títulos que ofrecen una mirada sobre los años de la guerra a través de los ojos de la infancia. Es el caso de Joanna (2010), de Feliks Falk, donde tras la invasión alemana de Polo-
The Diary of Anne Frank (USA, 1959), de George Stevens.
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Venecja (Venecia, 2010), de Jan Jakub Kolski.
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nia una mujer se hace cargo de una niña judía pequeña tras ver cómo su madre es arrestada por los nazis, y de Venecja (Venecia, 2010), de Jan Jakub Kolski, en la que un niño polaco es enviado a una granja al este del país con su abuela para mantenerlo a salvo. En ambas está presente cómo el drama de las deportaciones deja huella en la infancia, al igual que sucede en Nicht alle waren Mörder (Marcados por el III Reich, Alemania, 2006), de Jo Baier, sobre la huida de una madre judía con su hijo pequeño en la Alemania nazi después de que el padre sea enviado al campo de concentración de Sachsenhausen, y especialmente en Sorstalanság (Sin destino, Hungría, 2005), de Lajos Koltai.
Todas tienen algo en común, la demostración de que la maldad humana no tiene límites e ignora el daño que causa al futuro de una sociedad, a la infancia víctima de las barbaries que son capaces de cometer los adultos. Es desgarradora la afirmación que hace el protagonista de Sorstalanság cuando regresa a Budapest, su ciudad, tras haber pasado por varios campos de concentración nazis: “Siento odio”, dice escuetamente para expresar lo que siente en ese momento. Frente a esa manifestación encuentra el silencio, que es la vergüenza cómplice de quienes sobrevivieron y defienden que el olvido es lo mejor, ignorando que olvidar sólo hace que la historia se repita una y otra vez. Esta película está basada en la no-
vela homónima del Premio Nobel de Literatura de 2002, el húngaro Imre Kertész. Es autobiográfica y representa el viaje desde la normalidad de antes de la guerra a la normalidad después de la misma y tras haber pasado por el infierno del Holocausto. En los diferentes campos de concentración a los que es enviado el protagonista, Gyuri Köves, un judío húngaro de 14 años, muere la infancia, la dignidad humana y el sentido de la vida. Acabará casi dejándose morir y el espectador sentirá desde las entrañas esa degradación a la que fueron sometidas las víctimas. Con imágenes desgarradoras y una fotografía que recurre a un tratamiento en color que se desvanece hacia el blanco y negro de forma progresiva, el realizador Lajos Koltai fuerza al espectador a que presencie la realidad del Holocausto a través de la mirada subjetiva de sus víctimas cuando el joven protagonista, hecho un esqueleto, es conducido en un carromato con otros cuerpos cadavéricos, como si fueran desechos humanos, a las duchas del campo de exterminio de Buchenwald, momento en que tanto él como el público esperan el fatal desenlace. No sucede así. Imre Kertész sobrevivió y contó su experiencia en 1975 en la novela en que está basada la película, donde reflexiona también sobre cómo reaccionó el mundo a la barbarie. Encontró el silencio en su Hungría natal, pero a través de la literatura y del cine ha mantenido viva la memoria para que reflexionemos sobre lo inhumana que puede ser la humanidad. Cuando los presos del campo de exterminio son liberados con la llegada de los norteamericanos en Sorstalanság, el protagonista es repatriado a Hungría junto a otros desplazados y hay una escena que refleja las penurias que una vez terminada la guerra pasaron a padecer los alemanes. Quien los lidera en su regreso se jacta de haber ganado la guerra al ver el sufrimiento de los germanos, ignorante de que quienes le acompañan serían perdedores por el resto de sus vidas. El pueblo alemán fue víctima de sí mismo, del fanatismo y de la ambición de sus líderes, y la infancia y juventud fueron víctimas por partida doble, como cachorros del nazismo a los que se lavó el cerebro y como perdedores de una contienda en la que no fueron los únicos monstruos. Lo que lle-
garía después en los países del Este sería más violencia, nuevas deportaciones y más penurias con el rostro del realismo socialista de la Unión Soviética, no menos cruel que el nacionalsocialismo derrocado en Alemania, porque el fascismo jamás desaparecería de Europa. En Lore (Alemania, 2012), de Cate Shortland, los desplazados son un grupo de niños que tienen que atravesar Alemania de punta a punta para escapar del delito de sus padres, ambos miembros destacados de las SS. La hermana mayor se hace cargo del resto: una niña, unos gemelos y un bebé. Los cinco se adentran en los bosques para llegar hasta la granja de su abuela que se encuentra a casi 1.000 kilómetros de distancia. Tienen que ocultarse de las tropas americanas para evitar ser detenidos y huir de las soviéticas, que abren fuego contra ellos y muere uno de los gemelos. Durante el viaje, en el que encuentran a otros grupos de desplazados, se les une un joven judío llamado Thomas que les ayudará a llegar a su destino pese a que Lore, la hermana mayor, desconfía de él porque es su enemigo de acuerdo a la educación nacionalsocialista que ha recibido. En su huida, la muchacha entrará en contradicciones con sus viejas creencias y cuando alcancen su destino y se reúnan con su abuela estallará el conflicto. Nada será igual y la escena en que Lore rompe la colección de pequeñas figuritas de animales hechas de porcelana supone un punto de inflexión, una ruptura, el dramático salto a la edad adulta, al desengaño, la decepción y la frustración, algo a lo que sus hermanos pequeños todavía son ajenos. De nada había servido que en 1924 la Sociedad de Naciones incluyese en la Declaración de Ginebra una referencia especial a los derechos de la infancia, puesto que sería papel mojado durante la Segunda Guerra Mundial y su incumplimiento, todavía hoy, sigue teniendo graves consecuencias para los menores de edad. Basada en hechos reales, Europa Europa (Alemania/ Polonia/Francia, 1990), de Agnieszka Holland, es la historia de un adolescente judío alemán desplazado que se salvó milagrosamente del exterminio y que durante la Segunda Guerra Mundial estuvo primero con los soviéticos y después con los nazis por una serie de casualida-
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des y confusiones ajenas a su voluntad. La cinta, que no fue bien recibida en Alemania pero tuvo un gran éxito en Estados Unidos, está basada en el libro autobiográfico de Solomon Perel Hirtlerjunge Salomon, cuyos padres fueron víctimas del Holocausto. El protagonista, Solek, huye a Polonia con su familia tras la noche de los cristales rotos. Al invadir los alemanes el país, escapa con su hermano a la zona ocupada por los soviéticos, donde ingresa en un orfanato. Cuando se produce la operación Barbarroja y los nazis se lanzan a la invasión de Rusia, el joven es hecho prisionero por los alemanes, a quienes convence de que es un ario perteneciente a la comunidad germana en el extranjero. Ingresa en las filas alemanas y cuando intenta regresar al lado soviético, una compañía del Ejército Rojo se rinde ante él y los alemanes lo convierten en héroe enviándole a un centro de formación de las Juventudes Hitlerianas. El muchacho se entrega a los soviéticos cuando toman Berlín y tras su liberación emigra al Mandato británico de Palestina. Agnieszka, de nacionalidad polaca, nacida tres años después de terminada la guerra e hija de un judío y una católica, había tratado anteriormente el tema de la persecución de los hebreos en Amarga cosecha (Bittere Emte, Alemania, 1985), sobre una judía alemana deportada que salta del tren que la conduce a un campo de exterminio y a la que acoge un campesino polaco en su granja.
Coreanos en el desembarco de Normandía El caso de Solomon Perel no es único. Cuando los norteamericanos desembarcaron en Normandía en 1944 encontraron entre las tropas alemanas que hicieron prisioneras a un coreano llamado Yang Kyoungjong. Había sido reclutado a la fuerza por el Ejército Imperial del Japón, después por el Ejército Rojo y por último por la Wehrmacht. Kang Je-gyu se inspiró en ese personaje para la película Mai Wei (Corea del Sur, 2011), cuyo protagonista es un coreano al que obligan a combatir con los japoneses en la campaña de Manchuria en 1938, y tras ser hecho prisionero por los soviéticos lo envían a un
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campo de prisioneros en Siberia del que sólo saldrá vivo si acepta combatir para el Ejército Rojo al estallar la Segunda Guerra Mundial. Jun Shik, que es como se llama el personaje, piensa únicamente en regresar a casa algún día y eso le mantiene vivo, pero cada paso que da lo aleja más de Corea. Este combatiente movilizado a la fuerza, y nunca para servir a su país, siempre termina atrapado entre dos fuegos. En el frente ruso acaba del lado alemán y la Wehrmacht lo envía a las costas de Normandía para contener el esperado desembarco aliado. Para que no huya lo encierran en un búnker frente a la playa, lo que no impide que sobreviva a pesar de la matanza. Mai Wei es cine espectáculo que no escatima en recursos y aprovecha al máximo las posibilidades que hoy día ofrece la tecnología digital para recrear escenas bélicas muy impactantes a través de una puesta en escena que resulta excesivamente artificiosa por momentos. La guerra aparece como la gran máquina de destrucción masiva que es y que arrastra a todos aquellos que se cruzan en su camino. El realizador, que parece más centrado en la recreación bélica y en lo anecdótico que en el drama del protagonista, incide en la deshumanización de los campos de concentración soviéticos y en la barbarie sin razón que se alcanza en los frentes de combate. La crueldad de las guerras en Asia está presente por igual en Nanjing! Nanjing! (Ciudad de vida y muerte, China, 2009), de Lu Chuan, cuya acción se sitúa en la guerra chino-japonesa y en la toma de Nanking en 1937. Rodada en blanco y negro, es una crónica coral de la brutal toma de la capital china, en la que presta mucha atención al sufrimiento de la población civil y a los desplazados que llegaron a la ciudad ante el arrollador avance nipón. El espectador asiste al asalto final a la ciudad y a la represión posterior que se desata con ajusticiamientos en masa tanto de soldados como de civiles. Está contado a través de la mirada de un oficial japonés, el sargento Kadokava, y de los refugiados que se ocultan en una iglesia semiderruida y a los que protege un diplomático alemán que establece una zona de seguridad. Los japoneses despliegan toda su crueldad y odio étnico contra los chinos, a los que entierran vivos ya
sean militares o civiles. Violan a las mujeres y obligan a un centenar de ellas a convertirse en esclavas sexuales. Amenazan con arrasar la zona de seguridad si no lo hacen, después de que las tropas niponas hayan entrado por la fuerza en el hospital para acribillar a los soldados heridos pese a estar desarmados. De las cien esclavas sexuales sólo regresan siete. Si algo deja claro el director de la cinta es que la guerra transforma a los soldados en bestias y saca de ellos su lado más oscuro, sádico y pérfido para abusar de los más débiles, los civiles, y en particular de las mujeres. Kadokava, tras asistir a semejante degradación humana, opta por dejar en libertad a un soldado chino y a un niño a los que tenía que ejecutar, y luego se quita él la vida. Antes de hacerlo ordena al soldado nipón que le acompaña que regrese y le dice: “Al final se hace más difícil vivir que morir”. Uno de los frescos antibelicistas más reflexivos que se han hecho sobre la guerra, y en particular sobre la brutalidad del Ejército Imperial Japonés, lo realizó a finales de los años cincuenta el cineasta nipón Masaki Kobayashi con la trilogía Ningen no joken (La condición humana, Japón, 1959-1961), basada en la novela homónima de Gomikawa Junpei. Son un total de nueve horas de metraje a razón de tres por cada título. A través del personaje protagonista, Kaji, Kobayashi muestra lo inhumana que fue la intervención japonesa contra los chinos, pero también la crueldad desencadenada por los soviéticos. En la primera entrega, el protagonista es enviado a una mina en China para que mejore la producción. De esa manera se librará de ser llamado a filas. No lo consigue porque los trabajadores son prisioneros chinos y se opone al trato que reciben como si fuesen esclavos. Al fracasar en su misión, en la segunda parte tiene que ingresar en el ejército y descubre cómo la brutalidad de la instrucción que reciben los soldados tiene como objetivo deshumanizarlos para convertirlos en máquinas de matar, algo contra lo que intentará luchar. Fracasa en ese empeño en la última entrega, cuando tiene que recurrir a la violencia para salvar la vida. Esta tercera parte muestra también la penuria de las víctimas de los conflictos armados, los desplazados civiles
por el avance de las tropas y especialmente las mujeres, violadas indistintamente por uno y otro bando. Steven Spielberg se fijó en lo ocurrido en los frentes asiáticos, aunque en la retaguardia, en Empire of the Sun (El imperio del sol, USA, 1987) antes de hacer su hiperrealista Saving Private Ryan (Rescatando al soldado Ryan, USA, 1998) sobre el desembarco de Normandía. Empire of the Sun está basada en un relato autobiográfico del escritor J. G. Ballard en el que narra sus vivencias en un campo de prisioneros en la China ocupada por los japoneses, en donde nació el protagonista puesto que sus padres eran británicos y estaban afincados en Sanghái. En la película, Jamie es un niño sobreprotegido por su familia y muy inquieto, fanático de la aviación y al que le gusta vivir nuevas experiencias. Cuando la ciudad es evacuada durante la ocupación japonesa, Jamie se pierde y queda abandonado entre la multitud. Aplica su ingenio en un medio hostil que desconoce, puesto que ha pasado del lujo de la mansión familiar aislada del exterior, a tener que sobrevivir en las calles. Conoce a unos nortea-
Nanjing! Nanjing! (China, 2009), de Lu Chuan.
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Saving Private Ryan (USA, 1998), de Steven Spielberg.
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Polonia, 1939
mericanos y son apresados por los japoneses. El resto de la guerra lo pasará en un campo de concentración de prisioneros civiles de varios países, donde se granjea la simpatía de unos y de otros, incluso del oficial al mando, y sueña con ser piloto de aviación. Pegado al mismo hay un aeródromo chino ocupado por los japoneses. El largo encierro y las vicisitudes de su estancia minan su estado de ánimo hasta que es trasladado a otro lugar ante el avance aliado. Las guerras masacran no sólo a los soldados que combaten en ellas sino también la moral de los civiles que quedan entre dos fuegos, como es el caso de Jamie, que avanzado su encierro reconoce que no puede recordar ya cómo era el rostro de sus padres. Los progenitores de Jamie lo encuentran al finalizar la guerra en un estado prácticamente autista después de
haber soportado tantas calamidades. Igual de trastornada queda Rosetta, la adolescente de La ciociara (Dos mujeres, Italia, 1960), de Vittorio De Sica, cuando es violada por las tropas turcas que acompañan a las fuerzas aliadas en la liberación de Italia. De Sica construye una película de gran plasticidad, alejándose así en cierto modo de la estética austera del neorrealismo, para imprimir a sus imágenes un toque de expresionismo que sumerge a las dos protagonistas, madre e hija, en la angustia de la guerra. Ambas escapan de los bombardeos en Roma para refugiarse en el campo. El peligro no cesará durante el viaje, cuando un caza intenta ametrallarlas desde el aire y muere un campesino frente a ellas. Refugiadas en el pueblo, en casa de unos familiares, tampoco encontrarán allí la seguridad que esperaban. Las tropas aliadas
avanzan y con ellas se mueve el frente de combate. Al regresar a Roma, en el camino, hacen una parada para descansar en una iglesia semiderruida y allí las asaltan unos soldados turcos y las violan. Cuando la madre reclama a los norteamericanos, estos la toman por loca y la desprecian. Nada será igual después y ambas se sentirán abandonadas y desprotegidas como expresa ese travelling final en el que la cámara se aleja para sugerir la soledad e indefensión que padecen. De Sica se fija en las víctimas más desprotegidas de las guerras, en la población civil y atrapada entre dos fuegos que huye de unos y de otros porque nunca conseguirá estar a salvo. Fueron muchas, muchísimas, las víctimas de la Segunda Guerra Mundial, los millones de desplazados a los que no siempre se ha permitido recuperar sus recuerdos e identidad tras haber sido deportados. Algunos lograron restituirla e incluso crearon su propio Estado, como sucedió con los judíos, pero sobre otros se cernió el silencio y lo que es peor, el olvido. Así les pasó a los japoneses-americanos, los nipones que vivían en suelo norteamericano, a quienes se retiraron todos sus derechos civiles después del ataque japonés a Pearl Harbor en 1941. Unos 120.000 fueron enviados a campos de concentración en suelo americano, ubicados en el desierto, alejados de la sociedad y tratados como indeseables. Las autoridades estadounidenses rodaron películas de propaganda para aparentar que todo era perfecto en estos campamentos, pero no era así. Las autoridades se referían a los campos de concentración como “pueblos modelo” y negaban que fueran deportados sino “evacuados”. No padecieron el infierno de los judíos en los campos de la muerte, pero les negaron sus derechos constitucionales, les obligaron a renegar de su identidad, y sembraron en ellos el odio y el resentimiento. Como afirma una de las protagonistas del documental Rabbit in the Moon (USA, 1999), de Emiko Omori, cuando salieron de los campos una vez finalizada la contienda bélica, lo hicieron como nuevos emigrantes para volver a empezar y tuvieron que perder su identidad para ser aceptados. Este documental recoge testimonios de quienes estuvieron en esos campos de concentración, que cuentan cómo perdieron sus propiedades y negocios
al ser deportados, cómo vivían recluidos en esas cárceles en medio del polvo del desierto, padeciendo calor en verano y frío en invierno, y de qué manera el Gobierno norteamericano quiso convertirlos en apátridas. Otros documentales que han tratado el tema, siempre realizados por miembros de la comunidad japonesa-americana, son Family Gathering (USA, 1988), de Lise Yasui; History and Memory (USA, 1991), de Rea Tajiri; y Who’s Going to Pay For These Donutts, Anyway? (USA, 1992), de Janice Tanaka. En lo que al género de ficción se refiere, Alan J. Pakula dirigió en 1990 Come See the Paradise (Bienvenido al paraíso, USA), una denuncia del maltrato que se dio a los japoneses-americanos al enviarlos a campos de concentración en condiciones insalubres, y forzar a muchos a combatir en un batallón segregado del Ejército norteamericano o a volver a Japón sin apenas hablar japonés y conocer mucho menos su cultura. Los protagonistas son un matrimonio interracial con una hija pequeña formado por un blanco anglosajón y una japonesa-americana nacida en Estados Unidos. Cuando estalla la guerra contra Japón tienen que separarse. Él es enviado a filas y ella y la niña recluidas con su familia japonesa en un campo de concentración. Uno de los hermanos se alista y muere combatiendo del lado del ejército norteamericano para demostrar su lealtad, mientras que otro, el más joven y que hasta ese momento era el más occidental de todos, se radicaliza a causa del odio que siente y opta por su deportación a Japón en un intercambio de prisioneros, a pesar de que jamás ha estado allí ni conoce el idioma. Alan J. Pakula describe la vida en estos campos de concentración, se fija en los miedos de los deportados y en su resentimiento, que lentamente se convierte en odio. ¿Pero acaso cuando alguien es humillado, maltratado y despreciado se puede responder de otra manera que no sea con el odio? Los campos de concentración, de refugiados o como eufemísticamente se quieran llamar, acaban siempre convertidos en la tierra de nadie de un desplazado. Como afirma uno de los protagonistas de Come See the Paradise: “Dejamos de ser americanos cuando levantaron esa alambrada”. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, el ser humano levantaría muchas más alambradas.
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La lección de la Segunda Guerra Mundial nunca fue aprendida. La avaricia, la ambición, el odio y la infamia hicieron que a partir de mediados del siglo XX estallaran conflictos regionales detrás de los cuales estaba, por lo general, el enfrentamiento entre las dos grandes potencias, Estados Unidos y la URSS. Ambas trasladaron así los combates lejos de su territorio en un periodo de la historia que hubiera sido clave para asentar la paz mundial, que coincidió con la descolonización de Asia y África, de haber velado la comunidad internacional por el interés general en lugar de hacerlo sólo por el de las grandes potencias. El conflicto árabe israelí estalla entonces en Palestina, aunque venía gestándose desde tiempo atrás por la emigración irregular de judíos a la “tierra prometida” bajo mandato británico después del dominio turco. Estallan también los conflictos étnicos en Asia a raíz de la partición de la antigua colonia británica de la India en dos estados: India y Pakistán. África también se convierte en ese momento en un polvorín por el empeño de las potencias coloniales en controlar la economía y los recursos de estos países aun después de los procesos de independencia. Y en Latinoamérica, la guerra radicalizará la doctrina Monroe de Estados Unidos bajo el principio de “América para los norteamericanos”, sofocando cualquier intento revolucionario o el triunfo de gobiernos progresistas como sucedió en Guatemala en 1954 con el derrocamiento de Jacobo Arbenz. Un joven médico argentino llamado Ernesto Guevara vivió aquellos acontecimientos. Años después, tras el triunfo de los revolucionarios en Cuba,
esa persona jugaría un papel muy relevante en toda América Latina extendiendo la semilla de la revolución por todo el continente, además de hacerlo en África, como el mítico comandante Che Guevara. Estados Unidos, sumido tras la guerra en un férreo anticomunismo, no permitió el avance de las izquierdas en su patio trasero. Para impedirlo aupó al poder a dictadores sanguinarios y corruptos que sumieron a estos países en la desigualdad y el subdesarrollo durante décadas, forzando así los desplazamientos de la población y una fuga de recursos humanos hacia el norte. Este proceso se incrementaría en los años 70 y 80 en Centroamérica, región convertida en un polvorín donde se libraron las últimas batallas de la Guerra Fría en suelo americano a costa del sufrimiento de sus habitantes. Sus secuelas todavía perduran y la inestabilidad actual que padecen son consecuencia de ello, pero de eso hablaremos en otro capítulo. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial había en el mundo alrededor de 50 millones de desplazados forzados a causa de la contienda. Además, se ha estimado en más de 12 millones de alemanes los que había dispersos por los distintos territorios de Europa ocupados y que fueron expulsados de ellos. Cinco años después del término de la guerra aún había un millón de desplazados en los países europeos. La Asamblea General de las Naciones Unidas acordó entonces crear la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), que empezó a funcionar en 1951 y a la que no le ha faltado trabajo desde entonces. Otra cosa es la efectividad que ha tenido
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Vals im Bashir (Vals con Bashir, Israel, 2008).
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este organismo internacional en determinados conflictos y crisis humanitarias, por lo que ha sido muy criticado en ocasiones. La Convención sobre el Estatuto de los Refugiados estableció ese mismo año a quiénes debía considerarse desplazados y refugiados en otros países, es decir, aquellas personas que podían estar bajo su amparo. En sus orígenes, como ya hemos apuntado, su ámbito de actuación se circunscribió a Europa. Más de tres lustros después, en 1967, hubo una modificación de su articulado para eliminar las restricciones geográficas que fijaba en sus orígenes. La Convención de Ginebra, que es como se conoce también al Estatuto de los Refugiados, considera que una persona es refugiada cuando se ha visto obligada a huir de su residencia para preservar su vida. El artículo 1 del protocolo considera como tales a aquellas personas que “debido a fundados temores de ser perseguidos por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un determinado grupo social u opiniones políticas, se encuentre fuera del país de su nacionalidad y no pueda o, a causa de dichos temores, no quiera acogerse a la protección de su país; o que careciendo de nacionalidad y hallándose, a consecuencia de tales acontecimientos fuera del país donde antes tuviera su residencia habitual, no pueda o, a causa de dichos temores, no quiera regresar a él”. Desplazado es también todo aquel que huye para preservar su vida dentro de su propio país, cambiando por ejemplo de residencia desde las zonas rurales a la ciudad para huir de los enfrentamientos armados. E igualmente lo es quien por causas medioambientales, por catástrofes naturales o sequías, se ve forzado a irse de su lugar de residencia. Los emigrantes económicos, es decir, aquellos que optan por ir a vivir a otros países porque en los suyos carecen de trabajo y recursos para hacerlo dignamente, también son desplazados, aunque este concepto no haya sido asumido todavía por los gobiernos occidentales. En este capítulo hablaremos exclusivamente de los primeros, de los refugiados en el mundo. Si echamos mano de las cifras estadísticas para ver la evolución de los refugiados a lo largo de las últimas décadas, el incremento es considerable y pone de manifiesto que algo falla desde la comunidad internacional para poner coto a esta situación. Según datos del ACNUR, en
1975 había 2,4 millones de refugiados en el mundo bajo su amparo. Casi dos décadas después, en 1993, ese número había crecido hasta los 18,2 millones de personas, si bien es cierto que al año siguiente se multiplicó de forma considerable. De acuerdo con el informe de ACNUR de 2012, a finales de ese ejercicio había en el mundo más de 45,2 millones de desplazados. Y la cifra sigue aumentando. Aunque en el momento de redactar este trabajo todavía no se habían dado a conocer las cifras de 2013, según un avance hecho en el mes de diciembre por el Alto Comisionado, a mediados de ese año había ya 5,9 millones de personas más que se habían visto obligadas a marcharse de sus hogares. En todo el ejercicio anterior, la cifra había sido de 7,6 millones, por lo que la estadística final de 2013 se esperaba que superara con creces esa cantidad. De todos los supuestos, el mayor volumen se da en lo que a desplazados internos se refiere, es decir, aquellos que huyen de sus residencias aunque sin llegar a salir del país. La situación en Siria, ante la incapacidad internacional para poner fin a esa masacre, fue una de las principales causas de ese incremento. Tanto es así que en abril de 2014 la ONU advirtió de que el Líbano se había convertido en el país del mundo con mayor densidad de refugiados debido a la llegada de un millón de sirios huyendo de la guerra en su país: 220 desplazados sirios por cada 1.000 libaneses. Situaciones así trasladan la inestabilidad de los países de origen a los de acogida, máxime cuando se da en lugares como Líbano por sus propios problemas internos. Nada más finalizar la Segunda Guerra Mundial, los intereses de las potencias ganadoras provocaron dos conflictos internacionales que causaron millones de desplazados. A partir de ese momento el problema se iría extendiendo sin solución por el resto del planeta, alimentando de esa manera a la millonaria industria armamentística. La partición de la India en dos estados fue uno de ellos. Gran Bretaña se retiró de allí en 1947 dividiendo la unidad territorial de la que hasta entonces había sido colonia británica. Por un lado se creó la India, de mayoría hindú, y por otro Pakistán, de religión musulmana. Las fronteras quedaron sin terminar de perfilar, lo que provocó revueltas étnicas entre hindúes, musulmanes y sijs, cuyas consecuencias
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llegan hasta nuestros días. Los británicos se retiraron de allí, pero hicieron dependientes de la antigua metrópoli a los dos nuevos estados. Los intereses económicos se salvaguardaban de esa manera a cambio de desestabilizar la región con focos conflictivos como el problema de Cachemira, que sigue ahí más de medio siglo después. En la India habían convivido hasta entonces diferentes credos y etnias, pero con la partición en dos países se produjeron masacres por enfrentamientos religiosos y étnicos que obligaron al desplazamiento forzado de los musulmanes e hindúes que quedaron a un lado u otro de la nueva frontera en función de cuáles fueran sus creencias. La realizadora india, aunque afincada en Canadá, Deepa Mehta plasmó esta tragedia en Earth (Tierra, India, 1998), segunda entrega de una trilogía sobre los elementos de la naturaleza que había iniciado en 1996 con Fire y que finalizaría en 2005 con Water. La película se desarrolla en 1947 en el momento de la partición. Sitúa la acción en Lahore en los instantes previos a la independencia y la marcha de los ingleses. La convivencia entre hindúes, sijs y musulmanes se rompió de la noche al día en el Punjab. Uno de los protagonistas, de religión musulmana y enamorado de una hindú a la que pide matrimonio, se radicaliza cuando al ir a recibir a su hermana a la estación de tren se encuentra con la masacre que los hindúes han cometido contra los musulmanes. En estas refriegas murieron un millón de personas y doce millones (siete de ellos musulmanes y cinco hindúes) resultaron desplazadas. Los hindúes que quedaron del lado de Pakistán tuvieron que huir, al igual que los musulmanes que quedaron en territorio de la India, perdiendo unos y otros sus propiedades y su identidad territorial. La paz no fue firmada hasta 1972. Todo ello gracias a la Corona Británica.
Convertidos en extranjeros en su tierra, Palestina Los británicos, que habían tomado Palestina bajo mandato tras arrebatársela a los turcos, tuvieron también mucho que ver en la aparición del mayor foco de tensión
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entre Occidente y Oriente con la creación en 1948 del Estado de Israel. Hoy la Tierra Santa, donde habían convivido las tres religiones monoteístas mayoritarias, continúa bañada en sangre debido a la intolerancia y prepotencia israelí y al terrorismo islámico, así como a la complicidad de la comunidad internacional o, mejor dicho, de las potencias que controlan la ONU. El pueblo de Israel, que acababa de salir del Holocausto, una de las mayores tragedias de la historia de la humanidad, pasó de ser víctima a victimario, y lo que habían hecho con ellos los nazis lo aplicaron al pueblo árabe, a los palestinos que expulsaron de su tierra en virtud de una resolución de las Naciones Unidas que dividía Palestina en dos. Las guerras y las masacres no han cesado desde entonces en la zona, al igual que los atentados terroristas. Lo que ha olvidado hoy el mundo es que antes de que surgiera el terrorismo islámico, los judíos recurrieron también al terrorismo para adueñarse de un territorio que no era suyo, sino de quienes vivían allí, con independencia de su religión, y que además era de mayoría árabe. Al Estado de Israel le faltan argumentos para justificar el saqueo y el robo de propiedades, la expulsión de los palestinos de su tierra, el levantamiento del muro de la vergüenza que construyó para aislarse, y las masacres que ha cometido. Perdió cualquier argumento cuando los judíos para lograr sus fines crearon organizaciones terroristas como la Irgún Svai Leumi, responsable de atentados como el cometido contra el hotel Rey David de Jerusalén en 1946, donde una bomba acabó con la vida de 76 personas, además de resultar heridas otras 46 y desaparecidas 29. Al igual que en aquel entonces no todos los judíos eran terroristas, hoy día tampoco todos los palestinos lo son. Es una falacia achacar a todos los judíos la misma condición, al igual que hacer lo propio con los palestinos, pero los primeros, con sus colonos al frente, son ocupantes de un territorio del que han expulsado a sus anteriores moradores. Por tanto han violado los derechos humanos del pueblo palestino, lo mismo que en otros momentos históricos hicieron con ellos, por muy dolorosa que resulte hacer esta afirmación dado el horror que supuso el Holocausto y la persecución que los hebreos han padecido a
lo largo de su historia. Israel, como Estado, como pueblo y como religión, debería reflexionar sobre ello, al igual que la comunidad internacional, vendida a preservar los intereses occidentales en la zona. Israel ha incumplido los acuerdos de la Asamblea General de las Naciones Unidas, sus resoluciones de condena y la obligación de retornar a los palestinos los territorios ocupados, empujando a estos a guetos rodeados de alambradas, muros de hormigón y controles militares, y a campos de refugiados o al exilio como un día lo padecieron los judíos. En 1948, cuando fue proclamado el Estado de Israel, más de 100.000 familias palestinas fueron evacuadas de Palestina y convertidas en apátridas. El cine ha dado buena cuenta de este conflicto y su producción hoy día va en aumento con títulos que, además, triunfan en los festivales de cine internacionales para recordar al público las injusticias que se han cometido y siguen cometiéndose contra estos desplazados convertidos en extranjeros e ilegales en la propia tierra donde nacieron. Otto Preminger pretendió equiparar la creación del Estado de Israel con la de los Estados Unidos en la superproducción Exodus (Éxodo, USA, 1960), basada en el famoso best seller de Leon Uris, pero hoy día es una película que ha envejecido muchísimo aunque su discurso suaviza el de la novela original. No se ajusta ni a la verdad histórica ni a las intenciones reales del sionismo, como quedó demostrado en 1956 cuando el Ejército de Israel atacó las posiciones egipcias en el Sinaí desencadenando la crisis de Suez y poniendo en peligro la paz mundial como tantas veces después lo haría hasta el presente. El director de cine chileno Miguel Littin, descendiente de palestinos, hizo en 2005 una película sobre el conflicto árabe israelí a partir de la historia de sus antepasados antes de que emigraran a Sudamérica. Muchos fueron los que tuvieron que marcharse de Palestina al arrebatarles sus tierras los judíos, pues las organizaciones sionistas impulsaron desde principios del siglo pasado la emigración masiva para volver a colonizar los territorios que consideran suyos por haberles conducido allí Moisés guiado por Dios. La última luna (Chile) sitúa su acción en esos años, a partir de 1914 con la ocupación
turca y la posterior llegada de los británicos que ejercerían un mandato en la zona hasta la creación del Estado de Israel. En aquel tiempo, palestinos y judíos convivían en paz. Así lo muestra la relación entre Solimán, un cristiano cuyas raíces están en Palestina, y su amigo Jacob, un judío recién llegado para instalarse allí, donde construye su casa con la ayuda del palestino. Los turcos oprimen a ambos pueblos hasta la ocupación británica, que dará paso a la llegada de una oleada masiva de judíos procedentes de distintos países. Se concentran en kibutzs y desde allí organizan la ocupación sionista de Palestina. Encierran a sus hermanos árabes en campamentos rodeados por alambradas y les expropian sus tierras y casas. Jacob asiste impasible a lo que hacen los judíos, como asumiendo que es la única alternativa posible, y Solimán le reprocha, desde el otro lado de la alambrada, que jamás pensó que fuera capaz de hacer lo mismo que otros le hicieron a él. Entre las dirigentes sionistas que llevan a cabo la ocupación de Beit-Sajour está, además, una mujer perseguida por los turcos que había salvado la vida, tras ser herida, gracias a los cuidados de los palestinos de la aldea. La historia está contada por el hijo
Exodus (USA, 1960), de Otto Preminger. Francisco Javier Millán
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Inch’ Allah (Canadá, 2012), de Anaïs BarbeauLavalette.
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de Solimán, cuya voz en off narra los acontecimientos hasta que los palestinos son desplazados de sus tierras y obligados a emigrar. Los antepasados de Miguel Littin se fueron a Chile y en el film, la casa del protagonista es la vivienda del bisabuelo del realizador. “Hijo mío, en Palestina las flores crecen entre las piedras y tienen espinas”, le dice Solimán a su hijo al final de la película. Miguel Littin sintió necesidad de contar la historia de sus antepasados, de sus raíces, y viajó a Palestina para hacer una producción chilena hablada prácticamente toda en las lenguas nativas del lugar. Saldó así una deuda con sus orígenes y cumplió con el deber que sentía que tenía. La cinta habla de una traición y de la violencia que desencadenó hasta hoy, dejando bien claro que la convivencia hubiera sido posible si los sionistas no se hubieran arrogado el derecho de tomar por la fuerza Palestina exclusivamente para ellos. Días después de finalizado el rodaje, en el mismo lugar donde se rodaron las escenas comenzó a levantarse el muro que separa al pueblo palestino del israelí. Otro retorno al reencuentro con su identidad es el que protagoniza la joven palestina Soraya en
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Milh Hadha Al-Bahr (La sal de este mar, Palestina, 2008), de Annemarie Jacir. Nacida en Brooklyn aunque de padres palestinos, Soraya tiene necesidad de instalarse y vivir en la tierra de sus antepasados porque no se siente norteamericana sino palestina. La acción se desarrolla en la actualidad y desde su llegada es humillada por los judíos, que la someten a un exhaustivo interrogatorio y le revisan todo el equipaje en la aduana. Al principio adopta una actitud tolerante, pero conforme vaya encontrándose con las humillaciones de los judíos y se sienta impotente a la hora de hacer valer sus derechos por los vínculos que la unen a esa tierra, radicalizará su postura. Soraya es una palestina desplazada que viaja en busca de sus orígenes confiada en que puede rehacer su vida en Palestina después de que en 1948 su abuelo fuera expulsado por los judíos y enviado al Líbano, donde nacieron sus padres, que después emigraron a los Estados Unidos. Allí conoce a jóvenes palestinos de su edad y se enamora de Emad, un camarero y estudiante universitario que se ha ganado una beca para ir a estudiar a Canadá, pero a quien las autoridades israelíes le niegan el visado cada vez que lo solicita. Atrapado en Ramala, puesto que no le es permitido salir de Cisjordania y viajar libremente por el resto de la Palestina ocupada por el Estado de Israel, Emad atraca un banco junto a un amigo y Soraya, y huyen a Jerusalén haciéndose pasar por judíos. En realidad no es un robo, sino la recuperación por la fuerza del dinero del abuelo de Soraya que se quedó el banco en 1948. La asfixiante presencia del muro y de las alambradas que separan a judíos de palestinos, los controles militares y el acoso policial, hacen mella en la mujer, que se enfrenta a una israelí que vive en la casa de sus antepasados exigiéndole que reconozca que ella es la propietaria de la casa que le robaron a su familia. Soraya y Emad emprenden juntos un viaje por la Palestina ocupada, de la que forman parte pero en la que son extranjeros ilegales, sin papeles, además de fugitivos perseguidos. Hasta los lugares sagrados de sus antepasados han sido colonizados, cuando no destruidos, por los judíos. Al ser detenidos al final de la película por la policía hebrea, cuando le preguntan de dónde
es y muestra su pasaporte norteamericano, Soraya dirá que es de allí: “Soy de aquí, palestina, llevo aquí toda mi vida, nací aquí”. Su regreso a la tierra de sus antepasados para recuperar el dinero de su abuelo por dignidad se transforma en un viaje al abismo del conflicto árabe israelí de Palestina para terminar siendo lo que era al principio del film, una desplazada sin tierra, apátrida, que es obligada a regresar a Estados Unidos. Soraya tiene esa salida, pero los jóvenes que a diario sufren la agresión constante del ejército israelí y que viven encerrados en los guetos a que son abocados, acaban radicalizándose de tal manera que caen en manos de las organizaciones terroristas, como les ocurre a Khaled y Said en Paradise Now (Palestina, 2003), de Hany Abu-Assad. Incluso la ginecóloga extranjera de Inch’ Allah (Canadá, 2012), de Anaïs Barbeau-Lavalette, acaba tentada por la solución terrorista, que nunca lo es, al entrar en conflicto sus convicciones humanitarias después de no poder soportar más las injusticias, abusos y crímenes que comete el Estado de Israel. La muerte de un niño a los pies del muro, que como David frente a Goliat se abalanza contra un vehículo patrulla israelí para protestar contra las injusticias y es arrollado, y el asesinato de palestinos con los que ha hecho amistad, la empujan a implicarse desde la radicalización en una guerra que no es la suya. La protagonista, una joven ginecóloga canadiense que trabaja prestando asistencia médica en un campo de refugiados en Cisjordania, se relaciona con israelíes y palestinos. De hecho, convive con una militar israelí destinada en los puestos de control, a la vez que del lado Palestino mantiene amistad con una mujer cuyos familiares participan activamente en la lucha contra la ocupación. Conoce los dos puntos de vista, pero el que más acaba pesando en su conciencia es el que le aportan sus vivencias en el campo de refugiados. Sus convicciones se tambalean al cuestionarse si es lícito el terrorismo suicida para combatir la ocupación israelí y toma una determinación. La tragedia del terrorismo pone frente a frente a dos madres víctimas del conflicto que vive la zona en To Die in Jerusalem (Israel/USA, 2007), de Hilla Medalia. En
este documental, la madre de una joven israelí de 17 años víctima de un atentado no encuentra la paz a pesar de haber pasado ya cinco años de la muerte de su hija. La terrorista suicida que se inmoló y que vivía en un campo de refugiados tenía la misma edad y la película muestra que su vida era paralela a la de la víctima. A través de estos paralelismos y del encuentro entre las madres de las dos jóvenes, Medalia reflexiona sobre el conflicto árabe-israelí y de qué manera todos se han convertido en Palestina en víctimas a la vez que victimarios. La guerra de los Seis Días, con el ataque de Israel a los países árabes, el asalto terrorista de un grupo árabe a la villa olímpica de los Juegos de Berlín de 1972 donde murieron once atletas israelíes, la guerra del Líbano a comienzos de los 80 y masacres como la de Sabra y Chatila son acontecimientos de una espiral de violencia que no ha cesado. El realizador de documentales israelí Ari Folman abordó en 2008 esa masacre cometida contra palestinos refugiados en las afueras de Beirut con una película excepcional, un documental de dibujos animados en el que el propio cineasta afronta los demonios de su pasado. Folman fue movilizado a la guerra del Líbano cuando tenía 19 años, pero en el presente, como otros muchos veteranos de aquel conflicto, no recuerda nada. La pesadilla persistente de un amigo que también estuvo en el Líbano y que sueña con 26 perros que le persiguen por las noches es el desencadenante de la búsqueda de esa memoria perdida. El film del que hablamos es Vals im Bashir (Vals con Bashir, Israel, 2008), que tuvo una excelente acogida internacional recibiendo un Gloro de Oro y siendo nominada a los Oscar de Hollywood, entre otros premios. Afrontar la memoria y el subconsciente era un terreno tan esquivo que obligó a Folman a buscar una narrativa diferente a la convencional de cualquier documental. Optó por la animación con un resultado excelente. Tanto él como otros personajes reales, sus amigos, veteranos de la guerra, periodistas y también una experta en traumas psicológicos, aportan sus testimonios como un documental clásico, pero convertidas sus imágenes en dibujos animados. Los recuerdos de los protagonistas se suceden a partir de entonces reconstruidos por Folman como si de
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una larga pesadilla conformada a partir de fragmentos de la memoria se tratase. Una reconstrucción que adquiere tintes surrealistas con una estética expresionista: los perros como un recurso recurrente de la memoria latente que queda oculta en los recuerdos y las imágenes incoherentes y fragmentarias de lo que pasó durante la ocupación de Beirut, hasta la recuperación de la memoria sobre lo que allí pasó de forma colectiva, puesto que al final el fresco que compone el cineasta está dibujado con los trazos que va aportando cada uno de los entrevistados. Ari Folman consigue recordar de esta manera lo que fue la masacre de Sabra y Chatila, dos campamentos de refugiados de Beirut Oeste, ocurrida en septiembre de 1982 cuando milicianos cristianos de la Falange Libanesa asesinaron a miles de palestinos desarmados e indefensos como represalia por el atentado que había costado días antes la muerte de Bashir Gemayel. Los israelíes no entraron en los campamentos. Se apostaron con sus tanques en las entradas y salidas, y durante las noches de los casi tres días que duró la masacre, iluminaron con bengalas todo el perímetro de Sabra y Chatila para que los falangistas pudieran buscar en teoría a terroristas palestinos para ser detenidos. No fue así. Desde el primer momento los partidarios del asesinado Bashir Gemayel arrasaron a sangre y fuego los campos masacrando indiscriminadamente a mujeres, ancianos y niños indefensos. Folman, a partir de los recuerdos que van brotando en su cabeza con la ayuda de los entrevistados, denuncia cómo las tropas israelíes fueron conscientes de la masacre desde el primer momento, y así lo comunicaron a sus superiores, pero no hicieron nada por impedirla porque las autoridades israelíes la permitieron, además de alentarla. Fue una masacre premeditada. El número exacto de víctimas no se sabe aunque se estima que fueron entre 2.000 y 3.000 palestinos. El cineasta opta al final de la película por romper la estética del dibujo animado, cercano al subconsciente de la memoria, cuando para mostrar los resultados de la masacre penetra en los campos de refugiados y enseña con imágenes reales de archivo de la época los cadáveres de las víctimas tras el asalto falangista. Incide en los
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cuerpos de los niños asesinados y muestra estas imágenes sin acompañamiento musical ni sonoro alguno. Ese silencio refuerza más la crudeza de las imágenes a la vez que incita a la reflexión de los espectadores. Vals im Bashir debe su título a una escena de la película en la que un grupo de soldados israelíes acaban sitiados en una calle de Beirut durante una emboscada y el comandante, que es uno de los entrevistados por el realizador, toma una ametralladora y salta al centro de la calle disparando a ciegas en círculo bailando como si de un vals de la muerte se tratara. Los soldados, como en ese momento era Folman, no comprenden lo que sucede ni tampoco el sentido de la violencia y la sinrazón de las guerras, adquiriendo el film un tono pacifista. Recae así la condena exclusivamente en quienes están detrás de las guerras, aunque los peones de las mismas sean al final los que causan las bajas. Entre las escenas que narra la película llaman la atención aquellas en las que los soldados israelíes avanzan disparando a ciegas contra un enemigo muchas veces invisible, así como la del primer recuerdo que Folman tiene de aquella experiencia. Él junto a un grupo de compañeros se bañan de noche en las playas de Beirut mientras el cielo se ilumina de un naranja mortecino por la luz de las bengalas. Esas bengalas iluminaban a los falangistas cristianos mientras cometían la masacre y los israelíes permanecían ajenos. La vergüenza por lo ocurrido, aunque no fueran mas que soldados enviados por su país como ocurrió con los marines norteamericanos en la guerra del Vietnam, cubre con un velo la memoria de aquella experiencia, que el cineasta considera que no puede ser olvidada. Él, como realizador de cine, afronta los fantasmas del pasado recuperando esa memoria y mostrándola a través de su película. La masacre de Sabra y Chatila no ha sido el único ataque cometido contra campos de refugiados palestinos en el Líbano. En la década de los 80 también sufrió acosos el campo de Nahr al Bared, creado en 1949 y en el que han nacido ya varias generaciones. Se encuentra a 16 kilómetros de Trípoli y el último conflicto grave que ha vivido tuvo lugar en mayo de 2007 cuando miembros de la organización radical islámica Fatah al-Islam, vinculada a Al Qaeda, se escondieron en él tras los ataques lanzados
contra el ejército libanés. A consecuencia de ello, el campamento, habitado por 35.000 palestinos refugiados, fue asediado durante tres meses, causando graves destrozos por los bombardeos a los que fue sometido, a la vez que obligó a estos desplazados a salir de allí. El documental de Sebastián Talavera Camino a Nahr al Bared (España, 2009) indaga en las consecuencias de esos sucesos. En el momento de rodarse el documental, más de la mitad de la población no había podido regresar todavía, mientras que las infraestructuras seguían seriamente dañadas. Los más afectados volvieron a ser los niños, que se quedaron sin escuelas al ser destruidas por los bombardeos. La sensación de inseguridad no ha cesado desde entonces. El conflicto árabe-israelí en Palestina ha favorecido la aparición de guetos, que es en lo que se han convertido los asentamientos palestinos y los campos de refugiados
ante el avance de los colonos judíos y de la política de apartheid propiciada por el Estado israelí. La filmografía tanto de ficción como documental es amplia y en algunos casos se funden uno y otro para contar historias verídicas, como es el caso de Miral (Francia, 2010), de Julian Schnabel, cuya acción abarca desde 1947 hasta la actualidad. El título del film es el de la protagonista, Miral Shahin, una palestina nacida en 1973 pero cuya historia en realidad comienza en 1948 con la creación por Hind Husseini de un orfanato para niños palestinos huérfanos. Ambientada a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, la cinta de Schnabel narra la opresión del Estado de Israel sobre el pueblo palestino, su reclusión en guetos y campos de refugiados, y el estallido de la Intifada. Basada en hechos reales, Elia Suleiman también retoma la memoria viva de su familia en Le Temps qu’il reste (The Time
Miral (Francia, 2010), Julian Schnabel.
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That Remains, Francia, 2009) para contar más de medio siglo de vida de los árabe-israelíes en la Palestina ocupada por los sionistas, los pocos que pudieron permanecer una vez convertidos en minoría mientras veían cómo otros familiares eran deportados. Este drama es abordado en tono de comedia negra por el cineasta, al igual que ya había hecho anteriormente con la multipremiada Yaddon Ilaheyya (Intervención divina, Palestina, 2002), una visión tan surrealista como costumbrista, salpicada de humor absurdo, sobre la paranoia israelí por mantener separados a judíos y palestinos, y narrada desde el punto de vista de dos enamorados que viven a ambos lados de los controles militares. Escenas como la del globo con el rostro impreso de Yasir Arafat cruzando el puesto militar ante la incredulidad de los soldados, encañonándolo con sus armas y pidiendo instrucciones a sus superiores sobre cómo actuar, dice todo sobre el sentido que el cineasta quiere dar a su cine. Suleiman es intérprete de sus propias películas y uno de los realizadores palestinos más interesantes que hay por la agudeza con que observa la realidad de la Palestina ocupada por Israel, tal como
Amreeka (Canadá, 2009) de Cherien Dabis.
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anunció ya en su ópera prima Segell Ikhtifa (Chronicle of a Disappearance, Palestina, 1996), donde cuenta las impresiones de un joven cineasta palestino llegado de Estados Unidos para filmar una historia en Jerusalén. El humor no parece que cuadre bien con la situación que padece el pueblo palestino, pero Suleiman transforma la comedia en denuncia cínica. Su cine ha sido comparado con el de Buster Keaton y Jacques Tati, y a quienes lo han hecho no les falta razón. La cineasta palestino-estadounidense Cherien Dabis ha abordado igualmente desde el género de la comedia el drama de quienes han sido desposeídos de sus territorios y sufren el acoso de quienes han ocupado sus tierras e intentan arrebatarles su identidad. Lo hace en Amreeka (Amerrika, Canadá, 2009) contando la historia de una mujer de Cisjordania con un hijo adolescente que consigue un permiso de trabajo en Estados Unidos y no duda ni un solo segundo en probar fortuna en la tierra de las oportunidades. Deja atrás el sufrimiento de ser palestino en una tierra ocupada por los judíos, aunque al otro lado del Atlántico encuentra el rechazo de la sociedad americana que vincula árabe con terrorista. Dabis comenzó a idear la historia después de los atentados de Al Qaeda contra las Torres Gemelas de Nueva York. Nacida en Ohio de padres palestinos, sintió entonces el rechazo de personas cercanas con las que siempre había convivido. La protagonista de Amreeka, tras experimentar el sueño americano, lamentará que allí se siente tan acosada y perseguida como en Palestina. Con otro registro muy distinto, el documental de cortometraje, el cineasta Joao Marcelo Gomes presenta el proceso de adaptación de unos palestinos reasentados en Brasil dentro de los programas de ACNUR en Vidas deslocadas (Vidas desplazadas, Brasil, 2010). El humor se desliza con dosis adecuadas en el drama Etz Limon (Los limoneros, Israel, 2008), de Eran Riklis, metáfora de la obsesión del Estado de Israel por la seguridad, de su intolerancia y de su política avasalladora hacia los palestinos. El ministro de Defensa del Gobierno de Israel se instala con su esposa en una vivienda al lado de una plantación de limoneros donde vive la palestina Salma Zidane. Es viuda, heredó el limonar de su
padre y es su medio de vida, su identidad y el sustento también para el empleado que tiene, un anciano que siempre ha estado con la familia. Con la llegada del ministro Navón todo cambiará. Prohíben a la viuda acceder a la plantación y los servicios de seguridad israelíes deciden talar el limonar porque representa un peligro si se produce una incursión terroristas debido a que está justo al lado de la casa del ministro. Él acaba de llegar allí mientras que Salma lleva más de 50 años viviendo en ese lugar. Con la ayuda de un abogado palestino lleva el caso ante el Tribunal Supremo de Israel, que toma una decisión salomónica, podar los árboles en lugar de talarlos. El caso estalla en la prensa internacional y es utilizado por las organizaciones palestinas a su favor para denunciar la política de ocupación de los territorios palestinos que lleva a cabo Israel. Además, la mujer del ministro se rebela contra su esposo y hace unas declaraciones en la prensa que dan la razón a su vecina. Salma sufre el acoso de los militares israelíes en su casa, así como de los servicios de seguridad, pero ella se niega a abandonarla y a marcharse a un campo de refugiados. Junto a la denuncia por la prepotencia con que actúa el Estado israelí, hay una crítica al machismo en ambas sociedades, la hebrea y la palestina. Las mujeres son capaces de entenderse y se comprenden, pero los hombres no, sólo se mueven por sus intereses personales y egoístas. El abogado de la viuda, a la que seduce, se hace famoso por llevar el caso y se casa con la hija de un importante representante de la Autoridad Palestina, mientras que el ministro se queda solo al separarse su mujer. El entendimiento es posible, por tanto, pero quienes deben alcanzarlo no parecen dispuestos a acercarse. La resistencia pacífica es la opción que toma también Mohamed, un prestigioso profesor de literatura inglesa y escritor que vive en medio del campo con su familia entre un pueblo palestino y un asentamiento judío en Private (Domicilio privado, Italia, 2004), de Saverio Costanzo. Uno noche los soldados israelíes toman la casa a la fuerza y recluyen a toda la familia en el salón, donde los encierran hasta la mañana siguiente. La mujer y los niños tienen miedo, pero Mohamed se niega a marcharse y está
dispuesto a convivir con los militares, que se instalan en las plantas superiores de la vivienda. “Ser un refugiado significa no ser, y no ser significa no existir”, argumenta ante su familia para justificar su decisión. Partidario de la no violencia, soportará todas las humillaciones y vejaciones a que son sometidos. Los israelíes decretan el estado de sitio dentro de la vivienda y por las noches encierran a la familia palestina bajo llave. Los torturan psicológicamente y la resistencia de sus miembros se debilita. No les dejan salir ni a orinar por las noches. El salón se convierte en una cárcel y la única alternativa es marcharse, que es lo que persiguen los soldados. Los militares destrozan la casa y les destruyen una y otra vez el invernadero. Mohamed resiste convencido de que sólo así se les puede hacer frente, pero la situación que viven sólo provoca resentimiento y odio en los hijos, por cuyas cabezas pasa la opción de atentar contra los soldados para que les dejen en paz y recuperar su dignidad. “Es mejor morir que vivir así”, reprocha la madre al padre ante la negativa de este de devolver la bofetada ante el abuso de poder de los israelíes. El final de Private es abierto, aunque deja entrever que los soldados van a caer en la trampa que les ha tendido el hijo mayor en el invernadero, donde ha colocado una granada. Responder a la violencia con la violencia entre tanta humillación es la única alternativa que parece quedar a los jóvenes palestinos, confinados en campos de refugiados y guetos de los que no pueden salir. Cuando lo hacen, se juegan la vida como ocurre con el protagonista de Omar (Palestina, 2003), de Hany Abu-Assad, que salta el muro de hormigón levantado por Israel en Cisjordania para impedir la libre circulación de los palestinos y aislarlos. Este film, que trata sobre un grupo de jóvenes palestinos de la resistencia que viven a ambos lados del muro, estuvo nominado a los Oscar de Hollywood de 2014. Aunque no ganó, colocó en las pantallas de todo el mundo el conflicto árabe-israelí a través de un thriller con una historia de amor de trasfondo. El final es contundente y radical, pero es la única salida que está encontrando la juventud palestina a la violación sistemática de los derechos humanos por parte del Estado de Israel.
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Israel no cesa en su política de acoso con el fin de que los palestinos abandonen sus hogares y se marchen a los campamentos de refugiados para que puedan asentarse nuevos colonos judíos. Alienta así también el terrorismo como respuesta, quién sabe si premeditadamente para justificar ante los organismos internacionales los ataques que perpetra contra el pueblo palestino. Es un arma de doble filo puesto que al final se está volviendo contra el propio pueblo de Israel, que no es culpable del instinto genocida de sus dirigentes. Al ministro de Defensa le ocurre eso en Etz Limon. Al final no sólo pierde a su mujer, que le abandona, sino que cuando se asoma por la ventana del salón de su casa encuentra frente a él, pegado a su jardín, el muro de la vergüenza que le aísla de sus vecinos palestinos. Ese muro de la vergüenza levantado por Israel, en contra incluso de las resoluciones de la Corte Internacional de Justicia, es el protagonista de varios documentales filmados en los últimos años por distintos países que muestran cómo esta barrera pretende expulsar a los palestinos de sus tierras y hogares haciéndoles la vida imposible. Es lo que sucede en El color de los olivos (The Color of Olives, Palestina/México, 2011), de Carolina Rivas, un documental que va de lo particular a lo general, de la parte al todo. La realizadora se fija en la vida cotidiana de una familia palestina, los Armer, que vive rodeada por el muro. Muestra cómo su construcción ha cambiado por completo sus vidas, y cómo a pesar de ello se resisten a marcharse como desearían los israelíes. El cineasta mexicano Carlos Bolado también participa en otro documental sobre las consecuencias de la construcción del muro, Promises (USA, 2001), codirigido por Justine Shapiro y B. Z. Goldberg. En este caso el punto de vista es el que aportan un grupo de niños israelíes y palestinos de entre nueve y trece años que intiman por mediación de Goldberg y empiezan a conocerse, pero que irán distanciándose con el paso del tiempo. La reflexión final incide en las dificultades de que “el otro” deje de ser tal y se alcance la convivencia. Este trabajo fue rodado en 1997, 1998 y 2000 para seguir la evolución de la relación entablada entre los menores. El epílogo es desalentador
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porque se les educa para que pertenezcan a dos mundos completamente distintos alejados tanto en lo cultural como en la distancia física, y más ahora con el muro. Shai Carmeli Pollak filmó a lo largo de un año la resistencia pacífica de los habitantes de un pequeño pueblo palestino afectado por la construcción del muro en Bil’in, My Love (Israel, 2006). Al levantarlo, Israel facilitaba el asentamiento de nuevos colonos judíos a la vez que expulsaba a los palestinos de sus tierras y les obligaba a marcharse. Mur (Francia/Israel, 2004), de Simone Bitton, y Nekam achat mishtey eynay (Avenge But One of My Two Eyes, Israel, 2005), de Avi Mograbi, abordan la misma temática, en este último caso incidiendo en el paralelismo que existe entre los mitos bíblicos fundadores del Estado de Israel y el éxodo a lo largo de los siglos que han padecido los judíos, con la situación que sufre el pueblo palestino en el presente. La filmografía documental sobre el conflicto árabe-israelí y la situación de los desplazados palestinos es amplísima. Oliver Stone la abordó, fijándose sobre todo en la figura de Yasir Arafat, en Persona Non Grata (USA, 2002), mientras que el reportero Jon Sistiaga contrarresta el apagón informativo israelí que busca silenciar el conflicto para mostrar la cara más cruel del bloqueo económico que fuerza a los palestinos a marcharse en Gaza: Lo que Israel no quería que viéramos (España, 2009). Los controles que dificultan el desplazamiento de los palestinos es el tema que trata Machssomim (Checkpoint, Israel, 2003), de Yoav Shamir, rodado a lo largo de tres años. De producción palestina son Occupation 101 (2006), de Abdallah y Sufyan Omeish, y 5 Broken Cameras (5 cámaras rotas, 2011), de Emad Burnat y Guy Davidi: la primera confronta las dos guerras que se libran en el territorio, la de ocupación y expulsión de los árabes por parte de Israel, y la de liberación por parte de Palestina, mientras que la segunda recoge la labor documental que con una videocámara doméstica llevó a cabo un campesino palestino para mostrar el acoso israelí y la resistencia pacífica de su pueblo Bil’in. El protagonismo de 5 Broken Cameras es compartido por Emad Burnat y los habitantes de la localidad pales-
tina de Bil’in, que emprendieron una resistencia pacífica frente a la construcción del muro de separación, cuestión abordada también en la ya citada Bil’in, My Love. Hasta cinco cámaras de vídeo rompió el ejército israelí a Burnat, convertido con su gesto en un documentalista del acoso que sufre el pueblo palestino. Cada vez que le rompían una cámara volvía a comprar otra, empeñado en que nadie podía impedir que el mundo conociera el atropello que el Estado de Israel estaba cometiendo contra ellos. Y el mundo conoció esa historia gracias a la implicación del documentalista israelí Guy Davidi, simpatizante de la causa palestina, que firma junto a Burnat el documental para contar una doble historia, la de la resistencia pacífica de los habitantes de Bil’in, y la del empeño de uno de ellos en documentar lo ocurrido y así fijar la memoria para evitar que el olvido, o la historia oficial, la borren algún día. La cinta fue nominada a los Oscar de Hollywood y al viajar Burnat con su familia a Los Angeles fue retenido en el aeropuerto. Lo que no habían impedido los más de 500 puestos de control del ejército israelí desplegados en Cisjordania, lo consiguieron las autoridades aduaneras de Estados Unidos. De no haber sido por la mediación del realizador Michael Moore, Burnat y su familia habrían sido enviados de regreso a Turquía, la ruta desde la que habían viajado a Norteamérica. Esta es una prueba más del silencio que desde la comunidad internacional se pretende imponer a la causa palestina, aunque sus voces se alzan cada vez con más fuerza para arrancar la venda colocada a los ojos del mundo en el ya lejano 1948. Así sucedió también en la Franja de Gaza durante las tres semanas que duraron los bombardeos indiscriminados, entre finales de 2008 y principios de 2009, de la operación cast lead (plomo fundido) lanzada por Israel contra supuestos objetivos de la organización Hamás, que se saldó con alrededor de 1.400 víctimas palestinas y 13 israelíes. Se produjeron al menos 13.000 desplazados, pero las cámaras de quienes resistieron en las zonas bombardeadas documentaron ese ataque contra la población civil más allá de la ofensiva contra los militantes de Hamás. Los palestinos, el pueblo sin Estado propio convertido en apátrida en su
propia tierra, es una de las poblaciones refugiadas más numerosas del planeta. La Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Medio atiende a cerca de 5 millones de palestinos.
5 Broken Cameras (Palestina/ Israel/Francia, 2011), de Emad Burnat y Guy Davidi.
Afganistán, un país inhabitable El país que mayor número de refugiados albergaba en 2012 era Pakistán, según el informe de ese año del ACNUR, con 1,6 millones de desplazados acogidos en su territorio. Le seguía Irán con 868.200. La mayoría de ellos procedían de Afganistán, uno de los países de Oriente Medio más castigados por los conflictos armados desde hace décadas. La invasión soviética en los años 70, el régimen de terror impuesto por los talibanes con posterioridad, y la guerra civil que siguió a la intervención militar internacional a principios del nuevo milenio, y que continúa hoy día sin visos de que termine, han hecho de Afganistán un país inhabitable. El director iraní Mohsen Makhmalbaf expresó en el largometraje Kandahar (Irán, 2001) el lado siniestro del régimen talibán antes del des-
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pliegue de las tropas internacionales para derrocarlo tras los atentados de Nueva York del 11 de septiembre de 2001, mientras que Dirty Wars (Guerras sucias, USA, 2013), de Rick Rowley, revela todo el oscurantismo que hay oculto detrás de la presencia de las tropas norteamericanas en Afganistán y su implicación en operaciones secretas que no ayudan en nada a conseguir la tan ansiada estabilidad del país, sino todo lo contrario.
Dirty Wars (USA, 2013), de Rick Rowley.
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La protagonista de Kandahar es una mujer afgana exiliada que vuelve a su país a comienzos del nuevo milenio para intentar salvar la vida de su hermana, que le ha comunicado por carta que se quitará la vida coincidiendo con el próximo eclipse solar. Nafas, que es periodista, se adentra en Afganistán acompañando a una familia afgana que vivía en un campamento de refugiados y que decide regresar. A mitad de camino, ante la violencia e inseguridad reinante, el hombre opta por dar marcha atrás con los suyos y deja sola a la mujer. Con la ayuda de otras personas proseguirá su camino, siempre escondida bajo el burka, el traje de las mujeres afganas que oculta todo su cuerpo, incluido el rostro y la
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cabeza por completo. Nunca llegará a su destino ni podrá salvar a su hermana de la muerte porque ella caerá también en el encierro que padecen las mujeres afganas encerradas en sus burkas. Al final de la cinta, impotente ante la imposibilidad de llegar a Kandahar antes de que su hermana ponga fin a su vida, oculta bajo el burka y con el sol en el horizonte a punto de producirse el eclipse, la protagonista hará la siguiente reflexión: “Siempre he huido de las prisiones en las que se encuentran las mujeres afganas, pero ahora estoy cautiva en cada una de estas prisiones, sólo por ti, hermana”. El testimonio de la protagonista, cuyo nombre en afgano quiere decir “respiración” en una clara referencia a la asfixia que padecen las mujeres oprimidas bajo el velo total, está acompañado de un plano subjetivo de ella con lo que ve a través de las tupidas celosías del burka. La acción de Kandahar es anterior a la intervención militar internacional tras los ataques terroristas a las Torres Gemelas. De hecho, los terribles sucesos de Nueva York ayudaron a que la película encontrara una distribución en las salas comerciales de todo el mundo puesto que muestra cómo era el infierno talibán. Difícilmente hubiese tenido tanta proyección de no haber sido por eso. Para acceder al país, Nafas acude a un campamento de refugiados en la frontera. Es desgarradora la forma como las niñas son mentalizadas para que asuman que al regresar con sus familias dejarán de ir a la escuela y pasarán a vivir encerradas en sus casas. En un montaje paralelo asistimos a la formación religiosa que los niños reciben en una madrasa, las escuelas integristas de los talibanes. Les advierten también de que no agarren muñecas del suelo porque pueden ser bombas. El campamento está lleno de mutilados por las minas antipersonas en espera de asistencia médica o de una pierna artificial. Incomunicado por tierra, la ayuda humanitaria llega exclusivamente por aire, como lo hace Nafas, y los mutilados disputan carreras con sus muletas para llegar los primeros a los paquetes que arrojan con paracaídas desde los helicópteros. Los paquetes tienen forma de piernas y la escena adquiere un dramático tinte surrealista. Tras el derrocamiento de los talibanes,
el cine iraní abundaría más en el tema de los derechos de la mujer afgana en Panj-e asr (A las cinco de la tarde, 2003), de Samira Makhmalbaf. El documental Dirty Wars está rodado una década después y el Afganistán que muestra no es menos gris e inseguro, pues sus habitantes siguen estando en peligro de los talibanes y de los señores de la guerra, además de las operaciones encubiertas llevadas a cabo por los Estados Unidos. Con una realidad así, es comprensible que los afganos desplazados busquen emigrar desde los campamentos de refugiados al Primer Mundo aunque sea para trabajar como esclavos y poniendo sus vidas en peligro durante el viaje. Un total de 2,5 millones de afganos estaban refugiados en otros países en 2012, según ACNUR, siendo el país con mayor número de desplazados fuera de sus fronteras. Si Mohsen Makhmalbaf impactó con su película, el realizador británico Michael Winterbottom tampoco se quedó atrás con In this World (Reino Unido, 2002), sobre la odisea de dos refugiados afganos que emigran a Europa por tierra desde Pakistán, país que en 2012 acogía el mayor número de refugiados de otros países en todo el mundo, también de acuerdo con las estadísticas de ACNUR como dijimos. La cinta le valió a su director el Oso de Oro en el Festival de Cine de Berlín de 2003. Es un trabajo difícil de clasificar porque aunque se trata de una película de ficción, está realizada como si de un documental se tratara. Los protagonistas son dos refugiados afganos de verdad, un joven y un niño, cuyas vidas en la ficción se entrecruzan con sus vivencias en el mundo real. La película, a modo de road movie documental, sigue el viaje que emprenden ambos a Londres con la ayuda de las mafias que se dedican a traficar con personas facilitándoles el cruce ilegal de las fronteras a cambio de dinero y el pago de sobornos. En el primer intento no lo consiguen. Pasado Teherán son identificados por policías iraníes en un autobús y los devuelven a la frontera. Desde allí se las ingenian para regresar a Peshawar y volver a intentarlo. Esta vez consiguen cruzar Irán y llegar a Turquía, donde trabajan en régimen de semiesclavitud en un taller hasta que los embarcan con destino a
Italia. Para hacer el viaje son encerrados en una cámara falsa de un contenedor junto con otros emigrantes ilegales. Tras más de 40 horas de travesía sin poder salir, la mayoría muere asfixiado, y cuando en el puerto de Trieste las mafias abren el ataúd en que se ha convertido su escondite, Jamal, el niño afgano, huye. En Italia se las ingenia para robar dinero con el que costearse el viaje hasta Francia. Durante el trayecto en tren no podrá quitarse de la cabeza los gritos de horror de su primo y de las personas que viajaban con él encerradas en el contenedor del barco. Alcanza las costas francesas y llega al campamento de refugiados de Sangatte, donde inmigrantes de distintas nacionales aguardan a poder cruzar ilegalmente por el Eurostar, el túnel que cruza bajo el Canal de la Mancha. Consigue hacerlo oculto debajo de un camión y llega a Londres. La ficción se cruzó con la realidad en esta película puesto que el niño que interpretaba al protagonista, Jamal Udin Torabi, de 16 años, empleó el dinero que le habían pagado por trabajar en ella para viajar después en avión a Londres y solicitar asilo político. Al ser menor no se lo concedieron, aunque le dieron un permiso especial que le obligaba a abandonar el país un día antes de que cumpliera los 18 años. El director incluyó este epílogo en el film con un título que así lo indica al final, aunque con ambigüedad al no aclarar que el protagonista regresó más tarde a Londres con la visa que tenía del rodaje y con la intención de quedarse. Al no ser ni un documental ni una película de ficción, la cinta resulta por momentos artificiosa, lo que no la convierte por ello en menos impactante. La madre de Jamal, por ejemplo, recriminó a los cineastas por haber puesto en peligro la vida de su hijo durante la travesía en barco. Tuvieron que explicarle que esas imágenes, cuya elipsis en la película equivale a más de 40 horas, se rodaron en apenas una hora en un camión sin riesgo alguno para los protagonistas. Sin ser actores, tanto Jamal como el joven que interpreta a su primo Enayat consiguieron en escenas como la del barco dotar al film de un realismo documental que es asfixiante por momentos, situación que se repite en la secuencia del cruce de la frontera tur-
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ca, rodada con la cámara en visión nocturna y con el sonido de fondo de los disparos de una patrulla fronteriza abriendo fuego contra ellos. El guión original nunca fue definitivo ni hicieron memorizar diálogos a los actores al no ser profesionales. El director y su guionista, Tony Grisoni, querían un realismo documental difícil de conseguir cuando tampoco se trataba de hacer un docudrama. En estos casos se hace una puesta en escena y se planifica la disposición de las cámaras en el rodaje, pero en In this World no sucede así. La cámara sigue, tal cual, a los protagonistas, y estos interactúan de acuerdo con unas pautas fijadas previamente. Eso hace que muchas veces la cámara vaya por detrás siguiendo a los personajes como si de un reportaje de televisión se tratara. Aunque el híbrido que resulta de esta puesta en escena es extraño por esa atípica mezcla de documental y ficción, es innegable que termina siendo muy impactante cuando se toma conciencia de que estamos viendo una historia más real de lo que pueda parecer. Un proyecto así generó numerosos problemas al equipo de producción. Incluso tuvieron que falsificar alguna documentación para conseguir visados, que fueron obteniendo in extremis conforme avanzaba la filmación. A todo esto se sumó el clima de inseguridad provocado por los atentados de Nueva York, que coincidieron en el tiempo. Tanto Jamal como Enayat vivían en el campamento de refugiados afganos de Shamshatoo en Pakistán. Lo que muestra la película es real, desde los trabajos que tienen hasta sus familias. En febrero de 2002, vivían en Shamshatoo 53.000 refugiados. Algunos habían llegado en 1979 huyendo de la invasión soviética y otros, como el caso de Jamal, nacieron allí, mientras que en ese momento seguía creciendo la población del campamento por los afganos que escapaban de los bombardeos de Estados Unidos a Afganistán en busca de Osama bin Laden. Eso le sirve al realizador para establecer comparaciones y así, mientras Jamal hace su trabajo fabricando ladrillos y nos enteramos de que gana menos de un dólar al día, conocemos también que el dinero gastado en bombardear Afganistán rondó los 7,9 billones de dólares. Sobre la marcha, el equipo fue incorporando al
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guión vivencias propias que habían tenido durante la preparación de la película, como la escena en que Jamal soborna a un policía para que les deje pasar en un control de carretera entregándole el walkman de su primo, para disgusto de este. Mientras el director y el guionista hacían el viaje preparatorio para construir la historia y buscar los escenarios de esta peculiar road movie, un guardia también les retuvo en un control y se encaprichó con un bolígrafo que llevaba Grisoni. Winterbottom vio la oportunidad y forzó al guionista a que le entregara el bolígrafo. Posteriormente, Grisoni admitió que no entendía por qué le había costado tanto desprenderse de su maldito bolígrafo para salir de aquella situación, que es lo mismo que le ocurre a Enayat con su walkman. Si en In this World los refugiados afganos anhelan escapar a Europa para mejorar sus vidas, en Baran (Lluvia, Irán, 2001), de Majid Majidi, les es suficiente con asentarse en Irán para malvivir trabajando ilegalmente en la construcción o en otros oficios. Esta película iraní se fija en la precaria situación de los refugiados afganos, a quienes sólo se permite estar en los campamentos habilitados para ellos. En cambio, trabajan ilegalmente en gremios como el de la construcción por unos salarios inferiores al de los iraníes. En Baran, el protagonista es un joven iraní llamado Latif que trabaja en una obra y desprecia a los afganos hasta que conoce a Rahmat, una mujer afgana que se hace pasar por un chico para poder trabajar. Cuando descubre su verdadera identidad, Latif cambia de actitud hacia ella y sus compatriotas. Les ayuda y se interesa por sus problemas. El joven iraní se enamora de la muchacha, pero ella está casada con un hombre mayor y su familia regresa a Afganistán. La cinta presenta un choque de culturas entre dos países vecinos, ambos de religión musulmana, donde las mujeres están sometidas a la autoridad de los hombres –en Irán, el cineasta Jafar Panahi, perseguido por el régimen, denunció esa situación en Dayereh (El círculo, 2000) y Offside (Fuera de juego, 2005)–, si bien en Afganistán ese sometimiento es mucho mayor, como recalca el final de la película cuando la muchacha se cubre el rostro con el burka cuando Latif acude a su casa a despedirse. A través de la mira-
da de este joven se muestran las difíciles condiciones de vida de estas mujeres, ocultas a los demás, obligadas a casarse con ancianos siendo niñas y a desempeñar duros trabajos. Más allá de denunciar cómo la sociedad iraní se aprovecha de los ilegales, pese a insistir en las labores de inspección que realizan las autoridades, la cinta de Majid Majidi pone énfasis principalmente en la situación de las mujeres afganas. En este sentido, es muy ilustrativa la escena en que Latif descubre que Rahmat es en realidad una mujer, porque la descubre, viéndola sólo entre sombras en un gesto muy femenino, peinándose el cabello que siempre lleva oculto a la vista de los demás, momento a partir del cual se enamora de ella.
Los kurdos, la nación sin nación En Oriente Medio, otro de los pueblos que ha sufrido lo indecible es el kurdo, cuyo territorio, para desgracia de ellos, se extiende por varios países, dificultando así su cohesión territorial y el derecho a la autodeterminación: Turquía, Irak, Irán y Siria. En 1988, durante la guerra entre Irán e Irak, el pueblo kurdo de Halabja, en territorio iraquí, sufrió un devastador ataque con armas químicas. El silencio de la comunidad internacional se cernió sobre este cruel acto de guerra que costó la vida a más de 5.000 civiles. Fue Irak quien ordenó el ataque, mientras que el Gobierno norteamericano lo encubrió con el argumento de que había sido provocado por las fuerzas iraníes y los rebeldes kurdos que habían tomado la localidad. En aquel entonces Saddam Hussein era aliado de Estados Unidos. Hostigamientos similares, que se han repetido a lo largo de las últimas décadas, han obligado a los kurdos a exiliarse y a buscar protección en campamentos de refugiados. El cineasta Israel del Santo denunció la complicidad internacional en el ataque con armas químicas a la población kurda de Halabja en el documental Paraíso de 7 tribus (España/Bélgica, 2010), donde señala que las armas empleadas para esta y otras masacres por Saddam Hussein fueron compradas a Alemania, Estados Unidos, Francia y España. En 1995, la represión de las
poblaciones kurdas y chiitas en Irak habían provocado 1.200.000 refugiados reasentados en campamentos de desplazados en Irán y Turquía. Un cantante kurdo exiliado protagoniza el largometraje de ficción Niwemang (Media luna, Irán, 2006), de Bahman Ghobadi, cuando por fin puede regresar al Kurdistán iraquí para dar un concierto. En el viaje, lleno de aventuras y de magia, irá recogiendo a su familia desperdigada desoyendo las advertencias de que algo terrible le aguarda. Durante el trayecto en un bus escolar el espectador asiste a las penurias, pero también a la fortaleza, de un pueblo curtido en la resistencia. Dos largometrajes de ficción hechos en la primera década de este siglo abordan desde la esperanza de sus protagonistas, pese al dramatismo que esconden, el tema de los refugiados kurdos desperdigados por el mundo. En Escape to Paradise (Suiza, 2001), de Nino Jacusso, una familia kurda huye de Turquía a Suiza y solicita asilo político. La estancia en el centro de acogida junto con exiliados de África y otros países, el choque cultural y la obligación de inventarse una historia convincente para conseguir el asilo, harán vivir al matrimonio y a sus tres hijos si-
Niwemang (Irán, 2006), de Bahman Ghobadi. Francisco Javier Millán
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tuaciones inverosímiles. Jacusso plantea la historia con un enfoque tragicómico, como tragicómica, a la vez que paradójica, fue la decisión del Parlamento Europeo de otorgar el Premio Lux de 2009 al film Welcome (Francia, 2009), de Philippe Lioret, sobre un exiliado kurdo iraquí que intenta llegar ilegalmente a Inglaterra cruzando a nado el Canal de la Mancha desde Calais en Francia.
Welcome (Francia, 2009), de Philippe Lioret.
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En el film dirigido por Philippe Lioret, el protagonista, Bilal, es ayudado por un francés que a pesar del riesgo que eso supone, se involucra en la vida del joven kurdo para que alcance su destino. El emigrante desea reencontrarse con su novia después de haber viajado desde Oriente Medio hasta Francia, al haber emigrado ella a Inglaterra. Lo paradójico y tragicómico es que el mismo Parlamento Europeo que otorgó a Welcome el Premio Lux, cuyo objetivo es apoyar al cine europeo premiando aquellas películas que muestran la diversidad cultural de la Unión, había aprobado un año antes, a mediados de 2008, una directiva europea de retorno para los inmigrantes que se encontraran en situación irregular en Europa, es decir, sin papeles para residir ni
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trabajar. Dicha directiva obligaba en caso de detención al internamiento de estas personas en centros de acogida y a su expulsión del territorio europeo, prohibiéndoles durante cinco años la posibilidad de regresar. El premio fue fruto de la incoherencia de quienes dirigen los destinos de la Unión Europea, que demostraron así estar ciegos ante la realidad internacional y su incapacidad de tener una política exterior común, como tantas veces han puesto de manifiesto. No hay espacio para la esperanza en la desoladora Lakposhtha hâm parvaz mikonand (Las tortugas pueden volar, Irán, 2004), de Bahman Ghobadi, que cuenta la historia de unos niños kurdos iraquíes desplazados que viven en un campamento de refugiados en la frontera con Turquía y que se dedican a la desactivación de minas antipersona. Los protagonistas no son actores sino las propias víctimas del conflicto que retrata. El realizador se ganó la confianza de los niños y trabajó con ellos para que interpretaran ante las cámaras, pero es su propia vida la que cuentan. La acción se desarrolla en los días previos al ataque norteamericano a Irak tras los atentados de Nueva York, y los protagonistas exclusivos son los niños del campamento. Todas las historias giran alrededor de ellos, empleados por los adultos en la limpieza de los campos minados sin escrúpulo alguno a pesar del riesgo que supone ese trabajo tan peligroso. Asistimos a la vivencia de estos menores, convertidos en adultos de forma prematura por la crueldad de las guerras, a través de las andanzas de Kak Satélite, un adolescente con capacidad de liderazgo que coordina a un grupo de niños del campamento, y de dos hermanos que llegan al mismo con un pequeño de 3 años fruto de la violación que sufrió ella a manos de los militares iraquíes cuando asaltaron su aldea. La película de Ghobadi es desgarradora. Enfrenta al espectador directamente con la realidad de lo que son las guerras a través de sus víctimas más inocentes, los niños. A pesar del hálito de vida que mueve a estos menores, su destino no puede ser otro que la muerte o la mutilación por las minas antipersona. Es el caso del protagonista principal, un muchacho huérfano que se las ingenia para salir adelante solo, con capacidad de liderazgo, inteligente, soli-
dario y sensible. Al rescatar a un niño de un campo de minas queda mutilado. A eso se dedican los menores, a desactivar estos artefactos y a venderlos después en los mercados de armas para que quienes los compren los vuelvan a instalar en otros terrenos. Es impresionante la escena en que Kak Satélite acude al mercado de armas, como si fueran puestos de venta de comida, con la cosecha de minas que han extraído los niños junto al campamento de refugiados. Basada esta escena en lo que se puede encontrar en los países en conflicto, la realidad siempre supera a la ficción. El dinero es para comprar una antena parabólica que permita a la gente del asentamiento informarse por televisión de cuándo se va a producir el ataque norteamericano a Irak. No será por televisión como se enteren, sino a través de las premoniciones de Hengov, un niño que ha perdido los dos brazos, entendemos que recogiendo minas antipersona, y que ahora las desactiva con la boca. Le acompaña su hermana Agrin, que es quien recoge los explosivos una vez inutilizados. Ella, muy jovencita, tiene un hijo de 3 años, Riga, fruto de haber sido violada por los señores de la guerra. Intenta desesperadamente librarse de él con la oposición de su hermano. Quiere abandonarlo, lo ata a un árbol rodeado de minas, donde lo salvará Kak Satélite a costa de pisar él un explosivo, y al final Agrin lo ahoga en una charca para suicidarse después ella arrojándose desde un acantilado, en una escena enigmática y premonitoria desde el inicio de la película que se convierte en un leit motiv a lo largo del metraje. Cuando lleguen los norteamericanos, pasarán de largo ante la mirada perpleja de Kak Satélite, convertido él también ahora en un lisiado. Ha pasado una década desde que se rodó este film y once años desde el inicio de la intervención armada norteamericana en Irak, a pesar de lo cual el país ocupaba el tercer puesto en número de refugiados en 2012, según cifras de ACNUR, al haber 746.000 iraquíes desplazados a la fuerza a otros países. Eso indica a las claras que la política intervencionista de Occidente no resuelve los problemas sino que muchas veces los agrava. Los niños son “objetos” en las guerras, ni siquiera peones, según la película de Bahman Ghobadi, la primera rodada en Irak tras la ocupación norteamericana. Los
adultos abusan de ellos: Agrin es violada, las personas mayores del campamento y del pueblo fronterizo con Turquía utilizan a los niños para limpiar sus terrenos de minas, y cuando llega el ejército, pasan de largo ante la miseria de estos menores. Son las mayores víctimas de los conflictos, las más desvalidas y las más desprotegidas. Estimaciones de Unicef apuntan a que hay 20 millones de niños desplazados en el mundo que padecen violencia, enfermedades y desnutrición. Buena parte de ellos son desplazados internos que han tenido que huir, solos o con sus familias, de zonas de guerra. Además, son víctimas de la explotación sexual y laboral. En los países en guerra, buena parte de los muertos por explosiones de minas antipersona son niños. Al año mueren en el mundo miles de ellos, así como adultos, o quedan mutilados de por vida, cercenando de esa forma cualquier futuro posible. Niños desplazados cuya prioridad es la supervivencia frente a la educación, tal como plasma la increíble Takhté Siah (La pizarra, Irán, 2000), de Samira Makhmalbaf, sobre un grupo de maestros kurdos que con sus pizarras cargadas a las espaldas, como si de caparazones de tortugas se tratara, recorren los áridos y agrestes paisajes fronterizos del Kurdistán entre Irán e Irak en busca de alumnos. A los ojos occidentales podría parecer un film surrealista, pero insistimos en que la realidad en esta parte del mundo supera a la ficción. En Bahar in Wunderland (Alemania, 2013), de Behrooz Karamizade, una niña kurda escapa de la guerra junto a su padre. Lo hacen a Alemania, donde otros peligros les aguardan, frente a los que la niña es capaz de hacerse invisible. Al igual que en la película de Ghobadi, hay elementos mágicos en este cortometraje que realzan cómo los niños escapan de la realidad angustiosa huyendo dentro de sus mundos interiores. La niña protagonista es de Siria, porque el Kurdistán también tiene una porción de terreno en ese país en guerra. A principios de 2014, Unicef alertó de que había más de 5,5 millones de niños sirios afectados por este nuevo conflicto armado que en el momento de escribir esto llevaba tres años de enfrentamientos internos ante la parálisis internacional, que en lo único que ha intervenido ha sido en la venta de armas para que los
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sirios sigan matándose entre ellos. Ese mismo organismo humanitario cifraba en 1,2 millones el número de niños sirios que vivían en campamentos de refugiados, desplazados, sin las necesidades básicas que requiere un menor, ni alimenticias ni educativas. Son infancias abortadas, puesto que saltan a la edad adulta sin la posibilidad de haber sido niños antes. La situación de las niñas es muchísimo peor puesto que según Unicef, una de cada cinco menores refugiadas en Jordania eran obligadas a contraer matrimonio. En 2012, la organización Aish denunció que no sólo Jordania sino también Líbano y Turquía, estaban aprovechando la situación para concertar matrimonios en los campos de refugiados entre mujeres sirias y ciudadanos de los países de acogida. En este cruento mercado causado por los desplazamientos de la población, una mujer para casarse costaba 130 euros, que era el precio que se pagaba para la dote. El destino de estas víctimas suele ser muchas veces la explotación sexual y la esclavitud.
Infierno y paraíso en Siria Siria se ha convertido en un infierno para la población civil, a la vez que es el paraíso para los señores de la guerra. Sobrevivir es un privilegio dentro del país entre los enfrentamientos armados. Frente al ejército gubernamental y los rebeldes que han tomado las armas, donde confluyen diferentes ideologías, credos y etnias, se sitúan los civiles que huyen sin rumbo fijo dentro del país. Son desplazados internos que se resisten a abandonar su tierra pero que acaban cruzando las fronteras para preservar la vida. Uno de los documentales más premiados sobre este conflicto, que retrata tanto la complejidad del mismo como el padecimiento de los desplazados, es Syria: Across the Lines (Siria. Entre dos frentes, Reino Unido, 2013), de Olly Lambert. El cineasta envuelve al público con su cámara en las terribles sensaciones que transmite esta guerra, moviéndose con aparente libertad entre los dos bandos a uno y otro lado de la línea de fuego en el valle del río Orontes. Se siente más libertad de movimiento del lado de las poblaciones bajo dominio
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del Ejército Libre de Siria, fruto tal vez de la anarquía que reina en ellas, ya que cuando se traslada al lado que controla el régimen de Bachar el Asad no hay un contacto tan directo con la población civil, sólo con los mandos militares y con un representante político, además de con un grupo de escolares que lanza proclamas entusiastas a favor del régimen de Bachar el Asad. Suenan, no obstante, a una imposición más y a una fe ciega entre quienes quieren sobrevivir. Incluso los testimonios del teniente del ejército sirio Alí Ghazi connotan cierta resignación. Del lado de los rebeldes se respira, en cambio, el caos total. Dentro del Ejército Libre de Siria reina la desorganización. La cámara es testigo de cómo durante una ofensiva dirigida por el comandante rebelde Jamal Maarouf, que asegura tener bajo su mando a miles de hombres armados, son incapaces de utilizar el armamento arrebatado al enemigo porque no saben cómo se emplea. Maarouf era trabajador de la construcción antes de la guerra y como comandante muestra una total incapacidad más allá de su habilidad para seducir con su verborrea a los milicianos para lanzarlos a una muerte segura mientras él permanece en la retaguardia. Rebeldes como Ahmed, que será uno de los hilos conductores del documental, acaban atrapados por el odio y el radicalismo en medio de ese caos. Un título al final de la película indica que tras ser herido varias veces quería unirse a la facción islamista de Jabhat al Nusra, asociada a Al Qaeda. Syria: Across the Lines acompaña a los civiles del lado rebelde en su devenir diario. Muestra cómo no pueden cultivar sus explotaciones agrícolas al encontrarse justo en la línea de fuego, en ocasiones al otro lado del río, bajo la parte controlada por Bachar el Asad y sometida a ataques continuos cuando alguien se mueve por esos terrenos. Asistimos igualmente a varios ataques indiscriminados contra la población civil por parte de la aviación siria. Es como si el espectador estuviera allí. Siente las bombas caer a su lado y percibe el dolor de los familiares de las víctimas cuando desentierran sus cadáveres entre los escombros. “Nos esperan cincuenta años de venganza por estos crímenes”, manifiesta ante la cámara un entrevistado, Mohamed Hamadeli, terrible premonición de lo que aguarda a los sirios en el futuro.
Los habitantes de Kansafra, la población bajo dominio rebelde, huyen de los bombardeos hacia otros lugares, mientras que a diario llegan a ella sirios procedentes de otros sitios escapando también de la guerra. Entre los que se marchan, indefensos por el riesgo que corren sus vidas y las de sus familiares, uno de ellos, un ciudadano anónimo que parte con sus escasos enseres, dice: “Me marcho, no sé adonde, pero me voy de aquí”. A la vez que unos se marchan, llegan otras familias de otros pueblos, que al producirse nuevos ataques aéreos se sorprenden porque creían que allí iban a estar más seguros. Syria: Across the Lines retrata con realismo el infierno sirio. Del lado controlado por Bachar el Asad no se siente ese acoso y la destrucción tan terrible que se vive desde la parte dominada por los rebeldes, aunque se observa silencio y oscurantismo, lo que suele ser sinónimo de opresión. La escena en el instituto de enseñanza no hace sino reforzar esa idea a pesar de que los alumnos lanzan loas hacia el presidente de Siria. Allí la población vive controlada bajo la vigilante mirada del líder supremo sirio, cuya fotografía, en la que aparece posando con siniestras gafas de sol, domina todos los rincones. Quien oculta así su mirada, algo tiene que esconder. Está incluso en las casas del lado rebelde donde se reúnen los mandos del Ejército Libre de Siria, pero en este caso las fotografías están puestas en el suelo y son utilizadas como alfombrillas para ser pisadas al entrar en las habitaciones. En la guerra fratricida de Siria se juntan muchos factores y a Occidente le preocupa el avance del islamismo radical, del lado de los rebeldes, por lo que a pesar de condenar la represión del régimen de Bachar el Asad tolera el enfrentamiento armado, ajeno a las víctimas. El conflicto se había cobrado en marzo de 2014, desde su estallido tres años antes, más de 146.000 muertos, más de 2,5 millones de desplazados acogidos como refugiados en los países vecinos, y más de 6,5 millones de desplazados internos. La mayor presión en el primer caso la recibía el Líbano, país que las agencias de noticias advirtieron que se había convertido en un abarrotado campo de refugiados sirios. Un país tan pequeño no puede soportar semejante avalancha, puesto que ese volumen representa ya una cuarta parte de la población que hay en el Líbano, máxime cuan-
do las Naciones Unidas reconocieron en abril de 2014 que sólo disponían en ese momento de un 13% del presupuesto necesario para poder atender a los sirios refugiados en ese país. El reportaje documental de TVE El destierro sirio (España, 2013), de Miguel Ángel Viñas y Esther Vázquez, penetra en un campamento de refugiados en Jordania para conocer el modo de vida de la población desplazada que se hacina allí. El lugar elegido es Zaatari, un sitio en medio de la nada, en el desierto y aislado, donde más de la mitad de la población son menores de 18 años. Allí se respira miedo y desconfianza. Los niños son los protagonistas del relato a través de la vida de personajes como Hamse, Dina, Admad y Mohamad, que han dejado tras de sí el horror de la guerra, pero tienen ante ellos la incertidumbre del futuro. En medio de la desesperación, todavía queda un lugar para la esperanza entre esos niños que encuentran en el fútbol una válvula de escape. Siria se ha convertido ya en una de las mayores catástrofes humanitarias del siglo XXI por su elevando número de desplazados y de víctimas mortales en los tres años de guerra civil que llevan. Registrar lo que ocurre en el interior del país no es tarea fácil porque en ello va
Syria: Across the Lines (Reino Unido, 2013), de Olly Lambert.
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la vida de los periodistas y de los equipos de reporteros, que como en el caso de Syria: Acroos the Lines ven caer las bombas a su lado, además del riesgo que entraña someterse a los señores de la guerra que hay en este tipo de contiendas. El régimen quiere silenciar los ataques, y frente a ello, los jóvenes sirios emplean las nuevas tecnologías para difundir las masacres a través de Internet. Es lo que hace Ahmed, el joven combatiente del documental de Olly Lambert, que con su celular acude a todos los lugares donde se ha producido un bombardeo, imágenes que después difunde a través de las redes sociales. Es otra forma de lucha. Otra cosa es la proyección que alcance, que depende de los espacios que tengan para difundirla y de su repercusión mediática. El colectivo de cineastas sirios Abounaddara viene haciendo esto desde 2010, antes incluso de iniciarse la guerra, para mostrar al mundo la realidad de su país desde el anonimato para evitar represalias. Son cortometrajes que sus autores califican como “cine de urgencia” y que se difunden a través de Vimeo. Su temática abarca desde la guerra y la violación de los derechos humanos, hasta los aspectos más cotidianos de la vida de los sirios. El Festival de Sundance de 2014 premió uno de estos films, Of God and Dog (Siria, 2013). Su difusión a través de este certamen se convirtió en un importante altavoz internacional de la causa de este colectivo de cineastas, que no es otra que crear cine también en tiempos difíciles y expresar a través del mismo lo que sienten quienes viven dentro de Siria. Este corto dura 12 minutos y expresa en un plano secuencia todo el horror del conflicto sirio. Un militar asiste a un interrogatorio, donde la víctima es interrogada brutalmente en nombre de Dios. Cuenta que lo mató por piedad, para que no siguiera sufriendo, y que después se encerró en el baño de su casa e intentó quitarse la vida. Es cine directo, que atrapa por su realismo y sinceridad, que se aleja de los patrones de la narrativa convencional, que agita conciencias y que mantiene vivo el imaginario audiovisual de Siria más allá del discurso oficial. Los refugiados y desplazados también aparecen en la filmoteca creada en Vimeo, como es el caso de Starvation (Hambruna, Siria, 2014), que denuncia la crueldad
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Apocalypse Now (USA, 1979), de Francis Ford Coppola
del régimen contra los refugiados palestinos que permanecen en Siria en el campamento de Yarmuk y que tras huir de todas partes ya no tienen adonde escapar. Sufre el asedio del ejército sirio y su población muere por las bombas y el hambre, ya que el régimen de Asad impide el abastecimiento. La citada película del colectivo Abounaddara muestra una imagen fija de apenas 12 segundos de un cadáver cubierto y a continuación informa, con letras blancas sobre fondo negro, que quien está bajo la mortaja es Reem Abed Rahim, habitantes de ese campo
de refugiados y víctima de Bachar el Asad, muerto por la hambruna el 15 de enero de 2014.
De Vietnam a la antigua Birmania No es igual el punto de vista que se tiene desde dentro del propio país que el que nos llega desde la mirada occidental de quienes muestran esas realidades con sus cámaras, pero es inevitable que ambos discursos convivan para que el mundo pueda conocer estos crímenes. En Asia, el
silencio se ha erigido sobre muchos genocidios, ya sea en Vietnam, Camboya, Myanmar (antigua Birmania) u otros países, porque nadie desde dentro ha tenido la posibilidad de denunciar los crímenes contra la humanidad cometidos en ellos, sobre todo en el conflicto vietnamita e incluidas las potencias invasoras, verdaderas culpables de lo ocurrido. Así lo plasmó el prestigioso realizador Joris Ivens en varios documentales sobre Vietnam en los que defendió el derecho del pueblo vietnamita a su autodeterminación, el más destacado de todos Le 17ème parallèle: Le Vietnam en guerre (El paralelo 17: la guerra del pueblo, Francia, 1968), codirigido por Marceline Loridan. Es una declaración de principios de un cineasta que huye de cualquier discurso ideológico para mostrar, sin maniqueísmos, lo que ve a través de su cámara: la lucha de un pueblo que reclama su derecho a ser y existir por su propia cuenta. La guerra del Vietnam se ha convertido en un caso paradigmático de representación de un conflicto bélico en el cine desde una mirada exterior. Posee una amplia filmografía que ha glosado las barbaries cometidas por los marines norteamericanos en la guerra contra el Viet Cong, construyendo en el imaginario audiovisual occidental una imagen forjada exclusivamente desde la industria de Hollywood. Apocalypse Now (USA, 1979), de Francis Ford Coppola, Platoon (USA, 1986), de Oliver Stone, y Full Metal Jacket (Reino Unido, 1987), de Stanley Kubrick, son algunos títulos relevantes de esa filmografía que no ha prestado excesiva atención al otro lado, fijándose únicamente en el salvajismo de las tropas norteamericanas para denunciar la degradación a la que puede llegar el ser humano, y sobre todo las secuelas que este conflicto dejó en la sociedad americana. En estos títulos aparece de fondo el drama del pueblo vietnamita, de los desplazados, pero solapado por el discurso hegemónico, el que interesa al espectador occidental. En cambio, las cintas Heaven and Earth (El cielo y la tierra, USA, 1993), de Oliver Stone, y The Beautiful Country (Un lugar maravilloso, USA/Noruega, 2005), de Hans Petter Moland, se fijan en el drama de los desplazados vietnamitas, durante y después de la guerra del Vietnam, por las consecuencias que tuvo el conflicto para varias generaciones.
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Heaven and Earth está basada en hechos reales, en la memoria autobiográfica de la vietnamita Le Ly Hayslip, que se casó con un militar norteamericano y se estableció en Estados Unidos. Oliver Stone cierra con esta película su trilogía sobre el Vietnam ofreciendo el otro punto de vista, el de las víctimas vietnamitas, a través de una mujer cuya vida cubre todo el relato. El cineasta presta atención al drama interior de la protagonista, que en Norteamérica deberá enfrentarse a los traumas psicológicos que padece su marido a causa de haber participado en la guerra y de los crímenes que cometió. La relación del militar americano con Le Ly parece un intento de redención, pero se irá deteriorando con la llegada de ambos a los Estados Unidos. Aunque esta segunda parte muestra las dificultades de integración de la vietnamita en una sociedad tan superficial como la norteamericana, lo más interesante es la primera mitad del metraje, la que se desarrolla en Vietnam. Allí Le Ly es víctima, desde niña, de un sistema que relega a la mujer a objetos de placer sexual para los hombres, ya sean vietnamitas o norteamericanos, combatientes de uno u otro bando o civiles. Le Ly es violada cuando la paz de su aldea se rompe con la guerra. Perseguida por las tropas guber-
Heaven and Earth (USA, 1993), de Oliver Stone.
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namentales y por el Viet Cong, tiene que refugiarse en Saigón, donde queda embarazada por el señor de la casa donde trabaja. Con su hijo bastardo deberá subsistir entre la corrupción de los vietnamitas y de las tropas americanas que invaden el país, y a pesar de su resistencia acabará prostituyéndose por necesidad hasta que se casa con un teniente. Pero antes de escapar al sueño americano de los Estados Unidos padecerá el drama de la guerra junto a otros desplazados vietnamitas. Los marines hicieron de Saigón un prostíbulo. Miles de niños de padres norteamericanos y de madres vietnamitas nacieron durante la guerra. Aunque hubo matrimonios interraciales, en la mayoría de los casos fueron fruto de relaciones fortuitas. Esos mestizos padecieron después de la guerra lo indecible. Se les consideraba inferiores y se les trataba con desprecio. Les insultaban llamándoles “bui doi”, que quiere decir menos que el polvo, seres insignificantes. La historia de uno de estos niños, cuando alcanza la mayoría de edad, es lo que cuenta The Beautiful Country. Harto de los desprecios, el protagonista, Binh, viaja primero a Saigón para reencontrarse con su madre y conocer su historia, y después lo hace a los Estados Unidos, como ilegal en un barco, en busca de su padre. Antes pasará por un campamento de refugiados, del que escapa, para caer después en manos de una red mafiosa y sin escrúpulos de trata de seres humanos, con la que llegará a Nueva York tras una travesía en la que mueren varias personas. Allí tendrá que trabajar para los mafiosos en régimen de semiesclavitud hasta que descubre los derechos que tiene por ser hijo de un norteamericano y reivindica su libertad. La cinta de Hans Petter Moland profundiza más en la historia personal del protagonista que en el drama de los desplazados asiáticos que anhelaban llegar a los Estados Unidos para huir de los regímenes de terror que regían en sus países, y que en algunos casos siguen vigentes hoy. La guerra del Vietnam llevó a Estados Unidos a miles de combatientes asiáticos que habían luchado con los norteamericanos y que tuvieron que huir de allí al final del conflicto. Entre estos desplazados están los hmong, que se convirtieron a mediados del siglo pasado
en el brazo armado de la CIA en el sudeste asiático para combatir el avance del comunismo en la zona. Al ser derrotados los norteamericanos fueron desplazados y perseguidos, iniciándose una diáspora que perdura hasta hoy. En Estados Unidos se estima que viven alrededor de 180.000. Aunque al principio fueron abandonados a su suerte, posteriormente el Gobierno americano los acogió en su suelo al ser declarados “enemigos” en los países donde habían combatido del lado de los EEUU. Originarios de Laos, Vietnam, Birmania, Tailandia y el Sur de China, son un pueblo sin nación que reivindica su derecho a la autodeterminación. En sus países de origen siguen viéndolos con desconfianza por el papel que desempeñaron en los años 60 y 70 del pasado siglo. Los consideran los ojos espías de Occidente en Asia. Clint Eastwood los rescató del olvido en Gran Torino (USA, 2008), donde son los vecinos asiáticos del anciano refunfuñón que interpreta el actor y director de la cinta. El personaje de Eastwood es un anciano veterano de la guerra de Corea que tras la muerte de su esposa descubre que los orientales que viven junto a su casa, de la etnia hmong y a los que hasta entonces había visto como inmigrantes indeseables, son buenas personas y comparte más cosas con ellos que con sus hijos y nietos. Intima con ellos y les ayuda a hacer frente a una banda de jóvenes criminales que los tiene atemorizados. Gran Torino es una lección de tolerancia y de convivencia a través de una persona que conoce en profundidad las consecuencias de la intolerancia y de la violencia por de las películas que ha hecho, y una advertencia de que ambas sólo generan odio y más violencia. Los jóvenes hmong padecen el mismo problema de crisis de identidad que otras minorías étnicas en los Estados Unidos, un riesgo que los expone a caer en la delincuencia. El anciano que interpreta Eastwood ayudará al hijo de sus vecinos a escapar de esa espiral violenta y le infundirá valores para hacerse respetar en una sociedad que los rechaza tras haberlos utilizado en el pasado y olvidarlos después. La “guerra oculta” de Laos, de donde partió el proyecto secreto de la CIA para lanzar a los hmong contra el comunismo asiático, es una gran desco-
nocida para Occidente, al igual que ese país. The Rocket (Australia/Laos/Tailandia, 2013), de Kim Mordaunt, lo ha descubierto recientemente con una historia narrada desde la mirada de un niño sobre una familia de desplazados cuyo éxodo permite plasmar, como telón de fondo, las calamidades y cicatrices que la guerra dejó en Laos, pero con un mensaje de esperanza y de superación a través de las nuevas generaciones que se abren paso. El intento de vietnamización del sudeste asiático por parte de los Estados Unidos fracasó definitivamente a partir de 1975, cuando cayó Saigón y en la vecina Camboya los jemeres rojos tomaron la capital Pnom Penh e implantaron un régimen de terror durante cuatro años que costó la vida a alrededor de una cuarta parte de la población. La crueldad del genocidio cometido por los jemeres rojos (fueron asesinados unos dos millones de camboyanos de los ocho millones de habitantes que tenía el país) supera la imaginación. Estuvo silenciado hasta 1979 porque Camboya se convirtió en un país aislado del mundo, oculto a sus ojos y a los de la prensa, durante el régimen de Pol Pot. Tailandia fue durante esos años, y los posteriores con la invasión vietnamita, el lugar de destino de los desplazados camboyanos. En 1984, Roland Joffé hizo The Killing Fields (Los gritos del silencio, USA) sobre la victoria de los jemeres rojos y el régimen criminal basado en el terror que implantaron. El recurso dramático empleado en esta película se puso de moda durante esos años en el cine. Consistía en contar una historia a partir de las andanzas de un grupo de periodistas extranjeros que viajaban como corresponsales a países en conflicto. Esta fórmula se ha criticado en ocasiones porque supone fijar la mirada en los occidentales que se encuentran en esas zonas, en lugar de hacerlo en las auténticas víctimas que son los nativos. En este caso, al menos, uno de los periodistas es camboyano y una vez que los norteamericanos son evacuados, él no puede salir y debe permanecer allí. El film de Roland Joffé arranca dos años antes de la victoria de Pol Pot y critica los abusos cometidos por la Administración norteamericana, con bombardeos sobre objetivos civiles que no hicieron sino enervar más
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los ánimos y favorecer el rechazo hacia las fuerzas de ocupación. A partir de la victoria de los jemeres rojos, la cinta se articula en dos escenarios: los intentos infructuosos por sacar del país a Dith Pran, el ayudante camboyano del periodista Sydney Schanberg, y el drama posterior que le aguarda con los procesos de reeducación que implantó el Pol Pot. Convertido en esclavo de los jemeres rojos, Dith Pran huye a Tailandia, donde se refugia en un campamento de desplazados. El actor que interpretó a este personaje, Haing S. Ngor, era un exiliado camboyano que había padecido un drama similar al que se ve en la película, aunque peor puesto que perdió a su familia, y cuando fue premiado con el Oscar, se mostró satisfecho de que a través del film el mundo iba a poder conocer por fin lo que había sucedido en su país. Quien lo ha contado recientemente de una forma alternativa es el realizador y escritor camboyano Rithy Panh, que en L’image manquante (La imagen perdida, Camboya/Francia, 2013) combina imagen real documental con dioramas hechos a base de muñequitos de barro que uno de sus técnicos construyó. Todo ello lo acompaña con una narración en off que incita a la reflexión. Rithy Panh atrapa al espectador mediante estos recursos para ponerlo frente al genocidio camboyano que acabó con tantas vidas y empujó al exilio a otras tantas. El cineasta fue premiado en Cannes y nominado a los Oscar de Hollywood, como si los palmarés de los grandes festivales de cine retornaran definitivamente su mirada hacia la realidad de los desplazados. Lo que hace Panh es un recorrido obligado por la memoria para que nadie olvide lo ocurrido en Camboya por dos motivos: para reconocer el sacrificio de las víctimas, pero sobre todo para que semejante barbarie no vuelva a repetirse. A pesar de que la situación ya no es la misma en esta nación asiática, en abril de 2014 las organizaciones de derechos humanos denunciaron que desde principios de siglo, medio millón de personas habían sido desplazadas por la expropiación forzosa de sus tierras para ser entregadas en concesión a empresas privadas. Otro país asiático cerrado a los ojos del mundo durante décadas ha sido Birmania, o Myanmar como se
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denomina ahora, cuya población ha estado viviendo con uno de los índices de pobreza más bajos del mundo y los desplazados han huido a Bangladesh, más pobre todavía, para escapar de la represión. Las dictaduras militares, y la conflictividad interna por la existencia de grupos guerrilleros de diferentes minorías étnicas, han hecho de Myanmar uno de los países con más mutilados a causa de las minas antipersona. La situación del país empeoró en 1988 con la sangrienta represión desencadenada por los militares, que John Boorman muestra en Beyond Rangoon (Más allá de Rangún, Reino Unido, 1995) a través de las impresiones de una turista occidental que visita el país con su hermana tras haber perdido trágicamente a su familia. Laura Bowman, la protagonista, debe quedarse al perder el pasaporte y sin pretenderlo entra en contacto con birmanos que le muestran la represión que padecen. Irremediablemente se ve ligada a su destino y al de miles de desplazados que huyen de la violencia. Con ellos llegará hasta los campamentos de refugiados de Tailandia, en donde se quedará, una vez superado su drama personal, al tomar conciencia de una tragedia aún mayor, la del pueblo birmano, sobre la que el mundo vive de espaldas. El film de Boorman incorpora a la trama a la activista birmana Ang San Suu Kyi, Premio Nobel de la Paz en 1991. Aparece en los carteles que exhiben los manifestantes y además recrea una escena con ella, interpretada por una actriz, cuando la líder pacifista hace frente a los soldados durante una protesta multitudinaria. Al año siguiente de que el Nobel de la Paz se lo dieran a esta activista, el premio recayó en otra mujer defensora de los derechos humanos, la indígena guatemalteca Rigoberta Menchú, cuando el país centroamericano padecía también una cruenta represión con el asesinato continuo de dirigentes indígenas, sindicales y estudiantiles. En la antigua Birmania, los militares, desde el poder político o desde fuera fiscalizándolo, no han dejado de ejercer un control absoluto sobre la población. Las nuevas tecnologías, y en los últimos años el tímido aperturismo de las autoridades birmanas, han permitido al mundo conocer lo que está pasando dentro
del país, sobre todo a raíz de las protestas desencadenadas en 2007, que lideraron los monjes budistas y que se saldaron con una cruenta represión. Las autoridades no pudieron impedir esta vez que el mundo conociese de primera fuente lo que estaba pasando dentro porque la revolución digital ha roto los muros del silencio. Aun así, el Gobierno expulsó a las televisiones extranjeras, pero desde dentro se rompió ese cerco y fruto de ese trabajo clandestino fue el documental Burma VJ: Reporter i et lukket land (Birmania VJ: Informando desde un país cerrado, Dinamarca, 2009), de Anders Ostergaard, premiado en varios festivales internacionales y que relata lo que estaba pasando durante las revueltas gracias al trabajo de un equipo de jóvenes periodistas que querían contrarrestar la propaganda gubernamental. Aquellos acontecimientos de 2007, conocidos como la “revolución azafrán”, son el detonante también del documental Burma Displaced (Los desplazados de Myanmar, Austria, 2010), de Roland Wehap, que aborda el exilio, la corrupción del régimen militar durante décadas y, sobre todo, los desplazados, tanto internos como los refugiados en otros países. Cuenta para ello con el testimonio de exiliados e inmigrantes ilegales en otros países como Tailandia, donde viven con el miedo a ser deportados a Myanmar. El documental recorre las fronteras con Bangladesh y Tailandia y va al encuentro de estos refugiados para descubrir que están sitiados por el ejército, y que en cualquier momento los militares pueden expulsarlos de allí y matarlos. Los desplazados denuncian que los soldados saquean sus campamentos, violan a sus mujeres y los sitian cercándolos con minas antipersona. La opinión que tienen de la guerrilla no es mejor, pues los utilizan como porteadores y para abrirles paso detectando las minas puestas por el ejército. De tal dimensión es este problema en Birmania, que también se dedica un tiempo a mostrar el trabajo de un taller de prótesis para personas lisiadas, donde un excombatiente gubernamental reconoce que el ejército oprime a las minorías étnicas. Mejor suerte corren los birmanos que pueden acogerse a los programas de reasentamiento ofrecidos por las Naciones Unidos, o al menos eso parece, porque su reubicación atenta contra el
derecho fundamental de las personas a poder residir en sus países de origen, y su emigración a otro país no deja de ser un desplazamiento forzado. Sobre esa cuestión reflexiona el documental Moving to Mars. A Million Miles from Burma (Reino Unido, 2009), de Mat Whitecross, cuyo título es de sobras explícito. Cuenta la experiencia de varios refugiados birmanos en campamentos de desplazados acogidos a los programas de reasentamiento en el Reino Unido, lo que supone un cambio total para sus vidas. La cámara sigue a los protagonistas desde que salen del campo de refugiados hasta que se instalan en sus nuevos hogares, con las dificultades de adaptación que eso entraña y el nuevo drama que se abre ante ellos por el desarraigo en que se sumen.
Burma Displaced (Austria, 2010), de Roland Wehap.
Gente corriendo en las calles de Sarajevo No sólo Asia y Oriente Medio, o África y América Latina como veremos después, han padecido recientemente el problema de los desplazados. En el mismo corazón de Europa se vivió a finales del siglo pasado esa tragedia con
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los enfrentamientos armados en la antigua Yugoslavia, cuya disolución dio lugar a un escenario complejo de tensiones que derivó hacia unas contiendas irracionales marcadas por la “limpieza étnica” y los asedios destructivos que dejaron bajo los escombros a ciudades como Sarajevo. Fue la primera guerra moderna retransmitida en directo por las televisiones de todo el mundo, que hicieron cotidianas escenas como las de la gente corriendo por las calles para evitar así ser abatidos por francotiradores, o las de cadáveres regados en las calzadas tras una refriega. El reportero de guerra Gervasio Sánchez, experto en cubrir conflictos internacionales, ha asegurado que allí aprendió que una guerra no se puede contar, por más que uno se esfuerce en hacerlo, porque el horror es inimaginable y ni los artículos escritos ni las imágenes son capaces de describir la tragedia vivida por la población civil. En la guerra de Bosnia-Herzegovina fueron asesinados 250.000 bosnios y los enfrentamientos obligaron a abandonar sus hogares a dos millones y medio de personas. Si las televisiones de todo el mundo se apresuraron a cubrir esta guerra en directo, el cine tampoco ha sido ajeno a ese interés y la filmografía resultante es amplísima. Los cineastas locales han sido los que mejor han plasmado lo ocurrido, básicamente porque lo han vivido y lo comprenden, lo que no suele suceder con las producciones extranjeras, que recurren muchas veces a emplear el escenario, la guerra, como marco para presentar otros conflictos y tensiones de los protagonistas. Los primeros han hecho films que han sido premiados en festivales de cine de todo el mundo durante las dos últimas décadas, y que han creado conciencia de lo devastadoras que son las guerras, al igual que inútiles. Un vistazo rápido a estas producciones obliga a citar los films de Emir Kusturica Underground (Yugoslavia/Francia/Alemania, 1995) y Zivot je cudo (La vida es un milagro, Francia/Serbia/Montenegro, 2004), y sin ánimo de ser exhaustivo hay que referirse a la tremenda e impactante Nicija zemlja (En tierra de nadie, 2001), de Danis Tanovic, que una década después filmaría Cirkus Columbia (Bosnia-Herzegovina, 2010), además de ser obligado recordar, por lo menos, los siguientes títulos: Pred dozhdot
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Cirkus Columbia (Bosnia-Herzegovina, 2010), de Danis Tanovic.
(Antes de la lluvia, Macedonia, 1994), de Milcho Manchevski; To Vlemma tou Odyssea (La mirada de Ulises, Grecia, 1995), de Theo Angelopoulos; Savrseni krug (El círculo perfecto, Bosnia-Herzegovina, 1997), de Ademir Kenovic; As If I Am Not There (Irlanda, 2010), de Juanita Wilson; y Krugovi (Circles, Serbia, 2013), de Srdan Golubovic. El cine norteamericano cuenta en su haber con la violenta Savior (USA, 1998), de Predrag Antonijevic, sobre el drama de una joven serbia que tiene que huir de los suyos y de los bosnios con la ayuda de un mercenario extranjero. Los
extranjeros, en este otro caso periodistas, son los protagonistas de Harrison’s Flowers (Las flores de Harrison, Francia, 2000), de Elie Chouraqui. En ambos casos la desolación de la guerra domina una puesta en escena efectista desde la mirada de quien acude al país y conoce el conflicto sin poder dar crédito a lo que ven sus ojos. Los periodistas de Harrison’s Flowers asistirán impresionados al éxodo de miles de civiles sin rumbo fijo huyendo de los combates, convertidos a su vez en blanco mortal de los bandos enfrentados en una guerra donde el odio no tuvo límites. Otro título que ofreció el punto de vista de la prensa, o que recurrió a
periodistas para introducirse en el conflicto, fue Territorio comanche (España, 1997), de Gerardo Herrero. Sobre el tema de los refugiados son de especial interés también Beautiful People (Reino Unido, 1999), de Jasmin Dizdar, sobre la llegada a Gran Bretaña de exiliados procedentes de los Balcanes y cuya primera escena es antológica: dos viejos vecinos de un mismo pueblo, un serbio y un bosnio, se reencuentran en Londres en un autobús y nada más verse la emprenden a golpes entre ellos. Parte de la acción de Welcome to Sarajevo (Bienvenido a Sarajevo, Reino Unido, 1997), de Michael Winterbottom, se desarrolla asimismo en Inglaterra después de que un periodista de televisión consiga sacar de la ciudad sitiada a una niña de 9 años llamada Emira. Se lo había prometido y la lleva a Londres con su familia. De traza irregular, la cinta pone énfasis en la incompetencia e incapacidad de la comunidad internacional para resolver el problema que tienen los niños del orfanato donde vive Emira. Los bosnios se oponen a la evacuación porque consideran que eso es lo que pretenden los serbios, que la ciudad de Sarajevo quede vacía. Finalmente un convoy protegido por las Naciones Unidas consigue evacuar a medio centenar de esos menores que son enviados a otros países, aunque la protección del organismo internacional de poco servirá cuando un grupo incontrolado de serbios chetniks detenga el autobús en una carretera y obligue a varios de los menores a irse con ellos. Capítulo aparte merecen aquellas películas que han abordado el tremendo drama de las violaciones de las mujeres durante las guerras de la antigua Yugoslavia con sus terribles consecuencias, que se prolongan hasta hoy día a través de los hijos de las víctimas. A la cabeza de estos títulos hay que situar Grbavica (La revelación de Sara, Bosnia-Herzegovina, 2006), de Jasmila Zbanic, ganadora del Oso de Oro de la Berlinale de 2006. La violación fue una estrategia bélica empleada por los combatientes, perfectamente urdida y planificada, como ha ocurrido y sigue sucediendo en otros conflictos bélicos. Unas 20.000 mujeres, según la realizadora, fueron violadas en el trascurso de la guerra. La dificultad de afrontar el pasado con los hijos y decirles la verdad es de lo que trata Grbavica, el
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In the Land of Blood and Honey (USA, 2011), de Angelina Jolie.
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relato desolador de una mujer y su hija, ya adolescente, fruto de una violación. Sergio Castellito abordó el mismo tema, aunque de forma bastante desastrosa, en la producción italiana Venuto al mondo (Volver a nacer, 2012), donde Penélope Cruz encarna a una mujer italiana que al final de la película descubrirá con horror cuál es el origen de su hijo, de 16 años, con el que regresa al país de su padre para reencontrarse con una realidad brutal que ignoraba hasta entonces: no es hijo natural de su difunto marido sino fruto de la violación que padeció la mujer que se comprometió con la pareja a ser vientre de alquiler para ellos. Incluso la actriz Angelina Jolie, muy sensibilizada por esta cuestión, hizo una película de ficción para denunciar estos hechos, In the Land of Blood and Honey (USA, 2011), que fue su ópera prima como realizadora. Junto a estos films de ficción sobresale el documental Calling the Ghosts (USA, 1996), de Mandy Jacobson y Karmen Jelincic, que focaliza su atención en la experiencia de dos mujeres croatas encarceladas por los serbios en un campo de concentración de Omarska, donde fueron sometidas a torturas, vejaciones y violaciones por sus captores. Cuando recuperaron la libertad trabajaron como activistas por los derechos humanos para defender a las mujeres que
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habían sufrido violaciones para que estos crímenes no quedaran impunes ni fueran silenciados ante el mundo. Numerosos conflictos que han provocado la huida de la población permanecen silenciados u ocultos a los ojos del mundo. El cine los muestra a veces para recordarnos que esos países pequeños, con sus complejas sociedades, también existen y padecen el drama de los desplazamientos forzosos, ya sean causados por guerras o por otro tipo de intereses. En Gagma napiri (The Other Bank, Georgia, 2009), de George Ovashvili, el protagonismo recae en una madre y su hijo de doce años que escaparon de la guerra en Abjasia cuando él tenía cuatro años. Refugiados cerca de Tbilissi, el muchacho no se adapta a su nueva vida a pesar del tiempo trascurrido y toma una decisión para mejorar su situación y la de su madre, pero descubrirá que lo que dejaron atrás no es mejor que lo que tienen ahora. Los chagosianos, nombre que reciben los habitantes del archipiélago de Chagos, no huyeron de su tierra como los protagonistas de la película sobre Abjasia, si bien el lugar donde nacieron es una de las zonas del planeta más militarizadas que existen hoy día y fueron expulsados de allí por ese motivo. Hablamos de la isla de Diego García, situada en el norte del Océano Índico y en donde Estados Unidos tiene su mayor base militar en la zona. Desde allí lanzó los bombardeos a Afganistán e Irak tras el atentado de las Torres Gemelas, y en su suelo posee una prisión secreta alejada de cualquier control que garantice el respeto de los derechos humanos. En los 44 kilómetros cuadrados que posee la isla, hay dos pistas de aterrizaje y viven en ella unos 2.000 militares estadounidenses. No hay población civil; fue deportada igual que hicieron los nazis con los judíos. A los nativos los sacaron a la fuerza a finales de los años 60 del pasado siglo cuando la isla cayó en manos de Estados Unidos, cedida por Gran Bretaña para que montase una base militar. Los documentales Diego l’interdite (Diego, la prohibida, República de Mauricio, 2002), de David Constantin, y Stealing a Nation (El robo de una nación, Reino Unido, 2004), de John Pilger y Sean Crotty, relatan la tragedia de estos desplazados que llevan medio siglo reclamando el derecho a volver a su tierra. La Justicia británica falló
a favor de los chagosianos, pero el Gobierno ha hecho caso omiso de esas resoluciones demostrando así cómo en las democracias occidentales también se producen comportamientos dictatoriales. La historia de esta deportación oculta al mundo, tal como cuentan los documentales de Constantin, Pilger y Crotty, se inicia con la independencia de la República de Mauricio. El Reino Unido se arrogó el derecho a mantener bajo su dominio el archipiélago de Chagos, donde se encuentra la isla de Diego García, habitada entonces por 2.000 nativos. Arrendó la isla a los Estados Unidos, pero previamente la limpió. Fue un proceso que se inició atemorizando a la población. Cuentan los supervivientes que las autoridades británicas sacrificaron a todos los perros de la isla para intimidar a sus habitantes, y a algunos les dijeron que ellos serían los próximos en morir así. Después hicieron un bloqueo para que no llegaran alimentos y, por último, los embarcaron a la fuerza y los sacaron de allí. Los dejaron a su suerte en isla Mauricio y años después, cuando las protestas de los deportados consiguieron trascender, les obligaron a firmar confusos documentos a cambio de ínfimas indemnizaciones. La batalla por el reconocimiento de su derecho a volver a las islas no ha cesado y en Diego L’interdite los afectados cuentan sus anhelos por regresar a la tierra de sus orígenes, mientras que Stealing a Nation indaga en las mentiras oficiales que Gran Bretaña y Estados Unidos inventaron para dar legalidad a la ocupación y ocultar lo que fue una flagrante violación de los derechos humanos. Si a los habitantes de Diego García los deportaron, a los de la isla Ellesmere en el Ártico les obligaron a colonizar otros territorios a la fuerza. El culpable fue también un gobierno occidental: Canadá. Las autoridades canadiense engañaron con estratagemas a los inuits para que se desplazaran al norte con el argumento de que allí dispondrían de buena caza. Lo que encontraron fue una de las zonas del planeta más inhóspitas y frías para ser habitadas por humanos, sin el derecho a la educación de sus hijos ni a los más mínimos servicios básicos. Detrás de este desplazamiento forzoso de los inuits se ocultaban los intereses de Canadá por mantener el
dominio del Ártico, no importando a los gobernantes la suerte de estos nativos. Como en el caso de la isla Diego García, el de la colonización de la isla Ellesmere es uno de los episodios más sombríos de las llamadas democracias occidentales. Canadá actuó a escondidas y el cine ha vuelto a ser el instrumento que ha puesto al descubierto este pérfido plan, en este caso para garantizar la soberanía de este país en el Ártico. Así lo muestra el documental Martha qui vient du froid (Martha of the North, Francia/ Canadá, 2008), de Marquise Lepage. La mitad de aquellos deportados murieron por las difíciles condiciones de vida que tuvieron que afrontar o se suicidaron. Vivimos, hoy más que nunca en toda la historia de la humanidad, en un mundo de desplazados y cuesta ser optimista sobre un cambio inminente. En la futurista Children of Men (Gran Bretaña/USA, 2006), el mexicano Alfonso Cuarón traslada al espectador a una sociedad hipotética en el Primer Mundo de desplazados, de refugiados, de guerras y de muerte donde el futuro ya no existe puesto que una enfermedad ha dejado estériles a los humanos. El cineasta plasma en imágenes un futuro próximo y apocalíptico donde las peores profecías se convierten en una realidad cercana a la vista de cómo está afrontando la humanidad el nuevo milenio. Basada en la novela homónima de P. D. James sobre un mundo que agoniza por la avaricia y la sinrazón humana, al final de la película vuelve a brotar la esperanza, que llega de donde partió nuestra especie: África. Una inmigrante africana embarazada es esa esperanza, aunque cuando se descubra su estado, no tardarán en disputársela unos y otros para su propio beneficio. Ese es el mal endémico que padece el continente negro desde los tiempos de la colonización: la explotación y los abusos de poder que han hecho de África uno de los lugares del planeta donde más desplazados hay, donde la miseria ha enraizado a espaldas del mundo y donde las guerras y el hambre parecen haber dado inicio al Apocalipsis. No es un problema ajeno a todos nosotros. Por solidaridad, por justicia social, e incluso por egoísmo para preservar nuestro futuro en un mundo global, deberíamos contribuir activamente a que el volcán africano no acabe en una erupción cataclísmica.
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África es un continente que se desangra. Si cada cuatro segundos aproximadamente hay una persona en el mundo obligada a abandonar su hogar y a vivir como desplazada, buena parte de ellas son de países africanos. La magnitud del problema que vive el continente, y por ende todo el mundo, no ha sido asimilada por Occidente, cuyas políticas parecen estar dirigidas exclusivamente a levantar un muro que impida el éxodo masivo y desesperado de los africanos hacia las costas europeas. Según la ONG jesuita Alboan, el 51% de las personas desplazadas internas en el mundo se encuentra en los países africanos, donde las guerras, las tensiones territoriales, los genocidios, las limpiezas étnicas, las masacres y las muertes por hambrunas se suceden sin aparente solución, entre la resignación de sus habitantes y la indiferencia cada vez mayor de los países del Norte incivilizados. África es un volcán cuya erupción amenaza tanto al continente como al resto del planeta, y los esfuerzos de los organismos internacionales como ACNUR se quedan muchas veces pequeños por la falta de recursos. La crisis económica en Occidente se ha hecho sentir en los países del Sur y cada vez son mayores las quejas de las organizaciones humanitarias por el abandono a su suerte que están padeciendo los desplazados y refugiados en las zonas en conflicto. En abril de 2014, Médicos sin Fronteras acusó a la ONU de actuar de forma “vergonzosa” en Sudán del Sur por la situación en que se encontraban miles de refugiados en algunos de sus campamentos, ante la avalancha de desplazados por el estallido de una nueva guerra en este país, el más joven del mundo.
Altos dirigentes de los organismos internacionales, en activo o después de haber ejercido cargos de responsabilidad durante años, se lamentan con frecuencia de la incomprensión que existe hacia su trabajo y de la impotencia que sienten de no poder hacer más; considerados en ocasiones héroes, son acusados a la vez de “no poder garantizar lo imposible”, según manifiesta José María Mendiluce en su libro Con rabia y esperanza. Retos y límites de la acción humanitaria. En África se han vivido las mayores tragedias de la humanidad desde que Occidente decidiera esclavizar al continente enviando a millones de esclavos a América como ya vimos en otro capítulo, y dejándolo a su suerte tras los procesos de independencia, en el que las potencias occidentales se preocuparon sólo de dejar bien garantizada su dependencia económica con respecto a las antiguas metrópolis. Sin ser conscientes de ello, nos manchamos las manos de sangre cada vez que hacemos una llamada con un celular o cuando utilizamos ciertos aparatos electrónicos. En su fabricación es clave un mineral llamado coltán. El 80% de las reservas mundiales se hallan en la República Democrática del Congo, un país sumido en una guerra interminable en donde la violencia no tarda en resurgir cada vez que hay una tregua. Los muertos por la guerra y los desplazados son un problema, pero más lo es todavía el tema de los niños soldados. Si a quienes deben construir el futuro de un país se les empuja desde menores a la guerra, y a odiar en lugar de amar, ninguna esperanza les aguarda a ellos ni a su tierra. En
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Izulu lami (Sudรกfrica, 2008), de Madoda Ncayiyana.
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el Congo es lo que ha ocurrido, y detrás de esa desgracia nacional están los intereses estratégicos de minerales tan valiosos como el coltán, tal como denuncian los documentales R.D. Congo. Minerales de guerra (España, 2009), de José Luis Aragón y con guión de Yolanda Sobero, y Olélé. Prohibido no soñar (España, 2006), de José Manuel Fandos y Javier Estella. En la película de Fandos y Estella son entrevistados varios ex niños soldados, cuya presencia ha proliferado en los últimos años en las películas de ficción. La más famosa de todas, por su carácter comercial y por estar protagonizada por Leonardo DiCaprio, es Blood Diamond (Diamantes de sangre, USA, 2006), de Edward Zwick, ambientada en Sierra Leona. Es cine comercial, efectista y complaciente, que aunque no refleja la realidad como debiera por toda la complejidad que la envuelve, cumple con un fin importantísimo como es la visibilización de estos conflictos. Muchas personas han tomado conciencia de la problemática de las guerras en África viendo este tipo de cine, y de qué manera Occidente es cómplice y hasta instigador por sus intereses económicos y geopolíticos. Así que bienvenidas sean estas producciones, a pesar de sus carencias, siempre que no se banalicen estas temáticas. Blood Diamond denuncia el comercio ilegal de diamantes procedentes de países africanos en guerra, cuya venta en el mercado ilícito facilita la compra de armas a los grupos rebeldes que se nutren de niños entre sus filas, reclutados a la fuerza, desplazados de sus hogares y alejados de sus familias. A veces les obligan incluso a matar a sus padres para romper así sus vínculos afectivos y deshumanizarlos. Los niños de la guerra son instruidos por sus comandantes para asesinar sin que piensen. Durante los primeros días de su cautiverio les inoculan el germen del odio y la rabia para que cuando tengan entre sus manos un arma no duden en abrir fuego, ya sea frente a enemigos armados o contra personas indefensas de los poblados que saquean y atemorizan, incluidas mujeres, ancianos, niños y hasta sus compañeros de guerrilla. Evidentemente, en la película de Zwick ocupan una trama secundaria y el protagonismo recae en el personaje interpretado por Leonardo DiCaprio, un contrabandista que
compra diamantes a cambio de armas a los grupos rebeldes. Para buscar los diamantes, los señores de la guerra capturan prisioneros en las aldeas que son tratados como esclavos. Es el caso de Solomon Vandy, cuya tribu es atacada por los rebeldes del Frente Revolucionario Unido, a quien hacen prisionero lo mismo que a su hijo mayor, mientras que la mujer y el resto de la familia escapan a un campo de refugiados. Él es esclavizado y el niño convertido en un sanguinario combatiente que rechazará a su padre cuando una vez liberado vuelva al campamento guerrillero para devolverle la libertad. De altas pretensiones y con escenas bélicas espectaculares, la película denuncia el sufrimiento anónimo que hay detrás de los intereses de las empresas multinacionales que comercializan los denominados “diamantes de sangre” al haber sido extraídos en países en guerra, sin que quien los compra sea consciente, o quiera serlo, de las miserias que hay detrás de estas joyas. Al final de la cinta se indica que 200.000 niños soldados habían muerto hasta esa fecha en África.
Blood Diamond (USA, 2006), de Edward Zwick.
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Rebelle (Canadá, 2012), de Kim Nguyen.
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En R.D. Congo. Minerales de guerra, los reporteros siguen el recorrido de otro valioso mineral extraído en el Congo, el coltán, para llegar a la conclusión de que aquello que es riqueza para Occidente sólo supone sufrimiento en el país donde se extrae. Coltán es el mineral que buscan los niños secuestrados por el ejército rebelde del Gran Tigre en Rebelle (Rebelde, Canadá, 2012), de Kim Nguyen. La acción se desarrollo en el Congo, aunque no se cita de forma explícita. No importa, podría ocurrir en cualquier lugar de África central sumido en una guerra civil. Lo cierto es que el director tomó como base una historia real pero no ocurrida en el continente africano, sino en el sudeste asiático, la de un niño que con 10 años se consideraba líder de un ejército de soldados invisibles en Birmania. En el film, la protagonista es una niña de 12 años, Komona, cuya aldea es devastada por las fuerzas rebeldes del Gran Tigre, un
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comandante de creencias místicas que considera a la muchacha una bruja protectora y quiere tenerla cerca de él. A los niños del poblado los convierten en soldados insuflándoles el odio. Komona es obligada a matar a sus padres y después esclavizada. Busca coltán para sus amos y después combate contra el ejército hasta que otro muchacho negro albino al que conoce en la guerrilla la libera. Huyen juntos y él le pide matrimonio. Los rebeldes dan con su paradero y lo matan a él mientras que a ella se la llevan al Gran Tigre. Un comandante de la guerrilla la viola y la convierte en su esposa a la fuerza. Ella se libera matándolo y regresa a casa de unos familiares. Las secuelas de haber sido una niña soldado, y el hecho de estar embarazada por el comandante que la violó, le impiden encontrar la paz interior. No lo hará hasta que regrese a su aldea a enterrar a sus padres, pues sus fantasmas la persiguen.
Komona es una víctima inocente convertida en madre a la fuerza con 14 años. Cuando se dirige a su hijo durante el embarazo, confiesa que pide todos los días a Dios que no lo odie al nacer, aunque se parezca a su padre, el hombre que la violó. Rebelle es una historia triste y desgarradora, de ficción, pero basada en hechos reales. Su director, Kim Nguyen, quiso utilizar a niños soldados en el rodaje. Cuando se entrevistó con algunos de ellos comprendió que no podía ser. Vio en su mirada que estaban rotos por dentro, y hacerles revivir su pasado hubiera sido un abuso y una injusticia. Recurrió, no obstante, a niños de la calle que encontró abandonados. Rachel Mwanza, la muchacha que encarna a la protagonista, vivía con su abuela en Kinshasa, capital de la República Democrática del Congo. No iba a la escuela, a la que pudo acceder después de hacer la película a través de un programa de reinserción social. Es pura intuición actoral en la película, puro realismo en su papel, porque en definitiva, los menores que encarnan a los niños soldados bien podrían estar interpretándose a sí mismos. La película fue nominada a los Oscar y Mwanza recibió el premio a la mejor interpretación femenina en la Berlinale de 2012. La mirada perdida de los niños de la guerra en Rebelle lo transmite todo sobre cuál es la situación en el Congo, donde ni siquiera los cuerpos de paz de la ONU han podido garantizar la seguridad a las víctimas de la guerra. Incluso se convirtieron en agresores, como condena el documental Kongo: Gefährliche Helfer (No hay lugar para esconderse, Alemania, 2013), de Marcel Kolvenbach y Pagonis Pagonakis. Joanis, una refugiada, denuncia en esta película cómo cuando tenía 17 años, unos cascos azules desplegados en el Congo la violaron a ella y a una amiga. El personal de la ONU goza de inmunidad durante sus misiones de paz y únicamente es posible emprender acciones judiciales contra ellos si las acusaciones se hacen ante los tribunales del país donde se cometen. Nadie lo ha hecho. Prevalece la resignación por temor a represalias y la impotencia de no conseguir nada si se denuncia. En el documental se dan dos versiones desde las Naciones Unidas. La oficial asegura que las medidas preventivas adoptadas a raíz de la denuncia de varios casos están
siendo efectivas. En cambio, extraoficialmente se reconoce que no están siendo del todo efectivas. El tema de los niños soldados regresó a los Oscar de Hollywood después de Rebelle con el cortometraje español Aquel no era yo (2013), de Esteban Crespo. En media hora condensa tal cantidad de emociones y de sensaciones, mostradas con semejante intensidad y crudeza, que son como un puñetazo directo al estómago. Los protagonistas son una pareja española de médicos que viaja en misión humanitaria a un país africano en guerra. Allí son capturados por un grupo armado que utiliza a niños de la guerra para cometer sus crímenes. Los menores, alentados por sus comandantes, matan a sangre fría al guía nativo y al médico occidental, mientras que la mujer es violada por un adulto. Un ataque aéreo del ejército gubernamental a la base rebelde –no se indica el país, pero todo apunta a que se trata del Congo–, acaba con los insurgentes. Sólo quedan con vida la mujer y el niño que había matado al médico. Encañonándole con una pistola, ella se lleva a la fuerza al menor y son perseguidos por las tropas gubernamentales. Cuando llegan con el jeep a una bifurcación de caminos, el niño se niega a colaborar con ella para indicarle cuál es la dirección correcta hacia la ciudad. Es el momento de mayor tensión de la película, en el que el público se mete en la piel de la protagonista, armada con una pistola frente a un niño que ha dejado de serlo para convertirse en un asesino sin sentimientos. La venganza pasa por la cabeza del espectador, pero no así por la de la protagonista, que hiere de un disparo en una pierna al muchacho para salvarle la vida y darle un futuro. Sólo así accede a colaborar, porque sabe que si los agarran las tropas gubernamentales será ejecutado, y si lo hacen los rebeldes también, ya que ese es el destino que aguarda a los lisiados como él. El drama de los niños de la guerra se muestra en Aquel no era yo en dos tiempos narrativos que se alternan: el pasado, cuando ocurrieron los hechos, y el presente, cuando el menor, después de haberse sometido a un programa de reinserción social, vuelve a ser persona. Es entonces cuando cuenta su experiencia a otros niños en un colegio, en presencia de la doctora que le salvó la
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vida, a pesar de haber asesinado a sangre fría a su compañero. La fortaleza de la mujer impresiona cuando escucha el testimonio del ex niño soldado. Cabo, que es como se llama el muchacho, cuenta a los escolares que había perdido la humanidad después de perder a sus padres y que estaba cargado de odio, pero que lo peor no era eso sino vivir con la carga de esos crímenes. “Al principio, cuando asesinas a alguien, te sientes horrorizado, pero te acabas acostumbrando, es la locura de la guerra”, explica a los escolares que siguen atentos y horrorizados el relato. “Lo más duro es volver a ser tú después de lo que has hecho”, concluye el ex niño soldado.
Los olvidados del continente negro En el mundo se estima que puede haber 250.000 niños soldados reclutados a la fuerza, secuestrados y convertidos en asesinos después de haber sido anulada su personalidad para actuar como criminales sin piedad. Las tropas oficiales los temen porque son los más sanguinarios cuando tienen un arma entre sus manos. No sólo son reclutados en las aldeas sino también en las ciudades, entre los miles de niños de la calle que deambulan por las urbes superpobladas de África. Joseph Muganga aborda este drama en el mediometraje de ficción Les frères Kadogo (Los hermanos Kadogo, Costa de Marfil, 2006), sobre tres menores de 14 años que son movilizados y desmovilizados como niños soldados por las tropas rebeldes, en función de las alternancias del poder político en el país, hasta que acaban tirados en la ciudad como niños de la calle. Su reinserción en un centro de acogida religioso fracasa y regresan a la jungla de asfalto para intentar volver a tomar las armas porque es la única forma de vida que conocen, pero quien los reclutó en su día ya no es un rebelde sino el jefe del ejército gubernamental, que niega la existencia de los niños soldados. La infancia en África está condenada a sufrir desde el mismo momento de su nacimiento. El protagonista de La sonrisa escondida (España, 2010), de Ventura Durall, nunca conoció a su padre y presencia la muerte de su madre al ser atropellada por un vehículo. Solo en las
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calles de Addis Abeba, capital de Etiopía, el muchacho se convierte en uno de los 170.000 niños de la calle que deambulan perdidos por esta ciudad africana subsistiendo ante la indiferencia del resto de la sociedad, que asimila su presencia como parte del paisaje urbano. Los niños de la calle, desplazados de sus hogares y solos frente a la adversidad, son también los protagonistas del documental Maldita calle (España, 2003), de Juan José Ponce, sobre los menores abandonados a su suerte en las ciudades marroquíes de Tetuán y Tánger, y de los largometrajes de ficción Ali Zaoua, Prince de la rue (Ali Zaoua, Príncipe de la calle, Francia/Marruecos, 2000), de Nabil Ayouch, y Lilies of the Ghetto (Lirios del gueto, Nigeria, 2009), de Ubaka Joseph Ugochukwu. En el primero, un niño vagabundo ve frustrados sus sueños de ser marinero de mayor al perder la vida en una pelea, pero no cae en el olvido porque sus compañeros de la calle mantendrán viva la ilusión que tenía. El destino trágico se cierne también sobre los protagonistas de Lilies of the Ghetto, una historia sobre un grupo de muchachos que caen en las redes de un delincuente común llamado Ijaloko que somete a su designio a cinco niños, anulando su personalidad a base de convertirlos en adictos a las drogas y de lavarles el cerebro. Son muchachos violentos y muy peligrosos que caen a manos de la violencia. Sólo uno se salvará e intentará alejarse de esa vida volviendo al colegio, algo que no tolerará Ijaloko. El tratamiento que hace el cine de la infancia marginal en los países del Sur es un tema muy delicado, puesto que en ningún caso puede convertirse en un espectáculo. A diferencia de lo que han conseguido títulos documentales tan loables como En el mundo a cada rato (España, 2004), un filme colectivo de varios directores iberoamericanos (Patricia Ferreira, Pere Joan Ventura, Chus Gutiérrez, Javier Corcuera y Javier Fesser) que contó con la colaboración de Unicef y que viaja por África, Latinoamérica y Asia para contarnos historias en primera persona sobre menores que se enfrentan a problemas como el trabajo infantil, la marginación de la mujer y su exclusión, las enfermedades que diezman a este segmento de la población y que podrían evitarse si llegaran las medicinas, y la lucha contra el Sida; otros autores han abordado con
fines bastante espurios el tema de la infancia. Entre estos últimos es obligado citar el caso de Machine Gun Preacher (USA, 2011), de Marc Foster, una turbia película basada en la vida del predicador Sam Childers, que tras sus apariencias sólo responde al mesianismo de este violento personaje que ha sido llamado el “predicador de la ametralladora” en su cruzada por salvar a los niños de la guerra. La ley del talión es lo que predica este hombre, que ha alardeado en la prensa de vender armas a grupos insurgentes del Congo, Ruanda y Sudán del Sur, en cuyas filas combaten también menores, pero no parecen importarle tanto como los que recluta a la fuerza el fanático líder del Ejército de Resistencia del Señor, Joseph Kony. Machine Gun Preacher utiliza como excusa el problema de los niños soldados para construir la cuestionable biografía de Sam Childers, un exconvicto norteamericano y extraficante de drogas que en la película toma las armas para luchar contra Joseph Kony, un personaje real, un criminal de guerra perseguido por la Corte Penal Internacional que ha secuestrado a decenas de miles de niños para convertirlos en soldados y que ha cometido masacres que han desplazado a cientos de miles de personas. El argumento es confuso y nada aclara sobre la situación de los países por los que se mueve el protagonista, Uganda y Sudán. Childers construye una misión para refugiados sin pensar en su ubicación, en el punto más caliente del conflicto, porque la elección del lugar ha sido por inspiración divina. El odio mueve las acciones de este predicador fanático a pesar de que un ex niño soldado le cuenta que él mató a sus padres porque se lo ordenaron los rebeldes y ha aprendido que si uno se llena de odio, “ganarán ellos”. Qué diferente es el personaje de Anton, un médico danés que trabaja como cooperante en un campamento de refugiados de Sudán en Haeven (In a Better World, Dinamarca, 2010), de Susanne Bier. Tiene que enfrentarse a un doble problema moral en Dinamarca, donde su familia se está rompiendo y su hijo se deja llevar por la mala influencia de un compañero del colegio, y en Sudán, donde le llegan muchos heridos graves con lesiones profundas –rajados de arriba abajo para que sufran, sin terminar de matarlos– causadas por el sádico señor de la guerra Big Man. El dile-
ma surgirá el día en que los hombres armados lleguen al campamento con su líder herido para que sea curado por el doctor bajo amenaza de muerte. Anton acepta curar a Big Man con la condición de que sus hombres salgan del campamento. Los refugiados no comprenden que el doctor auxilie a un criminal que cuando sane volverá a hacerles sufrir a ellos. Mientras en Dinamarca Anton inculca a su hijo que la venganza no lleva a ningún sitio, y que hay que evitar el enfrentamiento físico con los violentos y hacerles frente con la palabra sin demostrarles miedo, en Sudán, harto de la crueldad y sadismo de Big Man, lo expulsa del campamento y deja que sea linchado por los refugiados. Qué tesitura tan terrible plantea esta película al confrontar el discurso de la violencia frente al del pacifismo para la resolución de conflictos, cuando los violentos no están dispuestos a recapacitar sobre su crueldad. Sudán y Sudán del Sur son hoy día dos de los puntos más calientes de África, después de que la guerra en el norte se extendiese también al sur a finales de 2013, apenas dos años y medio después de que el país hubiese obtenido su independencia. Los odios de origen étnico y la incapacidad de los políticos, unido a las herencias
Machine Gun Preacher (USA, 2011), de Marc Foster.
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coloniales, han situado a estos países entre los más pobres del mundo, no conociendo una paz estable desde mediados del siglo pasado, que es cuando estallaron los primeros enfrentamientos entre diferentes facciones. En Sudán, los combates entre las tropas gubernamentales y las rebeldes en la región de Darfur han provocado desde 2003 más de 300.000 muertos y 2,7 millones de desplazados. Algunos de ellos huyeron a Sudán del Sur y ahora han vuelto a retornar al estallar la guerra también en este país, el más joven del mundo. Entre mediados de diciembre de 2013 y finales de marzo de 2014, en apenas tres meses y medio, la guerra había provocado en Sudán del Sur el desplazamiento de más de un millón de personas, de las cuales 800.000 lo hicieron dentro del país y 254.000 se refugiaron en los países limítrofes.
Sudán, entre dos mundos (España, 2003), de Alfonso Domingo.
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Sudán es un completo desconocido para Occidente a pesar de que ha contado con uno de los cineastas más importantes de África, Gadalla Gubara (1920-2008), pionero del cine africano y con una amplia filmografía que permite comprender el país y los motivos de las tensiones que vive desde hace más de medio siglo. El documental Cinéma au Soudan: conversations avec Gadalla Gubara (Cine en Sudán: conversaciones con Gadalla Gubara, Francia, 2008), de Frédérique Cifuentes, rinde tributo a este cineasta y ayuda a entender algunas claves de esta nación, lo mismo que Sudán, entre dos mundos (España, 2003), de Alfonso Domingo; All About Darfur (Sudán/Reino Unido, 2005), de Taghreed Elsanhouri; y Ovog puta ne mozemo reci da nismo znali (This Time We Can’t Say We Didn’t Know, Croacia, 2008), de Slaven
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Zimbrek. Los dos primeros son largometrajes que tratan respectivamente sobre los enfrentamientos étnicos entre el norte, de mayoría árabe, y el sur, de población negra, y el genocidio cometido en el oeste del país, en la región de Darfur, a causa de la difícil convivencia que existe entre ambos grupos en esa parte de Sudán, a pesar de que allí ambos son de religión musulmana. El último es un cortometraje de sólo tres minutos cuyo objetivo es mostrar al mundo de forma impactante y directa el conflicto de Darfur con sus cientos de miles de víctimas y sus millones de desplazados, algo sobre lo que también inciden los otros dos títulos. ¿Se puede culpar a la colonización anglo-egipcia de finales del siglo XIX de lo ocurrido tanto tiempo después? Los expertos aseguran que sí, porque el único interés que Egipto y el Reino Unido tenían en Sudán era controlar el Nilo. Eso hizo que tuvieran que convivir árabes del norte con africanos negros del sur, a quienes los primeros veían como esclavos. Otro factor de tensión entre ambas comunidades fue el religioso, puesto que los primeros eran musulmanes y pretendían islamizar todo el país en fechas próximas a la independencia, mientras que los segundos habían sido evangelizados por misioneros cristianos. La situación artificial creada por la colonia fue el germen de la violencia que perdura desde hace décadas en Sudán. El mayor genocidio de la historia cometido en el menor periodo de tiempo, el de Ruanda con el asesinato de casi un millón de personas en 1994, tiene también en parte sus orígenes en los tiempos de la colonia, al haberse roto el equilibrio que existía antes entre las dos etnias que habitaban el país, los hutus, mayoritaria, y los tutsis, minoritaria, si bien es cierto que estos últimos ya dominaban a los primeros antes de la llegada de los europeos.
Ruanda, el genocidio que ignoró Occidente Cuando Bélgica se hizo cargo de Ruanda, estableció un control colonial muy rígido basado en la clasificación racial. Convirtió a los tutsis, la minoría, en la clase social privilegiada, mientra que a los hutus, la mayoría, los relegó a un segundo plano. El resentimiento creció, porque
los belgas se apoyaron en los tutsis para gobernar durante la colonia, pero cuando se fueron, en 1959, fue a los hutus a quienes entregaron el poder. La semilla del genocidio ruandés estaba sembrada y tras décadas de resentimiento brotó el 6 de abril de 1994. En sólo cien días, entre 800.000 y un millón de personas, en su gran mayoría tutsis y hutus moderados, murieron a manos de hutus extremistas, a machetazos, como el imaginario del cine nos ha mostrado en la amplia filmografía que hay sobre el tema. En cambio, cuando se estaba cometiendo el genocidio, el mundo miró hacia otro lado en el más estrepitoso y vergonzoso fracaso de la ONU. Cuando el mundo quiso reaccionar ya era demasiado tarde. Veinte años después, al conmemorarse el vigésimo aniversario de la masacre, Ruanda aparenta una normalidad que oculta las heridas que todavía siguen abiertas. El Gobierno está en manos ahora de quienes en aquel entonces integraban el Frente Patriótico Ruandés (FPR), los insurgentes tutsis que derrocaron a los hutus y que pusieron fin al genocidio contra los tutsis, porque las masacres continuaron, esta vez contra la etnia mayoritaria. Bajo esa apariencia de normalidad, en Ruanda late el resentimiento de unos y otros: de los tutsis como víctimas del genocidio y de los hutus, sobre los que se cebó después la represión. Se estima que entre 25.000 y 100.000 hutus fueron asesinados en las represalias de la guerrilla del FPR. La locura desatada en Ruanda provocó dos oleadas de refugiados hacia los países vecinos, primero de los tutsis y hutus moderados huyendo del genocidio, y después de los hutus radicales escapando de la guerrilla rebelde tutsi cuando tomó el poder, que llegó a entrar en otros países para masacrar a los desplazados hutus que se refugiaban en ellos. Así lo denunció la ONU en 2010, tres lustros después de lo ocurrido, cuando la comunidad internacional reconoció que el Gobierno ruandés cometió otro genocidio al invadir Zaire para matar a los hutus. Tras la indiferencia con que obró durante la masacre, las Naciones Unidas actuaron después con contundencia creando un Tribunal Penal Internacional que ha dictado varias sentencias condenatorias contra los instigadores y autores materiales de los crímenes cometidos. Víctimas y victi-
marios cohabitan hoy, que no es lo mismo que convivir, en una Ruanda gobernada por los tutsis y que se encarga de recordar continuamente qué etnia puso las víctimas y cuál los verdugos. El volcán ruandés no está sofocado, está dormido, aunque las apariencias digan lo contrario. El genocidio ruandés tiene culpables, pero no se puede ser maniqueo en este conflicto y hablar de malos y buenos como solemos hacer desde Occidente con tanta simpleza. Tampoco se puede ignorar que hay muchas sombras sobre lo que hubo detrás de este proceso. Alguien urdió una maquinaria de terror perfectamente engrasada para ocultar los crímenes cometidos por las fuerzas rebeldes. En 1996 fueron asesinados cuatro maristas en Zaire tras reclamar la presencia internacional para evitar otro genocidio contra los refugiados. No fueron las únicas víctimas. Al año siguiente, tres cooperantes de la organización humanitaria Médicos del Mundo sufrieron un atentado tras denunciar que disponían de información sobre las masacres contra los hutus perpetradas por el FPR, y en el año 2000 fue asesinada otra persona que había sido testigo de una masacre contra más de mil personas cometida por ese mismo grupo armado tutsi. Las cifras de lo que ocurrió en Ruanda son terroríficas y cuesta asimilarlas hoy día en un país que, además, está a la vanguardia en muchos aspectos progresistas como es la presencia femenina en el Parlamento nacional. El 64% de las parlamentarias son mujeres, pero en cambio, en 1994, fueron las principales víctimas de la violencia. Los organismos internacionales estiman que cerca de medio millón de mujeres sufrieron violaciones. En pocos meses, entre el 6 de abril de 1994, cuando hutus extremistas derribaron el avión del presidente ruandés y se desencadenó el genocidio, y julio de ese mismo año, millones de ruandeses, tanto tutsis como hutus, abandonaron sus hogares y escaparon a campamentos de refugiados en el extranjero que no soportaban la llegada de más desplazados porque su capacidad los desbordaba. El mayor campo de refugiados de toda la historia se creó entonces en Goma, al noroeste de Zaire, donde acabaron hacinadas más de un millón de personas en condiciones infrahumanas. Las crónicas perio-
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dísticas de entonces hablaban de que 30 niños morían a causa del cólera y de la desnutrición a diario. Por eso llama la atención que películas comerciales como Hotel Rwanda (Reino Unido, 2004), de Terry George, recurran a finales felices al llegar los protagonistas a los campos de refugiados, cuando la tragedia no había terminado todavía. Las calamidades de los desplazados se iban a prolongar por mucho más tiempo. Hotel Rwanda es el film más conocido sobre el genocidio ruandés y el que ha mostrado al mundo lo que ocurrió en el país por tratarse del que más difusión ha tenido. Es una película comercial hecha en Occidente que tiene el mérito de documentar lo sucedido, pero que no profundiza en el conflicto. Aunque hay hutus “buenos” como el encargado del Hotel Milles Collines, Paul Rusesabagina, la construcción dramática incide en planteamientos maniqueos: los hutus son los malos y los tutsis los buenos. La llegada del FPR, los rebeldes tutsis, es aplaudida dentro del discurso argumental de la película. Se vincula así su presencia con la liberación del pueblo ruandés. No pretende ser esto una crítica al film de Terry George, que goza del mérito de haber mostrado al mundo la tragedia del genocidio, sino una aclaración de que lo ocurrido en Ruanda es mucho más complejo de lo que una película nos puede mostrar en dos horas de metraje. Basada en hechos reales, Hotel Rwanda sigue los avatares de aquel trágico 1994 desde un lujoso hotel de propiedad belga llamado Hotel Milles Collines, y a través de su encargado, Paul Rusesabagina, que dio refugio en el mismo a cientos de ruandeses, tanto tutsis como hutus moderados, así como a extranjeros. La acción apenas abandona las dependencias del hotel y cuando lo hace tampoco muestra la violencia de manera explícita. Se agradece que no lo haga para evitar convertir el genocidio en un espectáculo escabroso como por desgracia suelen hacer algunas películas ambientadas en conflictos bélicos. En eso la cinta es muy respetuosa y escenas como aquella que se desarrolla durante el amanecer, cuando el gerente ha salido a por víveres y por indicación de las milicias interahamwe (los fanáticos que cometen las asesinatos en masa) acaba en una carretera por la que no pue-
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de circular al estar sembrada de cadáveres, lo dicen todo sobre la magnitud del genocidio. El terror se siente en el film hasta angustiar al espectador, pero no se ve en toda su magnitud, de ahí su éxito y proyección internacional. Rusesabagina es un personaje real, histórico, un hutu moderado casado con una tutsi, que acogió en el hotel que regentaba a 1.268 refugiados. La trama de la película sigue las vicisitudes de estas personas, que ven cómo la comunidad internacional les da la espalda, puesto que sólo saca del país a los extranjeros y a ellos los deja expuestos a la violencia de los hutus extremistas. Un personaje occidental visto en positivo dentro de la acción es el coronel Oliver, que vive con impotencia cómo la ONU se desentiende del “problema interno” que padece Ruanda y ordenan la retirada de los Cascos Azules. “Os consideran basura, insignificantes”, le confiesa el militar al gerente del hotel, a quien reconoce que detrás de ese abandono subyace el racismo: “No sólo eres negro, eres africano”, le dice a Rusesabagina para explicarle por qué Occidente ha dado la espalda a su país. La cinta incide mucho en eso, en la culpa de la comunidad internacional al no haber querido poner fin a la matanza. La estrategia que sigue a partir de ese instante el encargado del establecimiento en esos momentos es hacer sentir cómplices de lo que está pasando a los países occidentales, y pide a los refugiados que se esconden en el hotel que llamen a sus contactos internacionales con ese fin. “Debemos avergonzarlos para que nos ayuden”, les dice. Y así lo hacen, al igual que la película en escenas como la de la niña que pide ayuda con estas palabras: “No deje que me maten, no seré tutsi nunca más”. Al final, Hotel Rwanda no pretende ser una película descriptiva sobre el genocidio ruandés, sino una crítica a Occidente por su inoperancia en esa crisis, y por tanto complicidad en las masacres cometidas. Cientos de miles de personas huyeron de sus hogares para salvar sus vidas, tal como muestra la película con las carreteras del país llenas de desplazados intentando llegar a los campos de refugiados de los países limítrofes. En 1995, un año después del genocidio, los conflictos étnicos en Ruanda y Burundi mantenían a 2 millones de
desplazados en campamentos de refugiados emplazados en estos países al igual que en Tanzania, Zaire y Uganda. No eran los únicos desplazados en África a causa de las guerras y de la violencia incontrolada y tolerada por Occidente –sin ánimo de exagerar se podría decir que incluso instigada por el Norte a causa de sus intereses geopolíticos y económicos–, que en el resto del continente arrojaba las siguientes cifras en aquel año: 1,5 millones de refugiados por las guerras civiles en Angola y Mozambique, otros 2 millones por los conflictos armados en Sudán y en el Cuerno de África, y 750.000 refugiados a causa de las guerras civiles en Liberia y Sierra Leona, además de 160.000 desplazados saharauis en Argelia por la ocupación marroquí del Sahara Occidental. Lo ocurrido en Ruanda no era un hecho aislado y quién sabe si para lavar su conciencia, las Naciones Unidas impulsaron tras el genocidio la creación de un Tribunal Penal Internacional para los crímenes cometidos en ese país, que veinte años después de la tragedia ha dictado 61 sentencias condenatorias. Podría pensarse que es una cifra irrisoria para la magnitud de lo sucedido. Sobre la acción de ese Tribunal Penal Internacional, así como sobre lo ocurrido durante los días del genocidio, y sobre cómo los supervivientes han afrontado aquella tragedia y sus secuelas, trata otra producción norteamericana de la HBO titulada Sometimes in April (USA, 2005), de Raoul Peck, que estructura su trama en dos tiempos diferentes: el pasado con una reconstrucción de los días del genocidio, y el presente, una década después, con los procesos judiciales abiertos a los responsables. Dos hermanos hutus son los protagonistas principales de esta historia, Augustin y Honoré Muganza. El primero era militar y estaba casado con una tutsi que murió durante el genocidio, pero que no participó en el mismo, mientras que el segundo fue uno de los instigadores de las masacres desde la Radio TV Mil Colinas, el medio de comunicación que emplearon las milicias interahamwe para alentar a los hutus a que matasen a sus vecinos tutsis, a los que llamaban “cucarachas”. Una década después de la tragedia, Augustin reconstruye a partir de los recuerdos el horror de lo vivido e intenta inculcar a sus
alumnos, en su nuevo trabajo como profesor, los valores de la tolerancia y la convivencia en una sociedad que todavía sigue rota por lo ocurrido en 1994. Augustin se enfrenta, además, al reencuentro con su hermano, juzgado en Arusha (Tanzania) por un Tribunal Penal Internacional, al que considera cómplice de la muerte de su mujer. El film de Raoul Peck articula su discurso mediante la reconstrucción de las masacres de 1994 en torno a las vivencias personales de la familia de Augustin y las dificultades para alcanzar una reconciliación que a todos luces, una década después, parecía imposible. Sólo las nuevas generaciones y la medicina del tiempo, como se indica al final de la película, pueden sanar las heridas sin olvidar la historia ni tergiversarla. Introduce también el tema de la “culpa” y de la “impotencia” de la comunidad internacional a causa de la ignorancia y de la estupidez. En una conferencia de prensa ofrecida por la secretaria de Estado de EEUU, un periodista pregunta de forma simplona: “¿Quiénes son los buenos?”. Esa ignorancia, unida a la indiferencia y a la prepotencia del Norte de ver a los habitantes del Sur como gentes subdesarrolladas
Sometimes in April (USA, 2005), de Raoul Peck. Francisco Javier Millán
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Hotel Rwanda (Reino Unido, 2004), de Terry George.
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ancladas en la prehistoria, hizo que el primer día fueran asesinadas 8.000 personas, que al tercer día la cifra alcanzase ya las 30.000, y que a las dos semanas de iniciadas las masacres hubiese 280.000 víctimas mortales. El film da como cifra total más de un millón de personas y erige en héroes a las tropas rebeldes tutsis del FPR cuando tomaron el país, al ser las que pusieron fin a los crímenes de los hutus extremistas, mientras la comunidad internacional seguía preguntándose si lo que ocurría en aquel remoto y perdido país de África era un genocidio. La cinta se pregunta quiénes fueron los criminales, si quienes cometieron los asesinatos o las personas que sin mancharse las manos de sangre los instigaron. “Cuando un hombre comanda a asesinos es también un asesino”, argumentan durante los juicios del Tribunal Internacional contra los acusados, en los que declara una mujer que fue violada una y otra vez por hombres ajenos al dolor de la víctima. Cuenta cómo cuando el tercer hombre la violó, ella sólo quería morir, y que cuando lo hizo el cuarto, preguntó a Dios “¿qué son estos hombres?”. Hay muchas preguntas en la película, pero faltan respuestas. ¿Estuvo implicada Francia en el genocidio? Desde el país galo lo han
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negado para asegurar en cambio que fueron los primeros en intervenir. ¿Quién armó a las milicias interahamwe? En esta película se sugiere que fue el ejército, ¿pero se armó a los hutus con machetes a través de la ayuda internacional? ¿El odio y la venganza que veíamos en Machine Gun Preacher y Haeven se pudieron haber evitado? ¿Quién favoreció la segregación racial en tiempos de la colonia? A diferencia de Hotel Rwanda, Sometimes in April muestra de forma explícita los crímenes, entre ellos el asesinato de los hijos de Augustin en un control de carretera establecido por los hutus radicales. Matan a los menores en presencia de su tío. También se muestra el asesinato de la hija, interna en un colegio religioso donde los milicianos interhamwe acribillan a todas las alumnas y profesoras sin hacer distinciones étnicas empujados por el odio. Una superviviente será quien identifique al final a algunos de los autores del crimen cometido en la escuela, antes de dar paso a los títulos de crédito, a los que precede otra escena de Augustin con sus alumnos que se ríen en clase viendo The Great Dictator (USA, 1940), de Charles Chaplin. Son las nuevas generaciones educadas en un discurso pacifista y a las que la cinta pide que no olviden nunca lo ocurrido. De todas las películas que se han hecho sobre el genocidio ruandés, una de las secuencias más desgarradoras pertenece al film Le jour ou Dieu est parti en voyage (El día en el que Dios se fue de viaje, Bélgica, 2009), de Philippe Van Leeuw. Muestra a una madre tutsi, Jacqueline, que huye para salvar su vida y aguarda escondida entre la maleza para intentar recuperar los cuerpos de sus hijos pequeños, asesinados por los vecinos de la aldea y cuyos cadáveres son arrojados al camino como si de desechos se tratara. Los cuerpos de los niños están tirados frente a la casa que fue su hogar y ella espera oculta para intentar recuperarlos. No lo consigue porque antes de que se haga de noche llega un vehículo cargado de cadáveres y los arrojan allí como si de guiñapos se tratara para llevárselos. La protagonista es una muerta en vida que se oculta en el bosque para subsistir y acaba trastornada por el recuerdo. Conoce a otros desplazados y termina conviviendo con un hombre, que como ella ha perdido a
su familia, y al que salva tras curarle unas graves heridas en el abdomen. Pero no encuentra la normalidad ni puede rehacer su vida porque se la arrebataron durante el genocidio. Jacqueline trabajaba de sirvienta en casa de unos extranjeros blancos que huyeron al estallar el conflicto y la abandonaron a su suerte. Los Cascos Azules sólo facilitaron la salida de los extranjeros. La población autóctona tuvo que esconderse en los bosques o huir a los campos de refugiados en la frontera en uno de los mayores desplazamientos forzosos de la historia del continente africano. Distintos países han echado la vista atrás con vergüenza hacia estos acontecimientos a través del cine en títulos como Shake Hands with the Devil (Canadá, 2007), de Roger Spottiswoode, película de ficción, aunque de carácter biográfico, sobre el máximo responsable de las tropas de la ONU en Ruanda durante el genocidio, Romeo Dalleire, que muestra la impotencia de quienes representaban allí a la comunidad internacional al no poder hacer nada viendo el genocidio porque tampoco estaban autorizados a intervenir. La carga de conciencia que pesa sobre aquellos terribles acontecimientos se palpa, tal como indica su título, en Los 100 días que no conmovieron al mundo (Argentina, 2009), de Vanessa Ragone. Este documental trata sobre las huellas dejadas por aquella masacre al cumplirse tres lustros del genocidio. Otros films que han abordado el genocidio ruandés y el éxodo masivo que provocó son 100 Days (Reino Unido/Ruanda, 2001), de Nick Hughes; Shooting Dogs (Disparando a perros, Reino Unido, 2005), de Michael Caton-Jones; We are all Rwandans (Ruanda/Reino Unido, 2007), de Debs Gardner-Paterson; y Kinyarwanda (Ruanda/USA, 2011), de Alrick Brown. Todas tienen en común que se hicieron con ruandeses y en los escenarios donde acontecieron los sucesos, aunque la famosa Hotel Rwanda también contó con el asesoramiento de un testigo de la tragedia. 100 Days y Shooting Dogs superan en muchos aspectos al film de Terry George, pero no han gozado de su misma difusión. En la primera hay escenas muy impactantes como la que muestra a un grupo de hutus reunir a niños tutsis para encerrarlos en un edificio
al que arrojan gasolina y prenden fuego. Adolescentes también son los protagonistas de We are all Rwandans, sobre la masacre en una escuela donde los alumnos se niegan a que los dividan por su etnia, como sucedía en el colegio religioso de Sometimes in April. Shooting Dogs profundiza en la pasividad e incapacidad de la ONU y en la impotencia de las tropas de los Cascos Azules desplegadas en Ruanda, resignadas a la “obediencia debida”. Su título hace referencia al nombre que recibieron las fuerzas pacificadoras de las Naciones Unidas porque mataban a los perros que intentaban comerse los cadáveres de las víctimas. Protagonizan esta historia un periodista de televisión, testigo de los hechos, y el religioso Vjeko Curic, un personaje real que vivió la tragedia y que acogió en su parroquia a multitud de refugiados. En el rodaje del film participaron varias de las personas que vivieron estos hechos. Tal vez por eso la película no tuvo tanto éxito como Hotel Rwanda, porque el público prefiere los finales felices de quienes lograron salvarse para lavarse la conciencia. En cualquier caso, todos estos títulos han sido muy cuestionados por las autoridades y la sociedad civil ruandesas al entender que no plasman toda la complejidad de lo ocurrido. La incomprensión o la sed de venganza ciega han marcado la temática de otros títulos, ya sea en documentales o en el género de ficción. En el cortometraje Waramutsého! (Hola, Camerún, 2008), de Bernard Auguste Kouemo Yanghu, un joven ruandés que reside en París se entera aterrado de que su familia ha participado en el asesinato de la familia de un amigo que vive como él en la capital francesa, mientras que Munyurangabo (Ruanda/USA, 2007), de Lee Isaac Chung, muestra la amistad de dos jóvenes ruandeses que roban un machete para cometer una venganza. En este caso la acción se desarrolla en Ruanda y el que desea vengarse es un tutsi a cuyos padres mataron. Su amigo es un hutu a quien sus progenitores le recuerdan que hutus y tutsis no pueden ser amigos porque se odian. La venganza no podrá materializarse porque la miseria, con el hambre y enfermedades como el Sida, se bastan por sí solas para seguir exterminando a la población ruandesa. El odio, una década después de cometerse
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el genocidio, pervivía y se transmitía de padres a hijos, aunque los menores buscaban romper esa espiral de violencia porque eso no está impreso en los genes. Los propios niños así lo plantean en Au Rwanda on dit la famille qui ne parle pas, meurt (En Rwanda decimos… La familia que no habla, muere, Francia, 2004), de Anne Aghion, cuando afirman ante las cámaras que quieren jugar entre ellos con independencia de que sean tutsis o hutus y a pesar del odio que mantienen sus padres entre sí. La desconfianza y el silencio, el temor y la suspicacia hacia los demás parecen haber arraigado en un país que no se cree la paz, nos dice el documental de Aghion, en un momento en que las autoridades nacionales liberaron de las cárceles a quienes habían sido enviados a prisión por su participación en las masacres. Umurage (España, 2009), de Gorka Gamarra, y My Neighbor My Killer (USA, 2009), de Anne Aghion, así lo plantean. En el primero, víctimas y victimarios se enfrentan a la hora del perdón, a una difícil reconciliación para la que es básico el testimonio de unos y otros. En los mismos escenarios donde se cometieron los crímenes intentan el ejercicio del perdón, que no siempre se produce, como muestra también el documental de Aghion, que vuelve a profundizar en el tema de la difícil reconciliación del pueblo ruandés. La realizadora hace un seguimiento durante casi una década del funcionamiento de los Tribunales Gacaca, creados en 2001 y en los que las propias víctimas juzgaban a los implicados en el genocidio, a la vez que desde el Gobierno se pedía a los supervivientes el perdón. La cinta es una continuación de la que había hecho en 2002 titulada Gacaca, Living Together Again in Rwanda. El mismo tema aborda la producción belga Rwanda, les collines parlent (Ruanda, las colinas hablan, 2005), de Bernard Bellefroid. Comprender el genocidio ruandés es complicado y a esa cuestión se acerca el cortometraje documental Flores de Ruanda (España, 2008), de David Muñoz, pero sobre todo los largometrajes Rwanda pour mémoire (Rwanda para la memoria, Francia/Senegal, 2003), de Samba Felix Ndiaye, y Après (Un voyage dans le Rwanda) (Francia, 2005), de Denis Gheerbrant. El senegalés Felix Ndiaye da la voz a escritores y artistas para afrontar la memoria una década
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después de la masacre por iniciativa del Fest’Africa con el fin de romper el silencio entre los intelectuales. En Après (Un voyage Dans le Rwanda), Gheerbrant viaja solo al país con la única compañía de su cámara para comprender lo que no se entiende. Y para comprender la tragedia de Ruanda nadie mejor que los ruandeses, aunque su cine no traspase las fronteras del país y encuentre dificultades dentro del mismo, salvo cuando viaja a festivales internacionales. Afrontar desde dentro del país el genocidio no es fácil. Eso hace el cineasta ruandés Kivu Ruhorahoza en Matière grise (Materia gris, Ruanda/Australia, 2011), cuyo argumento tiene cierto carácter autobiográfico puesto que sitúa a una realizador en busca de financiación para una película titulada El ciclo de la cucaracha, sobre dos hermanos que padecen las secuelas del genocidio. Contada en distintos planos narrativos, la historia del realizador que intenta hacer la película y el relato de los dos hermanos protagonistas, Matière grise afronta los fantasmas del genocidio ruandés a través de sus secuelas por la impotencia de los protagonistas de no haber podido hacer nada para salvar a sus padres. La violencia no se muestra de forma explícita sino que se recurre a símbolos, desde un machete hasta otros que se refieren a las violaciones de las mujeres o a la implicación bastarda de Occidente, indiferente cuando se produjo el genocidio a la vez que activa en todos los conflictos armados que ha padecido África. Ruhorahoza era un niño en 1994 y se encontraba visitando a su abuela en la República Democrática del Congo, por lo que no vivió el genocidio en primera persona pero lo siguió por la radio, algo de lo que queda huella en su película. Al regresar con su familia se encontró el silencio, la incomunicación, porque él no había vivido la tragedia que ellos sí habían padecido en primera persona. Matière grise se desarrolla en Ruanda, pero su acción y lo que cuenta podría tener lugar en cualquier otro sitio del continente africano. El documental L’Afrique en morceaux (África despedazada, Francia, 2000), de Jihan El Tahri, parte del genocidio ruandés para mostrar cómo África está rota, fragmentada, descompuesta y en un colapso permanente por sus guerras civiles, los odios étnicos y los intereses internacionales con todas las intrigas
que hay detrás para salvaguardar zonas de influencia, mercados y abastecimientos de materias valiosas como hemos visto en los casos del coltán y los diamantes. ¿Acaso alguien en su sano juicio puede aceptar que las Naciones Unidas no intervinieron porque se equivocaron? ¿Cuántos dirigentes internacionales dimitieron por esa supuesta equivocación? ¿Cómo se puede llamar equívoco a algo que sabían que se estaba produciendo y que se prolongó durante más de tres meses? ¿Hubo intereses ocultos detrás para permitir ese genocidio que con tanta insistencia los dirigentes políticos internacionales se empeñaban en llamar de otra manera? En L’Afrique en morceaux se argumenta que el final del siglo XX hubiera sido la oportunidad para esta zona de África de acabar con sus tensiones y poder afrontar un nuevo milenio con esperanza, pero en Ruanda se dio al traste con ello. ¿Qué es África? Un inmenso continente dormido al que se ha condenado al letargo y cuyo despegue no interesa al resto del mundo. Hay un lamentable dicho que asegura que “siempre ha habido ricos y pobres”, y a África parece haberle caído en desgracia la segunda condición de por vida. ¿Qué pasaría si África despertara y pudiera progresar dejando atrás las hambrunas, las guerras étnicas y la explotación (sería más correcto decir robo) de sus riquezas desde el exterior? El Norte no escucha a África. Ve el continente como un reducto de barbarie y sus intelectuales no tienen voz en Occidente o, mejor dicho, no se les escucha más allá de hacerlo de forma esporádica para que se conformen. Mientras Bamako (Francia/Mali/ USA, 2006), de Abderrahmane Sissako, aborda estas cuestiones de forma crítica a la vez que desenfadada mediante la recreación de un juicio con trazos surrealistas en la puesta en escena, en el que se tratan temas como la colonización cultural, la dependencia y la explotación de Occidente, los desplazados y la deuda, problemas de los que se culpa al Bando Mundial y al Fondo Monetario Internacional; documentales como Afrique, la parole essentielle (África: la palabra esencial, Senegal, 2005), de Ibrahim Sarr, y Questions à la terre natale (Preguntas a la tierra natal, Francia/Senegal, 2006), de Samba Felix Ndiaye, se hacen las preguntas antes referidas desde dentro de África, me-
dio siglo después de haberse iniciado los procesos descolonizadores y de haber padecido los países africanos regímenes de terror como el de Idi Amin en Uganda o la segregación racial en Sudáfrica.
Sin ánimo de extendernos en estos dos países, los conflictos vividos por ambos no son ajenos a las tensiones padecidas por las naciones de su entorno, causa común de desplazamientos internos y del éxodo de la población civil y de grupos armados rebeldes al exterior, agravando así las problemáticas de África oriental y del sur del continente. La imagen cinematográfica que tenemos de ambos es, no obstante, eminentemente occidental. De la dictadura de Idi Amin viene rápido a la cabeza el recuerdo de producciones como General Idi Amin Dada: A Self Portraid (Francia/Suiza, 1974), de Barbet Schroeder, un clásico dentro del género documental, y en el de ficción The Last King of Scotland (El último rey de Escocia, Reino Unido, 2006), de Kevin Macdonald. Idi Amin masacró a medio país, expulsó a los extranjeros de Uganda y arruinó la economía al desmantelar la estructura comercial que
The Last King of Scotland (Reino Unido, 2006), de Kevin Macdonald.
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habían creado emigrantes como los asiáticos, los coolies llevados desde la India a África en el siglo XIX para construir el ferrocarril entre Mombasa y Nairobi. La historia de una de estas familias desplazadas a Norteamérica es contada por Mira Nair en Mississippi Masala (USA, 1991). Por otra parte, sobre el apartheid en Sudáfrica prevalecen algunos títulos de referencia como Place of Weeping (Sudáfrica, 1986), de Darrell Roodt; A Dry White Season (Una árida estación blanca, USA, 1987), de Euzhan Palcy; Cry Freedom (Grita libertad, Reino Unido, 1987), de Richard Attenborough; y A World Apart (Un mundo aparte, Reino Unido, 1988), de Chris Menges; además de los films que se han hecho sobre la figura de Nelson Mandela, entre los cuales los más conocidos son: Mandela and De Klerk (USA, 1997), de Joseph Sargent; Goodbye Bafana (Reino Unido, 2007), de Bille August; Invictus (USA, 2009), de Clint Eastwood; Winnie Mandela (Sudáfrica, 2011), de Darrell James Roodt; Mandela: Long Walk to Freedom (Reino Unido, 2013), de Justin Chadwick; y el documental Mandela. Son of Africa, Father of a Nation (Sudáfrica/USA, 1996), de Angus Gibson y Jo Menell. La política del apartheid envió a los sudafricanos no blancos a los denominados “bantustanes”, los territo-
Ezra (Nigeria, 2007), de Newton I. Aduaka.
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rios tribales en los que se recluyó a los negros en función de su etnia, mientras en el resto del país se impedía su libertad de movimiento. En Ciudad del Cabo, la población negra fue expulsada del lugar donde vivían en el District Six, que se convirtió en un barrio selecto exclusivo de los blancos. Quienes habían residido allí hasta entonces fueron recolocados en guetos y zonas del extrarradio de la ciudad, tal como recuerda el documental District Six Time to Return Home (Italia/Sudáfrica, 2005), de Diana Manfredi. Durante el apartheid, los negros vivieron en la marginación y la exclusión para sobrevivir, como relata Come Back Africa (Sudáfrica/USA, 1959), de Lionel Rogosin, la historia de Zachariah, un hombre a quien el hambre le obliga a abandonar su pueblo para subsistir y malvive pluriempleado y explotado por los blancos, que tratan a los negros como esclavos. La película fue rodada de forma clandestina bajo la apariencia de una comedia sin fines de crítica social. Ante la segregación racial, hubo población negra que se exilió y mantuvo desde el exterior su lucha antiapartheid, sobre todo a la hora de mostrar al mundo lo que estaba ocurriendo en su país. Sobre el exilio y los recelos entre quienes se quedaron dentro a combatir y quienes se fueron trata Nothing but the Truth (Sudáfrica, 2008), de Bonsile John Kani. El imaginario cinematográfico de África, por llamarlo de alguna manera puesto que la realidad supera a cualquier ficción, se ha fijado en los distintos conflictos que han asolado al continente y que lo han convertido en un territorio de desheredados y desplazados. Las guerras de Sierra Leona y de Angola sesgan las vidas de los protagonistas de Ezra (Nigeria, 2007), de Newton I. Aduaka, y O Herói (Angola, 2003), de Zezé Gamboa. En la primera, un excombatiente intenta reinsertarse tras haber pasado su vida combatiendo, a la vez que debe hacer frente a su pasado y reconciliarse con su hermana, que le acusa de haber matado a sus padres, algo que él no recuerda; mientras que el segundo título muestra las penurias de un hombre que tras haber sido reclutado con tan sólo 15 años por el ejército y haber pasado dos décadas de su vida combatiendo, se enfrenta a la marginación después de perder una pierna al pisar una mina antipersona, en una ciudad
llena de refugiados que huyen del campo por la violencia. Son paisajes devastados, como los que recorre el joven Muidinga en un Mozambique azotado por las guerras en Terra sonámbula (Mozambique, 2007), de Teresa Prata. Conflictos olvidados para Occidente, salvo noticias puntuales en televisión, que en el género documental retratan las consecuencias que para la población han tenido las guerras civiles en países como Angola, en el caso de Les Oubliées (Angola/Togo, 1996), de Anne-Laure Folly, y que adquieren la dimensión de exterminio cuando se trata de comunidades como la Tuareg en el cortometraje Amanar Tamasheq (España, 2010), de Lluis Escartín. En Darwin’s Nightmare (La pesadilla de Darwin, Francia/ Austria/Bélgica, 2004), el realizador austriaco Hubert Sauper desvela la responsabilidad e indiferencia de Occidente hacia los problemas de África y su implicación directa en el tráfico de armas. El documental empieza mostrando los efectos de la colonización del lago Victoria, en África Central, por la Perca del Nilo, una especie introducida en los años 60 que por su carácter depredador amenaza el futuro de este ecosistema. Pero ha dado lugar a una rica industria piscícola, para unos pocos, cuyo negocio consiste en enviar los filetes de la pesca a Occidente, donde es un apreciado pescado a la vez que barato, y quedarse las raspas y las cabezas en Tanzania para alimentar a la población que ha emigrado a las orillas del lago Victoria atraída por este maná. El grave problema no reside ahí, sino en que los mismos aviones que transportan el pescado son los encargados de llevar armas para los distintos conflictos bélicos que hay en los países africanos. Es la vía de entrada desde Occidente del armamento que destruye a África. El periodista local Richard Mgamba denuncia que Europa fabrica esas armas que van destinadas al Congo, Liberia, Sudán y otros países. “La que muere al final es África”, afirma Mgamba, quien condena la complicidad que tienen los organismos internacionales en este tráfico. Lo confirma un piloto ruso que confiesa que llevó tanques a Angola mediante esta ruta y luego fue a Johannesburgo a cargar uvas para Europa. Mientras los niños de Angola recibieron armas el día de Navidad, los niños europeos pudieron comer uvas en Nochevieja, reflexiona
el aviador. Es un negocio, sentencia. Es la misma ruta que hace la ayuda humanitaria. El realizador pudo conocer a estos pilotos cuando hacía el documental sobre refugiados ruandeses hutus Kisangani Diary (Alemania, 1997).
El eterno drama de los refugiados El éxodo rural a las ciudades y a zonas más prosperas para escapar de la miseria es otra temática que encontramos en algunos títulos hechos por cineastas africanos, de los que es un referente el clásico de Joris Ivens Demain à Nanguila (Mali, 1969), un mirada sobre el Mali posterior a la independencia que intentó frenar esas migraciones del campo a las urbes estigmatizando a quienes tomaban esa decisión. Los protagonistas de Yam Daabo (La elección, Burkina Faso/Francia, 1986), de Idrissa Quedraogo, demuestran en cambio que por muy doloroso que sea dejar atrás tu tierra, cuando no queda otra opción es la única salvación. La trama de esta película se desarrolla en Burkina Faso y los habitantes de un pueblo llamado Gurga, en el Sahel, se ven forzados a emigrar a otra región más próspera. Las ciudades son infiernos para quienes llegan del campo escapando de la miseria, y el protagonista de Nairobi half life (Kenia, 2012), de David Tosh Gitonga, así lo descubre en Nairobi, donde no tarda en caer en las redes de la delincuencia, mientras que los hermanos de Izulu lami (Mi cielo secreto, Sudáfrica, 2008), de Madoda Ncayiyana, se arrepentirán de haber dejado su tierra a cambio de la jungla de asfalto que resulta para ellos la ciudad. Los niños son las víctimas más vulnerables de los desplazamientos forzados. Su número es cada vez mayor según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. En 2012, el 46% de los refugiados era menor de 18 años. Además, se registraron 21.300 solicitudes de asilo en otros países por menores que iban solos o habían sido separados de sus padres, una cifra considerada récord. Sobre los niños desplazados trata uno de los capítulos del documental Dibujos de luz (España, 2010), de Roberto Lozano Bruna, titulado Niños en el camino. Los
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otros tres relatos que conforman esta película abordan temas como la enfermedad de Chagas, los refugiados saharauis y los estragos de la pandemia del Sida en África. Cuatro menores son los protagonistas en Niños en el camino de otras tantas historias que tratan sobre huidas, las de niños perseguidos o explotados laboral y sexualmente que quieren llegar a España porque anhelan tener una vida mejor. De Nigeria son William y Beauty. Él tuvo que escapar de su aldea cuando fue atacada a causa de los enfrentamientos religiosos. Ella quedó atrapada en una red de trata de seres humanos y fue agredida brutalmente. No menos violencia han sufrido el resto, tal es el caso de Smael, de Guinea, que salió de su país con diez años y estuvo un tiempo refugiado en el bosque de Ben Younech, en las cercanías de Ceuta, donde se concentran los inmigrantes que quieren saltar la valla fronteriza entre Marruecos y España. Por último, el film cuenta la experiencia de un niño marroquí, Jamal, que relata sus tres viajes de ida y vuelta cada vez que cruzaba la frontera de forma irregular y era deportado de nuevo a Marruecos. Uno de los títulos más interesantes que se han hecho sobre niños desplazados, puesto que además de ese drama se abordan otras cuestiones como la identidad, es Va, vis et deviens (Vete y vive, Francia, 2005), de Radu Mihaileanu. Está basado en hechos reales, la Operación Moisés que puso en marcha el Gobierno de Israel con el apoyo de Estados Unidos para facilitar el retorno a Tierra Santa de los llamados falashas, los judíos etíopes. Israel acogió a miles de ellos, algunos de los cuales se hicieron pasar por hebreos para escapar del hambre y de la miseria. El protagonista, Schlomo, de 9 años, es uno de ellos. El film comienza con imágenes documentales sobre el éxodo que emprendieron 8.000 falashas desde Etiopía hasta Sudán para poder dar allí el salto a Israel. La mitad murieron en el intento a causa de las enfermedades, el hambre y los asesinatos. En el campamento de refugiados de Sudán donde son acogidos, la madre de Schlomo entrega a este a una etíope judía cuyo hijo ha fallecido y así es como logra ser evacuado a Israel. Al llegar a Tierra Santa, la mujer muere y Schlomo queda huérfano. Tras pasar por un orfanato, el muchacho es adoptado por una familia hebrea
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de origen francés que tiene dos hijos. El film narra las dificultades de adaptación del menor en su nueva vida, alejado de su madre y ocultando que no es judío. Nunca olvidará a su progenitora, con la que se comunica a través de la luna cada noche. Volverá a reencontrarse con ella de mayor en un campamento de refugiados al que viaja como cooperante de Médicos sin Fronteras tras haber estudiado Medicina en París. A lo largo de todo ese periplo vital descubrirá lo bueno y también lo malo del pueblo judío, y padecerá el racismo por ser negro, además del odio de sus vecinos palestinos por ser hebreo. “¿Cuál es mi casa?”, se preguntará Schlomo ante la crisis de identidad y los conflictos no resueltos que padece al tener que ocultar que no es judío y que engañó a todos para salvar la vida. El relato adopta el punto de vista del menor, por lo que la cámara siempre se sitúa a la altura de su mirada conforme va creciendo. Además, enfoca mucho los rostros en primeros planos para mostrar el contraste de la piel negra con la tez blanca de los judíos de Israel, con el ánimo de enfatizar las tensiones surgidas dentro de la población israelí con sus vecinos falashas y los problemas de integración que padecieron estos a causa del racismo. Schlomo, dentro de su tragedia, es un afortunado aunque resulte una paradoja esta afirmación puesto que tiene que separarse de su madre y es obligado a perder su identidad para sobrevivir y acceder a una vida digna. Peor lo tiene N’Dala, el protagonista de Na cidade vazia (En la ciudad vacía, Angola/Francia/Portugal, 2004), de Maria Joao Ganga, un niño refugiado de la guerra acogido por unas religiosas que se escapa para volver con sus padres, que han muerto, y es seducido por la delincuencia para subsistir, lo mismo que ocurre con los adolescentes que escapan de otro conflicto bélico una vez alcanzada la aparente protección de un campamento de refugiados en Guinea Conakry en el cortometraje Be Kunko (Francia/Guinea, 2004), de Cheick Fantamady Camara. Los campamentos de refugiados son un microcosmos de los problemas que atenazan a África causados por los desplazamientos forzados que provocan la violencia étnica, las guerras, las catástrofes naturales, la persecución política y el hambre. Su configuración es compleja y
su permanencia en el tiempo incierta, puesto que depende de la duración de lo conflictos, aunque algunos asentamientos como los palestinos y los saharauis se han convertido, por desgracia, en lugares donde han nacido ya varias generaciones y la situación no lleva camino de cambiar. Los realizadores Youssef Chebbi, Ismaël Louati y Eddine Ala Slim hacen una crónica detallada sobre cómo surgen de la nada y desaparecen después estos campamentos en Babylon (Túnez, 2012), sobre el asentamiento de refugiados creado en Ras Jdir, en la frontera de Túnez con Libia, a raíz del levantamiento popular que en el marco de la Primavera Árabe derrocó al sanguinario régimen libio de Muamar el Gadafi. Alberto Panero se fija en el funcionamiento de los campos de refugiados de Nyarugusa y Mtabila en Tanzania en Al otro lado del Tanganika (España, 2006), mientras que el cortometraje Humanitaire! (Francia, 2007), de Adama Roamba, centra su atención en la rutina de un trabajador humanitario de un campamento de desplazados que a diario sale con un camión a recorrer los caminos cercanos en busca de nuevos refugiados perdidos y exhaustos para facilitarles la llegada, mientras los familiares aguardan ansiosos el
regreso del vehículo con la esperanza de que ese día alguien de los suyos haya sido encontrado. No sólo tiene importancia la asistencia humanitaria que ACNUR presta en estos campamentos de refugiados, sino los proyectos y experiencias en defensa de la identidad de los desplazados que surgen en algunos de ellos con iniciativas como la del grupo musical Sierra Leone’s Refugee All Stars, formado por refugiados de los campos de acogida guineanos de Kalia y Sembakounya. Estas personas que tuvieron que huir de la guerra civil en Sierra Leona durante la última década del siglo pasado, hicieron de la música un instrumento de identidad que, además, ha permitido que el mundo visibilice a los refugiados como personas activas de estos campamentos y con proyección exterior, no sólo como simples perceptores de ayuda humanitaria, tal como se plasma en la película Sierra Leone’s Refugee All Stars (USA, 2005), de Zach Niles y Banker White. Otros músicos más famosos, los Rolling Stones, ponen la banda sonora del cortometraje Gimme Shelter (Dame cobijo, USA, 2008), de Ben Affleck, que ACNUR empleó en 2009 para dar a conocer su labor humanita-
Sierra Leone’s Refugee All Stars (USA, 2005), de Zach Niles y Banker White.
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Welcome to my country (España, 2012), de Fernando León de Aranoa.
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ria. De sólo cinco minutos de duración, el corto toma la parte por el todo y se fija en la situación precaria que viven los desplazados en el este del Congo, donde había reconocidos entonces 22 grupos armados. No hay narración en off, sino la canción de los Rolling e imágenes tomadas por Affleck en los asentamientos de desplazados, a la vez que sobre las imágenes se superponen pequeños textos informativos, muy breves e impactantes, a modo de flashes. Se da a conocer así que ha habido 5 millones de fallecidos a causa del conflicto armado y que a diario mueren 1.000 personas, mientras que 1,2 millones han sido obligadas a dejar sus hogares. También se muestran escenas del reparto de ayuda humanitaria y se indica que en aquel año ACNUR prestaba asistencia a 32 millones de refugiados en el mundo y que toda ayuda era insuficiente. Visibilizar la situación precaria que viven estas poblaciones es fundamental para que el mundo no se olvi-
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de de ellas y vea que la crisis económica global es un mal menor si se compara con el problema al que se enfrentan estos refugiados, puesto que su número aumenta pero no así los recursos necesarios para atenderlos. La actriz española Elena Anaya también colaboró con ACNUR en 2012 mediante el rodaje del documental Welcome to my country (España, 2012), de Fernando León de Aranoa. Este trabajo, junto a un spot, sirvió para presentar en 2013 el informe Tendencias Globales 2012 de Acnur denominado Desplazamiento. El nuevo reto del siglo XXI, sobre la situación de los 45,2 millones de desplazados que había en el mundo en ese momento. De esa cifra, 15,4 millones eran refugiados bajo el mandato de ACNUR (10,5 millones) o de la UNRWA en el caso de los refugiados palestinos (4,9 millones). Dentro de la cifra global están incluidos los 28,8 millones de desplazados internos que hay en el planeta y las 937.000 personas que han solicitado asilo político. No es nuestra pretensión ser exhaustivos sobre estos datos de ACNUR de 2012, puesto que cada año varían lamentablemente al alza, pero consideramos necesario profundizar un poco en las cifras para contextualizar la magnitud del drama que representan los desplazamientos forzados hoy día en el mundo fijándonos, además, en las zonas más afectadas por estas situaciones. Preocupa de entrada que el número de desplazados se incrementara con respecto a 2011 en 7,6 millones más, de los cuales 1,1 millones eran nuevos refugiados y 6,5 millones, nuevos desplazados internos dentro de las fronteras de sus países. Estos datos indican que 23.000 personas al día tuvieron que huir de sus hogares en 2012 por guerras, hambrunas o persecuciones. Además, se estimaba que el 80% de los refugiados era acogido en países en vías de desarrollo y sólo el 20% en los países desarrollados. La tendencia muestra un desentendimiento de los países del Norte hacia los del Sur, puesto que una década antes los países desarrollados acogían al 30% de los desplazados. Otro dato a tener en cuenta es que más de la mitad de los refugiados, el 55%, procedía de cinco países: Afganistán, Somalia, Irak, Siria y Sudán. Los países asiáticos fueron los que mayor número de refugiados genera-
ron en 2012 con un 34% del total, seguido de los países africanos, a cuya cabeza se situaban Somalia (1.136.000 desplazados), Sudán (569.200 desplazados) y República Democrática del Congo (509.400 desplazados). Welcome to my country se desarrolla en un campamento de refugiados de Etiopía al que llegan personas básicamente de Somalia y Sudán, que como hemos visto son dos de los países con mayor número de desplazados por sus conflictos internos. La cámara de Fernando León, acompañada por Elena Anaya como una experiencia que vive en primera persona, se adentra con los desplazados en su realidad desde que llegan a la frontera etíope con Somalia. Allí les aguarda un primer campo de refugiados llamado Buramino, desde donde viajan en autobús al de Bambasi, a 35 kilómetros y con capacidad para unas 20.000 personas. Muchos de ellos huyeron de Sudán por la guerra y otros han acudido aquejados por enfermedades. El personal de Acnur explica el funcionamiento de las instalaciones a la vez que la actriz española conversa con los desplazados para conocer sus problemáticas, sus demandas y sus inquietudes de futuro. Es así como las mujeres le cuentan que cuando hay que huir de la guerra se hace con lo puesto, porque la vida depende de ello cuando se presenta el peligro. “Sales sin más y no sabes qué llevar contigo y qué dejar atrás”, cuenta una madre que explica que los niños huyeron descalzos. “Lo que importa es salir, pero no lo haces hasta el último momento”, relata. Una vez en el campo de refugiados, comenta que “el hambre es nuestro enemigo”, puesto que es quien les “hace la guerra” allí. Reciben ayuda humanitaria, pero no es suficiente y los productos los tienen que vender a veces en el mercado local para comprar otros y completar así la ración para no tener que comer siempre arroz. “Al final de mes pasamos cinco o seis días de hambre”, confiesa una mujer, que como otras reivindica una escuela para los niños. Todas las madres piden lo mismo, que sus vástagos tengan acceso a la educación, además de a la salud y alimentos y, sobre todo, que haya paz. Etiopía acogía en 2012 a casi 400.000 refugiados eritreos, somalíes y sudaneses y Elena Anaya confesó después de hacer Wel-
come to my country que había sido una experiencia que le había impactado y cambiado la vida al conocer personalmente la situación de estos desplazados.
El destierro de los hijos de las nubes Son muchos los artistas del mundo del cine que como Elena Anaya, y desde distintos países, se han interesado por la problemática de los refugiados y se han comprometido con esta causa para dar a conocer la realidad de los desplazados. Entre ellos está Javier Bardem, productor del documental Hijos de las nubes. La última colonia (España, 2012), de Álvaro Longoria, que cuando se estrenó levantó ampollas en Francia por llamar las cosas por su nombre y denunciar las injusticias cometidas contra el pueblo saharaui. Los saharauis son una de las poblaciones desplazadas de más larga duración ya que su situación se prolonga desde mediados de los años setenta sin que las potencias occidentales hayan facilitado el deseo y el derecho a la autodeterminación de la República Árabe Saharaui Democrática. Se trata de uno de los procesos de descolonización más nefastos de la historia de África, puesto que la metrópoli, España, se desentendió de ellos, abandonó el país y permitió que el Sahara Occidental fuese invadido desde Marruecos y Mauritania. Los saharauis huyeron a campamentos de refugiados surgidos en medio del desierto en Argelia, y quienes permanecieron en el territorio saharaui invadido por los marroquíes han padecido marginación, exclusión social y han sufrido la violación sistemática de los más elementales derechos humanos. Violaciones hacia las que la ONU había permanecido indiferente y que en los últimos tiempos parecen empezar a preocupar a la comunidad internacional ante el agravamiento del deterioro de los derechos humanos, habida cuenta de que Marruecos se ha sentido autorizada a seguir violándolos ante el silencio cómplice que se guardaba. El documental de Bardem y Longoria se centra en los más de 200.000 refugiados saharauis que permanecen desde hace casi cuarenta años desplazados en el desierto argelino a la espera de que se cumplan el De-
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recho Internacional y las resoluciones de las Naciones Unidas para poder regresar a su tierra, de la que fueron expulsados con la ocupación marroquí. En los territorios del Sahara Occidental invadidos por Marruecos permanecen 125.000 saharauis. El film parte de una experiencia personal de Javier Bardem, su asistencia en 2008 al FiSahara, un festival de cine que se organiza en los campamentos de refugiados saharauis por iniciativa de profesionales del cine español, a través del cual se ha conseguido concienciar al sector de la grave situación que padece este pueblo. Bardem, como cuenta en la película, tomó conciencia de ello y se implicó produciendo este documental con el que pretendía dar voz a todo el mundo para analizar cuál es la situación actual del conflicto y hacia dónde puede derivar. Si la ONU no hace cumplir el Derecho Internacional que ampara a los saharauis para recuperar sus tierras, de las que fueron expulsados, el problema puede derivar de nuevo hacia una guerra como la que se vivió en los años 80 en el marco de los enfrentamientos globales de la Guerra Fría, porque la causa saharaui fue tomada como excusa por las dos principales potencias de la época, EEUU y la URSS, para desencadenar una guerra devastadora en la región. A través de esos testimonios, tanto de los propios refugiados como de los responsables administrativos de los gobiernos implicados en el asunto, Longoria traza con absoluta transparencia cuáles fueron los orígenes e intereses del conflicto, cómo ha evolucionado, cuál es su situación actual, y hacia dónde deriva. España fue culpable a través de la traición de personalidades como el entonces príncipe Juan Carlos de Borbón, que engañó al pueblo saharaui como lo hicieron las autoridades españolas durante la agonía del régimen franquista. Pero detrás de la Marcha Verde que invadió el Sahara Occidental desde Marruecos, la película condena el intervencionismo de los Estados Unidos y de Francia, cuyos intereses geoestratégicos en la zona han prevalecido siempre sin importarles el destino de los legítimos habitantes de esa región de África. La primera parte de la película está dedicada a mostrar la vida de los refugiados con la precariedad que existe en los asentamien-
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tos y la falta de alicientes entre los jóvenes. Uno de ellos comenta que no pueden planificar para su futuro porque no están en su tierra sino desplazados. Eso provoca una gran falta de motivación entre la juventud, afirma Fatma Mehdi, de la Unión Nacional de Mujeres Saharauis. Varias mujeres expresan sus ideas ante las cámaras, lo que no sucede en otras sociedades árabes, puesto que en la saharaui son respetadas y su opinión pesa en las decisiones que se toman, comentan ellas mismas al explicar cómo es su sociedad. Una familia enseña los documentos de identidad y la cartilla de la Seguridad Social que tenían cuando el Sahara era una colonia de España para recordar que su identidad también está ligada a este país que los abandonó a manos de los marroquíes. Vínculos que no han perdido porque muchos, incluidos los niños nacidos en el destierro, hablan todavía español. Bardem se muestra sorprendido por la generosidad de estas gentes, su honestidad e integridad, además de por su resistencia al llevar cuatro décadas sobreviviendo en medio de la nada. Los campamentos saharauis figuran entre los mejor organizados del mundo gracias al apoyo que reciben de Argelia y de las organizaciones humanitarias internacionales. Un segundo bloque está dedicado a explicar la historia del pueblo saharaui y a detallar lo que ocurrió en 1975 con la Marcha Verde impulsada por el astuto rey Hassan II de Marruecos, que envió a 300.000 colonos a ocupar el Sahara para arrebatárselo a los saharauis. La imagen pacífica que se mostró al mundo ocultaba la ocupación violenta que llevó a cabo el ejército marroquí. Víctimas de aquella invasión denuncian cómo las tropas asesinaron a sus familiares, saquearon sus propiedades y en su huida hacia el desierto los bombardearon desde el aire con la aviación. Imágenes de archivo de la Marcha Verde permiten distinguir entre las banderas marroquíes que portaban los invasores algunas norteamericanas, las más grandes. A continuación se detalla la guerra desatada entre Marruecos, apoyado por Estados Unidos y Francia, y el Frente Polisario, respaldado por Argelia y la URSS, la construcción de un muro de 2.500 kilómetros a lo largo del cual se sembraron 10 mi-
llones de minas, tanto antipersonas como para frenar cualquier intento de avance de carros de combate, y la firma de la paz en 1991 con el despliegue de la Minurso, la misión especial de las Naciones Unidas para garantizar el cese de hostilidades y facilitar la celebración de un referéndum que a día de hoy sigue sin hacerse debido a la astucia marroquí. No es una opinión que viertan los autores del documental, sino la opinión de una persona que conoce bien el proceso, el embajador Frank Ruddy, vicepresidente de la Minurso para el referéndum del Sahara Occidental entre 1994 y 2004, que califica de “mafia” a las autoridades marroquíes. La tercera parte de Hijos de las nubes. La última colonia está dedicada a analizar las dificultades de llevar a cabo un referéndum porque Marruecos no lo permite con sus estratagemas de dilación permanente y el apoyo de Estados Unidos, pero sobre todo de Francia, principal cómplice de la represión contra el pueblo saharaui y a quien molesta que se lo recuerden continuamente, al igual que sus responsabilidades en el genocidio ruandés. Analistas internacionales denuncian la actitud impropia de un país democrático al secundar a otro, Marruecos, que viola los derechos humanos y cuyo aliado francés mira hacia otro lado en defensa de sus intereses en la zona. Todo este análisis se hace en el contexto del estallido de las revueltas de la Primavera Árabe, que los autores del documental consideran que tuvo su génesis en una protesta pacífica llevada a cabo por los saharauis en las cercanías de El Aaiún en octubre de 2010. Los testimonios de Eric Goldstein, subdirector de Human Rights Watch; de la activista saharaui de Derechos Humanos Aminetu Haidar; de Marselha Gonçalves, directora de Incidencias Políticas del Centro para la Justicia y los Derechos Humanos Robert Kennedy; y de Stephen Zunes, especialista en Oriente Medio de la Universidad de San Francisco, entre otros, constatan la violación de los derechos humanos por parte de Marruecos y sostienen que la ocupación del territorio saharaui atenta contra el Derecho Internacional. Pero de todos los testimonios, el que más impresiona es el de Frank Ruddy, que asegura que las autoridades marro-
quíes intentaron sobornarle en cuatro ocasiones, y desde su experiencia como vicepresidente de la misión de las Naciones Unidos en la zona, condena la incapacidad de la ONU para hacer frente a problemas como el saharaui y otros muchos. “La ONU no tiene autoridad. No puede exigirle a nadie que haga nada. Se reúnen, hablan y se ponen de acuerdo en no hacer nada. Y así es como funciona la ONU en esencia. Es una gran maquinaria política. No tiene nada que ver con el bien y el mal”, manifiesta ante la cámara durante la entrevista. El documental se cierra con la intervención de Javier Bardem como ciudadano ante el Comité de Descolonización de la ONU, donde avergüenza a los gobiernos del mundo por actuar en función de sus intereses e ignorando a los ciudadanos, reivindica el derecho de los saharauis a regresar y vivir en su tierra, y pide una solución justa sin mayor demora a esta situación. Bardem ha conseguido lo que quería con este documental, que volviera a hablarse del tema del Sahara, dando voz a todas las partes implicadas, a pesar de que la relación de quienes
Hijos de las nubes. La última colonia (España, 2012), de Álvaro Longoria.
no se dignaron a hablar ante las cámaras es larga. Aunque en 2011 los Estados Unidos dieron ya un toque de atención a Marruecos congelándole la ayuda militar, y la UE canceló los acuerdos de pesca con el país alauí ante la sospecha de que se estuviesen violando los derechos de los saharauis, desde los campamentos de refugiados no ven una salida a su situación. Los jóvenes que se alistan al ejército del Frente Polisario desconfían de una solución política al conflicto y consideran que la única alternativa es la lucha armada. No es la posición mayoritaria, ya que otras muchas voces siguen clamando por la resistencia pacífica. “El derecho de un saharaui, el derecho de cualquier pueblo oprimido en este mundo es tener lo que es suyo. La libertad no se regala, se quita”, concluye Bader Badadi, un estudiante saharaui refugiado. Los hijos de las nubes. La última colonia es un documental que analiza la situación del Sahara Occidental en el contexto de la agitación social vivida en el norte de África con la Primavera Árabe y que denuncia la denominada Realpolitik, las políticas de las grandes potencias basadas en los intereses económicos y geoestratégicos al margen de cualquier ética y respeto por los derechos humanos, como hacen Francia y los Estados Unidos aunque pretendan enmascarar sus acciones bajo el signo de la defensa de las libertades. Son muchos los documentales y películas de ficción que se han hecho sobre el Sahara, pero ninguno ha tenido la repercusión del abanderado por Javier Bardem, que ha hecho valer su popularidad mediática para llevar la voz de un pueblo desplazado hasta las más altas instancias políticas. Con la película ha agitado conciencias y hasta provocó una crisis diplomática entre Francia y Marruecos al revelar unas manifestaciones que el embajador francés ante las Naciones Unidas hizo al equipo de la película. El diplomático dijo, según los cineastas, que la relación entre ambos países era como la de dos amantes, que había cosas del otro que no gustaban pero que había que defender, en referencia a Marruecos. El embajador no se dejó grabar por las cámaras y después desmintió que hubiera dicho eso. El conflicto del Sahara Occidental ha separado a familias y mientras en el desierto los saharauis resisten
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pacíficamente, en el territorio ocupado por Marruecos deben guardar silencio si quieren preservar su integridad física. Allí se refieren a esto como el “problema”, porque cualquier expresión que revele la identidad saharaui, haga referencia a la celebración del referéndum o denuncie la violación de los derechos humanos acaba represaliada. El problema. Testimonio del pueblo saharaui (España, 2010), de Jordi Ferrer y Pablo Vidal, habla de eso. Sus autores reunieron los testimonios a lo largo de casi cinco años y muchas imágenes las tuvieron que filmar de manera clandestina. Es así como descubrimos el lado perverso del país alauita, el Marruecos de la represión que tomó a sangre y fuego el territorio de los saharauis. Organizaciones internacionales han contribuido a sacar a la luz esa represión con informes como “El Oasis de la Memoria: Memoria histórica y violaciones de Derechos Humanos en el Sahara Occidental” realizado por la Universidad del País Vasco. Marruecos asesinó impunemente a los saharauis que se negaban a abandonar sus hogares cuando ocupó el país. Hay más de 400 personas desaparecidas que han sido víctimas de la represión sin que se sepa su paradero. Equipos de forenses han empezado a exhumar cuerpos en fosas comunes, víctimas del terrorismo de Estado como en las peores dictaduras del cono sur americano. Sobre una de esas excavaciones trata La semilla de la verdad (España, 2013), de Eztizen Miranda, que muestra los resultados de la primera exhumación de una fosa común en el Sahara Occidental hecha por el instituto Hegoa. Los restos de quienes habían sido arrojados allí eran saharauis asesinados en febrero de 1976 por el ejército marroquí durante la ocupación, que se vendió al mundo como una marcha pacífica con la Marcha Verde, pero tras la cual estaba el aparato represor de Hassan II. En la producción de documentales sobre el Sahara, además de los profesionales del cine, han participado activamente grupos de solidaridad con el pueblo saharaui para que su voz traspase el muro de silencio que constituye el desierto donde están confinados. Y la mujer ocupa un lugar privilegiado en estas películas, como sucede con 25 minutos de Sahara (España, 2010), de Pilar
Ramírez, en la que cuatro mujeres hablan sobre el conflicto saharaui: una refugiada en España, una residente en los campos de desplazados de Tinduf, una saharaui de El Aaiún y una española que trabaja en grupos de solidaridad por esta causa. El testimonio de las cuatro se convierte en una alternativa a las voces de los hombres que suelen prevalecer en estos documentales, puesto que ostentan los principales cargos de responsabilidad del gobierno en el exilio de la República Árabe Saharaui Democrática. Así sucede también en Tebráa (Retratos de mujeres saharauis) (España, 2007), cuya realización es colectiva y el resultado es un mosaico de experiencias vitales que cuentan en primera persona niñas y mujeres adultas. Las mujeres saharauis no lo han tenido fácil y a pesar de ello se han erigido en la imagen de su pueblo ante el mundo, como es el caso de la cantante Mariem Hassan, una de las voces más carismáticas de la canción africana, que tuvo que hacer frente a lo indecible para hacerse oír como cantante saharaui. Su experiencia se muestra en Mariem Hassan, la voz del Sahara (España, 2007), de Manuel Domínguez, mientras que otro saharaui célebre que ha roto fronteras, el deportista Salah Ameidan, protagoniza el documental The runner (Reino Unido/Irlanda/Francia, 2012), de Saeed Taji Farouky. Salah Ameidan es un corredor de fondo saharaui que para poder competir tuvo que integrarse en el equipo marroquí, pero que tras ganar importantes competiciones internacionales, en una carrera que ganó en Francia cruzó la meta sosteniendo la bandera de su nación, el Sahara Occidental, para reivindicar su identidad. Negarla, como obliga Marruecos, es otra forma de represión. El saharaui es un pueblo que vive separado hoy por el muro de la vergüenza que levantó el ocupante marroquí y a pesar de ello su voz es una sola, desde la resistencia pacífica en los territorios ocupados, desde la dignidad en los campos de refugiados y desde el compromiso desde el exilio. Todo saharaui que vive en el extranjero es embajador del Sahara ante el mundo. El cine ha recalado varias veces en esa cuestión, ya sea desde el género documental como sucede con El rumor de la arena (España, 2008), de Jesús Prieto y Daniel Uriarte, o en el de ficción,
como pasa en Wilaya (España, 2011), de Pedro Pérez Rosado. La película de Prieto y Uriarte muestra un reencuentro real, el de dos hermanos que llevan décadas sin verse por culpa de ese muro levantado por Marruecos y que hace posible un vuelo especial al amparo de las Naciones Unidas. A través de su testimonio se ilustra cómo es la vida en los campos de refugiados y los anhelos de los hijos de las nubes, que es como se conoce a los saharauis, por que desaparezcan las barreras que les impiden moverse libremente por su territorio. Otro retorno muy distinta es el que vive la protagonista de Wilaya, una joven saharaui que se ha educado en España con sus padres adoptivos y que regresa a los campamentos de refugiados de Tinduf en Argelia cuando muere su madre biológica. Su hermano la obliga a quedarse para cuidar de su otra hermana, minusválida, y aunque al principio rechaza la idea, acaba aceptándolo y se integra de nuevo en la vida de los campamentos de refugiados. Pedro Pérez Rosado muestra el choque cultural que al principio padece la joven al regresar, tras su aculturación en el extranjero, para después enfatizar en la dignidad del estoico pueblo saharaui con la reintegra-
The runner (Reino Unido/ Irlanda/Francia, 2012), de Saeed Taji Farouky.
ción de la muchacha en el campo de refugiados y la reafirmación de su identidad. El film presenta a las nuevas generaciones de saharauis que quieren ser dueñas de su propio destino y que son capaces de rebelarse contra las tradiciones de su pueblo si son injustas, como los matrimonios concertados, o de poner en pie proyectos para subsistir en medio de la nada como hace Fatimetu con el vehículo todoterreno que compra. Hay tal vez una mirada idealizada por parte del realizador hacia la vida en los campos de refugiados y la magia del desierto, algo que suele ser habitual cuando las cosas se ven desde fuera y no se padecen desde dentro. La posesión de un electrodoméstico tan básico en las sociedades acomodadas como un refrigerador puede ser un lujo que envidiar y un deseo difícil de conseguir en medio del desierto, pero el problema, como dice Fatimetu a su hermano, no es comprar la nevera “sino cómo llenarla todos los días”. Si en 2003 este cineasta ya había hecho otra película de ficción sobre el Sahara, Cuentos de la guerra saharaui (España, 2003), en la que profundizaba en el drama de los desplazados al ser expulsados de su tierra y condenados a vivir sin patria, en esta ocasión enfatiza en la capacidad de resistencia de este pueblo y en la disposición de los jóvenes, a pesar de las adversidades, a seguir luchando por sus derechos como saharauis. Fatimetu tiene dudas en Wilaya de si volver o no a España, lo mismo que le ocurre a la protagonista de Los baúles del retorno (España, 1995), de María Miró, sobre una estudiante saharaui que estudia Medicina en París y que regresa al Sahara en el momento crítico de la ocupación marroquí. Su padre es detenido por el ejército invasor en Villacisneros y pasa a engrosar las listas de desaparecidos por la represión, mientras que ella huye con el resto de la familia al desierto en medio de bombardeos contra la población civil. La película gira en torno al éxodo que emprendieron los saharauis después de que el ejército marroquí entrara en sus casas y las saqueara, y en los intentos de Marruecos de eliminarlos a toda costa bombardeando sus campamentos con napalm y sembrando el desierto con minas antipersona. Este trabajo de María Miró retrata la infinita paciencia
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Wilaya (España, 2011), de Pedro Pérez Rosado.
y resistencia que tuvieron los saharauis y la integridad con que han resistido durante tanto tiempo en medio del desierto añorando su hogar, aunque sin perder la esperanza de poder regresar algún día. La protagonista, Marián, opta por quedarse y poner al servicio de la comunidad sus conocimientos médicos, a pesar de no haber terminado sus estudios. El drama del exilio de estas personas lo describe otro personaje del film, Admed, cuando confiesa que en ese éxodo “siempre pareces un invitado en una mesa ajena; algo de ti se queda atrás”.
Los baúles del retorno recrea la represión desatada durante la ocupación marroquí, la dureza de la vida en el desierto en medio de un mar de arena y la guerra con Marruecos hasta que tras la caída del Muro de Berlín y el final de la Guerra Fría hubo un compromiso de celebrar un referéndum. Veinte años después de hecha esa película, los saharauis siguen esperando pacientemente mientras las nuevas generaciones nacidas en el destierro heredan de sus mayores el amor por el Sahara, a pesar de las difíciles condiciones de vida que tienen que soportar. Es el caso de Nayat Rais, una de las niñas protagonistas del film
que sueña con la libertad de su pueblo viendo entre las dunas del desierto las olas del mar, pese a esconder mortales minas antipersona que mutilan la vida de estos menores. Nayat, junto con otros niños y residentes en los campos de refugiados, actuaron en la película junto a intérpretes profesionales. Es el rostro del pueblo saharaui el protagonista aunque los papeles principales recaigan en actores. Concebida desde la mirada solidaria de su directora, María Miró termina por trasladar a esa niña el peso de la narración del film para decirnos que el futuro está en ellos, en la infancia, y que el mundo no debe permitir que se les conculque el derecho de volver a la tierra de sus antepasados. No vale otorgarles otro estatuto, son saharauis y el Sahara Occidental ocupado por Marruecos es su hogar, como clama también la niña protagonista de Lalia (España, 1999), un cortometraje rodado cuatro años después de Los baúles del retorno por la actriz protagonista, Silvia Munt. En él, la pequeña refugiada Lalia explica cómo es su país y los sueños de un pueblo que quiere poner fin de una vez a su exilio forzado. Vivir la experiencia de los campos de refugiados saharauis crea conciencias a favor de este pueblo que en el cine ha hablado durante décadas a través de otros, pero que ahora son sus propios jóvenes quienes se están colocando detrás de las cámaras para contar al mundo su realidad gracias a iniciativas como el FiSahara y la Escuela de Formación Audiovisual Abidin Kaid Saleh. La primera promoción presentó en 2013 su ópera prima Patria dividida, cuya dirección fue colectiva y que como su título indica muestra a través de la historia de un joven llamado Ahmed Tarfi cómo Marruecos ha dividido un país por la mitad con la construcción del muro y con todas las consecuencias que ello supone para el desarrollo cultural, social y afectivo de su población. Es una estrategia perversa de los marroquíes para mantener su dominio en una guerra de desgaste en la que las armas guardan silencio de momento y que no parece tener fin, como sucede con la mayoría del resto de los países africanos mientras Europa, Estados Unidos y el resto del mundo contemplan cómo se desangra el continente de norte a sur.
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Cada minuto que pasa muere un niño en África a causa de la malaria. No es inevitable, pero sucede. ¿Por qué? Por lo mismo que la hambruna mató en Somalia a más de un cuarto de millón de personas entre octubre de 2010 y abril de 2012, en apenas un año y medio. Hay soluciones para evitarlo, pero no se aplican. La comida se tira en otras partes del mundo y se derrocha, mientras que en África, en el Sur en general, y también en los países desarrollados, hay gente que pasa hambre. Los expertos aseguran que vivimos en un planeta de abundancia alimentaria y la ONU sostiene que la producción de alimentos da para que coman 12.000 millones de personas, prácticamente el doble de la población mundial. A la falta de medicinas y alimentos se suma el problema de los conflictos armados que empujan a miles de personas a marcharse de sus hogares y a buscar alivio en el Norte, el paraíso soñado. Muchos encuentran la muerte en el camino y quienes logran llegar se enfrentan al desarraigo, a la marginación, a la exclusión y, de nuevo, a la pobreza. Son víctimas de la xenofobia, del racismo, de la explotación laboral y sexual, e incluso de la esclavitud. Los migrantes subsaharianos que cruzan las fronteras irregularmente, y que se embarcan en pateras al llegar al Mediterráneo para alcanzar las costas españolas e italianas, no son sólo emigrantes económicos, como tampoco lo eran buena parte de los europeos que en oleadas viajaron durante los siglos XIX y XX a América, la tierra de las oportunidades. El motivo que les lleva a emprender esos viajes es la supervivencia, la suya y la de sus
familias. Son por tanto desplazados. Escapan de la miseria causada por las guerras y de los desastres medioambientales que está provocando el cambio climático, del que buena parte de la responsabilidad la tiene el Norte incivilizado. Basta con echar un vistazo a un periódico cualquier día de la semana para tomar conciencia de ello. En el momento de escribir estas líneas, en la prensa leo que la situación entre la población de Sudán del Sur está al borde de la “calamidad”, puesto que la guerra que padecen, sobre la que ningún occidental sabe cuáles son sus causas, amenaza con cobrarse la vida de cientos de miles de personas tanto por los enfrentamientos armados como por el hambre. Leo también una nueva avalancha de subsaharianos, para intentar cruzar a Europa, contra la valla fronteriza de Melilla, la ciudad española en territorio africano, que es repelida por las fuerzas de seguridad del Estado con aerosoles de gas pimienta y extintores. Y me indigno al leer las declaraciones de una autoridad española que afirma, textualmente: “La desesperación no es excusa para entrar con fuerza”. Decir algo así sólo es propio de alguien que no sabe lo que es la desesperación, que no atisba ni imagina remotamente la tragedia que hay detrás de estos inmigrantes que tienen que separarse de sus familias y poner en juego sus vidas para sobrevivir. Lo que es una excusa es hablar de emigración económica para no ver lo que hay detrás de este fenómeno y limitarse a criminalizarlo. La dignidad es lo único que tenemos las personas cuando carecemos de recursos materiales, y el derecho a una vida digna de-
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Go (Jap贸n, 2001), de Isao Yukisada.
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bería estar al alcance de todos. A veces hay que ponerse en la piel del otro para comprenderlo, en lugar de criminalizar su desesperación. El cine es un instrumento que nos ayuda a entender desde la mirada de los migrantes forzados su doble tragedia, la de tener que emigrar y la de caer en manos de las mafias que controlan el tránsito irregular de personas por las fronteras. ACNUR organizó hace unos años un ciclo de películas sobre esta temática cuyo título era muy elocuente: “Pongámonos en sus zapatos”. Hagamos eso para descubrir esa otra realidad de unos desplazados que no siempre son considerados como tales sino como emigrantes económicos sin más. Conforme se agrava la problemática de África, las fronteras con Europa, principalmente marítimas, se blindan y ya no sólo se criminaliza al emigrante sino a quien le ayuda. Las leyes del mar desaparecen para imponerse las rígidas normas migratorias que obligan a comunicar a las autoridades la existencia de pateras e impiden actuar a los marineros de forma humanitaria. Los problemas del Sur son invisibles a la mirada occidental, y más tras el estallido de la crisis económica global que tanto ha sacudido y desestabilizado a los países europeos, donde vuelve a crecer la extrema derecha y Suiza ha dado un giro político radical de marcado tono xenófobo. Es difícil conocer las cifras exactas de la magnitud de la tragedia de la emigración irregular en un punto tan caliente en términos migratorios como es el área mediterránea. En 2012, un reporte de Fortress Europe decía que 14.714 personas habían perdido la vida sólo en las costas europeas desde 1988 cuando intentaban llegar a ellas de forma irregular en precarias embarcaciones, víctimas de las mafias dedicadas al tráfico de seres humanos. Pero ese informe reconocía a su vez que la cifra podría ser mayor. No hay conciencia real de cuál es el problema. Y estamos hablando ahora exclusivamente del área mediterránea, porque si extendemos nuestra mirada a todas las zonas del planeta que presentan este fenómeno, su dimensión se escapa por completo a nuestra comprensión. La Organización Internacional para las Migraciones asegura que la mayoría de los migrantes internacionales procede del Sur. Son un 69% del total. Da otros datos muy
interesantes que revelan la magnitud de este asunto. El 56% de los migrantes internacionales, como mínimo, vive en el Norte, y representa entre un 10 y un 12% de su población total, mientras que en el Sur sólo representan el 2% de la población residente. La gente se mueve hacia el Norte para huir de la miseria, para dejar de ser invisibles, porque eso es lo que son para Occidente. Ese es el título de una película hecha por un grupo de realizadores de varios países para visibilizar algunas problemáticas del Tercer Mundo, Invisibles (España, 2007), en la que los cineastas Isabel Coixet, Fernando León, Mariano Barroso, Javier Corcuera y Win Wenders viajan por el mundo de la mano de la ONG Médicos sin Fronteras para conocer problemas como la miseria de los niños de Uganda, de los menores que no tienen acceso a la sanidad más básica en los países del Sur, o que sufren la violación de los derechos humanos en conflictos armados como el del Congo. Ahí reside el problema. La causa de la emigración irregular es la injusticia social, la explotación del hombre por el hombre, el neocolonialismo, y las nuevas formas de esclavitud, puesto que el Norte incivilizado abre y cierra sus fronteras en función de sus necesidades de mano de obra barata. Eso ha llevado a incrementar el problema con la crisis económica en Europa, puesto que los esfuerzos se han centrado en blindar las fronteras del este, ya que el mar Mediterráneo constituye un gran foso fronterizo que dificulta la emigración irregular, aunque no la evita cuando la desesperación es grande. La situación ha creado un problema grave en la frontera greco-turca, convertido en un infierno para los refugiados, cuestión que se analiza en el documental Hellas Hell (España, 2011), de Gabriel Pecot, Romina Peñate y Antoni Rull. Ajenos a la única solución posible, que es acabar con las desigualdades en un mundo que dispone de recursos suficientes para que toda su población viva de una manera digna, los gobernantes se empeñan en atacar el problema con medidas como el blindaje de las fronteras en lugar de propiciar un reparto más justo y equitativo de la riqueza. Así quedó de manifiesto en la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea y África celebrada en abril de 2014 en Bru-
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selas. En ella, los gobernantes fijaron un programa de actuaciones a desarrollar para el próximo cuatrienio cuya prioridad era la inmigración irregular, seguida de la seguridad y el desarrollo, justo al revés de como debería afrontarse el problema: primero facilitar el desarrollo para garantizar la seguridad y así evitar que la gente tenga que emigrar de su tierra dejando atrás su identidad y sus orígenes. La historia son ciclos y quién sabe si dentro de un tiempo la situación dé la vuelta y tengan que ser los europeos quienes se vean obligados a emigrar hacia África en busca de una vida digna. Esa posibilidad, por muy sorprendente que resulte, es la metáfora que propone el largometraje de ficción Africa Paradis (África paraíso, Benin/Francia, 2006), de Sylvestre Amoussou. La acción se sitúa en el año 2033. Los Estados Unidos de África viven un periodo de prosperidad. Las guerras han desaparecido, toda la población tiene acceso a la educación y a la sanidad básica, hay empleo y ha crecido la clase media. En cambio, Europa está sumida en el subdesarrollo y la gente busca un futuro digno donde lo hay en ese momento, en África. Una pareja francesa, él informático y ella maestra, deciden emigrar clandestinamente pero al intentarlo son detenidos por la policía fronteriza y son recluidos en un centro de internamiento. Él escapa y debe afrontar una vida incierta sin papeles, mientras que ella consigue un trabajo de empleada doméstica. El mundo al revés es lo que muestra el film, hecho por un africano nacido en Benin e inmigrante en Francia que cuando concibió la película quería plantear una reflexión a partir de eso que proponíamos antes de calzarse el zapato de otro. Le costó siete años poner en pie el proyecto y, al margen de su exhibición en festivales de cine, su distribución ha sido escasa. Al Norte no le interesa ver las realidades del Sur, y mucho menos meterse en la piel de otros para imaginar qué ocurriría si la tortilla diese la vuelta. A pesar de ello, cineastas de todo el continente europeo y de los países africanos se esfuerzan por incorporar esta temática a sus filmografías para abrir nuevos espacios de reflexión, que es lo que hace falta para que las cosas puedan cambiar algún día.
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Arriesgar la vida en un mar de esperanza I Villaggio di Cartone (La aldea de cartón, Italia, 2011), de Ermanno Olmi, afronta el fenómeno migratorio desde un análisis global que explora las causas y las consecuencias de la criminalización de estos desplazados forzados a partir de un relato que fuerza al espectador a hacer una reflexión sobre las diferencias entre la caridad y la justicia social. La acción se sitúa en el presente, en el marco de la criminalización del fenómeno migratorio en Italia, que prohíbe a los ciudadanos auxiliar a los inmigrantes irregulares. En ese contexto, una parroquia es desacralizada y se convierte en refugio de un grupo de africanos recién llegado a las costas. El sacerdote, sumido en una crisis de fe por el desmantelamiento de su iglesia en un mundo que ha dejado de creer, les da cobijo e impide que las autoridades y el ejército se los lleve con ellos. Allí pasarán una noche y crearán una improvisada aldea de cartón empleando los bancos y usando cajas y plásticos para cobijarse de las goteras que tiene el edificio. Algunos llegan heridos y entre las refugiadas hay una mujer que da a luz a un bebé. El padre es uno de los que no consiguió salvarse. Según cuentan, unos pocos lograron llegar a la playa. El lugar se convierte en un improvisado sanatorio para dar asistencia a los heridos, puesto que si los llevan a un hospital, los doctores estarían obligados a denunciarlos a las autoridades. El sacerdote hace todo lo que puede por ellos y a pesar de encontrarse enfermo se enfrenta a las autoridades para impedir que los detengan allí. Al día siguiente, cuando intentan salir, las fuerzas de seguridad se lanzan sobre ellos y sobreviene la tragedia. La película de Ermanno Olmi es poco conocida pero dibuja con gran lucidez todo lo que envuelve el fenómeno de las migraciones: el conflicto entre el Norte y el Sur, por la ignorancia, el desconocimiento y el egoísmo, y entre Occidente y Oriente. Muestra un mundo incapaz de dar una solución, tanto por parte de las autoridades políticas, como por la sociedad en general, embrutecida por los medios de comunicación y cuyos ciudadanos se han convertido en borregos autómatas que siguen los dicta-
dos a ciegas de sus amos para preservar el insostenible modelo de neoliberalismo salvaje que se ha impuesto después de la lucha de clases que caracterizó al siglo XX. De hecho, la película finaliza con la advertencia de su director y guionista de que “o cambiamos el curso de la historia o la historia nos cambiará a nosotros”. Toda la acción se desarrolla en el interior de la iglesia desacralizada y sólo al final se muestran unos exteriores con un mar embravecido y una playa hasta la que han llegado los restos del naufragio de una patera, una de las embarcaciones empleadas por los inmigrantes africanos. La cinta advierte de que nuestro mundo se desmorona por los egoísmos frente a la solidaridad, y que eso engendra odios y resentimientos, germen del terrorismo y de los nuevos estados policiales hacia los que nos vemos abocados. Mientras el sacerdote afronta su crisis de fe, siendo la Iglesia católica una religión que siempre ha estado del lado del poder económico por más que haya
predicado la caridad cristiana, y descubre que el sentido de la existencia y de la vida está mucho más allá de Dios y que se encuentra en la solidaridad con sus semejantes; entre los bancos de la parroquia se desarrolla un amplio debate sobre la emigración clandestina, el rechazo a los inmigrantes y el respeto al derecho a la vida. La lectura de un cuaderno encontrado en la playa que pertenecía al padre del bebé que nace en la iglesia abrirá una discusión entre los refugiados. El cuaderno cuenta la historia de un mundo ideal en el que todos somos iguales porque procedemos de una misma madre. En cambio, una mujer, inoculada por el odio causado por el desprecio hacia el derecho a la vida de los desplazados, asegura: “La madre de la humanidad ha sido asesinada. Y ha terminado el tiempo de la resignación. La riqueza de unos pocos se paga con la miseria de muchos. Pero nuestra miseria es el principio de su final. Los que tienen todo, razonan sentados sobre sus panzas repletas de comida. Y nosotros respon-
I Villaggio di Cartone (Italia, 2011), de Ermanno Olmi.
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deremos con las tripas llenas de explosivos”. ¿Acaso nos está diciendo que la Tercera Guerra Mundial ha estallado hace tiempo por la injusticia social y que se está librando ya entre el Norte y el Sur, entre Occidente y Oriente, y que su brazo armado es el terrorismo integrista? La injusticia social, desde luego, pone en brazos de los extremistas a quienes están condenados a la miseria, aunque otros refugiados en la iglesia replican a ese discurso radical. “La práctica de la violencia no devuelve la justicia”, argumenta esa persona para iniciarse seguidamente un diálogo. “Y los que pasan hambre, ¿pueden comerse tu justicia?”, le replica la extremista, quien añade: “Con sus leyes, los animales tienen más derechos que nosotros”. “Si te comportas como un animal, ¿cómo vas a tener el respeto de los hombres?”, le contesta por último quien se opone a la violencia. En cambio, los jóvenes que hay entre el grupo de refugiados abrazan las ideas extremistas cargados de odio para convertirse en terroristas suicidas. El niño recién nacido es considerado por todos como hijo de África, pero se preguntan si su destino es Europa o el continente del que procede la humanidad.
Terraferma (Italia, 2011), de Emanuele Crialese.
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Una familia que ha emigrado con su hijo reconoce que con ese viaje querían dar una vida nueva a su vástago, pero que han descubierto que no se encuentra allí. “África puede volver a empezar, aquí sólo puede terminar”, afirma el padre cuando comunica al resto que van a regresar. Ni podrán volver ni podrán seguir adelante los otros, puesto que a la salida de la iglesia les aguarda una batalla campal de resultados apocalípticos. No se muestra a los ojos del espectador porque el punto de vista permanece dentro de la parroquia, pero se sugiere a través de los sonidos de lo que sucede fuera y del estallido de la vidriera del rosetón de la iglesia. El realizador de la cinta nos está diciendo que no es suficiente con refugiarse en la caridad cristiana y en la solidaridad bienintencionada, sino que hay que dar un paso revolucionario para que el mundo no se desmorone como lo está haciendo ya. El cine italiano está aportando obras interesantísimas sobre esta temática, lo que tampoco es de extrañar si se tiene en cuenta que en ese país auxiliar a un inmigrante irregular es un delito castigado en los tribunales de justicia. Terraferma (Italia, 2011), de Emanuele Crialese, propone una cruda reflexión sobre esa cuestión. Una familia da auxilio y oculta en su casa a una mujer inmigrante que da a luz a una niña nada más llegar a la isla italiana donde se desarrolla la acción. La ha rescatado del mar, junto a otros inmigrantes irregulares, un veterano marinero que hace caso omiso de las leyes del Gobierno, que obliga a los civiles a avisar a las autoridades en caso de encontrarse con una patera y que les prohíbe tajantemente intervenir en su auxilio. En cambio, el anciano cumple con las leyes del mar, que por humanidad obligan a salvar a cualquier persona que se encuentre a la deriva. Lo contrario es una salvajada cuya única finalidad es desmotivar a quienes se lanzan en pateras desde África para cubrir la distancia que separa sus costas de las italianas. Al ver esta película, en la memoria de todos afloran imágenes reales de tragedias ocurridas recientemente en esta parte del mundo, como la del naufragio de un barco en octubre de 2013 que había partido de Libia con alrededor de 500 inmigrantes irregulares, de los cuales más de 350 murieron ahogados frente a las costas de Lampedusa (Italia); o la del naufragio
de otra embarcación con 400 personas de las que sólo sobrevivieron la mitad, a 100 millas de esa misma isla italiana, en mayo de 2014. No fueron hechos aislados. Apenas 24 horas antes, otros 40 inmigrantes habían muerto en las costas de la localidad libia de Al Garbuli, poco después de partir en una embarcación que también naufragó. Estas tragedias se suceden, si no a diario, sí semanalmente como poco. Durante 2013, a las costas italianas llegaron 43.000 inmigrantes sin papeles, mientras que sólo durante los cinco primeros meses de 2014 la cifra se elevaba a 39.538. Se trata de un fenómeno que va al alza. En Terraferma, sólo el anciano, llamado Ernesto, tiene el arrojo de ayudar a los inmigrantes, y en particular a la parturienta dándole refugio en su casa, anteponiendo su humanidad al cumplimiento de las leyes pese a que eso lo convierte en un delincuente. Su nieto, Filippo, no comprende a su abuelo, y tampoco la nuera, Julieta, que rechazan la presencia de la mujer y consideran que la llegada de inmigrantes les perjudica. La isla carece de otros recursos que la pesca, cada vez más escasa, y el turismo. Y a los turistas no les gusta encontrarse en sus playas con el trágico espectáculo de inmigrantes ahogados en el mismo lugar donde ellos van a descansar y a relajarse ajenos al sufrimiento de los demás. Las autoridades precintan la embarcación de la familia y la confiscan, único medio de vida que poseen. Deberán subsistir exclusivamente alquilando su casa a los turistas. Una noche, Filippo roba una barca para dar un paseo nocturno a una veraneante, Maura, y en el mar se encuentran con un grupo de inmigrantes cuya embarcación ha naufragado y que intentan alcanzar la costa a nado en medio de la oscuridad. En lugar de ayudarles, les golpea con los remos para que no puedan subir a la barca y regresa al puerto dejándolos heridos y a la deriva. A la mañana siguiente, las olas los empujarán hasta la playa, algunos muertos y otros exhaustos. El recuerdo de lo sucedido atormenta a Filippo y a Maura, que representan a las nuevas generaciones de quienes depende que el mundo futuro sea mejor de lo que es ahora. El fenómeno de la inmigración irregular preocupa a los habitantes de la isla de Terraferma porque daña
su imagen turística y perjudica la forma que tienen de ganarse la vida, pero aún así los mayores se muestran firmes en que deben respetarse las leyes del mar y ayudar a los náufragos. Eso provoca enfrentamientos con la guardia costera y divide a la población. Julieta, que es viuda y quiere emigrar porque la isla ya no le da un sustento para vivir, tiene miedo de que alguien los delate y rechaza a la inmigrante que tiene refugiada en la cochera de su casa. El contacto con el bebé, al que asistió en el parto, le hace cuestionarse su rechazo inicial y acaba por intimar con la inmigrante al entender su drama. La mujer es etíope y emprendió el viaje hacia Italia dos años antes junto con su hijo, refugiado con ella en la casa de Julieta, para ir al encuentro de su marido en Italia. Cuando conoce su historia, Julieta descubre que entre ellas hay más cosas que las unen de las que las separan. Ella también quiere emigrar al continente porque la isla no garantiza su subsistencia ni ofrece un futuro para su hijo después de la muerte de su marido. Mientras los turistas son ajenos al drama diario que se vive en la isla, la familia italiana se las ingenia para llevar a la inmigrante etíope y a sus hijos al continente, pero el control de las autoridades migratorias se ha incrementado y revisan todos los vehículos que embarcan en el ferry, por lo que abortan el intento de sacarla de allí esa noche. En cambio, Filippo, atormentado por no haber dado auxilio a los náufragos, toma la iniciativa de desprecintar el barco de la familia y lanzarse al mar con la inmigrante y sus hijos para llevarlos hasta el continente. Al igual que Julieta al final toma partido y se compromete, solidarizándose con la mujer etíope y su familia, Filippo hace lo mismo en un gesto de insumisión hacia la tiranía, porque no puede llamarse de otra forma, del Gobierno italiano y sus leyes inhumanas. Hay que recordar que Italia fue también potencia colonial en África y tiene por tanto parte de culpa en este conflicto. Emanuele Crialese construye un film de compromiso social y de denuncia sin incurrir en lo dogmático. Hace un planteamiento emotivo y reflexivo para mostrar el lado invisible de la dolorosa realidad de la migración, puesto que se presenta desde dos vertientes: la de los
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inmigrantes africanos que llegan a las costas italianas en busca de una vida digna, y la de los isleños italianos que se plantean emigrar al continente por lo mismo. La escena subacuática que abre la película, que muestra en un plano subjetivo la embarcación de Ernesto desde el fondo del mar hasta que las redes de pesca envuelven la cámara, se convierte así en una metáfora del desplazado atrapado por sus circunstancias, de las que los demás son ajenos sin ser conscientes de que algún día ellos también pueden encontrarse en una situación similar. En una secuencia de Terraferma, la emigrante etíope cuenta su periplo desde que partió de su país hasta que pudo embarcar en una patera. Recorrió miles de kilómetros con su hijo mayor desde Etiopía hasta Libia pasando por Sudán. Tardó dos años caminando y al llegar a Libia fue violada por los policías, que la encarcelaron junto con otros inmigrantes irregulares. Su drama, pues la hija que ha tenido es fruto de una violación y su hermano no la quiere al haber presenciado la agresión sexual que padeció la madre, hace reflexionar a la otra madre de este drama, Julieta, que de su rechazo inicial cambia de actitud y se solidariza con la mujer cuando conoce su historia. Historias similares, dramáticas y en las que la realidad supera la ficción nos cuentan otras películas como In this World, que ya vimos en un capítulo anterior sobre la emigración por tierra de un refugiado afgano desde Pakistán hasta Inglaterra. Un planteamiento similar al de esa película es el que propone Querida Bamako (España, 2007), de Omer Oke y Txarli Llorente, sobre el viaje que emprende el joven Moussa desde Burkina Faso hasta Bilbao en España. Los realizadores alternan la puesta en escena propia del cine de ficción, como si de un docudrama se tratara, con otras secuencias propias del documental. Así, mientras seguimos el recorrido a pie de Moussa desde su país hasta las costas españolas tras cruzar el Estrecho por mar, los cineastas alternan el metraje con la grabación de testimonios de inmigrantes, que intercalan con fotografías reales de este drama: desde imágenes de campamentos de desplazados hasta instantáneas que muestran el salvamento de estas personas cuando naufragan sus embarcaciones y son resca-
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tados in extremis antes de ahogarse. El resultado final es un híbrido atípico entre ficción y documental que ilustra como pocos las motivaciones que llevan a estas personas a atravesar desiertos a pie, donde muchos pierden la vida, y a embarcarse en frágiles pateras. Los cineastas comienzan el relato mostrando la vida de Moussa en la aldea donde reside con su mujer y su hijo. La sequía ha dado al traste con la cosecha y la supervivencia y el bienestar de los suyos le empujan a tomar la decisión de irse a España. Querida Bamako no muestra sólo los problemas del viaje, personalizados en el caso de Moussa y de los compañeros que hace durante el recorrido, sino también la decepción, la frustración del paraíso soñado en el Norte, donde les aguarda la marginación y la exclusión, el precio de haberse lanzado a una odisea que pudo haberles costado la vida para salvar otra vida, la de su familia en África. La dificultad para conseguir los papeles de residencia, su integración en una sociedad de la que desconocen todo y en la que todo es diferente, así como el racismo y la xenofobia, las penurias, las dudas y las calamidades que deben pasar, son otros temas que también se abordan en el relato dramático y en los testimonios de los inmigrantes. 14 kilómetros (España, 2007), de Gerardo Olivares, sigue también la ruta desde varios países africanos de quienes llegan a las costas del Estrecho de Gibraltar para alcanzar la dorada Europa, aunque sin la fuerza dramática y el valor documental que el film de Oke y Llorente. Su título hace referencia a la distancia que separa las costas africanas de las españolas en el punto donde más cerca se encuentran, y en este caso los protagonistas son jóvenes africanos que atraviesan Mali, Níger y Argelia hasta llegar a Marruecos. Su visionado ayuda también a hacerse una idea del drama y el sacrificio de estas personas que después caen en las redes mafiosas dedicadas al tráfico de seres humanos para acabar siendo criminalizadas cuando cruzan las fronteras. En otros tiempos habrían sido vistos como héroes, como lo fueron los colonos, que frente a la adversidad y movidos por el espíritu de frontera, emprendieron un día un viaje hacia lo desconocido para comenzar una nueva vida digna. En cambio, son
vistos como delincuentes y un peligro para la estabilidad del Norte incivilizado. La visión marroquí de este mismo tema la encontramos en Tarfaya (Marruecos, 2004), de Daoud Aoulad-Syad, sobre las vicisitudes de una joven de 28 años que intenta cruzar clandestinamente a España desde el norte de Marruecos después de haber robado el dinero para hacerlo. La experiencia le llevará a conocer a otras mujeres en situación similar a la de ella mientras aguarda a poder subirse a una patera. Una larga espera durante la que descubrirá el elevado precio de la libertad que ansía. Argelia aportaría en esta misma línea el largometraje Mugak (Fronteras, 2001), de Mostefa Djadjam. La libertad es lo que buscan quienes se atreven a aventurarse en un viaje en patera hacia las costas españolas o italianas. Dejar atrás la pobreza de zonas como el cinturón del Sahel en países como Sudán, Chad, Mali, Mauritania, Níger y el sur de Argelia, donde a principios de 2014 había 5 millones de niños que no tenían con qué alimentarse y 20 millones de personas en riesgo de inseguridad alimentaria, según el coordinador humanitario de la ONU en la región, Robert Piper. Sequías, desnutrición, conflictos armados y desastres naturales por el calentamiento del planeta son otros factores que empujan a los jóvenes a emigrar en busca de oportunidades como a las que aspiramos cualquiera. La libertad entraña tener una vida digna con un trabajo, un techo bajo el que dormir, la seguridad de que vas a comer todos los días, que tus hijos van a ir a la escuela y que se van a educar para construir así algún día un mundo mejor, y que si se enferman van a poder sanarse porque tendrán a su alcance las medicinas y la sanidad a la que en otros sitios solo puede acceder una minoría privilegiada. Sólo así se entiende lo que hacen los protagonistas de La pirogue (La piragua, Senegal, 2012), de Moussa Touré, que se embarcan en precarias embarcaciones desde Dakar con destino a las islas Canarias, el archipiélago español en el Atlántico frente a las costas del Sahara, sin haber visto nunca el mar ni ser conscientes del riesgo que entraña la travesía. Todo ese sacrificio para ser deportados de vuelta a su país a las pocas semanas si consiguen alcanzar su objetivo tras las calamidades padecidas. Otras
veces hacen el viaje desde las costas argelinas para recorrer 200 kilómetros en barcas que no están ideadas para hacer ese tipo de travesías, como muestra Harragas (Argelia/Francia, 2009), de Merzak Allouache, un largometraje de ficción que cuenta la odisea de un grupo de inmigrantes clandestinos, a los que se llama harragas, que emprende uno de estos viajes. Argelinos son también los inmigrantes irregulares que se lanzan al mar en una patera en el cortometraje Brûleurs (Argelia/ Francia, 2011), de Farid Bentoumi, cuyo protagonista compra una videocámara para llevarse los recuerdos de su familia y de su ciudad, y con la que se embarcará para dejar constancia documental del viaje. Las sensaciones de estas personas que se lanzan al mar para alcanzar eldorado europeo es sobre lo que trata el cortometraje documental Azadón (España, 2004), de Pepe Marín. Otros films del mismo género abordan igualmente las penurias de estos emigrantes como sucede en Cayuco (España, 2007), de María Miró, y en Harga (Túnez/Francia, 2010), de Leila Chaibi. De la brutalidad ejercida en los controles migratorios de los países africanos son cómplices los europeos, tal
Harragas (Argelia/ Francia, 2009), de Merzak Allouache.
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Los Ulises (España, 2011) de Alberto García Ortiz y Agatha Maciaszek.
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como denuncia Come un uomo sulla terra (Italia, 2008), dirigido por Andrea Segre, Dagmawi Yimer y Riccardo Biadene. Es un documental que trata sobre la brutal forma de actuar de las autoridades libias, en este caso antes del derrocamiento de Gadafi, contra los refugiados etíopes que intentan escapar a Europa y cuyo control migratorio está financiado con fondos italianos y europeos. Ya hemos visto la tragedia vivida por la protagonista de Terraferma y en este otro film es otra víctima real de esa situación, Dagmawi Yiner, quien lo cuenta a la cámara con todo el sufrimiento que los recuerdos le traen a la memoria. Hoy día hay un amplio debate en Europa sobre cómo afrontar la inmigración irregular que llega a sus países desde las zonas calientes de acceso, pero en lugar de abordar el problema desde una perspectiva humanitaria se está haciendo desde la represión, con saldos como la muerte de una quincena de subsaharianos en febrero de 2014 cuando intentaron entrar a nado en la ciudad española de Ceuta, en territorio marroquí, en lugar de hacerlo saltando la valla, a la que cada día
se encaraman los emigrantes llegados desde diferentes países europeos y que se refugian en bosques cercanos. No es un problema nuevo, pero los distintos gobiernos españoles que ha habido, ya sean de izquierdas o de derechas, han sido ajenos a ello y lo único que han hecho ha sido utilizar este drama como arma política en función de que estuvieran en la oposición o en el ejecutivo. Una avalancha de inmigrantes contra las vallas fronterizas de Ceuta y Melilla provocó en septiembre de 2005 la muerte de cinco subsaharianos en la primera de estas ciudades. Los disparos fueron hechos tanto del lado español como del marroquí y ambos países se acusaron mutuamente de los crímenes. En la mayoría de los casos la muerte se produjo por impactos de bala y en otros por postas. El documental Victimes de nos richesses (Víctimas de nuestras riquezas, Mali/ Francia, 2006), de Kal Touré, aborda un año después de aquellos sucesos cómo se desarrollaron los mismos. Entrevista para ello a repatriados que explican sus tentativas de cruzar la frontera y cómo vivieron esos acontecimientos. Ceuta está considerada por muchos africanos como la puerta de Europa y sobre las motivaciones de quienes intentan cruzarla cueste lo que cueste trata Bab Sebta (Portugal, 2008), de Pedro Pinho y Frederico Lobo. No sólo los subsaharianos eligen esta vía para adentrarse en Europa, sino también los asiáticos. Nos lo cuentan Alberto García Ortiz y Agatha Maciaszek en Los Ulises (España, 2011), un documental que trata sobre 57 inmigrantes procedentes de la India que subsisten en un campamento improvisado por ellos en el bosque de El Renegado, dentro de la ciudad autónoma de Ceuta. Lograron entrar a España y estuvieron en un centro de estancia temporal para inmigrantes, pero ante el temor a ser deportados, escaparon al monte para refugiarse allí. Los autores del documental siguen con sus cámaras durante dos años a estas personas y son testigos de sus esperanzas, pero también de sus miedos, de sus deseos de salir del limbo en que se encuentran y de la dura experiencia que fue el viaje desde la región del Punjab, una de las más pobres y conflictivas de la India. Las cámaras también se trasladan allí para contactar con los familiares y dan cuenta de lo ocurrido a quienes no llegaron hasta Ceuta, de quienes murieron en el intento
después de cruzar África del Norte a pie conducidos por las mafias que se dedican al tráfico de personas a cambio de dinero. Quienes emprenden este viaje no pueden dar marcha atrás y deben llegar a su destino porque tienen que saldar las deudas contraídas. Los protagonistas de la historia son cinco de esos inmigrantes de un total de 57 que llegaron a Ceuta. En la película no hay nada que interfiera en el relato de sus protagonistas reales, no hay narración en off sino simplemente el testimonio de ellos. No hace falta más para comprender su situación. La llegada a eldorado europeo suele ir acompañada del desencanto o de la tragedia, como les ocurre a los protagonistas de los films españoles Cartas de Alou (1990), de Montxo Armendáriz; Bwana (1996), de Imanol Uribe; Said (1999), de Llorenç Soler; Poniente (2002), de Chus Gutiérrez; y El traje (2002), de Alberto Rodríguez; Et après… (Marruecos/Francia, 2002), de Mohamed Ismail; y Andalousie, mon amour! (Marruecos, 2011), de Mohamed Nadif, entre otras muchas, de las que cabe destacar también el cortometraje de animación El viaje de Saïd (España, 2006), de Coke Riobóo, que trata, mediante muñecos de plastilina animados con la técnica del stop motion, sobre la experiencia de un niño marroquí en una España convertida en parque de atracciones y llena de trampas para los inmigrantes, desde la explotación laboral al racismo y la xenofobia. Chus Gutiérrez en Retorno a Hansala (España, 2008) sigue el viaje de retorno a su tierra de un inmigrante marroquí muerto, ahogado al intentar llegar a las costas españolas, donde una hermana con residencia que le envió el dinero se siente culpable de su muerte. La historia que cuenta la cinta permite conocer las causas que llevan a estos jóvenes a arriesgar sus vidas porque en sus países no tienen esperanza de futuro, y el éxito relativo de quienes han emigrado les anima a correr el riesgo. Éxito para ellos, como se muestra en el film, es tener acceso a una vivienda digna, a la sanidad y a cosas tan elementales como el agua corriente, y sobre todo a un trabajo, por muy malo que sea, y a la esperanza de poder prosperar, algo a todas luces imposible en el remoto pueblo marroquí de Hansala de donde procede la víctima.
Retorno a Hansala es también un viaje iniciático, el del protagonista español propietario de una funeraria, Martín, que quiere hacer negocio con los inmigrantes muertos que aparecen en las playas de Rota. Leila, la hermana marroquí del fallecido, contratará sus servicios para llevar el cadáver a su pueblo y enterrarlo allí conforme a sus ritos funerarios. No tiene todo el dinero y se compromete a pagar el resto una vez que lleguen a Hansala, pero allí su familia tampoco lo tiene. Al ver cómo todo el pueblo hace una colecta para reunir esa cantidad y saldar la deuda, Martín tomará conciencia de una realidad que hasta ese momento sólo veía con fines mercantiles. No aceptará el dinero que le deben y a su regreso ideará un sistema más económico para poder repatriar los cadáveres encontrados en las costas, no ya por interés de su negocio sino por un compromiso humanitario. No obstante, el protagonista principal de la película de Chus Gutiérrez es Rachid, el joven marroquí de 19 años ahogado frente a las costas españolas. Sólo lo vemos muerto en la morgue cuando lo identifica su hermana, pero el film comienza con un plano subjetivo suyo al intentar alcanzar la playa en el que la cámara adquiere el punto de vista de la mirada del inmigrante. No puede hacerlo porque le flaquean las fuerzas. Es una imagen angustiosa. El espectador descubre de qué se trata por intuición. La cámara forcejea para intentar salir a la superficie, pero finalmente se hunde en el mar al ahogarse el muchacho. La cineasta sitúa al público desde el principio en el lado de la tragedia y lo condiciona así para emprender un viaje iniciático, el mismo que hace Martín, en el que descubrirá quién era Rachid y qué le llevó a arriesgar su vida.
Ni de aquí ni de allá El inmigrante acaba convertido con frecuencia en alguien de ninguna parte. No es ni de su país ni del lugar que lo acoge. No es ni de aquí ni de allá. Ese es el drama oculto del migrante en numerosas ocasiones, que afronta el dolor de partir y abandonar su tierra, padece la dificultad de integrarse en el país de acogida y la nostalgia de la cul-
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tura que dejó atrás, para acabar siendo un emigrante sin patria. La partida está envuelta en sueños que no siempre se cumplen. Son empujados por diversas circunstancias a viajar a otro mundo que los ve como “los otros”. Así les sucede a los protagonistas de Moi un noir (Yo, un negro, Francia, 1958), de Jean Rouch, sobre nigerianos que emigran a Costa de Marfil en busca de trabajo y padecen el desarraigo; Après l’océan (Más allá del mar, Costa de Marfil/Francia/Reino Unido, 2008), de Eliane de Latour, cuyos protagonistas descubren que la vida en Europa no es como esperaban y cuando tienen que regresar a su país no son recibidos como héroes sino con indiferencia; Le cri du coeur (Burkina Faso/Francia, 1994), de Idrissa Quedraogo, donde un niño que viaja a Francia para reencontrarse con su padre deberá enfrentarse a un mundo hostil que lo rechaza; La pelote de laine (Francia, 2005), de Fatma Zohra Zamoum, que muestra el drama de una mujer que viaja también al país galo, donde trabaja su marido desde hace tiempo, cuya casa se convierte en la prisión de la esposa aislándola del exterior; o Paris sur mer (Marruecos, 2007), de Munir Abbar, un cortometraje cuyo protagonista es un emigrante de Benin que escribe a sus padres para decirles lo bien que le va en la capital francesa y que les cuenta que París está a orillas del mar, revelando así la gran mentira de quienes ocultan el fracaso tras haberse marchado. La partida provoca la inquietud de quienes deben partir o la zozobra de quienes se quedan en Heremakono (Mauritania, 2002), de Adberrahmane Sissako; Nha falah (Guinea Bissau, 2002), de Flora Gomes; Alyam Alyam (Marruecos, 1978), de Ahmed El Maanouni; y L’enfant endormi (Marruecos, 2004), de Yasmine Kassari. Y el retorno, voluntario o forzado después de un tiempo, genera conflictos en el transterrado y lo enfrenta a la nueva persona que es y que se debate entre lo que fue, lo que es, lo que dejó, lo que tiene y lo que perdió, y la dificultad de conciliar el presente con el pasado de su identidad. El cine africano ha abordado estas cuestiones tan importantes y relacionadas con la identidad en títulos como Pièces d’identités (República Democrática del Congo/ Bélgica/Francia, 1998), de Mweze Dieudonné Ngangura; Bye Bye Africa (Chad/Francia, 1999), de Mahamat-Saleh
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Haroun; Notre étrangère (Burkina Faso/Francia, 2010), de Sarah Bouyain; L’absence (Senegal/Francia, 2009), de Mama Kéïta; Les coeurs brûlés (Marruecos, 2007), de Ahmed El Maanouni; Bajo el mismo cielo (España, 2008), de Silvia Munt; La puerta de no retorno (España, 2011), de Santiago Zannou; A batalha de ta de tabatô (Guinea Bissau/Portugal, 2013), de Joao Viana; y el cortometraje Tes cheveux noirs Ihsan (Marruecos, 2005), de Tala Hadid. La vida del inmigrante no es fácil. El país de acogida le aguarda con costumbres que no son las suyas mientras que sus tradiciones chocan con las de su nueva residencia porque la convivencia de culturas no suele existir. Lo que se da en todo el mundo es la cohabitación, de ahí que se creen guetos y focos de marginación y exclusión como sucede en La haine (El odio, Francia, 1995), de Mathieu Kassovitz. La integración casi nunca se produce salvo que el inmigrante renuncie muchas veces a su identidad, y el conflicto estalla cuando se cruzan de por medio el racismo y la xenofobia. Así lo mostró Rainer W. Fassbinder en un clásico de esta temática: Angst essen Seele auf (Todos nos llamamos Ali, República Federal de Alemania, 1974). La pretendida tolerancia del país de acogida se ejerce a veces desde la ignorancia más intolerante, tal como demuestra Xavi Sala en su cortometraje Hiyab (España, 2005), donde una profesora obliga a una alumna musulmana a quitarse el velo islámico que le cubre la cabeza, puesto que considera que atenta contra sus derechos como mujer. Cuando la muchacha obedece y entra a su nueva clase descubre que sus compañeros llevan las cabezas cubiertas con gorras y pañuelos, o que van ataviados como les viene en gana con los atributos que marcan su identidad personal, lo que a ella no le han permitido hacer. Y el regreso, cuando vuelven a su tierra tras haber agotado su etapa de inmigrantes, no suele ser triunfal aunque sea digno, como le ocurre a Hassan, el marroquí que no encuentra ya trabajo en España y que retorna a su país a lomos de su tractor, la única posesión que tiene después de años de sacrificio, en El Rayo (España, 2013), de Fran Araújo y Ernesto de Nova. La incertidumbre y la inseguridad se convierten en un tormento para quienes carecen de papeles legales para
residir y trabajar, tal como muestra Timur Ismailov en el cortometraje Bingo (Holanda, 2009). Dentro de este formato se han hecho numerosas películas sobre las trabas burocráticas a las que se enfrentan los inmigrantes, y que sería imposible citar aquí en su totalidad. En Visa (La dictée) (Túnez, 2004), de Ibrahim Letaief, se incide en la dificultad de la libre circulación por el espacio europeo de Shengen y lo complicado que resulta obtener un visado en determinados países, mientras que en Tu seras mon allié ( Bélgica, 2012), de Rosine Mbakam, una gabonesa es retenida en el aeropuerto de Bruselas y es acusada de haber falsificado su documentación. Rolando Colla ha realizado diferentes films producidos en Suiza sobre el tema de la inmigración para tratar las deportaciones de irregulares a través de distintos cortos con el mismo título genérico, Einspruch, enumerados con números romanos sucesivos. Algunos se refieren a sucesos reales como el acontecido en una iglesia de Copenhague en 2009 cuando un grupo de iraquíes solicitantes de asilo se encerraron y fueron desalojados, tal como muestra Afvist (Denied, Dinamarca, 2009), de Aage Rais-Nordentoft. Varios de ellos llevaban más de una década en el país y habían tenido familia allí. Todos alegaban que Irak seguía siendo un país donde se violaban los derechos humanos. Las autoridades o no leían la prensa o, siendo daneses, “se hacían el sueco” y no se daban por enterados. El cineasta suizo Fernand Melgar, tradicionalmente un país de acogida aunque cada vez cierra más sus fronteras a cal y canto, ha dirigido varias películas sobre el asilo político. En 2008 lo hizo con La forteresse, en el que entra sin restricciones en un centro de acogida de solicitantes de asilo que esperan que sus casos se resuelvan pronto y bien, algo cada vez más difícil desde que en 2006 Suiza modificara su legislación en esta materia para convertirla en la más restrictiva de Europa. Melgar abundaría en el tema tres años después con Vol spécial (2011), sobre los vuelos especiales que deportan a aquellas personas cuya petición de asilo ha sido denegada, con independencia de que hayan formado una familia, tengan un trabajo estable y se hayan establecido en el país pagando sus impuestos sin depender de la Admi-
nistración. Quienes se niegan son tratados como delincuentes, esposados y deportados a la fuerza. No es una situación exclusiva de Suiza. Illégal (Bélgica, 2010), de Olivier Masset-Depasse, muestra algo parecido cuando una inmigrante rusa que lleva años viviendo en Bélgica es detenida en un control policial y al carecer de papeles es encerrada en un centro de detención de ilegales. La mujer deberá luchar para hacer frente a ese contratiempo, al igual que le ocurre al protagonista de Monsieur Lazhar (Canadá, 2011), de Philippe Falardeau, un argelino solicitante de asilo en Canadá que se hace pasar por profesor para conseguir trabajo en una escuela donde una maestra se ha suicidado en el aula de sus alumnos. Además de hacer frente al problema que viven los escolares, deberá enfrentarse a su propio drama después de haber perdido a su mujer e hijos en un atentado en Argelia, pese a lo cual se encuentra con trabas para conseguir el estatuto de refugiado. La emigración argelina a Francia ha dado títulos muy interesantes como Le thé au harem d’Archiméde (Francia, 1985), de Mendi Charef, sobre las dificultades de integración de la primera generación de argelinos nacidos
Tu seras mon allié ( Bélgica, 2012), de Rosine Mbakam. Francisco Javier Millán
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en el país galo. Abocados a los suburbios parisinos, dos amigos se ven empujados a la delincuencia para salir adelante porque la sociedad francesa no los ve como sus iguales a pesar de haber nacido allí. La marginación está presente también en Le gone du Chaâba (El chico de Chaâba, Francia, 1998), de Christophe Ruggia, que sigue los pasos de un niño de 9 años que vive en una barriada de chabolas, y en Vivre au paradis (Argelia, 1998), de Bourlem Guerdjou, que recrea el bidonville de Nanterre. Amir Sidi-Boumediène propone en Demain Alger? (2011) una reflexión en el momento actual sobre los jóvenes argelinos que deben emigrar a Francia para buscarse un futuro, mientras que a través del género documental, la producción francesa Ici on noie les algériens (Francia, 2011), de Yasmina Adi, recuerda la represión que sufrieron en los años sesenta los argelinos residentes en Francia con medidas como el toque de queda que se les impuso en 1961 y que fue contestado por miles de ellos manifestándose la tarde del 17 de octubre de ese año. Reclamaban la independencia de su país al llamado
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del Frente de Liberación Nacional. Más de 200 argelinos murieron en la brutal represión de las autoridades francesas, cuya masacre no fue reconocida oficialmente por el Gobierno galo hasta el año 2012. El film de Yasmani Adi indaga en cómo el Estado francés tomó la decisión de reprimir a sangre y fuego a los argelinos que vivían en territorio francés. En Inch’Allah dimanche (El domingo si Dios quiere, Argelia, 2001), de Yamina Benguigui, una mujer argelina viaja a Francia con sus tres hijos y su suegra para reunirse con su marido, que lleva ya una década viviendo allí. La adaptación no puede ser peor, puesto que los vecinos se muestran desconfiados y agresivos y el único contacto con el mundo exterior es a través de la radio. El drama es el género empleado igualmente por Rachid Bouchareb en Cheb (Francia, 1991), cuyo protagonista es un argelino expulsado de Francia que al volver a su país no encontrará allí tampoco su lugar en el mundo porque se siente rechazado y como un inmigrante en su propia tierra. En cambio, en Salut Cousin! (¡Hola primo!, Francia/Argelia/Bélgica/Luxemburgo, 1996), de Merzat Allouache, el discurso cambia al tratarse de un argelino que lleva tiempo residiendo en Francia, si bien la llegada de un primo desde Argelia reavivará la nostalgia. Allouache aborda ya el tema desde el género de la comedia, al igual que hacen Olivier Baroux en L’Italien (Quiero ser italiano, Francia, 2010), y Mohamed Hamidi en Né quelque part (Mi tierra, Francia, 2013). El protagonista de L’Italien es un hijo de inmigrantes que vive sumido en la mentira. Se llama Mourad Ben Saoud, nació en Francia de padres argelinos, pero se hace pasar por italiano. Con la falsa identidad de Dino Fabrizzi triunfa en lo profesional y en lo sentimental ocultando que es árabe. Lo hace para eludir el racismo y tener las mismas oportunidades de triunfar que los demás. A su familia le esconde también la verdad y cuando en el trabajo se enteran de que es argelino todo se derrumba. Su vida, que estaba llena de éxitos, cambia cuando se muestra a los demás no ya como el italiano alegre y exitoso que aparentaba ser, sino como el árabe hijo de inmigrantes hacia el que los franceses muestran desconfianza. Renegó de su identidad durante cinco años para escapar del
racismo y cuando intenta recuperarla acaba en tierra de nadie: dice a la policía que es un inmigrante ilegal y al ser deportado a Argelia, allí no le creen y lo encierran en prisión. Olivier Baroux nos hace cavilar en esta comedia sobre las dificultades de integración de los inmigrantes, y el racismo latente que existe en Francia, puesto que Mourad/Dino es francés de nacimiento, aunque sus orígenes estén en el Magreb, pero no es aceptado como un igual por sus compatriotas sino como alguien diferente a ellos e inferior. Su madre le cuenta que no le puso un nombre francés, a pesar de haber nacido allí, porque era importante que supiera de dónde venía. Al negar sus raíces y adoptar una falsa identidad entra en conflicto porque se niega a sí mismo por culpa de los prejuicios racistas. El protagonista cuenta que empezó con el engaño cuando nadie le alquilaba un apartamento cada vez que lo intentaba al dar su nombre árabe. En Né quelque part el protagonista es Farid, un descendiente de argelinos nacido en París, con novia francesa y que apenas habla árabe, pero que debe viajar a Argelia para solucionar un problema surgido con las autoridades, que quieren derribar la casa del padre y expropiar los terrenos. Farid se tendrá que enfrentar a la corrupta burocracia argelina y caerá en la trampa que le tiende su primo, que le roba el pasaporte, escapa a Francia y encima comete un delito. Sin documentación y con una orden de búsqueda internacional que llega a la embajada francesa, Farid se encuentra ante la imposibilidad de regresar a casa, aunque cada vez siente más cercana la Argelia de sus padres a pesar de las dificultades a que se enfrenta. Optará por seguir los pasos de los argelinos de su generación, emigrar ilegalmente, para poder volver a su tierra de nacimiento. Cae así en manos de las mafias que trafican con inmigrantes clandestinos que facilitan su entrada en Francia, y viajará con ellos en condiciones inhumanas en un barco dentro de contenedores. Hacer viajar ocultos a los inmigrantes en contenedores ya hemos visto que es un procedimiento habitual de las mafias para que entren ilegalmente en los países a los que quieren emigrar. Sucede así en In this World, donde mueren casi todos asfixiados, y en Clandestins (Clandes-
tinos, Suiza/Bélgica/Francia/Canadá, 1997), de Denis Chouinard y Nicolas Wadimoff, sobre seis inmigrantes que tienen que soportar una larga travesía en el interior de un contenedor que viaja en barco desde Francia a Canadá. A veces estas travesías acaban con la muerte de los inmigrantes no ya por inanición, sino porque son descubiertos por los marineros y les aplican las leyes no escritas desde hace siglos para los polizones, que consiste en arrojarlos al mar o torturarlos hasta la muerte. Así sucede en Deadly Voyage (Viaje mortal, USA, 1996), de John Mackenzie, basada en una historia real que tuvo lugar en 1992 cuando descubrieron en un mercante a nueve polizones africanos que querían llegar a Francia. Mejor suerte corren los africanos de Le Havre (El Havre, Finlandia/Francia/ Alemania, 2011), de Aki Kaurismäki, que arriban al puerto de El Havre en un contenedor de mercancías y cuando son descubiertos por la policía, el más joven de ellos, Idrisa, escapa por indicación de su abuelo. Marcel, un francés comprensivo y solidario, junto con otros vecinos de la localidad, incluido un inspector de policía, esconderán al muchacho negro en sus casas y le ayudarán para que alcance su objetivo, llegar a Inglaterra, algo que no consigue el emigrante kurdo de Welcome como ya vimos en un capítulo anterior. Kurda era también la familia de Escape to Paradise, que busca asilo en Suiza, cinta que está planteada en tono de comedia a diferencia de Reise der Hoffnung (Viaje a la esperanza, Suiza/Turquía, 1989), de Xavier Koller, sobre otra familia kurda que entrega todo su dinero a las mafias para escapar de Turquía con destino a Suiza y que es humillada por sus orígenes y abandonada a su suerte en los Alpes. Hay personas que no tienen escrúpulos con los inmigrantes, pero también las hay que se muestran solidarias con ellos como veíamos en Terraferma, Le Havre y Welcome. También sucede así en Inguélézi (Clandestino, Francia, 2004), de François Dupeyron, donde una mujer ayuda a un inmigrante que se ha ocultado en el maletero de su coche tras sufrir un accidente el camión donde era transportado junto a otras personas por las mafias de traficantes; y en el cortometraje Angelitos negros (España, 2009), de Raúl San Julián, sobre la relación que
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entablan un anciano y un joven inmigrante. En cambio, títulos como La promesse (La promesa, Bélgica, 1996), de Jean-Pierre y Luc Dardenne; True North (Reino Unido, 2006), de Steve Hudson; y Frozen River (Río helado, USA, 2008), de Courtney Hunt, nos muestran la otra cara, la de los abusos de quienes se aprovechan de estas personas indefensas. En la primera, los inmigrantes irregulares son explotados sin escrúpulos por un empresario de la construcción a base de arriesgar sus vidas en las obras por la precariedad de su trabajo. La muerte también pesará sobre el propietario del pesquero del film británico, que acepta llevar a inmigrantes ilegales chinos en las bodegas del barco para facilitar su entrada ilegal en Gran Bretaña. El pescador lo hace forzado por las circunstancias, lo mismo que le ocurre a la protagonista de Frozen River, que angustiada por su situación económica acepta ayudar a cruzar inmigrantes ilegales desde Canadá a los Estados Unidos por el helado río Saint Lawrence. En un mundo devastado por los egoísmos, los intereses espurios de la gente sin escrúpulos llevan a dos empresarios italianos a la Albania de 1991, justo después de la desintegración de la URSS, en Lamerica (Italia, 1994), de Gianni Amelio. Su objetivo, aprovecharse de la miseria de los demás y de las ayudas para el desarrollo que conceden los estados del llamado Primer Mundo. Entran en Albania para montar una empresa fantasma de zapatos con la que conseguir subvenciones públicas, una táctica que ya habían empleado con éxito en Nigeria. Necesitan a un hombre de paja y eligen a un pobre anciano para nombrarlo presidente de la sociedad que crean, pero en lugar de albanés resultará ser un italiano que quedó atrapado tras el telón de acero desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Gino, uno de los empresarios, también queda atrapado dentro del país al perderlo todo y tener que salir de él para regresar a Italia como si fuera un emigrante, tal como lo hacen los albaneses empujados por la esperanza de alcanzar otra forma de vida. Escenas como la del hombre que muere por inanición en el camión y nadie se entera hasta pasado un tiempo porque creen que duerme, o la de los albaneses que atraviesan el país a pie para llegar al mar e
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intentar emigrar, provocan en el espectador las mismas reflexiones y el mismo viaje interior que experimenta el protagonista en esa Albania destruida por el comunismo y sobre la que el capitalismo se arroja como si fuera un ave de rapiña. Gino y el anciano acaban viajando a las costas italianas en un barco llamado Partizani repleto de inmigrantes irregulares. Los albaneses que viajan en el barco miran a la cámara desafiando al espectador a mirar cara a cara el rostro de la miseria que empuja a gentes de todo el mundo a marcharse de sus países para sobrevivir convertidos en desplazados. Es tan miserable el ser humano que siempre se ceba sobre los más desprotegidos, y esas personas son los inmigrantes. Goran Paskaljevic muestra esos problemas en Honeymoons (Lunas de miel, Serbia, 2009) a través de la historia de albaneses y serbios que se lanzan a alcanzar el sueño europeo en Italia y Austria respectivamente, aunque no lo tendrán nada fácil por las trabas que encontrarán. La protagonista de Struggle (Austria, 2003), de Ruth Mader, procedente de Europa del Este, no lo tendrá más fácil, al igual que el brasileño protagonista de Terra Estrangeira (Tierra extranjera, Brasil, 1995), de Walter Salles y Daniela Thomas, que escapa a Portugal tras el crack económico que vivió Brasil a principios de los años noventa del pasado siglo. El británico Ken Loach, desde su férreo cine de compromiso social, muestra los abusos sobre la población inmigrante en It’s a Free World (En un mundo libre, Reino Unido, 2007), mientras que Fatih Akin se fija en las dificultades para conseguir asilo en Europa en Auf der anderen seite (Al otro lado, Turquía/Alemania, 2007). La caída del Muro de Berlín provocó también un éxodo masivo hacia el oeste del continente desde los países de Europa del Este, y que cinco lustros después no ha cesado. Costa Gavras ironiza sobre los estereotipos y prejuicios con que la Europa del oeste ve a estos inmigrantes en Eden à l’Ouest (Edén al Oeste, Francia/Grecia/ Italia, 2009), con los miedos infundados de la sociedad de acogida a veces, o las simpatías, como contrapartida, que surgen entre los ciudadanos que a título individual sí quieren ayudar a estas personas aunque sus gobier-
nos hagan todo lo contrario. El realizador griego evita hacer un tratamiento trágico de la inmigración y emplea el género de la comedia y del humor absurdo para contarnos la historia de Elías, un joven que quiere llegar a toda costa a París y que para lograrlo estará dispuesto a todo. Su periplo recalca el temor que las sociedades opulentas tienen a dar a los inmigrantes los mismos derechos que poseen el resto de ciudadanos, por el egoísmo de no querer compartir y, sobre todo, de marcar diferencias para erigirse por encima de ellos y propiciar así las desigualdades y la injusticia social entre quienes tienen derechos y las personas a quienes se les niegan como ciudadanos de segunda. Un inmigrante jamás será reconocido como igual por los nativos de un territorio. Incluso sus descendientes serán relegados a un segundo plano y continuarán siendo considerados como intrusos, sobre todo en los periodos de crisis económica cuando la xenofobia se propaga como un virus. Si bien el cine ha mostrado de forma trágica estas desigualdades, también ha abordado el tema de la emigración desde una mirada diferente, como un proceso lento de integración y de inserción en la sociedad de acogida. No es fácil puesto que la tragedia suele irrumpir con virulencia, como les ocurre a los orientales de Ghosts (Reino Unido, 2006), de Nick Broomfield, la historia basada en hechos reales de un grupo de 23 inmigrantes chinos que murieron ahogados mientras mariscaban en las costas inglesas. El sueño de una vida mejor que tenían estas personas se vio truncado al llegar al paraíso de Occidente, donde los inmigrantes, insistimos, no tienen los mismos derechos ni se les trata como iguales. Se ejercen sobre ellos las nuevas formas de explotación laboral y de esclavitud que podemos ver también en el cortometraje Waiting for the Light (Italia, 2002), de Federico Bruno, sobre otro grupo de chinos explotados como si de esclavos se tratara en la oscuridad e incertidumbre de su encierro, mientras que en She, a Chinese (Reino Unido/Francia/Alemania, 2009), de Xiaolu Guo, la protagonista escapa de una vida monótona y sin ilusiones en China para llevar otra vida no menos sin sentido, aunque complaciente, en Londres, ciudad a la que emigra.
Tampoco es edificante la historia de Ayse, una mujer turca que emigra a Austria para convertirse en la segunda esposa de un anciano, también turco, en cuya casa vivirá aislada y sin relacionarse con las gentes del país de acogida, además de padecer las tensiones surgidas en el seno familiar por su llegada, en el largometraje Kuma (La segunda mujer, Austria, 2012), de Umut Dag. En cambio, los turcos de Almanya (Alemania, 2011), de Yasemin Samdereli, están perfectamente integrados en la Alemania a la que emigró a mediados del siglo pasado el patriarca de la familia, Hüseyin. Algunos de los hijos o nietos se han casado o emparejado con germanos y el film muestra un modelo de integración intercultural desde la óptica del migrante, no del país receptor. De ahí las ironías que deja deslizar el realizador sobre la importancia que tuvieron los inmigrantes, y en particular los turcos, en el crecimiento de Alemania. Las raíces y los orígenes tiran con fuerza en el patriarca, que quiere volver a Turquía para comprar una casa y empujará a toda la familia a que le acompañe en ese viaje de no retorno, puesto que fallecerá durante el mismo. Sus descendientes, al entrar en contacto con Turquía, se cuestionarán
Kuma (Austria, 2012), de Umut Dag.
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Française (Francia/ Marruecos, 2008), de Souad ElBouhati
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su identidad al debatirse entre su ciudadanía alemana y sus orígenes turcos. ¿De dónde somos?, se preguntarán. La respuesta es que no son “ni de aquí ni de allá”. El conflicto de identidad es algo común en el cine que trata sobre las segundas generaciones de inmigrantes en los países occidentales. Así le ocurre a Sofía, francesa hija de marroquíes, en Française (Francia/Marruecos, 2008), de Souad El-Bouhati, puesto que sufre un choque emocional cuando su padre opta por volver a su país aquejado por la nostalgia. Lo que para el progenitor supone un regreso a su identidad, para la hija entraña un conflicto terrible al suponer una ruptura con su mundo y por tanto con su otra identidad, puesto que ha nacido en Francia. En The Namesake (USA, 2006), de Mira Nair, estalla también ese conflicto ya que los hijos, al viajar de la India a los Estados Unidos, se someten a una ruptura emocional que les obliga a integrarse y aceptar otras costumbres con los consiguientes problemas de adaptación. Casos similares encontramos entre las comunidades paquistaní e india en Gran Bretaña
en East is East (Oriente es Oriente, Reino Unido, 1999), de Damien O’Donnell, y Bend It Like Beckham (Quiero ser como Beckham, Reino Unido, 2002), de Gurinder Chadha, mientras que Sur la route du paradis (Camino del paraíso, Francia/Marruecos, 2011), de Uda Benyamina, reflexiona sobre las dificultades de integración cuando los inmigrantes viven de forma clandestina. Para la emigración africana en España el problema tampoco es menor, aspecto sobre el que incide Tony Romero en Llegar al cielo (España, 2006), cuyo protagonista, el escritor afrohispano Justo Bolekia Boleká, revela al espectador que resulta difícil, si no imposible, sustraerse del poderoso influjo del país de acogida y mantener la identidad ante la presión que se ejerce sobre los inmigrantes. En los países de oriente pasa lo mismo, al igual que en los americanos como veremos en el último capítulo. El coreano Sugihara, en Go (Japón, 2001), de Isao Yukisada, padece un conflicto similar en Japón, a pesar de que él nació allí al haber emigrado sus padres, lo que no impide que sea marginado y excluido por cuestiones raciales. Y cuando se trata de parejas interraciales, el equilibrio parece encontrarse en el amor como muestra Ma famille africaine (Mi familia africana, Swazilandia, 2004), de Thomas Thümena. Sobre las dificultades de integración, hemos visto ya cómo en Gran Torino las minorías asiáticas encuentran impedimentos para hallar su lugar en la sociedad norteamericana, al igual que la palestina protagonista de Amreeka tiene que enfrentarse a los recelos de sus vecinos tras su llegada a América por la desconfianza existente hacia todo lo que tenga que ver con Oriente Medio por la asociación inmediata que los ciudadanos norteamericanos hacen con el terrorismo islámico. Eso lleva al Departamento de Migración a expulsar del país a Taslima, la adolescente musulmana de origen bengalí que protagoniza una de las historias del film coral Crossing Over (Territorio prohibido, USA, 2009), de Wayne Kramer. A sus 15 años, Taslima lo único que hace es cuestionarse muchas cosas de la sociedad americana y del mundo actual como los motivos que pueden llevar a unos musulmanes a inmolarse como terroristas sui-
cidas. A raíz de un trabajo en el instituto, que plantea esa reflexión al resto de sus compañeros, la muchacha es arrestada por agentes de Migración, al considerar que es un peligro potencial para la seguridad de los Estados Unidos, y deportada a Bangladesh. Esta película aborda otras problemáticas de la migración irregular en América del Norte e incide en las dificultades de integración en la sociedad de acogida a través de un joven asiático que contrarresta su crisis de identidad formando parte de una banda delictiva, así como en la explotación y abusos a los que deben hacer frente los migrantes, ya se trate de una joven y guapa modelo australiana que padece abusos sexuales para poder conseguir los papeles de residencia, o de una mojada mexicana, Mireya Sánchez, que muere al volver a cruzar la frontera después de ser deportada porque su hijo se ha quedado abandonado en Los Ángeles. La película de Wayne Kramer nos habla de las injusticias que se cometen sobre los “otros”, sobre la población inmigrante, desde las sociedades opulentas y paranoicas del Norte, que para salvaguardar su calidad de vida se han blindado y cerrado al exterior. La interculturalidad es una realidad inevitable en nuestro mundo global, e incluso necesaria si queremos una sociedad más tolerante que favorezca la integración y no coarte el desarrollo de las personas en función de sus orígenes, sus creencias o el color de su piel. Y eso es algo que no sólo está ocurriendo en Estados Unidos, con toda la conflictividad que lleva aparejada a causa del racismo y de la intolerancia, puesto que los flujos migratorios han convertido a otros países en una gran amalgama multicultural y multiétnica como muestra la historia que se desarrolla en un instituto a las afueras de París en Entre les murs (La clase, Francia, 2008), de Laurent Cantet.
Historias de emigrantes a lo largo del tiempo La emigración ha sido una constante de la humanidad acrecentada en los últimos siglos con el desarrollo de las sociedades modernas y el cine no ha sido ajeno, sino bastante prolijo, en narrar historias sobre emigrantes. David
Felipe Arranz hace una selección de lo más conocido de este género cinematográfico, y a su juicio lo mejor, en el libro Las 100 mejores película sobre inmigración. El centenar de títulos que nos propone reúne algunas de las cintas más famosas de la historia del cine y es un acercamiento selecto a esta temática, aunque la filmografía existente y de interés desborda con creces esa cifra. Felipe Arranz sitúa entre los films pioneros a The Italian (USA, 1915), de Reginald Barker, la historia de un gondolero veneciano que debe emigrar a Nueva York para sacar adelante a su familia. En la ciudad de los rascacielos caerá en las redes de la mafia. Vincular emigración con delincuencia es algo que se da con bastante frecuencia en el cine norteamericano y cuyo máximo exponente sería la trilogía de Francis Ford Coppola The Godfather. El género dramático ha sido el favorito a la hora de abordar estas cuestiones, aunque la comedia no ha faltado tampoco desde que Charles Chaplin hiciera The inmigrant (Charlot emigrante, USA, 1917), tendencia que llega hasta nuestros días con algunos de los títulos que hemos visto, de distintas nacionalidades, y uno de cuyos últimos exponentes sería la comedia de dibujos animados Immigrants (L.A. Dolce Vita) (USA, 2008), de Gabor Csupo. La emigración es un tema tan arduo y su filmografía tan extensa que requeriríamos de una enciclopedia para poder abarcarlo. No es nuestra pretensión, pero sí que vamos a repasar algunos títulos que se refieren tanto a desplazamientos entre países como a migraciones interiores, dentro de los propios estados, provocadas por las crisis económicas. La emigración europea al Nuevo Mundo entre finales del siglo XIX y principios del XX es la que más filmografía ha arrojado, o al menos la más conocida. Un título de referencia y todo un clásico es America, America (USA, 1963), de Elia Kazan, cuyo protagonista es un emigrante griego. En Nuovomondo (Francia/Italia, 2006), de Emanuele Crialese, son italianos los que viajan a América en busca de la tierra de las oportunidades, mientras que Jan Troell se fija en la emigración sueca a Norteamérica a finales del siglo XIX en Utvandrarna (The Emigrants, Suecia, 1971) y en Nybyggarna (The New Land, Suecia, 1972). Los suecos no tenían
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hace un siglo la calidad de vida que poseen ahora y la emigración era la única alternativa de los campesinos. Partir a otras tierras no siempre entrañaba conseguir eludir la pobreza, puesto que con harta frecuencia caían en la esclavitud como les sucede a los protagonistas de Pelle Erobreren (Pelle, el conquistador, Suecia, 1987), de Bille August. Este mismo cineasta mostró la emigración de judíos suecos a Palestina en Jerusalem (Suecia, 1996). Otros films destacados que retratan los flujos migratorios desde la tragedia, el sufrimiento y la nostalgia de quienes abandonan su tierra para luchar por un futuro mejor son Moonlighning (USA, 1982), de Jerzy Skolimowski, sobre un inmigrante polaco que vive en condiciones prácticamente de semiesclavitud; O salto (Francia, 1968), de Christian de Chalonge, que trata de los emigrantes portugueses que huían de la dictadura de Salazar; In America (Gran Bretaña, 2002), de Jim Sheridan, en torno a las dificultades de integración de una familia de irlandeses inmigrantes en Nueva York; Distant lights (Alemania, 2002), de Hans-Christian Schmid, sobre la incierta emigración clandestina polaca hacia tierras germanas; y Bolivia (Argentina, 2001), de Israel Adrián Caetano, que nos permite comprobar a través de su fotografía en blanco y negro cómo la emigración entre los distintos países latinoamericanos también puede estar cargada de xenofobia y culminar en tragedia. Sobre la emigración latinoamericana hacia los Estados Unidos hablaremos en profundidad en el último capítulo, ya que probablemente sea el fenómeno migratorio más veces tratado en el cine. Hoy día se estima que de los más de 6.000 millones de habitantes que tiene el planeta, 232 millones son emigrantes internacionales. Son datos de 2013 y supone un incremento considerable con respecto a 1990 al haber aumentado esa cifra en 78 millones de personas en algo más de dos décadas. La globalización influye en este movimiento poblacional, pero lo que más determina ese flujo migratorio son las desigualdades sociales y las crisis económicas. El crack de 1929 de la Bolsa de Nueva York desencadenó el flujo migratorio interior más grande conocido en los Estados Unidos. Granjeros y obreros
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se vieron obligados a emigrar dentro del país por culpa de la especulación llevada a cabo por una minoría ambiciosa, egoísta e irresponsable. Y la historia se repite ahora porque siempre lo hace de forma cíclica. Durante la década de los años treinta, los pobres y las clases medias perdieron lo poco que tenían y se lanzaron en busca de trabajo, allí donde lo hubiera, para mantener a sus familias. Fue dramático para los EEUU y para el resto del mundo porque la crisis contagió a la economía mundial. El crack bursátil de 1929 abocó a la pobreza a millones de personas. Sólo en Norteamérica 12 millones de trabajadores se quedaron sin empleo, 20.000 empresas se fueron a la bancarrota, uno de cada diez granjeros perdieron sus propiedades y fueron desahuciados al no poder hacer frente a las deudas que tenían, y quebraron en todo el país 10.000 bancos. Además, sólo en el primer año de la crisis se suicidaron 23.000 personas. El crédito sin límite, la especulación y la euforia bancaria, así como la ausencia de control público, propiciaron esa gran crisis del modelo capitalista que favoreció, junto a los nacionalismos excluyentes, el crecimiento de los fascismos hasta que se hicieron con el poder y provocaron la Segunda Guerra Mundial. El clásico de John Ford The Grapes of Wrath (Las uvas de la ira, USA, 1940), retrata con fidelidad a los hechos históricos las penurias que tuvieron que padecer los norteamericanos a causa del crack de 1929. Basada en la novela homónima de John Steinbeck, el film sigue los pasos de Tom Joad, interpretado por Henry Fonda, que al regresar a la granja de su familia tras pasar una temporada en prisión se ve forzado a emigrar con ellos a California porque en Oklahoma no hay posibilidades de futuro. No hay empleo y la crisis, la sequía y las tormentas secas han dado al traste con la agricultura y la ganadería. En una desvencijada camioneta emprenden el camino hacia el paraíso californiano siguiendo la mítica Ruta 66, en la que se encontrarán otras familias en la misma situación y hasta donde les llegarán noticias desalentadoras de lo que les aguarda en California. Y es que la crisis fue aprovechada para explotar a la clase trabajadora, en condiciones casi de esclavitud, para poder ganarse un tro-
zo de pan, ya que miles de personas de Kansas, Texas y Oklahoma se convirtieron de la noche al día en desplazados internos por causas económicas. Mientras la gran mayoría se situaba en la más precaria indigencia, una minoría se aprovechó de las desgracias ajenas y amasó grandes fortunas adquiriendo propiedades a precio de saldo como fue el caso de la familia Rockefeller. Basado en otra obra literaria de Steinbeck es también el film Of Mice and Men (De ratones y hombres, USA, 1939), de Lewis Milestone, que cuenta las vivencias del novelista en la América de la Gran Depresión, mientras que King Vidor hace lo propio en Our Daily Bread (El pan nuestro de cada día, USA, 1934), sobre un matrimonio joven que deja la ciudad al no encontrar trabajo y vuelve al campo para salir adelante explotando una granja abandonada. Es justo lo contrario al proceso que marcó, y marca, la emigración interior dentro de los países, puesto que los flujos migratorios se dirigen del campo a la ciudad creyendo que en las grandes urbes hay más posibilidades. Le ocurre eso a los protagonistas de Metro Manila (Reino Unido, 2013), de Sean Ellis, cuya acción se desarrolla en Filipinas. Es cierto que en la ciudad tendrán más oportunidades para salir adelante que en el campo, pero sin ser conscientes del riesgo que corren. Sobre esa temática del éxodo rural a las ciudades, el cine español cuenta con una variada filmografía en la que los emigrantes no siempre consiguen subsistir sino todo lo contrario. Así sucede en Surcos (1951), de Juan Antonio Nieves Conde, y en La piel quemada (1967), de Josep María Forn, que comparten ciertas similitudes con los films italianos, también sobre emigración interior, Rocco ei suoi fratelli (1960), de Luchino Visconti, y Cosi ridevano (1998), de Gianni Amelio. Italia y España se convirtieron a mediados del pasado siglo en exportadores de mano de obra hacia el norte de Europa. Miles de obreros de ambos países se vieron desplazados hacia Francia, Suiza y Alemania como asalariados. También los hubo que viajaron a Canadá y, en menor medida, a Australia. Pietro Germi cuenta ese éxodo italiano hacia Francia, con todas las calamidades que acarrea el viaje, en Il cammino della speranza (El camino de
la esperanza, Italia, 1950). Pero para éxodo de trabajadores, el protagonizado por los españoles a partir de los años sesenta, cuando oleadas de ellos partieron al extranjero en busca de las oportunidades que no les ofrecía España. Algunos se quedaron para siempre en los países de destino, aunque buena parte de ellos regresaron. Hubo experiencias de todo tipo, buenas, malas y regulares, y si en algo ha incidido el cine que ha tratado sobre esta temática es en las libertades que encontraron fuera, que no poseían en España por culpa de la dictadura franquista. No lo tuvieron fácil para integrarse en los países de acogida. La nostalgia, el desarraigo y el choque cultural por la diferencia de costumbres con las que se encontraron hicieron sus estragos. Con las divisas que mandaban a España ayudaban a sus familias y el dinero ahorrado les permitió montar negocios a su regreso. Títulos como El techo del mundo (España, 1996), de Felipe Vega, o el más reciente Un franco, 14 pesetas (España, 2005), de Carlos Iglesias, han sacado los colores a la sociedad española de principios del siglo XXI porque muestran cómo los españoles fueron bien acogidos en otros países cuando emigraron, a diferencia del racismo, la xenofobia y la
Rocco ei suoi fratelli (Italia/ Francia,1960), de Luchino Visconti.
Tudja Amerika (1995), de Goran Paskaljevic.
exclusión social que ha mostrado España a partir de la crisis económica de 2008 hacia los inmigrantes llegados en años anteriores. En el periodo de bonanza, cuando era necesaria la mano de obra extranjera para ocupar los trabajos que los nacionales no querían hacer, se demandaba su presencia, para ser acusados después de robar el empleo a los españoles. Dos documentales que exploran lo que fue la experiencia migratoria española durante la década de los sesenta, en la que también hay que decir que no todo fue un camino de rosas porque el ser humano tiene tendencia a excluir a “los otros” en todas partes, son El tren de la memoria (España, 2005), de Marta Arribas y Ana Pérez, y A las puertas de París (España, 2008), de Joxean Fernández y Marta Horno.
De regreso a la tierra de los antepasados El fenómeno inverso a la emigración española de los años sesenta se produjo desde finales del siglo XX en España con la llegada masiva de inmigrantes procedentes de otros países del Sur y del Este de Europa. La sociedad española no estaba acostumbrada a la convivencia con otras culturas, a diferencia de lo que ocurría en otros países europeos con larga tradición migratoria, y sur-
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gieron brotes de xenofobia que condujeron a crímenes racistas como el asesinato de la dominicana Lucrecia Pérez en 1995, cuando un grupo neonazi irrumpió en una discoteca abandonada de Aravaca en Madrid y disparó contra los dominicanos que vivían allí. Sobre este trágico suceso y el proceso judicial contra los autores del crimen, Mariano Barroso hizo la película Lucrecia (España, 1995), una de las primeras que abordó el tema de la emigración procedente de los países latinoamericanos a España. A ese título le han seguido otros que han puesto rostro a una comunidad muy cercana a los españoles, puesto que buena parte de los inmigrantes llegados de América entre la última década del siglo pasado y la primera del siglo XXI tenía ascendencia española. Mientras la emigración latinoamericana a España ha dado una amplia filmografía en las dos últimas décadas, la de los españoles a América sigue siendo escasa: hacia Argentina cabría citar Frontera sur (España, 1998), de Gerardo Herrero, y Vientos de agua (Argentina/España, 2005), de Juan José Campanella, serie de televisión que abarca tanto la emigración española de principios del siglo XX como el retorno a España de sus descendientes a causa del “corralito”; con destino a Cuba habría que citar la cubana Gallego (1988), de Manuel Octavio Gómez; y hacia los Estados Unidos la yugoslava Tudja Amerika (Someone Else’s America, 1995), de Goran Paskaljevic. No por compartir una cultura cercana lo han tenido más fácil en España los inmigrantes latinoamericanos, aunque el idioma les haya facilitado al menos la comprensión y el acercamiento además de favorecer los matrimonios mixtos con españoles, lo que no suele ser nada habitual con otras comunidades extranjeras. Sobre ese tema trata un film de referencia dentro de este género, Flores de otro mundo (España, 1997), de Icíar Bollaín, que junto con Cosas que dejé en La Habana (España, 1997), de Manuel Gutiérrez Aragón, abordan el fenómeno de la inmigración sin tópicos ni discursos maniqueos o paternalistas, para tratar, sin eludir las paradojas que se producen a veces, las actitudes tanto de los españoles como de los inmigrantes. En ambos films son mujeres caribeñas las protagonistas, tristemente asociadas en el imaginario
machista español al sexo fácil. En la cinta de Bollaín, aun tratándose de una historia coral sobre una “caravana de mujeres” a un pueblo del interior para que los solteros encuentren parejas con las que casarse, el relato se centra en dos inmigrantes, una mujer dominicana y otra cubana. Su integración en la vida rural será muy distinta porque en el caso de la cubana, su pareja, un engreído cacique, la toma como objeto sexual de su propiedad. Terminará marchándose. No sucederá lo mismo con la dominicana, que tiene hijos y que formalizará una relación sólida con un hombre del pueblo cuya madre le hará la vida imposible. A pesar de ello, el respeto y la tolerancia de la mujer inmigrante permitirán que la relación de la pareja se afiance cuando el hombre haga ver a su madre que nada diferencia a su esposa de cualquier otra mujer española. En la película de Manuel Gutiérrez Aragón, tres hermanas cubanas se apoyan para hacer frente a la nostalgia y poder sobrevivir así en una España gris tan diferente de la alegre y desenfadada isla caribeña. Los prejuicios culturales y raciales hacia la población inmigrante son algunos de los temas que abordan las películas de Bollaín y Gutiérrez Aragón, a la vez que rompen tópicos y enseñan el sufrimiento de estas personas que a pesar de los vínculos que tienen con España son tratadas muchas veces con desprecio y en la mayoría de los casos como inferiores por venir de las excolonias. Así lo padece la cubana protagonista de Agua con sal (España, 2005), de Pedro Pérez Rosado, que es explotada laboralmente en una fábrica de muebles en la que trabaja sin papeles por un salario miserable, y en la casa donde cuida a una persona mayor enferma cuya familia ignora por completo a la cuidadora. Eso son los inmigrantes cuando interesa a los nacionales, invisibles a los ojos de los demás, al menos en lo que a sus problemas se refiere. La protagonista, Olga, vive sumida en la nostalgia por estar separada de su hijo y no encontrar una oportunidad que le permita reorientar su vida. El mismo problema padece la inmigrante peruana que cuida a un anciano en Amador (España, 2010), de Fernando León de Aranoa. El protagonismo de las mujeres suele primar en estos films sobre el de los hombres, pues son ellas las que centran el
relato en títulos como Los hijos del viento (España, 1995), de Fernando Merinero; La sal de la vida (España, 1995), de Eugenio Martín; Adiós con el corazón (España, 2000), de José Luis García Sánchez; La gran vida (España, 2000), de Antonio Cuadri; y I Love You Baby (España, 2001), de Alfonso Albacete y David Menkes. Los hombres adquieren su protagonismo en cambio en la pícara En la puta calle (España, 1996), de Enrique Gabriel, y en la oscura Biutiful (México, 2010), de Alejandro González Iñárritu. El género documental también se ha fijado en este colectivo para contar sus experiencias a través de sus propias voces en títulos como Extranjeras (España, 2003), de Helena Taberna, y Pobladores (España, 2006), de Manuel García Serrano. En ambos casos los cineastas se fijan tanto en las comunidades latinoamericanas como en las de otras nacionalidades. La crisis económica ha empujado a los inmigrantes a retornar a sus países en los últimos años y su presencia en el cine español ha disminuido. Ahora, en cambio, el séptimo arte empieza a mirar hacia la juventud española que emigra a otros países. Es una emigración muy diferente a la de sus abuelos, puesto que son jóvenes muy cualificados, a diferencia del emigrante sin capacitación que en los años 60 viajaba al extranjero para trabajar como obrero en la industria y en la construcción. El Padrón de Españoles Residentes en el Extranjero (PERE), que elabora el Instituto Nacional de Estadística, indicaba a fecha del 1 de enero de 2014 que el número de españoles residentes fuera ascendía a 2.058.048 y que durante el año 2013 la cifra se había incrementado en 126.800 personas con un aumento del 6,6%. Países como Argentina y Ecuador figuraban entre los de mayor aumento de emigrantes españoles, pero el fenómeno se repetía por toda América ante la demanda generalizada de titulados universitarios. Toda una fuga de cerebros cuya culpa es de los gobernantes españoles, incapaces de ver que el conocimiento y la ciencia son el principal recurso de futuro de un país. Eso, unido a los recortes en educación, parece indicar que España en estos momentos lo único que busca es acabar con el pensamiento crítico y expulsar a las personas más preparadas de las nuevas generaciones.
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Ya lo hizo así la dictadura franquista en los años cuarenta del pasado siglo para sumir al país en el subdesarrollo y la ignorancia con el fin legitimar el poder de la oligarquía y del clero. De esos jóvenes españoles que se tienen que ir ahora, como en su día hicieron sus abuelos, trata el largometraje de ficción Perdiendo el norte (España, 2014), de Nacho G. Velilla. Lo triste es que no se sienten emigrantes, sino desplazados porque han sido empujados a marcharse. Su retorno es improbable porque se consideran expulsados por su propio país como ya ocurrió hace 75 años con los republicanos españoles que lucharon en defensa de la democracia tras el golpe de Estado de Franco en 1936. España es diferente o no termina de aprender las lecciones del pasado. La que sí retorna a su país, para vengarse y liberarse de la carga que acarrea con su padre, es la protagonista de La venta del Paraíso (España/México, 2012), de Emilio R. Barrachina, una mexicana llamada Aura María Suárez que viaja a España engañada y que al llegar a Madrid descubre que la oferta de trabajo que le habían hecho no existe ni nada de lo que le prometieron. Debe subsistir en un humilde hotel convertido en refugio de inmigrantes, de bohemios y de personajes pintorescos que hacen frente a la adversidad a base de solidaridad entre ellos. La película habla de los sueños frustrados de la emigración, de la deslocalización y del destierro al que nos empujan las entidades bancarias, los gobiernos corruptos y el neoliberalismo especulativo y sin control que sólo presta atención a la cuenta de resultados, no a las personas. De ahí que la entidad financiera con la que ha contraído una deuda Aura María se llame La Casa Nostra, en alusión a la mafia, y que en el mostrador de la empresa de contratación a la que acude para buscar trabajo ponga un cartel que dice “Residuos humanos” en lugar de recursos humanos. Entre las opciones que tiene la protagonista, además de trabajar en una línea de teléfono caliente, está la de prostituirse, pero lo rechaza. Es a eso a lo que se dedica la dominicana Zulema de Princesas (España, 2005), de Fernando León de Aranoa, envidia de las prostitutas españolas porque consigue mejores clientes al ser una mujer exótica. A
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pesar de ello, surgirá una fuerte amistad entre Zulema y la madrileña Caye, apoyándose la una a la otra. La prensa especializada criticó a Fernando León cuando se estrenó la película por cómo había tratado el tema de la prostitución, pero es que la cinta no habla de eso sino de la soledad. Y la soledad es uno de los mayores dramas del desplazado, en este caso una inmigrante dominicana que no tiene otra opción que prostituirse, pero también de su compañera española, Caye, marginada y excluida socialmente, como pasaba con la amiga española de la
que menos se sabe puesto que su práctica está ligada a la explotación sexual, al tráfico de órganos y a la esclavitud. Nada tiene que ver con el ejercicio de la prostitución a la que se ven forzadas mujeres como la citada Zulema de Princesas o Ewa, la protagonista de The Immigrant (El sueño de Ellis, USA, 2013), de James Gray, una mujer polaca que acepta prostituirse para salvar a su hermana en el Nueva York de 1921 tras haber emigrado juntas a Norteamérica. El tráfico de seres humanos conlleva la explotación sexual de mujeres y niños que en contra de su voluntad son forzados a prostituirse en un régimen de esclavitud, encerrados, aislados del mundo y condenados a la muerte cuando sus captores consideran que ya no les sirven para sus fines. A veces estas prácticas se llevan a cabo con la connivencia de las fuerzas y cuerpos de seguridad, las autoridades públicas e incluso los organismos internacionales, como el cine ha denunciando basándose para ello en hechos reales.
La trata de seres humanos en el mundo
inmigrante cubana de Agua con sal. El término desplazado es por tanto mucho más amplio y requeriría de un análisis más profundo del que estamos haciendo aquí. Inmigración, desplazamiento y prostitución van tristemente unidos cuando se refiere a trata de seres humanos, una práctica más extendida de lo que se piensa pero apenas visible a la opinión pública. Todos sabemos que existe, incluidas las administraciones públicas, pero como reconoce el Departamento de Estado de los EEUU, no se hace nada porque tampoco se investiga ni se combaten este tipo de crímenes. Se trata de los desplazados forzados sobre los
El Foro de Viena dio un toque de atención al mundo en su reunión de 2008 cuando dio a conocer cifras de escándalo sobre la situación de la trata de personas en el planeta. Denunció que era la tercera actividad ilícita más importante después del tráfico de armas y de drogas, de la que no escapa ningún país y de la que son víctimas cientos de miles de personas que no pueden huir de estas redes al estar atrapadas en ellas bajo amenaza de muerte o de sus familias. Al tratarse de una práctica ilegal, oculta a cualquier control, es imposible conocer el número exacto de víctimas, aunque las estimaciones en ese año eran que superaban los 2,4 millones de personas, de las cuales la mitad serían niños, según Unicef. El 80% del total se estimaba que eran mujeres y niñas destinadas tanto a la explotación sexual como laboral. En aquel Foro se instó a la sociedad a que tomara conciencia del problema, puesto que esas víctimas de la trata de personas están atrapadas dentro del sistema económico global que movemos todos y del que por tanto también somos responsables. A raíz de entonces, en el
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caso de Europa, Bruselas intentó identificar el número de personas que podían encontrarse atrapadas en estas redes dentro del territorio de la Unión Europea en los 27 países miembros, que cifró en 23.632 víctimas. Los datos se refieren al periodo comprendido entre 2008 y 2010 y se dieron a conocer en la primavera de 2013. Según la entonces comisaria europea de Interior, Cecilia Malmström, estas cifras revelan que los europeos viven con el tráfico de seres humanos a su alrededor, aunque sus dimensiones podrían ser mucho mayores ya que un informe de la Organización Internacional del Trabajo incrementaba a 880.000 personas en Europa las que eran forzadas a realizar cualquier trabajo, tanto bajo explotación laboral como sexual. Las mujeres son las víctimas mayoritarias de la trata en Europa, un 68% del total, y la explotación sexual la principal causa al tratarse de un 61% de los casos detectados. Además, también el 61% de las víctimas son europeas, es decir, que la explotación se comete mayoritariamente con mujeres comunitarias y no de otros países. La explotación laboral constituye el 25% de los casos de trata de personas en el continente y el 14% restante se refiere a la venta de menores, su utilización para la mendicidad, los matrimonios a la fuerza, el crimen organizado y también el tráfico de órganos. Ante esta situación es absoluta y totalmente creíble la denuncia que a principios de este siglo hizo la expolicía norteamericana Kathryn Bolkovac sobre la existencia de redes de tráfico de mujeres para su explotación sexual en Bosnia tras la guerra. Lo descubrió cuando participó en una de las misiones internacionales de paz en Sarajevo. Al ser policía norteamericana, quien la envió no fue el Estado de Nebraska, donde ejercía su profesión, sino la empresa de seguridad DynCorp, una de las mayores contratistas en esta materia en países en conflicto donde tiene que intervenir la comunidad internacional. Al igual que contrata a profesionales recurre a mercenarios sin escrúpulos. Prácticamente el cien por cien de sus ingresos provienen del Gobierno de los Estados Unidos y es una de las mayores empresas militares privadas que hay en el mundo sobre la que hay denuncias por violaciones de los derechos humanos.
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Bolkovac fue asignada al área de Derechos Humanos cuando estaba en Sarajevo y descubrió la implicación de los observadores de las fuerzas policiales contratados por DynCorp, así como de militares de la OTAN y personal de las Naciones Unidas, en redes de tráfico de mujeres para su explotación sexual en Bosnia procedentes de varios países del Este de Europa. Intentó denunciarlo y fue despedida. Desde entonces se ha convertido en una firme defensora de los derechos humanos contra la trata de personas y cómo los organismos internacionales están implicados en estos hechos a través del personal desplazado en las misiones de paz y de observación internacional, de manera activa o haciendo la vista gorda sin intentar atajar estos delitos. Su experiencia en Bosnia fue llevada a la pantalla en 2010 en una producción canadiense dirigida por Larysa Kondracki titulada The Whistleblower (La verdad oculta). La actriz Rachel Weisz da vida a Bolkovac en la ficción, que reconstruye la investigación que llevó a cabo y su impotencia al ver cómo sus compañeros de la misión de observación estaban implicados en las redes de tráfico de mujeres para su explotación sexual, en muchos casos niñas. El film denuncia abiertamente a las Naciones Unidas por tolerar que estas cosas sucedan en sus misiones de paz en aquellos países donde debe garantizar escrupulosamente el cumplimiento de los derechos humanos, y en lugar de atajar la violación de los mismos permita que quienes intentan combatirlo sean silenciados y perseguidos bajo amenazas. La trata de mujeres para su explotación sexual ha sido abordada en el cine en títulos como Lilja 4-ever (Lilya forever, Suecia, 2002), de Lukas Moodysson, sobre una joven rusa que cae en una red de tráfico de personas que la envía engañada a Suecia para ser prostituida; Eastern Promises (Promesas del Este, Reino Unido, 2007), de David Cronenberg, en torno a las mafias rusas que controlan el negocio de la trata de seres humanos en el mundo; y Human Trafficking (Tráfico humano, Canadá, 2005), de Christian Duguay, miniserie de televisión que abunda en el poderío ruso en este negocio ilícito y su presencia también en los Estados Unidos. El modus operandi con que actúan estas redes mafiosas es similar
en todos los casos. Raptan a las mujeres y a las niñas o las engañan ofreciéndoles un trabajo en otro país. Una vez bajo su poder, les retiran su documentación y las encierran en antros donde ejercen la prostitución a la fuerza mientras saldan una supuesta deuda que en lugar de reducirse se hace cada vez más grande e imposible de liquidar. Son vendidas a otras personas, explotadas sexual y laboralmente y asesinadas impunemente cuando intentan escapar o dejan de tener rentabilidad económica, porque las víctimas de la trata son eso, una mercadería y por tanto absolutamente prescindibles cuando pierden su valor. Ron Howard muestra en The Missing (Desapariciones, USA, 2003) un caso de trata de mujeres en el que la víctima es raptada en Estados Unidos para ser enviada a México para ser explotada allí. Los delincuentes suelen llevar a sus víctimas a otros países para dejarlas desprotegidas y cuando son engañadas bajo falsas promesas de trabajos en otras naciones, la red se encarga de tener controlada a la familia de la mujer para poder chantajearla y someterla a su voluntad. Es lo que hace la mafia rusa que introduce mujeres de otros países en los Estados Unidos a través de la frontera mexicana en Trade (Trade, el precio de la inocencia, Alemania, 2007), de Marco Kreuzpaintner. La protagonista es una joven llamada Verónica, interpretada por la actriz polaca de origen mexicano Alicja Bachleda, a la que engañan en su Polonia natal haciéndole creer que ha sido contratada para desarrollar una carrera como modelo. Para entrar a los Estados Unidos es enviada a México, desde donde cruzará ilegalmente la frontera con otras niñas y adolescentes mexicanas, entre ellas Adriana, una menor de 13 años, para ser vendida en Norteamérica mediante subastas ilícitas en Internet. Al final de la película, unos títulos indican que la CIA estima que en los Estados Unidos se trafica al año con entre 50.000 y 100.000 niñas, niños y mujeres para prostituirlos o venderlos con fines sexuales. Añade que si no se encuentran las víctimas es porque tampoco las buscan. La indiferencia de la sociedad es cómplice de esa situación. Así lo denuncia La mosca en la ceniza (Argenti-
na, 2009), de Gabriela David, donde dos jóvenes de un pueblo argentino del interior son engañadas por una red de trata de mujeres y enviadas a Buenos Aires ignorando que el trabajo que van a tener que ejercer es el de la prostitución. En el prostíbulo viven esclavizadas, sin poder salir al exterior y bajo amenaza de recibir una golpiza si no obedecen. A una de las muchachas, Patricia, le dan una paliza al negarse a prostituirse y la encierran manteniéndola aislada de las demás, atada y sin darle de comer. La otra, Nancy, acata con desagrado los designios de sus raptores y se prostituye, pero intenta convencer a un cliente de que las ayude a salir de allí acudiendo a la policía. El cliente es un camarero que trabaja en un bar que hay enfrente, que es consciente de la ilegalidad y de la explotación sexual a que están sometidas esas mujeres, pero no hace nada, lo mismo que los vecinos del lugar, una transitada calle de Buenos Aires, que se desentienden de lo que pasa en el prostíbulo. El documental Fragmentos de una búsqueda (Argentina, 2009), de Pablo Milstein y Norberto Ludín, cuenta la historia real del secuestro de una estudiante llamada Marita Verón, de Tucumán, cuya madre, Susana Trimarco, no ha cesado en su empeño de intentar recuperar a su hija. El film
The Missing (USA, 2003) de Ron Howard.
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muestra cómo ha conseguido liberar a más de 200 muchachas secuestradas por las redes de trata de mujeres y de qué manera su trabajo ha servido para concienciar y sacar a la luz este problema en la sociedad argentina. En España, según la Red de Organizaciones Cristianas contra la Trata, más de 40.000 personas son víctimas de la trata de seres humanos que son explotadas como esclavas tanto laboral como sexualmente. Un informe de la agencia Eurostat de 2013 reveló que España es el segundo país europeo, después de Italia, con más casos detectados de explotación sexual, habiéndose observado que entre 2009 y 2010 se triplicaron. Las estimaciones indican que hay unas 12.000 víctimas de estas redes en el país, cuya explotación es similar a como lo denuncian los films En la puta vida (Uruguay, 2001), de Beatriz Flores Silva, y Evelyn (España, 2011), de Isabel de Ocampo. En la primera, la protagonista es una uruguaya que consigue escapar de la red en la que ha caído al viajar a España, gracias a la ayuda de un policía del que se enamora. En cambio, la peruana Evelyn de la película de Isabel de Ocampo comprueba cómo la policía es cómplice de las ilegalidades que se cometen en
I Am Slave (Reino Unido, 2010), de Gabriel Range.
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el club de carretera español en el que está secuestrada y es obligada a prostituirse. La muchacha llega a España convencida de que va a trabajar de camarera junto a una prima suya en un restaurante. Le han pagado el viaje y contraído así una deuda que deberá saldar ejerciendo de prostituta bajo un régimen de esclavitud: le retiran el pasaporte, no puede salir a la calle ni hacer llamadas y es castigada brutalmente cuando desobedece al dueño del local. Evelyn enseña con desgarrador realismo el infierno que viven estas mujeres víctimas del engaño, desplazadas de sus países y obligadas a anular su personalidad hasta aceptar como algo inevitable su destino sometiéndose al designio de sus amos, tanto los proxenetas como los clientes, ambos cómplices de su desgracia. Unos y otros, a través de la explotación sexual, mueven a diario en España unos 5 millones de euros. La esclavitud persiste en el siglo XXI y miles de personas en todo el mundo son vendidas como esclavas para servir a sus amos a cambio únicamente de la comida. Humilladas y maltratadas por sus propietarios, las mujeres esclavizadas viven ocultas a veces tras los muros de lujosas mansiones en los barrios residenciales de grandes ciudades europeas como Londres. Así sucede en Desert Flower (Flor del desierto, Austria/Francia/ Alemania, 2009), de Sherry Horman, y en I Am Slave (Reino Unido, 2010), de Gabriel Range. Una muchacha que huye siendo niña de un matrimonio de conveniencia en su país, Somalia, es la protagonista del primero de estos films. Acaba de sirvienta en Londres en régimen de esclavitud para unos compatriotas. Escapa cuando alcanza la mayoría de edad y triunfa como modelo. Su nueva situación le permite denunciar al mundo una práctica abominable en determinados países africanos como el suyo, la ablación. Ella es una de las más de 100 millones de mujeres que han sufrido la mutilación genital, práctica que se ejerce en 28 países africanos y que se está extendiendo por Europa y Oriente Medio. En la cinta de Gabriel Range, hecha para el mercado televisivo, la protagonista es otra niña secuestrada y vendida como esclava en un país africano. Vive su infancia sometida a los designios y crueldades de sus
propietarios y cuando se hace adulta logra escapar de la mansión londinense donde residen sus amos. El film ofrece un recorrido por los maltratos, vejaciones y abusos de todo tipo a que se ven sometidas estas esclavas en Occidente, sin ninguna clase de derechos ni asistencia sanitaria después de haber sido secuestradas de sus hogares siendo niñas y atemorizadas en su cautiverio con represalias hacia sus familias. I Am Slave está basada en hechos reales, la historia de una joven africana llamada Mende Nazer que fue enviada a Londres, donde el film asegura que viven alrededor de 5.000 esclavas. No es nuevo este tema en el cine, puesto que en régimen de esclavitud viven también las protagonistas de La noire de… (La chica negra, Senegal/Francia, 1966), de Sembène Ousmane, sobre una muchacha negra que trabaja cuidando a los hijos de un matrimonio francés en Dakar y cuando regresan a Francia se la llevan con ellos engañada, puesto que en el país galo dejará de ver a los niños y será explotada como esclava para realizar las labores domésticas sin derecho a descanso; y La femme seule (Francia, 2004), de Brahim Fritah, cortometraje sobre el mismo tema que se desarrolla igualmente en Francia. El tráfico de personas ha adquirido una nueva y siniestra dimensión en el mercado del deporte reina en Europa, el fútbol. Gente sin escrúpulos se dedica a traficar con jóvenes africanos que con la ilusión de poder triunfar como futbolistas caen en las redes de estos delincuentes. Los engañan, a ellos y a sus familias, haciéndoles creer que pueden triunfar en las competiciones europeas. Les obligan a que desembolsen una determinada cantidad de dinero para financiar el viaje y los gastos de la estancia hasta que se valgan por sí solos. Las familias tienen que endeudarse o vender sus escasas propiedades para conseguirlo. Viajan con papeles falsos que les facilitan las mafias dedicadas al tráfico ilegal de personas y al llegar a su destino la mayoría son abandonados. Algunos acaban jugando al fútbol pero no en las condiciones que les habían prometido. Si destacan, sus dueños, pues en eso se convierten sus managers, les obligan a entregarles la mayor parte de sus ganancias porque les hacen firmar contratos abusivos. Y si se
lesionan, son abandonados como le sucede a Amadou, un joven de Bamako (Mali) que cae en estas redes en la interesantísima Diamantes negros (España/Portugal, 2013), de Miguel Alcantud. Reveladora, al menos, para quienes desconocen el mundillo del fútbol, porque lo que cuenta esta película parece ser que es un secreto a voces entre los aficionados europeos. Se estima que 20.000 menores africanos que fueron desplazados de sus países de esta manera han acabado malviviendo en las calles de las ciudades europeas. A pesar de las normas establecidas por la FIFA, que ha puesto coto al fichaje de menores de edad en el extranjero, la picaresca ha descubierto la forma de burlar la legalidad mediante becas y otras estratagemas con las que siguen trayendo a estos muchachos para embarcarlos en un futuro incierto y destructivo en la gran mayoría de la ocasiones. En Diamantes negros son dos muchachos de 15 años los que emprende el viaje a España embaucados por un cazatalentos que lo primero que hace es falsificar sus pasaportes para hacerlos pasar por adultos. Al llegar a España se sienten desubicados y uno de ellos, Amadou, se deja convencer por un representante sin escrúpulos para hacer unas pruebas en un club de fútbol portugués. Cuando se lesiona, lo abandona a su suerte dejándolo tirado en una estación portuguesa. La única salida que le queda al muchacho es robar para subsistir. Su compañero de viaje desde Mali, Moussa, termina delinquiendo también como traficante de drogas y el único fútbol profesional que conocerá será en un equipo de Estonia donde él y otros jugadores se dedican exclusivamente a entrenar, pero no para prepararse ellos sino para que se forme una futura figura de este deporte que destaca sobre los demás. Historias como estas, tan reales, revelan la pérdida de moral de nuestras sociedades, pues estas prácticas se realizan con la complicidad y el consentimiento de millones de aficionados al fútbol conscientes, a la vez que indiferentes, de este drama. Sin moral y sin responsabilidad nuestra civilización se desmorona al igual que sucede con el medio ambiente y la naturaleza del planeta, enfermos por la codicia y la ambición humana.
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Un millón de muertos por la hambruna. Esa es la inaceptable cifra que arrojaron las sequías en Etiopía a mediados de los años 80 del siglo pasado. La falta de agua se prolongaba desde la década anterior silenciada por los gobernantes etíopes, más interesados en su codicia personal que en el bienestar de su pueblo. Los intentos fallidos de reasentar a la población no mitigaron el daño. Hoy los científicos han llegado a la conclusión de que la ausencia de lluvias en aquel tiempo en esa zona del planeta fue causada por un fenómeno llamado el oscurecimiento global provocado por la emisión de partículas contaminantes a la atmósfera. El aumento de la calidad de vida en Europa y los Estados Unidos, con el consiguiente incremento del poder adquisitivo, habrían provocado ese efecto por el mayor consumo de combustibles fósiles. Los tubos de escape de los automóviles de los países desarrollados estarían detrás de esa catástrofe humanitaria, según explica el documental Dimming the Sun (Contaminación: el ocaso de la luz, Reino Unido, 2006), de Duncan Copp. La alteración del medio ambiente por causas antrópicas no está produciendo sólo el efecto invernadero por el calentamiento global, sino cambios climáticos radicales por otros fenómenos como el oscurecimiento global. El efecto inmediato está siendo el desplazamiento masivo de la población en los lugares afectados por los fenómenos atmosféricos extremos, a lo que hay que sumar la dinámica interna propia del planeta por las erupciones volcánicas, los terremotos y los tsunamis, inevitables pero previsibles.
El cine de catástrofes vende, pero no parece ayudar a tomar conciencia para que seamos más respetuosos con el planeta que recibimos de nuestros antepasados y que debemos ser capaces de entregar a nuestros descendientes mejor de lo que lo encontramos. Los desplazados forzados por causas medioambientales y por el cambio climático han pasado a ocupar un lugar destacado en la agenda humanitaria del siglo XXI. Su número aumenta y no es algo que haya surgido de la noche al día, sino que viene avisando desde hace tiempo sin que las medidas que se han tomado hayan sido lo suficientemente eficaces y, sobre todo, sin que la población mundial comprenda la magnitud del problema y colabore lo suficiente para solucionarlo. Se pueden tomar grandes medidas desde los estados, pero quienes tienen la llave para corregir los desequilibrios son los ciudadanos con un consumo responsable. La vorágine del modelo consumista del capitalismo no tiene límites y el egoísmo del sistema productivo es ajeno a todo aquello que no sean ganancias económicas. Sólo así se explica que los fabricantes europeos estén aplicando en los últimos años rigurosas medidas para reducir las emisiones contaminantes de los vehículos que producen para su mercado interior, obligados por las directivas de la Unión Europea, pero que en cambio no las apliquen cuando la producción va dirigida a los países de las denominadas economías emergentes. En Occidente se intenta contaminar menos por imperativo legal, criterio que no sirve para el Tercer Mundo, donde la salvaje ley de la oferta y la demanda está faci-
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King Kong (USA, 1933), de Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper.
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El planeta se rebela
litando el acceso de las nuevas clases medias a la compra de vehículos de automoción más contaminantes que los que circulan por Europa y EEUU. Su fabricación es más barata para los productores a cambio de poner en el mercado de los Países del Sur tecnología más contaminante, donde no existe de momento el rigor que hay en Occidente para controlar las emisiones a la atmósfera. No hay conciencia real por tanto. Lo que tiene valor al final es la cuenta de resultados, el enriquecimiento de una minoría cada vez más rica mientras la mayoría se empobrece más tras la crisis global de 2008. Todos los organismos internacionales coinciden en que la población mundial no ha cumplido con su obligación de evitar el desastre al que se avecina el planeta por no haber tomado medidas preventivas para evitar el cambio climático. La alteración del clima es constatable ya en todo el mundo incluso para los escépticos que lo negaban hace unos años. Olas de frío más intensas en invierno y de calor extremo en verano apuntan hacia un clima que va a alterar sustancialmente nuestro modo de vida afectando a la producción de alimentos. Los expertos apuntan que las latitudes de las fronteras medias están variando y que el trópico está llegando más hacia el norte y el sur, lo que supondrá un avance de la desertización en ambos sentidos. Los cambios climáticos también están afectando a los ciclos de lluvias, además de intensificar la fuerza de fenómenos atmosféricos como los ciclones tropicales, los tifones y huracanes, que serán más destructivos. Todo ello se traduce en un desplazamiento forzado de millones de personas. No hablamos de futuro sino de presente porque ya está ocurriendo. En la primera década de este siglo se estima que unos 211 millones de personas se vieron afectadas anualmente por catástrofes naturales en buena medida causadas por el cambio climático. El dato corresponde a un estudio de la Federación Internacional de la Cruz Roja y la Media Luna Roja. En la década anterior esa cifra era de 70 millones de personas, lo que indica que el efecto de las catástrofes naturales sobre la población mundial se ha multiplicado por tres en una década. Eso está provocando nuevas y masivas oleadas de desplazamientos forzados. En el informe de ACNUR La situación
de los refugiados en el mundo de 2012, el Alto Comisionado estima que este tipo de movimientos migratorios pueden ir de los 25 millones hasta los 1.000 millones en el horizonte de mediados de este siglo. Actualmente el número de refugiados ambientales superaría los 25 millones de personas. En cualquier caso, los organismos internacionales no se ponen de acuerdo puesto que en 2012 el Banco Asiático de Desarrollo cifraba en más de 42 millones los desplazados sólo en Asia y el Pacífico. Las estimaciones de futuro también son dispares y los expertos discrepan. Van desde las más conservadoras del catedrático Norman Myers de la Universidad de Oxford, que habla de hasta 200 millones de personas desplazadas por causas ambientales en el horizonte del 2050, hasta las más apocalípticas de Christian Aid que apuntan para esa misma fecha 1.000 millones de afectados que habrán tenido que abandonar sus hogares. De esa cifra, 250 millones serían a causa del cambio climático por el aumento de la devastación de fenómenos extremos como sequías, huracanes e inundaciones, mientras que 645 millones se deberían a la construcción de diques de contención y de otras infraestructuras para paliar los efectos de esta alteración climática. Las estimaciones de Myers apuntan a que a mediados de este siglo una de cada 45 personas en el planeta habrá dejado su hogar por causas medioambientales, mientras que el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) habla de que únicamente en el continente africano, en 2060 habrá 50 millones de desplazados por este motivo. El Norte no es ajeno a los desastres naturales. La cifra de damnificados en los países desarrollados es muy inferior a las del Sur, pero en cambio los daños causados en infraestructuras y servicios es muy superior. Durante el periodo comprendido entre 1991 y 2005 hubo 61.918 víctimas mortales en los países de la OCDE con unas pérdidas económicas valoradas en 715.000 millones de dólares, mientras que en los países en vías de desarrollo las víctimas ascendieron a 884.845 y los daños materiales a 401.000 millones de dólares. Es un problema por tanto que afecta a todos y sobre el que la reacción de la comunidad internacional está siendo muy lenta.
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En el informe de ACNUR citado se catalogan varios tipos de desplazamientos forzados por estas causas. Por un lado se refiere a los desastres provocados por inundaciones, huracanes, tifones y ciclones, además de deslizamientos de tierras. Son movimientos de población que suelen ser temporales y que pueden adquirir un carácter transfronterizo. Sería el caso de los cerca de 4 millones de de desplazados en Filipinas por el paso del tifón Haiyan en noviembre de 2013, o los 80.000 desplazados en Indonesia que se produjeron a principios de 2014 por las inundaciones y deslizamientos de tierra ocurridos durante la estación lluviosa. Sólo en África, en 2012 se contabilizaron 8,2 millones de desplazados por las inundaciones en Nigeria, Niger, Chad y Sur de Sudán, así como por el ciclón Giovanna en Madagascar. El informe del Alto Comisionado se refiere en otro orden de cosas a los desplazamientos provocados por la degradación medioambiental y los desastres de evolución lenta que obligan a la reubicación de la población en otras regiones. La definición en este caso es muy amplia y abarcaría desde las situaciones creadas por terremotos y tsunamis hasta los efectos de las erupciones volcánicas, como sería el caso de la actividad de los volcanes Sinabung en el norte de Sumatra, que en diciembre de 2013 obligó a evacuar a cerca de 20.000 personas, y Chichonal en México, ejemplo este último de cómo las consecuencias para los desplazados se pueden prolongar muchísimo en el tiempo. La erupción del volcán Chichonal en marzo de 1982 en el Estado mexicano de Tabasco provocó el desplazamiento de miles de personas que tres décadas después todavía no han podido volver a la normalidad por varios motivos: la reducción de los campos que pueden ser destinados a cultivos, los deslizamientos de tierras y las graves afecciones a las explotaciones ganaderas. El documental Refugiados en su tierra (Argentina, 2013), de Fernando Molina y Nicolás Bietti, muestra cómo los habitantes de la ciudad chilena de Chaitén intentan rehacer sus vidas en un lugar que ha dejado de ser habitable tras las erupciones del volcán del mismo nombre en 2008 y 2009 que cubrieron de cenizas el pueblo y
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alteraron el curso del río. El Gobierno chileno tuvo que desplazar a los habitantes del pueblo a la fuerza y hasta 2010 no permitió el retorno. Quienes lo han hecho se aferran a lo que fue su vida en un paisaje que ahora está muerto. Parte del pueblo permanece sepultado por la ceniza y a pesar de ello los desplazados regresan dispuestos a quedarse pese a que las laderas del volcán humean todavía amenazantes. Un vecino, en medio de la desolación que es hoy Chaitén, asegura ante la cámara que no lo van a sacar otra vez de allí: “Aunque salgan informes malos que me digan que hay arsénico, que hay plomo, zinc, da lo mismo, yo voy a seguir viviendo acá”.
Cine de catástrofes, demasiado terrorífico para ser verdad El documental de Molina y Bietti incide en cómo los desplazados se aferran a su identidad a toda costa regresando a sus hogares a pesar de que han dejado de ser habitables y en contra de las autoridades, conscientes de los peligros que acechan todavía. El séptimo arte no ha sido pródigo en mostrar el drama de los desplazados por las erupciones volcánicas más allá de recrearse en el cine de catástrofes, cuya filmografía es abundante, por cierto. Ya en la etapa silente se hicieron varias películas sobre el tema. Las primeras recreaciones para la pantalla grande de este tipo de catástrofes las hizo el cine francés en el año 1902 cuando Georges Méliès y Ferdinand Zecca rodaron respectivamente Eruption volcanique a la Martinique y Catastrophe de la Martinique: éruption du Mont Pelée, sobre la terrible erupción pliniana que tuvo lugar ese año en el volcán del Monte Pelée en la isla de la Martinica, que produjo un flujo piroclástico que acabó con la vida de miles de personas y el desplazamiento de otras tantas. El término pliniano se debe a una de las erupciones volcánicas más célebres que se conocen, la que tuvo lugar en el Monte Vesubio, frente a las ciudades romanas de Pompeya y Herculano, en el año 79 después de Cristo. Se han hecho multitud de películas sobre esta catástrofe natural que provocó también la muerte y el desplazamiento
de miles de personas. Una de las primeras fue The last days of Pompeii (Reino Unido, 1902), de Robert William Paul, a la que seguirían infinidad de remakes rodados en Italia como los que hicieron Luigi Maggi en 1908 y Mario Caserini en 1913, hasta la primera versión de Hollywood de 1935 a cargo de Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper, el peplum de Serie B protagonizado por el forzudo Steve Reeves en 1959 dirigido por Mario Bonnard y la versión más reciente, Pompeii (Pompeya, USA, 2014), de Paul W.S. Anderson, toda una orgía de destrucción a lo grande gracias a las increíbles posibilidades y al realismo virtual que aporta hoy al cine espectáculo la tecnología digital. En los orígenes del cine, el turolense Segundo de Chomón, como responsable de la fotografía y de los efectos especiales, también aportó un peplum con erup-
ción volcánica incluida en Cabiria (Italia, 1914), de Piero Fosco. En esta ocasión el volcán que entra en erupción es el Etna y la película muestra a la población huir de la destrucción provocada por la lava, las bombas volcánicas y los temblores de tierra. Otra erupción histórica como la del Vesubio, la del Krakatoa a finales del siglo XIX, centra la acción de dos clásicos del género de aventuras: Fair Wind to Java (Rumbo a Java, USA, 1953), de Joseph Kane, y Krakatoa, East of Java (Krakatoa, al este de Java, USA, 1961), de Bernard L. Kowalski. Ambas recrean la explosión y hundimiento de la isla donde se encontraba el volcán y la huida de los habitantes de las islas cercanas, que fueron asoladas por un tsunami. En 2005 la BBC hizo una nueva versión que mezcla ficción y documental titulada Krakatoa. The Last Days, de Sam
Pompeii (USA, 2014), de Paul W.S. Anderson.
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Megafault (USA, 2009), de David Michael Latt.
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Miller. La evacuación de la población centra también la trama de otros dos títulos del género de catástrofes cuyas erupciones no corresponden a ningún volcán conocido en The Devil at 4 O’Clock (El diablo a las cuatro, USA, 1961), de Mervyn LeRoy, y When Time Ran Out (El día del fin del mundo, USA, 1980), de James Goldstone. En el primer caso los evacuados son los niños de un colegio y en el segundo los residentes en un complejo turístico. Más atención a los desplazados por este tipo de fenómenos de la naturaleza prestan los films neorrealistas italianos de 1950 Stromboli, de Roberto Rossellini, y Vulcano, de William Dieterle. Su rodaje en el mismo año provocó en la prensa lo que se llamó la “guerra de los volcanes” por las tensiones entre la actriz Anna Magnani, protagonista de Vulcano, y su marido, el realizador Roberto Rossellini, enamorado de Ingrid Bergman, actriz que interpretó el papel protagonista de Stromboli, una mujer desplazada y refugiada tras la Segunda Guerra Mundial que se casa con un pescador de la isla de Stromboli sin ser consciente de lo que le aguarda en ese remoto lugar. La subida a los infiernos de la actriz en el ascenso que hace al final de la película al cráter del vol-
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cán es antológica. No hubo trampa, se trataba del volcán auténtico, al igual que las erupciones que provocan la evacuación de la población de la isla. Ambas cintas se rodaron en las Eolias, un archipiélago al norte de Sicilia formado por islas de origen volcánico. El cine reciente que se ha hecho sobre erupciones volcánicas presta más atención a los vulcanólogos que los vigilan, y cuya observación sistemática tiene como finalidad evitar catástrofes, que a los desplazados. De hecho, suele enfrentar a estos con los geólogos, erigidos a la categoría de héroes de película. Frente a la figura del científico se sitúa la de los habitantes en las zonas de peligro que recelan de la gravedad que puede tener el volcán con el que conviven. Así sucede en St. Helens (USA, 1981), de Ernest Pintoff, y en Dante’s Peak (USA, 1997), de Roger Donaldson, que comparten excesos con las producciones también norteamericanas Supervolcano (2005), de Tony Mitchell, y 2012 (2009), de Roland Emmerich, todo un despropósito que sólo persiguen mantener a los espectadores pegados a las butacas de los cines mediante una sucesión de imágenes impactantes e increíbles para narrar unos hechos sin fundamento científico alguno. Los desplazados por estas catástrofes no importan en estas películas, al igual que sucede con los films sobre terremotos: Earthquake (Terremoto, USA, 1974), de Mark Robson; Aftershock: Earthquake in New York (USA, 1999), de Mikael Solomon; Epicenter (USA, 2000), de Richard Pepin; Earthquake 10.5 (USA, 2004), de John Lafia; Megafault (USA, 2009), de David Michael Latt, etc. Lo que cuenta en este tipo de cine es la devastación del mundo civilizado que hemos construido los humanos devorado por las fuerzas de la naturaleza. La cuestión es destruir megalópolis, derribar grandes rascacielos como si de un castillo de naipes se tratara, y recrearse en esa destrucción como lo hace un niño pequeño desmontando sus juguetes. Dentro de estos planteamientos se oculta, además, un discurso subliminal, el de la naturaleza como enemigo de la civilización que hay que doblegar y someter ante el avance del desarrollo basado en el capitalismo. Tras la crisis de 1929 con el hundimiento de la Bolsa de Nueva York surgieron películas que proponían esa lectu-
ra. En King Kong (USA, 1933), de Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper, la naturaleza salvaje representada por el simio gigante se rebela contra la urbe moderna destructora con su modelo económico que hace aguas. La misma ciudad de los rascacielos asolada por King Kong es doblegada por terremotos y tsunamis en Deluge (USA, 1933), de Felix E. Feist, también en el marco del crack bursátil. Un terremoto no es un espectáculo sino una terrible desgracia de consecuencias trágicas para miles o millones de personas. Es lo que ocurrió en Haití el 12 enero de 2010 cuando un devastador sismo de magnitud 7.3 provocó alrededor de 300.000 muertos, una cifra similar de heridos y más de 1,5 millones de desplazados en el país más pobre de América. Cuatro años después de la tragedia, el 90% había regresado a los barrios donde residían con anterioridad para intentar reconstruir sus vidas, pero seguía habiendo alrededor de 150.000 desplazados viviendo prácticamente en las mismas tiendas de campaña en las que fueron realojados tras el terremoto. De esa cifra, el 51% eran mujeres, el segmento de población más vulnerable junto con los niños. Para albergar a la población desplazada se crearon más de 1.500 campos de refugiados. Desde el mismo año de la tragedia, hubo desplazados que fueron expulsados mediante el empleo de la violencia de aquellos lugares en los que se habían asentado. Lo hicieron los propietarios de los mismos, ajenos al sufrimiento de sus conciudadanos, o las instituciones, cuando los terrenos eran de su propiedad, para destinarlos a otros fines. El terremoto atrajo la atención internacional y el mundo conoció su dimensión a través de las televisiones, lo que permitió una oleada de solidaridad internacional.
Terremotos, crónicas de una catástrofe anunciada Uno de los cineastas haitianos más reconocidos en el mundo, Arnold Antonin, fue de los primeros en plasmar las consecuencias del terremoto de Haití en la película Haiti: apocalypse now (Crónica de una catástrofe anunciada, Haití, 2010), retrato de un país caribeño que si ya de por
sí estaba empobrecido, el sismo lo colocó en una situación de desesperación absoluta. Con una filmografía compuesta por más de una treintena de títulos documentales, en su mayoría sobre la historia de Haití y de gran contenido social y político, Arnold Antonin combina en este documental de 20 minutos la crónica de lo ocurrido y la reacción de la población en los días posteriores, así como de la comunidad internacional, con la reflexión de si esa catástrofe podría haberse evitada ya que desde hacía dos años la Administración era consciente del riesgo existente de que se produjese una gran sacudida sísmica. Ishtar Yasin plasmó también sus impresiones un mes después de producirse el terremoto en Les invisibles. Haiti annee 0 (Costa Rica/Haití, 2010). Este mediometraje da la voz a los desplazados y plasma en imágenes su coraje para volver a ponerse en pie después de la catástrofe. A través de la vida cotidiana en la ciudad y en los asentamientos de refugiados, Yasin recoge el testimonio de estos desposeídos que claman por la justicia social, puesto que si una consecuencia positiva tuvo semejante desastre fue poner en la agenda informativa mundial la cruda realidad de este pueblo asolado en ese momento por una catástrofe natural pero víctima histórica de la pobreza, la explotación, los abusos de poder y el olvido de la comunidad internacional. Otros documentales han indagado en la complicada reconstrucción de las zonas afectadas por los temblores que ha sido precisa con la ayuda de las organizaciones no gubernamentales y de los líderes comunitarios de los reasentamientos, como sucede en Haiti Redux (USA, 2013), de Frederic King, mientras que otros cineastas se han fijado en las dificultades de un sector de la población para salir adelante en un país que arrastraba ya graves carencias. Así sucede en Bajo las carpas (Haití, 2014), un retrato nada alentador, donde la realizadora Johanne Gómez Terrero focaliza su atención en el campo de refugiados de Sainte Therese en Puerto Príncipe con más de 300 familias allí alojadas sin muchas esperanzas de poder abandonarlo. La cineasta dominicana construye un documental de una hora siguiendo a Jimmy, un niño de la calle de 11 años que con una cámara Handycam graba el acontecer diario del
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campamento, y a Deslourdes, una maestra sin trabajo. Niños también como Jimmy son quienes muestran la realidad de su país años después del terremoto en Me llamo Haití (2012) y Me llamo Haití. Bienvenidos (2013) gracias a la labor desarrollada por la asociación audiovisual Educar desde la Infancia. Los menores, que han recibido alfabetización audiovisual para hacer las películas, se convierten así en gestores de las propias imágenes que desde el país caribeño se proyectan al resto del mundo, visibilizando de esta manera sus problemáticas y demandas así como las dificultades que tienen todavía para conseguir agua potable, o las necesidades en educación y sanidad. Cuando un terremoto no se produce bajo la superficie continental sino bajo el mar tienen lugar tsunamis, que consisten en un desplazamiento de grandes masas de agua en forma de olas, causadas por la fuerza telúrica, hacia las costas. El fenómeno, si no hay sistemas de vigilancia y de aviso preestablecidos, toma por sorpresa a las poblaciones costeras y las sumerge bajo las aguas causando numerosas víctimas. Eso ocurrió en el Océano Índico en las navidades de 2004 cuando un terremoto de magnitud 9,2, el segundo más grande conocido de la historia reciente, y de una duración de cerca de 10 minutos, tuvo lugar bajo el mar a 120 kilómetros del oeste de Sumatra. Causó más de 229.000 víctimas, entre muertos y desaparecidos, y provocó cerca de un millón de desplazados en todo el sudeste asiático. La magnitud de la tragedia alcanzó de lleno a Occidente por las fechas en las que se produjo, cuando miles de turistas extranjeros veraneaban en las paradisíacas playas del Índico. Eso visibilizó más la catástrofe, aunque el cine volvió a convertir en espectáculo una desgracia colectiva de ese calado con títulos que explotaron el terror visual de las grandes olas asolando las costas, más que la tragedia de las víctimas y de los desplazados. Así sucede en Tsunami. Terror in der Nordsee (Alemania, 2005), de Winfried Oelsner; Tidal Wave (Corea del Sur, 2009), de Yun Je-gyun, y 2022 Tsunami (Tailandia, 2009), de Toranong Srichua, que nada tienen que ver con el maremoto del sudeste asiático, a diferencia de Tsunami. The Aftermath (Alemania, 2006), de Bharat
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Nalluri, que sí reconstruye la tragedia del Índico a través de varias historias de turistas que pasaban allí las vacaciones y que fue uno de los primeros títulos de ficción en abordarla. Ese será el hilo conductor de otras cintas hechas con posterioridad como Hereafter (Más allá de la vida, USA, 2010), de Clint Eastwood, película de historias cruzadas una de las cuales trata sobre una periodista francesa que estuvo a punto de perder la vida en el tsunami del sudeste asiático; y Tsunami. Das Leben Danach (Tsunami: más allá de la tragedia, Alemania, 2012), de Christine Hartmann, sobre las dificultades para superar el trauma que padecen los supervivientes occidentales que perdieron a sus familias en aquella catástrofe. Junto con la película de Eastwood, la cinta sobre el tsunami del Índico que más proyección ha tenido ha sido la producción española interpretada por las estrellas de Hollywood Ewan McGregor y Naomi Watts Lo imposible (The Impossible, España, 2012), de Juan Antonio Bayona. Aunque pone el punto de mira también en una familia occidental, en este caso inspirándose en la historia de una superviviente, el film ofrece desde la mirada occidental una visión global de la catástrofe humanitaria que supuso el maremoto para quienes vivían en las costas que fueron devastadas por las olas gigantes, e incide en la solidaridad que mostraron hacia los extranjeros quienes vivían allí y lo perdieron todo, a pesar del caos reinante en las horas y días posteriores. La cámara sigue a un matrimonio occidental con dos hijos, separado por el tsunami, en la angustiosa búsqueda del padre y de la madre para encontrar a los demás miembros de la familia ante el temor de que hayan muerto. Por encima de todo, la película cuenta una historia de superación frente a la adversidad, de resistencia y de lucha por sobrevivir.
Fukushima, cuando una catástrofe sucede a otra Angustias similares a las de los protagonistas de Lo imposible vivirían los habitantes del este de Japón el 11 de marzo de 2011 cuando un terremoto de 9 grados y un tsunami
con olas de hasta 40 metros acabó con la vida de más de 18.500 personas y cientos de miles fueron desplazadas. La situación se complicó en Fukushima por el accidente que el maremoto provocó en una central de energía nuclear. Hubo que evacuar toda la zona ante la fuga radiactiva que hubo. El cine nipón ha reflexionado a través del cine sobre esta tragedia, tanto a lo que el tsunami se refiere como a la catástrofe nuclear, fijando así desde el primer día la memoria de una desgracia que ha marcado al país asiático. Ya durante el primer año se hicieron varias producciones, entre ellas el film colectivo 3.11 A Sense of Home Films (Japón, 2011), una iniciativa de la realizadora japonesa Naomi Kawase en el marco del Festival Internacional de Cine de Nara, en la que participaron una veintena de cineastas de distintos países. Cada uno rodó un cortometraje de 3 minutos y 11 segundos, el tiempo que fue suficiente para que las aguas del mar se tragaran la vida de miles de personas, de viviendas e infraestructuras. Naomi Kawase explicó que el film pretendía transmitir a las víctimas la sensación de hogar, de ahí su título, y contribuir con él a darles consuelo emocional. La fortaleza, el estoicismo y la capacidad de superación son las virtudes de las personas que fueron desplazadas y que está plasmado en títulos como Fukushima Hula Girls (Japón, 2011), de Masaki Kobayashi; Fukushima: Memories of the Lost Landscape (Japón, 2011), de Jojyu Matsubayashi; The Sound of the Waves (Japón, 2011), de Ryusuke Hamaguchi y Ko Sakai; Light up Nippon (Japón, 2011), de Kensaku Kakimoto; y Snow After the Day (Japón, 2011), de Akatsuki Otaka. Las dos primeras tratan sobre los desplazados por el accidente nuclear y las tres últimas sobre las víctimas del tsunami en general. En Fukushima Hula Girls, los protagonistas son los empleados de un complejo hotelero próximo al lugar del accidente nuclear que hacen frente a la adversidad y regresan a sus trabajos para volver a poner en marcha las instalaciones aparentando normalidad a pesar de la tragedia que han vivido; mientras que el film de Jojyu Matsubayashi se fija en los evacuados, en quienes fueron desplazados y no habían regresado en ese momento. Como aseguraría el director al presentar su película, la vida es fundamental para la existencia de un territorio, porque sin
ella todo es desolación. “El accidente nuclear despojó a la tierra de su historia. Si esta tierra continúa sin sus pobladores, pronto perderá no sólo su cultura sino también las palabras que conserven su memoria”, comentó el cineasta para justificar la realización de este film que aboga por el respeto hacia la naturaleza ante el gran poder que tiene, además de cuestionar la confianza sin fisuras que se tiene hacia la cultura científica y el modelo capitalista que empuja hacia un consumismo desaforado.
Los otros tres títulos plasman en imágenes eventos colectivos o gestos individuales llevados a cabo por japoneses que quisieron expresar su solidaridad con los damnificados, como sucede en Light up Nippon y en Snow After the Day, mientras que en The Sound of the Waves sus directores reúnen las opiniones de quienes viven en las zonas del litoral más castigadas por el tsunami para dejar testimonio de su coraje a las generaciones venideras y que aprendan de ello en lugar de permitir que el olvido se adueñe de esa tragedia con el tiempo. El tema del tsunami, pero sobre todo el accidente nuclear, se mantiene muy vivo en el imaginario colectivo
Fukushima: Memories of the Lost Landscape (Japón, 2011), de Jojyu Matsubayashi.
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nipón y por tanto en el cine. La lucha ciudadana de personas como Setsuko Kida, que lo perdió todo en Fukushima, protagonizan obras como A Woman from Fukushima (Japón, 2014), de Yumiko Hayakawa, que rechazan la versión oficial gubernamental de que todo ha vuelto a la normalidad mientras el riesgo de contaminación nuclear persiste en la zona. La protagonista de este film eleva la voz para que las autoridades niponas y el mundo sepan que la lección de la catástrofe de Fukushima no parece haberse aprendido y que es preciso adoptar medidas para prevenir este tipo de accidentes. Hasta el 1 de abril de 2014 las autoridades japonesas no permitieron el retorno definitivo de los habitantes a la zona de exclusión que rodea la central nuclear en un radio de 20 kilómetros. Antes sólo permitían el acceso de día durante un tiempo limitado, situación que fue aprovechada por el cineasta Nao Kubota para rodar el primer largometraje de ficción sobre los desplazados de Fukushima. La cinta, titulada Ieji (Japón, 2014), trata sobre el regreso a casa de quienes tuvieron que irse y fueron alojados temporalmente en casas prefabricadas en comunidades con las que no mantenían ningún vínculo. Los protagonistas optan por saltarse las restricciones y vuelven para recuperar sus propiedades y los campos que siempre ha cultivado su familia en medio de un paraje desolador y fantasmal tres años después del maremoto y del accidente nuclear. Otra de las causas de la movilidad forzada de la población por motivos medioambientales, que indicaba el informe de ACNUR sobre La situación de los refugiados en el mundo de 2012, es la escasez de recursos esenciales para la subsistencia como el agua y los alimentos, ambos interrelacionados. La ONU ha planteado entre sus objetivos el acceso universal al agua a toda la población mundial en el horizonte de 2030. Actualmente (año 2014) hay todavía 760 millones de personas, algo más del 10% de la población mundial, que no tiene acceso al agua potable. No será tarea fácil puesto que los recursos hídricos en los países más necesitados van a escasear en los próximos años a causa del cambio climático. Las estimaciones de las organizaciones internacionales apuntan a que el número de personas que residen
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Vidas secas (Brasil, 1963), de Nelson Pereira dos Santos.
en cuencas de ríos sobreexplotados va a pasar de los 1.400 millones que había en 1995, a entre 2.800 y más de 6.000 millones en 2050, prácticamente la totalidad de la población mundial. África es de los continentes peor parados puesto que dentro de pocos años, hacia 2020, se calcula que 250 millones de personas sufrirán una mayor presión en el acceso a este recurso básico. Eso, unido a la falta de saneamiento, puede ser terrible para la salud y la supervivencia de estas comunidades. En este caso el objetivo de la ONU es facilitar también el
acceso a la red de saneamiento a los 2.500 millones de personas que hoy carecen del mismo; un reto que sin la implicación de todos va ser muy difícil.
Morir de sed y de inanición El agua es el protagonista ausente de Vidas secas (Brasil, 1963), de Nelson Pereira dos Santos. Su ausencia equivale a sequía y empuja a los campesinos brasileños que protagonizan el film a desplazarse en busca de ella. Es
lo que hace la familia Fabiano en un permanente éxodo tras el agua para subsistir, pues allá donde no la hay tampoco hay vida. Este título del Cinema Novo brasileño cuenta con un principio y un final muy impactantes. La película arranca con un plano general de un paisaje árido sobre el que van apareciendo los títulos de crédito. Al principio no distinguimos nada a lo lejos, pero poco a poco comenzamos a divisar unas manchas en el horizonte como si de hormigas se tratara. Son Fabiano y su familia y es como si el desierto los vomitara. Cuando llegan a un lugar con agua se establecen durante un tiempo y trabajan para un patrón cuidando ganado. Al llegar hasta allí la sequía tendrán que partir de nuevo y el último plano que monta Pereira dos Santos es similar al del principio pero a la inversa: la familia camina hacia el horizonte hasta perderse en el paisaje agreste como si el desierto se los tragara de nuevo. La familia de Fabián son desplazados medioambientales al igual que ocurría con el patriarca de Querida Bamako, que vimos en el capítulo anterior, puesto que el protagonista emigra a Europa porque la sequía afecta a sus cultivos y no tiene qué dar de comer a los suyos. Es un planteamiento idéntico al de Si le vent soulève les sables (Bélgica/Francia, 2006), de Marion Hänsel, sobre el dilema de una aldea africana cuyo pozo se ha secado y sus habitantes no tienen otra salida que emigrar. La sequía se come poco a poco sus tierras de cultivo y quedan atrapados entre el desierto y el frente de la guerra que los amenaza. Unos optarán por ir hacia el sur en busca de agua, pero Rahne y su familia marcharán hacia el este con lo poco que tienen atravesando un paisaje agreste, desolador y amenazante no sólo por la sequía sino por los grupos armados que lo asolan. Tras múltiples penurias sobreviven el padre y una de sus hijas, que alcanzan, prácticamente muertos, un campamento de refugiados, único futuro que les aguarda. El cortometraje documental Le fleuve Niger se meurt (Niger, 2006), de Adam Aborak Kandine, enfrenta a su protagonista, Alfari, con el mismo problema al secarse el río que había sido hasta ese momento su sustento y que le fuerza a cambiar la pesca por una agricultu-
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ra poco productiva. Miles de senegaleses han perdido también su medio de vida por culpa del cambio climático, puesto que la sequía hace avanzar el desierto y quienes sabían predecir la llegada de las lluvias ya no pueden hacerlo por la ausencia de precipitaciones. Así lo muestra el film Tukki: La huella ambiental (España, 2009), de Guillermo García Ramos, sobre este problema en Senegal. Y sucede lo mismo en Tanzania con el cortometraje El precio del té en Nadururu (España/Tanzania, 2011), de Alba del Campo y Fernando Muñoz, una producción impulsada por varias organizaciones no gubernamentales para poner rostro a la tragedia que supone perder un recurso tan vital como el agua.
Hasaki Ya Suda (Burkina Faso, 2010), de Cédric Ido.
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Dentro del género de ficción futurista, el cineasta Cédric Ido dibuja un mundo apocalíptico caracterizado por la ausencia de agua y los desplazamientos masivos de la población en busca de ella en Hasaki Ya Suda (Las espadas, Burkina Faso, 2010). La acción se sitúa en el año 2100 y asistimos a un éxodo multitudinario de las poblaciones del sur hacia el norte huyendo de la sequía. Los supervivientes
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se juntan en clanes para combatir entre ellos por los escasos reductos de agua y de tierras fértiles que quedan. No hay que viajar al futuro ni quedarse en África para asistir ya a este fenómeno. En México se plantea un conflicto similar en Rehje (México, 2009), de Anaïs Huerta y Raúl Castro, cuando la protagonista regresa al poblado mazahua del que procede tras haber pasado cuatro décadas viviendo en Ciudad de México. Al volver se encuentra con que la escasez de agua ha puesto en peligro la comunidad y amenaza con empujar a sus gentes a marcharse de allí como lo hizo ella de joven. Este documental habla de una desplazada del campo a la ciudad, Antonia Mondragón, que narra en primera persona sus vivencias y pensamientos en un momento de su vida en que se plantea regresar a su tierra a vivir. Cuando lo hace descubre que ha pasado demasiado tiempo para volver al mundo del que fue arrancada por el modelo de desarrollo económico del capitalismo. Además, toma conciencia, y así se lo muestra a los espectadores, de las dificultades que sus paisanos tienen para subsistir no sólo por la escasez de agua sino también por la falta de trabajo y por la discriminación que padecen los indígenas. Unos y otros son desplazados medioambientales, no son emigrantes económicos como desde el modelo del neoliberalismo económico se empeñan en definir así a quienes se arriesgan a lanzarse en pateras para cruzar el Mediterráneo con destino a Europa, o a cruzar ilegalmente la frontera hacia los Estados Unidos. La sequía mata y empuja a la población a emigrar. Detrás de ese éxodo hay seres humanos con nombre, con una familia, con una historia y con una cultura que se desvanece al igual que se evapora el agua. El documental Wind of Change (Noruega, 2012), de Julia Dahr, pone rostro a esas personas mostrando cómo una familia africana se adapta a las consecuencias del cambio climático durante la grave crisis alimentaria de 2011, que volvió a castigar cruelmente a los países de la región conocida como el Cuerno de África, cuya población padece de forma sistemática la hambruna. Entre los países afectados por la última crisis humanitaria en el momento de escribir este texto en 2014, y ya
van muchas, estaba Somalia, un país que era autosuficiente para producir alimentos hasta finales de los años 70, momento en que las nefastas políticas del Fondo Monetario Internacional le obligaron a abrir sus fronteras al libre mercado para que pudiera pagar su deuda. La penetración de cereales y arroz producidos en EEUU y Europa subvencionados por sus respectivos gobiernos rompieron el mercado interior e hicieron dependiente a Somalia de las importaciones de alimentos procedentes del extranjero. Así se extermina a la gente ahora en África y en otras partes del mundo, de forma silenciosa por culpa de los mercados –el 75% de las inversiones financieras son especulativas en el sector agrario– y con la complicidad de sus sociedades, cuyos ciudadanos callan por ignorancia o indiferencia a la vez que enarbolan la bandera de la xenofobia como ha puesto de manifiesto el avance de la extrema derecha racista en las elecciones al Parlamento Europeo de mayo de 2014. No sólo de esta forma mata el Norte al Sur, sino también mediante las emisiones contaminantes que convierten a millones de africanos en desplazados medioambientales.
El cambio climático crea nuevos desplazados El documental Dimming the Sun explica ese fenómeno y cómo la culpa de que se produzcan desplazamientos masivos de personas por la falta de agua y las sequías se debe a que el Norte, con su desarrollo industrial incontrolado, ha incrementado las emisiones contaminantes a la atmósfera alterando el clima. Apuntábamos al principio de este capítulo cómo esta película indaga en las investigaciones que han hecho científicos de todo el mundo para llegar a la conclusión de que junto al calentamiento global se está produciendo un fenómeno llamado de oscurecimiento global, según el cual las partículas contaminantes de ceniza, hollín, dióxido de azufre y sulfatos de nitrato que emitimos a la atmósfera quedan en suspensión y alteran el clima en todo el planeta incidiendo en los ciclos de lluvias y en que se produzcan
fenómenos extremos como inundaciones, además de influir en que los monzones, así como los huracanes y los tifones, sean más virulentos y destructivos. No sólo eso, sino que si se unen los efectos del calentamiento global a los del oscurecimiento global, el resultado es un clima adverso con oscilaciones extremas entre las estaciones y la combinación de factores con resultados nefastos que pueden llevar a la ausencia de precipitaciones en las grandes masas forestales del planeta como la Amazonía, lo que unido al aumento de las temperaturas y a la deforestación causada por el hombre conducirán a un incremento de los incendios y a la desaparición de estos pulmones verdes fundamentales para la vida. El panorama que dibuja el documental de Duncan Copp es desolador pero no apocalíptico porque se basa en las investigaciones desarrolladas por los científicos y en datos empíricos constatados desde hace tiempo que comienzan ahora a ver la luz tras la insistente negación de los escépticos. El climatólogo David Travis, de la Universidad de Wisconsin, explica cómo observó el fenómeno del oscurecimiento global al percatarse de que durante los tres días posteriores a los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, los cielos eran mucho más claros. Ese tiempo fue el que permaneció cerrado el espacio aéreo de los Estados Unidos por motivos de seguridad. La suspensión de todos los vuelos que surcan los cielos de Norteamérica durante esos días permitió a Travis observar, con datos empíricos, cómo el descenso de las partículas contaminantes en suspensión dejadas por las estelas de los aviones hizo que la oscilación térmica ascendiera. El fenómeno había sido observado ya por el científico israelí Gerald Stanhill y a raíz de las averiguaciones realizadas por otros investigadores se llegó a la conclusión de que las partículas contaminantes que emitimos a la atmósfera quedan atrapadas en las nubes y, entre otros fenómenos, alteran el ciclo de las lluvias. De acuerdo con la información que aportan los científicos en el film, esa habría sido la causa de la sequía que asoló a Etiopía en los años 70 y 80 debido al incremento del uso de combustibles fósiles en Occidente, una de cuyas trágicas consecuencias fue la
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hambruna de 1984. Las lluvias pasaron de largo porque el monzón africano se vio alterado por el oscurecimiento global. La conclusión es que EEUU y Europa fueron los responsables del millón de personas que murieron en El Sahel a consecuencia de las sequías. A finales de mayo de 2014, la ONG Acción contra el Hambre alertó de nuevo de una situación de inseguridad alimentaria en El Sahel, en esta ocasión por varios motivos: el incremento de los precios de los cereales, los desplazamientos forzados por las guerras existentes en la zona y su impacto en la población local, y las enfermedades causadas por las inundaciones. El clima no se ha vuelto loco, lo hemos descontrolado nosotros y las víctimas se las cobra mayoritariamente en el Sur. Dimming the Sun aborda también el deshielo por el calentamiento global y de qué manera eso está afectando ya a las islas y a las poblaciones costeras por el aumento del nivel del mar, como sucede en las islas Maldivas, pero sobre esta cuestión profundizan más otros documentales como Glaciares en peligro (Reino Unido, 2007), de Emma Hawley, que advierte de que una tercera parte de la población mundial se verá afectada por esa subida de las aguas. Argumenta al respecto que las avalanchas e inundaciones que están provocando algunos glaciares son ya consecuencia directa de ello. El efecto invernadero (Francia, 2006), de David Martin, que recoge testimonios de climatólogos y de analistas internacionales, constata que el cambio climático es algo que está alterando ya la vida en nuestro planeta y no va a variar salvo que se produzca un cambio drástico en nuestros comportamientos. La consecuencia será el incremento de los desplazamientos forzados por causas medioambientales con migraciones que se producirán tanto en el Sur como en el Norte por la alteración del clima. Los entrevistados critican que ni los gobiernos ni los ciudadanos sean capaces de poner coto a esa situación por su incapacidad de hacer evaluaciones a largo plazo, al preocuparnos únicamente el resultado económico a corto plazo. En la película de ficción del género de fantaciencia The Day After Tomorrow (El día después de mañana, USA, 2004), de Roland Emmerich, la alteración del clima provoca un desajuste que crea una nueva edad del hielo en todo el hemisferio norte y que obliga a la población de
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Sun Come Up (USA/Nueva Guinea, 2010), de Jennifer Redfearm y Tim Metzger.
los Estados Unidos a huir al sur y cruzar ilegalmente la frontera con México, donde son acogidos en campamentos de refugiados. Parece una paradoja que hablemos de calentamiento global y que en cambio las temperaturas desciendan de forma drástica en invierno, pero es que el oscurecimiento global a lo que conduce es a un enfriamiento por haberse creado en la atmósfera una capa de contaminación de 3 kilómetros de grosor con las partículas que emitimos. El fenómeno afecta a la incidencia de los rayos del sol sobre nuestro planeta, que nos calientan menos. Eso explicaría el calor extremo que puede alcanzarse en las zonas más despobladas y desérticas donde la incidencia de la contaminación es menor al no haber industrias ni sociedades desarrolladas. Las olas de frío invernales han empezado a causar serios problemas en Occidente en los últimos años, aunque
Índico, se han convertido en los primeros desplazados medioambientales por este fenómeno. Al mismo problema se enfrenta la población de Kiribati y la de Tuvalu. La República de Kiribati se encuentra en el Pacífico y está formada por multitud de islas diseminadas en un archipiélago de 3,5 millones de kilómetros cuadrados en el que viven más de 50.000 personas. La parte más alta sobre el nivel del mar está a 2 metros, mientras que en Tuvalu se encuentra a 5 metros. Este otro país de la Polinesia, también en el Pacífico, cuenta con una población cercana a las 10.000 personas repartidas en seis atolones y tres islas. El deshielo de los casquetes polares amenaza con la desaparición de estos paraísos que viven del turismo, pero donde ya se ha empezado a evacuar gente es en las islas Carteret. De eso trata el documental Sun Come Up (USA/Nueva Guinea, 2010), de Jennifer Redfearm y Tim Metzger, sobre las dificultades de estas personas para trasladarse a otros lugares en Nueva Guinea a la vez que el espectador descubre cómo el cambio climático ha condenado irremediablemente a sus habitantes a convertirse en desplazados medioambientales.
la situación más trágica la están viviendo los archipiélagos del Pacífico y del Índico a causa del calentamiento global y el deshielo de los casquetes polares. Desde 1900, después del inicio de la Revolución Industrial, se estima que el nivel del mar ha subido en todo el mundo unos 20 centímetros, y que en el horizonte del 2050 lo habrá hecho otros 24 o 29 centímetros más. Son estimaciones, puesto que si el calentamiento global va a más, ese proceso se acelerará por el completo deshielo del Ártico. En caso de ocurrir, el nivel del mar aumentará 7 metros. El colapso de los glaciares de la Antártida es también inevitable, si bien los científicos apuntan que se producirá en un escenario temporal que va de los 200 a los 1.000 años. En cualquier caso, debemos actuar pronto, rápido y de forma responsable a título colectivo e individual para evitar que esto se acelere. En las islas Carteret del Pacífico Sur saben muy bien lo que significa el deshielo, puesto que los habitantes de este archipiélago, junto con el de las Maldivas en el
Vidas que se las traga el mar La situación es similar en las islas Maldivas. El tsunami del sudeste asiático de 2004 ya fue una advertencia. Obligó a desplazarse a numerosos habitantes de este archipiélago que vio cómo varias de sus islas quedaban inundadas por el agua. Es una de las historias que aborda el documental Les réfugiés de la planète bleue (Refugiados del planeta azul, 2006), de Hélène Choquette y Jean-Philippe Duval. Fue uno de los primeros trabajos que se hizo sobre el tema, contemporáneo de la sobrevalorada An Inconvenient Truth (Una verdad incómoda, USA, 2006), de Davis Guggenheim y que parece hecha a la mayor gloria de Al Gore con el fin de mostrar cómo estamos destruyendo el planeta, todo ello contado por un exvicepresidente de los Estados Unidos que no parece haber hecho todo lo que estaba en sus manos cuando ocupó un cargo de tanta responsabilidad y que tal vez
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con la película buscaba lavar su conciencia y algo más. El film de Choquette y Duval nos parece mucho más interesante porque mira directamente al problema y fija su atención en las personas, las víctimas, los refugiados medioambientales que está provocando el calentamiento global. Articula su discurso siguiendo la suerte de varios grupos de desplazados en las Maldivas, Brasil y también Canadá. Pone de manifiesto así que el problema no es exclusivo del Sur sino que también afecta al Norte. Les réfugiés de la planète bleue cifra en 25 millones de refugiados medioambientales el número de personas desplazadas en el momento de realización del film, frente a los 23 millones de refugiados por otras causas. Eso indica de entrada que las catástrofes medioambientales y el cambio climático causa más desplazamientos de la población que las guerras, aunque la agenda política no les preste todavía suficiente atención. La película constata que la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro de 1992 ha ido poco más allá de una declaración de intenciones que en la práctica no se ha materializado en medidas correctoras con la contundencia que merece el problema. Seguimos por la senda equivocada, nos dicen los autores del film, mostrando el caso evidente de la vulnerabilidad del ser humano con el desalojo forzado de parte de las islas Maldivas por el crecimiento del nivel del mar. Uno de sus habitantes, que vive de la pesca, asegura que jamás se marchará de allí: “Nunca abandonaré esta isla, jamás. Aunque los demás decidan marcharse y no quede nadie más, yo me quedaré. Nunca se me ocurriría vivir en otra parte, quiero morir aquí”, dice. Choquette y Duval analizan cómo la explotación de la tierra con fines industriales está empujando a los campesinos a abandonar en Brasil los territorios donde siempre habían vivido con una economía de subsistencia sostenible, todo lo contrario de lo que ha supuesto el monocultivo del eucalipto para la fabricación de papel. El film sigue todo el proceso de la instalación de la multinacional Aracruz, dedicada a la fabricación de celulosa, en el Estado de Espirito Santo de Brasil. Vincula su presencia con intereses políticos y denuncia que su sistema productivo atenta contra el desarrollo sostenible del territorio. El primer paso que dio la multinacional,
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controlada por Noruega, fue expropiar a los granjeros de sus tierras por precios miserables. Al quedarse sin recursos para vivir, la mayoría emigró a la ciudad de Vitória y se instaló en favelas. Cerca de un centenar de pueblos de los alrededores fueron abandonados y sus tierras se convirtieron en plantaciones de eucaliptos que se caracterizan por un gran consumo de agua. Quienes todavía resisten con pequeñas explotaciones agrarias están desesperados porque se han quedado sin agua y las plagas de termitas, atraídas por los eucaliptos, se han cebado sobre ellos. Los insecticidas están dañando, además, el medio ambiente y quienes mantienen los cultivos tradicionales de la zona frente al monocultivo del eucalipto reconocen que no les va a quedar otra alternativa que marcharse para poder subsistir. Quienes ya lo hicieron se quejan de que les quitaran sus tierras para la fabricación de papel y se sienten engañados y traicionados. Valmir Noventa, dirigente del Movimiento Pequeños Agricultores, asegura que la forma de actuar de Aracruz y del Gobierno es un delito: “Es un crimen contra la humanidad robarle la esperanza a alguien, es peor que robarle la vida”. De ese crimen son cómplices Europa y los Estados Unidos porque el 95% de la celulosa que se produce en Brasil se destina allí, y el 51% de la pulpa de celulosa se utiliza para fabricar papel higiénico. Así que nadie está libre de responsabilidad de lo que han hecho a estos desplazados, que son sólo una pequeña muestra de lo que ocurre en el planeta, puesto que la película indica que cada semana 1 millón de personas en el mundo emigra a las ciudades. En Canadá ocurre algo similar con la explotación de los depósitos de gas ácido en la provincia de Alberta. Convertir estos hidrocarburos en un gas limpio requiere de unos procesos que contaminan la atmósfera y los acuíferos con sulfuro de hidrógeno y otras sustancias cancerígenas. Varias familias explican cómo se han visto afectadas por estas explotaciones y han tenido que emigrar. La instalación de una de estas plantas extractoras obliga a quienes viven cerca de ellas a entrar a formar parte de zonas de planificación de emergencia, puesto que una fuga puede ser mortal para los habitantes del
entorno. A finales del otoño de 2005, cuando se estaba haciendo la película, el Gobierno de Alberta autorizó la excavación de seis pozos de hidrocarburos en las afueras de Calgary. 300.000 personas pasaron a formar parte así de una de esas zonas de emergencia por la proximidad de los pozos de gas ácido. Los realizadores entrevistan a personas afectadas por la contaminación y a médicos que certifican que esta provincia canadiense registra una de las mayores incidencias de esclerosis múltiple del mundo, algo que parece asociado al gas ácido pues se trata de un neurotóxico muy potente. En las zonas de Brasil donde se ha impuesto el monocultivo del eucalipto también se han incrementado los problemas de salud respiratorios por los pesticidas empleados, pero tanto en el país sudamericano como en Canadá no parece importar esto a las autoridades porque lo importante es la rentabilidad económica inmediata de ambas producciones. Ecologistas y climatólogos advierten en Les réfugiés de la planète bleue del riesgo que estos comportamientos irresponsables tienen para la sostenibilidad del planeta y cómo están afectando a los desplazamientos forzados de la población. Helena Norberg-Hodge argumenta en este sentido que dependemos de los recursos naturales, pero que estos tienen un límite, y que todo lo que necesitamos procede de la Tierra. Pensar que todo depende de la economía de mercado es haber perdido la cordura, advierte, mientras que George Marshal califica de irresponsable e inmaduro el pensamiento de quienes creen que todo se regenera en la naturaleza. “La regeneración medioambiental nunca se produce, podemos engañarnos, pero la cruda realidad es que nunca se produce y las zonas destruidas y afectadas por el cambio climático no se recuperan”, señala, para sentenciar que “una de las cosas que le cuesta comprender al ser humano sobre el cambio climático es que se trata de algo irreversible”. Como muestra de que el daño no sólo se está produciendo en el Sur sino también en los países industrializados, los realizadores ponen como ejemplo el huracán Katrina que golpeó las costas de Florida en los Estados Unidos en el otoño de 2005, y cuya virulencia los expertos la atribuyen al cambio climático, al igual que el au-
mento de la intensidad de las tormentas que se producen en este país donde en el momento de hacerse la película existían 500.000 refugiados medioambientales. Y a pesar de ver las orejas al lobo, mandatarios poderosos como el expresidente norteamericano George W. Bush seguían negándose a alcanzar un acuerdo sobre el cambio climático bajo los consabidos argumentos basados en criterios económicos a corto plazo, incapaz de ver la tragedia irreversible que eso supone a medio y largo plazo. La película recuerda al final que si todos los habitantes del planeta vivieran como se vive en las sociedades occidentales, necesitaríamos cinco planetas más para poder subsistir. Vivimos en un mundo global y las acciones contaminantes en el Norte repercuten por igual en el Sur, siendo incluso estos países los más perjudicados. Ni las llanuras heladas del Ártico, donde viven los inuit apartados en apariencia de todo, se escapan. El cortometraje Silent Snow (Holanda, 2011), de Jan van den Berg, así lo cuenta al detallar cómo las corrientes marinas y las masas de aire llevan hasta el Ártico los productos contaminantes que se generan en otras partes del planeta. Dañan de esta forma un
Silent Snow (Holanda, 2011), de Jan van den Berg.
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medio en apariencia limpio y puro como es el ecosistema donde viven los inuits, a pesar de que no hay industrias que lo contaminen. Otros títulos como Climate Refugees (Refugiados climáticos, USA, 2010), de Michael P. Nash, abundan más en la relación entre la contaminación, el calentamiento y el aumento de los desplazados medioambientales. En este caso Nash fija su atención en cómo el deshielo amenaza a los habitantes del archipiélago de Tuvalu, en la desertización acelerada de grandes extensiones de China, y en la devastación provocada por la sequía en Sudán.
Climate Refugees (USA, 2010), de Michael P. Nash.
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No hay conciencia suficiente sobre lo que está pasando y las víctimas parecen ser invisibles a pesar de que asoman la cabeza cada vez con más insistencia en las pantallas grandes y pequeñas de todo el mundo. Junto a la contaminación, la acción del hombre en la explotación incontrolada de hidrocarburos, la proliferación de los monocultivos, y la construcción de grandes infraestructuras, no siempre justificadas, son otras causas que provocan los desplazamientos masivos y forzados de personas. Un ejemplo lo tenemos en la presa de las Tres Gargantas en el río Yang Tsé, una obra faraónica realizada en
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China y equivalente a la construcción de la Gran Muralla que obligó a desplazarse a dos millones de personas. El drama de estos desplazados y sus consecuencias ha sido tratado en films como la contemplativa Sanxia haoren (Naturaleza muerta, China, 2006), de Jia Zhang Ke, y el documental Up the Yangtze (Canadá, 2007), de Yung Chang.
Expulsados de las tierras de sus ancestros La pugna entre los habitantes de las zonas inundables por estas grandes presas y las empresas hidroeléctricas ávidas de enriquecimiento a toda costa, a las que no importa el futuro de las personas que expulsan de esos lugares, ha sido un tema frecuente en el cine, sobre todo en los países latinoamericanos. Las comunidades indígenas son siempre las perjudicadas por estas grandes obras al no respetar las compañías los territorios históricos, la cultura y la identidad que preservan los mismos. Apoyadas las empresas por los gobiernos, en aras de la defensa del desarrollo y de un falso avance social, pasan como apisonadoras por encima de quienes se oponen a estos proyectos. A las compañías no les importa violar los derechos humanos y hacen con frecuencia uso de la fuerza hasta llegar incluso al asesinato para aniquilar a los líderes de opinión e intimidar al resto de la población. Apaga y vámonos (España, 2005), de Manel Mayol, es un ejemplo de este cine combativo que ayuda a denunciar y narrar en imágenes las violaciones cometidas contra los pueblos originarios de América, en este caso los indígenas mapuche pehuenche que se opusieron durante años a la presa de Ralco en Chile, construida por Endesa, la tercera más grande del mundo y que ha expulsado a medio millar de personas de estas etnias de las tierras en las que siempre vivieron. Lo peor no es eso, sino que encima los líderes de estas comunidades acabaron siendo condenados por los tribunales chilenos equiparándolos a terroristas. Sin salir de Chile, el documental Lucciole per lanterne (Luciérnagas por linternas, Italia, 2013), de Stefano y Mario Martone, aborda la lucha de tres mujeres que se resisten a la construcción
de cinco grandes presas en el sur del país dentro del proyecto HydroAysén, y denuncia cómo los abusos cometidos por las empresas hidroeléctricas son una herencia de la dictadura chilena al haber puesto en sus manos los derechos sobre la explotación del agua. La multinacional Endesa está también detrás. México no es ajeno a este modelo de imposición en lo que a construcción de presas se refiere, habitual en todo el mundo, en el que prevalece el mal llamado interés de la mayoría, o bien común, frente a los derechos de la minoría. La organización no gubernamental International Rivers ha denunciado que unas 167.000 personas han sido desplazadas en México por la construcción de represas. Las compañías engañan a los habitantes de las tierras expropiadas, que al final tienen que marcharse a otros sitios porque realojos como los que se hicieron con la construcción de la hidroeléctrica de El Cajón en Nayarit son sólo a cambio de casas nuevas, pero sin tierras de cultivo con las que poder subsistir, tal como cuenta Decían que íbamos a salir de pobre… (México, 2007), de Nicolás Défossé. Los continuos abusos de estas compañías ha hecho que los campesinos ya no se fíen, y así se muestra en Y el río sigue corriendo (México, 2010), de Carlos Pérez Rojas, sobre la lucha de 36 comunidades al sur de Acapulco para oponerse a la construcción de la presa de La Parota, ya cancelada por la amplia oposición social que hubo. Hacerla hubiese supuesto el desplazamiento forzado de cerca de 100.000 personas. Conflictos de este tipo por la construcción de grandes presas, que obligan al desplazamiento forzado de los habitantes de las tierras que son inundadas por los embalses, han sido llevados al cine dentro del género de ficción en títulos como Proshchanie (Adiós a Matiora, URSS, 1983), de Elem Klimov; The Emerald Forest (La selva esmeralda, USA, 1985), de John Boorman; Un lugar en el mundo (Argentina, 1992), de Adolfo Aristarain; y Las huellas borradas (España, 1999), de Enrique Gabriel, entre otros. La explotación de los hidrocarburos por las compañías multinacionales no ha generado menos conflictos y los desplazados medioambientales por este motivo tampoco son pocos debido a la contaminación de las
tierras de cultivo y de los acuíferos. El caso más escandaloso, por extremo, hay que buscarlo en Ecuador, donde la multinacional Chevron-Texaco contaminó de forma permanente durante casi tres décadas la región amazónica de este país por sus malas prácticas. Una vez expoliado el oro negro, dejó el país y se desentendió de las condenas de los tribunales de justicia que recaían sobre ella. En noviembre de 2013, la Corte Nacional de Justicia de Ecuador impuso a la petrolífera el pago de una indemnización de 9.500 millones de dólares por los daños causados en esta nación, donde explotó 300 pozos de extracción de petróleo y construyó mil fosas para el vertido de residuos tóxicos, que no restauró, entre 1964 y 1990. Un movimiento a nivel mundial, al que se han sumado ya numerosos países, está planteando que se hagan boicots a la petrolera en todo el planeta mientras no entre en la senda de los derechos humanos y el respeto al medio ambiente. Sobre las demandas legales planteadas por el país latinoamericano a la transnacional trata el documental Crude (Ecuador/ USA/ Reino Unido, 2009), de Joe Berlinger. No menos interesante es el documental Los descendientes del jaguar (Ecuador, 2012), de Heriberto Gualinga, sobre otro conflicto entre la comunidad indígena de Sarayaku en la Amazonía ecuatoriana y el Gobierno de Ecuador por la autorización, sin el consentimiento de la población, a que se hicieran prospecciones petrolíferas en su territorio a cargo de la Compañía General de Combustibles de Argentina. El pueblo kichwa de Sarayaku llevó el conflicto a la Corte Interamericana de Derechos Humanos con el apoyo de Amnistía Internacional y documentó todo el proceso mediante una película de vídeo realizada por miembros de la propia comunidad, en concreto por Heriberto Gualinga tras haberse capacitado para la realización de audiovisuales. Este cineasta indígena colaboraría después también con otra producción sobre el mismo tema titulada El caso Sarayaku (Ecuador, 2012), de Arturo Hortas. El cortometraje de Gualinga documenta el conflicto surgido con la petrolera cuando empezó a hacer prospecciones en la comunidad sin autorización de la comu-
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nidad de Sarayaku, aunque con el beneplácito del Gobierno ecuatoriano, que no consultó tampoco al pueblo kichwa. La petrolera llevó a cabo prospecciones en busca de petróleo entre 1996 y 2003. Cuando se marchó dejó sin retirar 1.400 kilos de explosivos de pentolita empleados para este tipo de trabajos. En 2002, la comunidad indígena decidió acudir a la vía del estado de derecho y pedir el auxilio legal amparándose en la Constitución. El caso llegó a la Corte Interamericana de Derechos Humanos en 2011 y falló un año después a favor del pueblo indígena condenando al Estado ecuatoriano a pagar una indemnización de 1.400.000 dólares a la comunidad de Sarayaku, a retirar los explosivos que seguían depositados en su territorio, a pedir disculpas a sus habitantes y a consultarles previamente si volvía a tomar la decisión de autorizar prospecciones petroleras en la zona. El film narra en media hora todo el proceso, desde la llegada de los técnicos de las empresas y de los militares desplegados para protegerlos, hasta la celebración de la vista en Costa Rica, donde junto a los líderes de la comunidad indígena interviene también el relator de la ONU sobre Derechos Indígenas James Anaya. La delegación del pueblo kichwa, con su líder espiritual al frente, Sabino Gualinga, pide ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, hablando en su idioma indígena, que permitan legar a sus hijos el mismo medio ambiente sin contaminar que recibieron ellos, que les dejen vivir en paz para poder seguir subsistiendo y que les consulten y respeten sus decisiones. El Gobierno de Ecuador ha incumplido de forma sistemática la sentencia de la Corte Interamericana. A mediados de mayo de 2014, la Procuraduría General del Estado emitió un comunicado en el que desacreditaba a la comunidad kichwa de Sarayaku ante sus insistentes reclamaciones, acusándola de ocultar y dar cobijo en su territorio a tres delincuentes condenados por la justicia ordinaria. El Estado ecuatoriano, acusado y condenado por la Corte Interamericana, lo que en un juicio ordinario equivaldría a ser un delincuente penado, buscaba así desviar la atención desacreditando a los pueblos indígenas en lugar de respetar sus derechos reconocidos a nivel internacional.
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Hay más films sobre esta clase de conflictos que parecen un cáncer en toda América Latina, como el cortometraje Sucumbios. Tierra sin mal (España, 2011), de Arturo Hortas, centrado igualmente en Ecuador y en los daños directos y colaterales de la extracción petrolífera desmedida e incontrolada. El pueblo quechua también se ha enfrentado a las compañías petroleras durante más de 40 años por los abusos cometidos en sus territorios ancestrales y así lo cuenta el cortometraje documental Río Negro (España, 2013), de Xènia Solé Golanó y Alan Fábregas Feliu, que aborda cómo los indígenas padecen la contaminación de su medio ambiente. La emigración con el abandono de las tierras donde siempre han vivido suele ser la salida a estas situaciones ante la indiferencia de las administraciones públicas. Son desplazados medioambientales por los abusos de las compañías que explotan los hidrocarburos en todo el mundo sin respeto alguno hacia la naturaleza. Dentro del género de ficción hay largometrajes que han abordado este tipo de cuestiones mostrando a comunidades enteras organizándose contra el establecimiento de estas compañías en su territorio o en sus costas. Es lo que sucede en Caribe (Costa Rica, 2004), de Esteban Ramírez, basada en hechos reales sobre una petrolera que intentó instalarse en la costa costarricense y fue expulsada por los vecinos. El film se fija en las prácticas mafiosas de la empresa al intentar dividir a la población y recurrir a asesinos a sueldo. En la vida real, el Gobierno de Costa Rica desautorizó a la empresa de hidrocarburos seguir con las prospecciones y la empresa presentó una demanda. Los abusos cometidos por estas multinacionales con el consentimiento de los gobiernos es el tema de fondo del thriller judicial The Pelican Brief (El informe pelícano, USA, 1993), de Alan J. Pakula, porque el cine comercial de Hollywood también ha indagado, aunque a su manera, en los delitos medioambientales cometidos con el beneplácito y el consentimiento de los estados, como sucede en este film que salpica a la mismísima Casa Blanca. Julia Roberts, la protagonista, volvería a trabajar en otra cinta de contenido similar, Erin Brockovich (USA, 1999), de Steven Soderbergh, sobre una historia basada en hechos
reales que trata sobre la contaminación que sufre una comunidad de más de 600 personas en un pequeño pueblo californiano. La causa son las medidas para abaratar costes a las que recurre la compañía Gas y Electricidad del Pacífico, que emplea un producto químico dañino en sus instalaciones que al filtrarse contamina los acuíferos. El vertido de contaminantes para ese tipo de actividades industriales está provocando la aparición de nuevos desplazados medioambientales en los Estados Unidos. Entre esas actividades se encuentra la explotación del denominado gas pizarra a través del fracking o fracturación hidráulica, una técnica invasiva en la corteza terrestre consistente en inyectar grandes cantidades de agua y de productos químicos en el subsuelo para extraer hidrocarburos. La fiebre desatada años atrás en Norteámerica con el fracking amenaza ahora a Europa y a otros países del Sur justo cuando se está demostrando científicamente lo dañina que es esta técnica de extracción, como así puso de manifiesto una sentencia judicial
de mayo de 2014 que condenaba a la empresa Aruba Petroleum a indemnizar a una familia de Texas por contaminación. La familia que ganó el pleito tuvo que emigrar y marcharse a vivir a otro lugar por problemas de salud. Los análisis médicos realizados a las víctimas arrojaron la presencia de una veintena de sustancias químicas en su sangre relacionadas con los productos contaminantes empleados en la extracción del gas. El combativo realizador argentino Fernando ‘Pino’ Solanas denuncia estas prácticas en La guerra del fracking (Argentina, 2013), y también lo hace la producción hollywoodiense Promised Land (USA, 2012), de Gus Van Sant, protagonizada por Matt Damon, que mostró al mundo los peligros del fracking en pleno apogeo de la alarma social creada por las consecuencias nocivas para la salud que supone esta tecnología. La codicia está matando no sólo al planeta, que ya se ha rebelado contra nosotros, sino a sus habitantes; eso sí, a los que menos recursos tienen, a los más pobres, a los desheredados de la Tierra.
Promised Land (USA, 2012), de Gus Van Sant.
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Sin derechos humanos no hay democracia. Los pueblos de América Latina lo saben muy bien por su historia y por su presente. Padecieron durante siglos la opresión de la metrópoli cuando eran colonias. Opresión que mantuvieron el caudillismo y la oligarquía terrateniente tras los procesos de independencia. Y en el siglo XX, la Guerra Fría escenificó en sus países, el patio trasero de los Estados Unidos, las tensiones entre el modelo capitalista norteamericano y el del socialismo real de la URSS. Llenó el subcontinente de crueles dictaduras y cuando triunfó la Revolución en Cuba, esta acabó imponiendo un régimen autoritario bajo el gobierno de Fidel Castro, quien se arrogó el derecho de decidir sobre los demás como hacen todos los dictadores creyéndose los padres de la patria. El bloqueo norteamericano desde fuera, y la ausencia de libertades desde dentro, hicieron fracasar el proyecto del Hombre Nuevo impulsado por el proceso revolucionario cubano. Salvador Allende en Chile encendió de nuevo la luz de la esperanza en 1970 con el triunfo de la Unidad Popular, pero como había sucedido ya en 1954 en Guatemala con Jacobo Arbenz, el intervencionismo norteamericano dio al traste con un Gobierno que era del pueblo y para el pueblo. El golpe de Estado de Pinochet y su oscura y siniestra dictadura arrasaron con las ansias de libertad de los chilenos mientras el cáncer del fascismo latinoamericano se extendía a otros países del área y asolaba a Argentina. El triunfo de la Revolución Sandinista en Nicaragua a finales de los años 70 puso
de nuevo contra las cuerdas los intereses y los abusos de poder de los Estados Unidos en su patio trasero. La reacción de la gran potencia mundial fue la de siempre: represión, intolerancia, odio, racismo y prepotencia. Las democracias de baja intensidad con sus guerras fratricidas sembraron de cadáveres Centroamérica, que llenaron el istmo de desplazados y exiliados que huían de los conflictos armados propiciados por una nación que se creía con el derecho a defender las libertades en el mundo cuando lo que hacía era violarlas con su injerencia. Lo mismo pasó en Colombia, cuya población quedó a merced del narcotráfico, de la violencia del ejército, de las guerrillas y de los paramilitares. Prácticamente toda América Latina volvió a la senda de la democracia durante la última década del siglo pasado, pero con las heridas abiertas que siguen sin cerrar de las décadas de horror y represión que había padecido antes. Ya no hay guerras o están en vías de extinción, aunque sí estallidos sociales por las injusticias sempiternas; ya no hay muertos a manos de los ejércitos represores, pero sigue habiendo víctimas de la violencia que propician el terrorismo de Estado, la delincuencia común, el narcotráfico, las maras y la corrupción que lo corrompe todo en estas sociedades, desde arriba hasta abajo. Latinoamérica mantiene una deuda sin saldar con el respeto a los derechos humanos. Y sin derechos humanos no hay democracia. Mientras no se respeten, los pueblos latinoamericanos seguirán empujados al exilio, a convertir a sus gentes en desplazados forzados que buscan en la emigra-
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Retratos de un mar de mentiras (Colombia, 2010), de Carlos Gaviria.
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ción irregular a otros países sueños dorados que jamás encuentran, ni en los Estados Unidos ni en Europa. Durante las dos últimas décadas, América Latina ha abastecido de mano de obra barata al Norte. Hoy, con la crisis global, se ha producido un retorno generalizado e incluso en algunos países como Ecuador se atisba la esperanza de un cambio de ciclo que ha hecho que la nación deje de ser productora de emigrantes para convertirse en receptora de inmigrantes. Un film ecuatoriano, Prometeo deportado (2009), de Fernando Mieles, denuncia el maltrato al que eran sometidos estos emigrantes cuando tenían que salir de su país para intentar labrarse un futuro que no encontraban en su tierra. El cineasta lo ejemplifica a través de una metáfora, la reclusión de todos los ecuatorianos que llegan a un aeropuerto indeterminado de Europa en una sala de espera donde permanecen aislados e incomunicados del mundo. Olvidados por las autoridades migratorias, que les dan comida pero no resuelven su situación en el limbo en que han caído, deben organizarse para poder subsistir. Pero las envidias, los egoísmos y las ambiciones de quienes se creen superiores y con más derechos que los demás, truncan la tranquilidad y las buenas relaciones que existía entre ellos, a pesar de lo atípico de su situación, y se establece un régimen autoritario en el que unos pocos con sus sabuesos se imponen a la mayoría. Un aprendiz de mago y una falsa modelo que habían emigrado de Ecuador en busca de un paraíso inexistente, serán quienes encuentren la salida a ese encierro a través de sus sueños, que esta vez no pasarán por huir de su país sino por volver a él. Es lo que estaba ocurriendo a finales de la primera década de este siglo con el estallido de la crisis global que sometió a países como España a los intereses de los mercados financieros y de los especuladores. Prometeo deportado habla de la humanidad y de la capacidad que tenemos las personas para crear una sociedad solidaria, pero también trata de la infamia, de la opresión del hombre por el hombre, aquello en lo que solemos caer con frecuencia cuando nos dejamos llevar por la ambición, los egoísmos y la insolidaridad. El film es deudor de la magnífica El ángel exterminador (Méxi-
co, 1962), de Luis Buñuel, y por extensión de las cubanas Los sobrevivientes (1979), de Tomás Gutiérrez Alea, y Lista de espera (2000), de Juan Carlos Tabío. Desheredados de la tierra que vagan desplazados por todo Chile son los protagonistas de La tierra prometida (Chile, 1972), de Miguel Littin. Son campesinos que buscan tierras que cultivar y en las que poder instalarse sin tener que depender de nadie, porque la tierra debe ser de quien la trabaja. Cuando lo consiguen, construyen una sociedad que se rige por normas comunitarias que les permiten subsistir sin tener que depender de nadie que los oprima. Así ocurre hasta que su modelo social es visto como un peligro por los comerciantes y las autoridades de la comarca, que envían al ejército y se desencadena la masacre, una de tantas que han padecido los desheredados de la tierra en América Latina. El film, cuya narrativa prima lo poético sobre el discurso realista, se hizo durante el gobierno socialista de Salvador Allende en Chile y, sin pretenderlo en ese momento su autor, podría ser visto como una metáfora, o una premonición, de lo que pasó en el país durante aquellos años. Los campesinos en la película acaban radicalizándose cuando ven que la sociedad
El ángel exterminador (México, 1962), de Luis Buñuel. Francisco Javier Millán
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distinta que pueden construir corre peligro de ser desmantelada, y los cancerberos del orden social establecido, los ricos, los propietarios, los terratenientes, sienten amenazada su hegemonía y aplastan el proyecto socialista con las botas de los militares. Es lo que ocurrió poco después, el 11 de septiembre de 1973, cuando el ejército chileno se levantó en armas, masacró a los dirigentes políticos de izquierdas, a los sindicalistas y a los líderes sociales, para implantar una de las dictaduras más represivas que ha conocido el mundo y que obligó a multitud de chilenos a exiliarse. La experiencia chilena de Salvador Allende, lo ocurrido después en Argentina, y cómo fue cercenado el primer gobierno socialdemócrata elegido en las urnas en un país latinoamericano merece un análisis más amplio en el contexto internacional de aquel tiempo. En los años 60, América Latina vivió un complejo proceso político con la proliferación de movimientos guerrilleros en todo su territorio. Pretendían, siguiendo el modelo de la Revolución Cubana y la doctrina del Che Guevara, implantar en sus países gobiernos revolucionarios de izquierda que permitieran acabar con las injusticias sociales y conseguir un mejor reparto de la riqueza. Chile fue el único país donde las izquierdas lograron acceder al ejecutivo pacíficamente a través de unas elecciones democráticas. La experiencia del socialismo chileno y del Gobierno de la Unidad Popular presidido por Salvador Allende provocaron una gran expectación internacional en un momento en que el foco de atención de la Guerra Fría se situaba en Vietnam. La construcción de un socialismo en democracia en el cono sur americano despertó el interés informativo de todo el planeta y llegaron a Chile reporteros y cineastas extranjeros para tomar el pulso a lo que allí estaba sucediendo. La desestabilización política auspiciada por los Estados Unidos y las multinacionales, el boicot de la burguesía y las divisiones surgidas en el movimiento obrero culminaron en un golpe de estado militar. Los cineastas chilenos y de otros países que habían acudido para registrar con sus cámaras el devenir del proceso revolucionario pacífico y en democracia que pretendía Allende, fueron testigos de excepción del que se convertiría en uno de los capítulos más significativos
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Machuca (Chile, 2004), de Andrés Wood.
de la Guerra Fría y menos estudiado por la historia desde ese punto de vista. La presencia de estos cineastas permitió, en cambio, que el Gobierno de Allende y el golpe militar figuren hoy día entre los hechos históricos más analizados por el cine durante la década de los años 70, ya que el final violento que tuvo la experiencia de la Unidad Popular conmocionó al mundo entero. Sólo así se comprende la amplísima filmografía que existe al respecto, sobre todo documental. Además de los films hechos por extranjeros, se produjo un fenómeno inédito en toda Latinoamérica, la aparición de una cinematografía en el exilio que no dejó de realizar películas sobre la dictadura durante las décadas de los 70 y 80.
Golpes de estado en Chile y Argentina, represión y exilio El realizador chileno Patricio Guzmán registró con su cámara el proceso revolucionario emprendido por Allende en títulos como El primer año (Chile, 1972) y La respuesta de octubre (Chile, 1972), para dirigir a continuación uno de los mayores frescos históricos que se ha hecho en cine sobre el Gobierno de la Unidad Popular y el golpe de Pinochet, la trilogía La batalla de Chile (Chile, 1975-1979). El film marcó un hito en la historia del cine documental y los pasos de Guzmán no tardaron en ser seguidos por otros realizadores como Heynowski y Scheumann, de la República Democrática Alemana,
que valiéndose de una identidad falsa accedieron a Chile con sus cámaras inmediatamente después de producirse el golpe para mostrar la represión militar. Hubo un aluvión de películas producidas en distintos países para denunciar lo ocurrido en el país austral, la más conocida de todas ellas La spirale (La espiral, Francia, 1976), de Armand Mattelart, Jacqueline Meppiel y Valerie Mayoux. Hoy siguen haciéndose documentales sobre esta temática porque el interés que hay en todo el mundo por lo ocurrido en 1973 y sus secuelas perdura. Más de 3.000 muertos y desaparecidos víctimas de la represión, y miles de exiliados y desplazados dentro y fuera del país, es el balance de las casi dos décadas que Pinochet se mantuvo en el poder. Los militares implantaron una cultura del terror en Chile cuyas consecuencias psicológicas en la población resulta imposible de cuantificar al margen del coste en vidas humanas. Títulos como Es herrscht ruhe im land (Reina la calma en este país, Alemania/Francia/Portugal, 1975), de Peter Lilienthal; Il pleut sur Santiago (Llueve sobre Santiago, Francia/ Bulgaria, 1975), de Helvio Soto; Santa esperanza (URSS, 1980), de Sebastián Alarcón; Der Übergang (El paso, RDA, 1978), de Orlando Lübbert; y Prisioneros desaparecidos (Cuba, 1979), de Sergio Castilla, son algunos de los títulos que trataron desde el género de ficción la insurrección militar sólo en los primeros años después del golpe, a los que habría que sumar una amplia filmografía posterior que incluye también la superproducción The House of the Spirits (La casa de los espíritus, Alemania/ Dinamarca/Portugal/USA, 1993), de Bille August, basada en la novela homónima de Isabel Allende; la cinta de Miguel Littin Dawson, Isla 10 (Chile, 2009), sobre los dirigentes políticos enviados al campo de concentración que da título a la película; y la exitosa Machuca (Chile, 2004), de Andrés Wood, que ilustra con suma precisión lo que supuso el golpe militar, la división del país entre quienes ostentaban el poder económico y los desheredados de la tierra de siempre. Estas películas abordan tanto la insurrección como la represión desatada, la resistencia y la vida en los campos de prisioneros. La mayoría fueron hechas en su día
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por cineastas chilenos en el exilio, gente desplazada de su país que mantuvo viva una cinematografía más allá de sus fronteras geográficas. No obstante, la producción audiovisual que más proyección internacional tendría es Missing (Desaparecido, USA, 1982), de Costa Gavras, rodada una década después del golpe y que avivaría de nuevo el interés internacional hacia lo que ocurría dentro de Chile, además de la polémica por la injerencia de los Estados Unidos al haber participado a través de la CIA en el golpe de Estado. La película trata sobre la desaparición del periodista norteamericano Charles Horman pocos días después del 11 de septiembre de 1973, asesinado por los militares porque había sido testigo de la represión y de las ejecuciones sumarísimas. Missing refleja cómo muchas personas que temían por sus vidas se refugiaron en las embajadas extranjeras, algo de lo que trata Svarta nejikan (El clavel negro, Suecia, 2007), de Asa Faringer y Ulf Hultberg. Esta cinta, protagonizada por los mexicanos Lumi Cavazos, Kate del Castillo y Daniel Giménez Cacho, cuenta el trabajo humanitario de Harold Edels-
Missing (USA, 1982), de Costa Gavras.
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tam, el embajador sueco cuya labor diplomática permitió salvar la vida a cientos de refugiados que buscaron asilo en la embajada y a los que se facilitó el exilio. Las embajadas de México tanto en Chile como en Argentina, cuando se produjo el golpe militar en este otro país, dieron igualmente refugio a numerosas personas que buscaban asilo político. Lo cuenta el documental De dolor y esperanza: el asilo un pasado presente (México, 2002), de Silvia Dutrenit, Carlos Hernández y Guadalupe Rodríguez. La reaparición de un movimiento popular organizado a comienzos de la década de los 80 hizo tambalear la arrogancia de la dictadura chilena. El cine volvió a tener una gran importancia en ese proceso con títulos de ficción o documentales, rodados dentro del país con la ayuda de cineastas de fuera que, en algunos casos, llegaron a entrar ilegalmente burlando la vigilancia policial. Chile, no invoco tu nombre en vano (Chile, 1983), del Colectivo Cine-Ojo, o Acta general de Chile (Chile/España, 1986), de Miguel Littin y que narra el regreso clandestino del cineasta a su país para hacer un documental, son films que en esa época mantienen viva la memoria del pueblo chileno y reflejan ya una situación interna distinta a la de los años 70. Los focos de resistencia habían aumentado, lo que unido a la presión internacional permitió arrinconar al dictador, coyuntura que obligó a abrir un proceso hacia la transición democrática. El tema de los desaparecidos irrumpió entonces en el cine nacional con títulos como Sexto-A, 1965 (Chile, 1985), de Claudio Di Girolamo; Imagen latente (Chile, 1988), de Pablo Perelman; y La estación del regreso (Chile, 1987), de Leo Kocking, mientras que el género documental se convirtió en testigo cotidiano de las caceroladas y protestas callejeras para exigir el regreso de la democracia en títulos como No me amenaces (Chile, 1990), de Juan Andrés Racz, y En nombre de Dios (Chile, 1987), de Patricio Guzmán. A diferencia de lo ocurrido con Chile, el golpe militar en Argentina de 1976 no conmocionó de la misma forma al mundo, ni la represión que ya venía de antes. Y tampoco surgió en este caso un cine en el exilio que denunciara la represión para recabar la solidaridad internacional. El cine condenó la dictadura desde dentro a través de la
alegoría, pero a partir de 1983, con la recuperación de la democracia, se produjo un aluvión de películas, en su mayoría argumentales, que trataban de reconstruir la historia silenciada por los militares para recuperar la memoria e impedir que quedaran impunes los responsables de las 30.000 desapariciones denunciadas por las organizaciones de defensa de los derechos humanos. Films como La historia oficial (Argentina, 1985), de Luis Puenzo, que ganó el Oscar de Hollywood, y La amiga (Argentina/Alemania, 1988), de Jeannine Meerapfel, abrieron los ojos al pueblo argentino y al mundo para revelar la realidad oculta por la dictadura. El cine acompañaría, además, a las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo en su lucha por la justicia y contra la impunidad de los represores, convirtiéndose estas mujeres en protagonistas de numerosos films documentales hasta nuestros días. Títulos como Por esos ojos, la historia de Mariana (Francia, 1997), de Gonzalo Arijón y Virginia Martínez; Botín de guerra (Argentina, 2000), de David Blaustein; y Nietos (identidad y memoria) (Argentina, 2004), de Benjamín Ávila, ilustran el drama de la identidad perdida entre los hijos de desaparecidos que fueron adoptados por los propios represores de sus padres, o familias allegadas a la dictadura. Estos muchachos, una vez alcanzada la mayoría de edad, han tenido que hacer frente a la verdad con toda la dureza que un proceso así supone cuando descubren que quienes creían que eran sus padres son en realidad los asesinos de sus progenitores. El tema de los centros de tortura llegaría también al género de ficción en La noche de los lápices (Argentina, 1986), de Héctor Olivera, y Garage Olimpo (Argentina/Francia/ Italia, 1999), de Marco Bechis, mientras que la cuestión de los desaparecidos y la represión estará presente en multitud de films, bien de forma explícita como sucede en Sur (Argentina/Francia, 1988), de Fernando Solanas, o a través de alegorías en la línea de Malayunta (Argentina, 1985), de José Santiso, y El amor es una mujer gorda (Argentina, 1987), de Alejandro Agresti. Una vez recuperada la democracia en Argentina y Chile, sus cinematografías abordaron el tema del exilio y el regreso de los refugiados establecidos en otros países. Son
títulos que inciden en el desgarro emocional que padecieron los desplazados y el conflicto surgido entre quienes se quedaron y los que se fueron cuando estos regresan. Films como Tangos. El exilio de Gardel (Francia/Argentina, 1985), de Fernando Solanas, y Dialogue d’êxiles (Diálogos de exiliados, Francia, 1974), de Raúl Ruiz, la primera sobre exiliados argentinos y la segunda sobre chilenos, en ambos casos refugiados en París, hacen aflorar en forma de psicodramas el dolor que provoca el destierro, además de analizar las contradicciones políticas de la izquierda. El tema del retorno aparece de forma colateral en algunas cintas de ambas cinematografías, mientras que en otras se convierte en el hilo conductor del relato confrontando los diferentes puntos de vista de quienes se marcharon y de quienes permanecieron para sufrir el exilio interior. La incertidumbre marca el regreso de la mayoría de los exiliados que, al volver, encuentran el mismo recibimiento que tuvieron en el extranjero como inmigrantes, la incomprensión por parte de los que decidieron quedarse a resistir de forma activa o pasiva, o simplemente a subsistir. El tema de los desplazados a causa de ambas dictaduras, con los dramas provocados por el desarraigo, las dificultades de adaptación a las sociedades de acogida, las secuelas de la represión padecida y la marginación, incomprensión y aislamiento en que se encuentran como exiliados aparece en multitud de títulos de cortometraje y largometraje, de ficción y documentales. Entre otros, podemos referirnos a: La primera página (URSS, 1974), de Sebastián Alarcón; Il n’y a pas d’oubli (No hay olvido, Canadá, 1975), de Marilú Mallet, Jorge Fajardo y Rodrigo González; Dos años en Finlandia (Finlandia, 1975), de Angelina Vázquez; Yo recuerdo también (Canadá, 1976) y Canadian experience (Una experiencia canadiense, Canadá, 1980), de Leutén Rojas; Dentro de cada sombra crece un vuelo (Alemania, 1976), de Douglas Hübner; Främlingar (Extranjero, Suecia, 1978) y Det var nägra som hade kommit frän Chile (Eran unos que venían de Chile, Suecia, 1986), de Claudio Sapiaín; Aus der ferne she ich dieses land (De lejos veo este país, Alemania, 1978), Permiso de residencia (Alemania, 1979) y Si viviéramos juntos (Alemania, 1983), de Antonio Skármeta; Nosotros afuera (Bélgica, 1978),
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Exilio 79 (Bélgica, 1979) y Éramos una vez (Bélgica, 1979), de Leonardo de la Barra; El maravilloso viaje de Martín (Suecia, 1980), de Francisco Roca; Lina y Tina (España, 1980), de Susana Torres y Ricardo Pomeda; Les trois couronnes du matelot (Las tres coronas del marinero, Francia, 1982), de Raúl Ruiz; Los días de junio (Argentina, 1985), de Alberto Fischerman; El rigor del destino (Argentina, 1985), de Gerardo Vallejo; Para vencer el olvido (México, 1985), de Humberto Ríos; O cor do seu destino (El color de su destino, Brasil, 1986), de Jorge Durán; Tierra sagrada (Francia, 1987), de Emilio Pacull; Sentimientos. Mirta, de Liniers a Estambul (Argentina, 1987), de Jorge Coscia y Guillermo Saura; Made in Argentina (Argentina, 1987), de Juan José Jusid; Revancha de un amigo (Argentina, 1987), de Santiago Carlos Oves; Las veredas de Saturno (Argentina/Francia, 1986), de Hugo Santiago; Consuelo, una ilusión (Chile/Suecia, 1989), de Luis Eduardo Vera; El camino de los sueños (Argentina, 1992), de Javier Torre; Amigo mío (Argentina/Alemania, 1993), de Jeannine Meerapfel y Alcides Chiesa; Una sombra ya pronto serás (Argentina, 1994), de Héctor Olivera; Los náufragos (Chile/Canadá/Francia, 1994), de Miguel Littin; y Hermanas (Argentina, 2005), de Julia Solomonoff. La deriva existencial del exiliado provoca en ocasiones que el destierro sea eterno, aunque se regrese al país. Es lo que sucede con los protagonistas de Un lugar en el mundo (Argentina, 1992) y Martín Hache (Argentina/ España, 1997), ambas de Adolfo Aristarain, cuyo exilio, interior en el primer caso y exterior en el segundo, se convierte en una constante reafirmación de la argentinidad como una nación inconclusa y en permanente búsqueda de la identidad de sus gentes. El exilio interior es otra forma de desplazamiento, como le ocurre al profesor universitario relegado a un pueblo remoto de Chile en donde hará amistad con exiliados de la Guerra Civil española en La frontera (Chile, 1991), de Ricardo Larraín. Así les pasa también a los protagonistas de Kamchatka (Argentina, 2002), de Marcelo Piñeyro, que deben escapar de la represión dejando atrás su casa y huyendo a una zona rural donde intentan ocultarse, y a los de Infancia clandestina (Argentina, 2011), de Benjamín Ávila,
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que tras un tiempo en el exilio regresan a su país para vivir clandestinos pero sin dejar de luchar activamente contra la dictadura. Los presos políticos en Argentina que no eran asesinados eran enviados a campos de concentración donde se practicaba la tortura y las condiciones de vida eran inhumanas, desplazados de sus casas e incomunicados del resto de la sociedad. Rawson (Argentina, 2012), de Luciano Zito y Nahuel Machesich, es un documental que trata sobre uno de los más terribles campos de confinamiento que hubo.
Los balseros cubanos se lanzan al mar Cuba acogió a algunos de los exiliados de las dictaduras chilena y argentina, como lo ha hecho siempre con todos los desplazados de los regímenes totalitarios que ha dado América Latina. Al margen de ideologías, reconociendo el ideal de igualdad sobre el que intentó forjarse la Revolución Cubana y sus esfuerzos por la construcción de un Hombre Nuevo, el régimen castrista, cuyo liderazgo está visto que se hereda dentro de una misma familia como en las monarquías, ha acabado convertido en un sistema totalitario controlado por un partido único. En Cuba no hay libertad de prensa ni de expresión. Todo lo controla el Estado, para bien en el caso de los servicios básicos, y para mal porque favorece el enriquecimiento de las clases dirigentes. La enseñanza no educa a los niños en la libertad, sino en el pensamiento único del partido. No hay diferencias entre ricos y pobres porque los primeros han desaparecido. Eso sí, hay diferencias entre la gran mayoría de los pobres que vive de la caridad del Estado, o de su ingenio, y los burócratas, la nomenclatura, los privilegiados que han pasado a convertirse en los nuevos ricos. Es demasiado imperfecta la Revolución que pretendió construir al Hombre Nuevo como para que la gente se quede en el país, sobre todo los jóvenes, que miran en modelos del exterior, como los de Estados Unidos y Europa que para nada son mejores, el paraíso hacia el que escapar, porque en Cuba no se emigra, se huye. Si
el régimen autoritario de Cuba goza de simpatías entre los intelectuales y el mundo de la cultura de otros países es porque para desgracia de los pobres, y a pesar de sus imperfecciones y de la corrupción y privilegios de sus clases dirigentes, es menos malo que las injusticias, la explotación y los abusos a los que ha conducido el modelo neoliberal en los países del Sur. Pero un mundo mejor no se construye tampoco generando tantas diferencias entre la minoría privilegiada y la mayoría desposeída como han hecho, por interés personal, los dirigentes de la Revolución. En cualquier caso, sobre Cuba es difícil hacer juicios de valor porque ni todo es blanco ni todo es negro, y más si analizamos con rigor y objetividad lo que pasa en otras dictaduras y también en las imperfectas demo-
cracias occidentales donde sus ciudadanos están sometidos igualmente a otro tipo de abusos. Cuba, simple y llanamente, es diferente, pero deberá entrar en la senda del respeto a los derechos humanos que viola. Combatir la tiranía con otro tipo de tiranía no es la solución ni para consuelo de los de siempre, los desposeídos, los desheredados del planeta. Un modelo socialista como el de Cuba no puede ser la alternativa a las democracias sometidas a las reglas injustas y abusivas de la economía de libre mercado, es simplemente otra forma de dictadura. El drama de quienes huyen de Cuba por mar, los balseros, es un foco de atención informativo cíclico, pero cada vez hacen menos ruido. Llevan medio siglo jugándose la vida lanzándose al mar en precarias embarcaciones. Y
Infancia clandestina (Argentina, 2011), de Benjamín Ávila.
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Scarface (USA, 1983), de Brian de Palma.
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eso no interesa ya a la prensa más allá de algún momento puntual cuando se produce una tragedia con numerosas víctimas. En 2011 volvieron a saltar las alarmas al detectarse un incremento considerable de balseros desde 2007. Desde que comenzó la crisis global habían descendido, pero ese año la cifra volvió a repuntar y, casualmente, el cine les prestó de nuevo atención como veremos. El periódico The Miami Herald informó al cierre del ejercicio fiscal de 2011, que finaliza el 30 de septiembre, que los cubanos interceptados por los guardacostas norteamericanos en el mar ascendía al millar, cuando durante el año anterior los detenidos habían sido 422 –la cifra aumentaría hasta 1.275 en el año fiscal de 2012 y se mantuvo prácticamente igual en el siguiente ejercicio–. Además, señaló que el número de quienes habían conseguido pisar tierra firma también había aumentado al pasar de 409 a 696. Las detenciones en puestos fronterizos sí se mantuvieron estables, en torno a los 6.300 en ambos ejercicios. Estas detenciones se llevaron a cabo principalmente en los puestos fronterizos mexicanos, nueva ruta empleada por los cubanos en los últimos años para llegar a suelo norteamericano. En 2008, las autoridades cubanas y mexicanas firmaron un acuerdo migratorio para devolver a la isla a todos los bal-
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seros que intentasen llegar a los Estados Unidos por tierra desde México una vez alcanzadas sus costas. Los cubanos llevan desde principios de los años 60 echándose al mar para alcanzar un sueño que, salvo contadas excepciones, se convierte pronto en pesadilla porque no es oro todo lo que reluce al otro lado. La primera oleada de balseros de gran envergadura hacia las costas norteamericanas tuvo lugar entre septiembre y octubre de 1965. Es la conocida como Operación Camarioca que permitió abandonar la isla por mar a unas 5.000 personas por sus propios medios, pero también con la colaboración de varias embarcaciones fletadas desde Florida. Desde entonces y hasta ahora estos balseros son desplazados por causas políticas y también económicas, pero en definitiva, personas que aspiran a tener una vida digna que les permita tener la opción de elegir libremente, algo que el régimen cubano niega a quienes no abrazan su doctrina. A veces esto cuesta entenderlo desde los colectivos progresistas de Occidente, y para eso hay que ponerse en la piel de los desplazados como hemos planteado en otras ocasiones en este libro. Si un occidental es capaz de vivir como se vive en Cuba, sin ser dirigente y por tanto sin disfrutar de una situación privilegiada, que le cambie su vida a un cubano y que se vaya a la isla a sufrir por él. La primera gran crisis migratoria hacia los Estados Unidos se produjo en 1980 desde el puerto cubano de Mariel. Castro abrió las puertas para que salieran del país los que estaban descontentos con dos décadas de Revolución, y fue más listo que los norteamericanos porque en aquella oleada hizo que se colaran también miles de delincuentes junto a los presos políticos. El film Scarface (USA, 1983), de Brian de Palma, comienza con imágenes documentales de los llamados marielitos llegando a las costas de Florida. La narración en off que las acompaña desvirtúa en cierta medida la realidad histórica, puesto que dice que de los 125.000 refugiados que arribaron, aproximadamente 25.000 tenían antecedentes criminales. La poderosa y adinerada comunidad cubana en el exilio de Miami protestó porque el film no diferenciaba entre delincuentes comunes y presos polí-
ticos haciendo creer que todos eran maleantes, y forjando así una imagen equivocada de los cubanos exiliados. En cualquier caso, esta película trata de algo real, de las peligrosas mafias cubanoamericanas de Miami que controlan el crimen organizado y el narcotráfico en esta parte de los EEUU. La película de Brian de Palma tendría una secuela dos décadas después con Carlito’s Way: Rise to Power (USA, 2005), de Michael Scott Bregman. Además de Scarface, la crisis de los marielitos y la huida por mar de los disidentes políticos de la isla es el detonante de dos títulos conocidos de la industria de Hollywood, Fires Within (USA, 1991), de Gilliam Armstrong, y The Perez Family (USA, 1995), de Mira Nair. Ambos son intentos fallidos de abordar el exilio cubano en EEUU mediante sendas historias melodramáticas inconsistentes en su puesta en escena. Tienen en común que sus protagonistas son empresarios o intelectuales encarcelados que tienen dificultades de integración al llegar a Florida después de ser liberados en Cuba. El éxodo masivo de Mariel también fue aprovechado por el escritor cubano Reinaldo Arenas para exiliarse a Norteamérica, donde no corrió mejor suerte y padeció también la marginación por su condición de homosexual. Javier Bardem se mimetizaría magistralmente con este personaje en Before Night Falls (USA, 2000), de Julian Schnabel. La homofobia, así como el racismo y el machismo latente en la sociedad revolucionaria, han sido dos de las asignaturas pendientes de los cubanos, en particular de cierta élite revolucionaria oculta tras la máscara de la hipocresía, como denuncian las películas Conducta impropia (Francia, 1984), de Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal, y De cierta manera (Cuba, 1974), de Sara Gómez. La otra gran crisis de los balseros aconteció en la primera mitad de los años 90. A causa del desabastecimiento provocado por el bloqueo, junto con la crisis política desatada por la caída del Muro de Berlín, miles de cubanos optaron de nuevo por lanzarse al mar en condiciones muy precarias para intentar alcanzar las costas norteamericanas. Las estimaciones que han hecho los expertos apuntan que desde el triunfo de la Revolución y hasta finales de siglo, un millón de cubanos emprendieron el camino
del exilio, lo que supone prácticamente un diez por ciento de su población. Uno de los momentos más tensos de este nuevo éxodo de cubanos se produjo en 1994, cuando se cuantificaron alrededor de 35.000 balseros con destino a los cayos de Florida. Muchos murieron en el intento, mientras que otros fueron enviados a la base naval norteamericana de Guantánamo en Cuba con un destino incierto. El drama de los balseros no ha cesado desde entonces. Sobre la crisis de los balseros de principios de los años 90, los realizadores Carles Bosch y Josep M. Domènech hicieron uno de los documentales que hoy día son de referencia en torno a los desplazados cubanos, Balseros (España, 2002). Esta producción de la televisión autonómica de Cataluña sigue la trayectoria en el tiempo de varios cubanos que emprendieron en 1994 el camino del exilio en balsas. Antes de alcanzar el formato de largometraje, el film se presentó como un cortometraje de media hora en el Festival de Cine de Miami de 1997. Era el primer montaje y causó mucho impacto puesto que seguía la vida de los balseros durante dos años. Los cineastas se reencontraron con los protagonistas de la cinta cinco años después de que llegaran a los Estados Unidos para conocer qué había sido de sus vidas. Descubren así que en la mayoría de los casos el sueño americano se había hundido bajo sus pies. Otro documental destacado que relata la fuga masiva de cubanos a comienzos de la última década del siglo es Estado del tiempo (Cuba, 1994), de Luis Felipe Bernaza, que se centra también en el drama humano de estos desplazados a través de entrevistas con varias personas que intentaron escapar de la isla con sus embarcaciones, y que fueron interceptados en alta mar por patrulleras norteamericanas y enviados a Guantánamo. En el género de ficción, la tragedia de los balseros ha atraído el interés de realizadores de distintos países como el argentino Jorge Dyszel, autor de …en fin, el mar (…finally, the sea, Argentina, 2003). La acción gira en torno a un cubanoamericano que estando de vacaciones en Miami encuentra una balsa a la deriva con el nombre de Mariana grabado. A su regreso a Nueva York, no deja de pensar en lo que pudo ocurrir a los ocupantes de la balsa y viaja a Cuba para averiguarlo. Sus orígenes cubanos le
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animan, además, a reencontrarse de esta forma con sus raíces. La protagonista del film, Audry Gutiérrez Alea, hija del famoso director cubano Tomás Gutiérrez Alea, conocía muy bien el drama de los desplazados cubanos puesto que ella vivía entonces exiliada en Argentina, país donde tuvieron que rodarse las escenas de la partida de la balsa al no tener autorización para hacerlo en las costas de Cuba. Otro film que reconstruye la odisea de los balseros a través del cine de ficción es 90 millas (España, 2005), de Francisco Rodríguez Fernández. El título hace referencia a la distancia que hay entre la isla y los cayos de Florida, y narra el viaje que realiza en una precaria embarcación una familia de cubanos con todos los peligros que entraña la travesía. No hay que confundir esta película con otra producción de igual título, 90 Miles (90 millas, USA, 2002), documental del cubanoamericano Juan Carlos Zaldívar que cuenta su propia experiencia como balsero a los 13 años cuando sus padres decidieron marcharse de la isla. Uno de los momentos más emocionantes de la cinta es el regreso del cineasta a la isla y el reencuentro con sus familiares, pues teme que lo rechacen tratándolo de marielito o gusano, término despectivo empleado en Cuba para referirse a los disidentes. El drama del exilio cubano ha sido abordado desde diferentes ópticas por distintos realizadores. La cineasta cubanoamericana Estela Bravo figura entre las más prolíficas pues varios de sus documentales se refieren a ello, el más conocido de todos Miami-Habana (USA, 1994), que cuenta las angustias de las familias cubanas separadas por el bloqueo y la imposibilidad de reencontrarse durante décadas. Es también autora de Los marielitos (Cuba, 1983), sobre quienes escaparon de la isla por el puerto de Mariel en 1980, y de otros títulos como Los que se fueron (Cuba/USA, 1981), Cubanos en Perú (Cuba, 1982), y Los excluibles cubanos (Cuba, 1994), polémico documental que recurre al formato de reportaje periodístico sobre los cubanos detenidos en suelo norteamericano por cometer algún delito común y que una vez cumplida su condena quedan en un limbo a la espera de saber si pueden permanecer en el país o son deportados. Buena parte de la filmografía de Estela Bravo ha estado enfoca-
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da a explorar la realidad de los desplazados, no sólo en Cuba sino en otros países latinoamericanos. Entre los últimos títulos rodados por Estela Bravo figura el trabajo de investigación Operation Peter Pan: Flying Back to Cuba (Operación Peter Pan, Cuba, 2011), sobre una operación secreta orquestada desde el exilio en los Estados Unidos que se llevó a cabo durante los primeros años de la Revolución y que supuso el éxodo de 14.000 niños cubanos. En la misma estuvieron implicados la CIA y la Iglesia católica. Se desarrolló entre diciembre de 1960 y octubre de 1962. Su objetivo era sacar de Cuba a los niños de padres cubanos disidentes, pero con el tiempo se hizo extensiva a otras familias que temían que sus hijos fueran enviados a campamentos de adoctrinamiento en la Unión Soviética. Los niños, en estas situaciones, son siempre las víctimas inocentes, como ocurrió con el caso de Elián González, el balserito, que llegó a las costas norteamericanas flotando en un neumático en noviembre de 1999. Había emprendido el viaje desde Cuba en una balsa con su madre y una docena más de personas. La embarcación naufragó y sólo hubo tres supervivientes, entre ellos el niño. Al morir ahogada la madre, la familia del menor que residía ya en Norteamérica se hizo cargo del mismo, lo que dio lugar a una batalla legal de amplia difusión mediática, ya que el padre lo reclamó desde Cuba. El Servicio de Migración de los EEUU determinó que el niño tenía que regresar a su país, pero los familiares se opusieron. La tensión se mantuvo durante días con las televisiones de todo el mundo apostadas frente a la casa donde se encontraba el menor. Finalmente, un grupo de agentes federales armados hasta los dientes asaltó de noche la vivienda para llevarse a Elián por la fuerza y deportarlo a Cuba. Las imágenes de aquel suceso impactaron al mundo y sembraron dudas sobre cuál de los dos países es más inhumano, si Estados Unidos o Cuba. Un drama tan singular como el de Elián González, que posteriormente sería adoctrinado convenientemente por el régimen castrista hasta convertirlo en férreo defensor de la Revolución, atrajo inmediatamente el interés de la industria del cine. Dentro del género de ficción, aprove-
chando el tirón mediático, se hizo el telefilm A Family in Crisis. Elián González Story (USA, 2000), de Christopher Leitch, protagonizado por dos actores latinos de éxito, Esai Morales y Miguel Sandoval. Agustín Blázquez retomaría esta historia con el documental Covering Cuba 3: Elián (USA, 2002), que según reconoció su propio autor es totalmente parcial porque su intención era dar la voz a los exiliados frente a la decisión tomada por la Administración de Bill Clinton y en respuesta a los medios de comunicación norteamericanos que consideraban lógico que el niño hubiese regresado a su patria con su padre. En busca de su padre emprende también un viaje en balsa el protagonista del cortometraje Silencio profundo (México, 2003), de Gustavo Loza, que junto con otras dos historias sobre niños y migraciones configuraría dos años después el largometraje Al otro lado. En Silencio profundo, los protagonistas son dos niños cubanos, uno de los cuales, Ángel, fantasea con viajar a los Estados Unidos para conocer a su padre, que emigró hace tiempo y al que no conoce. Convence a su amigo Walter para lanzarse a la aventura y así lo hacen flotando en un neumático inflado. Al poco de partir, una ola vuelca su precaria embarcación. Ángel consigue regresar a la playa, pero no su amigo. Cuando la madre de Walter denuncia la desaparición de su hijo, Ángel guarda silencio traumatizado por lo ocurrido. Emigrar en balsas es un trauma, por el riesgo, por la incertidumbre de lo que se van a encontrar en su destino, y por lo que dejan atrás. Eso mismo experimentan los tres jóvenes protagonistas de Una noche (Cuba/USA/Reino Unido, 2012), de Lucy Mulloy, última incursión destacada del cine de ficción en el tema, película que contó con el apoyo de la fundación de Spike Lee y cuando se estrenó en festivales de cine fue noticia porque dos de sus protagonistas, Anailín de la Rúa y Javier Núñez, pidieron asilo político en Estados Unidos al acudir a uno de estos certámenes cinematográficos. Era la primera vez que hacían una película y aseguraron que su situación no era tan dramática como la de los protagonistas, pero que en Cuba no había futuro. La ausencia de ese futuro es lo que mueve a tres jóvenes de poca edad, Raúl Hernández, su amigo Elio y
la hermana de este, Lila, a embarcarse en una balsa para intentar llegar a Florida. Es Raúl el instigador porque se siente asfixiado en La Habana y Elio, que está enamorado de él, cuyo amor oculta, le ayuda construyendo una balsa. Lila se suma al viaje porque no quiere separarse de su hermano. Al verse implicado Raúl en una agresión, los planes se aceleran y emprenden la travesía. Las cosas no irán como se esperaban y durante el viaje surgirá el conflicto, pero los peligros les mantendrán unidos hasta que la balsa comienza a hundirse y les atacan los tiburones. Sólo Lila y Raúl alcanzan la costa, donde les auxilian unos extranjeros, quienes les aseguran que han llegado a Miami. No es así, son turistas, y adonde han vuelto es a Cuba. Finaliza así ese viaje desesperado de una juventud que se siente presa y atrapada por una Revolución anacrónica, que no es la de ellos. La misma desorientación que sienten en La Habana la experimentan en alta mar, algo que la cámara inquieta de la directora capta a través de una fotografía no menos sofocante que las vivencias de los protagonistas.
Una noche (Cuba/USA/ Reino Unido, 2012), de Lucy Mulloy.
Desplazados en el patio trasero de los Estados Unidos Cuba fue víctima antes del triunfo de la Revolución de las injusticias amparadas por los Estados Unidos, que convirtió la isla en su prostíbulo, al igual que toda Centroamérica en su despensa particular. Los abusos cometidos por la United Fruit Company en el istmo los denunció el Premio Nobel de Literatura guatemalteco Miguel Ángel Asturias en sus novelas, donde rebautizó a la multinacional norteamericana con el nombre de Tropical Bananera. Los países centroamericanos se convirtieron en un volcán que terminó por hacer erupción en los años 70 y 80 a causa de varios motivos: la explotación abusiva y neocolonial de sus recursos que hacía Norteamérica, las brutales desigualdades sociales existentes donde una minoría de terratenientes controlaba la práctica totalidad de la tierra y de las riquezas nacionales, y las guerras civiles desencadenadas por grupos revolucionarios contra la opresión con el objetivo de arrebatar el poder a los dictadores impuestos por los intereses extranjeros. Nicaragua fue el único país donde triunfó la revolución en 1979 al derrocar al cruento dictador Anastasio Somoza,
Carla’s Song (Reino Unido, 1996) de Ken Loach.
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mientras que en El Salvador la guerrilla del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional estuvo a punto de lograrlo por la vía de la insurrección armada una década después. Tras la firma de la paz en 1992 y su incorporación a la vida política en democracia, alcanzaría la victoria en las urnas ya entrado el nuevo siglo. En Guatemala, la guerra civil iniciada a principios de los años 60 desencadenó una sangrienta represión contra la población indígena que acabó en genocidio. En las guerras de baja intensidad auspiciadas por los Estados Unidos, los ejércitos de estos países aplicaron la misma táctica empleada en Vietnam, con tan nefastas consecuencias, denominada de tierra arrasada. Consiste en dejar sin agua al pez, entendido el primero como la población civil en el campo y el segundo como los grupos insurgentes revolucionarios. En Nicaragua, donde de lo que se trataba era de derrocar a los revolucionarios que habían tomado el poder, consistió en armar a un ejército contrarrevolucionario para hostigar al país desde el norte y el sur, principalmente desde Honduras. Al encontrarse entre dos fuegos, los habitantes de las zonas fronterizas tuvieron que huir. La presencia de la Contra y de desplazados afectó así también a Honduras. Esta táctica de acoso y derribo dio sus frutos en las elecciones de 1990. La gente, harta de tanto conflicto armado, dio la victoria a la Unión Nacional Opositora. Al dejar el poder los sandinistas, la guerrilla contrarrevolucionaria se disolvió. El cine ha abordado las complejas realidades de estos países con películas de ficción, pero sobre todo documentales, para enseñar a los espectadores de qué manera las guerras y la represión sufrida por estos países llenó de desplazados toda Centroamérica y el sur de México. Quienes pudieron llegaron hasta los EEUU y allí se produjo un fenómeno que ha tenido unas consecuencias terribles. Los hijos de los desplazados, sumidos en el desarraigo al no serles facilitada la integración en el país de acogida, terminaron muchos de ellos convertidos en presa fácil de las bandas de delincuentes latinas. Inmersos en el negocio de la droga y del crimen organizado con la venta de armas a la cabeza, fueron el germen de las maras que hoy asolan todo el istmo centroamericano y México.
Sus tentáculos, además, se extienden por toda América y han penetrado también en Europa a través de España. El título que mejor ejemplifica el drama de los desplazados centroamericanos en general a causa de los conflictos armados de los años 70 y 80 es Men With Guns (Hombres armados, USA, 1997), de John Sayles. Su acción se desarrolla en un país indeterminado. Hay quienes han querido identificarlo con Guatemala por la presencia de población indígena, pero podría ser cualquier nación centroamericana, incluso el Estado mexicano de Chiapas, donde en 1994 hizo su aparición pública el Ejército Zapatista de Liberación Nacional tras llevar una década trabajando en la clandestinidad. El actor argentino Federico Luppi interpreta al protagonista, el doctor Fuentes, un médico de reconocido prestigio que desarrolla su labor profesional en la capital del Estado ajeno a lo que ocurre en el resto del país. Está convencido de que su legado lo ha transmitido a los jóvenes médicos que formó para que llevaran la sanidad, dentro de un programa gubernamental, hasta el último rincón de la nación. Abre los ojos a su ignorancia cuando averigua que sus discípulos han sido asesinados en las montañas por hombres armados del ejército, los paramilitares y las guerrillas. Inicia por ello un viaje a las aldeas donde ejercieron sus alumnos para descubrir el horror que se esconde en el interior del país por la guerra silenciada y que ha provocado los desplazamientos forzados de miles de personas escapando de la muerte. El periplo supondrá a su vez un viaje interior para el veterano profesor, en lo que Sayles convierte en un alegato contra la ignorancia voluntaria de las sociedades opulentas que niegan la crueldad que no ven con sus ojos. El guión está inspirado en la novela La larga noche de los pollos blancos del escritor guatemalteco Francisco Goldman. La población campesina desplazada en El Salvador es la protagonista de Voces inocentes (México/USA, 2004), de Luis Mandoki, cuyo guión está basado en las propias vivencias de su coguionista Óscar Torres. Es el film de ficción que más proyección internacional ha tenido sobre el drama que vivió este país centroamericano durante los doce años que duró la guerra civil, con un saldo de
75.000 muertos y un millón de exiliados, aunque otras fuentes apuntan hasta dos millones y medio si se tienen en cuenta los desplazamientos internos. El protagonista, un niño de doce años, deberá ingeniárselas para no ser reclutado ni por el ejército gubernamental ni por la guerrilla. La forma de evitarlo será huir, el eterno drama de los refugiados que escapan de los conflictos armados, en este caso apoyado e instigado por la Administración norteamericana que dio 1.000 millones de dólares de ayuda militar al Gobierno salvadoreño. Sobre lo que fue de aquellas personas trata el largometraje documental Return to El Salvador (USA, 2010), de Jamie Moffett. El retorno después de haber padecido un conflicto bélico es complicado. El británico Ken Loach explora esos traumas en Carla’s Song (La canción de Carla, Reino Unido, 1996), sobre el regreso a Nicaragua de una sandinista víctima de una dura experiencia con la Contra antes de emigrar a Inglaterra. Este país centroamericano se llenó de desplazados durante la guerra civil y después, una vez llegaron al poder los sandinistas, ante el acoso de los contrarrevolucionarios, tema que los cineastas nicaragüenses abordarían en títulos de ficción como el cortometraje Betún y sangre (Nicaragua, 1990), de Frank Pineda, y el largometraje El espectro de una guerra (Nicaragua, 1988), de Ramiro Lacayo. El país centroamericano más castigado por las guerras internas auspiciadas por el Gobierno norteamericano en aquellos años fue Guatemala. Los 36 años de conflicto armado no declarado que sufrieron los guatemaltecos arrojó más de 200.000 muertos, 45.000 desaparecidos y un millón de desplazados. La represión contra el pueblo indígena tuvo características de genocidio, aunque el Congreso guatemalteco aprobó una resolución recientemente en la que asegura que no lo hubo, en contra de lo que dice el Informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico. El pronunciamiento del legislativo se produjo después de la anulación de una sentencia condenatoria de 80 años de cárcel contra el exdictador Efraín Ríos Montt por crímenes de genocidio. La condena costó el puesto a la juez que lo juzgó y a la fiscal general del Estado, que respaldó el enjuiciamiento, a pesar de que
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durante su mandato consiguió reducir la impunidad del 97 al 70%, un hito en la historia reciente de Guatemala. Es inmensa la producción sobre el conflicto guatemalteco que muestra la represión, los asesinatos y el exterminio de aldeas enteras, así como el desplazamiento obligado al que se vieron empujados los supervivientes. Fue a principios de los años 80, según ha explicado la Premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú en los libros que ha escrito sobre el genocidio maya en Guatemala, cuando la primera gran oleada de refugiados indígenas que escapan de la represión llega al sur de México. A finales de 1982 y a principios del año siguiente eran ya alrededor de 100.000 los desplazados que habían huido a Chiapas. De este éxodo, con la tragedia personal de Rigoberta Menchú y la colectiva de los pueblos indígenas guatemaltecos, es de lo que trata el documental When the mountains tremble (Cuando las montañas tiemblan, USA, 1983), de Tom Sigel y Pamela Yates, un referente obligado para comprender los años de cruel represión desencadenada contra los campesinos. Pamela Yates volvería a incidir tres décadas después en que la represión militar fue un genocidio, apuntando directamente a Ríos Montt, en Granito (Granito de Arena, USA, 2011). Caminos del silencio (Guatemala, 1987), de Félix Zurita, profundiza en la temática para denunciar que con la democracia seguían produciéndose esos crímenes en el que está considerado como el primer documental realizado desde el propio país por voluntad de las poblaciones en resistencia. Entre la producción audiovisual de aquellos años que retrata el drama de los refugiados guatemaltecos sobresalen también los documentales Guatemala, imágenes de una dictadura (Italia, 1980), de Paolo Mercadini; Frontera en guerra (México, 1982), de Eduardo Carrasco Zanini; Genocidio en Guatemala (México, 1983), de Salomé Zetune; y Vamos patria a caminar (Guatemala, 1983), una obra del colectivo Cinematografía Guatemalteca. Stalag Guatemala (Finlandia, 1984), de Mikael Wahlforss, establece un paralelismo entre la represión ejercida contra el pueblo indígena en Guatemala y el sometimiento de los pueblos europeos durante la dominación nazi. Las primeras imágenes de este documental, en
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When the mountains tremble (USA, 1983), de Tom Sigel y Pamela Yates.
blanco y negro, son de campos de concentración y exterminio de la Alemania nacionalsocialista. De hecho, su título hace referencia a la expresión alemana “stalag”, que quiere decir cárcel. El film denuncia que la crueldad y el sadismo con que se ejercía en aquellos años la represión en Guatemala es lo más cercano que puede haber a las barbaries cometidas por el nacionalsocialismo. Mateo Petras, del Comité Pro Justicia y Paz, es uno de los entrevistados que explica al espectador cuál era la situación en aquellos momentos de la violación de los derechos humanos, cuya gravedad se ponía de manifiesto por la existencia de un millón de refugiados en un país con una población de tan sólo 7 millones. La cámara se adentra en orfanatos llenos de niños indígenas cuyos
padres fueron masacrados por los militares, y también lo hace en los campamentos de desplazados en Chiapas, donde los indígenas aseguran que no piensan volver porque si lo hacen, el ejército los matará. El realizador de este documental consigue entrar también en un campo de prisioneros, el de Tzacol, donde los indígenas son encerrados y sometidos a un proceso de reeducación por el ejército bajo la acusación de haber sido colaboradores de la guerrilla, y aunque los presos manifiestan ante las cámaras que fueron engañados por los guerrilleros y que están del lado de los militares, sus rostros y sus miradas no dicen lo mismo. Muestra por último el funcionamiento de las aldeas modelo y de las patrullas de autodefensa civil, un sistema de reasentamiento de la población rural, después de haberla sacado a la fuerza de
sus territorios, para tenerla controlada y alejada de los insurgentes. Los hombres eran armados con mosquetones para que abriesen fuego contra los guerrilleros, y las etnias indígenas eran reagrupadas sin respetar sus comunidades. El documental concluye argumentando que toda Guatemala era un campo de concentración y que las masacres de los pueblos indígenas respondían a un plan preestablecido de represión selectiva. Además del valioso material audiovisual que han elaborado durante las últimas décadas diferentes colectivos guatemaltecos sobre el genocidio maya visto desde la mirada de los refugiados, a lo largo del tiempo se han ido sumando otras producciones extranjeras, entre ellas Terre maya: oú vas-tu? (Tierra maya, ¿a dónde vas?, Francia, 1992), de Sami Sarkis; Bajo el reino de Xibalbá (México, 1992), producido por el guatemalteco Rafael Rosal ; y La memoria proyectada (España, 2003), de José Manuel Fandos y Javier Estella, que resulta especialmente interesante porque dos cineastas españoles que han realizado varias películas en Guatemala viajan a varias comunidades indígenas que fueron prácticamente exterminadas en los años 80 por oponerse a la construcción de un pantano que ocupaba sus tierras. Años después regresaron y el documental cuenta ese viaje de retorno y de reencuentro con sus orígenes. Los indígenas de Chiapas conocen igual que sus vecinos guatemaltecos lo que es la represión y el drama de los desplazados. El documental Jerusalén en la Selva Lacandona (México, 1995), de Constantino Miranda Hernández, viaja al pasado para contar la historia de cómo una comunidad de los Altos de Chiapas buscó un reasentamiento para sobrevivir; y Chenalhó, el corazón de los Altos (México, 2000), de Cristina Fregoso, relata el acoso político de los militares y paramilitares sobre las comunidades tzotziles desplazadas. Este tipo de presión ha llevado a cometer masacres como la de Acteal, cuya finalidad es expulsar mediante el miedo a estas poblaciones obligándoles a que huyan. El alzamiento zapatista de 1994 puso Chiapas en el mapa y el mundo miró hacia el sur de México para descubrir la marginación, persecución y represión que padecen los pueblos indígenas. En tan sólo el primer año del conflicto se produjeron 35.000 desplazados, para
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producirse otra oleada importante en el siguiente ejercicio. En febrero de 2001, la marcha zapatista por doce estados de México volvió a atraer la atención internacional hacia estas comunidades con sus problemáticas y las propuestas que llevaron hasta el Congreso de la Unión en Ciudad de México. El seguimiento se plasmó en numerosos documentales y reportajes, entre ellos dos largometrajes hechos por cineastas extranjeros: Caminantes (España, 2001), de Fernando León de Aranoa, y Poco a poco (Austria, 2011), de Doris Musikar. El área maya no es la única de América Latina que ha padecido la persecución de sus pueblos indígenas. En la región andina sucede igual y en esta parte del subcontinente tuvieron que enfrentarse, además, al terror de Sendero Luminoso y de los militares al quedar entre ambos fuegos, lo que provocó, lo mismo que en Colombia, un éxodo masivo del campo a la ciudad huyendo de la violencia. Ejemplo de la represión del ejército sobre estas comunidades en Perú sería el largometraje de ficción La boca del lobo (Perú, 1988), de Francisco J. Lombardi, mientras que los desplazados a causa del terrorismo de Sendero Luminoso son el tema de Paloma de papel (Perú, 2003), de Fabricio Aguilar. El cine de ficción de otros países también ha abordado esta forma de acoso para empujar a los campesinos a que se marchen de sus tierras, como ocurre en El violín (México, 2006), de Francisco Vargas, y La hija del puma (Pumaens datter, Suecia/Dinamarca, 1994), de Ulf Hultberg y Asa Faringer. La hija del puma nos devuelve de nuevo a Guatemala y además se rodó en Chiapas. En San Cristóbal de las Casas se filmaron varias escenas pocos meses antes de que se produjera en ese mismo lugar el alzamiento zapatista. Los realizadores asegurarían después que no tuvieron la sensación de que un movimiento revolucionario se estuviese fraguando en la zona. Rodaron en comunidades indígenas y recrearon la aldea maya de San Francisco, que es donde se produce la masacre perpetrada por los kaibiles, soldados de élite guatemaltecos que se vieron involucrados activamente en el genocidio. Fue entonces cuando surgieron los problemas. La escena requería del uso de un helicóptero militar como si del ejército guatemalteco
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se tratara y el Gobierno de Guatemala protestó ante las autoridades mexicanas, a las que comunicó que no se trataba de cineastas sino de instructores extranjeros que estaban capacitando en tácticas de guerrilla a la población indígena. El ejército mexicano ordenó la suspensión del rodaje, aunque el equipo de producción recurrió a altas instancias gubernamentales para que se anulara esa orden. Justo medio año después hubiera sido imposible hacer la película tras el levantamiento del EZLN. La historia de la protagonista de La hija del puma, Aschlop, es muy parecida a la de Rigoberta Menchú y es una adaptación de la novela Pumaens datter de la escritora sueca nacida en Alemania Monica Zak. El film muestra en su primera parte la vida cotidiana en una aldea maya guatemalteca con sus costumbres, rituales y forma de vida respetuosa con la naturaleza. La opresión que sufren lleva a los más jóvenes a irse con la guerrilla, y el ejército, en un gesto de cobardía, va en busca de la población civil indefensa para masacrarla. Aschlop escapa y se convierte en una refugiada perseguida al ser testigo del crimen. Atormentada por el destino incierto de su hermano, desaparecido tras la masacre, vuelve a Guatemala a buscarlo. La película, protagonizada en los papeles secundarios por los propios desplazados de los campamentos de refugiados, sitúa la acción en 1983, pero su contenido incomodó a las autoridades guatemaltecas, contrarias a que se aireasen los crímenes no sólo del pasado sino los que seguían cometiéndose todavía de forma parecida en Guatemala cuando se rodó el film. El trabajo de Hultberg y Faringer recrea con gran realismo el drama del desplazado por la violencia. La desorientación, el miedo, la desconfianza, y la incertidumbre afloran en el personaje principal tras haber presenciado oculta la masacre de sus vecinos y el secuestro de su hermano por los militares. Ese mismo drama viven los protagonistas de El Norte (USA, 1983), de Gregory Nava, que también sitúa la acción en la Guatemala de principios de los años 80. En este caso no huyen a un campamento de refugiados sino que intentan llegar al Norte, a los Estados Unidos, tierra de promisión para ellos pero que sólo será la continuación del infierno guatemalteco.
En busca del paraíso a lomos de La Bestia Lo que lleva a los hermanos Rosa y Enrique de la película El Norte a EEUU es la represión militar en Guatemala, lo mismo que ocurría en aquella década con los emigrantes de otros países centroamericanos. Uno de los personajes de My Family (Mi familia, USA, 1994), realizada igualmente por Gregory Nava, también huye a Los Angeles tras vivir unos hechos traumáticos en El Salvador. La cinta de este realizador chicano coincidió a comienzos de la década de los 80 con todo un aluvión de títulos que trataban el tema de la emigración irregular a Norteamérica que cruza ilegalmente la frontera. Fueron films que como Alambrista! The Ilegal (USA, 1977), de Robert M. Young, surgieron en el propio seno de la comunidad latina de los Estados Unidos, pero otras cinematografías también se sumaron a esa tendencia. España lo hizo con Río abajo (On the Line, 1984), de José Luis Borau, y el cine más genuinamente hollywoodiense con Borderline (USA, 1980), de Jerrold Freedman, y The Border (La frontera, USA, 1981), de Tony Richardson, cuya protagonista es también una guatemalteca. Y es que los centroamericanos han emigrado igual que los mexicanos hacia el Norte por tierra, pero con la dificultad añadida de tener que atravesar varias fronteras. El viaje desde los países de Centroamérica hacia los EEUU ha sido presentado siempre en el cine con todo el desgarro emocional que para sus protagonistas representa tener que dejar a sus familias y su tierra para intentar empezar de nuevo lejos de sus casas. Las historias de éxito que se cuentan en estas películas son escasas. Prevalecen los relatos de fracaso. Los hermanos de El Norte consiguen llegar y cuando creen que van a lograr hacer el sueño americano, ella muere. La causa de su fallecimiento es una enfermedad que contrajo al ser mordida por una rata cuando cruzaba la frontera americana por una red de alcantarillado. En la multipremiada producción mexicana La jaula de oro (2013), de Diego Quemada Díez, también muere uno de los inmigrantes guatemaltecos al intentar cruzar la frontera, mientras que la mujer, Sara, es secuestrada por una organización criminal. El silencio fi-
nal del único que logra alcanzar el otro lado para trabajar limpiando los desperdicios de un matadero es elocuente pues se cuestiona si el sacrificio mereció la pena. Miles de centroamericanos siguen la ruta que en la película emplean los protagonistas para llegar a su destino, a lomos de La Bestia, y miles mueren en el intento. Unos fallecen por accidentes durante el viaje, otros porque caen en manos de las maras, de grupos criminales organizados o de policías corruptos. Quienes consiguen alcanzar la frontera y pasar al otro lado no han triunfado, les queda lo peor, cruzar un desierto traicionero que se cobra miles de vidas. No hay estadísticas oficiales, sólo estimaciones sobre el volumen de este tráfico migratorio irregular. Se calcula que la frontera sur de México es cruzada ilegalmente cada mes por unas 8.000 personas. Las cifras que con más frecuencia se barajan es que entre 100.000 y 140.000 extranjeros atraviesan el territorio mexicano cada año para llegar a Norteamérica, la mayoría de ellos centroamericanos. Otra cifra que circula, aunque no hay datos oficiales, es que en los últimos seis años han muerto 47.000 migrantes a su paso por México. Puede parecer exagerado, pero si tenemos en cuenta
La jaula de oro (2013), de Diego Quemada Díez.
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Sin nombre (México, 2009), de Cary Fukunaga.
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que las autoridades migratorias norteamericanas hablan de que cada año son aprehendidas 200.000 personas al intentar cruzar ilegalmente la frontera con EEUU, no resultan tan descabellados esos números. Los migrantes centroamericanos, y también mexicanos, son cada vez más jóvenes a la vista de lo que cuenta La jaula de oro y otros largometrajes documentales que se han hecho recientemente sobre este fenómeno. En el film de Diego Quemada Díez los protagonistas tienen entre 15 y 16 años, no más, pero en documentales como Witch Way Home aparecen niños de incluso 9 años que viajan solos. La realidad supera con creces a la ficción. El motivo que les lleva a emprender una aventura tan peligrosa es en todos el mismo, poder tener una vida digna. Y eso equivale a poder disponer de un trabajo, de una vivienda y de algo muy importante, seguridad, porque la misma brilla por su ausencia en estos países ante el aumento del crimen organizado, la impunidad y la corrupción en los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Guatemala, de donde son los protagonistas de La jaula de oro, tiene una de las tasas de criminalidad más altas del mundo, de 30 homicidios por cada 100.000 habitantes. Que-
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mada Díez pasó años preparando el guión, recogiendo testimonios de protagonistas y conociendo los lugares donde se desarrolla la acción para construir con todo ello un guión tan sólido como el que tiene su película. Habla de muchas cosas sin saturar al espectador, enhebrando la información en un discurso dramático que pasa de la ilusión y de las esperanzas iniciales de los protagonistas a la desesperación, el miedo y el desencanto al final. A lo largo de la ruta que siguen montados en los techos de los trenes de mercancías que viajan desde Tapachula a la frontera con los Estados Unidos, conocidos como La Bestia porque no respetan la vida de quienes se suben a ellos, el film de Quemada Díez habla de los abusos de autoridad de la policía mexicana, que roba y maltrata a los inmigrantes antes de deportarlos, de los secuestros por grupos criminales que se dedican a extorsionar a los familiares de los migrantes retenidos o del tráfico de mujeres como ocurre con Sara, quien debe negar además su identidad durante todo el viaje para preservar su integridad como mujer. Ni eso consigue salvarla. También habla de lo inhumano que son los Estados Unidos, donde un francotirador civil dispara y mata como si fuera un animal a uno de los jóvenes que consigue cruzar la frontera, el indígena Chauk. Pero dentro de esa amalgama de horrores que muestra la cinta, también habla de solidaridad, de quienes auxilian a los inmigrantes durante su viaje y de los propios desplazados entre ellos. Al principio de la película, Juan, el ladino, rechaza a Chauk y lo margina porque es un indígena que ni siquiera habla español. Se siente superior a él, con más derechos. Conforme avancen hacia el norte comprenderá que unidos, ayudándose mutuamente, tendrán más posibilidades de alcanzar su sueño. No es nueva la temática que aborda este film pero su tratamiento le ha dado mayor proyección que otros que se habían hecho antes sobre centroamericanos que cruzan México en los trenes de mercancías. Básicamente todas las producciones son documentales, pero también está el largometraje de ficción Sin nombre (México, 2009), de Cary Fukunaga, donde los protagonistas son una joven hondureña y un exmiembro de la mara Salvatrucha de
Tapachula que intenta desvincularse de la banda criminal y huye en La Bestia hacia EEUU con los migrantes. Es una historia de desesperación, pero también de esperanza y de solidaridad, cuyo final es trágico porque la realidad en que se basa lo es también. El realizador acometió este proyecto tras rodar cinco años antes un cortometraje, también de ficción, titulado Victoria para Chino (USA, 2004), sobre el drama de unos inmigrantes que murieron asfixiados en el interior de un camión cuando traficantes de personas intentaban pasarlos ilegalmente al otro lado. En el género documental, el título más conocido e impactante sobre los centroamericanos que cruzan México en los techos de los trenes de mercancías es Witch Way Home (USA, 2009), de Rebecca Cammisa, que focaliza su atención exclusivamente en los niños que viajan solos. El film hace un seguimiento de varios menores desde que cruzan la frontera entre Guatemala y México, hasta que llegan a EEUU o son deportados durante el trayecto, viajando también a sus lugares de origen para conocer cómo viven este drama sus familiares. Lo que llama la atención es la resignación con que lo aceptan, como si fuese algo irremediable. Los muchachos emprenden el viaje, según explican a la cámara, porque así creen que pueden ayudar a sus madres. Proceden de familias desestructuradas o bien sus padres viven en Norteamérica y quieren juntarse con ellos, como es el caso de Olga y Fredy, dos niños hondureños de 9 años. Algo mayores son Kevin y Fito, también hondureños, y Yurico, mayor que ellos, de 17, que emigra para escapar de las drogas y de la vida en la calle. Junto a ellos viajan guatemaltecos, salvadoreños y mexicanos. Kevin y Fito se toman la experiencia como una aventura, informados de los riesgos que supone viajar en La Bestia pero sin ser conscientes de ello. Tienen idealizado el paraíso de los Estados Unidos, pero cuando Kevin consigue cruzar la frontera y acaba en un centro de internamiento no pensará lo mismo. De vuelta en Honduras, incapaz de adaptarse a la vida con su familia, volverá a intentarlo. El film de Rebeca Cammisa muestra también la importante labor que desempeñan los albergues religiosos o los grupos de apoyo a los migrantes, los Beta, que hay
a lo largo de todo el trazado ferroviario para auxiliarles. A lomos de La Bestia (España, 2011), de Jon Sistiaga, hace el mismo recorrido convirtiendo la experiencia en algo personal con un enfoque propio del reportaje televisivo. Viaja con los emigrantes centroamericanos desde que cruzan el río Suchiate que separa Guatemala de México entre las ciudades de Tecun Uman y Tapachula, hasta llegar a Ciudad Juárez en la frontera norteamericana. Incide mucho en las lesiones y amputaciones que sufren los migrantes al caer del tren o quedar atrapados cuando intentan subir a él en marcha, y hace una parada en Tamaulipas para visitar el lugar donde los Zeta ejecutaron a 72 migrantes, suceso que visibilizó a la sociedad mexicana el drama de estas personas. Revela, además, una cifra de escándalo: 50 millones de dólares obtiene al año este grupo delictivo con los secuestros de inmigrantes y los chantajes que hacen a sus familiares. La labor humanitaria de “Las Patronas” y el mayor peligro que corren las mujeres que viajan en los trenes de mercancía, puesto que siete de cada diez son violadas, son otros temas que aborda el documental, aspectos sobre los que profundiza más todavía la realizadora salvadoreña Marcela Zamora en María en tierra de nadie (México/El Salvador/ Guatemala, 2010). Este documental se centra exclusivamente en las mujeres que suben a La Bestia. Consigue testimonios desgarradores, como el de una mujer que fue secuestrada por los Zeta y vio cómo los mareros se desprendían de los migrantes a los que no podían sacar dinero, ni a ellos ni a sus familias, matándolos y eliminando sus cuerpos de forma macabra. Asistimos también a testimonios brutales sobre los abusos cometidos contra las mujeres, víctimas de agresiones y violaciones. A “Las Patronas”, las mujeres de la comunidad de La Patrona en Amatlán de los Reyes (Veracruz) que ayudan a los migrantes y les auxilian durante el viaje dándoles comida y bebidas que preparan en bolsas para entregárselas con el tren en marcha, tratan La Patrona (México, 2008), de Lizzette Argüello, y El tren de las moscas (México, 2010), de Nieves Prieto y Fernando López, documental en el que se asegura que según un informe de Amnistía Internacional, 10.000 inmigrantes que viajaban en
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La Bestia fueron secuestrados por el crimen organizado durante el primer semestre de 2009. La labor humanitaria de estas mujeres, no siempre comprendida, fue reconocida en 2013 con el Premio Nacional de Derechos Humanos en México. De la dolorosa emigración centroamericana a EEUU atravesando México tratan también los documentales Oasis en el desierto (México, 2001), de David Urzúa; De nadie (México, 2005), de Tin Dirdamal; Coyote (España, 2009), de Chema Rodríguez; y La Bestia (México, 2010), de Pedro Ultreras. En marzo de 2014, la Fiscalía del Estado de Veracruz prohibió que los migrantes se subieran a los trenes de mercancías que hacen la ruta del Golfo. La orden llegó desde arriba, desde el gobernador del Estado al denunciar a las compañías Ferrosur y Kansas City Southern de México por presuntas violaciones de derechos humanos. La Fiscalía informó a través de un comunicado de que había sospechas de que el personal ferroviario colaboraba con el crimen organizado para parar los trenes en determinados sitios y que pudieran ser asaltados. Los migrantes siguen haciendo su viaje a pie y la noticia no tomó por sorpresa a nadie, pero hizo oficial un caso más de corrupción en la sociedad mexicana, una lacra que salpica desde los de arriba hasta los de abajo sin importar que con conductas así se estén violando los derechos humanos.
La catástrofe humanitaria de los desplazados en México Los reportes que publica la prensa indican que entre 2009 y 2013 la emigración irregular de los mexicanos a los Estados Unidos disminuyó por la crisis económica global, si bien ha empezado a repuntar en 2014. No hay estadísticas oficiales, en cambio, de cómo el crimen organizado, el control cada vez mayor que ejercen los cárteles de la droga en varios estados, y la violación de los derechos humanos amparada por la corrupción, han hecho incrementar el número de desplazados internos dentro de México huyendo de la violencia, el mayor pro-
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blema al que se enfrenta hoy día la sociedad mexicana. Sin derechos humanos no puede haber democracia, y hoy México se muestra así a los ojos del mundo. De las 8.867 muertes violentas registradas en el año 2007 se pasó a las 26.000 en 2012. Detrás de ese incremento está la guerra declarada al narcotráfico, cuyo efecto sobre la población civil no parece haberse tenido en cuenta. Todos los observadores apuntan a que las dificultades para erradicar la violencia del crimen organizado y de los cuerpos del orden público radica en la impunidad, que prevalece sobre el estado de derecho. Cada día es mayor la exhibición de fuerza que hacen tanto los criminales como los cuerpos policiales militarizados. Los cárteles de la droga exhiben sus crímenes con sadismo y la policía y el ejército actúan con violencia extrema al hacer uso de la tortura, según denunció el relator de la ONU sobre esta cuestión, Juan Méndez, durante una visita a México en 2014. Dijo que la tortura la practican “prácticamente todas las corporaciones policiales”, además de mostrar su alarma por la “continua militarización” de algunas regiones en las que se habían denunciado abusos. La situación, desde un observador exterior, podría dar la impresión de que está descontrolada o se está descontrolando porque crecen las extorsiones, las venganzas y las intimidaciones con una crueldad inusitada. La impunidad ha favorecido el incremento de los secuestros y el aumento de los desaparecidos con 26.000 personas en esa situación durante el sexenio 2007-2012. Es normal que con esos datos la gente sienta miedo y el cine, como reflejo de la sociedad de su tiempo, lo está plasmando en las películas. La crueldad de las maras y de los cárteles de la droga ha pasado a engrosar un subgénero dentro de la producción cinematográfica con las llamadas “narcopelículas”, producciones de bajo presupuesto e ínfima calidad destinadas básicamente al mercado del DVD sobre la vida fugaz, llena de excesos y de muerte de estos delincuentes exaltados y glorificados por los narcocorridos. Pero su violencia también ha irrumpido en el cine mexicano comercial que se distribuye en las salas y que, además, es el que cosecha éxitos internacionales y premios nacionales por su contundente denuncia de
la corrupción policial, como ha sucedido con El infierno (México, 2010), de Luis Estrada, esa cruda sátira que en el Bicentenario de la Independencia cuestiona la guerra del Gobierno declarada a los narcos, por inútil e hipócrita, ya que en el film los políticos y los cuerpos del orden público comen sumisos de la mano de los narcotraficantes. Es un film inquietante y extraño en su concepción y puesta en escena por confluir en él géneros que llevan al espectador de la sonrisa a la indignación y de la carcajada al miedo. El director parece estar dando un toque de atención al público sobre que el problema del crimen organizado y la violencia no es cuestión baladí. Benny, el protagonista de la cinta de Estrada, resulta entrañable para el público. Tras veinte años rompiéndose la espalda trabajando en los Estados Unidos tiene que volver a México, a su pueblo perdido en el desierto, sin un peso encima. Su hermano pequeño se quedó en casa y prosperó metiéndose en el negocio de la droga para tener una vida llena de lujos inalcanzables de otra manera pero fugaz. Y Benny, sin tener madera para ello, le sigue los pasos porque se lo toma casi como un juego y una manera de ganar dinero fácil habida cuenta de la impunidad con la que actúan los cárteles. Cuando entiende que matar no es un juego será demasiado tarde y la espiral de violencia, de odio y de venganza que se desata alcanzará a su sobrino, a pesar de que lo envía lejos del pueblo para que no se vea afectado. Huir de la violencia del narco es lo que están haciendo miles de mexicanos. Quienes pueden lo hacen a EEUU y quienes no, se desplazan a otros estados dentro del país. Dejan sus casas abandonadas, de las que se apropian los criminales. Coahulia, Baja California, Chihuahua, Sinaloa, Tamaulipas, Nuevo León, Chiapas y Guerrero son los estados de los que más gente se está yendo. A falta de estadísticas oficiales, puesto que las instancias gubernamentales parecen ajenas al problema, no lo quieren ver o prefieren ocultarlo a la opinión pública, organizaciones internacionales de derechos humanos hablan de cifras que oscilan entre los 150.000 desplazados internos, según Amnistía Internacional, y los 230.000, según el Internal Displacement Monitoring Center de Suiza.
Atrapados en el juego sucio de la violencia, los mexicanos no pueden escapar ya de la misma porque todo está corrupto, parecen decirnos Gerardo Naranjo en Miss Bala (México, 2011) y Everardo Gout en Días de gracia (México, 2011), ambas con un estilo narrativo fragmentado que transmite la angustia de los protagonistas de las historias que cuentan. Everardo Gout sitúa la acción de su ópera prima en tres fechas distintas, en los Mundiales de Fútbol de 2002, 2006 y 2010 para construir un fresco que puede resultar enrevesado para decirnos al final que la violencia en México ha existido, existe y existirá mientras siga habiendo corrupción. El policía Guadalupe Esparza, un idealista de la justicia, se sentirá un dorado de su comandante y caerá así en la misma red corrupta que lo corrompe todo sin ser consciente de que es un títere al servicio de intereses superiores que se escapan de su control. “Lo que está bien no siempre es legal”, le dirá su superior para convencerle de que trabaje para él saltándose la ley. Lo hará porque cree que así va a poder hacer justicia, pero sólo será un instrumento al servicio de la corrupción. “Siempre hay alguien más arriba”, le hará ver el comandante cuando ya es demasiado tarde puesto que
Miss Bala (México, 2011) de Gerardo Naranjo.
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han matado a su familia y él no tiene escapatoria. Días de gracia es una historia de corrupción policial, secuestros y venganzas en un México muy violento que hace creer a Guadalupe Esparza que el fin justifica los medios. Al principio de la película, asusta a dos niños amenazándolos con matarlos con el fin de meterles miedo para que no se involucren en el narcotráfico. Planos cortos, saltos continuos en el tiempo sin más referencias de ubicación temporal que las claves futbolísticas que van dando las retransmisiones deportivas y un contrapunto musical rotundo atrapan al espectador en la misma atmósfera sofocante en que se encuentran los protagonistas de la cinta.
Días de gracia (México, 2011) de Everardo Gout.
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La corrupción y los efectos de la violencia en la población civil, los abusos de poder y la violación de los derechos humanos que sufren y que provocan el desplazamiento de las personas tiene cada vez más presencia argumental en el cine mexicano. El mejor ejemplo lo encontramos en Digna… hasta el último aliento (México, 2004), de Felipe Cazals, un filme sobre la activista Digna Ochoa y Plácido que combina los géneros de ficción y documental para recons-
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truir la historia de esta defensora de los derechos humanos asesinada en 2001 y poner al descubierto el aparato represor que opera en México con absoluta impunidad. Ella misma fue una desplazada al tener que refugiarse durante un tiempo en EEUU por amenazas de muerte. El imaginario fílmico se ha llenado de narcotraficantes, policías corruptos, mareros y agentes de la ley que sienten impotencia frente a la impunidad. Bala mordida (México, 2009), de Diego Muñoz, se mueve en esa línea, mientras que la estética de las maras y de sus infernales rituales ha irrumpido en títulos como el que ya hemos visto de Sin nombre, además de hacerlo en Destino Mara (México, 2010), de Óscar González, y Victorio (México, 2010), de Alex Noppel y Armando Croda, que culpa a la desigualdad social y a la injusticia de la aparición y proliferación de estas bandas. El mal que hizo germinar esta violencia incontrolada viene de lejos y lugares como Ciudad Juárez y la frontera han sido un caldo de cultivo de esta situación. Lo explica muy bien la anécdota de la ceremonia de la luna llena que cuentan en Backyard. El traspatio (México, 2009), de Carlos Carrera: “Hay un pueblo que cada luna llena hace una ceremonia, y una noche llega un tigre y se come a alguien del pueblo y todos huyen despavoridos, pasa un mes y la gente se vuelve a reunir, pero esta vez ya no vienen tan preocupados porque el tigre ya está previsto para la ceremonia; que se coma a alguien del pueblo es parte ya del ritual”. La protagonista de este film es una policía que cree en su profesión y en la ley para combatir el crimen, pero se estrella contra una sociedad corrupta y resignada que como en el cuento asume que la presencia del tigre forma parte ya de sus vidas en Ciudad Juárez. El documental Narco Cultura (USA, 2012), de Shaul Shwarz, reflexiona en ese sentido sobre la banalización de la violencia que se está haciendo en el mercado de la música, del cine de bajo presupuesto y también de la prensa sensacionalista. Una violencia que ha llevado el narcotráfico a México, por más que se quiera remontar su asimilación hasta los tiempos de la colonia o de la Revolución Mexicana, hasta integrarla en la vida cotidiana del país. En este documental se da un dato que invita a la
reflexión. Cuando muestra las urbes de Ciudad Juárez, en México, y El Paso, en Texas, pegadas la una a la otra, sólo separadas por la línea fronteriza divisoria, el narrador cuenta que en la mexicana se produjeron 3.622 homicidios en 2010, y en la otra sólo 5 en ese mismo ejercicio, siendo declarada por ello la ciudad más segura de EEUU. No algo, sino muchas cosas, no van bien, porque indica la descomposición de una sociedad. El drama de los feminicidios en Ciudad Juárez viene de largo en la pantalla. Hace más de una década que se están haciendo películas sobre esta tragedia y los crímenes continúan. La realizadora chicana Lourdes Portillo lo plasmó en Señorita extraviada (México, 2001), Alejandra Sánchez en Ni una más (México, 2002), Cristina Michaus en Desierto de esperanza (México, 2002), y Hollywood lo mostró al mundo con la ayuda de estrellas del celuloide para conseguir más proyección mediática en Bordertown (USA, 2005), de Gregory Nava. En el clima de violencia que vive México, la mujer es doblemente víctima por su condición de mujer. Lo experimenta así la protagonista de La vida precoz y breve de Sabina Rivas (México, 2012), de Luis Mandoki, una joven desplazada, casi una niña, en la otra frontera, la del sur con Guatemala; y lo padece por igual Sara, el personaje femenino de La jaula de oro, cuando es secuestrada por los traficantes de mujeres. Estela, la niña que aparece en Heli (México, 2013), de Amat Escalante, sufre un trauma tras ser secuestrada por los policías y entregada a los narcotraficantes. Cuando puede regresar a su casa no se comunica con nadie. Vuelve embarazada y el plano final del film es desolador porque recalca cómo estas personas están obligadas a seguir con su existencia cotidiana como si no hubiera pasado nada en sus vidas. El guanajuatense Amat Escalante sabe como pocos retratar el sadismo con que se ejerce la violencia en México. Una violencia silenciosa, porque hablar es más peligroso todavía. Callar, eso hace Heli, el protagonista, cuando unos policías de operaciones especiales envueltos en la parafernalia de su indumentaria bélica irrumpen en su vivienda, matan al padre, destrozan la casa y lo secuestran a él, a su hermana Estela y al novio de esta, un cadete de 17 años que roba droga confis-
cada a los narcos. El problema es que esa droga, a su vez, la sustrae a unos policías corruptos que intentan recuperarla, pero que Heli ha destruido al encontrarla escondida en el tinaco para evitar que su hermana se meta en líos sin ser consciente de lo que eso va a suponer. Los policías entregan a Heli y a Beto a los narcotraficantes para que los torturen. Al primero lo dejarán después libre, mientras que al segundo lo matarán y colgarán en una pasarela peatonal para escarnio público. La escena es dura, insoportable de ver. No hay montaje externo, sino que la cámara se planta ante la víctima y en un plano fijo registra cómo sus torturadores le golpean con saña para acabar prendiéndole fuego a sus testículos. Ver imágenes así hace reflexionar, porque lo cómodo es girar la cabeza hacia otro lado e ignorarlo. Para denunciar, para exigir a los políticos acabar con la corrupción y la impunidad, hay que ver sus consecuencias. Y eso hace Amat Escalante en sus películas, mostrar la realidad e incitar a la reflexión. Es un realizador tremendamente inteligente en el tratamiento del tiempo cinematográfico. La narrativa fílmica de sus películas está construida con una precisión matemática. Sus planos fijos de larga duración, sus encuadres abiertos y la forma inesperada como resuelve la acción tienen la virtud de enganchar al espectador a la vez que hacerle pensar sobre lo que está viendo y de qué manera eso también le afecta porque no es ficción, es realidad. Su cine no busca tanto denunciar lo que ocurre, puesto que ya se conoce, sino crear atmósferas que envuelvan al espectador para involucrarlo y hacerlo reaccionar. Ocurría ya así con la anterior película de Escalante, Los bastardos (México, 2008), la terrible historia de unos inmigrantes ilegales en EEUU que secuestran a una familia norteamericana en su casa sin intenciones criminales en principio, pero la violencia irrumpe de forma súbita, como un resorte inesperado, sin apasionamientos, de forma espontánea, sin premeditaciones. La cultura de la violencia genera más violencia y eso se traduce en el desplazamiento de la población. Un estudio de Luis Benavides y Sandra Patargo, titulado México ante la crisis humanitaria de los desplazados internos, asegura que en el se-
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xenio 2006-2012, el 10% de la población de Monterrey y Ciudad Juárez se marcharon de estas urbes y que en el conjunto del territorio nacional este fenómeno está adquiriendo dimensiones de “catástrofe humanitaria”. Los autores sostienen que a finales de 2010, aproximadamente 230.000 personas se habían ido de sus hogares por la violencia del narcotráfico y la respuesta militar gubernamental. De esos migrantes, 115.000 eran desplazados internos. Otras encuestas que barajaban los investigadores elevaban considerablemente estas cifras, mientras que el Internal Displacement Monitoring Center de Suiza con sede en Ginebra y el Consejo Noruego para los Refugiados cifró en 160.000 los nuevos desplazados internos en México en el año 2012 a causa de la violencia. Si lo comparamos con los datos globales que dimos antes, observamos que el crecimiento exponencial que está teniendo este drama es más que alarmante y exige con urgencia la aplicación de medidas efectivas para solventarlo. Emigrar es la salida para estas personas y hacerlo hacia el sueño americano, al norte de río Bravo, una tentación atractiva a pesar de la tragedia en que puede acabar la aventura, y de las secuelas de todo tipo que entraña, puesto que afecta a las relaciones familiares y al desarraigo una vez establecidos al otro lado. Veíamos antes algunos títulos sobre la emigración rodados durante el pasado siglo, a los que habría que sumar películas clásicas como Espaldas mojadas (México, 1953), de Alejandro Galindo; Raíces de sangre (México, 1976), de Jesús Salvador Treviño; Born in East L.A. (USA, 1987), de Cheech Marín; Mojado Power (México, 1980), de Alfonso Arau; El jardín del Edén (México, 1994), de María Novaro; Lone Star (USA, 1996), de John Sayles, etc. Pocos finales felices encontramos en estas películas, y a pesar de ello el drama de la emigración no cesa porque la desesperación es tan grande al sur de la frontera que intentar dar el salto a la tierra prometida es una opción irresistible. Mientras no haya estructuras en el país que ofrezcan seguridad y permitan garantizar una vida digna a los mexicanos, así como a quienes emigran desde toda Latinoamérica, la emigración va a continuar. Lo dice el artista zapoteco Alejandro Santiago en el do-
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cumental 2501 Migrants: A Journey (México, 2009), un trabajo magistral de Yolanda Cruz que a través de la experiencia personal de este escultor y pintor reflexiona sobre la migración globalizada. El hilo conductor es un proyecto artístico que consistió en hacer 2.501 esculturas de barro que evocan a los migrantes que se fueron de su pueblo, Teococuilco en Oaxaca, para volver a repoblarlo tras haberse quedado vacío. El protagonista de Norteado (México, 2009), de Roberto Perezcano, conoce por otras experiencias el riesgo que cruzar ilegalmente supone. Él mismo lo ha experimentado varias veces, y a pesar de todo insiste. Andrés García, el protagonista, queda varado durante un tiempo en Tijuana, a la espera de encontrar la forma y el momento oportuno para volver a hacerlo después de que la Border Patrol lo haya deportado en dos ocasiones. Durante la espera lo acogen dos mujeres que llevan tiempo varadas en la ciudad fronteriza. Sus maridos emigraron y prometieron volver a por ellas, pero nada saben de ellos salvo que consiguieron llegar a su destino. Él tiene mujer e hijos en Oaxaca y espera volver a juntarse con ellos una vez que salde la deuda económica contraída con unos familiares que viven en los Estados Unidos. “En el momento que te vayas, cuando cruces la línea, te vas a la chingada”, le advierte Ela, una de las mujeres que ha conocido en Tijuana. Hace caso omiso y se aventura a cruzar al otro lado no por el desierto, sino por la aduana camuflado en el interior de un sillón. Norteado habla de la emigración clandestina, de las ilusiones de quienes se ven forzados a ello y de la desesperanza, al igual que de la solidaridad. La tragedia del paso de la frontera está presente en otros títulos recientes como el cortometraje argumental El otro sueño americano (México, 2004), de Enrique Arroyo, que denuncia la corrupción policial; el largometraje argumental 7 soles (México, 2008), de Pedro Ultreras; y el documental Who is Dayani Cristal? (México, 2013), de Marc Silver y producido por Gael García Bernal. A ellos hay que añadir una larga lista de trabajos de ficción y documentales recientes que abordan los desplazamientos internos y la emigración irregular a partir de distintas ópticas, desde lo que
supone el intento de cruzar la frontera y los motivos para hacerlo, hasta las dificultades de integración en el otro lado, el racismo, los abusos laborales y los riesgos para la salud a los que se enfrentan en las explotaciones agrarias por el uso de plaguicidas; además de los problemas que acarrea el retorno, el desarraigo, y el drama de quienes no se van y quedan a la espera aguardando a que vuelvan quienes se fueron. Entre esos films podemos citar, conscientes de que el listado no es exhaustivo, los siguientes: Farmingville (USA, 2004), de Carlos Sandoval y Catherine Tambini; Romántico (USA, 2004), de Mark Becker; The three Burials of Melquiades Estrada (USA, 2005), de Tommy Lee Jones; Al otro lado (México, 2005), de Gustavo Loza; Padre nuestro (Sangre de mi sangre) (USA, 2007), de Christopher Zalla; La misma luna (México, 2007), de Patricia Riggen; Made in L.A. (USA, 2007), de Almudena Carracedo; Mi vida dentro (México, 2007), de Lucía Gajá; On the Line (España, 2008), de Jon Garaño; Los que se quedan (México, 2008), de Juan Carlos Rulfo y Carlos Hagerman; La americana (Bolivia/USA, 2008), de Nicholas Bruckman; Migrar o morir: Los jornaleros agrícolas en los campos tóxicos de Sinaloa (México, 2008), de Alexandra Halkin; Paraíso Travel (Colombia, 2008), de Simón Brand; A Better Life (USA, 2011), de Chris Weitz; y Aquí y allá (México, 2012), de Antonio Méndez Esparza. En Estados Unidos se calcula que hay unos 11 millones de indocumentados mexicanos, aparte de los que llegan de otros países, trabajando ilegalmente en condiciones miserables cercanas a la esclavitud. Y a pesar de ello esa pesadilla sigue siendo el sueño americano para quienes al sur viven el infierno de la violencia, la exclusión y la injusticia social. No obstante, México también es tierra de acogida de refugiados llegados de otros países. El documental En otra tierra (México, 2010), de Nino Cozzi, se fija en cinco desplazados que viven refugiados en México procedentes de Haití, Senegal, Kosovo, El Salvador y Colombia. Son dos hombres y tres mujeres los protagonistas, que cuentan a las cámaras lo que les llevó a huir de su tierra y cómo los ha recibido el país de acogida. Hay agradecimiento por la solidaridad, pero también alguna queja porque a veces se sienten discri-
minados. Las guerras, la persecución política, la violencia y el narcotráfico son los motivos que les llevaron a pedir asilo y escapar así de una muerte segura. El espectro social de los entrevistados en este documental es amplio, desde gente con recursos económicos a profesionales muy cualificados y otros que carecen de ellos. Todos inciden en el desgarro emocional que supone dejar atrás su familia, sus raíces y su historia para volver a empezar de cero. “El refugiado pierde todo menos el acento”, comentan. Algunos reconocen que el futuro no está en México porque falta igualdad, pero otros como la colombiana Bleidy Rueda consideran que es un lugar donde se puede vivir dignamente. Esta mujer cuenta que la nostalgia no se deja, aunque lo que vale por encima de todo es la vida. En Colombia mataron a su padre y relata cómo la amenazaron a ella y a su hija Valentina, con la que se refugió en México, para escapar de lo que hubiera sido una muerte segura de haberse quedado. El narcotráfico, los paramilitares, la guerrilla y el ejército han hecho de la violencia un cóctel explosivo en Colombia. Era el país con el mayor número de desplazados internos de todo el mundo en el año 2012.
The three Burials of Melquiades Estrada (USA, 2005), de Tommy Lee Jones.
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Los colores de la montaña (Colombia, 2010), de Carlos César Arbeláez.
Colombia, un país que produce desplazados No es la droga lo que más produce Colombia. Tampoco café ni otros cultivos agrícolas. En lo que es líder Colombia es en la generación de desplazados internos. Es lo que mejor sabe hacer tras años, décadas y siglos de violencia. Primero fue la dominación española y después la persistencia de las desigualdades sociales las que regaron con sangre sus tierras. Es el tercer productor mundial de café y hace poco Perú desplazó a Colombia del primer puesto que tenía como productor de cocaína. En cambio era en 2012 el país con más desplazados dentro de su propio territorio, personas que sin salir de sus fronteras huyen de un sitio a otro para salvar sus vidas. El narcotráfico, los paramilitares, la guerrilla y el ejército, unido a la delincuencia común en las ciudades, han hecho un cóctel explosivo cuya mezcla ha producido alrededor de seis millones de desplazados internos. Las organizaciones de derechos humanos y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados no coinciden en la cifra exacta de personas que se hallan en esta situación. Mientras ACNUR habla de alrededor
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de cuatro millones, el Centro de Memoria Histórica los sitúa en casi seis. Son las consecuencias de cincuenta años de enfrentamientos desde que aparecieron las guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en 1964. A ello hay que sumar la intervención de los grupos paramilitares, brazo armado de la oligarquía terrateniente para someter y explotar a los campesinos, y del narcotráfico. Ha habido 220.000 víctimas mortales a causa del conflicto armado, 25.007 desaparecidos y 27.023 secuestros, mientras que el número actual de desplazados representa más del 10% de la población del país. Son cifras que nos resultan exasperantes, pero detrás de las cuales están los rostros de millones de personas a las que se ha negado el derecho a vivir en su tierra y que han sido expulsadas mediante el uso de la fuerza. El primer film colombiano de ficción que abordó de manera directa este drama dejó de lado las estadísticas para poner rostro a las víctimas. Se trata de La primera noche (Colombia, 2003), de Luis Alberto Restrepo, que fija su mirada en dos desplazados: Paulina, una mujer con dos niños pequeños de los cuales uno todavía está en edad de amamantar, y Toño, su cuñado. Escapan de la región del interior colombiano a la que pertenecen porque la guerra no distingue ya entre soldados, guerrilleros, paramilitares y civiles. En una escena, un oficial se dirige a la gente del pueblo para decirles que se vayan porque aquel lugar es zona de guerra. Pero los campesinos no saben ni pueden hacerlo porque sus vidas y lo poco que tienen está allí. A Paulina y Toño no les queda otro remedio y escapan a la ciudad. Al llegar a ella no encontrarán refugio sino otra jungla llena de violencia y peligros, donde nada es lo que aparenta y sobrevivir en las calles es igual de difícil que hacerlo en el lugar de donde proceden. Luis Alberto Restrepo plantea su película desde dos narraciones montadas en paralelo. Por un lado cuenta al espectador la situación que los habitantes del pueblo de Paulina viven ante el acoso bélico, y por otro la experiencia de la primera noche que pasan al raso en la calle en la capital. Nadie les ayuda, son invisibles, ajenos a quienes cruzan a su lado. El único que se les acercará será un
vagabundo que tras la apariencia de bondad esconde la mezquindad, porque la miseria en medio de la violencia y de la exclusión engendra monstruos. El realizador pone al público cara a cara frente a una realidad que no se quiere ver. En Colombia ha adquirido tales dimensiones que es imposible mirar ya hacia otro lado, porque salpica a todos, desde los campesinos a los pobres y a las clases medias y altas de las ciudades. Lo veíamos en el caso de la mujer colombiana refugiada con su hija en México en el cortometraje documental En otra tierra, y es lo que sucede en la película de ficción La milagrosa (Colombia, 2008), de Rafael Lara, que es la historia de un joven de clase alta secuestrado por la guerrilla que durante su encierro vivirá situaciones y verá cosas que abrirán en él una profunda reflexión sobre las dimensiones del conflicto hasta que es liberado por los militares. Infancia, mujeres y juventud, en ese orden, son los que protagonizan mayoritariamente los films colombianos que hablan sobre los desplazados forzados dentro del mismo país. Los colores de la montaña (Colombia, 2010), de Carlos César Arbeláez, es otro referente de este tipo de cine que funde la mirada del niño que no comprende lo que ocurre a su alrededor, con la de los adultos que padecen la presión de los grupos armados en conflicto y que les empuja a irse. Manuel, un muchachito de nueve años es el protagonista; él y sus amigos, grandes aficionados al fútbol que sueñan con seguir los pasos algún día de sus ídolos del balompié. Viven ajenos a la guerra que acorrala a sus familias. En los otros pueblos del alrededor está habiendo asesinatos de campesinos, pero el padre, Ernesto, se niega a irse a pesar de que su mujer le pide todos los días hacerlo. La escuela es el catalizador que refleja el empeoramiento de la situación, además del campo de fútbol donde juegan los menores. Un día al ir a por la pelota, que ha caído lejos de la cancha al darle una fuerte patada, salta por los aires a causa de una explosión una marrana que merodea junto al balón. Los niños se quedan paralizados. Alguien ha minado el campo que hay al lado de la zona donde se entretienen jugando. Los adultos les prohíben intentar recuperarla porque sus vidas corren riesgo si pisan una mina antiper-
sona. Los chicos recurrirán al ingenio para sacar el balón de ese territorio que ahora tienen prohibido. A la vez que sucede esto llega una nueva maestra al pueblo, llamado La Pradera. Es joven y reabre la escuela con ilusión. El aula se llena el primer día, pero conforme vaya pasando el tiempo se irá vaciando. Y es que mientras asistimos a los intentos infructuosos de los niños por recuperar la pelota, vemos cómo hombres armados y misteriosos bajan al pueblo e intimidan a sus habitantes. Esta historia está contada también desde la mirada infantil, por lo que no terminamos de conocer más sobre sus pretensiones, más allá de los comentarios que hacen entre ellos los padres de Manuel. Ernesto los elude y se niega a involucrarse hasta que no le queda más remedio que escucharles. Un día la fachada de la escuela aparece pintada con consignas que han plasmado los hombres armados y la maestra se rebela pintando con los niños un mural de vida bajo un lema escrito que dice: “La escuela merece respeto”. Es entonces cuando llegan por tierra y aire otros hombres armados, el ejército, y entre unos y otros empiezan a matar campesinos. Las familias se asustan y comienzan a marcharse. La profesora asiste resignada a la descomposición social de la aldea, algo de lo que es reflejo la escuela, pues cada vez acuden menos niños. Cuando las matanzas se generalizan, ella también se va por seguridad. La familia de Manuel decide lo mismo, aunque es tarde y los militares se llevan al padre. La madre huye con sus hijos, no sin antes haber recuperado su pelota Manuel. Los muchachitos de La Pradera viven en lo que nosotros entendemos como un paisaje idílico, en medio de una naturaleza verde y fértil sumidos en el silencio y la tranquilidad hasta que todo esto se rompe al convertirse la zona en territorio de guerra. El director no expone ni las causas de unos ni de otros. No entra en discursos políticos ni sociales de tipo alguno, simplemente muestra la llegada de los hombres armados y cómo eso altera la vida en La Pradera. Manuel no comprende lo que pasa, pero su preocupación, como niño que es, está en jugar, y también en aprender cuando llega la nueva maestra y los motiva a ello. Al cineasta no le importan tanto las causas de unos y de otros para hacerse la guerra, como las consecuencias que
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eso tiene entre sus víctimas, la población civil ajena a los intereses de los bandos en conflicto. No entra a valorar si la lucha armada está justificada para combatir la opresión y los abusos del poder, ni tampoco el papel de los militares en su lucha contrainsurgente. Se centra única y exclusivamente en las víctimas desde la mirada de un niño que, de vivir alegre en su tierra, tiene que huir sin saber por qué. La incomprensión del drama de los desplazados en Colombia desde esa mirada infantil será el argumento de otros títulos recientes que se acercan al problema a través de los niños, tal es el caso de Shuliwala, la niña indígena protagonista de El regreso (Venezuela, 2013), de Patricia Ortega. Shuliwala tiene que huir de su pueblo, Bahía Portete en la Alta Guajira colombiana, tras una masacre. Tiene sólo diez años y no habla español, únicamente el idioma indígena de su comunidad. Cuando llega a la frontera deberá valerse por sí misma para subsistir en un mundo que le es totalmente desconocido con el afán de poder volver algún día a su tierra. La situación de arranque del film es verídica, la masacre cometida en 2004 por los paramilitares en Bahía Portete, donde mataron mayoritariamente a mujeres y provocaron un desplazamiento de la población hacia otros lugares como Uribia y Maicao. Además, otros desplazados llegaron hasta la frontera para refugiarse en Venezuela por temor a la represión. Una década después seguían intentando recuperar las tierras que les habían arrebatado. La intención de la realizadora era poder rodar en los auténticos escenarios donde ocurrieron los hechos. Por motivos de seguridad tuvieron que desistir y se filmó en otros escenarios alternativos, mientras que los actores, en la mayoría de los casos, no son profesionales, sino miembros de las comunidades indígenas de los sitios donde se rodó. Situaciones parecidas plantean los largometrajes colombianos Heridas (2006), de Roberto Flores Prieto; Jardín de amapolas (2012), de Juan Carlos Melo; y Pequeñas voces (2010), de Óscar Andrade y Jairo Eduardo Carrillo; así como el cortometraje No todos los ríos van al mar (2008), de Santiago Trujillo. Una niña campesina que escapa también de una masacre es la protagonista de Heridas. Se llama Rosa y los militares han matado a toda su fa-
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milia. Caerá en manos de la guerrilla junto a un matrimonio que se ha arriesgado a adentrarse en zona de conflicto por la ambición de conseguir una herencia. La película de Juan Carlos Melo fija su atención en Simón, un muchacho de 9 años desplazado de su pueblo junto con su padre, Emilio, por los paramilitares. Refugiados en casa de unos familiares en el altiplano colombiano, al padre no le quedará otra alternativa que ganarse el sustento trabajando en el cultivo de la amapola, formando parte así de la compleja red del narcotráfico y de la violencia en Colombia que causa el desplazamiento forzado de sus habitantes. Las niñas protagonistas de No todos los ríos van al mar participan en un programa internacional de intercambio de correspondencia con niños desplazados como ellas de otros países. Las hermanas Jenny y Esmeralda lo hacen con un muchacho de su edad de Oriente Medio. Cuando las cartas dejan de llegar, la hermana mayor decide suplantar al niño para que Jenny no pierda la ilusión ni las ganas de aprender a leer y escribir. En Pequeñas voces, los protagonistas son los niños que han vivido experiencias traumáticas por el drama de los desplazados. Su título se debe a que sus testimonios son el soporte sonoro de las imágenes de esta peculiar cinta de dibujos animados. Pequeñas voces no es ficción, aunque lo pueda aparentar, sino un documental ilustrado y contado por sus protagonistas, los niños desplazados. Son ellos mismos los que narran sus historias. El testimonio de ellos, con sus propias voces, constituye la banda sonora del film y el hilo conductor para ir enlazando las experiencias de cuatro menores con la violencia a través de sus vivencias: a una niña le secuestraron a su padre, otro perdió una pierna y una mano, y de los dos restantes, uno tuvo que dejar su hogar con su familia y el último marchó a la selva engañado para combatir con la guerrilla. Cuatro experiencias de vida ilustradas por niños, puesto que fueron ellos quienes dibujaron aquello que habían vivido y a partir de esas ilustraciones se hizo la animación. Son relatos sinceros de muchachos que un buen día vieron trastocadas sus vidas por una guerra que no entienden, porque mientras las diferencias, las desigualdades, los intereses económicos y las disputas de los adultos
acaban siempre en tragedia, a ellos en las escuelas les han enseñado que el diálogo es la vía para la resolución de conflictos, no el enfrentamiento armado. La animación es la técnica que emplea también Desterrada (Colombia, 2014), de Diego Guerra, uno de los últimos títulos sobre esta temática del cine colombiano. Los protagonistas son jóvenes de clase acomodada a quienes el conflicto les golpea de lleno puesto que la acción se sitúa en un futuro hipotético en el que la guerra ha llegado hasta la capital, Bogotá. Quienes hasta ese momento vivían ajenos a ello y se creían que no formaba partes de sus vidas, tienen que emigrar a los Estados Unidos o son reclutados a la fuerza en el ejército para combatir con las armas. En medio de una Bogotá caótica, cuyos signos de identidad como la catedral u otros espacios de referencia para los colombianos han sido destruidos por la vorágine del conflicto, los jóvenes protagonistas
se preguntan lo que desde hace cincuenta años vienen haciendo los campesinos del interior del país andino, las mayores víctimas de esta barbarie: ¿por qué? Está realizada con una estética cercana a los videojuegos para empatizar mejor con los jóvenes. La juventud colombiana nació con el conflicto y lo tiene interiorizado porque siempre ha vivido con él. Forma parte de la anormalidad cotidiana de los protagonistas de Mateo (Colombia, 2014), de María Gamboa, film dedicado como afirma su autora a todas aquellas personas que a lo largo del río Magdaleno han decidido decir basta y autoorganizarse para que sus aldeas y pueblos sean territorios de paz frente a quienes pretenden someterlos a la tiranía de los grupos armados. Forma parte también de ese pasado traumático reciente que han vivido, pese a su juventud, y que les ha marcado. Es el caso de Alicia, la protagonista de La Sirga (Colombia, 2012), de William
La Sirga (Colombia, 2012), de William Vega.
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Vega, una mujer joven que lo ha perdido casi todo, su familia incluida. Sólo un tío sobrevive al conflicto y a su lado intenta volver a empezar de nuevo tras haber sido destruido su pueblo, pero la presencia de la guerra no se desvanece como tampoco lo hace la neblina que envuelve el paisaje donde se desarrolla la acción. El director quiso imprimir un tratamiento casi documental a la cinta, motivo por el que recurrió a actores no profesionales o poco conocidos. La protagonista, Joghis Arias, vivió en su infancia experiencias similares que interioriza en su personaje. Cuando tenía 8 años huyó de su pueblo por la guerra, que se cobró las vidas de su padre y de su abuelo. Traumas son los que arrastran los personajes de Retratos de un mar de mentiras (Colombia, 2010), de Carlos Gaviria, dos primos desplazados que regresan a su tierra en la costa para intentar recuperar sus propiedades. El primer trayecto del viaje se desarrolla sin incidentes
Operación E (España, 2012), de Miguel Courtois.
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atravesando una Colombia exuberante, pero al segundo día comenzarán las complicaciones conforme se vayan adentrando en los territorios controlados por los distintos grupos armados. Y con el retorno empezará a desaparecer la amnesia y a brotar las terribles imágenes de los sucesos que les obligaron tiempo atrás a marcharse. Para construir el guión, Gaviria entrevistó a numerosos desplazados cuyas vivencias tradujo en escenas cinematográficas, como las personas que mueren al ser incendiadas sus casas por intentar rescatar algún documento u objetos de valor, o la crueldad y la falta de humanidad de quienes les empujan a irse. El realizador hizo la película por un compromiso de mostrar en la pantalla a quienes han estado silenciados por la sociedad colombiana, a pesar de que las calles de sus ciudades han ido llenándose de forma exponencial de ellos y nadie, absolutamente nadie, puede negar la realidad de los desplazados en el país. Es por eso, por la negación que se ha hecho, y por las campañas orquestadas negando o minimizando el problema, vinculando a los refugiados con el propio conflicto armado en lugar de reconocerlos como víctimas del mismo, por lo que la cineasta tituló su película con la apostilla “un mar de mentiras”. Eso han hecho las autoridades de Colombia, mentirse a sí mismas y a su pueblo, embrollar el conflicto e inventar culpables para autoexculparse de sus crímenes, abusos y errores. Campesinos como José Crisanto Gómez, el protagonista de Operación E (España, 2012), de Miguel Courtois, quedan así en una permanente encrucijada y entre múltiples fuegos. La guerrilla entrega a Crisanto un bebé, malherido y desnutrido, para que lo sane y lo críe con su mujer. Tiene que marcharse del territorio donde vive por la presión de las fuerzas revolucionarias y del ejército. Pasado un tiempo lo buscan los guerrilleros para que les devuelva el niño, puesto que forma parte de un plan para canjear prisioneros. Al Gobierno también le interesa recuperar a ese niño y a pesar de que Crisanto hizo en su día todo lo posible por el pequeño, pasa a convertirse en enemigo de los dos bandos en conflicto: la guerrilla le acusa de traidor y los militares de colaborar con los insurgentes. Cae así en un
limbo en el que pasa de ser un refugiado protegido a un presunto criminal acusado de secuestro. Operación E es una historia real basada en el destino que tuvo el hijo de la abogada y política Clara Rojas, secuestrada por las FARC junto con Ingrid Betancourt. En 2013, Crisanto fue condenado por un tribunal a 33 años de prisión, sentencia que fue revocada después por una instancia judicial superior. A raíz de la realización de la película, el personaje ha cobrado tal interés mediático que es objeto constante de seguimiento informativo. En manos de la prensa, todo lo que rodea este tema ha empezado a adquirir cierta frivolidad y a desvirtuar la cuestión de fondo, los desplazamientos forzados y los traumas a los que se enfrentan quienes se convierten en rehenes de la guerrilla, como es este caso. De casos como el de Clara Rojas y su hijo Emmanuel se habla, pero en el olvido permanecen los millones de desplazados sin nombre que deambulan por Colombia. Son los invisibles, como los muestra la película documental del mismo título, Invisibles (España, 2007), uno de cuyos capítulos, dirigido por Javier Corcuera, está dedicado a ellos. Lo mismo ocurre dentro de este mismo género en Colombia invisible (España, 2013), de Unai Aranzadi, que confronta la realidad aparente, la imagen que las instituciones oficiales quieren dar de progreso, de avance, frente a la realidad de quienes por ese supuesto progreso se ven forzados a irse de sus tierras o mueren víctimas del conflicto armado por ser indígenas o luchar por los derechos humanos. Los más vulnerables entre los vulnerables, los campesinos, son las comunidades indígenas y las de origen africano, a las que los cineastas Marta Rodríguez y Fernando Restrepo han dedicado varios trabajos documentales, centrando tres de ellos en el desplazamiento forzado de estas personas y cómo las más afectadas son mujeres acompañadas de sus hijos que han perdido a sus maridos asesinados por los grupos armados: Nunca más (Colombia, 2001), Una casa sola se vence (Colombia, 2004), y Soraya, amor no es olvido (Colombia, 2006). Indígenas asediados y expulsados de sus tierras son igualmente los protagonistas de los cortos docu-
mentales Escuche Bunachi (Colombia, 2004), de Yezid Campos; Un viaje a Kankuamia (Colombia, 2006), de Erick Arellana; y Frontera del olvido (Colombia, 2008), de Julián Arango y Erick Arellana. Entre las últimas producciones dentro de este género que tratan el tema de los desplazados destacan, por la proyección que han tenido, el cortometraje Entre mundos (Colombia, 2006), de Carlos F. Cordero, que en sus apenas cuatro minutos de duración plantea una reflexión al espectador sobre el desplazamiento forzado a partir de un montaje trepidante de imágenes que confrontan la vida en las comunidades con el ritmo de las ciudades hacia las que son empujadas estas personas; Un asunto de miedo (Colombia, 2007), de Juan Pablo Bonilla Rengifo, donde la voz de las mujeres colombianas, convertidas en objetivo militar de los grupos armados, adquiere el protagonismo; Hasta la última piedra (Colombia/Suiza, 2005), de Juan José Lozano, sobre la resistencia pacífica de las comunidades que se niegan a abandonar sus tierras y que pagan el precio de su neutralidad con los asesinatos y masacres que sufren; y las producciones españolas Desplazados (2008), de Josep Lluis Penades, y Sobre la misma tierra (2012), de Laura Sipán, la primera de ellas en torno a los habitantes de un barrio del sur de Bogotá que fueron desplazados de sus hogares, mientras que la segunda plantea el problema desde dos ópticas, la de quienes están en riesgo de ser desplazados y la de quienes ya lo han sufrido y viven en la ciudad. Colombia inició en noviembre de 2012 un proceso de negociaciones de paz que en el momento de escribir estas líneas seguía abierto. Millones de personas tienen depositadas sus esperanzas en que prosperen y pueda alcanzarse un alto el fuego definitivo. En cualquier caso, la paz no llegará hasta que a quienes han sido desplazados se les permita volver a sus tierras y recuperar sus vidas. Para que estos colombianos, al igual que otros refugiados latinoamericanos y del resto del planeta, puedan regresar algún día a sus hogares, se han de respetar los derechos humanos y la comunidad internacional está obligada a exigirlo a las naciones. Mientras eso no ocurra, seguiremos viviendo en un mundo de alambradas.
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