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Gloria Soriano. El paraíso
Gloria Soriano
El Paraíso
Se observan en el zaguán del Edén sin atreverse a levantar la tranca del portón.
Mula imagina peligros que habrá al otro lado y clava las pezuñas en el suelo. Mentalmente da pasitos adelante, pero sigue desconfiando, no hay paraíso perfecto. Hija de caballo y burra, nació asustadiza como su padre. De él es también la voz relinchadora, la de los enfados, y ese porte que Buey contempla con ojos de deseo. De su madre ha heredado la inteligencia y las orejas grandes que estira con orgullo. Buey admira lo alto que apuntan.
Si al menos supiera qué vaca lo amamantó, se pregunta Mula. Con los ojos de la razón solo ve a un desconocido, y a la entrada del Edén se debate entre la curiosidad y la prudencia. Tendrá que decidir de acuerdo con sus mugidos y los movimientos de su corto cuello. Piensa que Buey tiene la cabeza demasiado ancha y los ojos desorbitados, pero no le importa. Aprecia su temperamento tranquilo. A veces nota repeticiones insípidas en su conversación, y lo atribuye a la oquedad de sus cuernos. No se le puede exigir a un buey que se comporte como una mula. Lo mira con complicidad y juntos cruzan la puerta. La pareja avanza por caminos cubiertos de flores. Huele a jara, tomillo, romero… Se embriagan. Una vez sosegada la pasión doblan sus cuatro patas sobre la hierba y ven como el rojo sangre del cielo se vuelve azul noche. Antes de que centelleen las estrellas se quedan dormidos. Los despertares son blancos y amarillos. A veces por algún quehacer se tienen que separar. En el paraíso no existe la palabra trabajo y la forma de vida parece perfecta en todos los sentidos. Buey participa en romerías y competiciones de arrastre, también ha protagonizado la película “Bailando con Bueyes”. Mula triunfa en el monte: transporta con buen equilibrio pesadas cargas de corcho, y mientras ara en barbecho o separa el trigo de la paja, recuerda nostálgica cosas de la niñez. A la caída de la tarde se reúnen y hablan un rato. Cuando se enciende el crepúsculo la mula lengüetea el lomo del buey, él la rodea, la abraza impetuoso. Ambos se sumergen en el lenguaje del amor, donde las palabras les faltan y les sobran.
Un día, libres de servicio, el placer les resulta pesado, la tranquilidad agotadora y se aventuran a explorar los contornos del Paraíso. En una bifurcación ella dice: es por aquí. No, vamos por allá, contesta él con la idea envarada entre los cuernos. Mula le sigue, pero pronto el camino se acaba. Volvamos, dice ella. No, detrás de estos matorrales seguro que se abre
una senda. Mula no avanza ni un paso más y le ve perderse entre la maleza. Le espera vigilante. Como tarda, empieza a gritar su nombre con voz relinchadora: Bueeey, Bueeey… A él le llegan los eys reverberados. Por fin se encuentran y toman la otra pista. Él, arañado por los zarzales, insiste: por allí ya hubiéramos llegado si no fueras tan miedosa. Ella aún relincha. Regresan a su prado florido riendo entre juegos, sin haber vislumbrado los confines. Mula se fija en la cabeza de Buey y le viene a la memoria una visión antigua que había tenido en el zaguán, y que había olvidado casi al instante. La ceguera que provoca la entrada en el Paraíso, le ha permitido disfrutar de una felicidad bobalicona durante un tiempo indeterminado. Allí el tiempo se mide con un reloj de sol sin aguja, sin sombras. Mira la cabeza de Buey con espanto, incapaz de concretar cuándo ha empezado su macrocefalia. Te ha crecido, le dice. Bobadas, sigo con el mismo yugo. Mula guarda en su retina las nuevas proporciones y cierra los ojos tratando de recuperar la naturalidad amorosa. Vivir sin remover, concentrarse en el canto meloso de los pájaros.
Desde su llegada al Paraíso, Buey ha ido cambiando sin darse cuenta. Después del comentario de Mula empieza a notar una mayor carga sobre su cerviz, y decide tomar conciencia de sí mismo. Descubre que además de ser una cabeza con ventanas abiertas al oxígeno y al forraje, también forma parte de él un yugo invisible y pesado. Pero si tenemos alfalfa y soja de sobra, por todas partes hay pasto de calidad, comemos sin trabajar, le dice Mula. Él no responde. Para distraerle de tanta introspección, organiza una salida: al día siguiente intentarán de nuevo llegar a los confines. Está obcecado como un toro con un capote, cosa de los genes, piensa Mula, mientras siente que roza las nubes con la punta telescópica de sus orejas. Sí, los genes.
Nunca habían llegado tan lejos en la exploración del más allá, hay hierbas altas, entre la ruda el siseo amable de una serpiente. Se dejan guiar por ella hasta una alambrada, detrás reverdece una plantación de soja, brotes alineados convergen en el horizonte. La serpiente que iba deslizándose por los surcos, al verlos detenerse ante la valla, se acerca a la tranquera, abre el cierre, y con un contoneo reptante les invita a pasar. Están sorprendidos por el cercado y la puerta. Su Paraíso era un lugar abierto: el portón de la entrada, recubierto de flores, después de su llegada desapareció volatilizado como un aroma más. Contemplan boquiabiertos el campo de soja: las plantas crecen, grandes hojas cubren la tierra, las vainas engordan. Buey imagina frutos poderosos, manjar de dioses, babea. Mula solo tiene ojos para la serpiente: una onda de escamas erguida entre los vegetales que muestra y esconde compulsivamente su lengua dividida. Ese movimiento la llena de desconfianza. A Buey le parece que el reptil se relame y él lo acompaña con sacudidas de cabeza, quiere soja. La serpiente les huele por separado con su olfato bífido y capta los desacuerdos. Cuando Buey levanta una pata dispuesto a cruzar, Mula le intercepta, no te seguiré, al otro lado te espera la soledad, y se aleja con paso lento pensando, si al menos fuera trigo. Buey se queda embistiendo al alambre hasta que se astilla un cuerno. Entonces siente la cabeza más ligera, como si el peso invisible se hubiera escapado por el orificio recién abierto, y corre para alcanzar a Mula. No ve como la serpiente golpea las matas del campo marchito.