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Julia Navas Moreno. Por favor, arregle la habitación
Julia Navas Moreno
Por favor, arregle la habitación
Me despierto, intento abrir los ojos, pero no puedo: algo me lo impide. Mi respiración se agita y siento un fuerte dolor en el pecho. La voz de una desconocida aumenta mi angustia: —Tranquila, no se agite. Ya está fuera de peligro. ¿Peligro? No me tranquiliza en absoluto descubrir gracias a esa voz que he estado “en peligro”; que una venda cubre mis ojos y que me encuentro en un hospital. Tengo un montón de preguntas que se quedan en un reducto de mi atribulado cerebro y de mi garganta apenas sale un penoso gemido. Intento respirar hondo, pero ello vuelve a infringirme un tremendo dolor. Entonces, me asalta una imagen y me veo a mí misma en una de las habitaciones del hotel, de rodillas, obcecada limpiando una mancha en la moqueta. Vuelco el bote de amoniaco y recojo el cepillo de cerdas que he dejado a mi derecha. La mancha rebaja su oscuro bermellón y regala una espuma rosada que absorbe la bayeta. Repito la operación esperando que aparezca de una maldita vez el dibujo geométrico repetido en toda la estancia. Cuanto más froto más se extiende Y yo, rabiosa y frenética, acabo vaciando todo el contenido sobre la dichosa mancha. Estiro el brazo buscando a tientas otro bote. Me pica la garganta y los ojos me lloran del escozor, pero logro alcanzar el nuevo recipiente. Lo abro y derramo un buen chorro. De repente, la espuma rosácea se desdibuja para convertirse en un lienzo negro que cubre todo el espacio. Me empieza a faltar el aire y hago un esfuerzo para levantarme, pero no puedo: es como si la moqueta me atrajera hacia sí y ya solo tengo conciencia de su mullida urdimbre bajo mi mejilla. Agitada, asustada, me incorporo. La voz intenta calmarme y unas manos me devuelven con suavidad a mi posición horizontal. —Enseguida viene el doctor.
Y el doctor vino y me informó del «accidente»: he estado a punto de perder la vida. — Ingresó con insuficiencia respiratoria aguda grave y obstrucción de la vía aérea alta y baja. Ha permanecido con ventilación mecánica, broncodilatadores y continúa con antibióticos. También sufre quemaduras oculares. Responde bien a los tratamientos y esperamos que se recupere en un par de semanas y que no le queden secuelas.
Las voces se alejan y siento que las lágrimas se desbordan empapando las gasas que cubren mis ojos produciéndome una insoportable quemazón, pero no puedo parar de llorar.
Llevo años en esta profesión y he limpiado cientos de manchas en alfombras, moquetas… Jamás había sufrido ningún contratiempo más allá de una jaqueca que solucionaba con un ibuprofeno. Manchas de vino, de champagne, de semen…, de sangre.
Pero había cometido un error de principianta mezclando dos productos incompatibles y peligrosos: amoniaco y limpiador con cloro. La sangre inocente y aún cálida de aquella chica me había hecho perder los nervios.
Me gusta mi profesión, pero no corren buenos tiempos para la mayoría de las trabajadoras del sector. Las grandes cadenas hoteleras y el turismo masivo nos están convirtiendo en meras mujeres de la limpieza explotadas, cobrando menos de ochocientos euros al mes por dejar listas cuatrocientas habitaciones; unos dos euros la hora. Una auténtica locura.
Afortunadamente yo trabajo en un hotel de cuatro estrellas de los de toda la vida: sin yacuzzi, sin gimnasio, con sus habitaciones enmoquetadas, muebles antiguos, sábanas de lino con las iniciales bordadas y un bombón sobre la colcha de la cama recién hecha. Somos camareras de piso y no solo “las que limpian”, las Kellys. Somos el alma de un hotel y el motor principal para que todo funcione. Rendimos cuentas a la gobernanta y al
valet o mozo de habitaciones y nos desvivimos para que el cliente abandone su estancia satisfecho. El ambiente de trabajo es bueno y la “ratio” de habitaciones nos permite tomarnos de vez en cuando un respiro. Mis compañeras aprovechan los tiempos muertos para cotillear sobre los clientes o quejarse de sus dolencias y de sus maridos. Para ellas soy rara porque no entro en esos “grupitos” y respeto la tácita regla de “ver oír y callar”. Además, no tengo marido ni hijos; nadie me espera en mi alcoba y para mí no hay vida más allá de aquel laberinto de habitaciones y de las existencias que las llenan transitoriamente. Me siento revivir cuando atravieso las puertas giratorias del suntuoso edificio y comienzo mi jornada enfundada en mi uniforme, Sé que me llaman “la fisgona” y no les faltan motivos: me gusta espiar a las parejas. Mi carro de la limpieza y yo recorremos los pasillos deteniéndonos de vez en cuando para acercar el oído a la puerta. No en las que cuelga el cartelito de “por favor, arregle la habitación”, no. En esas entro sin miramiento, impaciente por respirar aromas, humores… Sobre todo, cuando han sido ocupadas por parejas ocasionales, amantes con hambre atrasada o matrimonios intentando orear su aburrida convivencia. Cuando el cartel está del otro lado rogando “no molestar”, el silencio de la habitación vacía suele dar paso a los gemidos, las risas, las súplicas y, a veces, al llanto. Amantes exultantes o amantes que agonizan en un encierro que acaba asfixiándoles por ausencia de futuro, inmersos en una rutina más cruel aún que la conyugal.
Vivo la excitación de los primeros. Intento asistir desde el principio a ese encuentro en el que apenas hay cruce de palabras, donde los gemidos se manifiestan desde el primer momento y, si tengo suerte y nadie aparece por el pasillo, les acompaño en el estertor del orgasmo agazapada al otro lado de la puerta. Me sofoco con ellos en una especie de trio y me gusta sentir que mi sexo se humedece. A veces, al volver a casa, rememoro las sensaciones e imagino a los amantes en todas las posiciones, sudorosos y entregados, usurpando el lugar de “ell” hasta que alivio con mis dedos la tensión acumulada.
Si prolongan su estancia el disfrute puede llegar a alcanzar el éxtasis. Me encanta colarme en la intimidad de sus pertenencías. ¡Las maletas son tan reveladoras! Tanto si es la amante o la esposa que acompaña a su marido en una escapada romántica, siempre llevan lencería fina; esa tan picajosa e incómoda que nunca te pondrías en tu día a día La saco con sumo cuidado, estudiando la posición y la doblez. Pero lo que me vuelve loca es la ropa interior usada que suelo encontrar sobre la moqueta; restregarme la cara con los sujetadores y las braguitas y aspirar su olor con deleite aunque a veces esté demasiado enmascarado por desodorantes y perfumes. En los hoteles esas prendas abandonan la piel con demasiada premura. Después, las dejo caer para que vuelvan a su casual posición. Y solo me pongo los guantes para limpiar, vaciar las papeleras y hacer los baños. Me asombra la cantidad de preservativos que se pueden llegar a usar en un encuentro. Sonrío. Los hoteles son muy afrodisiacos.
Desde hacía un par de meses espiaba a una pareja que “nos” visitaba con cierta asiduidad. Ambos estaban muy lejos de cumplir los cincuenta. Aún no puedo entender el porqué, pero la mujer despertó en mí una ternura inusitada. La primera vez que los vi fue en recepción. Ella, roja como un tomate, parecía querer esconder la cabeza entre los hombros, desaparecer mientras él dilataba en exceso el check-in haciéndose el simpático con María, nuestra guapa recepcionista. Por fin, recogió las llaves. «Quinta planta, habitación 509». Su acompañante emitió un suspiro que se escuchó en el silencio del vestíbulo. Se dirigieron hacia el ascensor.
Por supuesto, no llevaban equipaje.
Yo también subí a la quinta planta y deambulé por el pasillo hasta que pasaron unos minutos y me acerqué a la puerta para asistir a la liturgia. Gemidos como otros tantos gemidos; silencios que hablan de culpabilidad; conversaciones que dan paso a nuevos gemidos y abandono del hotel sin aprovechar la estancia adquirida. Así durante varias semanas.
Poco a poco los gemidos disminuyeron y las conversaciones contenidas en susurros dieron paso a voces airadas, a reproches. «Estoy harta». «Harta de este hotel; de todos los hoteles donde me has llevado durante estos años», lloriqueaba ella. «Ten paciencia, amor mío». «Es cuestión de tiempo. Los niños ya son mayores». «De estas navidades no pasa: me separaré», aseguraba él.
«¿Me lo prometes?». «Te lo juro».
Aquel día ella no parecía querer desaparecer mientras él tonteaba, como de costumbre, con María. Nos cruzamos la mirada. En sus ojos adiviné un brillo de fiereza, de determinación. Me sonrió y yo bajé la vista, avergonzada. Se adelantó y empujó el botón del ascensor con rabia. Él cogió la llave de la “509”—siempre que estuviera libre, ocupaban la misma habitación— y miró a su alrededor. Parecía contrariado: no estaba a su lado, agazapada y sumisa. La alcanzó justo cuando la puerta se abría y desaparecieron camino del quinto piso. Les seguí con prudencia y con una zozobra que nunca antes había sentido. Era un día complicado de muchas salidas, y los carteles de “Por favor, limpie la habitación” se sucedían, pero el de la habitación 509 rogando no molestar ejercía una poderosa atracción por encima de la prudencia, por encima de mis obligaciones. Dejé el carrito frente a la 507 y me agaché.
Después de un interminable silencio la voz del hombre sonó ronca, entrecortada. —Así no puedo follarte… Pareces una momia —Yo tampoco puedo.
Y soltó una carcajada. —¿Te burlas de mí? —Esto es patético…. Esta semana he estado dándole vueltas a lo “nuestro”. Creo que deberíamos dejarlo aquí. Voy a volver con mi marido.
Silencio —Estás de broma…. Lo haces para presionarme, pero no serás capaz… —Seré capaz —le interrumpió—. Y también seré más feliz. Ahora lo sé.
Sonreí para mis adentro imaginándolo desnudo, estupefacto frente a una mujer también desnuda, pero poderosa y retadora. —¿Tú qué vas a saber? Tú, eres mía. ¡Mía! ¿Lo has entendido? —¡Suéltame, por favor! Me haces daño…
Primero, la súplica; luego un grito desgarrador. Después, el silencio.
Tengo el corazón acelerado. Me incorporo y me apoyo en la pared. Abro la 507 y me pongo a limpiar como una autómata, pero mi mente sigue en la habitación de enfrente. Acabo y me dispongo a seguir con la 506, pero retrocedo e, incumpliendo la rogativa de no molestar, doy dos golpecitos con los nudillos en la puerta de la 509. Nadie contesta, pero se oyen unos sollozos entrecortados. Decido avisar a la gobernanta. Acude e intenta comunicarse con el cliente, pero tampoco obtiene respuesta y llama al guarda de seguridad que decide entrar abriendo con la llave maestra. El hombre, desnudo, sentado sobre la cama con la mirada vacía y las manos sobre sus rodillas Las sábanas blancas salpicadas con motitas rojas como la réplica de Pollock que preside la cafetería.
A sus pies, el cuerpo de ella desnuda con el rostro y el cráneo destrozados. Y una lamparilla de bronce con restos sanguinolentos.