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Laudelino Vázquez. Dónde estas Miguel Miralles, IX
Laudelino Vázquez Dónde estás Miguel Miralles IX
Ilustración de Alberto Álvarez Peña
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El trasgu
En el imaginario popular se trata de un ser de una estatura pequeña incluso para un niño pequeño humano. Aparece siempre caracterizado con ropaje y un sombrero de color rojo, por lo que le llaman «el del gorru colorau». A veces lo describen con cuernos, y a veces con un rabín. Su rasgo más característico en la tradición asturiana es que tiene en la mano izquierda un agujero que la atraviesa, un rasco común al del norte de Portugal. Veréis que tiene una importancia crucial, pero es una característica que en otras zonas donde aparece este personaje mitológico no se cumple. Recibe en Asturies diversos nombres. Trasgu, Trasno, Sumiciu e incluso Diañu o diablo burlón. https://www.celtica.es/mitologia-asturiana-el-trasgu-trasno/
El Trasgu
Correr siendo ratón por primera vez, no resultó nada fácil: el rabo le obligaba a trastabillearse constantemente y los latidos del corazón alcanzaban tal velocidad, que se veía obligado a pararse para no reventar. Dos fuerzas peleaban constantemente dentro de él: el terror salvaje, inaudito, insoportable, que le impulsaba a correr sin mirar atrás, y la necesidad de aire. Pero las paradas, por muy breves que fueran, apenas servían para recuperar un instante el aliento, porque la sensación del felino que saltaría sobre él a nada que se descuidase, aceleraba nuevamente los latidos, colocándole constantemente en el límite entre la vida y la muerte. ―¿Cómo se siente el ratoncito?
La voz resonó dentro de su cerebro con matices aterradores “¿Acaso los gatos, antes de destripar al ratón, son capaces de añadir una última tortura?” —se preguntó, mirando enloquecido en busca de la procedencia de la voz—. La risotada salvaje con que el felino (porque algo en su ADN, gritaba que el olor, la forma de pisar, la respiración que le rodeaban, eran los de un gato) anuló cualquier duda que aún le pudiera quedar.
Agotado, sin esperanza y con la imagen de Natalia y Mingo convertidos en ratoncitos amorosos, musitando palabras de amor tantas veces contenidas, se limitó a cerrar los ojos esperando la muerte: entremezclado con el sabor de la traición de sus amigos, el recuerdo de un ratón agotado, intentando subir una tubería a la que el gato de su abuela le empujaba una y otra vez con evidente diversión, le impelió a intentar un último acto de dignidad. Se giró buscando ver los ojos del que le aterrorizaba, pero en ese momento tuvo la sensación de caerse por un largo barranco y cuando se incorporó esperando la dentellada, frente a él, brillaban luces de neón que anunciaban por todas partes la oportunidad de su vida para hacerse rico.
Atrapado en la luz como una polilla, caminó hacia el primero de los casinos, cuyo nombre le erizó los cabellos: “Tom y Jerry”. Volvió la vista hacia atrás instintivamente, esperando ver la figura del gato, pero lo único que descubrió para su sorpresa es que ya no tenía rabo, y al palparse reconoció su cuerpo de toda la vida. ―“El gato es el animal de la fortuna en la cultura china. Yo de ti probaría, igual te está dando una oportunidad” —oyó una vez más la voz, que ahora ya no sonaba amenazadora, sino como un arrullo, una invitación a la paz.
De todas formas, prefirió dirigir sus pasos hacia “El Doblón de Oro”, un casino más modesto, que parecía querer pasar desapercibido entre los gigantes que le rodeaban. ―¡Eh, tú!
La voz rasposa, en contraste con la anterior, tenía consistencia física, procedía de alguna persona que se encontraba cerca, y , sobre todo, carecía del tono de amenaza. Buscó
con ahínco, porque en esta situación cualquier aliado podría ser útil, pero necesitó un buen rato para descubrir la figura tirada en el suelo que le invitaba con un gesto a acercarse.
Habría jurado que se trataba de un niño de no ser por la voz, pero al acercarse, creyó que se trataba de lo más parecido a un enano de los que decoraban los patios de los chalets en los extrarradios de la ciudad. ―¿Quieres ganar plata de verdad? ―Más bien preferiría que me indicaras por dónde se sale hacia Oviedo —respondió Miguel, soñando con volver a casa, y aparcando para más tarde lo que haría cuando se abriera la puerta y volviera a ver a Natalia. ―¿Oviedo? ¿Qué es eso? ―Pues qué va a ser, la ciudad. La más importante en Asturias, la capital…—repuso asombrado al comprobar que aquel extraño ser no parecía reconocer ninguno de los nombres. ―Oye, mira, lo de buscar la salida al Oviedo ese, ya lo miramos luego, ahora hay que entrar al casino que hay una máquina calentita a punto de dar el premio gordo. Solo tienes que echar una moneda, dos a lo sumo y si no sale nada, no habrás perdido gran cosa, pero si tienes suerte, yo solo te pediré una pequeña comisión…
Después de pensar un poco, Miguel Miralles, se encontró siguiendo a un tipo que daba saltos de alegría y no paraba de charlar sobre las luces, las máquinas tragaperras, el placer del juego, y la sensación única cuando sentías las monedas caer. ―Aquí estamos, entra —añadió finalmente, señalando la entrada del Doblón de Oro, guardando silencio por primera vez.
Le siguió dando brincos, con una sonrisa de oreja a oreja, silbando y saludando a los pocos parroquianos que parecían trabajar en el local. ―Esta es la máquina. Mira qué maravilla. Sólo tienes que sacar el premio y…
Los ojillos brillaron, al compás de los brazos que señalaban en una dirección lejana, como si el ser supiera por dónde estaba la maldita salida, y se divirtiera a costa de su agonía. ―Ahora no me digas que no tienes monedas —le gritó contemplando la búsqueda desesperada de Miralles por los recovecos de los andrajos que le cubrían—, porque sin premio no hay manera de salir. —Esa norma es nueva. Hace un momento ni siquiera sabías que había una salida —respondió sorprendido Miralles. —Tú juega y calla. Cuando uno no decide en un juego es porque forma parte de él. Tú ahora no eres más qué una pieza en el tablero, así que encuentra esa puñetera moneda ¡y juega!
La voz del personaje, a pesar de su evidente irritación, producía más ganas de llevar la contraria que temor, pero Miguel no podía olvidar qué hacía nada un gigantesco rabo de ratón adornaba el final de su espalda. Quién dirigía el juego, sí era temible, y mejor seguir las indicaciones del estrafalario saltarín que le acompañaba, sobre todo, cuando por arte de birlibirloque, dos monedas brillantes como recién salidas de la ceca, aparecieron en el bolsillo del chaleco.
Empujo la moneda en la ranura, tiró hacia atrás de la palanca, y esperó a que los giroscopios se parasen para mostrar las tres figuras. —¡Qué mala suerte, dos llaves de coche y una fresa, casi te sale el premio grande! —grito exaltado el contrahecho compañero de viaje, mientras la excitación le hacía salivar de tal manera, qué roció por completo la cara de Miguel—. ¡Mete la otra, juega la que te queda que esa es la moneda de la suerte!
Bisbiseando una especie de invocación a la suerte, Miguel Miralles dejó caer la moneda y cerró los ojos, mientras la musiquilla alegre acompañaba el giro de las figuras. Asustado por los chillidos de su acompañante, que repetía una y otra vez ”¡tres llaves, te han salido las tres llaves del coche. El mejor premio de la historia!”, contempló el visor en el que tres pequeños mandos en fila anunciaban la consecución del Gran Premio. —¿Pero cuál es el premio? —preguntó Miguel, que esperaba una riada de monedas y en cambio solo había oído como un pequeño mando rodaba en el tobogán de la suerte. —¿No lo ves? —contestó el otro—. Son las llaves del coche que te van a permitir salir de aquí e ir a donde te parezca: una vez que salgas de la carretera principal, solo tendrás que acelerar y acelerar mucho para volver a ese sitio del que hablabas.
Sin esperar ni un instante, Miguel se lanzó hacia la puerta de salida, buscando con la vista ese coche mágico que le devolvería a casa. Decepcionado al no ver ningún vehículo, se paró en medio de la calle buscando a su compañero, al que preguntó qué estaba ocurriendo. —Bueno, según me han explicado, para que yo me lleve la comisión, es necesario que el coche lo conduzca yo hasta la salida de la ciudad, para ti sería imposible encontrar el camino. Además yo sé dónde está aparcado.
Hizo un gesto como de resignación, y le indicó que le lanzara la llave. Miguel, que solo pensaba en la vuelta a casa, lanzó la llave hacia el chiquito, vió cómo estiraba el brazo, colocaba la mano en posición, y para su sorpresa, el mando atravesaba la palma y caía a un sumidero. —¿Pero qué…? —empezó a decir Miguel, cortándose en medio de la frase. —¿Qué de qué, imbécil? ¿Eres asturiano y no sabes reconocer con quién estás enredando? ¿Nunca oíste hablar de El Trasgu? —Bueno, sí, algo...—respondió dubitativo Miralles—, pero… —¿No sabes que somos juguetones, un poco derrochadores, que nos va el lío, la juerga, y que para quitarnos del vicio de las tragaperras y de acumular el dinero, tenemos este enorme agujero en la palma de la mano? —añadió mostrando las palmas de la mano abiertas, de tal forma que podía verse perfectamente el enorme boquete en el centro. El Trasgu se colocó lateralmente el estrafalario gorro picudo que le adornaba, dio dos o tres saltos hacia atrás y hacia delante, le dedicó una serie de cortes de manga, y con una sonrisa maliciosa se despidió corriendo calle abajo hacia uno de los casinos que tanto parecían llamarle la atención. —Si uno no controla el juego, es parte de él —gritó antes de doblar la esquina y perderse definitivamente en la noche, dejando a Miguel Miralles en mitad de la calle, con cara de imbécil y preguntándose cuál sería el siguiente movimiento en este juego sobre el que no tenía ningún control.