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La cuarta dimensión
El tiempo devino en un inseparable del espacio y todo se volvió relativo Palabra de EINSTEIN
Lola y Juan casi nunca estaban de acuerdo, ni tan siquiera en la hora. Él consultaba con veneración el reloj de bolsillo que había heredado de sus antepasados. Hacía dos siglos que funcionaba sin detenerse. A su entender era el movimiento perpetuo. Con una fe ciega, dejaba que el reloj pautara sus actos. Ella solo confiaba en la tecnología digital. Una de las pocas aficiones comunes era ir hasta el río y sentarse a escuchar el golpeteo del agua en las piedras.
— ¿Has visto esa trucha?
— ¿Qué trucha?, si no hay peces en el agua. Se quedaron en silencio mirando el cauce de la corriente y al cabo de un rato:
— ¡Ah!, mira, ahora sí que hay una.
—Pues yo no veo nada.
Los dos estaban necesitados de certezas y la vida no les ofrecía más que oportunidades para discrepar.
Lola conoció a Time, un joven musculoso, tatuado, el pelo hasta los hombros, y se volvió a enamorar. El grabado del pecho era la caja de un reloj con doce números y dos agujas giratorias. El péndulo dibujado en una pierna iba pasando a cada segundo de una a otra. Las horas podían verse a larga distancia.
Desde el primer momento el tiempo digital de la muñeca de Lola y el tictac del corazón de Time estuvieron sincronizados. Si cambiaban de lugar, lo hacían en el mismo instante. Un científico aficionado podría haber dicho que la relación de la pareja, permanecía inmutable en el espacio y en el tiempo. Ni los viajes, ni los sucesos los alteraban. Lola no entendía de coordenadas, para ella en Time estaba la explicación. Él había irrumpido en su vida para darle un nuevo rumbo, otra dimensión. A menudo buscaban estrellas fugaces en un trozo de cielo y confiaban sus deseos a la misma estela. Ni una estrella de más, ni un deseo de menos, ni un ruido fuera de onda, ni el cansancio de ánimo se volvía perturbador. Nunca discrepaban. Las percepciones de sus sentidos eran unívocas, la vida armoniosa y su amor intenso. ***
Un astro que se movía en el universo por la ruta más fácil, como pájaro que vuela siguiendo una corriente, pasó entre Lola y Time, y la flecha de Cupido se hizo astillas. El magnetismo del astro se lo llevó tras de sí. Ella se quedó mirando cómo se alejaba arrastrado por el cabello. Perdió de vista su cabeza, sus brazos, solo el reloj de su pecho era visible en la distancia. Las agujas, cada vez más pequeñas, avanzaban lentamente, como si ella retuviera el tiempo con sus pupilas. Pasaron un segundo, un minuto, una hora, veinticuatro. Después de la hora veinticinco ya no podía distinguir nada y volvió en sí. Había transcurrido medio siglo.