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Samuel Beckett Augusto D’Halmar Laura Kipnis Stanislaw Lem Enrique Lihn Joaquim Machado de Assis

Una publicación de editorial y distribuidora Hueders | Prohibida su venta | Ejemplar gratuito Año 1 - Número 1 | Septiembre de 2008

Libros y lecturas

Relatos de un libro mundano Germán Marín El autor de los cuentos Basuras de Shangai, y de las novelas La ola muerta, Las cien águilas, El palacio de la risa, Idola, entre otras –todas publicadas por Random House Mondadori y de ahora en adelante en colección de bolsillo– nos entrega tres textos inéditos de un libro que llama tentativamente Relatos de un libro mundano. Narrado por una suerte de pecador sin Dios, Marín luce esa escritura envolvente que lo ha convertido en uno de los mejores autores chilenos. El próximo año aparecerá su novela La segunda mano, en la que se ocupa del movimiento de ultraderecha Patria y Libertad. talante

A veces se me provocan deseos de conocer la experiencia de matar a alguien, de advertir luego que me arrepentiré, pero que ya será tarde, demasiado tarde, delante del cadáver arrojado al suelo, a la espera de que llegue la policía a detenerme, esposado tras declararme culpable mientras señalo el arma tirada debajo de un mueble del segundo piso o quizá, si cambio de escenario del crimen, perdido el cuchillo en el fondo de una acequia donde rumorosa fluye el agua en la chacra imaginada, gracias a cuyo sistema de regadío se alimenta, por ejemplo, el

cultivo de azaleas. En un caso u otro he dado muerte a alguien y, al sacar cuentas, creo que asesinaría a la mujer que más quiero, porqué, no tengo claro, tal vez por el deseo profundo, enigmático, de cometer un acto definitivo, sin vuelta, como si naciera de nuevo, condenado ya a los años siguientes que viviré en el oprobio. En otras oportunidades, si prosigo tenso, suelo concurrir a la galería Liverpool a ver cintas pornográficas y, bajo la excitación que me provocan las escenas en que aparece semidesnuda Linda Fiorentino, me masturbo en la soledad hasta exprimir la última gota de brío. En fin.

Germán Marín Flann O’Brien Xavier Rubert de Ventós Johanna Schopenhauer William Somerset Maugham Italo Svevo

#1 septiembre 2008

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Ximena Ormazábal h| hueders es una publicación bimensual editada en conjunto con SP Distribuciones, Editorial Sexto Piso, Ciudad de México. Rosal 349 depto. B, Santiago, Chile. Contacto: mf@hueders.com www.hueders.com Impreso en Imprenta Salesianos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o transmitida, mediante cualquier sistema, sin la autorización expresa de Hueders. Agradecemos a Germán Marín, Guillermo Weschler, Catalina Mena.

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Nunca había pensado que, a causa del aburrimiento, podría sufrir una sorpresa como ocurrió aquella tarde singular, luego de volver a casa del trabajo en la agencia, en que sólo me aguardaba el silencio del departamento, situado en el último piso del edificio. Mariana estaba de viaje en Canadá, enviada por su empresa a un congreso de publicidad, del cual regresaría el fin de semana. Después de servirme algo en la cocina, desordenada por la falta de atención, proseguí la rutina de días anteriores sin saber qué hacer y, desde ya, recurrí enseguida al televisor para matar el tiempo. La entretención no duró mucho rato pues, si bien a veces Mariana y yo nos sentábamos a ver los programas de la farándula grabados, esta vez me saturó prestar atención a esas conversaciones banales, inspiradas en los peores recursos de la chismografía y, aunque dejé prendido el aparato a fin de mitigar el silencio, me puse en el living a leer el diario. Me resultaba claro que echaba de menos a Mariana que, como siempre a esa hora, también estaba de vuelta de su trabajo, lo cual significaba llenar la vida de la casa a través de su presencia, activa como era al entrar y salir de la cocina, atender el teléfono ahora mudo, regar las plantas del balcón. Eran aspectos que destacaba al advertir el silencio de plomo en el departamento, detenida la existencia, cada cosa en su lugar, en un orden en que se notaba la ausencia de Mariana, acostumbrada de irrumpir como una tromba y dejar la cartera aquí, el abrigo allá, en dirección luego al dormitorio para cambiarse enseguida de vestido. Fue así como, atrapado por la melancolía, inexpresable junto al tedio que me embargaba, sin otra alternativa que regresar al televisor, a la espera de las noticias a las veintiuna horas, me dirigí al dormitorio donde vagué la mirada a la espera desde luego de nada, aunque en el aire quieto del atardecer, cuya última luz entraba por la ventana, me pareció respirar por un instante las moléculas del perfume que usaba Mariana. Convine, apelando a la sensatez, que echar de menos a la persona querida podía conducir a un estado de sensibilidad así, pero de inmediato, tras comprobar la inexistencia de ese hálito en el dormitorio, cambié de pensamiento. Era mejor echarle la culpa a su ausencia y, en particular, al aburrimiento de estar solo que, como estado, conocía desde niño. Sin embargo, tuve la certeza de que el

cándolo como un ladrón sin desordenar nada. Tuve claro al abrirlo que se trataba de un diario de vida escrito por Mariana y, no obstante que me pareció incorrecto el acto, desleal con la persona que amaba, la curiosidad o el aburrimiento pudo más. Luego de regresar al living, apagué el televisor, cuyas noticias locales acerca de asesinatos, partidos de fútbol, accidentes, aún proseguían. El silencio dejó esta vez de inquietarme como una presencia anónima, dispuesto a entretener el tiempo con la lectura, pero antes que nada me preparé un whisky con hielo, bajo el ánimo ahora renovado, ligero, de ponerme a seguir las cuitas de Mariana que, seguramente, eran muchas dado el grosor del diario personal, encuadernado en tapas duras de color negro, semejante a un misal. Me llamaba la atención desde luego que ella hubiera escrito en secreto esas páginas sin decirme nada, inclusive a mis espaldas, pues nunca la había visto ocupada en esas tareas. A la espera de informarme de los posibles comentarios en bata y chinelas que volcara, empecé a leer advirtiendo enseguida, bajo la falta de continuidad cronológica tras los primeros pasajes, como si se olvidara de pronto de la existencia del cuaderno, que era una crónica resumida de su vida cotidiana, formada por aquellos aspectos, inclusive domésticos, que le parecían más destacables, donde anotaba por caso los gastos de lavandería, el calendario de visitas al dentista, el próximo cumpleaños de alguien. Sin embargo, a veces, debajo de la fecha del día, anotaba frases inexplicables, un poco romanticonas dirigidas al corazón y que, según mi criterio, interpretaba como rezagos de su antigua vocación de poetisa, conservada más o menos hasta la etapa cuando la conocí, admiradora entonces de Gabriela Mistral, de Delmira Agustini y, sobre todo, de Alfonsina Storni, que se suicidara en las aguas de Mar del Plata. Tras esa rápida lectura, como si alguien fuera a sorprenderme, se reflejaba en el diario de vida una suerte de equilibrio entre la cordura al servicio de un mejor orden cotidiano y el desplazamiento por momentos a unas zonas oscuras del sentimiento que, digamos, desconocía en Mariana. Respecto a mi persona, a veces aparecía en sus líneas, escritas nerviosamente el último tiempo, llamándome a secas el marido, mi esposo, en que junto con tratarme con cierto afecto me acusaba de egoísta y proseguí en el avance de esas páginas sin grandes alteraciones, cansadoras a veces,

fue así como, atrapado por la melancolía, inexpresable junto al tedio que me embargaba, sin otra alternativa que regresar al televisor, a la espera de las noticias a las veintiuna horas, me dirigí al dormitorio donde vagué la mirada a la espera desde luego de nada, aunque en el aire quieto del atardecer, cuya última luz entraba por la ventana, me pareció respirar por un instante las moléculas del perfume que usaba

recuerdo de ese perfume correspondía al que ella se aplicaba, cuyo olor levemente azucarado, inexplicable por ser un artificio de laboratorio, siempre me llevaba a imaginar, bajo el vapor de una primavera generosa, al yacer próximo a Mariana, el zumo obtenido tras exprimir un puñado de pétalos elegidos de distintas flores. Dudoso aún de que la imaginación me hubiera hecho una mala pasada inventándome la vivencia de Mariana en aquel aire vespertino, busqué sin resultados el frasquito en el tocador, pues calculé, enseguida, se lo había llevado en su cartera. Arrastrado por algo que comenzaba a ser una inquietud, acaso una carencia, abrí por primera vez en nuestro matrimonio el primer cajón de su cómoda, respetuoso de su individualidad, donde, como ratifiqué satisfecho de haber vivido un momento particular, las prendas de su ropa íntima conservaban aquel perfume al olerlas profundamente con los ojos cerrados, al igual que un animal que encuentra una huella. No sabía desde ya qué guardaba en el segundo cajón de la cómoda, perteneciente al mobiliario del juego del dormitorio, regalado por los suegros, pero llevado por la curiosidad hallé también otras vestimentas ligeras, todas dobladas pulcramente, que demostraban el carácter hacendoso de Mariana, las cuales transmitían cuidado y limpieza bajo cierta sensación erótica, ceñido a ese ajuar de colores al secreto del cuerpo durante el día, pero al observar ahora que asomaba escondido al fondo el misterioso lomo de un cuaderno, me venció la tentación sa-

Mariana.

como si los hechos anodinos de nuestra relación de pareja pavimentaran el recorrido de su vida hasta que, entrecerrando por un momento el cuaderno, deduje luego de esas consideraciones que era verdad lo que se desprendía. No quedaba en buen pie y me resultaba sorprendente el balance, injusto, pues veía distinto aquello que éramos los dos. Al continuar la lectura, luego de beber otro sorbo de whisky, advertí que las páginas correspondían por sus fechas a un año atrás, al poco tiempo de que Mariana, gracias a una amiga, cambiara de empresa en su trabajo de relacionadora, lo cual apuntaría en los pasajes posteriores bajo unos detalles mínimos, sin bien éstos con el paso del tiempo vislumbrarían una modificación en su carácter, como advertía recién ahora a través de sus confidencias. Al hacer memoria no recordaba aquel giro íntimo, excepto, claro está, su paso a otra empresa, rival de la anterior, según me contara en su día. A través de las líneas de su escritura, comenzaba a advertirse una alegría que desconocía en Mariana, sucinta como expresión al igual que siempre, por lo que deduje sencillamente al leer estos últimos tramos, recogiendo algunas palabras suyas de sobremesa, que se debía al aumento de sueldo que recibiera. Sin embargo, me llamaba la atención ahora, en medio de aquel silencio cubierto por la noche, que, de acuerdo a su cuaderno, no me hiciera participar de su estado de ánimo, manifiesto como era al sopesar las líneas de fechas cada vez más próximas. Proseguía siendo la mujer labo-


riosa de siempre, preocupada de los menesteres al llegar a casa, pero que no daba de sí la dicha que ahora parecía respirar, demostrada en un optimismo ante la vida que no le conocía, estrellado el cielo tras la niebla como señalaba en una línea. Después de fijar la atención en una fecha reciente que aún tengo viva, pues era víspera de un largo feriado, su letra por lo general uniforme volaba ahora de un trazo a otro, disparada por un entusiasmo evidente, trastornados los días, los minutos, por la aparición de alguien sin nombre en su vida. Fue en ese instante cuando leí la dolorosa confesión que no aguardaba y yo no sé si ocurrió lo que sigue pues sentí, en el espacio del pequeño departamento que habitábamos todavía, que explotaba en mi cara el perfume en llamas de Mariana. (1) Soy un escritor chileno que, si bien he emergido alguna vez por un par de aciertos parciales, desde luego modestos, sobrevivo en un país en donde todo el mundo escribe novelas, cuentos, poemas, pero en el cual creo que nunca llegaré al éxito porque así lo ha dictado el destino. Me parece incluso lógico pues, como es público, la literatura es la única actividad en que no se necesita saber de nada. De ahí que, desde la antigüedad, ha habido autores que aprovechando el patrimonio común de la humanidad, de los documentos, mitos, tradiciones, han alimentado su obra mediante esas fuentes y me parece muy bien, de acuerdo a mi entender, que así haya ocurrido a favor de Esquilo, de Shakespeare, de Joyce. Bajo un contorno más opaco y circunspecto, como todo lo que sucede, pretendo dejar estampado algo que demuestra como mi sino está trazado por unas fuerzas que, a pesar del giro de los dados, siempre me deja en el punto en que estoy, ni mejor ni peor que antes. Me refiero a que acostumbrado con un amigo menor que yo, de oficio periodista, a relatarle mis cuitas, nos juntamos una tarde en cierto café de Providencia para charlar un rato y, en el batiburrillo inicial del diálogo, me pidió que le relatara con más detalles ciertos asuntillos confidenciales, ya de antigua data, que me escuchara desplegar a medias anteriormente. Debido a esa curiosidad malsana de él, propia de cualquiera cuando adivina el desastre en que terminará la historia, retrocedí en el tiempo para explicarle por completo la experiencia vivida y fue así como, paso a paso, sin omitir pormenores, lo puse al tanto de diversos episodios que guardara antes, quizá por inútiles, porque no agregaban nada según mi entender y, además, llevado interiormente entonces por una suerte de pudicia. Se me iban a la cabeza algunos secretos imposibles de revelar, so pena de ser una de las víctimas si era delatado. Pero mi amigo quiso esta vez, casi como un sabueso, que no rehuyera los detalles, deseoso de los flecos que colgaban, insistiéndome en algunos momentos que soltara más la lengua, a lo cual accedí pues, en la medida que recordaba, los hechos menores también contenían algún grado de interés y parecían resucitar con el habla. Hubo un instante delante de las tacitas de café sobre la mesa, después de observar por la ventana que era casi de noche, en que me sentí vacío, hueco, tras haber contado aquello que guardaba, mucho de esto quizá sin importancia, aunque perteneciente a una historia personal. Como broche de oro le dije, qué más te puedo agregar, si sumas esta conversación con la anterior, te has quedado con todo lo que conservaba como más preciado, ojalá te sirva alguna vez para escribir una novela. El tiempo me dio la razón de que ese amigo tenía un verdadero talento pues, a fines del año siguiente, editó el libro en un prestigioso sello español y, al leer la obra, elogiada por la crítica, concluí con algún resquemor que yo, al mirar hacia dentro, no había descubierto la novela en ciernes que albergaba de mi vida. Hay gente en el mundo con más sagacidad.

artista invitada

Margarita Dittborn

literatura

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(1981) se perfila como una de las artistas más prolíferas de la fotografía contemporánea chilena. Sus obras ya están en colecciones de Argentina, Perú y Brasil. Ella construye puestas en escena que registra con la cámara fotográfica para luego ejercer una manipulación de la imagen muy fina en photoshop. Su obra vuelve al origen de la fotografía como desplazamiento de la pintura, reinterpretando la pintura barroca europea y su técnica del claroscuro. Inquietantes y seductoras, sus fotografías –en las que muchas veces aparece ella como modelo– van desde naturalezas muertas hasta escenas tradicionales de caza o de cocina, siempre tocando las narrativas características del siglo XVII, pero distorsionándolas con tecnología y humor contemporáneo. Catalina Mena La serie fotográfica de Margarita Dittborn Enfermas de amor se expuso en la galería Florencia Lowenthal (Ana Luisa Prats 903, Providencia). Más información en www.margaritadittborn.com. Agradecemos la gentileza de la autora.

(…) la literatura es la única actividad en que no se necesita saber de nada. de ahí que, desde la antigüedad, ha habido autores que aprovechando el patrimonio común de la humanidad, de los documentos, mitos, tradiciones, han alimentado su obra mediante esas fuentes y me parece muy bien, de acuerdo a mi entender, que así haya ocurrido a favor de Esquilo, de Shakespeare, de Joyce.

Contra el amor Laura Kipnis Videasta y estudiosa de la cultura, la pornografía y las relaciones amorosas, la norteamericana Laura Kipnis (1956) es profesora de la Universidad de Northwestern, Chicago. Su trabajo se enfoca en las intersecciones de lo público con la psique y el cuerpo. Escribe en las revistas Slate, Harper’s y The Nation, y ha publicado varios libros sobre el porno, el amor y la supuesta “condición de la mujer”. Contra el amor, que adelantamos aquí, es una reivindicación del adulterio, práctica contestataria para enfrentar el amor como un dominio subsidiario de la ética capitalista. Es la cuarta entrega de la colección Versus de editorial Tumbona, que cuestiona, entre otras certezas de la civilización, la alegría de vivir y las buenas intenciones.

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n otros tiempos, los pensadores que solían rumiar los problemas de la sociedad, como Freud, postulaban un desajuste esencial entre nuestros instintos más profundos y los requerimientos del entorno. Esa discordancia pudo volvernos propensos a la neurosis, pero al menos garantizaba cierta resistencia a las demandas opresivas de la socialización. En ocasiones, la realidad laboral ofrecía motivos para insubordinarse: la lucha por mejores salarios y condiciones, desde luego, e incluso por una jornada más concisa. Eventualmente, el trabajo y el capital le dieron una tregua a la rutina de ocho ho-

ras. Sin embargo, si echas un vistazo a tu alrededor, comprobarás que dicha conquista se está desmoronando en este mismo instante, mientras lees. Los retrocesos están a la orden del día y no sólo en el aspecto laboral: en la medida en que dentro del terreno íntimo también haya una suerte de sobrexplotación de mano de obra y se nos exhorte a “trabajar en nuestra relación”, no hay quien no termine doblando turno.* O quizá deberíamos llamarla una integración vertical: la misma obligación de cumplir horas extra, la misma arbitrariedad en las directrices, la exigencia de buena presentación, las evaluaciones de acti-

*¿Pero qué esfera modela a la otra? Según estadísticas recientes de Naciones Unidas, los empleados estadounidenses laboran un promedio de 49 horas y media semanales, y la cifra sólo alude al trabajo asalariado. Esto equivale a tres semanas y media más al año que los japoneses (antiguos líderes mundiales), seis semanas y media más que los británicos y doce semanas y media más que los alemanes. El economista que elaboró el reporte afirmó: “El resultado tiene mucho que ver con la psique estadounidense, con la cultura estadounidense.” www.hueders.com

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Traducción de Ana Marimón. Gentileza de Tumbona Ediciones.

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Es curioso que en la actualidad el frente doméstico esté signado por metáforas luctuosas: sexo mecánico, matrimonios muertos, maridos fríos y esposas frígidas. Entretanto, todos cumplen con las formalidades y guardan las apariencias. Probablemente tu deseo se haya apagado hace tiempo y tengas un anhelo primario y titubeante de “algo diferente”: sea como fuere estás atado a un contrato. Nada debe cambiar. ¿Por qué? Has vertido tanto de ti mismo en este artefacto –tu alma, tu historia– que le conferiste, paradójicamente, poderes mágicos. Así, las instituciones sociales (las fábricas que refiere El capital, pero también el amor) subsumen y dominan a sus artífices, quienes no pudieron preverlo, calcular pérdidas e impedir que su propia creación –una fuerza ajena y hostil– los avasallara. O al menos ése fue el diagnóstico que hizo Marx ante el advenimiento de la era industrial. Una pregunta sombría, y sin respuesta a la vista, perdura en este contexto: ¿por qué tenemos que trabajar tan duro? ¿Es que no hay otra opción? Quizá sí la haya. Después de todo, el progreso tecnológico podría reducir el trabajo a un mínimo si la calidad de vida se instituyera como una meta social –si el objetivo del desarrollo consistiera en sacudirnos el yugo de la estrechez, en eximir a la infausta mayoría de la producción a destajo, en lugar de enriquecer de manera formidable a unos pocos. Obviamente, a más trabajo menor gratificación –una máxima irrefutable aun en el amor. En contraste, amotinarnos significaría –¡por lo menos!– alterar la estructura de nuestra existencia, sin mencionar que los credos enmohecidos de la ética laboral irían a parar al muladar de la historia. “Libera el tiempo y liberarás a la gente”, enunciaba el viejo eslogan de la lucha laboral. Sin embargo, desentrampar a las personas conlleva un riesgo social: quién sabe qué sublevaciones podrían emprender o cuáles serían sus próximas demandas. Como debió haber inquirido Marx, si es que no lo hizo: “¿Por qué trabajar si puedes jugar y pajarear? ¿O si puedes ligar?” (La seducción puede volverse un asunto serio.) Una nota al pie ilustrativa en términos históricos: el propio Marx fue un adúltero pertinaz.

“¿por qué trabajar si puedes jugar y pajarear? ¿o si puedes ligar?” (la seducción puede volverse un asunto serio.) una nota al pie ilustrativa en términos históricos: el propio Marx fue un adúltero pertinaz.

Margarita Dittborn | Escena de Costura

tud, los temidos exámenes anuales de desempeño y –cómo olvidarlo– el mandato de “alcanzar el orgasmo”. Y recordemos que en los viejos tiempos la promesa del progreso tecnológico era que trabajaríamos menos. Hoy se trata de un concepto anticuado, tan extinto como el pájaro dodó y el sindicalismo. ¿Cómo no admirar un sistema cuya capacidad de engullir cualquier alternativa hace que una idea tan abyecta como “trabajar en pos del amor” suene encomiable? Checar tarjeta al entrar y al salir; hacer el intento de robarle un poco de amor a nuestros superiores cuando no estamos atareados excavando los pozos mineros de la vida doméstica. ¿O es al revés? Como indica el sociólogo Arlie Russell Hochschild, una de las principales razones de la ampliación subrepticia de la jornada oficial es que un importante segmento de los trabajadores se afana horas extra para eludir el regreso a casa. (No debe sorprendernos: el hogar se ha vuelto una ocupación tan tediosa y enervante que permanecer en la oficina es una forma de sosiego.) Entonces, ¿en qué momento el desmedido quehacer doméstico califica como una violación a los derechos laborales y dónde podemos presentar una denuncia? ¿Debemos remitirnos directamente a la quintaesencia del sistema para hallar orientación? La fuente sería, por supuesto, Marx, poète maudit de la sociedad industrial, escasamente leído y a la vez denostado con prodigalidad, el personaje que tiempo atrás armó un alboroto a partir de una pregunta inocente: “¿Qué es una jornada de trabajo?” La interrogante constituye el núcleo de El capital (a Marx le tomó tres volúmenes dar con una respuesta). Como vemos, su perplejidad no ha perdido vigencia: ¿cuánto tenemos que trabajar antes de tomarnos un respiro y empezar a holgazanear, y aún cobrar un sueldo que nos permita vivir? Tal vez nos atañe más meditar lo siguiente: si en la era posindustrial la vida privada se traduce en vínculos que exigen un esfuerzo, si el amor es la forma más reciente de trabajo alienante, ¿sería apropiado releer la obra de Marx como instructivo matrimonial? Lo que la gente parece olvidar acerca de Marx (absorta como está incriminándolo por tantas revoluciones fastidiosas) es que escribió con gran fuerza evocativa sobre los sentimientos. El sentimiento que genera la explotación, por ejemplo. El tema de los obreros sometidos, a quienes se les extrae hasta la última gota de sangre, aparece una y otra vez en su prosa ocurrente y mordaz, salpimentado con desproporcionadas metáforas góticas de torva muerte. La jornada laboral es un cementerio donde nos amenazan criaturas dantescas y espíritus necrófagos –saqueadores de tumbas provenientes del inframundo. El abuso crea monstruos enclenques; la maquinaria es una masa gigantesca y coagulada de actividad inánime. Los patrones son vampiros u hombres lobo, tan ávidos de arrancarles más y más trabajo a sus empleados a fin de saciar su infinita hambruna de ganancias que, si nadie hubiera batallado por el ciclo de ocho horas, la rutina se prolongaría indefinidamente convirtiéndonos en engendros tullidos, depositando tal sobrecarga de obligaciones sobre nuestros cuerpos abatidos que caeríamos muertos de consunción.


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Crónicas escogidas

clásicos

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Joaquim María Machado de Assis Célebre por su novela Memorias póstumas de Blas Cubas, el gran escritor brasileño Machado de Assis (18391908) es menos conocido por su faceta de cronista, de la cual encontramos aquí una selección inédita en español, parte del libro recién editado por Sexto Piso. Juan Rulfo dice del fundador de la Academia de Letras de Brasil: «La sátira y la ironía que utilizó le dieron margen para hacer una crítica despiadada de la sociedad; pero al mismo tiempo creó un lenguaje nuevo, evocador y lleno de matices hasta entonces no experimentados por otros autores. Y así, este hombre, quien por su origen se decía que ‘no era ni bien nacido’, logró encumbrarse como maestro de varias generaciones”. el origen de la crónica

Existe un camino más o menos seguro para comenzar la crónica por una trivialidad. Simplemente decir: «¡Qué calor!, ¡qué desatado calor!». Se dice esto agitando las puntas del pañuelo, resoplando como un toro, o simplemente sacudiéndose el abrigo. Se culpa del calor a los fenómenos atmosféricos, se hacen algunas conjeturas acerca del sol y la luna, otras sobre la fiebre amarilla, se le dedica un suspiro a la ciudad de Petrópolis, y la glace est rompue; ha dado inicio la crónica. Aunque, lector amigo, ese medio es todavía más viejo que las crónicas, las cuales apenas datan de Esdras. Antes de Esdras, antes de Moisés, antes de Abrahán, Isaac y Jacob, incluso antes de Noé, había calor y crónicas. En el paraíso es probable; es cierto que el calor era mediano, y no es una prueba de lo contrario el hecho de que Adán anduviese desnudo. Adán andaba desnudo por dos razones, una capital y otra provincial. La primera es que no había sastres, no existían siquiera los casimires; la segunda es que, aun habiéndolos, Adán andaba suelto al azar. Digo que esta razón es provincial, porque nuestras provincias están en las circunstancias del primer hombre. Cuando la fatal curiosidad de Eva le hizo perder el paraíso, acabó, con esa degradación, la ventaja de una temperatura igual y agradable. Nació el calor y el invierno; vinieron las nieves, los tifones, las sequías, todo el cortejo de males, distribuidos en los doce meses del año. No puedo decir con certeza en qué año nació la crónica; sin embargo, existe la probabilidad de creer que fue coetánea de las primeras dos vecinas. Estas vecinas, entre el almuerzo y la cena, se sentaban a la puerta para desmenuzar los sucesos del día. Es muy probable que empezaran a quejarse del calor. Una decía que no podía comer o cenar, otra que tenía la camisa más ensopada que las hierbas que había comido. Pasar de las hierbas a las plantaciones del vecino próximo, y después a las vicisitudes amorosas de dicho vecino y al resto, era la cosa más fácil, natural y posible del mundo. He aquí el origen de la crónica. Que yo, sabedor o en la conjetura de tan alta prosapia, quiera repetir el medio por el cual las dos abuelas alcanzaron la crónica, es realmente cometer una trivialidad; y aun así, lector, sería difícil hablar de esta quincena sin concederle a la canícula el lugar de honra que le compete. Sería, aunque dispensaré ese medio casi tan viejo como el mundo, únicamente para decir que la verdad más incontestable que he encontrado bajo el sol, es que nadie se debe quejar porque cada persona sea siempre más feliz que la otra. No afirmo sin prueba. Hace días fui a un cementerio, a un entierro, por la mañana, en un día ardiente como todos los infiernos y sus respectivas habitaciones. A mi alrededor escuchaba el estribillo general: ¡Qué calor! ¡Qué sol! ¡Es para matar a cualquiera! ¡Es para volverse loco! Íbamos en carros. Nos bajamos a la puerta del cementerio y caminamos un largo trecho. El sol de las once de la mañana nos pegaba de frente, sin quitarnos los sombreros, abrimos las sombrillas para guarecernos de sol y continuamos sudando hasta el lugar donde debía verificarse el entierro. En este lu-

gar nos topamos con seis u ocho hombres ocupados en abrir la tumba; estaban con la cabeza descubierta al levantar y hacer caer el pico y la pala. Nosotros enterramos al muerto, regresamos en los carros a nuestras casas o reparticiones. ¿Y ellos? Allí los encontramos, allí los dejamos, al sol, con la cabeza descubierta, trabajando a pico y pala. ¿Si el sol nos hacía mal, qué no les ocasionaría a aquellos pobres diablos durante todas las horas calientes del día? 1 de noviembre de 1887 coligaciones

Dicen los alemanes que dos mitades de caballo no hacen un caballo. El sentido común obliga al entendimiento de que la mitad de un caballo y la mitad de un camello no hacen ni un caballo ni un camello. Esto, que parecerá axiomático a los lectores, es nada menos que un absurdo a los ojos de los asiduos a una de las parroquias del norte, la parroquia de san Vicente; un absurdo, una paradoja, una monstruosidad. En efecto, los dos partidos de aquella clientela se dividieron e intercambiaron las mitades, de tal manera que organizaron dos mesas, dos actas, dos elecciones. Siendo entonces sumaria la noticia, ignoro el modo por el que las dos mitades de los dos programas fueron pegadas a las mitades ajenas y, más aún, ignoro si tuvieron sentido los periodos truncados. Ha debido ser muy difícil: hace años en una hoja del New York, apareció un caso semejante de dos noticias a un mismo tiempo aparentemente relacionadas. Se trataba de la prédica de un sacerdote y de la embestida de un buey: El reverendo Simpson habló piadosamente de los deberes del cristiano y de las buenas prácticas a las que está sujeto el padre de familia; el auditorio escuchaba conmovido las palabras del reverendo Simpson, el cual, embistiendo de pronto contra todos, barrió la calle, derrumbó mujeres y niños; sembró, pues, el terror en todo el barrio, hasta que fue fuertemente maniatado y reconducido al matadero. La verdad es que una errata puede restituir el genuino sentido de los dos programas, y éstos aparecerán reintegrados en la próxima edición. Si existe el arte para restaurar la primitiva escritura del palimpsesto, también habrá otra para corregir con propiedad los programas; es una cuestión de pegamento. El punto más oscuro de esta situación es la actitud moral de los dos partidos nuevos, el lenguaje recíproco, las constantes recriminaciones. Cada uno de ellos ve en el adversario a la mitad de sí mismo. La nariz de Aquiles campea en la cara de Héctor. Bruto es el mismo hijo de César. En vano busco adivinar el modo en que estos partidos singulares se confrontaron y armaron este pleito, no hay una explicación satisfactoria. Ninguno puede acusar al otro de haberse pasado al adversario, porque ese mal o virtud estaba en ambos; no podía uno dudar de la buena fe, de la lealtad, de la lisura del otro, porque el otro era él mismo, sus hombres, sus medios, sus fines. Nunca vi con más claridad reproducida la situación de Ximena, cuando el amante le mata al padre; el partido que venciera podría aclamarla como la mujer del Cid: La moitié de mon áme a mis l’autre au tombeu. 1 de septiembre de 1878

no puedo decir con certeza en qué año nació la crónica; sin embargo, existe la probabilidad de creer que fue coetánea de las primeras dos vecinas. estas vecinas, entre el almuerzo y la cena, se sentaban a la puerta para desmenuzar los sucesos del día. es muy probable que empezaran a quejarse del calor. una decía que no podía comer o cenar, otra que tenía la camisa más ensopada que las hierbas que había comido. pasar de las hierbas a las plantaciones del vecino próximo, y después a las vicisitudes amorosas de dicho vecino y al resto, era la cosa más fácil, natural y posible del mundo.

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El hospital de la transfiguración Stanislaw Lem El hospital de la transfiguración es la primera novela de Stanislaw Lem, una obra demoledora sobre la ocupación nazi de Polonia, inédita hasta este año en castellano y publicada por el sello español Impedimenta. Lem la acabó en septiembre de 1948 y no fue publicada en Polonia hasta 1955 debido a la censura comunista. Fue considerada «contrarrevolucionaria» por las autoridades polacas, que obligaron a Lem a convertirla en la primera parte de una trilogía cuyas otras dos entregas fueron repudiadas por el autor. En este texto –también inédito en español–, parte del libro Tako rzecze Lem («Así habló Lem») publicado en 2002 por la editorial Wydawnictwo Literackie de Cracovia, el crítico Stanislaw Beres interroga a Lem sobre los avatares de la publicación de El hospital de la transfiguración. El tema de los servicios secretos apareció en relación con la novela El hospital de la transfiguración. La novela no aparecería hasta muchos años después y además como parte de un ciclo narrativo mayor. ¿Cómo sucedió? Cuando la acabé, llevé el manuscrito mecanografiado a la editorial Geberthner i Wolff, que en aquella época estaba situada en la Plaza del Mercado de Cracovia. La novela había despertado un cierto interés, pero en ese momento la editorial estaba siendo cerrada por presiones del gobierno y lo que había quedado de la quiebra estaba siendo trasladado, junto a mi libro, a Varsovia. Y entonces comenzaron para mí unos años bastante desagradables. Cada poca semanas cogía un tren nocturno con el billete más barato posible que me asegurara una plaza y me iba a Varsovia para mantener unas reuniones interminables con los responsables de la editorial Ksziazki i Wiedza («Libros y conocimiento») donde analizaban con lupa mi Hospital de la transfiguración. Una tal señora Wilczkowa me explicaba, fumando un cigarrillo tras otro, que se trataba de un libro ideológicamente erróneo, además de reaccionario. Así que, según ella, era necesario construir algo así como un «contrapeso que equilibrara el conjunto». Y así fue como me fueron sacando a la fuerza las siguientes dos partes de una supuesta «trilogía». Mes a mes el texto crecía y crecía, desmesuradamente, gracias a las numerosas reseñas internas de la editorial que mostraban su «naturaleza decadente y contrarrevolucionaria». Aquello produjo toda una montaña de papel y supuso un montón de tiempo perdido.* Pero cuando uno tiene veintitantos años y un carácter dócil, todo se aguanta. Parte de esa «educación» tenía lugar por vía postal. Los editores me mandaban cartas en las que me explicaban que había que cambiar algo acá, añadir algo más allá, prescindir de esto o de aquello, etc. Me hacían albergar esperanzas constantemente, así es que yo no dejaba de introducir cambios, reescribiendo la novela y cambiando cosas de un modo permanente. Tengo que decir que a pesar de que no es fácil, soy capaz de escribir múltiples variantes de un mismo texto, pero nadie ha logrado nunca sacarme tanto de quicio como aquellos editores y funcionarios. Convencido de que era posible salvar el libro, lo reescribí una y otra vez hasta que extrajeron de mí algo que yo no tenía la menor intención de escribir. Sabe usted, esta es la táctica del salami: se obliga al tipo a que vaya cediendo poco a poco. Si el autor ya ha escrito un segundo tomo, escribirá también un tercero. Si el autor ha estropeado ya algo, se le puede obligar a que lo estropee todo completamente. Está claro que todo esto no sirvió para nada: el libro solamente aparecería tras los cambios operados en el país en octubre de 1956. Pero fíjense en el disparate: incluso recibí un premio por la porquería que supuso añadir un segundo y tercer tomo a mi Hospital. Es decir que a usted no lo amenazaron; únicamente le enseñaron, le aconsejaron y le ayudaron a hacer las cosas. ¿Sintió que ese mecanismo absorbía al autor como si se tratara de una bomba de vacío?

Siento una triste sensación de asco ante esos recuerdos. Además, afortunadamente el tiempo, benévolo, ha borrado ya todo eso de mi memoria. Fueron innumerables los viajes, las conversaciones... Piense que me tiré cuatro años, desde 1950 hasta 1954, trabajando incansablemente en aquel texto, y a pesar de ello, hiciera lo que hiciera el libro seguía siendo malo. Pero yo no era el único al que le ocurría eso. A todos mis compañeros escritores los trataban de la misma manera. Bueno, quizá no exactamente igual, pero lo cierto es que se trataba de algo más o menos generalizado. Así pues, mi libro iba y venía de un escritorio a otro, y fue pasando por las manos de diferentes redactores que se consagraron a «esculpir mi alma». No me apetece recordar uno por uno los apellidos de aquellos especialistas encargados de «esculpirme» ideológicamente; supongo que ellos serían los primeros sorprendidos de saber hasta dónde se puede llegar para anular a un hombre, como hicieron conmigo. Aquello de escribir una y otra vez mi obra fue una pesadilla, literalmente. ¿Conservó usted por casualidad la documentación de ese “lavado de cerebro”? Cuando años más tarde me topé de nuevo con aquellas montañas de manuscritos escritos a máquina emborronados, me deshice de ellos, los quemé. Sería un poco exagerado decir que eran como las actas de un interrogatorio, pero en su «melodía», en su tono, había algo que sí recordaba a ese tipo de actas. Cuando la editorial Czytelnik quiso reeditar esta obra les di mi total aprobación pero únicamente para la edición de la primera parte, de El hospital de la transfiguración, porque los otros tomos me vi forzado a escribirlos. ¿Qué sucedió después? Como aún no había logrado publicar El hospital de la transfiguración, y todavía no había aparecido Los astronautas, fui expulsado de la Asociación de Literatos, aunque luego volvieron a aceptarme. Estábamos en pleno período estalinista así es que había que tener un sello en el documento de identidad en el que figurara dónde estaba uno empleado a fin de no ser considerado un «elemento» sospechoso. Fue precisamente entonces cuando fui expulsado por segunda vez. Ocurrió que Putrament vino a Cracovia para una inspección y lo abordé en un pequeño restaurante para animarle a que me dejara ingresar en el partido. Por desgracia resultó que... Que una vez más le consideraron a usted inmaduro, políticamente hablando. Exactamente, así es. Putrament se sinceró conmigo. Me dijo que si en Polonia las cosas iban tan mal era porque no teníamos una Siberia propia. Porque si la tuviéramos, el partido cogería a todos los «elementos» sospechosos, los deportaría allí y todo sería maravilloso. Como «elemento» y candidato a la deportación, ¿qué dijo usted? (Risas) Nada, líbreme Dios, yo no abrí la boca, únicamente escuchaba. Pero afortunadamente recuperé la candidatura.

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mi libro iba y venía de un escritorio a otro, y fue pasando por las manos de diferentes redactores que se consagraron a

«esculpir mi alma». supongo que ellos serían los primeros sorprendidos de saber hasta dónde se puede llegar para anular a un hombre, como hicieron conmigo. aquello de escribir una y otra vez mi obra fue una pesadilla, literalmente.

* Paradójicamente, el nombre que recibió la trilogía que Lem se vio obligado a escribir en virtud de las presiones a que le sometieron sus editores de Varsovia recibió el sugestivo título de «Trilogía del tiempo no perdido». Los títulos de las dos siguientes novelas (que Lem quiso que nunca se publicaran) son De entre los muertos y El retorno. (Nota del Editor.)

Traducción del polaco de Abel A. Murcia Soriano. Gentileza de editorial Impedimenta.

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autor destacado

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El tercer policía Flann O’Brien Prácticamente desconocido en castellano, este novelista y cronista irlandés fue aplaudido por Beckett, Joyce, Graham Green; Harold Bloom lo incluyó en los cien autores de su canon y Borges elogió su novela At SwimTwo Birds como una de las mejores que había leído. Nacido como Brian O’Nolan en 1911, en una familia de habla irlandesa, tuvo que mantener a sus diez hermanos y trabajó como funcionario de gobierno. Por eso escribió sus demenciales e hilarantes novelas como Flann O’Brien y sus ácidas columnas políticas en el Irish Times como Myles na gCopaleen; usó tantos pseudónimos, incluso para firmar cartas contra sus propias columnas, que su obra completa ha sido imposible de catalogar. Fue un humorista feroz y un moderno generador de metaficciones. Murió, célebre y borracho, en 1966. Este es un adelanto de una de sus novelas más famosas, ahora publicada en castellano por editorial Nórdica junto a las no menos excelentes Crónica de Dalkey y La boca pobre.

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o todo el mundo sabe cómo maté al viejo Philip Mathers, hundiéndole la mandíbula con mi pala; pero antes será mejor que hable de mi amistad con John Divney, porque fue él quien derribó primero al viejo Mathers, asestándole un fuerte golpe con un bombín especial para bicicletas que él mismo había fabricado con una barra de hierro hueca. Divney era un hombre fuerte, aunque algo vago y descuidado. En primer lugar, él fue personalmente responsable de toda la idea. Él fue quien me dijo que llevara conmigo la pala. Él fue quien dio las órdenes pertinentes y también las explicaciones cuando fueron necesarias. Yo nací hace mucho tiempo. Mi padre era un robusto granjero y mi madre regentaba una taberna. Todos vivíamos allí, pero no era un buen negocio y estaba cerrada la mayor parte del día, porque mi padre trabajaba en la granja y mi madre siempre estaba en la cocina, y por alguna razón los clientes sólo llegaban cuando era casi la hora de irse a dormir, y todavía más tarde en Navidades y en otros días parecidos. Nunca vi a mi madre fuera de la cocina en toda mi vida, nunca vi ningún cliente durante el día y aun de noche nunca vi más de dos o tres al mismo tiempo. Claro que entonces yo estaba casi siempre en la cama, y es posible que las cosas ocurrieran de otra manera entre mi madre y los clientes a medida que avanzaba la noche. No recuerdo bien a mi padre, aunque sé que era un hombre fuerte y que no hablaba mucho excepto los sábados, cuando aludía a Parnell con los clientes y decía que Irlanda era un país rarito. Me acuerdo perfectamente de mi madre. Su cara estaba siempre enrojecida y como inflamada de tanto inclinarse sobre el fuego; se pasaba la vida preparando té para pasar el rato y cantando retazos de viejas canciones mientras tanto. A ella la conocía bien, pero mi padre y yo éramos prácticamente desconocidos y no conversábamos demasiado; de hecho, cuando yo estudiaba en la cocina por la noche, a menudo le oía a través de la delgada puerta que daba a la taberna, hablando desde su asiento bajo la lámpara de aceite durante horas y horas con Mick, el perro pastor. Oía sólo el zumbido de su voz, nunca las palabras que decía. Era un hombre que comprendía en profundidad a los perros y los trataba como seres humanos. Mi madre tenía un gato un tanto extraño, siempre estaba fuera de casa, rara vez lo veíamos y ella nunca le prestó demasiada atención. Éramos bastante felices, de un modo un tanto peculiar, cada uno a su aire. Un año llegaron las Navidades, y cuando el año se fue, mi padre y mi madre también se fueron. Mick, el perro pastor, estaba muy cansado y triste desde que mi padre se fuera, y

dejó de cuidar a las ovejas; al año siguiente, también se fue. En aquel tiempo, yo era joven y estúpido y no sabía muy bien por qué me habían abandonado, dónde habían ido y por qué no me habían dado explicaciones de antemano. Mi madre fue la primera en irse, y puedo recordar a un hombre gordo con la cara enrojecida y un traje negro, diciéndole a mi padre que no tenía dudas de dónde estaba mi madre, que estaba tan seguro de eso como de cualquier otra cosa en este valle de lágrimas. Pero no mencionó dónde, y como yo pensaba que todo aquello era algo muy personal y que podría estar de vuelta el miércoles, no pregunté nada. Más adelante, cuando mi padre se fue, pensé que se había ido a buscarla en algún coche pero el miércoles siguiente, cuando ninguno de los dos regresó, me sentí triste y decepcionado. El hombre del traje negro volvió otra vez. Permaneció dos noches en casa y estuvo lavándose las manos continuamente y leyendo libros en el dormitorio. Había dos hombres más, uno pequeño y pálido, y otro negro y alto que llevaba polainas. Tenían los bolsillos llenos de peniques y me daban uno cada vez que les hacía alguna pregunta. Me acuerdo del hombre alto de las polainas diciéndole al otro: –Pobre imbécil desgraciado. En aquel momento no comprendía a quién se refería, y pensaba que estaban hablando del otro hombre del traje negro que siempre estaba usando el lavabo en el dormitorio. Sin embargo, más adelante lo comprendería todo a la perfección. Unos días más tarde me enviaron en un coche a un extraño colegio. Era un internado lleno de gente a la que yo no conocía, algunos jóvenes y otros más mayores. Pronto me enteré de que era un buen colegio, y caro, pero yo no pagué nada a nadie porque no tenía dinero. Esto y muchas otras cosas llegaría a comprenderlas más adelante. Mi estancia en aquella escuela carece de importancia excepto por una cosa: fue allí donde tuvo lugar mi primer acercamiento a De Selby. Un día, cogí por azar un libro viejo y deteriorado del gabinete del profesor de ciencias y me lo metí en el bolsillo para leerlo a la mañana siguiente en la cama, pues acababa de ganarme el privilegio de no levantarme hasta tarde. Tenía entonces dieciséis años y era un siete de marzo. Aún pienso que es el día más importante de mi vida, y puedo recordar esa fecha con más facilidad que mi cumpleaños. El libro era una primera edición de Horas doradas y le faltaban las dos últimas páginas. Cuando tenía diecinueve años y había llegado al final de mi educación, sabía que aquel libro era muy valioso y que apropiarme de él era robarlo. Sin embargo, lo metí en la maleta sin ningún escrúpulo; y volvería a hacer lo

una noche, en uno de los lugares donde estaba ensanchando mi mente, tuve un desgraciado accidente.

Me rompí la pierna izquierda (o si se prefiere, me la rompieron) por seis sitios, y cuando ya me encontraba bien para seguir mi camino, tenía una pierna –la izquierda– de madera. sabía que apenas tenía dinero, que volvía a casa –una granja de terreno rocoso–, y que mi vida no iba a ser fácil.

Gentileza de Nórdica Libros.

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mismo hoy en día. Quizás sea importante tener en cuenta, en la historia que voy a contar, que cometí mi primer pecado por De Selby. Fue por él por quien cometí mi mayor pecado. Desde hacía mucho tiempo sabía cuál era mi situación en el mundo. Todos mis familiares estaban muertos y había un hombre llamado Divney trabajando en la granja y viviendo en ella hasta que yo regresara. No poseía nada en propiedad y una oficina llena de procuradores en una ciudad lejana le mandaba cheques semanalmente. Yo no conocía a esos procuradores, ni a Divney, pero todos ellos estaban trabajando para mí y mi padre había pagado para arreglarlo de este modo antes de morir. Cuando era más joven, me parecía que mi padre había sido muy generoso al hacer todo esto por un muchacho al que prácticamente no conocía. No fui a casa directamente en cuanto acabé la escuela. Pasé algunos meses en otros sitios ensanchando mi mente e investigando cuánto me costaría una edición de la obra completa de De Selby, y si era posible adquirir prestados algunos de los libros menos importantes de sus críticos. Una noche, en uno de los lugares donde estaba ensanchando mi mente, tuve un desgraciado accidente. Me rompí la pierna izquierda (o si se prefiere, me la rompieron) por seis sitios, y cuando ya me encontraba bien para seguir mi camino, tenía una pierna –la izquierda– de madera. Sabía que apenas tenía dinero, que volvía a casa –una granja de terreno rocoso–, y que mi vida no iba a ser fácil. Pero sabía con toda seguridad que aunque tuviera que trabajar en la granja, no iba a ser ésa mi ocupación definitiva. Sabía que si mi nombre iba a ser recordado, sería recordado junto al de De Selby. Puedo recordar con todo detalle la tarde en que entré de nuevo en mi casa con una bolsa de viaje en cada mano. Tenía veinte años; era una tarde de un feliz y amarillo verano y la puerta de la taberna estaba abierta. Detrás del mostrador estaba John Divney, inclinado sobre el sumidero de cerveza con un tenedor en la mano, los brazos cruzados, hojeando un periódico desplegado sobre la barra. Tenía el pelo castaño y era apuesto, aunque de una forma un tanto ruda; el trabajo había ensanchado sus hombros, y sus brazos eran gruesos como troncos pequeños de árbol. Tenía una expresión tranquila y los ojos castaños, mansos y pacientes, como los de una vaca. Cuando se daba cuenta de que alguien había entrado, sin dejar de leer, estiraba la mano izquierda en busca de un trapo y lo pasaba lentamente sobre el mostrador húmedo. Entonces, todavía leyendo, alzaba una mano por encima de la otra como si estuviera estirando un acordeón, y decía: –¿Un tanque? Un tanque era como llamaban los clientes a una pinta de

cerveza Coleraine. Era la cerveza negra más barata del mundo. Anuncié mi nombre y condición y dije que quería cenar. Entonces cerramos el negocio, fuimos a la cocina y estuvimos casi toda la noche comiendo, hablando y bebiendo whisky. El día siguiente era un jueves. John Divney dijo que había acabado su trabajo y que estaría preparado para marcharse a su casa el sábado. Mentía cuando decía que había acabado su trabajo, pues la granja se hallaba en un estado lamentable y la mayoría de las tareas del año no habían comenzado. Pero dijo que el sábado tenía que acabar algunas cosas y que el domingo no trabajaría, por lo cual se encontraría en condiciones de abandonar la casa en perfecto estado el martes por la tarde. El lunes tuvo que cuidar de un cerdo que enfermó y eso le retrasó. Al final de la semana estaba más ocupado que nunca y en el transcurso de los siguientes dos meses no parecía que sus urgentes tareas se redujeran o aligeraran. A mí no me importaba demasiado porque, aunque era perezoso y poco trabajador, su compañía me era grata y nunca pidió que se le pagara. Yo tampoco trabajaba casi nada, ya que pasaba todo el tiempo arreglando papeles y releyendo todavía con más atención las páginas de De Selby. No había transcurrido ni siquiera un año cuando observé que Divney usaba la palabra «nosotros» mientras conversábamos, y aún peor, la palabra «nuestro». Dijo que el terreno no daba todo lo que podía dar y habló de contratar a alguien. Yo no estaba de acuerdo y se lo dije: no había necesidad de contratar a nadie para una granja tan pequeña, y tuve la desgracia de añadir que, además, éramos pobres. Después de esto fue inútil decirle a Divney que yo era el propietario de todo. Empecé a decirme a mí mismo que si bien yo lo poseía todo, él me poseía a mí. Los siguientes cuatro años fueron considerablemente felices para ambos. Teníamos una buena casa y abundante comida de campo, aunque poco dinero. Casi todo mi tiempo lo invertía en el estudio. Había comprado con mis ahorros la obra completa de los dos principales críticos de De Selby, Hatchjaw y Bassett, y también un fotostato del Códice de De Selby. Me embarqué tenazmente en el aprendizaje del francés y el alemán con la intención de leer a los críticos en su propio idioma. Divney trabajaba, a su manera, en la granja y por la noche servía bebidas en la taberna y hablaba en voz muy alta. Una vez le pregunté sobre la taberna y me dijo que perdía dinero cada día. No lo podía entender, porque a través de la delgada puerta se oían las voces de muchos clientes, y Divney se compraba trajes continuamente y también bonitos alfileres de corbata. Yo no decía nada, contento de que nadie me molestara, pues sabía que mi obra era más importante que mi persona.

Margarita Dittborn | Still Life III

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La nieve Johanna Schopenhauer La madre del filósofo Arthur Schopenhauer, Johanna, fue bien conocida en su época como escritora de una biografía, cuatro novelas, cincuenta relatos, además de reseñas y artículos sobre diferentes temas. La nieve, por primera vez traducido al español, narra la historia de su famoso salón en Weimar, al que acudía, entre otros intelectuales de la época, su amigo Goethe.

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s posible que nunca existiera una pareja tan distinta en su apariencia como el conde Von Strahlenfels y su esposa Cölestine. Severa gravedad y melancolía rayana en el mal humor expresaban los rasgos del primero, que aunque proporcionados parecían sombríos. Era perceptible que un gran dolor sufrido en años anteriores debía de haberle destrozado para el resto de su vida: todo su ser portaba las marcas inconfundibles de un antiguo sufrimiento, y quien se acercaba a él por primera vez se sentía embargado de ese respeto cercano al temor que siempre nos inspira aquél que, castigado severamente por la desgracia, va por el mundo en silencio sin demandar ni su piedad ni su ayuda. El conde apenas si sobrepasaba los cuarenta años de edad, pero sus cabellos prematuramente plateados le conferían la apariencia de alguien al borde de la vejez; sólo cuando, animados por la viveza de alguna conversación, sus oscuros ojos refulgían fogosos, su figura delgada y encorvada se erguía derecha y una leve sonrisa asomaba en ocasiones a sus labios finamente dibujados, sólo entonces podía reconocerse en él al hombre adulto en plena posesión de sus fuerzas, y uno se sentía irresistiblemente atraído hacia su persona a pesar de su evidente aspereza. La condesa Cölestine, la gracia y amabilidad mismas, encarnaba justo lo contrario. Aunque empezaba a acercarse ya al verano de la vida de la mujer, su frescura juvenil y su encanto sin afectación lograban que pareciera como recién entrada en la primavera. Era al menos diez o doce años más joven que su esposo, envejecido de manera prematura; aun así, quien no los conociera, al verla a ella al lado de aquél, bien podría creer que aquella pareja desigual eran padre e hija, tan enorme parecía ser la distancia entre ambos. La espléndida posición en la que la fortuna situó a la bella mujer no sólo puso en sus manos el bastón de mando de la moda; también los extraordinarios dones del cuerpo y del espíritu con los que la naturaleza la había dotado con profusión le ganaban el aprecio de todos los corazones. Cada uno de sus pasos era seguido con sincera admiración. Cölestine sabía que gustaba, y eso la llenaba de plácida alegría; pero la franca naturalidad de su ser y su amabilidad sin pretensiones tranquilizaban los ánimos de cuantos acaso hubieran podido envidiarla, y, a la vez, conseguía despertar en ellos el perdón por su encanto. Profesaba una profunda fidelidad y un sincero amor a su marido, sin alardear de estos sentimientos que a ella le parecían de lo más natural, aunque tampoco los ocultara. Este comportamiento le granjeaba el respeto de los mejores tanto en la corte como en la ciudad, de modo que, en una situación a todas luces peligrosa, tal como parecía ser la suya, la bella mujer hubiera conseguido proseguir su sereno camino por la vida con absoluta despreocupación y seguridad, sin que ante el mundo ni la más pequeña mácula hubiera podido empañar su honor. Que de cuando en cuando a la condesa Cölestine le gustase rondar por los círculos más luminosos del gran mundo, de los que ella era el más bello adorno, no necesita ninguna mención especial; también su marido se hallaba lejos de pensar en la posibilidad de apartarla a ella y apartarse él mismo por entero de la vida social. Su posición en la corte, a la que había llegado hacía unos meses como embajador de una gran potencia extranjera, no lo permitía; pero, no obstante, él estaba cansado de corazón de aquel inútil ajetreo cotidiano del que desde hacía tantos años se había visto obligado a participar

hasta el hastío. El importante cargo del que ahora se hallaba revestido le ofrecía, sobre todo, una ventajosa selección de sus relaciones más cercanas; de modo que, a su llegada a la corte, consiguió sin mucho esfuerzo que su joven esposa aceptase asistir a actos sociales fuera de su casa únicamente cuando su rango lo hiciera indispensable. La condesa pasaba el resto de las veladas en su salón, en el que, por lo general, se reunía en torno a ella un círculo de hombres y mujeres ingeniosos y amables, invitados a perpetuidad por el conde desde un principio. El propio conde Strahlenfels aparecía en el salón unas veces más temprano, y otras más tarde, según se lo permitieran sus ocupaciones, sin que casi nunca se diera el caso de que faltase del todo. A menudo participaba apasionadamente de la conversación general, pero en otras ocasiones permanecía sentado en silencio, cariacontecido y ensimismado. Cölestine, en cambio, constituía siempre el alma de aquella cordial asociación en la que, sin distinción de rango, posición social o cuna, cada cual valía sólo por lo que era. El número de sus invitados rara vez era significativo: algunos que al principio pertenecieron al grupo fueron marchándose poco a poco por su cuenta, porque sintieron que no encajaban allí; otros se presentaban de cuando en cuando, probablemente sólo por cortesía, pero una pequeña parte de aquella sociedad no solía perderse ni una de las veladas consagradas a ella.

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Gentileza de Editorial Periférica.

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Batman en Chile Enrique Lihn Esta novela de Enrique Lihn, que tiene como subtítulos o títulos alternativos “El ocaso de un ídolo o Solo contra el desierto rojo”, fue publicada en Buenos Aires por Ediciones de la Flor en junio de 1973 y fue inencontrable en Chile hasta ahora, en que aparece en librerías gracias a editorial Bordura, con edición de Milagros Abalo y prólogo de Roberto Merino. Escrita en 1971 para un concurso literario, es una excelente muestra del humor de Lihn y del espíritu del Chile la época. Recordamos con ella los veinte años de la muerte del gran poeta.

Gentileza de Ediciones Bordura.

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o bien habían terminado de retirarse los conjurados, con un ruido mínimo de sables, precedidos por el dueño de casa el cual trataba de inculcarles la necesidad del incógnito, haciéndolos salir por un laberinto de emergencia, Juana Sommers señaló a Batman otra salida igualmente secreta. Llevaba bajo el brazo la carpeta con las notas tomadas por ella durante la reunión; y ahora, dijo, debía memorizarlas e incinerarlas; pero, otra vez, por su modo de caminar, tampoco parecía dispuesta a contribuir para que una acción violenta se apoderara de la trama. El hombre murciélago anhelaba un enfrentamiento con los pillos, sólo que una especie de escepticismo sutil empezaba a hacer presa de él con respecto a la posibilidad real de ese enfrentamiento. ¿Quiénes eran aquí los verdaderos representantes de la Ley y el Orden? ¿Dónde estaba el Enemigo? Chile acababa de fijar, de una manera peligrosamente justa —en el decir de Willie Morgan— su posición ante la OEA. Con una justicia peligrosa; noción jurídica harto extraña que daba por supuesto una contradicción latente entre esos términos o que había que imputar a un cinismo gangsteril por parte del Gran Demócrata. Entretanto, algunos periodistas que parecían haberse excedido en la defensa del Gobierno constituido, eran detenidos por la policía, acusados de delito contra el orden público, y los defensores de un Estado de Derecho abrían subrepticiamente las puertas de las cárceles, en nombre de la Patria y de la Libertad, para contribuir dignamente a la confusión general. La revolución y la contrarrevolución eran constitucionales; y la balanza de la justicia, el balancín en que pujaban por un lado los demócratas y por el otro los bolcheviques, gordos contra gordos. El respeto visceral de Batman por la legalidad, lo hacía sentirse incapaz de intervenir en una competencia cuyos contrincantes parecían asistidos por la misma razón. A diferencia de lo que ocurría en Ciudad Gótica, aquí no había nadie fuera de la Ley; nadie a quien el hombre murciélago pudiera ponerle impunemente la mano encima, sin correr el peligro de ser condenado él mismo por infracción a la Ley de Seguridad Interior del Estado. La lección histórica de su gran país, tan bellamente simplificadora, no había sido recogida aquí por estos aborígenes de mentalidad oscurantista; y el Partido Comunista, después de crecer inconteniblemente en la legalidad, estaba en la cima de la pequeña sociedad en vías de desarrollo, confundiendo todos los principios morales en que ella habría debido sustentarse; el piso de la misma era de arena movediza. Nada sólido en que apoyar los pies para lanzarse en un vuelo fulminante contra algunos pillos plenamente identificados por la policía. Todo indicaba que esta generosa visita suya a un país democrático amenazado seriamente de perder su libertad, había tenido lugar demasiado pronto o demasiado tarde, pero, en cualquier caso, a destiempo. Por primera vez en su vida se sentía inoportuno. Él, que, puntual como un cronómetro, acostumbraba a coronar sobriamente sus propias acciones con la siguiente expresión: “¡En momentos de grandes apuros, ahí está Batman!”. Era de suponer que se encontraban ahora en las habitaciones privadas de Juana Sommers; pues ella parecía disponerse, sin más, a prolongar esta reunión informal adoptando ciertas medidas al respecto. Con un gran dominio de la situación, se aprontaba ella a invocar esa belleza que en los Estados Unidos de Norteamérica se confunde con el Tiempo Libre. Sorpresivamente descalza, Juana había puesto en marcha con los dedos de los pies, un mecanismo invisible de la más alta fidelidad. Las amplias paredes onduladas irradiaban, contra lo que hubiera podido esperarse de un lugar tan apropiado para la música concreta –y los gustos artísticos de Batman eran igualmente reminiscentes– el repertorio de los años cincuenta. Una muralla entera, más transparente que el vidrio, se descorrió por sí sola.

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El espacio interior y el exterior se abrazaron estrechamente como una pareja danzante en la Puerta del Beso, en el momento mismo en que esta alusión a Brancussi era superada, al encenderse, cerca del lecho circular de la ninfa granjera, que parecía cubierto de espuma –una auténtica escultura del Centro de Estudios Visuales Avanzados del Instituto Tecnológico de Massachussets, de luz estroboscópica. El hombre murciélago comprendió –con una especie muy particular de horror, dados sus hábitos preferentemente guerreros– las intenciones de Juana, pero el estado inédito en que se encontraba, casi de melancolía, lo predisponía a tomar las cosas con calma. Así, mientras detrás de una pantalla transparente, ella preparaba un cóctel de su especialidad, Batman se acomodó en una actitud algo fetal, envolviéndose en sus alas como en una manta, en un sillón suspendido del tamaño y la forma de un huevo del ave Roc, imprimiéndole a éste, con la punta de un pie, el balanceo de la cuna de un pionero, meciéndose, fuera del tiempo, en el lugar apropiado. Un inmenso fragmento de la cordillera de los Andes se presentaba ante su vista –réplica de los montes Rocallosos– y la luz de la luna menguante azulaba este paisaje congelado del Tercer Mundo, con sus célebres nieves eternas, espolvoreadas allá arriba para refrigerar un clima ideal, frío y seco en pleno verano. La nieve enmascaraba a ese gigante de piedra del color del murciélago. Batman se sentía ligado al paisaje, tanto por razones metafóricas cuanto por el común denominador de una especie de lejanía. Sospechaba ya que en este último rincón del mundo, su brillante trayectoria iba a sufrir un serio revés, por alguna razón difícil de precisar para un superhombre de acción como él, en realidad poco entrenado en las sutilezas de la retórica. Era como un extrañamiento el que sentía con respecto de sí mismo y la tentación de aprovechar esta distancia para reflexionar muellemente sobre el significado de su agitada existencia, en el lecho al que lo llamaba su bella compatriota envuelta en los compases de Blue Moca y, al parecer, completamente desnuda. Esto significaba para él dejarse arrastrar por la fantasía, algo a lo que en sí mismo no estaba habituado, independientemente de lo que pensaran sus admiradoras. ¿Era la encarnación de dicha fantasía la que iba a desviar a Batman de su órbita? El héroe, avanzando hacia ella con paso firme aunque íntimamente vacilante, por lo demás lleno de elasticidad, cifraba una cierta esperanza –contra sus aprensiones de guerrero– en la actitud en que ella lo esperaba: algo varonil, rígidamente sentada sobre sus talones; como si en lugar de seducirlo practicara un ejercicio yoga de respiración artificial. La respiración del encapuchado de orejas móviles –normalmente un superaliento controlado– se había alterado, en cambio. Temía, no obstante, que la atracción que ejercía sobre él su nueva amiga fuese de naturaleza intelectual, más una dosis de sentimentalismo insólito en él, productos ambos quizás de una común nostalgia de la Gran Sociedad Libre, compartida en el último rincón del mundo, sobreexcitada por un fondo musical ad hoc. Lo que deseaba conscientemente era hacerle algunas preguntas y recibir de ella –más que un informe secreto sobre la real y verdadera estrategia de la Casa Blanca contra este país que caminaba, de modo tan desconcertante, hacia el socialismo– una luz en cierto modo mágica que, como la del anillo de piedra verde, disipara las dudas que lo asaltaban insidiosamente después de su entrevista en el sótano con los libertadores de la Patria, discrepantes entre ellos, y que, para su desconcierto, sólo le recordaban una parvada de pillos. La muchacha estaba, en efecto, desnuda; pero el pestañeo de la luz estroboscópica la vestía alternativa y simultáneamente de fluidos tatuajes verdes, azules, morados, rojos y amarillos. Juana lo obligó a tenderse a su lado, acomodándole un almohadón de espuma bajo la nuca y ofreciéndole una extraña mistela de sabor desconocido. –Y bien, mi querido superhéroe. ¿Se encuentra usted a gusto entre nosotros?


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los diez libros

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Los diez libros de Morris Berman Margarita Dittborn | Escena de Caballería

Morris Berman es historiador y crítico de la cultura, autor de una célebre trilogía sobre la conciencia humana. En años recientes se ha enfocado en el estudio del declive cultural, social, político y económico de su país, Estados Unidos, trabajo que ha decantado en sus libros El crepúsculo de la cultura americana y Edad oscura americana, ambos editados por Sexto Piso. Actualmente reside en Guanajuato y es profesor visitante en Ciudad de México.

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legir diez de mis libros favoritos fue muy fácil; elegir los diez que prefiero de entre mi lista de cincuenta o sesenta fue muy difícil. No estoy seguro de haberlo logrado, incluso añadiendo dos títulos adicionales. Al momento de hacer esto, también me di cuenta de que había ciertos libros que me habían cambiado la vida, en el sentido de modificar la forma en la que hasta ese momento veía el mundo (por ejemplo, Saving the Appearances [Salvar las apariencias] de Owen Barfield), pero no necesariamente estaban entre mis favoritos, en cuanto a que fueran «deliciosos». Los diez libros que enlisto califican como deliciosos, al menos para mí: los devoré en un solo día, dos a lo mucho. También los leí todos más de una vez. + 1. Los griegos y lo irracional, E.R. Dodds (Alianza). Obra clásica que desafía con vigor la idea de que los griegos eran muy racionales. Dodds demuestra que Platón estuvo muy influenciado por el chamanismo de Tracia (lo que hoy llamamos Macedonia).

9. Cuatro cuartetos, T.S. Eliot (Cátedra). La integración de Eliot de la cristiandad y el misticismo oriental casi logra que la muerte suene atractiva. +

+ 2. As a Driven Leaf [Como una hoja al viento], Milton Steinberg. Biografía ficticia de Elisha ben Abuyah, un judío apóstata del siglo I d.C., que se enamoró del racionalismo griego, tan sólo para descubrir, hacia el final de su vida, que la razón, incluida la geometría, en última instancia se basa en la fe. +

10. Ventanas altas, Philip Larkin (Lumen). Brillante recopilación de poemas de quien a menudo es considerado el mayor poeta inglés de la segunda mitad del siglo xx. + 11. Está bien, uno más: La Odisea, de Homero [traducción al inglés de Richard Lattimore]. Después de tantos años, aún me deja perplejo. +

3. The Illusionist [El ilusionista], Anita Mason. Biografía ficticia de Simon Magus, una figura y mago gnóstico que vivió alrededor de la época de Cristo. +

12. Creo que tendrán que ser doce, ¿qué puedo hacer? El cuarteto de Alejandría, Lawrence Durrell (Edhasa). Una fabulosa descripción de la sensación de vivir la vida a través de los sentidos.

4. El nombre de la rosa, Umberto Eco (Debolsillo). Calificada como «Euro-thriller» cuando apareció, esta novela es en realidad una brillante exposición de teología y semiótica medievales. + 5. An Instance of the Fingerpost, Iain Pears [La cuarta verdad, en traducción de Salamandra, España]. Un vívido retrato de la vida intellectual en el Oxford de la Restauración. El título es una frase de Francis Bacon sobre cómo distinguir entre hipótesis rivales en la ciencia. + 6. La Revolución Industrial en el siglo dieciocho, Paul Mantoux (Aguilar). A partir de este libro me quedó claro por primera vez que la historia es en esencia un proceso y no una serie de accidentes.

la integración de

Eliot de la

cristiandad y el misticismo oriental en

Cuatro Cuartetos casi logra que la muerte suene atractiva.

+ 7. Ludwig Wittgenstein, Ray Monk (Anagrama). La mejor biografía hasta el momento de quien fue, junto con Sartre y Heidegger, uno de los grandes filósofos del siglo XX.

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+ 8. El americano tranquilo, Graham Greene (Edhasa). El retrato de escalofriante presciencia de Greene sobre la debacle que fue el involucramiento americano en Vietnam, y las razones de aquel fracaso.

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entrevista

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Élmer Mendoza Por Diego Rabasa Autor de novelas negras que mezclan el policial clásico con el color local mexicano, Mendoza ganó el 2007 el premio Tusquets de novela con Quién quiere vivir para siempre. La obra transcurre en Culiacán, donde vive el autor, capital del estado de Sinaloa, uno de los más dominados por el narcotráfico. Este año editó la secuela de esa novela, Balas de plata, también protagonizada por el culto, sibarita e infalible detective Edgar Mendieta. Sus otras novelas son Cóbraselo caro (2005), Efecto Tequila (2004) y El amante de Janis Joplin (2001), todas publicadas por Tusquets.

¿Cómo es el proceso de escritura de tus novelas? Con cada una de mis novelas ha sido diferente. Opero más o menos como decía Cortázar, a veces tú eliges el tema y a veces el tema te elige a ti. Más o menos va parejo entre estas dos opciones. Después de eso hago un esquema. Casi siempre parto de una anécdota básica y la desarrollo en un esquema. Esto me permite pensar por primera vez en la historia que quiero contar sin escribir nada. Pueden aparecer por primera vez las historias secundarias o algunas de las situaciones específicas que me pueden servir para que la novela tenga mayor interés anecdótico. Una vez que tengo esto me pongo a escribir desaforadamente. ¿Interactúas mucho con tus editores o con otras personas en el proceso? Sí. Los editores siempre saben cosas que los autores no sabemos. Y no sólo con el lenguaje sino también con situaciones o planteamientos dramáticos. Por ejemplo cuando escribí El amante de Janis Joplin. Al final de la escritura es cuando se me viene a la cabeza esto de la parte reencarnable. Esta voz que escucha David y meto la primera presencia de esto y la voy trabajando y de repente me leo una novela de Bernardo Atxaga que se llama Hombre solo y el personaje tiene dos voces. Caí en una angustia tremenda. Llamo a mi editor nomás supe que estaba en la oficina, le cuento y él tranquilamente me respondió «Élmer, no te preocupes, el tuyo va a quedar mejor». Si tú reflexionas en esa frase encuentras dos cosas: que le puedes consultar lo que sea a tu editor y lo segundo es que nunca debes de tener miedo. Con Balas de plata lo que me costó más trabajo fue dimensionar como yo quería al detective, el Zurdo Mendieta. Primero pensé en un detective osado pero después poco a poco voy derivando a un hombre que trabaja de detective. Y a la hora de afinar esa idea, de convertirla, de transcribirla, ésta se convierte en la biografía del personaje. ¿Te molesta que asocien tu escritura con el tema del narcotráfico? Ni me molesta ni no. Para mí es un tema que es natural, está en el ambiente. Es un tema con el que crecí, que ilusiona a los niños, alimenta a los policías y preocupa a los viejos. Estoy inmerso en ello. El tratamiento como escritor es diferente al que le doy como ciudadano. Como escritor me interesan los registros que se puedan generar, como una especie de mitología; como ciudadano sí es un problema que me preocupa. Tanto en este libro como en el que citas, El amante de Janis Joplin, hay muchas evocaciones de olores, muchas referencias musicales. ¿Qué papel juega la estimulación de otros sentidos en tus novelas? Son los elementos que moldean al personaje principal y lo convierten en entrañable. Es también para propiciar un mecanismo para que el lector se apropie de la historia, del libro y de la novela. Te voy a decir por qué, tengo testimonios de lectores que me dicen que se cansan leyendo y entonces ponen la música que se propone en los libros, testimonios de lectores que están leyendo que los personajes están comiendo y les da hambre. Fíjate cómo esto es parte del mecanismo de acercamiento. Podemos propiciar una unión íntima entre la historia y ellos. ¿Crees que en la novela policiaca el lector está más en la mente del escritor que en otros géneros?

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Creo que sí. Te voy a decir por qué. Porque hay un cierto grado de perversión tanto en los escritores como en los lectores. Porque deseamos el punto del encuentro y claro, el vehículo es el libro. Y uno puede decir expresiones como ésta «Vamos a ver si me adivinas para donde voy”, y el lector puede decir «Ah sí, ¿vas para allá? Pues fíjate que no me vas a engañar». Entonces, ese momento catártico es en el que es posible que estemos pensando lo mismo. En los desenlaces de tus libros hay siempre algo de traición, de inesperado. ¿Es una herramienta para confundir a los lectores o una especie de alegoría de los desenlaces que la vida presenta en la realidad? No hay más que el enfrentamiento con el lector. Pienso en ese juego de cartomancia, de que me dedico a ocultar cosas, pensamientos, personas y reto al lector a que me siga. En esto de que te gusta que te sigan, ¿tus personajes se van creando sobre la marcha o los tienes ya delineados en tu cabeza? Muchas veces de la idea inicial queda nada o muy poco. Es decir, los personajes y las historias se van creando y transformando sobre la marcha. Yo tengo la idea de que entre más se relacionen los procesos de la historia con el escritor las posibilidades de tener algo más acabado son mayores. Entonces por eso te decía que el primer contacto es pensar la historia. Pero después es un asunto de escritura. Escribir las líneas anecdóticas que te interesan sin otra pretensión más que ésa. Después viene todo el proceso de crecimiento, donde está la verdadera creación de una pieza literaria. Muchísimas personas tienen una serie de anécdotas interesantísimas, pero muy pocos pueden darle la dimensión estética, que es la segunda parte y que es lo que hace una pieza literaria. Cicerón decía que quien se dedica a escribir no tiene tiempo para nada más, pero yo veo en tu literatura una gran carga respecto a tus vivencias. ¿Qué tan importante crees que es esto para un escritor? ¿Es más importante que la erudición, por ejemplo? Lo que pasa es que a Cicerón lo estaba persiguiendo Catilina y se tenía que refugiar en eso (risas). No, yo creo que los escritores se dividen en grupos. Hay grupos que no requieren de la realidad, que son gente que lee y que con eso le basta, la biblioteca e imaginar como el caso de Borges. Y habemos escritores a los que nos gusta la vida. Que nos gusta ver a la gente disfrutando, sufriendo, divirtiéndose. Ése es mi caso. Me gusta verlos gritar, verlos caer de ebrios, decir estupideces, decir genialidades. Me gusta verlos. Tú eres un gran lector de clásicos, pero en tus novelas haces muchas referencias a escritores más contemporáneos, como Eduardo Antonio Parra o Fernando del Paso. Porque soy promotor de la lectura. Y creo en la necesidad de que los escritores contemporáneos sean leídos. Pero no en exclusiva. Hay que mezclar. Ojalá que estas presencias inquieten a las personas que lean Balas de plata y se acerquen a ellos. Y el homenaje a Rulfo que no podía faltar. Sí, ése es de cajón.


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reseña

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Efecto random Alvaro Bisama

1)

¿Cuál es el destino de la novela latinoamericana? Me lo pregunto a veces. La respuesta que aparece es incierta. El oráculo no funciona: la borra de bolsas de té Lipton machacado dentro del fondo de la taza. Imágenes difusas, confusas, sin sentido. 2) Sótanos. Navidad y Matanza de Carlos Labbé está escrita desde un sótano. O insinúa esa idea. Narrativa que se modifica a cada paso. Laboratorio. El plot como mutación. 3) No sé por qué pienso en Lost cuando leo Navidad y Matanza. Quizás tiene que ver con la sensación de que tras toda superficie narrativa, hay en el fondo un sótano oscuro donde se puede percibir la arquitectura, el secreto de todo relato. En el libro de Labbé ese sótano aparece siempre: científicos que en realidad son narradores sin nombre, sin identidad, inundados por su propia desolación, desmontan la historia al modo de una amenaza invisible o un virus. 4) La idea de la familia. Este libro habla de una familia sumida en la catástrofe. Una colección de monstruos y freaks: asesinos, pederastas, gente desvanecida en el aire, científicos aterrados por sus creaciones, personalidades quebradas, choferes de autos raros. Hay un crimen, por cierto, pero también algo más; la destrucción de la certeza de lo real, de su imposibilidad como sustento de la novela. De cualquier sentido convertido en volutas. Eso me interesa como lector o narrador, la pregunta de hasta qué punto la ficción se puede doblar para convertirse en una parodia sin fondo, como si ese desfiguramiento (me acuerdo de la narradora de Monstruos invisibles de Chuck Palahniuk que era una supermodelo cuya mandíbula había sido devorada por pájaros) es el lugar que debe ocupar la vanguardia: el sarcasmo sobre las imposibilidades de contar un cuento. 5) En Navidad y Matanza está lo que más me gustó de Libro de plumas: aquella sección donde la trama se fundía con el sonido descompuesto de Olivier Messiaen que apuntalaba una y otra vez los signos del fin del mundo. Había algo con la prosa ahí: la sensación de que la novela adquiría ese ritmo sincopado que antecede una revelación. En Navidad y Matanza quizás está lo mismo pero administrado con cuentagotas. La trama se quiebra antes de revelar nada. 6) Navidad y Matanza se relaciona –más de lo que quisiera, supongo– con las señales extraterrestres de la obra de Adolfo Couve: la devastación minimal del paisaje de la provincia. La acumulación de los códigos literarios como signos del deterioro y la podredumbre. La sensación de la perversidad como algo alojado tras las páginas al modo de una amenaza que acecha al lector. 7) Quizás las claves estructurales de Navidad y Matanza haya que buscarlas en Malta con huevo, la cinta de Cristóbal Valderrama donde Labbé participó del guión. Me gustó su primera mitad porque la premisa era tan desquiciada como divertida: un tipo salta en el tiempo tomando malta con

huevo. 8) Leí gran parte de Navidad y Matanza en el metro. Cambiaba de capítulos del mismo modo en que cambiaba de estaciones bajo la tierra. Esa velocidad. Llevaba casi siempre el ipod puesto en modo random que saltaba al azar de Dean Martin a los Vampire Weekend. 9) La idea de la novela juego es atractiva pero engañosa: en cierto modo oscurece lo que me parece central en el libro de Labbé, que es la investigación de los espacios cerrados de la familia chilena, su monstruosidad natural. Eso estaba en Libro de plumas, donde se trabajaba el juego de los espejos invertidos, las asimetrías de los ciudadanos con respecto a la historia. En esta novela las opciones se han multiplicado pero el tema sigue siendo el mismo: la revisión de los códigos de ese espacio asfixiado pero trabajándolo desde su propia saturación, desde la asfixia de la forma como una especie de telegramas de sentidos, un cadáver exquisito que se muerde la cola, pero que, desde los intersticios, avista sus propias profundidades. 10) Labbé me confiesa que nunca ha estado en Matanza. Yo tampoco. Ambos hemos estado en Pichilemu. ¿Tiene sentido eso?

Alvaro Bisama (Santiago, 1975) Ha escrito y escribe muchas críticas y crónicas –reunidas en los libros Zona cero (2003, Gobierno Regional de Valparaíso), Postales urbanas (2006, El Mercurio-Aguilar) y Cien (de pronta aparición en Ediciones B)–, blogs y columnas de prensa –el Comelibros–; las novelas Caja negra (Bruguera) y Música marciana, que publicará próximamente Emecé. También es profesor de periodismo y literatura.

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Navidad y Matanza se relaciona –más de lo que quisiera, supongo– con las señales extraterrestres de la obra de Adolfo Couve: la devastación minimal del paisaje de la provincia. la acumulación de los códigos literarios como signos del deterioro y la podredumbre.

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El señor Tavares en el barrio de los portugueses

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Emiliano Monge La literatura portuguesa, como el país mismo, se sienta cómoda en la cola de Europa. Es un rincón geográfico, inaccesible y hermético, que se cuida de las influencias extranjeras y que parece bastarse: cada tanto se renueva con apenas otro eco que el de sus propias vanguardias. Las hijas lusitanas de Calíope guardan con celo las tierras que dominan. No susurran al oído de los otros, a menos que esos otros se encuentren en la orilla: aceptan a los emigrados, acogiéndolos con la misma fuerza con la que rechazan a los traidores, condenados por escribir no con palabras extranjeras sino con palabras de extranjero. Para muchos portugueses había, por lo menos, siete u ocho escritores en lengua portuguesa que merecían ganar el Premio Nóbel antes que José Saramago, Virgilio Ferreira y Antonio Lobo Antunes son sólo dos ejemplos.

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o es común que un país imprima un sello como éste a su arte, una impronta que no rechaza las letras extranjeras pero que sí rechaza el halo de sus influencias, más cuando éstas se presumen implacables –acaso Brasil, heredero de un sinnúmero de tradiciones lusas, territorio geográfico también rodeado por idiomas forasteros, pareciera repetir esta historia en el continente americano. Es el juicio inevitable de una lengua con un gran número de palabras intraducibles, que no son otra cosa que sensaciones, sentimientos y percepciones también intraducibles. El juicio de la soledad como búsqueda y sentido. Este carácter singular, que explica fenómenos tales como el amor desbordado por los heterónimos y los rostros específicos que se han impreso sobre movimientos que en el resto del mundo trastocaron las fronteras por “unificación” –romanticismo, surrealismo, modernismo–, ha hecho que el corazón de la literatura en lengua portuguesa no sea otro que la contracultura. En los márgenes, la segunda no es consecuencia sino abrevadero. La violencia con la que irrumpen las vanguardias en la literatura en lengua portuguesa ha hecho de ésta un universo en constante expansión. Aunque se busque –y aunque algunos crean encontrarlo–, no hay aquí un orden ni un sentido cronológico. Se trata de una expansión arbitraria y desordenada. Un universo en el sentido estricto de lo irrestricto. Escritores como Luis de Camôes, Bocage Almeida Garret, Eça de Queiros, Camilo Castelo Branco, Fernando Pessoa, Mario de Sá Carneiro, Cesario Verde, Antonio Lobo Antunes, Virgilio Ferreira, Lídia Jorge o Miguel Torga han renovado las letras portuguesas con estilos particulares y absolutos: dirigiéndose en soledad, cada uno ha llegado hasta su propio horizonte. Se trata de un desorden no sólo aparente. Es en este contexto que aparece Gonçalo M. Tavares, el más joven de los buenos escritores en lengua portuguesa, llamado a ocupar, no dentro de mucho, un lugar en la constelación descrita. Un emigrado que llegó de las orillas para marcar con una fuerza estilística tan brutal como sutil el panorama literario luso, decidido, además, a dinamitar la tradición cismática. Un escritor que comprende el sentido de la soledad y lo traduce: la vida sucede entre la violencia y la carcajada. Y es a éstas a las que consagra sus dos series narrativas: Barrio y Los libros negros, compuestas por obras que no sólo sacuden lo escrito hasta ahora sino que inauguran un nuevo abrevadero, del que emanan corrientes nunca antes invitadas a la literatura portuguesa. Además de ser un escritor de enorme voracidad intelectual y un defensor de la literatura de las ideas como medio de las sensaciones, es un maestro del camuflaje. Gonçalo M. Tavares (Angola, 1970), de quien se pueden conseguir en Chile apenas cuatro libros, publicados durante

los últimos años por Mondadori, ha creado dos universos paralelos en medio de los cuales sucede la existencia. En Barrio –compuesto por El señor Valéry, El señor Henri, El señor Brecht, El señor Calvino, El señor Kraus, El señor Walser y El señor Juarroz, y donde habitarán también los señores Borges, Pessoa, Pirandello, Beckett, Orwell, Rimbaud, Balzac, Carroll, Melville, Gogol, Eliot, Wells, Voltaire, Lorca, Warhol, Duchamp, Le Corbusier, Lloyd Wright y la señora Pina Baush– edifica un espacio en el que habitan diversos artistas convertidos en personajes y donde la sutileza prosística es el armazón de una imaginación heteronómica, capaz de mezclar con gran acierto el texto con la ilustración, reducida al trazo primigenio. No se trata de biografías sino de historias fantásticas donde los personajes, antes de ser los que fueron, son la encarnación viviente de sus obsesiones. El señor Henri (Michaux) no puede pensar sin un vaso de absenta y sin abandonar los juegos lingüísticos, mientras que el señor Valéry no logra separar sus razonamientos de la lógica ni de las posibilidades que presenta la idea de “lo otro”. Los libros que componen el barrio de los artistas son un verdadero homenaje a los heterónimos de Pessoa, según ha dicho el escritor español Enrique Vila-Matas. Y es que la asimilación final de éstos autores sólo podía suceder de esta manera, Tavares anula el miedo a la influencia convirtiendo a los autores en personajes, escondiendo en el cuerpo, en los pensamientos más perturbadores y reiterativos de los ahora protagonistas, la esencia de su arte. De golpe, la tropa de señores, hasta ahora autores extranjeros, se vuelve ejército de heterónimos. Un ejército que, en los límites de la soledad, combate el absurdo existencial hasta alcanzar la carcajada. Un ejército de artistas que componen un barrio borgeano dónde la literatura redime desde el bien a la violencia, el otro gran tema en la obra de Tavares, a la que se enfrenta, desde la encarnación del mal, en su serie negra, colección compuesta por libros que indagan en las distintas formas que éste puede adoptar. Dice Bruno H. Piché: “No le falta razón a Mercedes Monmany cuando contrasta y califica esta trilogía, cuyos temas de fondo podrían ser la angustia y el mal, como el ciclo inverso a la creación del entrañable Barrio: la otra cara de la alegría de imaginar y erigir felices monumentos”. Compuesto por los libros Un hombre: Klaus Klump, La máquina de Joseph Walser y Jerusalem, en este universo Tavares deja la literatura antirealista para convertirse en un realista fragmentario. Se trata de textos duros, marcados por el horror, el abandono y una escritura casi minimalista, donde las sentencias de las cosas nimias son arrolladoras: “La música es una señal de la humillación. Si quien ha llegado impone su música es porque el mundo ha cambiado, y mañana serás un extranjero www.hueders.com

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Emiliano Monge (México 1978) lanzó en abril su primer libro de cuentos, Arrastrar esa sombra (Sexto Piso), con un prólogo de la española Lolita Bosch (que recién publicó una buena antología de escritores mexicanos jóvenes, Hecho en México). Monge, consejero de Hueders, ha sido profesor, editor, columnista, redactor; es escritor profesional de tiempo completo.

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Fábulas 2 Ítalo Svevo Se sabe que Ítalo Svevo (1861-1928) se interesó intensamente por la psicología y el comportamiento humano, y de hecho colaboró en una traducción de La interpretación de los sueños de Freud. En estas breves pero ricas fábulas, el autor de La conciencia de Zeno (recién reeditada por Gadir, junto a Senilidad y sus cuentos completos, con traducción de Carlos Manzano) ironiza sobre aspectos de la condición humana como la estupidez, la vacuidad, la envidia, la avaricia, mediante animales o personajes inconscientes que actúan según su inmodificable esencia. “La vida no es fea ni bella, sino muy original”, es una de las frases de Svevo que sirve para entrar a su obra delicada y aguda. el asno y el loro

En un molino, aparte del asno que hacía girar la rueda, también había un loro que sabía decir, pobrecito, el nombre del amo y muchas otras cosas más. Un día, los dos cayeron enfermos y llamaron al médico. –¡Es por mí! dijo el loro. Me cuidan porque poseo un hermoso plumaje. –¡Pero por supuesto que no! respondió el asno. Llamaron al médico por mí, porque yo soy el que mueve la rueda. –¡Pero yo sé decir pobrecito!. –Pero yo muevo la rueda. –Pero yo saludo al amo cuando pasa. –Pero yo muevo la rueda. El médico curó al asno y dejó morir al loro. El mundo está hecho así, y es de maravillarse que el grisáceo de la piel del asno no cubra por completo la Tierra y que no hayan desaparecido del todo las hermosas plumas multicolores.

las dos palomas

Un profesor de zoología les explicaba a sus alumnos el proceso a través del cual la paloma que anida en las torres fue evolucionando hasta transformarse en la paloma acrobática. Decía que el capricho del entrenador, durante largos siglos, había ido seleccionando para la reproducción a los especímenes que poseían esta extraña cualidad de ejecutar cabriolas. Así había sido posible que se creara ese extraño 16 | H

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animal tan empeñado en realizar piruetas al punto de llegar a matarse. –¡Oh! ¡Qué infamia! dijo uno de los alumnos. –No es ninguna infamia –observó el profesor–. ¡Así es la vida! Hoy día también la selección de los hombres se realiza de tal manera que los que sobreviven no son los mejores sino los que saben ejecutar cabriolas. Si las cosas continúan así, a saber qué loco animal resultará de todo esto.

la culpa es de los otros

Un malhechor, que a causa de su malvada naturaleza había llegado al punto de asesinar a un indefenso, tuvo conciencia de la gravedad de la culpa; se arrepintió y se encaminó hacia la iglesia para orar. Fue distraído de su ferviente plegaria por un predicador que desde el pulpito arengaba: «Alborócense de que existan los débiles y los pobres porque siendo caritativos con ellos, ustedes podrán alcanzar el reino de los cielos». «¡Oh! ¡Mentiroso!», pensó el pecador. «Los pobres y los débiles significan nuestra desventura. Si mi víctima no hubiese sido débil, defendiéndose pudo haberme impedido que la asesinara, que yo perdiera la paz del alma mía».

la hormiga moribunda

Una hormiga se muere y mientras va muriendo piensa: «El mundo se muere».

Margarita Dittborn | Enferma de amor III

en el lugar que antes era tu casa. Ocupan tu casa cuando ponen otra música”. No hay en esta serie ninguna carcajada en los barrios de la ciudad ocupada, donde acontecen las tres historias, apenas queda el aroma de la muerte y la derrota de la especie. Si en el barrio de los artistas los personajes son heterónimos, en los libros negros lo heterónimo es el sentido de la violencia, lo heterónimo es el tiempo, las consecuencias del mal, el manto que cubre a los individuos y se reproduce sobre el colectivo, sin importar el momento histórico del que se trate. Es así como Tavares puede escribir una trilogía casi germánica y lograr, sin embargo, que ésta sea aceptada, más aún, que sea asimilada y aplaudida. Mientras Barrio trata sobre las manifestaciones de la inocencia y la búsqueda de sentido, la serie negra trata sobre el destino de la inocencia y la destrucción de sentido, sus personajes no son el reflejo de seres preexistentes sino que son cualquier hombre que haya existido en cualquier instante. Los lectores somos los heterónimos de Joseph Walter, Klober Muller y Klaus Klump. Personajes encontrados que se cruzan y acompañan, haciendo que el espacio de las novelas no sólo sea el mismo para ellas sino también para el espectador. “Hay personajes que reaparecen en las distintas narraciones. Klaus Kump, por ejemplo, también participa en La máquina de Joseph Walzer, que se desarrolla en el mismo periodo de guerra que la primera novela. Klaus Klump es un hombre fuerte que nos muestra lo que le sucede a un hombre fuerte en el transcurso de acontecimiento fuertes, como una guerra. La máquina de Joseph Walzer trata sobre un hombre frágil, alguien a quien se podría tachar de cobarde pero que, en realidad, tan sólo se esfuerza por apartarse de la confusión. Del mismo modo, un personaje secundario de La máquina de Joseph Walzer es uno de los personajes centrales de Jerusalém. Son novelas autónomas dentro de una única novela”. Una única novela a la que los lectores asistimos deslumbrados y transformados. El señor Tavares nos ha vuelto, de golpe, heterónimos de un universo congestionado, hilarante y violento.


Margarita Dittborn | Enferma de amor IV

la luciérnaga y el vertebrado

A una luciérnaga, que descansaba bajo la sombra de una montaña, le faltaba el aliento a causa del calor del sol; mientras un vertebrado que yacía en la cima de la misma montaña moría a causa del gran calor. Ambos murieron de una muerte abyecta: envidiándose.

la liebre y el automóvil

Una estúpida liebre vio pasar a un automóvil. «¡Oh!», gritó, «los hombres han inventado la rueda».

el don

El Señor había terminado la obra de la creación. Les dijo a los animales que los dejaba en libertad de escoger el elemento en el que quisiesen vivir. Algunos escogieron la tierra, otros se precipitaron en el agua y finalmente muchos se lanzaron al aire. –Yo, que soy el rey de los animales –dijo el hombre–, debería tener la capacidad de vivir en el agua y en la tierra e inclusive ser capaz de volar. –Esto sería una injusticia –dijo el Señor,– y no podré complacerte. Pero abasteceré a tu organismo con un apetito tal que tú terminarás por encontrar los medios para correr, nadar y volar».

la libertad

La puertita de la jaula se había quedado abierta. El pajarito, con un leve salto, alcanzó la entrada y desde allí observó el ancho mundo con un ojo y luego con el otro. A su cuerpecito lo atravesó el escalofrío del deseo por los vastos espacios para los cuales sus alas habían sido hechas. Pero luego pensó: «Si me salgo, podría cerrarse la jaula y yo me quedaría allá afuera prisionero». El animalito se volvió a meter y poco después, con satisfacción, vio que se volvía a cerrar la puertita que sellaba su libertad.

no hay gusto

El señor Dios se volvió socialista. Abolió el Infierno y el Purgatorio y a todos les ofreció la opción de igualdad en el Paraíso. Allí se estaba bien en una eterna beatitud. Justo entonces murió un Creso que se quedó estupefacto por haber sido admitido en el Paraíso. De inmediato se adaptó a su nueva existencia y más bien rápido, comenzó a quejarse. ¿Qué es lo que te duele? le preguntó el Señor airadamente. ¡Ay, Señor! ¡Devuélveme a la Tierra! Éste no es un verdadero Paraíso; aquí no se ve sufrir a nadie.

dinero y cerebro

El Padre Eterno tuvo un día de buen humor y dijo: «Quiero liberar a los así llamados desheredados. De ahora en adelante los que no tienen cosas tendrán cerebro, mientras que los que poseen cosas permanecerán con la cabeza completamente vacía. Evidentemente, dentro de poco, las cosas cambiarán, por lo menos en parte». Transcurrida una generación, el viejo se llevó una gran sorpresa. Aquellos a los que les había tocado como don el cerebro estaban más que nunca carentes de cosas y aquellos a los que se los había quitado seguían enriqueciéndose.

s entre los hombres y los animales vivos existe una gran diferencia que no es más que unos son propietarios y los otros son la propiedad. cuando acontece la muerte, la relación se intercambia: mientras unos son hórridos,

la diferencia*

Entre los hombres y los animales vivos existe una gran diferencia que no es más que unos son propietarios y los otros son la propiedad. Cuando acontece la muerte, la relación se intercambia: mientras unos son hórridos, los otros, a veces, son exquisitos.

los otros, a veces, son exquisitos.

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* Fábula escrita en el reverso de una carta de Eugenio Montale a Svevo y reproducida fotográficamente del manuscrito original en la Strenna triestina Il Campanone di San Giusto (III, 1931, pp. 24-25) www.hueders.com

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Kipling, el mejor cuentista del mundo William Somerset Maugham Este es un extracto de la introducción que Somerset Maugham escribió en 1952 para presentar su selección de los mejores cuentos de Rudyard Kipling, recién editados en castellano por Sexto Piso con el título El mejor relato del mundo y otros no menos buenos. El novelista, aprendiz de Kipling y tan fascinado por la India como él, reseña y defiende al maestro del cuento inglés; en su selección está “El hombre que iba a ser rey”, uno de los relatos favoritos de Proust y de Faulkner, y la mayoría de los sus grandes clásicos: “El chico de la leña”, “Los hermanos de Mowgli”, “Sin el beneficio del clero”. Borges escribió sobre el controvertido autor, que fue atacado tanto de fascista como de simplista: “He aquí lo indiscutible: la obra –poética y prosaica– de Kipling es infinitamente más compleja que las tesis que ilustra. Al igual que todos los hombres, Rudyard Kipling fue muchos hombres –el caballero inglés, el imperialista, el bibliófilo, el interlocutor de soldados y de montañas–, pero ninguno con más convicción que el artífice”. (…) Kipling fue inmensamente precoz. Tenía plena posesión de sus poderes desde el principio. Algunos de los relatos de Cuentos llanos de las montañas son tan triviales que más avanzada su vida seguramente no le hubieran parecido dignos de escribirlos, si bien están contados con claridad, con viveza, con eficacia. Técnicamente son irreprochables. Los defectos que puedan tener se deben a la insensibilidad de la juventud, no a su falta de destreza. Y cuando dejó la adolescencia y fue asignado al puesto de Allahabad y supo expresarse en cuentos de mayor longitud, escribió una serie de relatos que sólo pueden con justicia considerarse magistrales. Cuando llegó a Londres, el editor de Macmillan’s Magazine, al cual fue a visitar, le preguntó qué edad tenía. No es de extrañar que cuando Kipling le dijo que en pocos meses cumpliría veinticuatro exclamara “¡Dios mío!”. Su consumado dominio del relato era ya verdaderamente asombroso. Pero todo tiene un precio en ese mundo. A finales de siglo, es decir, cuando rondaba los treinta y cinco, Kipling había escrito sus mejores relatos. No quiero dar a entender que después escribiera malos relatos, no podría haber hecho una cosa así ni siquiera adrede; son suficientemente buenos, pero carecen de la magia que emana de los primeros cuentos sobre la India. Sólo cuando retornó por medio de la imaginación a las escenas primeras de su vida y escribió Kim recobró de hecho esa magia. Kim es su obra maestra. Al principio debe parecer extraño que Kipling, tras marchar de Allahabad, nunca más visitara la India, salvo para hacer una corta visita a sus padres en Lahore. Al fin y al cabo, fueron sus cuentos de la India los que le dieron una fama inmensa en su tiempo. El la llamaba notoriedad, aunque era fama. Sólo alcanzo a suponer que debe haber pensado que la India ya le había dado todos los asuntos de los que podía ocuparse. Una vez, tras pasar un período en las Antillas, me envió recado para decirme que haría bien en ir allí, pues había numerosos cuentos que escribir sobre los habitantes de aquellas islas, aunque no eran el tipo de relato que él sabía escribir. Debió de sentir que había numerosos relatos en la India, al margen de los que ya había escrito, aunque no eran el tipo de relato que él sabía escribir. Para él, la veta estaba agotada. (…) Es mi deber advertir al lector que mi opinión de que los mejores relatos de Kipling son los ambientados en la India no la comparten los críticos más eminentes. Estos piensan que Kipling escribió en lo llaman su tercer período relatos de una hondura, una penetración y una compasión cuya inexistencia deploran en sus cuentos de la India. Para ellos, la etapa culminante de sus logros hay que buscarla en “Una residencia forzosa”, “Una virgen para las trincheras”, “La casa de los deseos” y “El arroyo de la amistad”. Una residencia forzosa es un relato 18 | H

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que tiene encanto, aunque sin duda es bastante obvio; si bien los otros tres son muy buenos, a mí no me parecen exactamente notables. (…) El único relato de todos los que escribió Kipling tras asentarse en Inglaterra que de ninguna manera he querido dejar fuera de esta selección es “Ellos”. (Al leerlo, es preciso tener en cuenta que el empleo que hace del motivo de la Casa Encantada en la casa de campo en que tienen lugar los acontecimientos que relata, y que a uno le recuerda antiguallas como “Ye Olde Tea Shoppe” y otros horrores semejantes, aún no era algo que se hubiera vuelto repugnante gracias a los vulgares proveedores de lo caprichoso y lo cursi.) “Ellos” es un relato espléndido, un conmovedor esfuerzo de la imaginación. En 1899, Kipling fue con su esposa e hijos a Nueva York y su hija mayor y él mismo contrajeron un resfriado que dio lugar a una neumonía de consideración. Los que tenemos edad suficiente aún recordaremos la preocupación que se sembró por todo el planeta cuando los telegramas y noticias de última hora anunciaban que Kipling se encontraba a las puertas de la muerte. El se reestableció, pero su hija mayor falleció. No es posible dudar que “Ellos” está inspirado en la pena inmensa que le causó la pérdida. “A partir de mis grandes pesares confecciono estas pequeñas canciones”, dijo Heine. Kipling escribió un relato exquisito. A algunos les ha resultado oscuro, a otros sentimental. Uno de los riesgos que afronta el escritor de ficciones es el peligro de deslizarse desde el sentimiento hasta el sentimentalismo. La diferencia entre lo uno y lo otro es sutil. Podría darse el caso de que el sentimentalismo fuera simple sentimiento que casualmente no nos agrada. Kipling tenía el don de conmover y provocar las lágrimas, aunque a veces, en sus relatos no destinados al público infantil en los que sin embargo trata del mundo infantil, sean lágrimas que a uno le causan molestias. No hay nada oscuro en “Ellos”. A mi entender, no hay nada siquiera sentimental. (…) A Kipling se le acusó ampliamente de incurrir en la vulgaridad, igual que a Balzac y a Dickens, y creo que es sólo porque los tres trataron aspectos de la vida que ofendían a las personas refinadas. Hoy estamos más encallecidos: si llamamos a alguien refinado no creemos que le estemos haciendo un cumplido. No obstante, una de las acusaciones más absurdas que se han vertido contra él es que sus relatos eran anecdóticos, acusación con la cual los críticos que la esgrimieron pretendieron condenarlo (aún siguen haciéndolo); si se hubiesen tomado la molestia de consultar el Oxford English Dictionary, habrían visto que uno de los sentidos del término es éste: “Narración de un incidente aislado, o de un único acontecimiento, contada de manera que sea en sí misma interesante o pasmosa”. Es una definición perfecta del relato breve. La historia de Ruth, la historia de la matrona de Efeso, la historia

Traducción de Miguel Martínez-Lage. Gentileza de editorial Sexto Piso.


que cuenta Bocaccio de Federico degli Alberighi y su halcón son anécdotas. También lo son “Bola de sebo”, “El miedo” y “La herencia”. Una anécdota es el esqueleto de un relato, es lo que le da forma y coherencia, lo que el autor reviste con la carne, la sangre, los nervios. Nadie tiene la obligación de leer relatos, y si a uno no le gustan, a menos que contengan más que una historia, pues no hay nada que hacer. A quien no le gusten las ostras no se le puede echar en cara, y es irracional condenar a las ostras porque no posean la calidad emocional de un solomillo con pudín de riñones. Igualmente irracional es considerar defectuoso un relato porque sólo es un relato. Es justamente lo que han hecho algunos de los detractores de Kipling. Era un hombre de un talento extraordinario, pero no era un gran pensador; de hecho, no se me ocurre ni un solo gran novelista que lo fuera. Tenía un consumado olfato para relatar historias de un tipo determinado, y además disfrutaba contándolas. Era tan sensato que en el mayor de los casos se limitó a hacer lo que mejor sabía hacer. Como era un hombre juicioso, sin duda le agradaba que a la gente le gustaran sus relatos, y se encogía de hombros cuando no gustaban. (…) No he dudado en señalar los que me parecen defectos en Kipling, pero tengo la esperanza de haber dicho con claridad qué alta opinión tengo de sus méritos. El relato breve no es, en general, una forma de ficción en la que los ingleses hayan sobresalido. Los ingleses, como bien se ve en sus novelas, son propensos a lo difuso. Nunca han tenido demasiado interés por la forma. Esta forma exige ceñirse a lo esencial. Lo sucinto no casa bien con su sensibilidad. Pero el relato breve exige una forma, y exige que sea sucinta. Lo difuso acaba con él. Es una forma que depende de la construcción. No admite cabos sueltos, ha de ser algo completo en sí mismo. Todas estas cualidades se encuentran en los relatos de Kipling cuando daba de sí el máximo, cunad alcanzaba cuotas magníficas de narrador, lo cual, por suerte para nosotros, sucede relato tras relato. Rudyard Kipling es el único autor de relatos breves que se ha dado en Inglaterra y que esté a la altura de Guy de Maupassant y de Chéjov. Es el narrador inglés más grande. Me cuesta creer que se lo pueda llegar a igualar. Estoy seguro de que no se le podrá sobrepasar.

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clásicos

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s es irracional considerar defectuoso un relato porque sólo es un relato. es justamente lo

Kipling. era un hombre de un talento extraordinario, pero no era un gran pensador; de hecho, no se me ocurre ni un solo gran novelista que lo fuera.

que han hecho algunos detractores de

Margarita Dittborn | Escena de Caza

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+ El espacio real de la lectura

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Mónica Ríos

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Mónica Ríos (Santiago, 1978) Licenciada en Letras por la Universidad Católica y Magíster en Teoría Literaria por la Universidad de Chile. Publica notas críticas en sobrelibros.cl y es investigadora de dramaturgia contemporánea chilena en archivodramaturgia.cl. Ha colaborado con cuentos en revistas y en la compilación Lenguas (dieciocho jóvenes cuentistas chilenos) (JC Sáez Editor, 2006). Su ensayo “La escritura del presente” fue finalista del Segundo Concurso de Ensayo en Humanidades Contemporáneas de la Universidad Diego Portales, El Mercurio y el Goethe Institut, y se publicará por la editorial de esa universidad a fines de este año. Trabaja en guiones de cine y televisión, y como profesora.

en la mano de la buena fortuna de

Goran Petrovic

la lectura mantiene la envergadura de la realidad y tiene serias consecuencias en ella, tanto así que morir en la lectura es morir en la vida. la lectura se transforma en nódulos que reúnen a disidentes políticos, exiliados, separatistas, espías, enamorados, nostálgicos, todos envueltos en el potente y vago sentimiento que provoca el acto solitario de leer.

Margarita Dittborn | Enferma de amor II

¿Cuál es el momento en el que los que escriben ficción tomaron el lápiz para escribir algo más que cosas inmediatamente útiles? ¿Cuándo el recuerdo de ese momento se transforma en la necesidad de tomar el lápiz para buscar la inutilidad? Si fue en ese cumpleaños que los invitados llenaron los estantes del cumpleañero con tres o cuatro cuadernos grabados con la frase “diario de vida” y un candado en el costado como ingenio presuntuoso que se transformó en una feliz coincidencia; o cuando una persona se va de su país, sin familia ni amigos, y al escribir en su soledad parece transformarse en el hombre mismo que necesita ser llenado por nuevos recuerdos, de nuevas afectividades, usando la tinta como algo más que un medio literal. Si fue acaso intentando hacer algo útil, expresar algo con una intención que se acaba al momento en que es leída por alguien a quien no estaban destinadas esas palabras. La novela La mano de la buena fortuna, de Goran Petrovic (Sexto Piso, 2007) quiere dar una respuesta: Anastas Branica, Adam Lozanic e incluso el detestable Sreten Pokimica, escriben por amor, un intento desesperado –dadas las variadas circunstancias (personalidad solitaria, lejanía, guerras) que les niegan un espacio a los amantes– por crear con palabras un lugar en que el escritor y su receptora compartan en la lectura. La escritura, entonces, y eventualmente la literatura, se transforma en erotografía, en un acto amoroso capaz de hacer desaparecer la distancia entre el escritor y el lector. A pesar de que el “mundo real” le ha asignado a la lectura un lugar inerte y pasivo, imposibilitado de expandirse más allá de las paredes de la palabra, Petrovic la despoja de la línea que la separa de la realidad. En esta novela, la lectura mantiene la envergadura de la realidad y tiene serias consecuencias en ella, tanto así que morir en la lectura es morir en la vida. La lectura se transforma en nódulos que reúnen a disidentes políticos, exiliados, separatistas, espías, enamorados, nostálgicos, todos envueltos en el potente y vago sentimiento que provoca el acto solitario de leer. El personaje de Anastas, según comprueba Adam, murió en lamentables circunstancias: una semana después de la única crítica –negativa– a su novela, Anastas se suicida lanzándose al río. La banalidad de ese mito se contrapone a la otra versión de su muerte, expuesta con melancólica dulzura, que lo sitúa como el escritor que nunca pudo alcanzar en la vida real a la lectora hacia la cual estaban destinados sus esfuerzos. Esas cartas, que finalmente conforman una novela sin personajes, sólo tuvieron la finalidad de construir el lugar más bello para su amada Nathalie. Natalia, por otra parte, la que mejor comprende la belleza de la lectura simultánea y que comparte la afición de Anastas por ese mundo detrás de las palabras, se transforma en su doble: la lectora real que abandona todo para entregarse al amor del autor y de su obra. Es decir que La mano de la buena fortuna, además de ser una novela de amores inconclusos y de la memoria, pone en escena algunos modelos de la recepción. El lector ideal nunca es igual al lector real, aunque ese lector real pueda parecer más propicio para entender, amar y satisfacer las ansias que llevaron al escritor a tomar el lápiz por primera vez, éste siempre pensará en ese amor que lo movió a tomar la pluma y mancharse los dedos con tinta indeleble. Así, el mito que envuelve al escritor se prueba mil veces más banal que el de carne y hueso, la amada real mucho más superficial que la que se liberaba en la lectura y la amante Natalia leal hasta el final de sus días gracias a la promesa que salió de sus labios tres veces como una fórmula mágica. Esa historia tiene como contrapunto la relación entre Adam y Jelena, una historia donde escritura, lectura y realidad se funden para expresar que la esperanza no está en este mundo. El peso de las palabras, su fuerza, hace a un lado la realidad corpórea; el cuerpo del hombre y de la mujer se vuelven inertes y desaparecen detrás de la envoltura poética de las palabras, condenándolos a su belleza o a su injusticia.

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Cuecas Roberto Parra Roberto Parra (1921- 1995), hermano menor de Nicanor, Violeta y Lalo (quinto de nueve), es el padre de las cuecas choras –con letras urbanas y suburbanas, no de anecdotario de campo– y autor de las muy conocidas obras en décimas La negra Ester y El desquite, ambas llevadas al libro, el teatro y el cine. Grabó los discos Las cuecas de Roberto Parra (1965); Las cuecas del Tío Roberto (1970), con su sobrino Ángel Parra; Ya salió el sol (2001), con su mujer, Catalina Rojas, y Cuando me vine del campo (2007), registro del recital que dio en la Bilbioteca Nacional en 1992. También aparece póstumamente en el disco Peineta de Los Tres (1988) junto a su hermano Lalo. Ediciones Tácitas presenta la reunión de todas sus cuecas, cosa nunca antes publicada. Me sacan por la ventana Me sacan por la ventana del micro un par de lenteh por ir con la jaula abierta escarbándome loh dienteh. El achorro dejó la polvaera a un viejujo le saca la billetera. La billetera sí a mi chiquilla el reló de pulsera la gargantilla. Le sacó loh anteojoh a un pitiojo.

El embustero Herodeh mandó a Pilatoh Pilatoh mandó a su gente por salvar a un tal por cual mataron a un inocente. Otro por no ser menos qué les parece no le aprietan la goma niega treh veceh. Niega tres veceh sí el care callo se le había olvidao que canta el gallo. Ahora está de portero el embustero.

Adiós a mi lindo puerto Adiós a mi lindo puerto ya me voy de espalda el loro me pegaron un chuzazo al lado de cerro Toro. Con lah tripah colgando tomé la micro me encanan loh secretoh de puro cuico. De puro cuico mi alma toy en reposo me tira a chuleta al calabozo. Pal patio e los callao me voy cortao.

Margarita Dittborn | Alicia in the país de la maravillas I

Los parecidos Me dicen que me parezco a Rodolfo Valentino que canto como Gardel échale nomáh marino. Que soy el gran Caruso y de Ribete que canto loh guapangoh como Negrete. Como Negrete sí me sacan pica qué le parece a usté Lucho Gatica. No me falte el respeto Antonio Prieto.

Necesito niña e mano Necesito niña e mano pa atender departamento a un caballero solo sin niño puertah adentro. Sin recomendación ni antecedente un patín de primera para el paciente. Para el paciente sí no hay máh que hablar que venda mariguana sin estrilar. Que se pegue loh toqueh de troquismoqui.

Quisiera ser como el perro Quisiera ser como el perro para levantar la pata andar como regaera y sin mojarme la guata. Amarrao e la cola con regocijo frente a un paco que esté de punto fijo. De punto fijo sí salí a carrera con la perra a la rastra de la cadera. La perra con el perro se van pal cerro.

De tal palo tal astilla De tal palo tal astilla la Viola salió s a su madre va a ser una maravilla lo pronosticó su padre. Fue la expresión mah grande de la tonada cantora de angelitoh cuecah valseadah. Cuecah valseadah sí fue tejendera llegó al Lubre e Paríh con su arpillera. Violeta del camino de uva y vino.

Gentileza de Ediciones Tácitas.

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Margarita Dittborn | Enferma de amor I

El Egipto Augusto D’Halmar Poeta, novelista, ensayista, Augusto D’Halmar (1882-1950) fue uno de los escritores chilenos más importantes de comienzos del siglo XX. De hecho obtuvo unánime reconocimiento y el primer premio nacional de Literatura, en 1942, aunque vivió fuera de Chile la mitad de su vida: diplomático en la India y el Perú, se fue a Europa en los años 20, donde publicó varios libros, entre ellos La sombra del humo en el espejo –que extractamos aquí gracias a la nueva edición de Sangría–, y Pasión y muerte del cura Deusto, que se tiene por una de las primeras novelas gays en castellano. Luego viajó incansablemente hacia el Oriente y no publicó en diez años, hasta volver a Chile con gloria. Su obra clásica es Juana Lucero, retrato del barrio Yungay a comienzos de siglo, pero su prosa es sensual y lírica antes que realista.

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ba a ponerse la luna cuando pisé por última vez la arena para despedirme de la Esfinge. Yo sabía que en esas noches de plenilunio todo el Shepheard’s Hotel viene como a una playa de moda a tomar baños de misterio alrededor de las Pirámides y que, en una especie de silenciosa danza serpentina, los guías revolotean con sus burnous desplegados, como un enjambre de efímeras, sobre la limpidez espejeante del desierto. Por eso había tomado, como la otra vez, el último tranvía, y los grupos que me cruzaban en el camino me hacían concebir la esperanza de quedarme solo. Solo con Zahir, con Ella y con la Luna declinante, menos argentina esta noche, como si la empañase el vaho húmedo que exhalan las tierras irrigadas por los intrusos, todos esos vapores invernales desconocidos antes en la tibieza del Egipto; de una lechosidad de ópalo que se muere, la luna, sobre el rosa inexplicable de los arenales y los granitos. Y era también aquí, en las desolaciones del páramo, que se me había revelado la magia de las fases de la luna: de la luna nueva, afilada como una segur de acero; esquife misterioso de Hécate recogiendo a los muertos, cuyo creciente desata las mareas y los torbellinos. De la luna llena, donde miramos como en un espejo convexo la eterna huida al Egipto de nuestros sueños; Tanit, la Rabbet, fúlgida redoma de aljófar en la cual se embeben las almas como se disuelven los cuerpos en el légamo de la tierra; cuya plenitud aletarga las olas y las mece, cual si estuviesen suspendidas como una hamaca a sus largos rayos sedeños. Del último cuarto de la luna, parecido al sistro de bronce de mi pesadilla; Diana-Astarté-Selena, tres advocaciones distintas y una sola divinidad; cuyo menguante aplaca las arenas y retira a su vez las mareas, como una red de mallas escamadas. Y yo no podría olvidar de ahí en adelante mi iniciación en las noches blancas a cuya luz sin calor maduran, sin embargo, todos los frutos del ensueño, De pie y apoyado en la base de la Esfinge, Zahir me veía avanzar mientras se alejaban los últimos perturbadores. Y desde lejos yo abarcaba el cuadro y trataba de fijarlo en mi memoria: Ella, al acecho, ya casi en la sombra, y, pequeño, hasta parecer un niño a su lado, el árabe, envuelto todavía en la taciturna claridad del astro que se ponía hacia Duchur y Sakkarah sobre las pirámides de Menfis. El firmamento, donde estudiaron los primeros astrólogos, recuperaba de momento en momento su profundidad y la intensidad de sus constelaciones y levantaba el Mar-sin-Agua sus ondulaciones inmóviles y el geométrico triángulo de sus sepulcros. Y la gravedad en que se habían pasado nuestros coloquios se aumentaba ahora con esa inquietud que se lleva en las entrañas la víspera de las separaciones; tristeza angustiosa que siempre me sorprende como nueva y es, sin embargo, la misma que vengo experimentando desde el comienzo de

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mis destinos; separación de los seres que se van; separación más resignada, pero no menos desgarradora, de las cosas de las cuales nos vamos. Algo del alma de la Gran Esfinge había intervenido en mi amistad con ese fellah y se me había infundido para siempre; algo de su sombra había caído sobre mis espaldas y se había confundido con la mía, errante y solitaria. No la volvería a ver, no le volvería a ver. Y este nuevo alejarse de una afección nueva era otro destierro más en mi destierro de siempre. No habíamos cambiado sino monosílabos. Bruscamente comprendí que era preciso concluir y, después de una última mirada, nos alejamos sin volver la cabeza. Yo sentía como si Ella nos siguiera con los ojos. Aún la pirámide de Cheops no había tenido para mí su prestigio casi humano y era su cabeza náufraga la que mejor me había hecho medir el Sahara a la luz ultrarrefleja. Y ahora el Desierto, las Pirámides y la Esfinge transponían, como la Luna, el horizonte de mi vida. Callados en el trayecto, no parecimos despertarnos sino cuando el mehari se detuvo por sí mismo en el término acostumbrado. Entonces el gamal, con indiferencia, se informó por la primera vez sobre el hotel en el cual yo me alojaba y sobre la hora de mi tren. Evitaba mirarme y su frialdad ahondaba mi emoción. Yo le tendí las manos desolado. –Esta vez es adiós, Zahir –le dije con un reproche en la voz. –Será, pues, adiós –me respondió con su sonrisa distraída. Montó a su vez y volvió riendas sin volver tampoco la cabeza. Yo me quedé inmóvil ante la negrura del Nilo que rodaba abajo. A lo lejos, muy lejos, el resplandor de El Cairo. Entonces, al ruido de las pisadas que se alejaban, tuve que aferrarme al parapeto del puente, porque sentí como un vértigo el desamparo de la oscuridad, del frío y el silencio.

y la gravedad en que se habían pasado nuestros coloquios se aumentaba ahora con esa inquietud que se lleva en las entrañas la víspera de las separaciones; tristeza angustiosa que siempre me sorprende como nueva y es,

sin embargo, la misma que vengo experimentando desde el comienzo de mis destinos; separación de los seres

que se van; separación más resignada, pero no menos desgarradora, de las cosas de las cuales nos vamos.

Adelanto del libro La sombra del humo en el espejo, de Augusto D’Halmar. Gentileza de Sangría Editora.


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El cortesano y su fantasma Xavier Rubert de Ventós Xavier Rubert de Ventós (Barcelona, 1939) ofrece en El cortesano y su fantasma (Sexto Piso, 2008) una acertada mezcla entre una crónica ficticia y un tratado de política en la que combina su filosofía y su pensamiento políticos con su propia experiencia como eurodiputado. El resultado es una mirada escéptica que escudriña cada recoveco del entramado político sin claudicar ni escandalizarse, sino tomándolo en su propia dimensión. Ubicado en un intersticio entre la pomposidad de la academia y el cínico pragmatismo de los poderosos, Rubert de Ventós nos ofrece, desde la perspectiva privilegiada de quien no está del todo fuera ni dentro, una fascinante reflexión sobre el discurrir de la política actual. Otros libros del autor son El arte ensimismado, Teoría de la sensibilidad, Crítica de la modernidad y Por qué filosofía, también publicado por Sexto Piso.

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legada. Es y será la ciudad donde encontró a su maestro y a su mujer. Es la ciudad que, encabezando la primera modernidad política, se quedó a la cola de todas las demás modernidades, y que él ama por lo mismo que Gracián se quejaba: por no haber perdido los rastros de villa y ser una Babilonia de naciones desavenidas. El día es glorioso. Madrid sigue magnífico, casi irreal. La atmósfera tan fina que no se deja ver; el horario tan relativo que no se deja sentir. La inauguración de la legislatura es a las doce. Tiempo aún para ir paseando desde Callao a la Puerta del Sol, y de allí, rodeando por Huertas y Carretas, acercarse a la Carrera de San Jerónimo. Los ruidos, olores y colores parecen los de entonces, salvo el roce metálico de los tranvías y aquel olor entre madera, gas y col que salía de las porterías aún no automáticas allá por el año 1959. El mismo año en que, por estos parajes, comenzaba aprendiendo a «dar conversación al vino» con los amigos, y acababa visitando las celdas de la Dirección General de Seguridad con los mineros. Conoció entonces una ciudad de estudiantes y opositores, de tunos y de intelectuales del régimen, de actrices americanas y folclóricas locales. Un continuo ahora indisociable en su recuerdo que junta a Hemingway con Muñoz Alonso, Rita Hayworth y el Premio Sésamo, el Mesón de Cuchilleros, el SEU y el Pasapoga. Y como nada nos enamora tanto como lo que no era de nuestro estilo pero puede con nuestro rechazo inicial, así él quedó seducido por esa algarabía de guitarristas de Colegio Mayor, estudiantes de la segunda edad, y chicas sudamericanas de acentos y caderas inverosímiles. Todo eso dibujaba para él una ciudad mucho más hipotética y exotica que Londres o París: sin ni un ápice de aquella banal civilidad que, por entonces, y pese a todo, ya había ido abriéndose paso en Barcelona. Faltaban aún un par de años para que el Desarrollo de Ullastres y Navarro Rubio empezase a transformar el ritmo y el tempo madrileños, su gracia e ineficacia, en una especie de prisa y malhumor mucho más homologables en toda Europa. Con alguna excusa ha variado el itinerario y, sin saber muy bien cómo, se halla en la Glorieta de Bilbao –enfrente mismo del Café Comercial. Allí duda, sin atreverse a entrar. Es en los sillones oscuros que se adivinan al fondo del café donde gustó por vez primera los labios y la piel de los que enseguida se reconoció el destinatario, y de los que aún siente, vivo, el vacío. De pronto, es como si todo se desvaneciera a su alrededor. Las luces, la gente, el rumor de la calle, todo se apaga: un seul être nous manque et tout est dépeuplé. Lo único que no acaba de desaparecer es la vaga sensación de ridículo que acompaña a esta delicuescente anamnesis de hace veinte años: «¿Qué importancia tienen, hijo mío, y cómo componen esas migajas de confitería sentimental con el pascaliano silencio de los espacios infinitos, con la espantosa eternidad en que ni éramos ni seremos ninguno de los dos?» Mira al cielo, que al principio lo deslumbra, pero pronto reacciona y se revuelve: «Y mucho que importan –se dice–: la nostalgia es el único atisbo de absoluto que nos es dado a nosotros, los mortales. Por lo menos a aquellos que no condescendemos a fabricarnos un dios o una mujer a la medida de nuestras

necesidades de cada momento». Pero, justo ahora que la balada romántica viraba hacia rapsodia metafísica, ve que son ya las doce menos diez y que debe espabilarse si no quiere llegar tarde. Se recompone como puede y un poco inquieto, bastante curioso, del todo electo, se encamina a toda prisa hacia las Cortes, donde llega a la hora en punto. Es decir, bastante antes de lo preciso. «¡Caramba, pero si es el legislativo!» De golpe lo realiza y queda desconcertado: nunca había acabado de asociar eso de hacer política a hacer leyes. Cinco años de estudiar Derecho le habían convencido de su falta de sensibilidad jurídica, de «oído» legal. Unos cuantos de haber ido sin papeles en regla se encargaron de transformar esta insensibilidad en una positiva adicción a la alegalidad. Abrazos de unos señores que no conoce y que le llaman compañero. Sabe que no se va a acostumbrar. Como nunca se acostumbró a las chicas «sanas», los proyectos arquitectónicos «divertidos» o las cosas «chulis». Agradable, sin embargo, este compañerismo indiferenciado e inmediato como de hospital o de cuartel, esta euforia de primer día de curso. Un ministro eventual argumenta un montón de tesis ante los neoparlamentarios embelesados. ¿Tardará mucho en enterarse de que los buenos ministros, como los buenos padres o los buenos libros, jamás son de tesis? Los padres no suelen aprenderlo hasta el segundo hijo y los autores hasta el tercer o cuarto libro, pero los ministros han de saberlo desde la primera cartera. Un corro aún mayor rodea ansioso al patrón, como a san Martín los campesinos del Canigó en el poema de Verdaguer:

Gentileza de editorial Sexto Piso.

… pagesos y artigaires, pastors i cavaliers, que a sant Martí quiscun un do demana, un do que els concedeix de bona gana, als camps bones anyades, infants a ses mullers. Aquí se piden sólo comisiones, pero el patrón a todos escucha también con una sonrisa benevolente. –Yo, la Comisión de Energía. Yo quiero Defensa. Yo, Transportes. –Y tú –dice el patrón mirándole a él–, tú debes de querer Educación y Cultura, ¿no es eso? –Y ¿por qué iba a quererlo? –dice otro aspirante a la misma Comisión–, ¿no es ya catedrático? Él no sabe qué contestar y aventura: –Bueno, si no es Educación y Cultura, me gustaría Exteriores, precisamente porque es todo lo contrario: porque es menos ideológico… –Ah, sí. ¡Claro! A ti lo que te gusta es viajar, ¿eh? Pues hala, ve a Exteriores y disfruta… Nuestro patrón se debe de creer marxista, y sus razones tendrá, pero pronto se ve que es más bien heideggeriano. No se trata de nada consciente o elaborado, desde luego. De hecho, maneja la fenomenología justo como M. Jourdain hablaba en prosa: puro instinto. Así, en vez de delatar los intereses o ambiciones ocultos de los demás, él prefiere, como el pensador www.hueders.com

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Margarita Dittborn | Still Life V

alemán, «des-cubrirlos, ponerlos en evidencia, pero dejarlos reposar». Basta con que el pobre compañero sepa que él sabe. Que sabe, pero tolera. Que lo siente y lo consiente. Que hace la vista gorda, vaya. «El tolerantismo como forma doméstica del totalitarismo.» Ésta es la fórmula un poco pedante y retorcida que se le ocurre al nuevo parlamentario, justo en el momento en que el secretario le interrumpe para que rellene un formulario mucho más prosaico: la declaración de los bienes inmuebles anteriores a su elección como diputado. Tolerar: he aquí el primer verbo del patrón o del cacique, del encargado, el capataz y demás variaciones menores del tirano. De un patrón no tan dispuesto a reconocer derechos como a comprender y pasar por alto debilidades –incluso a perdonarlas. A dejar hacer con el alma en vilo aquello que él decidirá, aleatoriamente, ver o no ver. Condonar para obligar. Tolerar como el padre padrone, que no da nada a los hijos pero se deja robar por ellos con toda liberalidad. Que se deja, eso sí, hasta dónde, cuándo y cómo él quiere. Aquí Nietzsche se equivocaba de medio a medio: la generosidad, el don y el perdón no son tanto la ideología «cristiana» de los débiles como la más sofisticada arma de los fuertes. De los fuertes que, cuando lo son bastante, acaban de encadenarnos con todo lo que magnánimamente conceden, perdonan o comprenden. De ahí seguramente el sabio consejo de Prometeo a Epimeteo: «No aceptes los regalos de Zeus Olímpico, antes devuélveselos todos». Ahora bien, esta dominación por el favor o por el perdón tiene siempre el contrapunto de la picaresca –picaresca patriarcal o escolar, parlamentaria o militar. Un contrapunto que parece burlar al poder pero que de hecho lo refuerza o complementa. En la sonrisa benevolente de nuestro patrón que condesciende y deja hacer, brilla así la más pura, cotidiana química de la tiranía. Desde una fina sensibilidad para la torpeza, él domina ese arte del silencio o la insinuación intimidante, de la trapacería consentida y de la sentencia en suspenso. Él sabe que, convenientemente dosificados, estos ingredientes tienden a destilar, no sólo el miedo, sino la propia pasión de los subordinados –una sutil mezcla de afecto y adhesión, de dependencia y adicción. No, no es por decir que sea el inventor de este arte. De hecho, ya Stuart Mill descubrió sus mecanismos en el auténtico amor que los esclavos y mujeres de Roma profesaban hacia los patricios. Y en la época moderna es Chuck Colson, el asesor de Nixon, quien ha dado su definición canónica, síntesis insuperable de precisión y grosería: Don’t worry. When you’ve got them by the balls, their hearts and minds will follow.

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s Nietzsche se equivocaba de medio a medio: la generosidad, el don y el perdón no son tanto la ideología «cristiana» de los débiles como la más sofisticada arma de los fuertes. de los fuertes que, cuando lo son bastante, acaban de encadenarnos con

todo lo que magnánimamente conceden, perdonan o comprenden. de ahí seguramente el sabio

Prometeo a Epimeteo: «no aceptes los regalos de Zeus Olímpico, antes devuélveselos todos».

consejo de


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Combray según Stéphane Heuet.

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Proust Samuel Beckett En 1930, el joven Samuel Beckett escribió una monografía sobre Proust para la editorial londinense Chatto & Windus. Aunque quedó insatisfecho con el texto –le escribió a Thomas McGreevy, el amigo que le consiguió el trabajo, que le parecía demasiado abstracto, “una simple extensión de Proust: como un ano, sin membrana fibrosa”–, explica algunos problemas centrales de su obra posterior y de la literatura: el arte como apoteosis de la soledad, la imposibilidad de comunicar, la dificultad del amor y la amistad, la superación del tiempo (éxtasis o muerte) como lucha destinada a la música o al fracaso. Este es un fragmento de ese ensayo, recién publicado junto a otros textos críticos por las ediciones UDP. (…) Si para Proust el amor es una función de la tristeza del hombre, la amistad es una función de su cobardía; y, si ninguno de los dos puede realizarse a causa de la impenetrabilidad (aislamiento) de todo lo que no es “cosa mentale”, por lo menos la imposibilidad de poseer puede tener la nobleza de lo trágico, mientras el intento de comunicar donde no hay comunicación posible es sólo una vulgaridad simiesca, u algo horriblemente cómico, como la locura de mantener una conversación con los muebles. La amistad, según Proust, es la negación de esa soledad irremediable a la que está condenado todo ser humano. La amistad implica una aceptación casi lastimosa de valores superficiales. La amistad es un recurso social, como la tapicería o la distribución de cubos de basura. No tiene relevancia espiritual. Para el artista, que no se queda en lo superficial, rechazar la amistad no es sólo razonable, sino necesario. Porque el único desarrollo espiritual posible se encuentra en el sentido de la profundidad. La tendencia artística no es expansiva, sino una contracción. Y el arte es la apoteosis de la soledad. No hay comunicación porque no hay vehículos de comunicación. Incluso en las escasas oportunidades donde la palabra y el gesto resultan ser expresiones válidas de la personalidad, pierden su significado al atravesar la catarata de la personalidad que se les opone. O hablamos y actuamos por nosotros mismos –en cuyo caso una inteligencia ajena distorsiona el discurso y la acción y los vacía de su significado– o hablamos y actuamos para los demás –en cuyo caso decimos y actuamos una mentira. “Uno miente toda la vida”, escribe Proust, “especialmente a quienes nos aman, y sobre todo a ese extraño cuyo desprecio más nos dolería: uno mismo”. Pero el desprecio de media docena –o medio millón– de imbéciles sinceros por un hombre de genio debiera sanarnos de nuestro contumacia absurda y de nuestra sensibilidad ante esa calumnia abreviada que llamamos insulto. Proust sitúa la amistad en algún punto entre la fatiga y el hastío. No comparte la idea nietzschiana de que la amistad debe basarse en la simpatía intelectual, porque no encuentra en la amistad ni la más mínima significación intelectual. “Nos ponemos de acuerdo con aquellos cuyas ideas (no platónicas) tienen el mismo grado de confusión que las nuestras”. Para él, el ejercicio de la amistad equivale al sacrificio de esa única esencia real e incomunicable de la propia personalidad para satisfacer las exigencias de un hábito temeroso cuya confianza en sí mismo sólo se puede restaurar mediante una dosis de atención. Representa un gesto falso del espíritu: desde dentro hacia fuera, desde la asimilación espiritual de los valores inmateriales que proporciona el artista, que éste extrae de la vida, hacia las cáscaras abyectas e indigeribles del contacto directo con lo material y concreto, con lo que llamamos lo material y lo concreto. De modo que él viaja a Balbec y a Venecia, se encuentra con Gilberte y la duquesa de Guermantes y Albertine, sin sentirse atraído por lo que ellas son, sino motivado por sus equivalentes arbitrarios e ideales. La única búsqueda fecunda es excavatoria, una inmersión, una contracción del espíritu, un descenso. El artista es activo, pero su actividad es negativa, la nulidad de los fenómenos extracircunferenciales lo repugna, busca el centro del remolino. No puede ejercer la amistad porque la amistad es

la fuerza centrífuga del autotemor, de la autonegación. Tiene que considerar a Saint-Loup como alguien más general que él, como un producto de la nobleza francesa más antigua, y la belleza y desenvoltura de su afecto hacia el narrador –por ejemplo, cuando realiza la gimnasia más delicada y elegante en un restaurante de París para su amigo no sea molestado– se aprecian no como la expresión de una personalidad especial y encantadora, sino como los aditamentos inevitables de una cuna y una educación excesivas. “El hombre”, escribe Proust, “no es un edificio en cuya superficie se pueda colocar ampliaciones, sino un árbol cuyo tronco y follaje expresan la savia interna”. Estamos solos. No podemos conocer ni ser conocidos. “El hombre es la criatura que no puede salir de sí misma, que conoce a los demás sólo en sí misma, y que si afirma lo contrario, miente”. Aquí, como siempre, Proust se aparta completamente de toda consideración moral. No existe el bien ni el mal en Proust o en su mundo. (Excepto, quizás, en los pasajes que tratan sobre la guerra, donde por un momento deja de ser artista y levanta la voz con la plebe, la masa, la multitud, la chusma). La tragedia no tiene que ver con la justicia humana. La tragedia es el enunciado de una expiación, pero no la expiación miserable de una infracción codificada de alguna norma local, organizada por bellacos para los tontos. La figura trágica representa la expiación del pecado original, de ese pecado eterno y originario de él y de todos sus “socii malorum”,1 el pecado de haber nacido. “Pues el delito mayor Del hombre es haber nacido.”2 1

“Compañeros en la desgracia”.

2

Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño.

Traducción de Marcela Fuentealba. Gentileza de Ediciones UDP.

Proust: uno miente toda la vida, especialmente a quienes nos aman, y sobre todo a ese extraño cuyo desprecio más nos dolería: uno mismo. Beckett: la única búsqueda fecunda es excavatoria, una inmersión, una contracción del espíritu, un descenso. el artista es activo, pero su actividad es negativa, la nulidad de los fenómenos extracircunferenciales le repugna, busca el centro del remolino.

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+ La tendencia artística no es expansiva, sino una contracción. Y el arte es la apoteosis de la soledad. No hay comunicación porque no hay vehículos de comunicación. Samuel Beckett

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ilustrado

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La inescrutable banalidad de una taza

L

a memoria involuntaria es explosiva, “una deflagración inmediata, total y deliciosa”. Restaura no sólo el objeto del pasado, sino al Lázaro que seducía o torturaba; no sólo a Lázaro y el objeto, sino más porque menos, más porque abstrae lo útil, lo oportuno, lo accidental, porque su llama ha consumido el Hábito con todas sus obras, y su brillo ha revelado lo que la realidad postiza de la experiencia jamás puede ni podrá revelar: lo real. Pero la memoria involuntaria es un mago rebelde al que no se puede importunar. Escoge su propio tiempo y lugar para realizar el milagro. No sé con qué frecuencia se repite ese milagro en Proust. Creo que doce o trece veces. Pero basta con la primera –el famoso episodio de la magdalena remojada en el té– para que se pueda afirmar que el libro entero es un monumento a la memoria involuntaria y la epopeya de su actuar. Todo el mundo de Proust sale de una taza de té, no solamente Combray y su infancia. Pues Combray nos lleva a los dos “caminos” y a Swann, y es a Swann que debe relacionarse cada elemento de la experiencia proustiana, y en consecuencia su clímax en la revelación. Swann está detrás de Balbec, y Balbec es Albertine y Saint-Loup. Involucra directamente a Odette y Gilberte, los Verdurin y su clan, la música de Vinteuil y la prosa mágica de Bergotte; indirectamente (a través de Balbec y Saint-Loup), a los Guermantes, Oriane y el duque, la princesa y M. de Charlus. Swann es la piedra angular de toda la estructura y la figura central de la infancia del narrador, infancia que la memoria involuntaria, estimulada o hechizada por el sabor desde hace tanto tiempo olvidado de una magdalena remojada en una infusión de té, evoca en todo el relieve y el color de su significado esencial desde la inescrutable banalidad de una taza. Samuel Beckett, Proust

además de una infinidad de ensayos, montajes de teatro y cine, la obra monumental de

Marcel Proust

ha inspirado cosas como esta novela gráfica del ilustrador

Stéphane Heuet, publicada por sexto piso.

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Septiembre 2008 [

catálogo

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Clásicos

Poesía

• 62 maneras de apoyar la cabeza | G.C. Lichtneberg, prólogo de Juan Villoro | tumbona

• Cardos | Marcela Fuentealba | hueders

• Aforismos de Zürau | Franz Kafka | sexto piso

• Cien poemas japoneses | Kenneth Rexroth | gadir

• Instrucciones a los sirvientes | Jonathan Swift | sexto piso

• Las flores del mal | Charles Baudelaire | nórdica

• El mejor relato del mundo y otros no menos buenos | Rudyard Kipling | sexto piso

• Sin contar | W.G. Sebald y Jan Peter Tripp | Poesía y grabados | nórdica

• El proceso | Franz Kafka | gadir • En busca del tiempo perdido. Por el camino de Swann | Marcel Proust | Novela gráfica de Stéphane Heuet | sexto piso

Infantil y juvenil

• La abadesa de Castro | Stendhal | impedimenta

• Kashtanka | Antón Chéjov | Cuento ilustrado | gadir

• La muerte del león | Henry James | sexto piso

• El príncipe feliz | Oscar Wilde | Cuento ilustrado | gadir

• Los Cenci | Stendhal | impedimenta

• Las extraordinarias aventuras de Caterina | Cuento ilustrado | gadir

• Los exaltados | Robert Musil | sexto piso

• Lo mejor del mundo son los niños | Fernando Pessoa | Poemas ilustrados | gadir

• Prosa temprana y obra póstuma publicada en vida | Robert Musil | sexto piso (caja con cuatro

• Ulises, La maldición de Poseidón | Novela gráfica de Sébastien Ferran | sexto piso

volúmenes).

• Ulises, El canto de las sirenas | Novela gráfica de Sébastien Ferran | sexto piso

Ensayo: literatura, filosofía, ciencia, arte, cultura

Narrativa francesa

• Adiós al cuerpo | David Le Breton | la cifra

• La búsqueda de lo absoluto | Honoré de Balzac | gadir

• Breviario del caos | Albert Caraco | sexto piso

• Mi abuelo | Valérie Mréjen | Novela | periférica

• Contra el amor | Laura Kipnis | tumbona • Contra la alegría de vivir | Phillip Lopapte | tumbona • Edad oscura americana | Morris Berman | sexto piso

Hispanoamericana

• El cuerpo a la carta | Cathy David | la cifra

• Help a él | Fogwill | periférica

• El loco impuro | Roberto Calasso | sexto piso

• Hilo de cometa | Israel Centeno | periférica

• El ritual de la serpiente | Aby Warburg | sexto piso

• Iniciaciones | Israel Centeno | periférica

• El crepúsculo de la cultura americana | Morris Berman | sexto piso

• El viento ligero en Parma | Enrique Vila-Matas | sexto piso

• El objeto singular | Clément Rosset | sexto piso

• Navidad y Matanza | Carlos Labbé | periférica

• Esto no es real, La historia de i | Paul Nahin | qed • La locura que viene de las ninfas | Roberto Calasso | sexto piso • Los sonámbulos. Origen y desarrollo de la cosmología | Arthur Koestler | qed

Inglesa, irlandesa, norteamericana

• Las sombras errantes | Pascal Quignard | la cifra

• Crónica de Dalkey | Flann O’Brien | nórdica

• Manual de estilo del arte contemporáneo | Pablo Helguera | tumbona

• El estrecho rincón | William Somerset Maugham |

• Matemáticas e imaginación | Edward Kasner y James Newman, prólogo de J. L. Borges | qed

• El reparador | Bernard Malamud | sexto piso

• Post Mortem | Albert Caraco | sexto piso

• El tercer policía | Flann O’Brien | nórdica

• Sobre arte y literatura | Joseph Joubert | periférica

• La boca pobre | Flann O’Brien | nórdica

• Zenón de Elea | Giorgio Colli | sexto piso

• Santuario | Edith Warthon | impedimenta

Diarios, memorias, crónicas

Italiana

• Cézanne | Joachim Gasquet | gadir

• Aquiles enamorado | Alberto Savinio | sexto piso

• Crónicas escogidas | Joachim Machado de Assis | sexto piso

• La conciencia de Zeno | Italo Svevo | gadir

• Diario de guerra | George Orwell | sexto piso

• La piedra lunar | Tommaso Landolfi | sexto piso

• El cortesano y su fantasma | Xavier Rubert de Ventós |

sexto piso

sexto piso

• Todos los relatos | Italo Svevo | gadir

• Extravíos o mis ideas al vuelo | Príncipe de Ligne | sexto piso • La librería de los escritores | Mijaíl Osorguín | sexto piso | La Central • La nieve | Johanna Schopenhauer | periférica

Serbia, danesa, polaca

• La vida es un balón redondo | Vladimir Dimitrijevic | sexto piso

• El festín de Babette | Isak Dinesen | gadir

• Los Rolling Stones en Perú | Sergio Galarza y Cucho Peñaloza | periférica

• El hospital de la transfiguración | Stanislaw Lem | impedimenta

• Memorias de una madame americana | Nell Kimball | sexto piso

• La mano de la buena fortuna | Goran Petrovic | sexto piso

• Recuerdos de un estudiante pobre | Jules Vallès | periférica

• Pieza única | Milorad Pavic | sexto piso

• Retrato de Balzac | Théophile Gautier | sexto piso

• Siete pecados capitales | Milorad Pavic | sexto piso

Teatro • Capitán Ulises | Alberto Savinio | sexto piso • La máquina Hamlet | Heiner Müller | la cifra

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miscelánea

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¡Tú, hache de mala madre, letra innecesaria! De la sección “Algunos insultos shakespearianos”, Miscelánea original de Schott, de Ben Schott (Londres: Bloomsbury | Barcelona: El Aleph, 2003)

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Una publicación de editorial y distribuidora Hueders | Prohibida su venta | Ejemplar gratuito Año 1 - Número 2 | Octubre-noviembre de 2008

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hueders | libros México: Sexto Piso, Tumbona, Los Libros de Homero, La Cifra, QED | España: Periférica, Impedimenta, Nórdica, Gadir, Arcadia | En las mejores librerías, al precio de su país de origen (+ IVA) | Ventas: xo@hueders.com, Tel. 639 0093


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