Antología de Henar Bengale

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Henar Bengale

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Alejandra Laguna Alexis W. Salinas Andrea Neptune Clara Encinas Tejero Cyanide David Miralles Jêveur Laura Mazón Maldonado Lleraykt Bello Pernía Lucía Aguirre Marina Aracil Michelle A. Birdwistle Patricia Aguilar Pedro López Pedro Rodríguez Expósito Rosa Berbel Srta. While

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fantasmas fotografĂ­as Patricia Aguilar Henar Bengale































lane

significa recuerdos en algĂşn idioma del norte.


Solías decir que tenía 14 mares, que los tuyos eran 7, más los 7 de la abuela eran 14, que todos eran míos, que no tenía que temer, que en el mar no hay más que agua y voluntad, que no había tierras ni monedas por luchar, que la lucha era por nadar, que no había lugar para el mal, que al mal se lo traga el agua, solías decir que era mar, el mar de las lágrimas de tristeza y del reír del alma. Mar de libertad, de descontrol y actividad, solías decir que era marinero de marinos, que el mar era yo y no al revés, solías decir que morirías allí donde viste, amaste, gozaste y lloraste, que en los 14 mares que bañaban mi vida no hay una esquina donde tu velero pueda naufragar, que en los 14 mares de mi alma, no tu velero no sabe encallar. Lleraykt Bello Pernía / 23 / Barcelona


El médico prepara el material para la autopsia Cuatro cuerpos yacen en la mesa de operaciones Cuatro cuerpecitos minúsculos y lacios Las mariquitas aún crujen bajo sus dedos La abeja ya no liba ni pica El aguijón reposa en el cuello del cirujano Una pústula rojiza de veneno y pus Entonces la libélula Nácar arco iris seda Demonio volador Dios insecto temido Hermosa hasta en la muerte con el cuerpo atravesado de alfileres exhibido ante el hombre hijo verdugo El médico prepara el material para la autopsia Un cuerpo yace en la mesa de operaciones ¿Ven ustedes la picadura en el cuello? Comenta a sus alumnos Era alérgico al veneno Patricia Aguilar / 21 / Sevilla


Ahora todo es claridad, es luz. Al contrario de lo que se cree en la dimensión humana, el vacío no es oscuridad, la oscuridad nos envuelve en casi todos nuestros momentos felices. La luz es más cosa de la cotidianidad, ¿y qué es el vacío sino algo cotidiano? Ahora estoy aquí, pero tiempo tuve una misión, que al final es todo lo que puede satisfacer a una cosa. (Perdonad mi lenguaje, pues no es mi intención hacer creer a nadie que un objeto tiene una sensibilidad parecida a los humanos, pero de alguna forma tengo que expresarme para que me entendáis. Utilizaré vuestro lenguaje, y por ello necesitare hacer míos sentimientos que son infinitamente distintos). Nunca fui un objeto cualquiera, en un mundo en el que predominan los compuestos plásticos y los utensilios poco resistentes, un bote de vidrio es un objeto muy demandado.


En este mundo, si es que se le puede llamar así, en el que me encuentro ahora no hay diferencias de ese tipo, da igual el uso que tuvieras en la pasada vida, no importa el material en el que estés hecho, ni siquiera el nivel de mantenimiento que tus dueños te dieran. Aquí todas las almas son iguales, todos los objetos, en otra vida inanimados, pasan a un comunum perfecto, sin irregularidades. ¿Y es que los tarros de vidrio tienen alma? No tenemos alma en el sentido sensible del término, no como lo entienden los seres animados que pueblan el universo. No sentimos como estos, en especial como los de origen animal, pero nuestras creaciones tiene un punto de nacimiento en común con la naturaleza. La aleación más peculiar que pueda verse en el universo de los humanos tiene una base elementar de la naturaleza. Incluso mi caliza, mi carbonato de sodio, fundidos y soplados en grandes hornos, tuvieron un origen inicial en parte de la reina madre. Probablemente esa parte integrante de la naturaleza es el que se expresa por mí, pero yo aún no lo sé, esa discusión está todavía en la más alta cúspide de los sabios metafísicos de la objetualización. Yo no me encuentro entre ellos, por supuesto, acabo de incorporarme a este luminoso vacío, todavía mi vida pasada en el alto y polvoriento estante de algún lugar de la dimensión humana interfiere en los nuevos procesos cuasisensibles que estoy experimentando. Y es que así transcurría la existencia de un objeto, entre los placeres de ser usado –una vez más recurriendo a conceptos no aplicables a nosotros– y lo periodos en que el polvo y el resto de factores externos iba desgastando nuestro material base. Al fin y al cabo lo más parecido al sentimiento humano –que ahora puedo entender– en mi vida pasada era un proceso que sentían nuestras moléculas, y para el cual no existe palabra en el lenguaje humano, cuando encontraban una utilidad para nosotros. Cuando nuestro Valor de Uso se efectualizaba. Alexis W. Salinas / 21 / Madrid



El tren llegó demasiado pronto a una estación abandonada por los sueños y las ilusiones de la gente. En el vagón número ocho partiste lejos de mí, lejos de mi pArís, y lejos de todos mis sueños. Cogiste las maletas, despegaste lejos de mis brazos, y lloré hasta que me quedé dormida en la cama esa misma noche, abrazando a una almohada que simulaba ser tu cuerpo. Lloré por las esquinas que hacían eco a mis lágrimas, y sentí entre las costillas que mi corazón dejó de latir con tu marcha. El tren número ocho con una K como nombre se escapó de pArís y no volverá, nunca se dice nunca, pero cuando tienes billete de ida en la estación de la realidad no hay demasiadas esperanzas a que el abrazo de esa persona vuelva a enjaularte de nuevo. No hay esperanzas entre las vías, sólo quedan las sonrisas abandonadas y el comienzo de las lágrimas de aquellos que ven a sus seres despegar. Yo, por suerte o por desgracia, te dejé un trozo de mi entre tus párpados, para que no supieras que me dejé parte de mi ser, te habrías enfadado, lo sé, pero quise que te acompañara allá donde fueras. Y por eso se que mientras veo fotos de la Torre Eiffel, que me recuerda a ti por lo grande que has sido, saco una sonrisa con lágrimas de licor fuerte y me digo que la vida que tuvimos fue para recordar. Y eso haré, recordarte hasta que yo coja el próximo tren. Srta. While / 20 / Madrid


Era un día de invierno, pero no de los que helaban. Hacía sol y la calle estaba despejada. Incluso apetecía darse una vuelta por Les Champs Élysées y tomar un vaso de vin chaud. Sin embargo, Lía y su papá habían decidido sacar la vieja bicicleta que guardaba polvo en el sótano. Apenas la habían utilizado y ya iba Era un día de invierno, pero no de los que helaban. Hacía sol y la calle esta siendo hora de quitarle los patinetes. —No voy a poder, es muy grande para mí —dijo la pequespejada. Inclusoñaapetecía darse una vuelta por Les Champs Élysées y tomar u al subirse sobre el sillín. —Claro que sí —la miró a los ojos—, tú eres más grande so de vin chaud. Sin que ella. embargo, Lía y su papá habían decidido sacar la vie

cicleta que guardaba polvo Apenas latenía habían Poco a poco,en Papáelle sótano. fue explicando cómo lo que ha-utilizado y ya i

cer: al principio, él la sujetaría por detrás, mientras que Lía poendo hora de quitarle los patinetes. nía los pies sobre los pedales y cogía impulso; una vez que se viera con soltura sobre la bicicleta, la soltaría.

—No voy a poder, es muy grande para mí —dijo la pequeña al subir

bre el sillín.


Y así lo hicieron. Al principio apenas conseguían avanzar un par de metros, pero poco a poco, y con paciencia consiguieron dominar la técnica; hasta que de repente, Lía escuchó a sus espaldas: «¡Te suelto!». Lo había conseguido. Ahora sólo era ella y la bici. Sentía la brisa invernal sobre las mejillas y su bufanda oscilar con el viento. Su respiración agitada se llenaba de frío parisino y notaba el latir de su corazón. Nunca antes se había sentido tan viva. A los poco metros empezó a tambalearse y decidió poner los pies de nuevo sobre la tierra; pero lo había conseguido. Una segunda vez. Quería volver a volar otra vez. Repitieron la maniobra padre e hija, pero esta vez la bicicleta se desvío hacía un montículo de nieve que sobresalía en la carretera. Lía cayó al suelo, junto con la bici y su padre. —¿Estás bien pequeña? —Creo que me he hecho sangre en la mano. Me duele mucho. —Tranquila —le susurro su padre al odio—. ¿Sabes? Yo, cuando era pequeño, me caí la primera vez que levanté los pies de la tierra. ¡Y no fue la única! Pero así es como de verdad se aprende: levantándose tras cada caída y sin rendirte nunca. Que el miedo a caerte nunca supere las ganas de conseguir lo que te propongas. Vamos, levantémonos y sigamos intentándolo. Las palabras de su padre calaron muy hondo a Lía. Volvería a volar, y muy alto. Todos los grandes vuelos conllevan un riesgo, y eso lo sabía. Sin embargo, mereció la pena la caída. Desde aquel día se esforzó el doble para llegar a la meta. Sí, sufrió alguna que otra caída, pero nada que las palabras de su padre no pudieran paliar; esas palabras que siempre conseguían volver a hacerla volar. Su zumo de pájaro favorito. David Miralles / 22 / Alicante



brev que quiere decir carta en noruego.


De Madrid a BerlĂ­n. Cyanide / 23 / Madrid


De Buenos Aires a Copenhague. JĂŞveur/ 17



En la quietud de la noche desperté del letargo infinito, mi garganta sabía a bilis, mi cuerpo se estremecía bajo el ínfimo peso de aquellas sábanas sucias. Soñar. Viajar a la lejana Arcadia. Volar a ese imaginario lugar. Cantar bucólicas junto a las pastoras. Anidar. Esa necesidad de desaparecer y renacer. De permanecer oculta apretujada entre tus brazos. Pero no podrá ser. Seguiré levitando sin rozar el cielo. En las letanías de mi castigo eterno. (sin tí) Pedro Rodríguez Expósito / 25 / Alicante



el traumatĂłlogo se ha quedado sin voz por competir con un tren. A ver quiĂŠn grita mĂĄs.


Patricia Aguilar / 21 / Sevilla



Clara Encinas Tejero / 18 / Rute




relatos Alejandra Laguna Andrea Neptune Laura Mazón Maldonado Lucía Aguirre Marina Aracil Michelle A. Birdwistle Pedro López Pedro Rodríguez Expósito Rosa Berbel Srta. While fotografías Henar Bengale



Náufrago. Navegante de latidos, que entre olas de mar salado tragas orgullo indigesto. Ven y deja caer el ancla, clavándose en la arena fina de la playa. Quédate conmigo y veremos como suben las mareas, hagamos dibujos de la luna llena, de su otra cara oculta, de su sabor a queso plateado. Bañémonos en su reflejo, hagamos de la noche nuestro momento más íntimo,pero sin dejar de lado a la mañana, que ella también nos hace naufragar con sus rayos de sol. Saltemos desde los puertos. Quiero robar un barco para perderme contigo en la inmensidad del mar, ver los peces de colores, y gritar a las ballenas cosas incoherentes, como nuestro amor. Náufrago. Piérdete en el mar para nunca más volver, haz que te eche de menos, que quiera perderme en el agua salada yo también. Quiéreme, ámame, y trátame como la sirena de tus mares. Quiero ser la inestabilidad del agua de tu cuerpo, la causante de tus mareas internas, la que ponga la bandera roja ante los demás bañistas. Te erosiono. No pierdas el ritmo de los remos. Que no se te cansen los brazos. Mete la cabeza bajo el agua y oye lo imposible, escucha la nada que se respira en un océano sin oxígeno. Sal a la superficie. Ahora. Respira. Que el salitre del mar te entre en los pulmones. Srta. While / 20 / Madrid


Era el Después. El Antes que conocí no tenía nada que ver con el Ahora en el que vivía. Pienso en ella como en un café recién hecho una mañana de Invierno en la que tienes que ir a trabajar. Era el pequeño gran placer de despertarse y saber que iba a estar ahí. El hecho de no olvidar ninguno de los lunares contados en su espalda y poner como excusa querer recordarlos o, porque no, decir que puede que su piel haya colocado alguno nuevo entre los surcos que dejaban sus costillas para volver a recorrerlos.


“Cuidado, no vayas a recordarme”. ¿Que respuesta esperan cuando te dicen una frase de ese calibre? Una sonrisa, por supuesto. Fue su frase en nuestra primera noche en vela juntos, o quizá debería decir de nuestra primera noche de crear Poesía juntos. Recalco el juntos, porque siempre, hasta entonces, habíamos estado separados en todos los momentos de nuestra vida. Siempre habíamos escrito por separado, tomado el desayuno por separado, ido en la misma línea de metro, al mismo lugar y a la misma hora, pero por separado. Recitado, huido, fotografiado y viajado por separado. Si fuéramos objetos, cosas en una estantería, ahora mismo te diría que éramos esa clase de ventas en las que una etiqueta minúscula reza: “Se venden por separado” pero que, si las juntas en algún momento, puede aumentar bastante tu diversión. Lo llamo diversión como podría llamarlo disfrute, placer, gusto o, incluso si nos ponemos muy sobresaltados, felicidad. Exacto, como la que no se busca. Así fue como la encontré y a día de hoy no me arrepiento de ninguna de las tonterías que llegué a vivir con tal de ver aquella primera mueca de sonrisa en su rostro. Obviamente, la recuerdo, y mira que ha pasado tiempo desde entonces. La recuerdo levantándose, echando la sábana a un lado, ordenando un pelo que no le obedecía porque aún estaba soñando despierto y mostrándome aquella espalda que yo me desvivía por descubrir. Recuerdo sus fotos en aquella pared color violeta, como las flores que le gustaban y que nunca le llevé a su jarrón vacío. La recuerdo como esa perla de mi vida que siempre brillará por más que pasen los años. A día de hoy, sigo despertándome a su lado todas las mañanas, sigo parando el mismo despertador a la misma hora y yendo al mismo trabajo, tomando la misma marca de café, comiendo el mismo número de tostadas, cogiendo la misma línea de metro que me lleva al mismo lugar donde me crucé con su mirada la primera vez. Sigue sin dejarme dormir muchas noches. Sigue haciéndome sonreír todos los días. Todo lo demás puede cambiar o puede haber cambiado a lo largo del tiempo pero en eso, amigo mío, seguirá siendo toda una experta. Pedro López / 21 / Almería


Soñé que la madrugada tibia me recibía entre gritos esperpénticos de dolor y muerte. En el bosque el vacío era inconmensurable, me mordían aún los besos en la piel, aquella que habías besado tantas veces, sentí un escozor profundo y molesto, como si tu saliva fuera tinta, como si tus besos se hubieran tatuado invisiblemente en la capa más profunda de la dermis. Créeme, la piel me palpitaba, tu ausencia me ahogaba. Pulmones encharcados de amores derretidos. La niebla cubría las pupilas, traspasaba las pestañas, el amanecer perezoso no crecía en el horizonte, parecía pesarle la pena, parecía todo una grandiosa pesadilla, destiñéndose en los ojos perdidos. El silencio oscurecía mis pensamientos, anulándolos casi por completo. Todo a mí alrededor parecía temblar, parecía convulsionarse en un frenesí sin sentido, loco, desmajeado. Las ramas mortificadas de los árboles zozobraban, negras prolongaciones escurriéndose, retorciéndose hacia arriba, siempre arriba, sin llegar a cazar nunca al cielo grisáceo. El bosque se cerraba a mi alrededor, la sangre me manaba de todas partes, todas las heridas abiertas de una vez en un único acto de violencia sin precedentes. Sentía la arcada arañar con fuerza la garganta, cuantas veces quise vomitar todo aquel veneno que me hiciste tragar, tan solo para poder enfocar la vista, para escapar del laberinto, del bosque tenebroso e interminable en el que había perdido algo más que la cordura. Algo más que esa esperanza falsa que abracé sin reparos. Corrí, caminé, en mi delirio tú tomabas tu forma, tu silueta era la misma, pero en tus ojos se podría ver otra naturaleza, una que se me hacía más amable, más cercana. Perseguí a tu espectro incansablemente. Me contaminaste. Te dije que era extraña. Tropecé con una gruesa raíz negruzca que parecía rezumar de la tierra, casi como una mano muerta queriendo aferrar mi vida extinta. El hueso dio de lleno con la tierra oscura. La cabeza se perdió en un estado semiinconsciente, irrecuperable. De repente vi un punto rojo fijo arriba, como pintado encima de las ramas mortificadas y del cielo que no quería amanecer. Casi como si se hubiera abierto una gran y sangrante herida de bala. Sonreí estúpidamente tumbada en mi propia tumba. Me sentía como Gatsby observando desde la tierra la luz verde perdiéndose en la línea inconmensurable de la noche. Imaginando a su amada. Pero mi luz no era verdad, mi luz era sangre.


Mi sangre. Tu herida. Mi muerte.

Michelle A. Birdwistle / 18 / Barcelona



Había decidido que el respirar ya no era suficiente razón. Contaminada, bien adentro todo el humo, ahogándola, toda la consciencia de su existencia, de la existencia del mundo, cruel, de la existencia de la realidad, de todas aquellas cosas injustas terribles, de los momentos no vividos, de los sueños, siempre rotos, siempre empañados por respiraciones ajenas. Las lágrimas, calientes, latiéndole en las pupilas, caían lentas por ambas mejillas, dificultando su visibilidad. No le importaba, moriría en medio de la nada, en la carretera gris, como todas aquellas que no recorrió. De un solo golpe, un golpe brutal, como había sido toda su vida, así debía ser, no de otra forma. Y entonces aquel frenazo, las luces iluminando aquel cuerpo, la respiración cortada en la garganta, aire sin respirar. Aquel animal mirándola directamente a los ojos, sin miedo. Aquel animal, puro, nacido en algún bosque verde, plagado de oxígeno, de calma. Aquel animal saneándole el alma, adentrándose de una sola mirada en su devenir, en su vida. Se deshizo de las lágrimas y abrió la puerta del coche, queriendo encontrarse con aquel ser purificador. Pero al salir al frío de las tres de la madrugada, aquel ciervo ya no estaba. (Jamás había estado) Michelle A. Birdwistle / 18 / Barcelona



XI Inhalaste el aire pútrido de la cueva en mitad del bosque no importaba Suelo ácido del lugar el olor de un águila corrompida en una tarde de lluvia podría ser Vibraron tus costillas el útero, las entrañas una sacudida plácida, rápida. un lejano ulular. XII Si algunas vez piensas volver, el bosque te espera. Con tu sed de flores marchitas, anhelo de calor y siembra. Si alguna vez quieres volver, el phooka te espera. Con tu ansia de noches trémulas, deseo de sudor y tierra. Pedro Rodríguez Expósito / 25 / Alicante


Mi madre siempre me decía que me tomara las pastillas, pero a mí me la sudaba. Yo ya estaba cansado de tragar tanta mierda. El psicólogo se empeñaba en decirle a mi madre que estaba enfermo, y ella se lo creía. No entiendo cómo podía ser tan ingenua como para creérselo. ¿Sabéis? Llegó un momento en el que me cansé. La lié. Me cabreé. En la última sesión que tuvimos, el psicólogo tuvo que llamar a mi padre para ver si entre los dos podían tranquilizarme. Yo no dejaba de gritar que me dejaran en paz, que no estaba enfermo. Tiraba las cosas que había a nuestro alrededor contra el suelo o las paredes, y a ellos sólo se les ocurría decirme que me relajara, que no pasaba nada por estar allí.


Y es que ese era el problema. Eso a mí me enfurecía. Las pastillas acabaron volviéndome loco. Yo sé que antes no lo estaba, aunque todos me trataran como a un enfermo mental. Cuando me harté de las estúpidas palabras del psicólogo, lo agarré por el cuello y os juro que tuve ganas de matarlo. Quería apretar y apretar. Dejarlo sin aire. Que se ahogara entre mis manos. No os imagináis lo mucho que lo deseé. No sé si fue por suerte o por desgracia, pero mi padre me agarró y consiguió soltarme del cuello del psicólogo cuando supo que por mucho que me gritara no lo iba a soltar, que estaba dispuesto a matarlo. A partir de entonces las sesiones con el psicólogo terminaron, supongo que porque el doctor me tendría miedo. Me encerraron en un loquero por su culpa. Ni siquiera me dejaban salir de la habitación. Estuvieron a punto de atarme con correas, aunque no llegaron a hacerlo porque aprendí a estarme quieto. Al principio me obligaban a meterme mierda más fuerte de la que me hacían tomarme antes de que me metieran al loquero. Conforme iba pasando el tiempo, la medicación fue disminuyendo, hasta que un día dijeron que ya no tenía que tomarme nada más. Hoy hace tres meses de eso. Estoy contento, porque me han sacado de la habitación en la que me tenían encerrado. Ya puedo andar por la calle sin que mis padres desconfíen de mí. Y eso me gusta, porque ahora puedo ir a matar al psicólogo que me jodió la vida sin que me detengan. Andrea Neptune / 16 / Albacete


La luz del tercero estaba encendida, también la del cuarto. La del segundo brillaba, amarilla, iluminando el salón. Las farolas no funcionaban y no se veía nada, excepto los cuadrados de luz del edificio de enfrente, que era lo único que parecía existir en aquella oscuridad absoluta. El mundo exterior se había transformado en una boca de lobo, profunda como un pozo, negra como el petróleo, tan pegajosa como este, que se adhería a los edificios, engulléndolos, tiñéndolos. Germán observaba aquella estampa sentado en una butaca delante de la ventana, con el pijama siendo ya casi parte de su piel, aguardando a la noche auténtica, intentaba imaginar qué harían aquellas personas en aquel momento, cuando el reloj marcaba las doce. Intuía que el del segundo se había dormido en el sofá, cuello torcido y pies sobre la mesa, con la televisión y laluz encendida, la pantalla emitía unas imágenes que dibujaban figuras las cuales se deslizaban como si fuesen peces por las cortinas.


La del cuarto temía a la oscuridad, y esperaba en su habitación tenuemente iluminada por la luz del comedor a la llegada del marido, para que pulsara el interruptor , transformando el piso en un reino de tinieblas, y la protegiese de los monstruos bajo la cama. Pero para eso aún era pronto, quedaban todavía algunas vueltas más de las manecillas del reloj. Los del tercero discutían entre susurros para no molestar. Tras las ventanas sin cortinas, se vislumbraban los aspavientos de los brazos de ella, los gestos contenidos de él. La caja de paredes pintadas contenían sus palabras desagradables, los huesos vecinos sujetaban sus gargantas, los relojes ahogaban los gritos. Germán observaba con ojo crítico y curioso, sin prismáticos, no los necesitaba tampoco, pues no era necesario saber que hacían exactamente, bastaba con imaginarlo, era una manera de evitar clavar la vista en el caos de su apartamento, caos que era el reflejo de su propio interior, ante el cual había cegado sus ojos. Colocó los pies sobre la pared, sujetándose con los dedos al marco de la ventana y aguardó a algún cambio, cualquiera por mínimo que fuese, otra luz encendida, un coche atravesando la calle, una voz más alta que otra en el tercero, el llanto de los niños del primero. Algo que rompiese la escena estática y de algún modo magnética en la que se había tornado aquella estampa, y es que la vida de los demás le parecía más curiosa, más apetecible que la suya propia, aquello era perfecto en su incorrección, en sus miedos, discusiones, en esa calma aparente. Las pastillas contra el insomnio continuaban en la caja y esta, aún cerrada, descansaba en la mesita de noche. Los monstruos, sus monstruos, aguardaban bajo la cama, en el armario, en su subconsciente, esperaban a que el sueño llegase, pero Germán estaba dispuesto a no dormir, a ganar la batalla una noche más, a continuar, ahora sin distracciones, con los ojos abiertos. Alejandra Laguna / 18 / Ciudad Real


aquí.

-¡Eh, guapa! Seguro que te apetece algo de lo que tengo por

-Cállate, tú no puedes tener nada que a mí me interese. -¿Ah, no? Pues yo creo que sí. Se comenta por el barrio que hace ya unos meses que te interesan los estupefacientes. Que desde que aquel estúpido te dejó, sólo buscas desesperada algo que te haga quitarte ese dolor con un buen colocón. -¿Quién te ha dicho eso? -Eso no importa, el caso es si quieres algo de lo que yo tengo, y no me refiero concretamente a las drogas… -¿Tienes algo que me pueda meter? -Claro que sí guapa, tengo todo lo que quieras para ti solita. -Pues dame unos gramos.


-Nena, no me refiero a eso… -¡Que me des 30 gramos de cocaína, joder! -Vale, vale tranquila. Aunque si quieres, te lo puedo dejar gratis si me haces un trabajito… -Toma- le tiré un billete sin importarme el precio y me fui-. Empecé a andar, sin rumbo alguno. Aturdida, desesperada. –Menudo imbécil-pensé-aunque tiene razón. Nunca he vuelto a ser la misma desde aquel día. Él me introdujo en esto de las drogas, y ahora ya no podía quitármelas de encima. Y si encima no estaba él, necesitaba más todavía. Pero, ¿qué importa eso ahora? Estoy sola, en un lugar precioso, y con treinta gramos de cocaína. ¿Qué más puedo pedir ahora mismo? Sin saber cómo llegué colocadísima al pico de una montaña. Estaba nevando, y notaba como se me erizaba la piel. Pero no me importó, tampoco notaba demasiado el frío. De repente se me removía todo. En lugar de cinco, comencé a ver veinte montañas. Sentí una sensación de agobio, de calores internos. Sentía que por mucho que mirara fijo a un objetivo, todo se movía, que mis piernas no se mantenían estables, y que las vísceras me subían por el esófago hasta llegar a mi garganta. Me desnudé y empecé a retorcerme de dolor. Jamás había estado así. Empecé a agarrarme a mí misma, como si eso fuera a impedir que me callera redonda al suelo. Me tambaleé de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, hasta que caí de lado sobre la fría nieve, que en el fondo, me estaba aliviando. Pero por fin, muy poco a poco, estaba consiguiendo lo que quería. Dejar de sentir. Pero nunca pensé que para dejar de sentir, tuviera que llegar a morir. Marina Aracil / 19 / Alicante


Fotografía fantasma (páginas 29-30) MELLIZAS.

Niñas, niñas sordas de pies descalzos y recóndita sonrisa de lazos fuertes. Idénticas muñecas frágiles, idénticas mejillas pálidas, idéntico miedo a vivir sin morir en la estacada de dolor pasado. Ahora, bajan la vista como ramas de árbol esperando el zarandeo del viento, vulnerable la piel y las entrañas, acelerado ser que en ellas habita desde la célula primera hasta la más recóndita y vana de su cuerpo lene. Verás que es el visillo quien cubre su figura protegiéndolas del exterior, cruel abandono del nido que siempre duele. Tapando sus vírgenes senos, sus muslos, el inhóspito hueco que forman sus piernas al plegarse, infecto de ingenuidad y amor versado. Quién podría despertarlas de su letargo infame, quién besaría las horas en sus hoyuelos tímidos, siendo errante poeta, de idénticos versos muertos. A menudo, chocan contra tu pecho, pájaros de aire inertes, los sientes escocer, sientes sus heridas como si fueran tus cicatrices impregnadas de recuerdos, cuando entran en contacto, suicidas instantes vacuos, la sangre y el llanto. Las observas desde lejos, cómo se palpan, cómo se miran con análogos ojos entrambos, cómo lamen sus cortes vitales, cómo desean ser su reflejo incólume, perfecto.


Parecen gatos escondidos tras la sombra, parecen sombras que se esconden de los gatos, infundado el pavor en sus tobillos, desnudos también, sin ruido alguno. No se desplazan. No. Es húmedo el ambiente, cortante, frío, como una metáfora en plena primavera, un soplo inicuo, un arañazo. Si entornas los ojos verás como perforan su pecho y discurren sus venas, entregando el corazón a su gemela, rotos de latir sin fe ventrículos, muertas de vivir sin vida yacen sus vísceras con idéntico resquebrajar, idéntico palpitar, idéntico huir sin remordimiento ni partida. Guardan silencio pues el silencio las calla, siendo pueril inconsciencia el desatino pues, cuando vuelven a mirarse su boca susurrante, no mantiene en vilo su trémula mudez, no permite perpetuar esta agonía. Comienza el danzar de sus almas perdidas, se deslizan tras las luces que inciden por la ventana, mudan sus cuerpos y sus palabras, mutan sus pupilas, dilatadas de dolor sin medicina. Tiritan más fuerte, más tenaces, más serenas del tiempo que se pierde inane, más maduras no cubren sino que muestran, la carne fresca que es su piel abierta. Simétricas sus formas, simétrico terror de madrugada, simétrico el ardor de sus entrañas, simétrica metamorfosis experimentada. Caen sus ropas al piso que es altar de sus piernas paradas, sus pechos libres, sus brazos minúsculos aspirantes al cielo, sus magnos talones que saltan sin impulso ni regazo en que esconderse. Manos entrelazadas, poros cerrados, vello erizado, teñido de incertidumbre voraz, frío enemigo. Es por vez primera que las mellizas se tocan como mujeres, reflejan en la otra la vorágine de la sazón de la madurez, el despojar febril de la inocencia, furtiva la estridencia de sus cuerdas rasgadas. Miran el edén terrenal que es, la huida de la mariposa al abandonar su envoltura, y la cortina cede a sus pretensiones de insecto rebelde, larvas bellas, y acaricia sus pies, hasta la puerta. Rosa Berbel / 15 / Sevilla



Le revoloteaba la libertad bajo el ombligo al sentir el río de sus manos. Pero el sexo es sucio, dicen, sólo saben hablar de pecado. Echaba la llave celosa por el miedo al vacío no dejaba escapar el vicio –comas a decisión del lector-. Rechazaba al animal. Porque eres buena chica, porque qué niña tan dulce. Los ojos tan cegados de dulzura como para no saber si su cuerpo era monumento, arma, castigo o vergüenza –siendo la última la opción más frecuente-. Pero él era todo torrente, el reguero del deseo anegando la garganta. Los barrotes se oxidan, se inunda la jaula, los pájaros gimen (además de cantar). Lucía Aguirre / 17 / Talavera de la Reina



La noche dolía. Las estrellas se incrustaban en mi piel. Tus ojos me miraban desde aquella puerta pretendiendo que entrase contigo a refugiarme. Pero la noche dolía, no lo olvides, y entre tus sábanas no evitaría la helada. Tus latidos junto a mi pecho, mis dedos acariciando tu pelo, y la ventana moría empañada por nuestros silencios. No querías separarte de mí, sabías que mi pecho ardería como fénix al morir; te quedaste abrazando a esta moribunda, aún viva. Los copos de nieve comenzaron a caer. Esta noche helaría, esta noche y ninguna otra más. Te susurré al oído una canción, me miraste a los ojos-sabías lo que pretendía pero te resignaste a continuar esta historia hasta su final-e intentaste no girar la cabeza hacia la nieve que cubría las calles como veneno para mis venas. Adormilado, o despierto, cerraste los ojos y te acurrucaste junto a mis brazos. Tu respiración se suavizó, pero tus latidos aumentaron. Me tumbé a tu lado, susurrando aún la canción y dirigiendo mis ojos a la ventana. El viento soplaba y la hacía temblar. Besé tu frente. Arropé tu cuerpo con mantas y me levanté. Fui a la cocina con los pies descalzos y la mirada perdida, me senté en una silla y observé mi última noche pasar por la ventana. Una gota de nieve derretida se coló por una rendija. Mis dedos se ennegrecieron como el carbón para helarse a continuación. Y mis brazos se tornaban en un fuego helado, hasta que mi aliento desapareció. Un cúmulo de cenizas en tu cocina, es lo que quedó. Laura Mazón Maldonado / 15 / Écija



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