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Crisis y desigualdad

La enseñanza que ha dejado doña historia acerca de las raíces de las crisis económicas, se encuentran más en la ruptura del comercio internacional y de las economías arrastradas por las guerras, entre la deuda y pagos de indemnización, tema agriamente discutido que agrava la inestabilidad económica de las naciones, porque desvían la atención con respecto a lo básico, es decir, las operaciones comerciales del toma y daca común en la compra-venta, si no un desplazamiento de riqueza en un solo sentido, de un deudor a un acreedor ¿y si son varios?, ¿A quién pagarle primero?, peor aún, interminables pagos chiquitos atados a interés tan alto como el Burj Khalifa de Dubái.

Existen situaciones que hacen que los contactos comerciales se alejen, se dificulta la producción de mercancías para exportar, ya que no hay ni para cubrir las necesidades propias y, para colmo el reacomodo de los mercados mundiales, tanto de índole, como de ubicación. Nuevas barreras aduanales y el aislamiento de la economía mundial, todos pretenden tener su guardadito.

¡Ahí viene el coco!

Pero siempre habrá la necesidad de reparar los daños, por el atraso en la producción a causa de las recesiones económicas, hasta que empiece la nueva reincorporación y por supuesto una repentina prosperidad. Nuevas mercancías cubren las demandas y, empieza una nueva recuperación acompañada de otra revolución industrial y tecnológica.

Anteriormente las crisis solían venir en la época de la posguerra, hasta que en la conferencia de Lausana celebrada en 1932, las deudas de guerra y las indemnizaciones fueron sepultadas, así que después del conflicto, cada quien levanta su tiradero como pueda, con ayuda dé quien le eche una mano. Y parte de todo ese descontrol económico trae consigo, un tipo de cambio depreciado de hasta tres cifras porcentuales, por supuesto inflación, pérdida del poder adquisitivo y que se esfumen los escasos ahorros, crisis que destruye a buena parte del aparato productivo y, suspensión de los proyectos de desarrollo de un plumazo, por lo que no queda más que ponerse en pie y aprender nuevamente a caminar.

Recuerda a este personaje del folclore medieval, se dice, que surgió en el norte de Portugal y al Sur de Galicia. Se representaba como un fantasma con una calabaza vacía con tres agujeros a modo de cabeza, creado por la fantasía popular para matar de miedo a los niños llorones que no querían dormir. Entonces el coco se convirtió en una cosa que espanta, sobre todo si se está en completa oscuridad. En la Roma antigua existía un personaje similar que gritaba “coco, coco” aunque se cree que no tiene relación alguna con el actual.

La creencia del coco fue muy extendida en España, pero sufre algunas modificaciones de una región a otra, aunque la idea implícita es la misma, como el “Moro” o la “Mora” andaluces, y el “Hombre del Saco” francés el ”Croquemitaine”.

Por supuesto, esta tradición pasó a Hispanoamérica como un espíritu de las tinieblas, por las que tiende sus invisibles tentáculos, conteniendo las lágrimas del niño. Es terrible porque amenaza siempre y nunca pega; es como lo que cantábamos en un juego: ¡amagar y no dar! Y esto es lo terrible, una sombra vigilante que siempre esta, pero no hace nada. El coco actual fue romantizado para borrar ese trauma de la mente de los niños, creando un personaje animado que vive en un pueblo ficticio, ambientado en México, donde habita un niño de doce años de edad que sueña en convertirse en músico y cantante, y a partir de entonces, adiós al tenebroso coco.

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