Fenomenología de la corrupción

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Fenomenología de la corrupción

Fenomenología de la corruPción "La corrupción es un mal más grande que el pecado. Más que perdonado, este mal debe ser curado". Papa Francisco

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l Papa Francisco ha hablado muchas veces de la corrupción y ha querido retomar el tema también en el discurso a la Asociación Internacional de Derecho Penal (23.1.2014), haciendo que se comprenda no solo como mera degeneración del sistema, controlable mediante oportunas intervenciones, sino mostrando su fenomenología, su manifestación “como práctica habitual en las transacciones comerciales y inancieras, en los contratos públicos, en toda negociación que involucre agentes del Estado”. Estas son palabras de mucho peso, pero cuya verdad todos podemos constatar en muchos niveles y en diversos ámbitos, también más allá de la sociedad organizada en Estado. Esta descripción revela la arrogancia del poder. Más precisamente, muestra el poder absoluto, liberado de todo control, imitación humana de la omnipotencia divina, y en este sentido no solo psicológica, sino también jurídica, en cuanto maniiesta la raíz enferma de la concepción puramente secular del poder humano. Nos permitimos referir una cita [del Papa Francisco] más bien larga, pero signiicativa, sobre este tema: “El corrupto pasa por la vida con

los atajos del oportunismo (…), llegando a interiorizar su máscara de hombre honesto. (…) El corrupto no puede aceptar la crítica, descalifica a quien la hace, procura menoscabar a cualquier autoridad moral que pueda ponerlo en tela de juicio, no valoriza a los demás y ataca con insultos a quienquiera piense de distinta manera. Si las relaciones de fuerza lo permiten, persigue a todo aquel que lo contradiga.

* El presente texto aparece bajo el subtítulo “Fenomenología de la corrupción” en el ensayo Una riflessione sul diritto penale. (La Civiltà Cattolica 3947)

HUMANITAS Nº 78 pp. 24 - 27

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«Un historiador del pensamiento político, J.L. Talmon, quien, hablando de Robespierre, Saint-Just y Babeuf, y de su vena paranoica, observa que se trata de “ejemplos de la extraña asociación entre desadaptación psicológica e ideología totalitaria.»

La corrupción se expresa en una atmósfera de triunfalismo, porque el corrupto se cree vencedor. En ese ambiente, se pavonea para destruir a los demás. El corrupto no conoce la fraternidad ni la amistad, sino la complicidad y la enemistad1. El corrupto no percibe su propia corrupción. Ocurre en cierto modo lo que sucede con el mal aliento: quien lo tiene no lo percibe; son los demás quienes se dan cuenta y deben decírselo”. El poder por naturaleza es un hecho elitista, e inevitablemente en los sistemas sociales se forman grupos depositarios del mismo. La degeneración o corrupción de esos grupos se produce precisamente cuando operan redes de conexiones —vinculadas con contactos políticos o familiares, confesables o inconfesables— en vez de las normas que rigen la sustitución normal de dichas élites. En deinitiva, esta se produce cuando ya no se respeta la ley, sino a quien detenta el poder, considerado legibus solutus, o sencillamente, cuando se sustituye el mérito por criterios de nombramiento, de promoción o de ascenso, pero también de mero reconocimiento del derecho del otro, “a causa de la complicidad de los responsables de la cosa pública (es decir, del bien común) con los poderes fuertes (es decir, de los intereses privados)”. En otras palabras, esto ocurre cuando el poder de derecho se asocia con el de hecho, por cuanto el primero, como hemos visto, nace precisamente para controlar al segundo, como tutela para los

1 Pensemos en Herodes y Pilatos, quienes, si bien eran enemigos por motivos de poder personal, se hacen amigos precisamente a raíz de la condena de Jesús (ver Lc 23, 12).

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más débiles. De este modo se abre el camino a la mediocridad y al oportunismo, se premia la ambición de los arrogantes, se baja el nivel de toda institución, reduciéndola a la altura —baja— de quienes, situados en el vértice, solo se rodean de aduladores, incapaces de enfrentar la superioridad de los demás por estar encerrados en su propio delirio de omnipotencia. En suma, el poder se fortalece con los débiles y se debilita con los fuertes, convirtiéndose en un juego de alianzas. Las palabras del Papa Francisco nos recuerdan un análisis sumamente interesante, en el límite entre la historia y el psicoanálisis, de un historiador del pensamiento político, quien, hablando de Robespierre, Saint-Just y Babeuf, y de su vena paranoica, observa que se trata de “ejemplos de la extraña asociación entre desadaptación psicológica e ideología totalitaria. En algunos casos, la salvación ante la imposibilidad de encontrar una relación equilibrada con los demás hombres se busca en la superioridad aislada del comando dictatorial. El jefe se identiica con la doctrina absoluta, y el rechazo de los demás a someterse llega a considerarse no como una divergencia normal de opiniones, sino como un delito”2. Esto explica la sumisión de tantos a las lógicas del poder absoluto, liberado por lo tanto de las normas, y la airmación paralela de auténticas maias, que repiten en sí mismas las lógicas del comando propias del Estado, pero simplemente sobre la base de otras normas. Y todo eso se produce sin que el jefe se sienta un corrupto ni sus compadres o reclutas se sientan cómplices. Encerrados en su sistema autorreferente, en un juego de espejos que reproduce hasta el ininito su propio rostro, ellos tienen la apariencia del que dice: “Yo no fui” (…). Por este motivo, el corrupto difícilmente podrá salir de su estado por remordimiento de conciencia interno. La corrupción es un mal más grande que el pecado. Más que perdonado, este mal debe ser curado. Estas palabras consideran la corrupción más allá de su manifestación externa, describiendo sus recorridos profundos. Y así “hay pocas cosas más difíciles que abrir una brecha en un corazón corrupto”. Tal vez solo el contacto con la realidad.

2 J. L. TALMON, Le origini della democrazia totalitaria, Bolonia, il Mulino, 2000, 59.

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