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LA PANZA DE LOS FILÓSOFOS
De EPICURO o la medida del placer alimentario
De EPICURO o la medida del placer alimentario
Aarón Espinoza Conde
De entre los filósofos antiguos, hablemos de una de las escuelas helenísticas más calumniadas por la Iglesia Romana, por quienes la marca del cerdo recorre la historia del pensamiento occidental: los epicúreos. Su fundador, venido de la misma tierra de Pitágoras, se mostró filósofo desde que tomó un libro del atomista Demócrito y aprendió que el cuerpo está hecho de materia risueña.
La figura de este pensador resalta por los escándalos que muchos le atribuyen: proxeneta, plagiador de ideas, escritor de cartas licenciosas, derrochador en todo lo que pudo, enfermo y miserable por sus excesos –se dice que vomitaba dos veces al día por sus desproporciones en la mesa–, y para colmo los cristianos lo acusaron de devorador de niños.
Por esta razón, la imagen del cerdo epicúreo, popularizada por Horacio en sus Epístolas y explicada por el santo cristiano Gregorio de Nisa como el animal que jamás verá la gracia del señor por la complexión de su cabeza, son la marca que la tradición nos ha heredado de este personaje conceptual. No obstante, de todas estas cosas sólo su enfermedad es cierta. Un cuerpo frágil que sentenció –antes que Nietzsche– que se reflexiona con el cuerpo placenteramente: “Pues yo desde luego no sé cómo imaginar el bien si suprimo los placeres de los sabores, si suprimo los del sexo, los de los sonidos y los de la forma bella”.
Es debido a esto que dictó una dietética para la reflexión, que consta de una comida sencilla pero bastante placentera, y a la vez, de una serie de máximas que nos han sido legadas por sus discípulos y sus seguidores cercanos.
El Tetrafármakon, como se ha llamado tradicionalmente al pensamiento del filósofo de El Jardín, es una pócima compuesta de cera, sebo, pez y resina. Este compuesto, que no se encuentra propiamente en los escritos del filósofo de Samos, sirve como indicio para entender su dietética reflexiva.
Las cuatro máximas más importantes, que conforman esta cuádruple cura, nos hablan en resumidas cuentas de no temer a los dioses porque ellos no se preocupan por nosotros. A la muerte tampoco hay que tenerle miedo, pues cuando estamos vivos ella no está, y cuando llega ya no estamos para presenciarla. Estas dos primeras máximas nos abren camino hacia el pensamiento fundamental, gracias a que sin miedo, lo único que nos queda es disfrutar.
Sin embargo, el placer hedonista de Epicuro no es uno en bruto, arrojado a la destrucción de nuestro ser, sino uno que se plantea el goce eliminando todo sufrimiento. Por esta razón la dieta, aunque simple, nos revela que ante todo está el deleite: “Él mismo afirma en sus cartas que se contentaba sólo con agua y un pan sencillo. Así, dice: Envíame una tarrina de queso, para que pueda, cuando me apetezca, darme un festín”.
De tal forma que la tercera máxima es gozar de todo alimento (y placer); toda comida en potencia es un festín, siempre y cuando cumpla con su función principal: evitar el displacer. Para ello, su distinción de los deseos puede abrirnos un camino para entenderlo. En primer lugar están los deseos naturales y necesarios; luego, los naturales e innecesa-
A los primeros, el agua y el pan los satisfacen de manera clara, puesto que la sed y el hambre se ven cubiertas perfectamente. Los segundos diversifican el placer, pues un condimento o una pizca de sal dan a la comida un sabor especial. El filósofo de El Jardín sabe que nuestro ser busca un poco más y no puede estar sin sosiego y sin esos placeres, por lo que acepta su satisfacción.
A diferencia de cualquier santo cristiano que se abstiene de vino hasta la última gota, Epicuro prefiere un cuarto de vino y un pedazo de queso para ese momento en que el cuerpo pide y nuestro ser disfruta.
Y por último, los deseos innecesarios e innaturales que se alejan del placer natural del comer y beber, llevándonos directamente al sufrimiento. El estilo de vida contemporáneo se encuadra en este rubro: comidas fast-track; dietas exigentes que dañan la mente y el cuerpo en busca de ideales inalcanzables; la oferta pobre del supermercado que nos engaña en sus sabores y placeres, o la pizza congelada que miramos con lujuria en su empaque colorido y al final, como Adán y Eva, nos destierra del paraíso culinario.
Gracias a esto, la medida del placer alimentario es la búsqueda de no sufrir en la mesa y poder comer –aunque sea humildemente–, sabiendo que nos representa un goce y no una tortura:
“Y los alimentos sencillos procuran igual placer que una comida costosa y refinada, una vez que se elimina todo el dolor de la necesidad. Y el pan y el agua dan el más elevado placer cuando se los procura uno que los necesita. En efecto, habituarse a un régimen de comidas sencillas y sin lujos es provechoso a la salud, hace al hombre desenvuelto frente a las urgencias inmediatas de la vida cotidiana, nos pone en mejor disposición de ánimo, cuando a intervalos accedemos a los refinamientos, y nos equipa intrépidos ante la fortuna.”
Debido a ello, la cuarta y última máxima se nos hace presente: buscar la felicidad sin miedos que nos atormenten y sin displaceres que nos agobien; el goce está a nuestro alcance. Y de nuevo otra lección culinaria: Antes de buscar el platillo ostentoso o cumplir con la mera necesidad, hay que cubrir lo más importante: nuestro placer.
La prudencia a que nos invita este pensador es para formar virtudes que estén íntimamente conectadas a la naturaleza y no nos nieguen una vida placentera. La vida feliz, y como tal comida que nos dé felicidad, son metas a construir constantemente. La enseñanza que nos deja este pensador es la autosatisfacción, que no cualquiera alcanza:
“Por tanto, cuando decimos que el placer es el objetivo final, no nos referimos a los placeres de los viciosos o a los que residen en la disipación, como creen algunos que ignoran o que no están de acuerdo o interpretan mal nuestra doctrina, sino al no sufrir dolor en el cuerpo ni estar perturbados en el alma.
"Porque ni banquetes ni juergas constantes ni los goces con mujeres y adolescentes, ni pescados y las demás cosas que una mesa suntuosa ofrece engendran una vida feliz, como el sobrio cálculo que investiga las causas de toda elección y rechazo, y extirpa las Y DE NUEVO OTRA LECCIÓN CULINARIA: ANTES DE BUSCAR EL PLATILLO OSTENTOSO O CUMPLIR CON LA MERA NECESIDAD, HAY QUE CUBRIR LO MÁS IMPORTANTE: NUESTRO PLACER.
falsas opiniones de las que procede la más grande perturbación que se apodera del alma.”
La felicidad está ante nosotros si podemos llevar todo esto a cabo: eliminar los tormentos que los dioses o la muerte puedan provocar, para llegar a un placer máximo sin sufrimiento. Y ante todo, una mesa puesta con platillos que deleiten nuestro paladar, como el festín del maestro de El Jardín, quien con un poco de queso y vino satisfacía sus deseos.