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Un nuevo oscurantismo
FORAJIDOS. Historias de tabaco en el viejo Oeste
Capítulo 3. La Gaurdia del Sur
Parte VII
Raúl Melo
En una cita extraordinaria, La Cumbre se reúne en la mansión Lafayette. Kalvin recibe curioso a Paul Evergreen, Domenic Van Heusen, Montgomery Carrigan y Alfred Shugert, siendo éste último quien convocó a la sesión.
–Y bien, Alfred, ¿qué es lo que nos tiene aquí esta noche?, –inquirió Lafayette.
–No sabría por dónde empezar, caballeros. Desde que los militares se presentaron en la ciudad, más que mejorar, las cosas han empeorado. Sé que no llevo tanto tiempo aquí, pero también estoy seguro de que han sido los peores días en este lugar. No estoy en contra de la seguridad, de la supervisión, etcétera, pero también es un hecho sabido que la reciente ola de robos sólo ha ocurrido en el ramo del señor Carrigan, mientras que el aumento en la seguridad nos ha afectado a todos–, expuso.
–¿Y cuál es el problema, Alfred? ¿No estás de acuerdo en proteger los intereses de la tabacalera? Esa fábrica forma parte importante de la economía de este lugar, pero imagino que eso ya lo sabes, –respondió Kalvin, mientras encendía precisamente un Carrigan para acompañar o sobrellevar la reunión.
–Claro que estoy de acuerdo en proteger los intereses de Carrigan, pero también los del resto. Kalvin. ¿Has notado que el comercio ha disminuido en la zona? ¿Que estos mercenarios a tu servicio no hacen más que acosar a cada persona que entra o sale de la ciudad? ¿Sabes cuánto tiempo podrá soportar esta gente antes de que todos los negocios empiecen a quebrar? Esta decisión tuya no está ayudándonos en nada, –continuó el preocupado banquero.
–Kalvin, si me permites intervenir, –consultó el viejo Carrigan, esperando la aprobación del señor Lafayette, quien con un gesto de manos otorgó su licencia–. Agradezco infinitamente que te preocupes por mi negocio, pero la verdad es que siempre fui claro contigo sobre el hecho de que yo podía hacerme cargo de lo que estaba pasando.
Estoy seguro de que algunos agentes Firestone serían suficientes para custodiar mis carretas. No me diste oportunidad de demostrarlo y supongo que tuviste tus razones. Claro que estoy en desacuerdo con la llegada de La Guardia del Sur, pero sabes que cuentas con mi apoyo, –continuó el viejo.
La conversación fue interrumpida por el violento manoteo del banquero sobre la mesa...
–¡No, no, no, Carrigan..! ¡La militarización debe terminar, los granjeros sufren ataques en los caminos, los suministros no están llegando a la ciudad! Van Heusen, ¿acaso no has sufrido pérdidas también? ¿No han asesinado a tus empleados para robar cargamentos de carbón? Me parece que el problema persiste, pero cambiamos de perpetrador, –cuestionó Alfred, enfurecido.
–Me parece que no es nada que no se pueda solucionar, es sólo un poco de dinero perdido a cambio de la seguridad de todos nosotros, –respondió Van Heusen.
–¿Dinero? Creo que aquí soy el único que puede hablar de dinero. Crecí sin él, lo tuve en Alemania y lo perdí, y en América pude generar riqueza de nueva cuenta. Ustedes nacieron en cunas de oro, cegados por el brillo de los barrotes que los aprisionan. ¿Saben desde cuándo han dejado de ingresar recursos a los bancos? ¿Sabían que las cuentas no hacen más que disminuir? Me imagino que no, que no pueden ver más allá de sus habanos o sus prominentes vientres.
–¡Relájate, hombre, –terció Paul Evergreen, el magnate petrolero dueño de prácticamente todo el combustible de la región.
–La riqueza no sólo fluye en dólares por aquí. Tienes que ampliar tu visión, viejo miope... ja, ja, ja... debemos confiar en lo que Kalvin hace. Por algo es quien manda por acá, ¿o no?, –continuó.
Todos en la mesa, excepto Alfred, asintieron con la cabeza. Presa de su ira, el banquero lanzó por los aires todos los registros financieros que demostraban la debacle de la ciudad, papeles que golpearon el cenicero de Kalvin, arrojando su cigarro al suelo. El hombre tomó su abrigo del perchero junto a la puerta y abandonó el salón... Fue la última noche en que se le pudo ver.
Durante los próximos días, la desaparición de Alfred Shugert y familia fue el único tema de conversación en la ciudad. El acaudalado alemán habría desaparecido del estado cargado con baúles llenos de oro y dinero en efectivo, que según testimonios entregados al Lafayette Ledger, el diario local, habría sustraído de la bóveda del principal banco de la ciudad.
La situación en Lafayette estaba lejos de mejorar, pero nadie culpaba a Kalvin o a su ejército privado; mucho menos los miembros de La Cumbre, quienes veían en Alfred al pretexto perfecto, y en Kalvin, a un potencial enemigo al que no convenía enfrentarse.
Para nosotros, el negocio afortunadamente iba bien. Las ideas de JC colmaron la bodega de Rubens en nuestra base de operaciones y, a ocho manos, la producción avanzaba con buena velocidad.
La situación en los caminos me preocupaba, pero sabía que podía contar con Adahy y sus hermanos nativos. El camino de vuelta entre Callahan Ridge y la cabaña transcurrió sin contratiempos.
Tal vez una carreta vacía no levantaba sospecha alguna, o las acciones de aquel grupo de batalla que cazaba militares había incrementado su fama en la zona. Fuera cual fuera la razón, pudimos volver a casa seguros para preparar una siguiente incursión a territorio hostil, sin la necesidad de adentrarnos en Lafayette y este nuevo oscurantismo que la dominaba.